Encarcelamiento
LAS flores de la primavera florecían en los
parques y explanadas de toda la ciudad, un derroche multicolor de
rosas, amapolas, junquillos, azucenas, camelias, capuchinas y
muchas más. Cada día el aire se llenaba de los ricos aromas de sus
fragancias al mezclarse. En los barrios que una vez malogró lo que
quedaba del barrio bajo, la construcción llevaba muy buen camino
con los nuevos complejos de pisos. Por todo el centro de la ciudad,
en todos y cada uno de los edificios, dedicados ciudadanos
continuaban utilizando su jornada para conseguir con su esfuerzo el
Futuro Perfecto. Durante la hora de la comida disfrutaban del
tiempo perfecto, se deleitaban con el sol en la explanada pública.
Todas las noches llenaban los distritos de entretenimiento de vida,
caminaban de aquí para allá por las pasarelas automáticas entre las
cambiantes luces y la amplísima oferta de ocio. Habían remozado y
agrandado la fuente de Severin, sus murales brillaban mucho más que
antes. El circo de la ciudad actuaba otra vez en el parque de
detrás de la plaza del Fundador.
Richard Thorne, encerrado en su pequeña
celda sin ventanas en el altísimo edificio del Centro de
Condicionamiento Delta, permanecía en un mundo aparte,
completamente ajeno a todo. En un momento pensó equivocadamente que
sus vacaciones virtuales eran una especie de encarcelamiento. Ahora
estaba descubriendo lo que era el verdadero encarcelamiento. Ahora
tendría tiempo de sobra, sin drogas ilegales, libros prohibidos y
sin la perversa compañía de Josie ni sus favores sexuales, para
contemplar sus delitos.
Los casos de los otros participantes en esta
tragedia ya han sido resueltos y despachados. Sin embargo, la
resolución y disposición del problema de Thorne seguía ahí. Y, por
primera vez en mi larga carrera llena de éxitos, no sabía cómo
proceder. Ya que no se puede recondicionar a un anómalo hasta que
se han comprendido los factores que han favorecido la anomalía. Y a
pesar de las sofisticadas herramientas que tenía a mi disposición,
a pesar de mi más absoluta diligencia, el rompecabezas de aquello
que causó la anomalía de Richard Thorne seguía sin solución.
Una vez que se puso en marcha, la cadena de
sucesos que nos llevaron hasta Richard Thorne por el asesinato de
Willem Coopersmith fue muy clara y directa.
Fue gracias a un joven aunque muy astuto
guardián, G-7, que fue inmediatamente ascendido a instancia mía, ya
que fue quien vio el terminal ilegal durante el desalojo masivo de
los moradores del barrio bajo. A Josie Jimson se la separó de los
demás evacuados y fue trasladada al Centro de Condicionamiento
Delta. El terminal y sus libros y drogas ilegales le fueron
confiscados.
No fue ninguna sorpresa que Josie se negara
a revelar el origen del terminal. Se aisló en un silencio resentido
salpicado de miradas hostiles y no cooperaría con la investigación
de modo alguno. Sin embargo, una comprobación de su pasado y su
registro de nacimiento pronto revelaron al lógico inculpado.
Nuestra conclusión la confirmó más tarde el propio Daniel DeLyon en
su ciberescáner y al hacer un test de ADN a células epiteliales
muertas extraídas del teclado del terminal.
El arresto de DeLyon se produjo a las pocas
horas del de su hermana. Su madre fue trasladada a un Centro de
Retiro de Mayores, al que debían haberla llevado hacía ya años.
Desgraciadamente, desarrolló una infección en los bronquios que se
convirtió en neumonía y falleció a las pocas semanas. DeLyon fue
detenido y llevado al Centro de Condicionamiento Delta a pocas
celdas de la de Josie.
Como respuesta al trauma que le supuso su
arresto, el comportamiento de DeLyon fue totalmente distinto al de
su hermana. Se agitó más que retraerse. Caminaba de un lado para
otro en su pequeña celda. Se frotaba la nuca y se pasaba los dedos
por el pelo, que ya le empezaba a escasear, abría y cerraba los
puños. Se sentaba en el catre, para levantarse a los pocos segundos
y ponerse a pasear una vez más. Llevaba la vestimenta ancha de
color gris que llevaban todos los detenidos. Le habían dado una
talla o dos de más y su imagen era muy ridícula al moverse de un
lado a otro con las largas mangas que solo dejaban ver sus dedos y
las esposas arrastrando por el suelo.
En apariencia actuaba como si estuviera más
que interesado en colaborar con nosotros. Periódicamente hacía una
pausa en su frenético ir y venir con los brazos extendidos en alto,
y lanzaba un monólogo lastimero a las paredes y techo de su
encierro.
—¡Sé que estáis ahí! Sé que me estáis
vigilando y que me oís. Os digo que no he hecho nada malo, soy un
ciudadano registrado, un profesional. Nunca se ha puesto en duda mi
lealtad a la ciudad estado. Cualquiera que sea el problema, trataré
de ayudaros de todas las maneras que me sea posible. Solo tenéis
que darme la oportunidad de que os lo explique.
Incluso a través del monitor de vigilancia
me era posible ver el miedo que se reflejaba en sus ojos. Podía
leer la culpa en sus expresiones faciales y en su lenguaje corporal
como si se tratara de líneas de texto en una pantalla. Su
prolongada existencia doble había llegado a su fin, y ninguna de
sus dos personalidades podía salvarlo de lo que vendría a
continuación.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —le pregunté al
oficial que estaba al mando.
—De manera intermitente, horas. Desde que lo
metieron. No deja de preguntar por su madre.
—Dale treinta centilitros de Ameratal
intramuscular —le dije—, espera cuarenta minutos, y entonces lo
veré en la sala tres.
Siempre que me era posible hacía las
entrevistas a los prisioneros y detenidos en la sala de
interrogatorios número tres a media tarde. No es que sea un hombre
supersticioso, nada más lejos de la verdad, pero a veces se puede
apreciar una cualidad especial en la luz de esa sala, ¿me atrevería
a llamarla espiritual en esta era de ilustración?, que descubrí de
manera puramente accidental hace muchos años ya.
Yo me encontraba interrogando a un vendedor
ilegal que estaba involucrado en suministros médicos robados y
falsos. Todavía quedaba un cierto malestar social entre los civiles
por aquel tiempo. Un grupo terrorista aislado dinamitó una torre
eléctrica y cortó el suministro a todo el sector Delta y a parte
del Gamma, mientras llevaba a cabo la entrevista. Y entonces, por
primera vez me percaté que entraba luz por las altas ventanas de
mármol con el refuerzo de hierro que las atravesaba en cruz. Por
debajo de los fluorescentes del techo que para entonces no
funcionaban, la sala estaba tan iluminada que cada objeto quedaba
bañado en una claridad de alcance microscópico. Aunque también
había sombras en la habitación. La luz, que caía en un ángulo desde
el oeste, era terrosa, casi lechosa y estaba salpicada con
diferentes nodos de luz, que con la luz del sol se movían de manera
casi imperceptible a lo largo y ancho del suelo, las paredes verde
pálido y por el rostro del hombre al que yo interrogaba.
Y de manera casi igual de repentina,
mientras el interrogatorio seguía su curso, la resistencia del
hombre se vino abajo y comenzó a contarme todo lo que yo quería
saber… como si él fuera un penitente que buscara la absolución y yo
fuera su confesor. Con la información que me proporcionó, se
destapó toda una red de traficantes ilegales y recibí un premio y
un ascenso al poco tiempo.
Naturalmente, traté de recrear las mismas
condiciones en otras salas de interrogatorio y a diferentes horas
del día apagando las luces del techo. Sin embargo, era solo en la
sala de interrogatorios número tres, a media tarde, donde logré
recrear el fenómeno. Y cuando lo hice, cuando la luz era la
adecuada, el efecto en el sujeto al que interrogaba era siempre
considerable y con frecuencia profundo.
Nunca he logrado determinar qué tiempo era
el que debía predominar para que aquella luz etérea se filtrara por
las ventanas altas y ejerciera su magia. A un hombre de mi
categoría no le pega salir corriendo del edificio en medio de un
interrogatorio. Sospecho que debe ser una mezcla determinada de sol
y nubes que solamente se produce de manera casual o por algo que ni
siquiera los hombres del tiempo son capaces de recrear a
voluntad.
Tal y como resultó, en el interrogatorio de
DeLyon no colaboraron ni el hombre ni el tiempo. Cuando apagué las
luces del techo, la habitación se vio invadida por una sombra
absoluta, y me vi obligado a volver a encenderlas. A pesar del poco
práctico e inútil intento de DeLyon de negociar su libertad, sí que
nos proporcionó una información notablemente importante que
finalmente desembocó en el arresto de Thorne.
Para cuando llevaron a DeLyon a la sala, la
inyección había empezado a hacerle efecto. Seguía agitado, pero
considerablemente menos que antes. Miró nervioso las desnudas
paredes verdes antes de dejarse caer en una silla al otro lado de
la mesa que nos separaba.
Un guardia armado seguía de servicio varios
pasos por detrás de DeLyon. También dejé el escudo protector de
plástico transparente entre nosotros. Todo cuidado era poco cuando
se trataba con elementos anómalos. En mi juventud, ya había sido
poco cuidadoso y todavía tenía una cicatriz del grosor de un lápiz
de recuerdo a lo largo de un lado del cuello.
—Ciudadano Thatcher —comenzó a decir antes
de que pudiera hacerle ninguna pregunta—. ¿Qué es lo que haces
aquí? —¿Es que no veía que llevaba la toga de guardián?—. Me alegra
ver una cara conocida —mintió—. Por favor, dime lo que han hecho
con mi madre. ¿Está bien?
—Tu madre está bien y recibe excelentes
cuidados —lo informé—. Mucho mejores de los que tú jamás le pudiste
ofrecer. Pero no estamos aquí para hablar de tu madre. Este
interrogatorio está relacionado con un terminal informático que
robaste de Control de Estándares de Delta. Queremos saber por qué
lo cogiste y a qué fines lo has estado dedicando.
—Pero, yo no sé nada de eso —insistió
DeLyon—. ¿Para qué iba yo a querer un terminal? ¿Qué iba a hacer yo
con uno?
—Entonces podemos concluir que es tu
hermana, Josie, la única responsable de su posesión.
DeLyon levantó la cabeza de golpe y abrió
los ojos de par en par.
—¡No, Josie no sabe nada de eso! —Tenía las
pupilas dilatadas y parpadeó varias veces como si tratara de
enfocar la vista—. Josie no ha hecho nada. ¡Es completamente
inocente!
—¿Entonces admites que el terminal el
tuyo?
DeLyon vaciló. Se pasó una mano por la
mejilla y se frotó la mandíbula.
—El terminal… —comenzó a decir—, bueno, en
realidad no es nada… lo puedo explicar… la verdad es que no es nada
comparado con lo que tengo que contarte. Conozco un delito mucho
más serio, un delito de verdad. —Se interrumpió un segundo, y
después lanzó lo que él debía creer que era su as en la manga—.
Puedo hablarte… acerca de un asesinato… ¡el asesinato de un hombre
importante!
Al principio no lo tomé por más que otra de
sus argucias.
—¿Y de qué asesinato se trataría, vamos a
ver? —le pregunté.
Se inclinó hacia mí, casi llegó a tocar el
escudo, se llevó una mano a la boca para taparla por un lado, como
el que confiaba un secreto y temía que alguien lo oyera. ¿No se
daba cuenta de que todas y cada una de nuestras palabras se estaban
grabando?
—El asesinato —dijo prácticamente en un
susurro—, de Willem Coopersmith.
Aun así, no lo tome en serio.
