Especulación

 

 

ERA domingo por la tarde y Daniel Devins estaba en el estadio de fireball en el sector Sigma al igual que lo estaba los demás días de la semana. La única diferencia era que aquel domingo, en lugar de estar sentado en su taquilla de venta de entradas y ver el partido en su holo portátil, tenía un asiento de primera clase en el club de tribuna con la élite.
Llevaba una máscara dérmica y un mono ajustado nuevo, y los Stalwarts, su equipo favorito ganaba ya por dos tantos. Devins había hecho una apuesta sustanciosa por los Stalwarts, y a pesar de que el juego era todavía de pases cortos, le estaba costando bastante concentrarse en el campo. Tenía uno de esos días malos en los que los recuerdos aislados de su pasado se levantaban para perseguirlo y no era capaz de dejarlos a un lado.
Devins sabía que no podía pensar tan bien como solía hacerlo antes, pero estaba completamente convencido de que todavía podía ser más listo que la mayoría de la gente. Porque eso era exactamente lo que había hecho con los guardianes que lo habían recondicionado, no solo fingiendo ser más lento y más torpe, sino que los convenció de que lo habían recondicionado en más profundidad de la que lo estaba realmente. Después de su condicionamiento, lo degradaron de su G-12 y le quitaron su apellido, lo trasladaron al sector Sigma y lo soltaron como personal no cualificado con nivel G-5. Le dijeron que podría volver para solicitar un examen posterior en el futuro, y si sus resultados mejoraban, quizás algún día lo dejarían volver a trabajar con estadísticas. Devins no tenía ningún deseo de volver a trabajar al servicio del gobierno. Solicitó un empleo en el estadio de fireball y lo contrataron.
Un repentino rugido se extendió entre la muchedumbre que lo rodeaba, y sus ojos y pensamientos regresaron al campo de juego. Carmichael de los Stalwarts se había escapado del grupo y se dirigía hacia la portería de los Valiant. La pelota apenas si brillaba. Marcó el tanto con facilidad y para entonces los Stalwarts aventajaban en el marcador por tres tantos, a tan solo unos minutos del final del partido.
A Devins no le sorprendía. Estaba casi seguro de que ganarían los Stalwarts. No solo trabajaba en el estadio de fireball, sino que prácticamente vivía allí. Había logrado conocer a todos los entrenadores y a casi todos los jugadores. A ellos él les gustaba y lo llamaban Danny. Había aprendido a saber cuando un equipo podía ganar y cuando no. Se mantenía informado de qué jugadores sufrían lesiones. Lo mejor de todo era que se enteraba cuando había un arreglo. Por supuesto que era ilegal amañar el resultado de los partidos, pero de todas maneras lo hacían. Lo que importaba no era que fuera o no ilegal, sino si se podían salir con la suya.
La primera vez que intentó hacer una apuesta se puso gravemente enfermo. Sin embargo, siguió volviendo una y otra vez hasta que la tontería que fuera que le hubieran metido en la cabeza hubiera desaparecido y logró descondicionar lo que le habían recondicionado. Después, una vez hubo acumulado suficiente dinero, encontró al médico adecuado en un barrio bajo e hizo que le neutralizaran el implante que le habían puesto en la nuca. Se suponía que debía liberar medicamentos en su organismo durante el resto de su vida para convertirlo en un ciudadano mejor. Devins pensaba que la mayoría de los ciudadanos buenos eran tontos.
Justo antes de que sonara el pitido final, los Stalwarts volvieron a marcar. Devins había comprado un tique graduado, cuanto mayor fuera la diferencia en la puntuación, ganaría o perdería más dinero, y aquel día ganó mucho más de lo que se esperaba. Aun así, no sentía el júbilo que solía sentir.
Permaneció sentado mientras las gradas de su alrededor se fueron quedando vacías y se encontró a sí mismo pensando en su madre y en su hermana. Como siempre pasaba cuando tales pensamientos le llenaban la cabeza, venían acompañados por una sensación de inquietud y vacío. Lo que le molestaba no era solo que le faltaran parte de sus recuerdos, sino que debería sentir más pena de la que sentía, y debería haber sido más profunda y aguda. Devins quería su tristeza y su dolor, y ellos se los habían arrebatado. No estaba muy seguro de cómo podía descondicionar aquello.
A veces pensaba en Richard Thorne. Lamentaba haber conocido a aquel hombre. Sin embargo, había ocasiones en las que lo echaba de menos. Nadie del estadio de fireball era capaz de jugar decentemente al ajedrez ni por asomo. Tampoco era que él fuera ya tan bueno como lo había sido antes, pero tenía la sensación de que si encontraba a alguien que pudiera jugar medianamente bien, todo le volvería de nuevo a la cabeza.
Esperó hasta que el club de tribuna estuvo casi vacío, antes de bajar a trompicones por la escalera a recoger sus beneficios. La rodilla no le había llegado a soldar correctamente después de la segunda fractura y cuando el tiempo era húmedo solía molestarle bastante.
El hombre que había en la ventanilla de apuestas le sonrió y negó con la cabeza mientras alargaba la mano para entregarle sus ganancias.
—¡Aquí tienes otra vez! No sé cómo lo haces, Danny. De verdad que me encantaría tener tu suerte.
Devins le devolvió la sonrisa y se dio con un dedo en un lado de la cabeza.
—Solo hay que ser un poco listo —le dijo, mientras se metía en el bolsillo las ganancias.

