VI
Cuando llegó a su casa, un poco antes de las seis y media, se detuvo en el vestíbulo, junto a la puerta de la cocina; Beth, con un delantal de seda encerada sobre el vestido floreado de chiffon con que había asistido al té en honor de Marian, se acercó desde la heladera, con una lechuga en la mano, y lo besó rápidamente antes de dirigirse a la pileta.
—Ya estará la comida. Comemos en el cuartito. Espero que no te importe. Eran casi las seis cuando llegué a casa y tuve que darme un poco de prisa. Ve a lavarte, querido. Shirley está tendiendo la mesa.
—Hola, papá —exclamó ésta desde la mesa, colocada junto a las persianas del frente, cerradas a causa del sol.
La joven llevaba todavía la blusa y los shorts deportivos.
— ¿No hará demasiado calor en ese rincón? —preguntó amablemente Ben.
—Correremos la mesa hasta aquí. Y el ventilador está puesto. Me parecía tanto trabajo...—mientras entraba en la fresca sala, las puertas y ventanas de la cual estaban abiertas, Ben podía oír la voz de su mujer que proseguía—:…colocar la mesa en el comedor. ¡Nos divertimos tanto! La mesa de té en casa de Phyllis estaba hermosa. Claveles rojos y blancos...
Ben traía la chaqueta en el brazo; la arrojó sobre el respaldo de una silla y salió al patio. Hizo funcionar el regador, que lentamente comenzó a moverse sobre el umbrío cantero de césped.
Lo contempló un momento, y volvió; pasó por el dormitorio y entró en el baño, donde se lavó la cara con agua fría después de arremangarse las mangas de su camisa de sport, de rayón. Aparentemente, esa noche no saldrían; no se molestó en tomar una ducha y cambiarse de ropa. Se quitó los zapatos oxford, se calzó los mocasines, y se dirigió a la sala. Tomó el Clarín de Los Alegres, plegado sobre la mesita de café, y con un breve suspiro se echó en el diván. Era agradable estar en casa.
Cuando se sentaron en torno de la mesa roja con manteles individuales tejidos a mano, Beth preguntó si el almuerzo de los "Kiwanis" había sido interesante; en cuanto Ben contestó someramente la pregunta, volvió a hablar del té de esa tarde.
—Lucila dijo que están tratando de convencer a Roy y a Marian para que compren una propiedad aquí y se vengan a vivir para siempre, cuando Roy se jubile.
—No me parece que Roy sea tan viejo para pensar en jubilarse.
—Bueno, tiene más de cincuenta años. Entre él y Lucila hay otro hermano, por eso tienen tanta diferencia de edad. Y los policías se jubilan después de no sé cuántos años de servicio, ¿no es cierto? Y supongo que le gustaría dejar ese trabajo tan pronto como su situación financiera se lo permita. Nadie puede divertirse mucho en esos crímenes. Aunque dicen que tiene una foja de servicios admirable. Como los Guardas Montados del Canadá en las viejas películas mudas. Siempre capturaban al malhechor. ¿Te acuerdas de James Oliver Curwood, Ben, cuando éramos chicos? Ya no sé cómo se llamaban los actores, pero recuerdo las películas. Las muchachas llevaban abrigos de piel y largos bucles.
Se interrumpió y miró a Shirley:
—No comes nada, querida. ¿No tienes hambre?
—No mucho.
—Supongo que pasó la tarde comiendo helados de banana en la confitería —dijo Ben con tono de desaprobación.
—No es verdad. Dos coca-cola, nada más.
—Bueno, no empieces a preocuparte por la silueta —intervino Beth—. Eres demasiado joven todavía. Y demasiado delgada, en realidad. Ya tendrás tiempo de eso cuando tengas mi edad. ¡Por Dios, pensar que alguna vez fui escuálida como ella! ¿Recuerdas, Ben?
—No eras escuálida —corrigió él.
—Ya comeré bastante antes de irme a dormir —dijo Shirley alegremente—. ¿Dónde están esos malvaviscos, mamá?; dijiste que podía llevármelos.
—Te los buscaré.
— ¿Qué hay esta noche? —preguntó Ben.
—Un paseo a la playa. Unos cuantos muchachos y chicas vamos a la gruta de Horseshoe; encenderemos una fogata y asaremos malvaviscos. Algunos piensan nadar un poco, si no hace demasiado frío; aunque no creo que puedan.