—Willem Coopersmith no fue asesinado. Murió
por causas naturales, un infarto. O eso concluyeron los
informes.
—No, os equivocáis. ¡Créeme! El hombre fue
asesinado, tan cierto como que tú y yo estamos aquí ahora.
—¿Y qué te hace estar tan seguro de
eso?
—Sencillamente lo sé —dijo DeLyon—. Lo sé
con seguridad y certeza, el hombre fue asesinado.
—¿Y quién afirmas que cometió tal asesinato?
¿Qué pruebas tienes?
Una vez más, DeLyon vaciló.
—Bueno… si se pudiera hacer algo respecto al
terminal… de verdad que no es nada… no le hice daño a nadie…
entonces te podría contar lo del asesinato. Estaría deseoso de
contarte todo lo que sé.
Casi me reí en su cara. Aunque hubiera sido
cierto que tuviera información válida que proporcionarnos acerca de
un asesinato, ¿de verdad creía que la ciudad estado negociaba con
elementos anómalos, que toleraría una actividad delictiva a cambio
de información acerca de otra? Teníamos un método mucho más seguro
de determinar si DeLyon tenía algo que contarnos,
independientemente de que fuera verdad.
—Este interrogatorio ha finalizado —dije, a
la vez que le hacía un gesto con la cabeza al guardia para que se
llevara a DeLyon de vuelta a su celda.
—¿Eso quiere decir que me puedo ir? —dijo
DeLyon—, ¿Que me puedo ir a casa ya?
—Ciudadano, no vas a ir a ninguna parte —le
dije—, hasta que no sepamos exactamente qué es lo que has hecho y
qué es lo que sabes. Ni hasta que se determine la naturaleza de tu
anomalía y esta sea rectificada.
—¡Espera! —gritó DeLyon a la vez que se
levantaba de su asiento y presionaba las manos contra el escudo de
plástico—. ¡Tienes que darme una oportunidad! ¡Te digo que lo puedo
explicar todo!
Mientras el guardia lo contenía me di la
vuelta y abandoné la sala.
Aquella noche, antes de regresar a mi piso
en Lambda Heights, firmé las órdenes para que se les realizaran los
escáneres a DeLyon y a su poco cooperadora hermana, de cuya
supervisión había planeado ocuparme personalmente en ambos
casos.
Aquellos a los que se acusaba de delitos en
los siglos pasados eran juzgados con diversos métodos, ninguno de
los cuales resultaba ser seguro ni racional. En épocas primitivas,
lo que significa la mayor parte de la historia humana, aquellos que
se encontraban bajo sospecha con frecuencia se veían obligados a
someterse a terribles experiencias físicas basadas en la
superstición en un intento de defenderse a sí mismos. Se les
obligaba a retirar una piedra de un recipiente con agua hirviendo,
o caminar a través de carbones encendidos, el grado de sus lesiones
y la rapidez con la que sanaran determinaban su culpabilidad o
inocencia. Aquellos de los que se sospechaba que practicaban la
brujería, otra superstición absurda que imperó a lo largo de varios
siglos, con frecuencia eran echados a un lago o a un río. Si
flotaban eran condenados por brujería. Si se hundían, se les
reconocía inocentes. La muerte era el resultado en ambos casos para
aquellas pobres almas acusadas de un delito que ni tan siquiera
existía.
En las sociedades más avanzadas e ilustradas
se desarrollaron complejos sistemas legales para determinar la
culpabilidad o inocencia, largo juicios presididos por jueces
ataviados con togas negras, con abogados que argumentaban a favor y
en contra del acusado. El destino de aquellos a los que se juzgaba
lo decidía un jurado, un grupo de supuestos iguales, que discutían
el caso y votaban después de que se presentaran las pruebas y
testimonios, y se presentaran los alegatos. El que aquellos que
fueran sospechosos fueran condenados a penas de cárcel y a veces a
penas de muerte, o fueran puestos en libertad para regresar a la
sociedad, con frecuencia dependía más de un debate retórico y de
las habilidades forenses de defensores y acusadores que de
cualquier criterio racional.
Jueces corruptos, miembros de jurados
sobornados, prejuicios y falsas ideas personales, no hacían más que
corromper más y más el sistema. Minorías étnicas y religiosas,
extranjeros, cualquiera que quedara disgregado de alguna manera del
todo que formaba la sociedad, solía recibir un juicio justo con muy
poca frecuencia. En muchos casos, se encarcelaba y en alguna
ocasión hasta se llegó a ejecutar a individuos que se parecían
físicamente a los que realmente eran culpables porque habían sido
identificados erróneamente por el testimonio de algún testigo
ocular. Hasta un guardián novato aprende que no se puede confiar en
la memoria consciente por sí sola.
La ciudad estado afortunadamente ha
reemplazado sistemas de justicia tan irregulares y caprichosos por
uno mucho más exacto y seguro, el análisis cibernético del
comportamiento, el ciberescáner.
Daremos gracias el día en que el escáner se
le pueda aplicar de manera regular a todos los ciudadanos, cuando
se pueda cortar de raíz el potencial de anomalías antes de que
florezca e impregne el aire con su polen venenoso. Por ahora, el
ciberescáner no deja de ser un proceso muy costoso y laborioso que
solo puede emplearse después del hecho, una vez que se han cometido
los delitos y se ha detectado la anomalía, no solo para conseguir
información y determinar la culpa, sino, lo que es más importante,
para establecer medios de rehabilitación y condicionamiento a
aquellos que sean culpables.
Aunque los entendiera completamente, no
revelaría aquí todos los detalles del ciberescáner. No solo son
información clasificada, sino que tales detalles no son relevantes
para este documento o sus conclusiones. Basta decir que aunque los
aspectos físicos del procedimiento difieren, el ciberescáner emplea
una tecnología parecida a la de las vacaciones virtuales. Ambos
procesos llegaron a existir por casualidad al investigar en el
comportamiento y el recondicionamiento. El ciberescáner, en lugar
de llenar la mente con las vacaciones ideales, registra los
recuerdos que ya contiene la mente. Y el sujeto debe permanecer
consciente durante su ejecución.
Hay un dicho antiguo, de origen desconocido,
que dice que toda la vida pasa por la mente en fogonazos un momento
antes de morir. Nadie puede saberlo con absoluta certeza, pero eso
es exactamente lo que pasa con el escáner. Con la diferencia de que
no lleva solo un momento sino varias horas. El tiempo requerido
depende de la edad del sujeto, su disposición a cooperar y el nivel
de conflicto entre los recuerdos conscientes y los que quedan
codificados en el subconsciente.
El individuo al que se examina experimenta
un montaje muy acelerado de su vida pasada, y las emociones
correspondientes también las revive a la misma velocidad acelerada.
Las alegrías y las penas de la vida pasan por delante del ojo de la
mente, los momentos de triunfo y de vergüenza, todas las verdades
que la memoria del ego ha negado o maquillado son reveladas a
grandes rasgos, algunas con tanta rapidez que resulta imposible
entenderlas al momento. El sujeto medio suele salir de la
experiencia como se sale de un sueño intenso y perturbador.
Cualesquiera que sean las verdades desagradables que se revelen, en
su mayor parte vuelven a sumergirse en el subconsciente. A pesar de
todo, con frecuencia quedan efectos residuales durante varios días
después, al salir a la luz algunos recuerdos olvidados. Además, en
algunos casos, el escáner puede ser una experiencia muy traumática
para aquellos que no están dispuestos a cooperar, aquellos que
intentan cerrar sus mentes para obstruir el proceso. Ese resultó
ser el caso de Daniel DeLyon.
DeLyon se acercó al ciberescáner como si
fuera un hombre al que fueran a ejecutar. A pesar del hecho de que
se le había administrado un euforizante suave para facilitar el
proceso, dos guardias tuvieron que sujetarlo firmemente y obligarlo
a entrar en la cámara del escáner.
Siguió resistiéndose a lo largo de todo el
proceso, de manera que un escáner que normalmente debería haber
llevado solo tres horas llevó casi seis. Conforme progresaba la
sesión se le podía oír gritar inteligiblemente a través de las
paredes de la cámara. Salió extremadamente desorientado, murmuraba
una letanía extraña de balbuceos y era incapaz de mantenerse en pie
por sí mismo. En sus forcejeos, había roto una de las sujeciones y
se había lesionado al revolverse en la cámara. Enfrentarse a las
verdades de su vida y de su historia había resultado ser demasiado
para que aquel hombre lo pudiera soportar. O quizá lo fuera el
saber que su doble personalidad había sido revelada y había quedado
expuesta a la vista de todos.
Más tarde, ese mismo día, después de que
DeLyon hubiera sido trasladado a nuestra sala de hospital y hubiera
sido examinado, hablé con el médico que lo había atendido, un tal
doctor Fox de ojos brillantes y pelo espeso, que acababa de ser
ascendido a Condicionamiento Delta. Aunque aparentaba ser lo
suficientemente joven como para ser mi hijo ya era G-17. Debía
haber una o dos togas en su familia para haber llegado a un puesto
tan alto a tan temprana edad.
—Ha vuelto a despertar una antigua lesión de
su infancia —me informó el hombre—. En su juventud se fracturó la
tibia y en aquel momento no se le dio el tratamiento médico
adecuado y se soldó incorrectamente. Creció en un barrio bajo, ya
sabe. Ni siquiera tenemos un registro de cuándo o cómo
sucedió.
¡Por supuesto que sabía que DeLyon había
crecido en un barrio bajo! ¿Es que aquel hombre no se daba cuenta
de quién era yo?
—También sospechamos —prosiguió Fox—, que
puede haber habido algún daño funcional en el cerebro, pero no lo
sabremos a ciencia cierta hasta dentro de unos días. Ahora mismo
sigue estando casi totalmente incoherente.
El escáner de Josie Jimson demostró ser algo
completamente diferente. Como ya se dijo antes, Josie era una mujer
que estaba orgullosa de sus anomalías. No solo albergaba un
desprecio irracional hacia la ciudad estado, inculcado por su
radical padre, sino que se asía de manera muy firme a su falsa idea
paranoica de que la ciudad estado trataba de hacerle algún daño.
Incluso con el chándal gris ancho, el pelo despeinado que le caía
suelto por la cara, medio sedada y entrando a la cámara de escáner,
la mujer parecía tener una arrogancia ciega que parecía ser
insaciable. La podía ver en sus ojos oscuros que no parpadeaban y
la podía sentir en las facciones de su rostro.
Además, extrañamente, en lugar de complicar
el ciberescáner, fue esa arrogancia, que rozaba la egomanía, lo que
la llevó por la prueba de manera suave. Ella no gritó, no forcejeó.
A excepción del zumbido de las máquinas procesadoras, a lo largo de
toda la sesión reinó un silencio absolutamente asombroso. Después
de haber examinado su escáner en profundidad posteriormente,
concluí que cualesquiera que fueran las verdades desagradables
acerca de su vida que se hubieran revelado mientras sus recuerdos
conscientes se enfrentaban a la sórdida realidad, los errores e
hipocresías de su pasado, ella lo rechazó todo desde el principio.
Se aferró con firmeza a la creencia de que tales ideas no eran más
que mentiras que la ciudad estado estaba intentando implantarle en
la mente.
Después de tres horas, la mujer salió de la
cámara, claramente agotada, pero aparentemente nada afectada por la
experiencia. Más huraña y callada que nunca, la devolvieron a su
celda.
Los resultados de los escáneres de Josie
Jimson y Daniel DeLyon revelaron en cada caso la configuración de
flor bipartita y la clásica configuración anómala de la naturaleza
rebelde de su hermana. No había necesidad de examinarlos con más
detalle en aquel momento. En su lugar, llevé a cabo una búsqueda
global de los resultados del terminal robado, y por supuesto de
Willem Coopersmith, y pronto obtuve la información que
buscaba.