 

 

Aquella mujer le había dejado varios mensajes en el servicio de contestador, pero Diana Winston no veía razón alguna para devolverle las llamadas. Claro que recordaba vagamente a aquella mujer de su vida anterior, pero ya no quería tener nada que ver con ella, ni siquiera quería pensar en ello. Se había terminado para siempre, y era para bien. No era capaz de saber cómo había podido localizarla aquella mujer en el sector Omicron ahora que le habían dado un apellido nuevo. Sin embargo, aquella mujer no había dejado de llamarla, había dejado un mensaje detrás de otro, y como Diana no le había respondido nunca, había tenido el atrevimiento de presentarse en su piso.
Ya era bien entrada la noche cuando sonó el timbre de su puerta. Diana no tenía ni la más remota idea de quién podría ser. Tenía muy pocas visitas, y nunca nadie que pudiera aparecer sin avisar a aquellas horas. Cuando abrió la puerta se encontró con que tenía delante a una llamativa mujer rubia que iba completamente vestida de rojo. Diana la miró sin comprender.
—Soy yo, Heather, ¿no me reconoces? ¿No me vas a invitar a pasar?
—Bueno… estaba a punto de prepararme para irme a la cama —dijo Diana. La verdad era que no quería dejar pasar a aquella mujer, pero ya no estaba en su naturaleza el ser maleducada. Con un poco de suerte no se quedaría mucho tiempo. Diana dio un paso atrás y abrió más la puerta.
—¡Preparándote para irte a la cama! —exclamó la mujer, mientras pasaba por su lado y se paseaba por el piso como si fuera suyo—. ¡Es demasiado temprano para irse a la cama! La noche es muy joven todavía. —Se detuvo en el centro de la sala y miró a su alrededor—. Bueno, no es gran cosa comparado con el que tenías con Richard, pero supongo que por ahora te tendrá que servir.
—Por favor no me vuelvas a mencionar jamás a ese hombre —le dijo Diana que se había quedado en la entrada junto a la puerta.
La mujer la miró con extrañeza. Sin que se lo ofrecieran, se sentó en el sofá.
—¿Sabes que me ha costado un horror encontrarte? —le dijo, mientras cruzaba las piernas. La falda se le subió hasta más de medio muslo. Llevaba unos zapatos rojos con plataformas y tacones que debían tener por lo menos doce centímetros de altura. Diana recordó que ella también se había vestido de aquella manera absurda y ostentosa, y se sonrojaba con solo pensar en ello.
—Te he echado mucho de menos, de verdad —dijo la mujer—. No dejaba de preguntarme qué habría sido de la buena, de la vieja Diana… y bueno… claro que en parte sí lo conocía… salió en el holo y eso, lo de Coopersmith… ¿quién iba a haber pensado que Richard tuviera ese arrojo? ¡Uy! ¡Perdona! —Se llevó la punta de los dedos a los labios un segundo antes de seguir con su parloteo—. Bueno, como sea, tenía que volver a ver a mi mejor amiga… y no ha sido nada fácil, pero al final he logrado tirar de algunos hilos adecuados… y aquí estoy.
A Diana no le gustó cómo había sonado aquello. Lo de tirar de los hilos adecuados.
—¿Qué haces ahí tan lejos? —le dijo la mujer—. Ven aquí y deja que te vea bien.
Diana avanzó unos cuantos pasos a regañadientes hacia el centro de la habitación. La mujer la miró de arriba abajo a la luz. Puso cara larga y abrió la boca sorprendida.
—No quiero parecer mala, cariño, pero tienes un aspecto horroroso. Te tienen que haber hecho un buen lavado.
—No quiero hablar de eso —dijo Diana—. Y es cierto que me tengo que ir a la cama pronto —añadió con toda la firmeza que pudo. A pesar de lo que pensara aquella mujer, ella sabía que tenía buen aspecto. Al menos ella no iba engalanada como una cortesana repintada de los salones de expresión. ¿Por qué no la dejaba en paz aquella mujer? ¿Qué podría querer de ella?
—Tranquila, cariño, lo siento. Ha sido una sorpresa algo grande. Ven y siéntate a mi lado. —Dio unas palmaditas en el sofá junto a ella—. Te voy a enseñar lo que puede hacer un poco de maquillaje, por si se te ha olvidado. Y entonces haremos algo con tu pelo. Ese corte no te sienta nada bien. Venga, será divertido. Puede que después podamos salir juntas. Me puedes enseñar los lugares de interés de Omicron.