— ¿De qué se trata? ¿De algo organizado por la iglesia o la escuela? —preguntó distraídamente Ben.
—No; sólo vamos tres o cuatro parejas; pensamos en que sería divertido.
Beth arqueó las cejas pícaramente y dijo a su marido:
—Y esta noche tiene un nuevo acompañante.
— ¿Ah, sí? —dijo él, prestando ya más atención.
Shirley trató de parecer indiferente:
— ¡Oh, mamá, dicho así parece todo tan terrible! Se trata simplemente de Norman Bailey, papá, que viene a buscarme en su coche; el de su padre, más bien. Ginny y Spec Miller y Bunnie Simmons y Freddy van en el mismo coche. No es nada del otro mundo —agregó con un leve matiz de pesadumbre—; vamos todos juntos.
Ben abrió la boca y volvió a cerrarla. Luego, tratando de parecer humorístico, dijo:
— ¿No te parece que Norman es un poco... viejo para ti?
— ¡Dios mío, papá, no cumple veinte años hasta el otoño próximo! Y yo cumplí diecisiete en febrero. ¿Quieres que salga a pasear con criaturas?
—Creí que él no pertenecía al grupo de tus amigos —dijo el padre, como disculpándose.
—Bueno, antes no. El invierno pasado estaba en Berkeley, naturalmente. Y está tres años más adelantado que yo. Pero es claro, cuando una persona se vuelve mayor, bueno, no sale a pasear con sus compañeros de escuela. ¿Dime, papá, supongo que Norman no te parecerá mal, verdad? —agregó mientras depositaba sobre el plato su cuchara de postre y miraba a su padre severamente.
— ¿Ni siquiera puedo saber ya con quién sales?
—Por supuesto que no le parece mal, tontita —intervino Beth acariciando la muñeca de Ben—. Tu padre se interesa por tu bien. Eso ocurre siempre cuando uno tiene un hijo único. Estamos todo el tiempo alrededor de ti, como dos viejas gallinas con un solo pollito.
—Bueno, espero que alguna vez dejen de tratarme como a una criatura.
—Si no es demasiado preguntar —inquirió sarcásticamente Ben—, ¿puedo saber quiénes forman parte de esa expedición, además de los nombrados?
—Tal vez Bobby Whitlock y Georgia Foley; y Tony Zangoni, ¡si Betty se decide a invitarlo! No sabía si invitarlo a él, o a ese nuevo muchacho que se mudó al lado de su casa.
—Hum... —gruñó Ben como respuesta; luego dedicó su atención al té helado, parcialmente tranquilizado por la enumeración.
Beth le dirigió una rápida mirada. Le molestaba un poco que Ben se preocupara tanto por Shirley. Le parecía que en cierto modo no era normal. Claro que uno debía de preocuparse un poco por una jovencita que comenzaba a frecuentar la sociedad; pero a veces le parecía que Ben exageraba. Y era tan tranquilo, tan plácido, en verdad, cuando se trataba de otras cosas. Beth no podía comprender por qué se había vuelto tan fastidioso desde que Shirley había comenzado a salir con jóvenes. Todas las chicas pasaban por una edad en que enloquecían por los muchachos.
Aunque la niña le había parecido un poco más interesada que de costumbre en Norman Bailey mientras se preparaba para el paseo de esa noche, y aunque Shirley se enamorara seriamente de él, Beth no lo consideraba una desgracia irreparable. No había oído nunca una palabra en contra de él. Aparentaba ser un muchacho excelente.
Pero se daba cuenta de que a Ben no le gustaba que Shirley saliera con Norman. Por supuesto, Tim y Etta Bailey eran bastante vulgares; y como Tim era además un competidor... probablemente por eso Ben había reaccionado desfavorablemente al oír su nombre.
Cuando Shirley subió a vestirse recordó con rabia la actitud de su padre. Antes no era así. Sólo desde hacía un año más o menos se había vuelto tan fastidioso, pretendiendo averiguar siempre a dónde iba. Y ya empezaba a cansarse. No hubiera creído nunca que su padre llegara a portarse así, tan ridículamente.
Siempre había sido bueno con ella cuando era chica; Shirley lo adoraba, y pensaba en que era mucho mejor que la mayoría de los otros padres.