Una vez hubo cometido el osado acto de robar
el terminal, lo sacó a hurtadillas pieza a pieza de Control de
Estándares Delta y lo recompuso en el piso de su hermana, DeLyon
había sido extremadamente cauto a la hora de usarlo. A excepción
del único ejemplo de buscar el paradero de Coopersmith para Richard
Thorne, nunca había invadido archivos confidenciales del Gobierno.
Tampoco había intentado alterar registros o documentos importantes.
Todas las transgresiones de DeLyon estaban relacionadas con su
propia pasión por las apuestas, y a pesar de ser considerables en
cuantía total, cada una era pequeña de por sí, y por ello era muy
probable que pasaran desapercibidas.
Como muchos ciudadanos que apostaban de
manera compulsiva, un fallo del comportamiento que todavía no hemos
sido capaces de eliminar de nuestra población, DeLyon hacía la
mayoría de sus apuestas en máquinas de apuestas públicas, por lo
general en partidos de fireball y otros
eventos deportivos. A diferencia del ciudadano medio, no jugaba en
una o dos máquinas que fueran sus favoritas, sino que lo hacía en
muchas diferentes, hasta viajaba a otros sectores a hacer sus
apuestas. Siempre eran apuestas relativamente pequeñas, nada que
pudiera atraer la atención de nadie. Entonces DeLyon utilizaba el
terminal robado para acceder a los archivos de apuestas después del
hecho, una vez que la apuesta se ganaba o perdía, no borraba sus
pérdidas o intentaba incluir apuestas ganadoras retroactivamente,
sino que alteraba las cantidades que había apostado, las subía un
poquito cada vez que ganaba y las bajaba cuando perdía.
Sus ganancias ilegales resultantes, a lo
largo de un período de varios años, se hizo considerable. Parte de
ese dinero había ido a mantener a su madre y a ayudar a mantenerse
a su hermana. La mayoría, según parecía, la había despilfarrado en
excesivas indulgencias en los salones de expresión, una colección
de máscaras dérmicas muy caras y en apuestas menos seguras, en las
que no podía manipular el resultado, como juegos de cartas y dados
en el barrio bajo.
Las búsquedas globales acerca de Coopersmith
revelaron tanto lo que sabía DeLyon del frenético intento de Thorne
por encontrar a aquel hombre la noche de su muerte como las
percepciones de Josie de lo que Richard le había dicho que había
ocurrido aquella noche. Las pruebas no eran más que testimonios de
oídas, todavía circunstanciales, pero eran más que suficientes para
arrestar a Thorne y detener a Diana para interrogarla.
El caso progresaba rápidamente y yo estaba
muy complacido con los resultados. El hecho de que no hubiéramos
podido determinar que la muerte de Coopersmith había sido un
asesinato era claramente una mancha en el buen nombre de nuestro
departamento. Afortunadamente yo solo me había visto implicado de
manera tangencial en aquella investigación. Ahora que estaba
directamente involucrado en descubrir la verdad de todo aquel
asunto, sin duda que resultaría en un significativo reconocimiento
para mí, y quizá mi ascenso a G-22, que debo admitir que sentía que
se estaba retrasando ya.
Mi siguiente paso lógico era hacerle el
escáner a Richard Thorne, cosa que en aquel momento resultaba ser
imposible. Después de que Thorne se derrumbara en el momento de su
arresto, permaneció inconsciente casi un día entero. De nuevo me
las tuve que ver con el joven doctor Fox, quien insistía en que
Thorne no estaba en condiciones de someterse ni a un interrogatorio
ni a los rigores de un ciberescáner. Según decía Fox, sufría de un
cansancio extremo además de deshidratación. Por otra parte y a
pesar de que en aquel momento no entendíamos muy bien las razones,
todavía se encontraba en fase de recuperación tras las vacaciones
virtuales, que le habían afectado de manera tan negativa. Fox
recomendaba guardar reposo en cama, reposición de fluidos y
observación continua para determinar la naturaleza de su trauma
mental. A mí no me gustaba aquel retraso, y tampoco Fox, para qué
negarlo, pero no había nada que yo pudiera hacer.
Richard Thorne pasó su primera semana de
cárcel en la enfermería, al principio completamente inconsciente, y
después, durante varios días en un medio delirio y pasando de la
consciencia a la inconsciencia. A mí me quedaba poco que hacer que
no fuera seguir con la resolución de los casos de los otros
bellacos involucrados en tan triste asunto.
Cuando el guardia metió a Diana Logan en la
sala de interrogatorios número tres, me encontré con una mujer que
mostraba estar profundamente abatida. Ya no llevaba el vestido
plateado, sino al igual que Daniel DeLyon y Josie Jimson, el
chándal gris que se le entregaba a todos los detenidos. Había sido
duchada y desinfectada como los demás y el cabello plateado le caía
lacio por la cara. Sus facciones se veían desdibujadas y cansadas,
tenía los ojos rojos e hinchados de haber llorado.
Diana se sentó en la silla de respaldo
rígido con los hombros encorvados y al principio no me miraba.
Había entrelazado las manos sobre la mesa frente a ella como si
tratara de esconder las uñas plateadas. Al mismo tiempo, no dejaba
de frotarlas unas contra otras y las miraba sin cesar. De repente
me di cuenta de que era una ciudadana que necesitaba ayuda
desesperadamente.
Era media tarde, y le hice una señal al
guardia para que apagara las luces del techo, ya conocía mi pequeña
excentricidad, y una vez lo hubo hecho, la luz que entraba por la
ventana parecía ser más que adecuada.
—¿Sabes por qué estás aquí? —comencé.
Ella asintió y después habló, tenía la voz
ronca y su tono era tan bajo que me tuve que inclinar hacia delante
para poder oírla.
—No es culpa mía —dijo—. Yo nunca le dije a
Richard que matara a nadie. Yo solo quería que nos fuéramos… que
nos marcháramos a otro sector y nos alejáramos de él.
—¿Por «él» se refiere a Willem
Coopersmith?
Ella volvió a asentir, pero seguía sin
levantar la mirada.
—No me dejaba en paz. Se aprovechó de mí. Me
hizo cosas horribles.
—¿Por qué no lo denunció?
Se quedó callada un momento y después habló
atropelladamente.
—¡Porque nadie me habría creído! Yo tan solo
era una G-15. Él era un director, uno de los hombres más poderosos
de todo el sector. ¿Usted me habría creído?
—¿Cree que su pareja escogida mató a Willem
Coopersmith?
Ella negó con la cabeza con fuerza de
derecha a izquierda y el cabello plateado se movió hacia delante y
hacia atrás en mechones sueltos.
—¡No sé qué hizo! —Estaba claro que cada una
de mis preguntas no hacía sino acrecentar su angustia.
—¿Quiere a su pareja escogida?
—Si —dijo, y por fin levantó la mirada con
expresión asombrada e incrédula—. Lo quiero… todavía… ¡pero no
quiero quererlo! ¡Ya no! —Y con eso rompió a llorar y se tapó la
cara con las manos.
Bajé el escudo protector de plástico y
alargué las manos sobre la mesa. Le cogí las dos muñecas y muy
lentamente le bajé las manos con suavidad y firmeza a la vez. El
guardia de turno que estaba presente me miró con extrañeza.
Diana sollozaba descontroladamente y dejó
caer su rostro sobre sus brazos. Su cabello me rozó las muñecas y
los puños de la toga. El guardia cambió de posición, como si
estuviera a punto de dar un paso hacia delante. Con una mirada dura
por mi parte, este regresó a su lugar contra la pared. ¿Qué pintaba
él en aquello? Posiblemente no fuera ni siquiera un G-10.
—No te preocupes, querida —le dije—, todo se
va a arreglar. —Moví las manos hasta tener las suyas entre las
mías. Se las estreché para tranquilizarla. Podía oler el
desinfectante, tosco pero suave, en su piel—. No te vamos a hacer
daño. Tan solo cuéntamelo todo desde el principio. Tómate tu
tiempo.
La luz que entraba estaba ejerciendo sus
poderes mágicos y por supuesto que ella hizo lo que le pedía, se
abrió en un torrente de emociones. Cómo Willem Coopersmith le había
prometido un ascenso a cambio de favores sexuales. Cómo Thorne
había salido disparado de su piso hecho una furia a pesar de las
protestas de ella la noche de la muerte de Coopersmith. Cómo
después ella había encontrado la pistola y a pesar de su deber y
buen juicio como ciudadana se había deshecho de ella para proteger
a su pareja escogida. A la mañana siguiente, el escáner de Diana
reveló la irregularidad del tallo de su configuración, ilustraba
gráficamente sus malas acciones pasadas, y la corola extendida y
suelta indicaba posibles transgresiones futuras. A pesar de que sus
delitos eran leves si se comparaban con los de los demás
involucrados en el caso, y de que personalmente sentía una cierta
compasión por aquella mujer, concluí que me encontraba ante otro
individuo anómalo más, de quien habría que ocuparse
adecuadamente.
El caso de Josie Jimson fue el que se
solucionó más rápidamente y con más facilidad, ya que llegué a la
conclusión de que condicionarla sería una pérdida de esfuerzo. Debo
admitir que aquella mujer no me gustó en absoluto desde el primer
momento en que la vi y examine sus archivos. Representaba en enorme
medida al pasado disoluto y enfermo que yo me había pasado toda la
vida tratando de erradicar. Sin embargo, siempre me he
enorgullecido de mi objetividad a la hora de tratar con los
individuos anómalos, de elegir el mejor camino para cada uno y para
la ciudad estado, dejando siempre de lado mis propios sentimientos
personales. Puedo asegurar que mi profundo desagrado hacia la mujer
no tuvo nada que ver con mi decisión.
Ya había visto antes a gente de su clase,
todos moradores de barrios bajos, y en mi juventud idealista ya
había intentado condicionar unos cuantos a la fuerza. Algunos se
resistieron tanto que tuve que cejar en mi empeño. Y hubo uno que
al principio pareció acceder lo suficiente como para que lo
dejáramos salir a la sociedad y se le confirmara como ciudadano,
solo para explotar después en una locura destructiva. Yo ya había
aprendido la lección hacía mucho tiempo. Josie Jimson no poseía
ninguna habilidad que le pudiera ofrecer a la ciudad estado, solo
problemas y líos.
La disposición del caso de Josie no fue nada
especial. Apliqué los mismos criterios que había aplicado con la
mayoría de los otros que se habían recogido en la limpieza del
barrio bajo. Y llegué a la misma conclusión. Josie sería enviada a
una comuna agrícola, en la que se tenía la esperanza de que, a
través de una antiquísima terapia de trabajo con plantas y tierra
en un entorno agrario, su díscola alma se curara.
Por supuesto que primero se le ofrecería la
oportunidad de someterse al condicionamiento de manera voluntaria,
tal y como se le había ofrecido cuando en su día trató de conseguir
la ciudadanía y se registraron los perfiles de su personalidad como
muy alejados del margen general. Yo tenía la seguridad de que
entonces lo rechazaría de la misma manera de la que lo había hecho
antes. Según fuera su comportamiento y progreso en la comuna,
periódicamente se le iría ofreciendo esta oportunidad de nuevo. Aun
así, incluso si en un futuro optaba por el condicionamiento
voluntario, su caso sería ya problema de otro y no mío.
La vi una última vez cuando el guardia la
conducía al ascensor con las manos esposadas a la espalda para
llevarla al centro al que ya se había trasladado a otros moradores
del barrio bajo. Miró hacia donde yo estaba durante un segundo.