—No, eso es imposible, mañana me tengo que levantar temprano para ir a trabajar —insistió Diana, mientras daba otro paso hacia el sofá sin darse cuenta. A pesar de su aspecto y comportamiento estrafalario había algo muy alegre en aquella mujer. Parecía irradiar vitalidad y calidez.
—Bueno, ¿es que no me vas a ofrecer nada antes de mandarme ahí fuera a la noche? —le preguntó, a la vez que hacía un mohín con los labios e inclinaba la cabeza hacia un lado.
—No tengo nada que ofrecerte… a no ser té o café. —Diana creía que sabía a lo que se refería aquella mujer y no le gustaba la idea.
—Bueno, ¡adivina qué! ¡Yo sí! Venga, vamos a colocarnos juntas, como en los viejos tiempos.
La mujer sacó una cosa del bolso rojo bordado con cuentas que había junto a ella, era un pequeño cilindro blanco. Sacó otro cilindro más grande, uno de plástico rojo brillante que hacía juego con su atuendo. Cuando golpeó el cilindro rojo con el pulgar, este produjo una pequeña llama. Sujetó la llama contra uno de los extremos del cilindro blanco, se inclinó hacia delante, se llevó el otro extremo a la boca y pareció succionarlo. Una fina columna de humo se levantó en el centro de la habitación cuando el cilindro blanco se encendió y empezó a arder.
—¿Qué haces? —le preguntó Diana alarmada—. ¡Para! ¡Déjalo!
La mujer exhaló el humo con mucho ruido, y este creó una nube a su alrededor.
—Se llama marihuana —le sonrió—. Es lo último y todo el mundo lo hace. ¡Venga, siéntate aquí! —Volvió a dar unas palmaditas en el sofá junto a ella—. Deberías probarla. ¡Es muy divertido!
Aquello era más de lo que Diana podía soportar.
—No, ¡no quiero probarla! Solamente haz el favor de salir de aquí —le gritó—. Solo déjame en paz. ¡No quiero volver a verte nunca jamás!
A la mujer se le puso la cara mucho más larga que la primera vez.
—Bueno… ¡si es así como te sientes y eso es lo que quieres! —Miró a su alrededor por un momento y después apagó el cilindro encendido sobre la mesita de café de cristal—. Ahí tienes —le dijo, a la vez que señalaba hacia allí con la barbilla—. Por si acaso cambias de idea en algún momento y decides tomar un poco. No es necesario que te molestes en acompañarme a la salida. Puedo ver la puerta perfectamente desde aquí. —Por alguna razón que Diana no lograba entender, aquella mujer parecía estar a punto de ponerse a llorar.
Después de que la mujer saliera del piso, con la misma soltura con la que entró, y cerrase la puerta tras de sí con un portazo, Diana dio un suspiro de alivio. Se paseó de un lado a otro por la pequeña habitación, moviéndose nerviosa hasta que recuperó la compostura. Entonces se sentó en el sofá en el extremo opuesto al que había elegido la mujer para sentarse. Sin pensarlo, alargó la mano y la pasó por el otro cojín. Todavía estaba caliente y retiró la mano de golpe.
Recogió el cilindro blanco arrugado. Lo olió y puso cara de asco. ¡Olía terriblemente mal! A quemado y dulce a la vez. ¿Por qué iba nadie a querer respirar humo?
Se puso de pie y se dirigió a la micrococina, metió el cilindro en una bolsa de plástico y la selló. Volvió con una esponja húmeda y limpió la mesita de café de cristal. Aclaró la esponja y se secó las manos. Después llamó a la comisaría de guardianes más próxima y denunció a la mujer por posesión de lo que no tenía duda alguna era una droga ilegal.
Mientras se preparaba para acostarse, Diana pensó en lo bien que le había hecho sentir aquello, y lo mucho que deseaba ir a la comisaría al día siguiente a entregar la droga ilegal y explicarlo todo.
Antes de acostarse, se tomó su pastilla para dormir como hacía todas las noches. Entonces podía descansar debidamente por la noche y al día siguiente estaría más que lista para ir a trabajar.