Mientras abría la ducha y se colocaba la gorra de goma en la cabeza, su rostro tenía una dura expresión. No lo soportaría mucho tiempo más. Si las cosas seguían así, habría una escena; y estaba segura de que Beth se pondría de su parte. Antes era al revés. Cuando ella era pequeña, a menudo había conspirado con su padre para arrancar pequeños privilegios a la madre.
Se vistió tan minuciosamente, con sus pantalones arremangados y su blusa de franela, como si se preparara para un baile; se frotó abundantemente con agua de tocador, y prestó suma atención al lápiz labial y al arreglo de su cabello; olvidando a su padre, sus pensamientos se concentraron en el paseo que la esperaba.
Ya era hora de que un hombre de veinte años (bueno, prácticamente de veinte años) le prestara un poco de atención; y Norman era realmente fino, sabía comportarse; no como Spec y esos torpes chiquilines de la escuela, con sus risotadas y sus hileras de frases hechas; uno ya sabía qué iban a decir antes que abrieran la boca. Aplomo, se llamaba. Norman tenía aplomo. Y las otras muchachas, Ginny y Betty y Bunnie, se habían alegrado mucho cuando les dijo que invitaría a Norman Bailey.
¡Con qué temor esperó el momento en que simulando indiferencia le preguntó si quería acompañarla, y qué gran alivio sintió cuando él no inventó ninguna excusa para eludir la invitación!
Antes de que la campanilla sonara ya había reunido todas sus cosas sobre la mesa del vestíbulo; las cajas de malvaviscos, los largos asadores y la manta india para acostarse en la playa. Cuando abrió la puerta se limitó a apilar todo esto en los brazos de Norman; corrió hasta el arco de entrada de la sala para despedirse de sus padres, y salió rápidamente.
No quiso que Norman entrara a saludar a sus familiares; su padre lo miraría tétricamente, como si fuera un criminal; su madre agregaría algunas frases que le harían creer que ella creía que él estaba loco por su hija. Últimamente, Shirley solía preguntarse si la vida no sería más fácil si uno simplemente careciera de padres.
Cuando llegaron a la playa y encendieron el fuego, algunos de los muchachos se mostraron dispuestos a demostrar su virilidad, mediante un baño en el mar; pero no fué difícil convencerlos de que hacía demasiado frío. Por una vez, el cielo estaba despejado y no había neblina; pero no se podía decir que hiciera calor, y todos sabían por experiencia que aun de día el océano era en esa zona bastante frío.
Por lo tanto, se limitaron a algunos juegos ruidosos sobre la dura arena asentada por la marea descendente.
Luego se reunieron en torno del fuego y comieron salchichas quemadas, con mostaza, y malvaviscos pegajosos y chamuscados, acompañados de botellas de coca-cola.
Satisfechos, se sentaron luego sobre las mantas que rodeaban la hoguera, en la que habían echado abundante leña, y fumaron, charlaron y lanzaron coherentes chillidos hasta que Tony Zangoni comenzó a cantar con su agradable voz de tenor. Sin mayor seriedad, cantaron algunas canciones populares, hasta que Tony propuso Clementine, canción que todas las voces entonaron con entusiasmo. Tony, que pertenecía al "Club de la Alegría" de la escuela y que había desempeñado el principal papel en la opereta de fin de año, recordaba toda la letra; en las estrofas de la mitad, menos conocidas que las iniciales, lo acompañaban más o menos confusamente; y volvían a alzar la voz en el refrán: Oh, my darling, oh, my darling, oh, my darling Clementine...
Luego Tony trató de hacerles cantar algunas melodías de Pinafore, pero como ninguno sabía muy bien la letra, la música se apagó lentamente a medida que ganaba adeptos el verdadero propósito del paseo. A la luz del fuego muriente el grupo se deshizo en parejas acostadas sobre las mantas, y la playa quedó silenciosa; sólo se percibía el opaco sonido de la rompiente cayendo sobre la arena mojada.
Shirley y Norman se habían sentado de cara al fuego y al mar, con los hombros apoyados sobre un tronco, en cuya base se amontonaban las algas secas; lo habían cubierto con la manta. Mientras cantaban, el muchacho le había rodeado los hombros con el brazo. Un rato permanecieron así, mirando más allá del fuego, hacia el gran baldaquín cubierto de estrellas que se confundía con la extensión oscura del Pacífico en el lejano horizonte.