Pude ver como la hostilidad que había en su mirada comenzaba a
venirse abajo. Ahora se mezclaba con el miedo y con la
incertidumbre acerca de su futuro. Era posible que algún día
aceptara el condicionamiento y se convirtiera en una ciudadana bien
ajustada. De todos modos, yo sabía que había tomado la decisión
correcta.
Diana Logan y su caso eran mucho más de mi
gusto. Su vida se había alejado tanto del camino que ella había
deseado que tomara, su estado emocional estaba tan devastado y sus
procesos mentales tan confusos, que era muy difícil no sentir
lástima de aquella mujer.
A diferencia de Josie, Diana había sido un
miembro productivo de la sociedad, una ciudadana que ya se había
sometido al condicionamiento primario como parte de su educación.
Sus habilidades arquitectónicas habían sido de utilidad para la
ciudad estado en el pasado, y podrían volver a serlo en el futuro.
Si nunca hubiera conocido a Richard Thorne, si nunca hubiera
conocido a Willem Coopersmith, su anomalía potencial quizá hubiera
permanecido en estado latente durante toda su vida. Sin embargo,
ahora que había salido a la luz, estaba muy claro que el camino que
había que seguir era el recondicionamiento para eliminar sus
tendencias anómalas y asegurar que no volvieran a aflorar. Allí
había una vida que valía la pena rescatar y yo tenía toda la
intención de que así fuera.
El éxito de cualquier condicionamiento
depende en gran medida de si el sujeto coopera o no. En el
condicionamiento voluntario para aquellos ciudadanos que se
percatan de sus propias deficiencias y solicitan el proceso,
utilizamos un patrón estándar que refuerza el condicionamiento
primario y canaliza el individualismo negativo hacia caminos más
productivos o beneficiosos. Para alguien afectado por un problema
de ingesta compulsiva, suprimiríamos la compulsión por la comida y
la sustituiríamos por otra acorde a su disposición, una compulsión
por el baile, o por ver partidos de fireball o por dedicar su tiempo libre al Estado de
una manera útil como voluntario, como limpiando la basura que suele
acumularse en los extremos de las pasarelas.
El recondicionamiento de delincuentes puede
ser algo más problemático, puesto que con frecuencia los
delincuentes son los últimos en enfrentarse con sus errores, sin
importar su magnitud y la mayoría no están muy dispuestos a
colaborar en su corrección. También requiere un proceso más
complejo que la mayoría de los ajustes al tener que referirse a
todos los factores de comportamiento que han llevado a la comisión
del delito y por ello crean una personalidad completamente nueva
para el individuo en la que se habrán alterado o eliminado tales
elementos negativos. Diana Logan era una mujer desesperadamente
arrepentida, deseosa por colaborar con nosotros de toda manera en
que le fuera posible. También estaba más que lista para dejar atrás
el desastre de su antigua vida y para que se le diera la
oportunidad de tener una nueva.
Me aislé en mi despacho, le dije a mi
ayudante que no quería que me molestaran y que no me pasara ninguna
llamada ni dejara pasar a ninguna visita a no ser que se tratara de
algún asunto de suma urgencia, y me senté ante la proyección de la
configuración de la flor de Diana con su amplio cáliz de líneas
disipadas. Me concentré en los contenidos de los nodos más
brillantes y comencé a jugar con ellos. Con el método de prueba y
error, y mi propia experiencia en la curación de individuos
anómalos, empecé a ajustar su carácter personal, cambiar sus
valores, sus emociones y sus necesidades.
Primero le quité el filo a su ambición y le
bajé las expectativas personales. De todas maneras sus sueños de
llegar algún día ostentar el estatus togado de un planificador de
la ciudad se alejaban bastante de la realidad. Aunque tenía todas
las habilidades básicas de diseño, le faltaba talento creativo para
llegar a tal meta.
Reduje su libido y su confianza sexual muy
por debajo de la media, y también bajé su agresividad en ese mismo
campo hasta el punto de que fuera casi inexistente. En el pasado
Diana había utilizado su sexualidad como arma para manipular a los
hombres. No habían sido solo sus pecas lo único que había atraído a
Willem Coopersmith hacia ella, sino la manera en que se vestía y
comportaba. Ese ya no sería el caso. En el futuro, el porte que
Diana proyectaría sería reservado, recatado, incluso tímido.
Sus recuerdos de los hechos que propiciaron
su declive no serían borrados por completo, sino que se pondría una
nube sobre ellos. Se convertirían en una parte de su pasado que
vería extremadamente desagradable, que querría dejar atrás y no
volver a pensar en ello. Entre ellos se incluiría su amor hacia
Richard Thorne. En ese aspecto, apenas si tuve que seguir los
deseos de la propia Diana de que ya no quería amarlo más. Reforcé
todos sus sentimientos negativos hacia su pareja escogida y le
resté fuerza a los positivos. Al igual que las vacaciones virtuales
habían reforzado su amor hacia Richard, su recondicionamiento no
solo lo debilitaría, sino que le daría la vuelta. Si llegaba a
volver a pensar en aquel hombre, lo haría con marcado desagrado.
Para empezar se preguntaría cómo habría llegado a quererlo en algún
momento.
Para terminar, además de reforzar su
condicionamiento primario, la imbuí con una aplastante compulsión
para denunciar cualquier acoso o abuso sexual, así como armas
ilegales o cualquier otra violación de la ley de la ciudad estado
con la que se encontrara. Cuando apliqué todos los cambios
proyectados a la configuración de su escáner, las líneas de la
figura de su flor se reagruparon casi a la perfección para formar
un cáliz inmaculado de ciudadano ideal. No debería llevar más de
dos o tres sesiones en una cámara de recondicionamiento. Y ahora
que ya había creado el modelo personal ideal para ella, los
técnicos se podrían ocupar de aquella tarea sin mi ayuda.
Una vez se hubiera completado su
condicionamiento, Diana Logan pasaría un corto período de
recuperación en alguna otra instalación estatal. Entonces se le
proporcionaría un apellido diferente y se la trasladaría a otro
sector. Aunque se le permitiría seguir siendo arquitecta, se la
degradaría a G-12, ya que sus delitos no podían quedar sin
castigo.
Eché una mirada al reloj y me di cuenta de
que habían pasado más de dos horas y media. Daba igual, había sido
un tiempo bien empleado. Aquel era el aspecto más satisfactorio y
gratificante de mi trabajo, curar a individuos anómalos y
devolverlos a la sociedad en forma de ciudadanos bien ajustados y
productivos.
Aquello dejaba solo a DeLyon, quien todavía
se recuperaba en la enfermería. Cuando volví a hablar con el doctor
Fox, en su muy abarrotado despacho, no me agradó ni lo que me tenía
que decir, ni la manera en que lo hizo.
—Hemos colocado correctamente la
articulación de la rodilla y le hemos puesto una escayola —dijo, a
la vez que pasaba las hojas del archivo que tenía sobre la mesa—.
Pero su mente es un asunto completamente distinto. Definitivamente
ha habido daños.
—¿Qué tipo de daños?
—Neurológicos, por supuesto. Sus archivos
indican que antes de que lo escanearas era casi un genio. Hoy hemos
vuelto a hacerle las pruebas y apenas si llega a estar por encima
de la media normal. También parece que hay algún tipo de
desequilibrio de la función motora en su mano y brazo izquierdo. Y
al hablar arrastra notablemente las palabras. Aunque las
radiografías no lo muestran, estoy convencido de que ha sufrido
varios ataques de muy leve importancia. Con el tiempo podría
mejorar considerablemente, pero dudo mucho que jamás vuelva a ser
la persona que era.
—¿Cómo puede estar seguro de que no está
fingiendo? El hombre es una mina de trucos, tan retorcidos como
pueda imaginar.
Fox negó con la cabeza.
—Bueno, la lesión de la rodilla está muy
claro que no es fingida, y no tengo razón alguna para pensar que
sus problemas mentales lo sean. No podemos estar seguros a no ser
que se le vuelva a someter a un escáner, y como médico encargado de
su bienestar como ciudadano, no puedo permitir que eso
ocurra.
—¿Por qué no? —le pregunté. Había una
arrogancia en Fox que encontraba intolerable. Era tan joven y
estaba tan pagado de sí mismo y de su supuesta experiencia…
—DeLyon ya tenía un temor extremo del
proceso de escáner, que con su experiencia no ha hecho más que
verse acrecentado. Con solo mencionar otro escáner empezó a
temblar. Si es cierto que está fingiendo, entonces se trata de un
actor consumado. Si se le vuelve a escanear y resiste como lo hizo
la primera vez, cabe la posibilidad de que quede hecho un vegetal.
Entonces no será de ninguna utilidad para sí mismo y se convertirá
en una carga para la ciudad estado. —Fox cerró la carpeta y estampó
la palma de su mano contra ella—. He mirado la grabación de su
sesión —prosiguió—, y en mi opinión, no se supo llevar
adecuadamente. Se debió detener el escáner en el momento en que
empezó a gritar. Y debería haber seguido sus constantes vitales con
más atención. ¡Hubo momentos en los que su pulso y tensión se
salieron de los baremos!
Aquel hombre estaba cuestionando mi
capacidad como guardián, mi competencia, a pesar de que le doblaba
la edad y tenía más del doble de experiencia que él. Nunca había
sido incompetente y me mofé de su afirmación.
—Si parara el escáner de todos los sujetos
cuando empiezan a causar el más mínimo alboroto, no podríamos
procesar ni a la mitad de los individuos anómalos que procesamos.
DeLyon debe tener miedo. El miedo por parte del sujeto es un
requisito indispensable para el éxito del recondicionamiento. No me
interesa someter a DeLyon a un segundo escáner. Lo único que quiero
saber es cuándo lo podemos recondicionar.
—Me temo que eso también queda fuera de
lugar. Al menos con la cámara de recondicionamiento. Se parece
demasiado al escáner, y como estoy seguro de que ya sabe, el
procedimiento puede ser una experiencia mucho más ardua para los
que logran resistirla. Lo que le recomiendo es que se trate la
anomalía de DeLyon de una manera mucho más tradicional.
Condicionamiento por «estímulo-reacción» y la implantación de un
regulador neuroquímico.
—Aquí no tenemos equipamiento para hacer
eso. Hace años que dejamos de emplear esos métodos porque no son
tan efectivos.
—Eso ya lo sé bien, ciudadano Thatcher. Por
eso he ordenado que se traslade al paciente al Centro de
Condicionamiento del Sector Beta donde todavía disponen de estos
métodos. Creo que en el caso de DeLyon serán suficientemente
efectivos. Por lo menos no destrozarán más su mente.
Para entonces yo ya estaba más que a punto
de estallar, pero como profesional tenía que mantener la compostura
y controlé mi ira. También me sentía algo mareado, al borde de la
náusea, pero no me iba a tomar una de mis pastillas delante de
Fox.
Por supuesto que antes ya había tenido
problemas con los médicos que trataban de mimar a los anómalos en
nombre de su salud. ¿Qué guardián en mi posición no lo ha hecho? Yo
podía llevar el caso de DeLyon ante un Tribunal de Revisión y
enfrentarme a la decisión de Fox. Sin ninguna duda habría ganado,
como ya lo había hecho en el pasado en ese tipo de confrontaciones.
Yo era un G-21 y Fox, a pesar de los contactos que tuviera, no
dejaba de ser tan solo un G-17. Por un momento pensé en hacerlo.
Sin embargo, mi ascenso a G-22 ya llevaba retraso, quizá fuera ya
inminente y no necesitaba otro asunto controvertido en mi historial
para confundir las cosas. Soy un hombre asertivo cuando se trata de
ocuparse de elementos anómalos, y en el pasado ya he tenido muchos
conflictos y enfrentamientos con médicos y con otros guardianes.