 

 

El sol dominaba todo su mundo por completo. Mientras se movía de un lado del plano horizonte al otro, parecía abrasar el cielo y dividirlo en dos. Se acuclilló en medio de la tierra, las plantas y las hileras perfectamente espaciadas, se inclinó hacia delante y se fue adelantando. Los otros hombres y mujeres que había a su alrededor hicieron lo mismo. Los campos perfectamente allanados parecían no tener fin en ninguna de las direcciones, el fino horizonte se rompía aquí y allí tan solo por los bloques formados por los edificios en los que vivían. Se trasladaban de un edificio a otro según la finca que estuvieran sembrando o cosechando.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Meses? ¿Años? El tiempo carecía de significado cuando todos los días eran prácticamente iguales. Sus manos, que un día fueron hermosas, al principio se le habían llenado de ampollas y después se habían endurecido y llenado de callos. Tenía el pelo seco y greñudo. Le dolían las piernas y la espalda, el dolor era tan constante, tan diario, que lo había aceptado como parte de su existencia. Como el ardiente sol. Como los centinelas que observaban todos y cada uno de sus movimientos desde las primeras respiraciones del despertar por la mañana, hasta los últimos suspiros exhaustos que la conducían al sueño por la noche.
Los centinelas estaban de pie ante ellos, detrás de ellos y a los lados. Hombres de rostro inexpresivo vestidos con uniformes caquis. Hombres brutos y hastiados cuyo condicionamiento de alguna manera había fallado. Eran otra irrelevancia. ¿Centinelas? Cuando no había escapatoria, no había adónde escapar más allá del mundo que los había mandado y sentenciado a estar allí, excepto a las Tierras Muertas.
Ya casi ni sabía qué era lo que recolectaba y metía en el saco que arrastraba junto a ella. Ya no importaba. Sabía perfectamente que debían tener máquinas para hacer aquel trabajo. Había máquinas para hacerlo todo. Aquel era su castigo por haber sido ella misma, por negarse a someterse a sus leyes y costumbres.
Le habían arrebatado sus libros, su música y sus plantas. Le habían arrebatado a su amante y su vida. Ya no tenía nombre, solo un número que se esperaba se aprendiera y al que se esperaba respondiera como si fuera un nombre. Le habían ofrecido condicionarla, lavarle el cerebro, dejárselo limpio y llenárselo con sus mentiras, para hacer de ella una persona completamente diferente, una adecuada a las necesidades del Estado. Al principio se lo habían preguntado todos los meses. ¿Cuántas veces lo había rechazado? Las suficientes como para que ya hubieran dejado de preguntárselo. La habían eliminado por completo. Su cabezonería no moriría y sabía que eso sería su muerte. No se convertiría en otra persona de su invención. Sin embargo, sí que habían logrado convertirla en otra persona de todas maneras.
Algunas noches, ya muy tarde, antes de que el sueño exhausto se apoderara de ella en el dormitorio lleno de gente, la idea de la muerte se abría ante ella como un fresco pozo de descanso, un lugar en el que ya no la podrían castigar más. Sin embargo, había otras noches en las que los recuerdos de su vida anterior la llevaban hasta la pequeña seguridad de los sueños. Y entonces la mañana llegaba demasiado pronto y ella se levantaba con los demás y repetía la tediosa rutina.
Cuando sucedió, ella había levantado la cabeza para limpiarse el sudor. Fue muy rápidamente. Casi en total silencio.
Los vio tras el andrajoso anillo de guardias que los rodeaba. Parecieron salir de la tierra como las plantas que tenían a su alrededor. Hombres salvajes, barbudos violentos. Eran oscuros e iban medio desnudos. Tan solo llevaban los harapientos restos de ropas o pieles que parecían las de animales. Algunos llevaban armas de fuego. La mayoría iban armados con palos gruesos, hachas rudimentarias y largos cuchillos.
Aquellos intrusos se movían con una seguridad que ella nunca había visto antes. Los centinelas que eran lentos de cabeza, a pesar de llevar armas muy superiores, no tuvieron la menor oportunidad contra ellos. Cayeron casi como un mismo hombre sin que se hiciera ni un solo disparo, sin que se produjera ni un solo grito de aviso.
Entonces los intrusos se reagruparon en un extremo de la finca, se movían con una precisión que no dejaba traslucir su apariencia salvaje. Un hombre gigantesco, con barba y el rostro oscuro, se adelantó del grupo, se acercó a los trabajadores, que seguían acuclillados en la finca y que casi esperaban ser las siguientes víctimas de aquella aparición de salvajes.
—¡Venid con nosotros! —gritó el hombre—. ¡Uníos a nosotros! ¡Liberaos de esta esclavitud y dejadla atrás para siempre!
Con un brazo largo y muy musculado señaló a través de la llana tierra en dirección a las Tierras Muertas, que aparentemente, después de todo, no estaban tan muertas.
Algunos trabajadores se habían puesto de pie, miraban anonadados a lo lejos. Josie también se puso en pie. Estaba perpleja. Entonces otro hombre se separó del grupo que estaba en el extremo de la finca y comenzó a acercarse a ellos, en concreto iba hacia ella.
Al principio no lo reconoció. Llevaba el pelo más largo, le caía sobre los hombros. Tenía mucho más marcadas las líneas de su rostro. A lo lejos, fueron los ojos lo primero que reconoció, el extraño contraste de aquel azul con su piel y cabello oscuros. ¿Cómo podía haber pensado en cualquier momento que su rostro carecía de carácter? Si es que lo había hecho en algún momento, aquel ya no era el caso.
Se olvidó del dolor de sus piernas y comenzó a correr hacia él. Por el rabillo del ojo pudo ver que otros de sus compañeros también se estaban levantando para seguirla.