Todo era tan hermoso y tan apropiado que Shirley pensó que le faltaba el aliento.
Norman la rodeó con el otro brazo, y con un pequeño movimiento sus cuerpos se reunieron; luego acercó él su cara a la de ella y la besó. Entonces sí Shirley tuvo la seguridad de que le faltaba el aliento.
A la mañana siguiente, más o menos a las once, Ben acababa de acomodar las músicas impresas exhibidas en la vidriera, cuando alzó sorprendido la vista; el padre de Norman Bailey entraba en la tienda, sin sombrero y en mangas de camisa.
Con la sonrisa profesional que reservaba a los clientes Ben se adelantó para saludar a su colega.
— ¿Quisiera ver alguna radio verdaderamente buena? —preguntó en broma a Tim.
—En estos tiempos, mirar es lo único que podemos hacer, ¿no le parece? —contestó Tim con una sonrisa amarga.
—Tiene razón. Es el verano, usted sabe. Nadie se queda en casa a oír música.
—Tengo unas portátiles que se venden bastante —informó Tim—. ¿Está muy ocupado esta mañana? Hace tiempo que quiero hablar con usted sobre cierto asunto.
— ¡Cómo no! ¿Quiere venir a la oficina, donde no nos interrumpirán?
Mientras ascendían las escaleras Ben se mantenía suave y cortés; pero alerta como un gato que ha divisado un perro aparentemente bien intencionado.
Tim se sentó en una silla y Ben en su sillón giratorio frente al escritorio; ofreció a Tim un cigarrillo, que éste rechazó.
—No tengo ese vicio —y se inclinó un poco hacia adelante—. No andaré con vueltas. Estuve pensando un poco, Ben. Es inútil negarlo: estamos en la mala. Momentáneamente, tal vez; pero, según mi parecer, los buenos tiempos no volverán muy pronto. Y la verdad es ésta: Los Alegres no es bastante grande para dos negocios similares como los nuestros. Le diré francamente que yo me arreglo. Gano bastante para vivir, y mi comercio está libre de deudas. No debo nada a nadie. Pero las ganancias... ¡diablos! Ahora bien; no sé nada de su situación financiera; pero todos saben que usted pidió un préstamo al Banco cuando se mudó a esta esquina en el otoño pasado. Sé lo que han sido las ventas, con el renglón televisión tan flojo, y lo demás. Y me imagino que usted está muy lejos de haberse librado de sus deudas. Pensando, se me ocurrió esto: ¿por qué no nos reunimos y eliminamos los gastos inútiles? Usted tiene bastante lugar en su trastienda —y señaló con la cabeza hacia el fondo del edificio— para mi taller de reparaciones. Eso trae muchos clientes para mercadería nueva; y tiene además bastante lugar para una sección de artículos eléctricos, relojes, aparatitos y demás, en el salón de abajo...
Prosiguió explicando las economías de alquiler, sueldos y gastos generales que esta fusión implicaría, concluyendo:
—Así, según mi parecer, esas economías nos permitirían una ganancia mensual decente, con el mismo volumen de ventas que tenemos actualmente.
Ben había conseguido mantener una expresión de tranquilo e inteligente interés; pero en realidad estaba verdaderamente atónito. ¡Asociarse con Tim Bailey!
—Monopolizaríamos el comercio de radios del pueblo —decía con presunción Tim.
— ¿Y qué impediría que otro se dedicara a ese mismo comercio y nos hiciera la competencia?
—Nada —dijo Tim encogiéndose de hombros ligeramente—. Pero vea con qué debería luchar. Un comercio bien reputado en una de las mejores esquinas del pueblo. Y entre los dos, contamos con la simpatía de casi todos los habitantes de la comunidad. Los que no son amigos personales suyos, lo son míos. ¿Y qué puede impedir, por otra parte, que aparezca otro competidor, aun si no nos fusionamos? Que disminuyan un poco más nuestras ventas mensuales, tales como están ahora, y quedamos ambos arruinados. Juntos resistiríamos mejor.
Ben aplastó su cigarrillo sobre el cenicero, siguiendo con la mirada, atentamente, el movimiento de sus dedos. Era una proposición que debía llenarlo de alegría. Pero no creía que pudiera soportar la obligación de un contacto tan íntimo con Tim Bailey.