Además, el año pasado tuve un desafortunado episodio con una
detenida. Salí absuelto sin perjuicio alguno de todos los cargos de
aquel caso, y se eliminó de mi historial, aunque había pasado poco
tiempo y sentía perfectamente como su sombra se cernía sobre
mí.
El hecho de que DeLyon estuviera en posesión
de un terminal era un delito significativo, aunque si se tenía en
cuenta todo el daño que podría haber causado, el uso que había
hecho del equipo era bastante trivial. No era ningún proyecto de
revolucionario como lo había sido su padrastro, Stuart Jimson, tan
solo era un hombrecillo egoísta que no buscaba más que su propio
interés personal. Incluso si DeLyon fingía, si su anomalía
persistía o volvía a aflorar después del recondicionamiento, era
muy poco probable que representara una amenaza significativa para
la ciudad estado. Yo ya me podía lavar las manos respecto a él tal
y como había hecho con su recalcitrante hermana. Dejaría que lo que
quisiera que pasara con DeLyon fuera problema de Fox y no
mío.
Era Richard Thorne tras quien yo iba. Él era
el eje sobre el que giraba aquel pequeño círculo de desviación. Y
su delito de llevarse la vida de otro ser humano, era el más serio
de todos. Aunque serían su confesión y su recondicionamiento los
que generarían el máximo crédito.
—Bueno, doctor Fox —dije yo—, no estoy de
acuerdo ni con ninguna de sus opiniones ni de sus conclusiones. Sin
embargo, como ahora está a cargo de este anómalo de manera oficial,
no pondré objeción alguna a su decisión. Sin embargo, sí que tengo
pensado presentar una opinión formal para eximirme a mí mismo de
cualquier responsabilidad en este caso.
Fox asintió de manera cortante.
—Ese es su privilegio, ciudadano. ¡Presente
lo que le apetezca! —Se puso en pie—. Ahora, si me disculpa, tengo
otros deberes y pacientes a los que debo atender.
Era difícil de creer la osada insolencia que
presentaba aquel hombre.
Tenía pensado vengarme del doctor Fox en
algún momento futuro, una vez me hubiera asegurado el ascenso. No
estaba muy seguro de cuál sería la manera en la que lo haría, pero
no me cabía duda alguna de que la oportunidad se me presentaría y
de que disfrutaría al máximo de ella.
Había pasado una semana desde que había
arrestado a Richard Thorne. Incluso el precavido e irritante doctor
Fox transigió y admitió que la ya muy atrasada resolución del caso
de Willem Coopersmith no se podía posponer más. Sin embargo, los
procedimientos se volvieron a demorar por un encuentro que se
produjo en el pasillo del ala hospitalaria. Yo no estaba presente,
pero si pude ver una grabación del suceso más tarde.
El traslado de DeLyon al sector Beta había
llegado y abandonaba la enfermería al mismo tiempo que trasladaban
a Thorne de la enfermería a una celda. Ambos hombres iban
acompañados por un guardia cada uno. Thorne llevaba las manos
esposadas y a la espalda, según el procedimiento estándar cuando
los prisioneros están en cárceles que no son de alta seguridad.
DeLyon llevaba muletas y una pierna escayolada. No había sido
esposado. Más tarde el guardia que estaba a su cargo fue
reprendido. Debería haber asegurado una silla de ruedas para su
transporte, haber esposado a DeLyon y haber llevado él mismo las
muletas en la mano. A un anómalo no se le da nada que pueda ser un
arma en potencia y se le dejan las manos libres para poder
usarla.
Los caminos de los dos hombres se cruzaron y
se produjo el enfrentamiento. La reacción de Thorne pareció
insignificante, su expresión se mantuvo casi tan impasible como si
no hubiera reconocido al que una vez había sido su amigo. Por el
contrario, DeLyon comenzó a gritar en el mismo instante en que vio
a Thorne. O más bien dejó escapar un único rugido ininteligible y
se lanzó contra él. A pesar del hecho de que iba con muletas y de
que supuestamente padecía una pérdida de control motora, antes de
que cualquiera de los dos guardias pudiera sujetarlo, se había
lanzado hacia delante con una muleta mientras blandía la otra en el
aire y la agitaba con fuerza contra un lado de la cabeza de Thorne.
Ambos hombres cayeron al suelo del pasillo. Thorne, con un hematoma
morado en la sien que no dejaba de extenderse, fue llevado a la
sala de urgencias para más tarde ser devuelto a su habitación de
enfermería para quedar de nuevo en observación.
Hasta el siguiente lunes por la tarde Thorne
no pudo ser llevado a la sala de interrogatorios número tres. Le
hice una señal al guardia que lo acompañaba para que apagara los
fluorescentes y… aquel día la luz parecía perfecta. Una luz
blanquecina entraba por las altas ventanas y llenaba la habitación
con su etérea presencia.
A pesar de que Thorne estaba menos
despeinado y perplejo que cuando lo arresté en su piso, ahora no
parecía más que el fantasma del programador al que yo conocí en
Control de Estándares Delta y del que nunca hubiera sospechado
anomalía alguna. Estaba más pálido y más delgado. Se movió por la
habitación y se sentó en la silla que había frente a mí con
exagerado cuidado. Sus extraños ojos azules, el único rasgo
distintivo que tenía, se habían apagado y tornado de un azul
grisáceo y por fin ya no parecían estar fuera de lugar en un rostro
tan anguloso. El cardenal en el lugar donde lo había golpeado
DeLyon había florecido como una horrible flor morada a lo largo de
su sien y de su mejilla izquierda. Parecía como si le hubieran
sacado la vida, parecía un hombre al que hubieran vaciado de
sentimientos y de casi todo pensamiento.
Aquel día la luz era la adecuada, puedo
jurar que lo era, tan etérea y espiritual como yo pudiera desear,
sin embargo, por primera vez su magia parecía no tener ningún
impacto emocional. A pesar de que Thorne admitió inmediatamente su
culpa de todo de lo que se le había acusado, su confesión no
implicaba ningún sentido de expiación o de arrepentimiento por los
delitos que había cometido contra la humanidad y contra la ciudad
estado. A lo largo de todo el interrogatorio mostró la misma
indiferencia uniforme. A veces me miraba, pero con la misma
frecuencia con la que sus ojos vagaban por las paredes de la sala.
Tuve la sensación de que si hubiera bajado el escudo de plástico,
le hubiera puesto una pistola en la cabeza y hubiera amenazado con
apretar el gatillo, no habría pestañeado.
—¿Sabes por qué estás aquí?
Se produjo un silencio patente, y por un
momento llegué a pensar que no me iba a contestar.
—Tú me has traído aquí. —dijo por fin. Su
voz era baja y débil, sin inflexión alguna.
—¿Mataste a Willem Coopersmith?
Otro silencio, no como si estuviera formando
una respuesta, sino como si a la pregunta le llevara un momento
filtrarse por su abstraída conciencia.
—Ya sabes que lo hice. ¿Por qué me lo
preguntas?
—¿Por qué mataste a Willem
Coopersmith?
Aquella vez no hubo ninguna pausa.
—Hacía falta matarlo.
Y así fue todo. Casi todo a base de
monosílabos, Thorne admitió la posesión de una pistola, las visitas
a una prostituta ilegal, el consumo de drogas ilegales y la
posesión de libros también ilegales. Empecé a tener la sensación de
que confesaría cualquier cosa de la que lo acusara, fuera culpable
o no, y no mostraba signo ninguno de arrepentimiento en absoluto.
Hubo momentos en los que creí detectar un cierto brillo de sarcasmo
en sus apagados ojos y su atenuada expresión ¿Aquel hombre me
estaba acosando? ¿Quizá me estaría imitando el estilo de habla seco
y lacónico que había adoptado para mi papel en Control de
Estándares Delta? No tenía manera de estar seguro.
Por supuesto que el objetivo de aquel primer
interrogatorio, como la mayoría, no era tanto el conseguir
información, esa función ya la desempeñaría el ciberescáner, sino
establecer nuestra autoridad sobre el sujeto y determinar con qué
tipo de anómalo nos las estábamos viendo, con uno que se daba
cuenta de lo equivocado de sus actos y que estaría dispuesto a
cooperar con nosotros en nuestros intentos por curarlo, o con uno
que seguía adoptando sus desviaciones e intentaría resistirse. Por
el comportamiento de Thorne, yo no estaba muy seguro de que fuera a
hacer ninguna de las dos cosas. Yo no estaba del todo convencido de
que se diera cuenta completamente de que el futuro de su vida
dependía entonces de nuestras decisiones, de mis decisiones. O si
es que sí lo hacía, le era totalmente indiferente.
Tengo que admitir que encontré toda aquella
experiencia desconcertante, más que nada porque la luz me había
fallado como nunca antes lo había hecho. Había perdido su contenido
emocional. Aun así, había que seguir adelante. Puse el escáner de
Thorne para la mañana siguiente.
A diferencia de DeLyon, Thorne no se
resistió a nuestros intentos por escanearlo. A diferencia de Diana,
no mostró ninguna intención de cooperar. A diferencia de su amada
Josie, de la que se había visto separado, no parecía triste ni
mostraba signo alguno de estar paranoico. Al igual que pasó con su
interrogatorio, tanto antes de entrar en la cámara del escáner como
cuando salió de ella más de tres horas después, parecía no mostrar
ninguna emoción en absoluto. Parecía un hombre que lo había perdido
todo menos la vida y al que ya no le importaba ni siquiera si
aquello desaparecía.
No fue hasta varios días después cuando
volví a ver a Thorne, y me di cuenta de que fuera lo que fuera lo
que hubiera revelado el escáner, le había afectado, de que su
camaleónica personalidad no había terminado de cambiar.
Aquella tarde, en previsión de una
resolución rápida del caso, a pesar de la inquietante entrevista,
me senté en mi despacho a examinar los resultados del escáner de
Thorne. Cuando los proyecté por primera vez en el cubo de holo y vi
la extraña configuración de su tallo y de su corola, o lo que no
podía definirse de otra manera que no fuera una falta absoluta de
configuración, tuve la sospecha de que el equipo se hubiera
estropeado. Me puse en contacto con los técnicos, quienes me
aseguraron que el equipo funcionaba a la perfección y que no había
ninguna irregularidad. Los escáneres que se le habían realizado a
otros prisioneros tanto antes como después de Thorne mostraron
configuraciones anómalas estándar. Y la verdad es que cuando me
puse el casco e inicié la revisión superficial de los recuerdos y
percepciones de Thorne, me encontré con que podía acceder a ellos
sin dificultad alguna.
Puesto que Richard Thorne había cometido el
delito más grave de todos los que había, el asesinato de otro ser
humano, además de una incontable lista de otras ofensas de menor
grado, su recondicionamiento sería el más severo e intenso de
todos. Yo tenía muchas ganas de crear una nueva persona para él que
no contuviera ninguna de las desviaciones y fallos que habían
alimentado su anomalía, pero… ¿por dónde podía empezar? No había
ningún nodo brillante en el que fijarse. No había tallo, no había
ninguna corola dispersa que poder reconfigurar. No había ninguna
causa ni efecto aparente, solo un aparente caos ciego, lleno de una
explosión aleatoria de líneas y puntos de colores.
Hacía años que no me veía obligado a
examinar ningún escáner en gran profundidad. Las búsquedas
generales siempre me daban la información específica que
necesitaba. Había un número limitado de tipos de individuos
anómalos, y en más de un cuarto de siglo como guardián, me había
encontrado y tratado a todos ellos. Los podía recondicionar sin
analizar detalladamente sus vidas, con solo concentrarme en los
nodos significativos, trabajaba basándome en mi experiencia y con
el método de prueba y error, para ajustar sus configuraciones. Así
lo había hecho con notable éxito con Diana Logan.