 

 

El doctor Edward Edmunson llegaba a casa después de otro largo día de trabajo en el Centro de Vacaciones Virtuales. El trabajo no era duro en absoluto, era bastante rutinario, menos cuando algún cliente, por alguna razón inexplicable, se resistía a los placeres que las vacaciones le ofrecían. Aquellos días la jornada era muy larga porque les faltaba algo de personal. Además, últimamente, parecía como si a pesar de las constantes mejorías que hacían en los distintos guiones, cada vez hubiera más incidentes de gente que no se adaptaban bien a los placeres de las vacaciones o a la posterior confrontación con la realidad.
Edmunson se había comido una ensalada insípida en una cafetería de una cadena y después, evitó las pasarelas y decidió volver a casa dando un paseo hasta su piso de soltero de lujo. Últimamente, llevaba un tiempo sintiéndose algo carente de vitalidad, y pensó que algo de ejercicio le sentaría bien. Soltero, y con un nivel G-19, se podía permitir un alojamiento excelente. Se había pasado la vida dedicado a su trabajo y había tenido su recompensa. Su piso no solo era nuevo para él, sino que era su primer ocupante. Mientras pasaba por las inmaculadas calles con sus jardines diseñados con impecable buen gusto y la cambiante iluminación en tonos pastel, le costaba creer que tan solo unos meses atrás allí hubiera habido un barrio bajo en toda la zona.
Más tarde, frente al espejo de su cuarto de baño, Edmunson se quitó la máscara dérmica para la noche y con cuidado la depositó en su soporte para que no se deformara. Después se lavó la cara con cuidado de extremo a extremo con un jabón que había comprado en el mercado negro médico. Aunque se suponía que tenía propiedades curativas especiales, nunca tuvo la esperanza de que le sirviera de mucha ayuda. Para él era un ritual, algo en lo que podía intentar creer.
A Edmunson no le hacía falta verse el rostro sin máscara en el espejo, y lo hacía con muy poca frecuencia. Ya había visto lo grotesco que era, las cicatrices del incidente de destrucción, con suficiente asiduidad como para sabérselas de memoria. Habían matado a catorce personas, y él había sido muy afortunado al poder escapar con vida, a pesar de las lesiones que padeció. Tres operaciones de cirugía correctora le habían arreglado el brazo, la pierna y las costillas rotas. Ya casi no le molestaban. Sin embargo, su rostro estaba demasiado desfigurado como para que nadie volviera a confiar en él como médico, a no ser que llevara una máscara.

 

 

 

Fin