Sin embargo, podía parecer extraño que rechazara la propuesta sin más consideración.
—Tendré que pensarlo —dijo lentamente, mirando siempre el cigarrillo aplastado en el cenicero.
—Seguro, seguro. Uno no puede decidir un asunto así en un minuto. Y comprendo que hay una cantidad de detalles que debemos considerar. Cuestiones legales, condiciones, y todo eso.
Se puso de pie:
—Haga esto. Piénselo; consúltelo con su mujer, vea qué decide ella; y dentro de unos días podemos reunirnos nuevamente.
Cuando Tim se dirigió hacia la puerta Ben se levantó, y señalando con un ademán los papeles sobre su escritorio, dijo:
— ¿Me disculpa si no lo acompaño hasta abajo? Tengo que ocuparme de algunos asuntos.
—Naturalmente —dijo Tim, riendo—. Su local es bastante grande, pero creo que puedo salir sin perderme. Bueno, ya hablaremos dentro de un día o dos.
Ben volvió a sentarse lentamente, con la mirada fija en el secante y el ceño fruncido.
Sabía que Tim no lo había dicho con mala intención, pero la insinuación de consultar el asunto con Beth le había dolido un poco. Todos sabían que se había iniciado en el comercio con el dinero de su suegro.
Ya no existía la posibilidad de recurrir a la fortuna de Jensen. Después de retirarse de los negocios, el viejo había gastado buena parte de su dinero; tenía seis hijos, de modo que cuando murió, hacía de eso unos años, la herencia se repartió entre seis; la parte de Beth se había insumido en la casa nueva. La habían construido sin reparar en gastos y les había costado bastante, con el garage para dos coches y el departamento de arriba para los criados, por si alguna vez llegaban a tenerlos.
Ben se movió incómodo en su asiento. Había hecho mal en endeudarse para ampliar su negocio. Ya habían gastado bastante dinero en esos veinte años, Dios sabía en qué. Gastaban demasiado: muebles, coches nuevos cada tres o cuatro años, abrigos de piel para Beth y Shirley, costosas vacaciones en el verano, viajes a Hawaii en primera, o a México en coche, y a Canadá y a New York en avión.
Vivían demasiado bien; ésa era la cuestión. Pero era necesario, si querían sacarle algún gusto a la vida.
Hubiera preferido que Tim no le hablara de Beth. Le hubiera gustado pasar por alto la proposición sin mencionársela a su mujer. Pero sabía que no podía. Aunque ella no se enterara de que Tim le había hecho ese ofrecimiento, Ben sabía que no se atrevería a ocultárselo. En cierto modo, el hecho de que él se hubiera iniciado en el comercio gracias al dinero del viejo Jensen, colocaba a Beth en una posición diferente a la de la mayoría de las esposas. Había que reconocer que ella no se metía en sus asuntos, que no trataba de dirigir los negocios desde la trastienda. Pero él sentía la obligación moral de mantenerla al corriente de todo lo que se relacionara con sus actividades comerciales. Y ella admitía, tácitamente su derecho de estar al tanto de todo, como un socio silencioso.
Y Ben temía referirle la propuesta de Tim. Beth hablaba mucho, sin ton ni son, y era aparentemente tonta para muchas cosas; pero a veces Ben tenía la desagradable sensación de que esa frivolidad era en parte una pose, una pose tan útil que se había convertido en una parte de su personalidad, pero que, dónde y cuándo le conviniera, podía mostrarse tan decidida y tan obstinada como el que más.
Era estúpida en muchas cosas, pero no en todas. Y él preveía que, adornada de inanidades y de frases fuera de lugar, su opinión sobre el asunto equivaldría a una aceptación de la propuesta de Tim.
¿Y qué motivos podía exponer él para rechazarla?
Todo esto podría provocar una desagradable crisis en su hogar.
A Beth no le importaba hacer economías cuando era necesario, pero también le gustaba gastar; y si veía una manera de obtener más dinero trataría de imponerla. Ben no sabía cómo oponerse, sin parecer arbitrario, supuesto que ella decidiera que él debía asociarse con Tim Bailey.
Golpeó con los dedos el secante, con la palma de la mano el borde del escritorio, y por segunda vez en ese día maldijo en voz baja.