Abandoné la proyección inservible y empecé a
hacer una criba de los detalles de la vida de Thorne en más
profundidad, en busca de las relaciones que el ciberescáner había
sido incapaz de delinear. Durante mi formación y primeros tiempos
como guardián, el escáner todavía no había alcanzado el nivel de
sofisticación de hoy en día. No podíamos apoyarnos únicamente en
él, y nos veíamos obligados a complementar sus resultados con
métodos manuales de análisis. Volví a despertar aquellas destrezas
que casi creía ya olvidadas y me puse manos a la obra con la tarea
que tenía frente a mí.
También ordené un segundo escáner que se
realizaría el siguiente viernes por la mañana. Aquello me
proporcionaría el tiempo suficiente para analizar los resultados y
calibrar el escáner de manera diferente a los parámetros estándar.
Tan pronto como saliera la figura de una flor, aparecerían las
especificaciones de su recondicionamiento.
No había nada extraordinario en la
estructura genética de Thorne ni en los primeros años de su vida.
Era hijo único. Su padre había sido contable de una empresa
manufacturera de la ciudad estado, su madre profesora de escuela
secundaria. Ambos tenían unas carreras moderadamente exitosas,
llegaron a G-16 y G-15 respectivamente, y no había registro alguno
de anomalía en ninguno de ellos. Como la mayoría de los niños,
Thorne había sido criado en una residencia del Estado y solo
regresaba a su hogar en vacaciones y en algún que otro fin de
semana. Sus padres disolvieron su unión de mutuo acuerdo cuando él
tenía dieciséis años. No estaba unido emocionalmente a ninguno de
ellos, y ellos aparentemente tampoco lo estaban a él. A los pocos
años de ser adulto perdió el contacto con ambos progenitores.
Comencé a seleccionar sucesos al azar del
final de la juventud y el principio de la edad adulta de Thorne.
Parecía ser un hombre normal, a pesar de todos sus fallos menores y
demás. No era capaz de encontrar prueba alguna de la anomalía que
tendría lugar más adelante. Seguí buscando en años posteriores y en
su relación con Diana. Estaba tan absolutamente absorto, que hasta
que mi compañera escogida me llamó para recordarme que teníamos un
compromiso para cenar, me quité el casco a regañadientes y cerré el
sistema por aquel día.
Durante los siguientes días tuve otros
deberes y otros casos, pero me pasé todos los momentos libres que
tenía explorando en mayor profundidad más fragmentos de la vida de
Thorne, en busca de aquellos elementos que me dieran la clave del
origen de su posterior anomalía.
El jueves por la tarde decidí que el segundo
escáner se calibraría con especial referencia a su interés hacia la
historia y fantasiosas ideas erróneas acerca de esta, su relación
con Josie Jimson, y los libros ilegales a los que esta lo había
expuesto. Aquella elección parecía tan lógica que me asombró que el
primer escáner no hubiera destacado aquellos aspectos.
También el jueves por la tarde llamé al
Departamento de Propiedades y solicité una requisición, ordené que
los libros que se le confiscaron a Josie de su casa fueran enviados
a mi piso de Lambda Heights. Mis motivos tenían doblez, uno de los
aspectos era verdaderamente egoísta. Creía que un estudio más
profundo de aquellos textos podrían arrojar algo de luz sobre el
caso, pero también tenía la esperanza de poder añadirlos a mi
biblioteca personal, que había crecido a buen ritmo hasta superar
los mil ejemplares a causa de años y años de procesos similares.
Una vez resolviera con éxito el caso, era muy poco probable que me
pidieran jamás que los devolviera.
Cuando Thorne entró a la sala de escáneres
el viernes por la mañana me di cuenta de que antes debería haberlo
sometido a otro interrogatorio. En el momento en el que vi a aquel
hombre me quedó claro que el anterior escáner le había afectado
mucho más de lo que yo había esperado. Había tardado varios días en
tener efecto sobre su distraída conciencia. Ya no estaba impasible.
Fuera lo que fuera lo que hubiera comprendido, le había producido
cambios significativos en la personalidad de nuevo. Aunque no
tenían nada que ver con los que yo hubiera predicho.
Si había una palabra que pudiera definir a
Richard Thorne, esa era imponderable. Ahora tenía un porte
completamente distinto, ya no exhibía un aspecto exageradamente
cuidadoso y desvalido como el de unos días atrás, y su aparente
indiferencia hacia todo había desaparecido. Los ojos, que antes
carecían de toda emoción, habían vuelto a la vida de una forma
peculiar y aterradora.
Seguía estando delgado y pálido. Todavía
tenía el cardenal en la sien, aunque estaba más pequeño y se había
tornado de un tono amarillo parduzco. Además, el color gris había
desaparecido de sus ojos. Volvían a ser completamente azules,
incluso azul oscuro, y la mirada que nos dedicó tanto a mí como a
los demás presentes en la sala solo puede describirse como de
desafío y desprecio.
En todo caso, el primer escáner debería
haber logrado que Thorne se percatara de lo falso y errado de sus
ideas y de sus fracasos. Debería haber estado arrepentido, quizás
algo preocupado, incluso asustado. En cambio, parecía imbuido de
una confianza que no tenía ningún mérito en realidad.
Por los ojos y la expresión de su rostro se
podía pensar que a los demás nos veía como inferiores y
equivocados. Recordé haber visto antes una mirada de desprecio y
superioridad como aquella en otro individuo anómalo bajo
tratamiento, pero en aquel momento no fui capaz de recordar en
quién fue ni cuándo.
¿Qué nuevo tipo de locura era aquella que se
había apoderado de él? Me pregunté si el hombre que tenía ante mí
era Richard o Rick, ya que yo ya me había enterado de la distinción
artificial de identidades en mi examen del primer escáner, o si
acaso me encontraba frente a una personalidad híbrida fruto de la
fusión de ambas. ¿Me estaría embarcando en la persecución de un
laberinto de identidades que no dejaba de cambiar y que nunca se
detendría en un mismo molde el tiempo suficiente como para curarlo?
Puedo afirmar que no me gustaba en absoluto el último papel que
había adoptado Thorne. Su caso ya se había vuelto demasiado confuso
y problemático. Parecía como si cualquier ascenso profesional que
yo hubiera querido obtener con él se fuera evaporando con
rapidez.
Para mi gran alivio, el segundo escáner
transcurrió sin muchos contratiempos, a excepción de que Thorne
esta vez ya no se mantuvo en silencio como lo había hecho antes.
Esta nueva sesión fue puntuada con gritos incoherentes que
resonaban en la cámara del escáner y llegaban hasta la habitación
contigua.
De vuelta en mi despacho, proyecté los
nuevos resultados en el cubo de hologramas… para descubrir que a
pesar de que eran diferentes a los del primer escáner, carecían de
sentido de la misma manera. El caos de la proyección de Thorne
seguía igual de fuerte. No se veía ningún tallo, ninguna corola,
solo una explosión de puntos y líneas caóticos. Había nodos, es
cierto, los que yo había puesto allí con mi calibración, aunque
seguían siendo inservibles ya que ninguno se relacionaba de manera
significativa con ningún otro ni con la muerte de Coopersmith. No
tenía ningún sentido, y de nuevo me encontré con que no tenía ni
medios ni método alguno para llevar a cabo un recondicionamiento
con éxito.
No podía hacer otra cosa que no fuera llevar
a cabo un estudio más profundo de los detalles de la inmersión de
Thorne en la anomalía, para crear una calibración que haga que
salga a la luz su verdadera configuración como debía haberlo hecho
en primer lugar, como ya había hecho en el caso de otros
anómalos.
Frustrado pero lleno de determinación, con
el casco bien sujeto sobre los ojos y oídos, dediqué toda mi
consciencia e intelecto a la tarea. En lugar de saltar de un lado a
otro por la vida de Richard Thorne, comencé a explorar segmentos
completos de su existencia. Reviví los primeros tiempos de su
emparejamiento con Diana y conocí su desilusión al descubrir que
ella no era la mujer que él creía que era. Probé sus viajes de
fantasía histórica y los guiones a través de los cuales trataba de
vivirlas en los salones de expresión. Caminé a su lado en los
primeros momentos en los que exploraba en torno del barrio bajo y
sufrí las mismas frustraciones que él sintió.
Se trataba de un proceso tedioso y largo,
además de agotador. Cuando por fin salí de sus profundidades,
cansado y hambriento, el sol se ponía más allá de las altísimas
torres de la ciudad, y las grababa en relieve oscuro contra un
cielo borroso. Me puse de pie junto a la ventana y observé cómo los
últimos rayos se disolvían contra la noche. Y seguía sin estar
cerca de encontrar una solución.
Aquel fin de semana tenía el piso para mí
solo. Mi compañera escogida se iba a otras de sus vacaciones
virtuales, como hacía con frecuencia en aquellos tiempos. Todo era
poco de aquella moda pasajera, y yo no me quejaba por ello. Siempre
he disfrutado y valorado la soledad. Sin embargo, en lugar de
dedicarme a alguna de mis muchas aficiones, o de pasar el tiempo
viendo alguna tontería agradable en el holo, me encontré a mí mismo
trabajando en el caso. De repente me di cuenta de que era algo más
que un premio y un ascenso, yo ansiaba dar con la solución al
pesado enigma de Richard Thorne. No iba a dejar que aquel hombre me
venciera.
Activé el terminal de mi casa y accedí a los
archivos de Condicionamiento Delta. No solo cogí el escáner de
Thorne, sino también el de Josie, el de DeLyon y el de Diana, para
comparar las percepciones de estos con las de él.
Aquel fatídico y revelador fin de semana,
encorvado sobre mi ordenador, totalmente ajeno al mundo que me
rodeaba, me sumergí en las proyecciones que fluían por la pantalla
de mi mente. Estaba tan absorto, que por minutos, o puede que horas
en algún momento, me llegué a convertir en Richard Thorne, y
durante períodos más cortos de tiempo también fui Diana Logan,
Josie Jimson y Daniel DeLyon. No podía vivir todas sus vidas, pero
sí experimentar escenas a menudo con total y escalofriante
detalle.
Mientras mi compañera escogida descansaba
cómodamente tumbada en una playa imaginaria, o disfrutaba de una
fiesta imaginaria o navegaba por un océano que solo existía en una
simulación electrónica, yo habitaba un entorno mucho menos limpio.
Recorrí las calles en descomposición de lo que quedaba del barrio
bajo en busca de una aventura imaginada. Bebí cerveza rancia, vi
una partida de dados, conocía Daniel DeLyon y le di la bienvenida a
su amistad. Subí por una escalera de incendios destartalada y entré
en una habitación que parecía salida del pasado. A pesar de mi
personal desagrado hacia Josie, padecí la ilusión del amor en el
encaprichamiento físico y emocional de Thorne por ella. Experimenté
el nacimiento instantáneo y la rápida maduración de Rick como
individuo. ¿Puede el hecho de llamar a alguien por un nombre
distinto convertirlo en una persona que nunca ha sido, en una
persona de la que no hubiera indicación alguna y se pudieran
convertir en ella? Consumí drogas ilegales y leí libros ilegales y
ambos distorsionaron mis pensamientos y emociones. Percibí a Willem
Coopersmith a través de los ojos de Diana Logan. Ansié un ascenso y
aprendí a odiar y temer a Coopersmith por la bestia que era en
realidad. Me horrorizó lo que soporté en sus manos y llegué al
punto en que no lo pude soportar más. Me encontré de pie en un
callejón bajo la lluvia y le quité un arma de fuego arcaica a un
«proyecto de atracador». Descubrí que Josie, a pesar de que nunca
lo había admitido, ni siquiera a ella misma, se había encaprichado
de Thorne desde el principio y estaba tan enamorada de él como él
lo estaba de ella. Ella ya había dejado de ver a sus otros clientes
mucho antes de que él se lo pidiera. Experimenté la incondicional
devoción de Daniel DeLyon hacia su madre y hacia su hermana, y
comparé aquellos sentimientos con mis tenues lazos familiares con
asombrosa insatisfacción. Fui en pasarela hasta el lujoso entorno
de Lambda Heights, tal y como hacía yo mismo cada noche de regreso
a casa del trabajo, y aquella vez sentí que la noche estaba viva a
mi alrededor de una manera que jamás lo había hecho antes. Me
enfrenté a Coopersmith y di rienda suelta a mi ira, forcejeé con el
hombre hasta tirarlo al suelo y lo vi morir. Planeé hasta el último
detalle de cómo dejaría a Diana y comenzaría una nueva vida junto a
mi amante del barrio bajo. Volví a vivir de manera indirecta la
confusión y el trauma causados por las vacaciones virtuales de
Thorne. Me sentí completamente deshecho por el dolor de la
desaparición del barrio bajo y de Josie. Vagué por las calles
durante horas, desorientado y desolado. Y mientras iba hacia
delante y hacia atrás por aquel paisaje desordenado de causas y
efectos, de interacciones y cálculos entrelazados, de anomalía e
intoxicación, un cúmulo de emociones desconocidas surgieron y se
amontonaron en mi interior.
De aquellas excursiones solía emerger como
un conductor subterráneo que sale a la superficie en busca de aire,
y por un momento era incapaz de reconocer las paredes de mi propio
estudio. Y cuando por fin lo hacía, una aplastante claustrofobia se
apoderaba de mí, como si estas paredes se cerraran sobre mí, como
si las perversas perspectivas que había observado fueran de alguna
manera menos limitantes que las de mi propia vida. Por un momento
me sentía algo mareado y antes de sumergirme otra vez tenía que
tomarme una pastilla.
Confieso que me obsesioné con resolver el
caso, con arrancar algo de orden de aquel caos, de la misma manera
en que Thorne estaba obsesionado con Josie, de la misma manera en
que DeLyon estaba obsesionado con el juego y las apuestas, y
Coopersmith con su pasión por las pecas. Al igual que Richard
Thorne estaba encerrado en su celda de la cárcel, yo me encerré en
la vida que él había llevado. Y en algún momento de aquel
prolongado descenso a un mundo lleno de anómalos, más meticuloso de
lo que jamás lo había sido antes, mi objetividad se desmoronó y
comenzó mi corrupción.
Por alguna razón que no lograba comprender,
ya que no nos parecíamos en nada, a excepción de la pasión que
ambos sentíamos por la historia, me empecé a sentir incómodamente
identificado con Thorne. Empecé a simpatizar con él, no, a
empatizar, no solo con la situación de Thorne, sino con las
situaciones de todos los que lo rodeaban. Más allá de ser casos que
procesar y resolver, emergieron como individuos con peculiaridades
y características, con necesidades y deseos. Para mi disgusto y
confusión, los veía como seres humanos además de como tipos de
anomalías.
Esos escáneres ya no me están disponibles en
mi retiro y reclusión forzados. Sin embargo, de los recuerdos que
me quedan de aquellas intensas horas, con todos los fallos que
pueda tener un recuerdo, he creado y extrapolado el informe,
discurso y explicación que tienes ante ti. Si es que estás ahí. Si
es que puedes oírme. Si es que puedes molestarte en escucharme. Si
es que todavía no has condenado mi voz al olvido.
El domingo por la noche ya estaba convencido
de que tenía algo. La calibración que había pensado para el
siguiente escáner era la más compleja y completa de toda mi
carrera, empleaba todos mis conocimientos y habilidades, comprendía
todos los elementos e interacciones significativos que había
percibido. Sería yo quien haría la mayor parte del trabajo del
ciberescáner en su lugar. Lo único que tenía que hacer era unir los
puntos.
Apenas logré dormir algo a lo largo de toda
la noche del sábado, y en la del domingo, mi sueño fue muy
irregular. Al igual que los personajes de Thorne, Josie, DeLyon y
Diana habían consumido mis horas despierto, entonces comenzaban a
perseguirme en mis sueños, sueños que pronto comenzaron a
asemejarse más a pesadillas más extrañas y desconectadas que las
realidades que las habían inspirado. En especial en un aterrador
segmento yo me convertía en Willem Coopersmith, e inflingía mis
propias fantasías sexuales a Diana y a Josie. En otra, los
travesaños de la escalera de incendios por la que subía caían bajo
mis pies y me encontraba cayendo en picado sin fin por un túnel
oscuro. Después me encontraba flotando sobre la ciudad como si no
pesara nada. Mientras, abajo, todo el sector Delta ardía en llamas
y a mi alrededor el cielo estaba salpicado de partículas voladoras
de ceniza.
Cuando me desperté oí a mi compañera
escogida llegar a casa, el reloj que había en la mesilla junto a mí
decía que eran algo más de las tres. Cerré los ojos y me quedé allí
tumbado y quieto, fingí dormir. Sin decirme ni una sola palabra,
ella se fue a su propia cama.
El lunes por la mañana llamé a la oficina y
dije que estaba enfermo, necesitaba un día para recuperarme y
asimilar todo de lo que me había enterado. También solicité el
tercer escáner, que estaba convencido también sería el definitivo
de Richard Thorne, que se llevaría a cabo el miércoles. El martes
lo pasaría en la oficina revisando y afinando mis cálculos. Por el
momento, pondría el resto de mis casos a la espera.
El lunes, ya bien entrada la mañana, me
llevaron los libros de Josie a mi piso. Había varios cajones, más
de trescientos volúmenes, todos saqueados de su colección, la
mayoría novelas, la mayoría ilegales o sin clasificar. Iba a
necesitar más estanterías para albergarlos a todos. Muchos de
aquellos libros nunca los había leído y de algunos ni tan siquiera
había oído hablar, y existían docenas más de los que yo tan solo
pude leer versiones expurgadas que habían sido censuradas al
transcribirlas a los anales del sistema.
Comencé a estudiar minuciosamente aquellos
textos en busca de alguna pista adicional, cualquier pista, que me
ayudara a resolver el rompecabezas de Richard Thorne. Y para mi
desesperación, hasta el día de hoy, regreso a ellos constantemente
en busca de algo que haya escapado a mi comprensión.
Hay algo que no te he dicho.
Lamentablemente, hay mucho que no te he contado, tanto, que nunca
podré decírtelo por mucho que divague…
¿Te he dicho alguna vez que en su día quise
ser actor? ¡Oh, sí! Tenía unas aspiraciones muy definidas en mi
juventud hacia una carrera en la interpretación en los holodramas.
Participé en un buen número de obras de teatro en la escuela
secundaria, y hasta reescribía parte de mis diálogos. Tenía un
talento natural para la imitación, para asumir personajes
ficticios. Me ha venido muy bien en mi carrera como guardián. Puedo
ser el lacónico Sol Thatcher con su mandíbula fláccida que trabaja
en Control de Estándares Delta, el Thatcher charlatán que le puede
sacar información a ciudadanos y habitantes del barrio bajo sin que
estos se den cuenta de cuánto le están diciendo hasta que es
demasiado tarde. Puedo ser el inquietante radical exaltado, muy
instruido en la jerga antiestado, que una vez se infiltró y destapó
una célula terrorista que condujo a la detención y
recondicionamiento de más de una docena de individuos anómalos. Y,
por supuesto, puedo ser el autoritario y seguro de sí mismo Sol
Thatcher de mi vida cotidiana en el trabajo.
Siempre he creído que mi facilidad para la
interpretación dramática estaba íntimamente relacionada con otro de
mis extraordinarios talentos, la capacidad para saber cómo es una
persona solo con ver sus expresiones faciales y su lenguaje
corporal, para distinguir a individuos anómalos potenciales antes
de que se haga manifiesta su anomalía.
Todavía soy capaz de recordar una memorable
ocasión en la que…
No, eso no está bien. No es eso lo que debía
contarte, no es eso lo que necesito contarte, lo que quizá no
debería contarte en absoluto. Aun así, esto y solo esto, es lo que
debe ser contado para completar nuestra historia y explicar los
eventos y acciones que condujeron a mi desgracia y retiro
forzado.
El caso de Richard Thorne, con su
incomprensible configuración de la flor, su falta de una cadena de
causas y efectos, es algo que ocurre con muy poca frecuencia… con
escasa frecuencia… pero no es un caso único en absoluto. Los
hombres como Thorne se conocen como incurables y se les trata de
manera acorde. Déjame que te lo explique…
Después de haber estado leyendo hasta bien
entrada la noche, el martes llegué a la oficina para encontrarme
con una citación para presentarme en el despacho del director
Wilkerson. Yo sospechaba que ya sabía por qué quería verme
Wilkerson. En los últimos dos trimestres iba algo corto en mi cuota
de casos curados. Había habido mucho trabajo de campo, y varios
casos habían demostrado ser bastante más complicados de resolver de
lo que habían parecido a primera vista. No se trataba de nada que
no pudiera corregir. Y la resolución con éxito del caso de Thorne,
un caso de delito capital, compensaría mi escasez en cualquier
aspecto.
Wilkerson llevaba casi una década al mando
de Condicionamiento Delta. A pesar de que tan solo estaba unos años
por delante de mí en formación de guardianes, gracias a varios
casos notorios que se le habían cruzado en el camino, su carrera
había avanzado considerablemente más rápido que la mía. Aunque debo
admitir que sentía un cierto grado de comprensible envidia hacia
aquel hombre, también admiraba su talento, su profundo conocimiento
de los individuos anómalos y su demostrada habilidad para curarlos.
Aun así, siempre había notado algo frío y desapegado en Wilkerson.
Quizá tan solo se debiera a su apariencia física, era alto y
cadavérico, rasgo acentuado por una calvicie muy marcada. A pesar
de que el hombre me había dedicado varios elogios y
reconocimientos, y había firmado mis últimos tres ascensos, nunca
pude estar seguro de si yo le gustaba o no. Nunca tuve la sensación
de que pudiera establecer una conexión personal con él.
Wilkerson me tuvo esperando en la puerta de
su despacho al menos quince minutos antes de verme. Eso era parte
del juego de la autoridad, demostrar el poder que se tenía sobre
sus subordinados. Yo les hacía lo mismo a los guardianes de menor
rango cuando estos estaban esperando para verme a mí. Normalmente,
me habría pasado el rato admirando a la última secretaria personal
de Wilkerson. Ninguna parecía durarle más de unos meses, y siempre
eran jóvenes y bastante atractivas. Esta vez estaba demasiado
absorto con finalizar mis calibraciones para el siguiente escáner
como para prestarle demasiada atención. No dejaba de repasar los
factores causales en mi cabeza, me preguntaba cuánto peso relativo
le debía otorgar a cada elemento.
Cuando por fin entré en su despacho, él
apartó la vista de su monitor apenas durante unos segundos.
—¡Oh, sí! Thatcher. Esto solo será un
minuto. Enseguida estoy contigo. Siéntate.
Parecía que el juego de esperar iba a ser un
poco más largo.
Una vez estuve sentado, eché un vistazo a
toda la sala. Siempre me sorprendía un poco su tamaño y
austeridad.
Para la mayoría de los estándares mi
despacho se considera espacioso, sin embargo, en el de Wilkerson
cabían fácilmente cuatro como el mío y todavía sobraría espacio. Y
por supuesto, las vistas que tenía de la ciudad desde su ventanal
dejaban sin aliento. Sin embargo, no había holografías en las
paredes y la mayor parte de la sala estaba vacía. A no ser por su
escritorio, que ocupaba el centro de la sala y un pequeño armario
detrás, lo único que había era un solitario sofá y un par de
mesillas y lámparas que habían sido colocados al azar contra una
pared. Y cerca de la pared del otro lado había una mesa de billar
tapada que había dejado el anterior director. Yo nunca la había
visto destapada desde que Wilkerson asumió el cargo, y dudo mucho
que haya jugado al billar alguna vez. Además de por su perspicacia
al tratar con individuos anómalos, el director era famoso por ser
muy ahorrador. Había logrado mantener al departamento en los
límites de presupuesto año tras año. Seguramente habría llegado a
la conclusión de que era más barato dejar la mesa donde estaba que
hacer que se la llevaran.
Después de varios minutos, Wilkerson giró su
monitor hacia un lado y se pasó una mano por su casi vacío cuero
cabelludo. Ya había pasado bastante tiempo desde la última vez que
lo había visto, y ahora estaba ya casi tan calvo como yo lo estaba
entonces.
—Si —comenzó—, vayamos al grano. Esto se
refiere al caso Thorne. Ya has escaneado al hombre dos veces con el
mismo resultado inútil. ¿Por qué, en el nombre de Severin, has
pedido un tercer escáner? ¿No te das cuenta de que estás tratando
con un incurable?
—Bueno, señor. No estoy seguro de eso. He
estado trabajando en una calibración distinta a la que utilicé en
el segundo escáner. Una muy sofisticada. Creo que me ayudará a
definir correctamente la configuración de Thorne.
—¡Tonterías! —replicó Wilkerson—. Por
experiencia ya sabemos que por lo general ese tercer escáner no es
más que una pérdida de tiempo y esfuerzo humano. Este Thorne no es
más que un G-12. Y es responsable de la muerte de un director
superior, ¡un hombre que colaboró en la mismísima construcción de
este edificio! No se merece un tercer escáner. Necesitas resolver
este caso y seguir adelante. Hay muchos anómalos que pueden curarse
rápidamente y con total efectividad sin perder más tiempo con
este.
—Pero Thorne es un ciudadano. ¿Qué pasa si
pide el recondicionamiento?
—Los derechos del ciudadano no llegan más
allá, y no son aplicables a incurables. Estoy seguro de que conoces
el protocolo establecido para casos como este. Justamente a ti,
creo que no hace falta que te lo explique. Creo que ya colaboraste
en un caso similar de manera admirable en tu juventud.
—¿Qué?
—Venga ya, Thatcher, no me vayas a decir
ahora que te has olvidado de Stuart Jimson.
Bajé la vista a la superficie de madera
barnizada del escritorio de Wilkerson, y todo me vino de golpe a la
memoria, el suceso que mi mente consciente había enterrado a tanta
profundidad y con tal rigor en un rincón de mi pasado, un suceso
que yo había reprimido completamente y durante tantos años que ya
no pensaba nunca en él, era casi como si me hubiera recondicionado
a mí mismo para no recordar.
Sucedió hace casi veinte años. Por aquel
entonces yo era un G-14, solo había tenido unos cuantos casos
destacados a mi favor, pero ya me había establecido como una de las
jóvenes estrellas más brillantes del departamento. Un guardián
mayor que respondía al nombre de Brach me había tomado bajo su
protección. Yo era su protegido. Yo lo admiraba enormemente, de esa
manera que solo un joven puede admirar al mentor al que desea
emular.
Mi turno ya casi había terminado cuando me
llamaron al despacho de Brach. Era un hombre delgado y en forma en
la cincuentena, siempre impecablemente vestido, Brach parecía
incómodo aquel día, no era el de siempre. Por primera vez, desde
que yo lo podía recordar, en su voz se había colado una nota de
duda.
—Hay una tarea especial… extremadamente
importante… que tiene que llevarse a cabo sin más retraso… y te he
elegido a ti para que me ayudes a llevarla a cabo. Dime, Thatcher,
¿sabes lo que son los incurables?
Por supuesto que había oído rumores. Nunca
estaba seguro de cuánta credibilidad debía darles. En el
departamento siempre circulaban rumores de un tipo o de otro.
—Creo que sí, señor.
—Bueno, los incurables son exactamente lo
que implica su nombre. Son individuos que… no se pueden curar de su
anomalía… que seguirán siendo una amenaza para los otros y para el
bienestar de la ciudad estado fuera lo que fuera lo que hiciéramos
con ellos.
—Sí, señor, eso es lo que había oído.
—¿Y sabes cómo debemos ocuparnos de los
incurables? De nuevo, había habido rumores. Pero eran imposibles de
corroborar y difíciles de creer, más aún para alguien que había
sido adoctrinado en la sabiduría tradicional de la ciudad estado,
valores que había jurado respetar y defender como parte de mi
juramento de deberes como guardián. La máxima que definía nuestro
servicio era equilibrar el bienestar de todos los individuos con el
bienestar del Estado, determinando lo que era mejor para
ambos.
—No estoy seguro, señor.
—Bueno… —Brach se aclaró la garganta—. Deben
ser eliminados. Es algo desafortunado, pero también necesario… para
el mayor bien de todos. Ven conmigo, Thatcher.
Brach no volvió a decir nada hasta que ya
íbamos bajando en el ascensor. Tenía los brazos cruzados sobre el
pecho y estábamos de pie el uno junto al otro. Él miraba como
cambiaban los números en el panel que había encima de la puerta y
no miró hacia mí.
—Thatcher, quiero que entiendas que no eres
más que un instrumento del Estado en esta acción. Estas operando
bajo mi autoridad… y soy yo quien asume toda la
responsabilidad.
Yo no sabía qué decir. ¿No sería aquello más
que otra prueba a la que Brach me sometía? ¿O acaso decía en serio
que íbamos a quitarle la vida a un ser humano en el nombre de la
ciudad estado? ¿Eran ciertos todos los rumores acerca de los
incurables y cómo se ocupaban de ellos? Iba en contra de todo lo
que había aprendido y de todo aquello en lo que creía. Recordé algo
que Brach me había dicho mientras probaba una nueva inmovilización
por el cuello con un prisionero: «¡En la Escuela de Entrenamiento
de guardianes no te enseñan todo lo que hay que saber!».
El ascensor bajó más allá de la primera
planta y del vestíbulo hasta la planta sótano. Nunca antes había
estado en el sótano del edificio. No había habido razón alguna para
ello. Por lo que yo sabía, se utilizaba como almacén.
Cuando las puertas del ascensor se
deslizaron y abrieron salimos de este y nos adentramos en la
oscuridad. Brach le dio a un interruptor que había junto a las
puertas y la enorme habitación que teníamos ante nosotros se llenó
de una tenue iluminación. Habíamos entrado en una extensa zona de
almacén. Las paredes verdes estaban muy sucias y necesitaban
urgentemente una mano de pintura, el suelo era de cemento desnudo.
El techo era más alto de lo que yo había esperado y sobre mi cabeza
pude ver los conductos de calefacción y las tuberías al
descubierto. La habitación estaba llena de muebles y equipos
abandonados. Filas y filas de sillas apiladas al azar unas encima
de otras. Escritorios apilados hasta en tres alturas. Montañas de
ordenadores y otros objetos que no podía identificar, envueltos en
lonas impermeabilizadas llenas de polvo. Todo esparcido a lo largo
y ancho del suelo y envuelto en la penumbra, con solo un par de
fluorescentes encendidos en el techo. Todos los demás estaban
fundidos. Brach me guió mientras nos abríamos paso a través de
aquel variado laberinto de oscuridad y escasa luz, nuestras tenues
sombras se enroscaban, aparecían y desaparecían con nuestro
movimiento.
Cuando llegamos ante una puerta cerrada de
acero que estaba en el otro extremo de la habitación Brach sacó una
llave del bolsillo de su toga y la metió en la cerradura. Aquella
puerta era de otra época. Todas las cerraduras que había visto en
el edificio eran electrónicas. Antes de girar la llave, Brach
dijo:
—Acabemos con esto lo más rápidamente
posible. Con calma, hombre, sin dudar. —Él estaba mirando hacia la
puerta y yo estaba varios pasos por detrás de él. No podía estar
seguro de si hablaba conmigo o consigo mismo. O con los dos.
La puerta se abrió hacia dentro y me asaltó
una desagradable ráfaga de aire frío, húmedo y salobre, como si en
el espacio que había más allá se estuviera pudriendo algo orgánico.
Brach sujetó la puerta y me hizo un gesto para que pasara. Cuando
la soltó, la puerta se cerró de un portazo ella sola, con un sonido
metálico que resonó en el suelo y las paredes.
Brach se giró hacia la derecha y bajamos por
un pasillo. El techo era más bajo, pero la iluminación no era
mejor. Pasamos varias puertas cerradas y después una la de
escáneres. Pude ver la cámara del escáner a través de la ventana de
observación. No había ningún técnico presente y el aparato estaba
abierto y vacío.
Al final del pasillo giramos a la izquierda
y el olor se hizo mucho más intenso. Habíamos entrado en un antiguo
bloque de celdas, de construcción anterior a los días en que se
vigilaban con vídeo y audio todas las celdas. Estas eran cámaras
simples, de dos metros y medio por dos metros y medio, con una
pared abierta a excepción de los barrotes verticales que retenían a
cada prisionero sin esconderlo de la vista. Pasamos dos de estas
celdas, ambas desocupadas, una de ellas con la puerta abierta.
Brach se detuvo delante de la tercera celda y de nuevo me hizo un
gesto para que me adelantara.
Dentro había un hombre pequeño y de tez
oscura que estaba sentado en un catre y miraba al suelo. Tenía los
codos apoyados en las rodillas y la cabeza le reposaba en las
manos. Levantó la vista y nos miró durante un segundo, después
continuó con su vigilancia del suelo que había bajo sus pies. A
pesar de la tenue luz lo pude reconocer a la primera. Había estado
en nuestra «Lista de los más buscados» durante semanas.
Era el otoño del 37. Los disturbios se
estaban calmando, pero todavía quedaban pequeños reductos de
resistencia. Habían matado a un número de guardianes y docenas más
resultaron heridos como consecuencia de la violencia que Stuart
Jimson había iniciado. El número de habitantes del barrio bajo que
había muerto era muy superior. Aunque había desaparecido al poco de
la erupción de los primeros disturbios, Jimson había sido acusado
de cómplice en las muertes. Yo había supuesto que seguía en
paradero desconocido y no tenía ni la más remota idea de que ya lo
teníamos en custodia.
Stuart Jimson era también un hombre al que
me habían enseñado a odiar, y había aprendido muy bien la lección.
Todos los ciudadanos rectos y honrados que apoyaban a la ciudad
estado y al Futuro Perfecto despreciaban a aquel hombre y a todo lo
que él representaba, supieran o no qué aspecto tenía. Era un
retroceso al pasado imperfecto, un símbolo de la división y del
caos destructivo de la historia que todos queríamos
abandonar.
Debes entenderlo. En aquel momento yo era
joven e impresionable. Lo más importante en el mundo para mí era mi
carrera como guardián. Estaba deseoso de impresionar a los que
estarían en el poder. Si no hubiera sido Stuart Jimson el que
hubiera estado en aquella celda, si mi ídolo Brach no me hubiera
estado dando las órdenes, no estoy seguro de que hubiera podido
proceder con lo que vendría a continuación.
Brach se desató el fajín de su toga,
desabrochó la funda de su pistola y sacó su arma. Asintió hacia mí
en indicación de que yo hiciera lo mismo, y así lo hice. El dio un
paso hacia delante, metió el cañón de su pistola entre los barrotes
de la celda y apuntó a Jimson. De nuevo, hice lo mismo, no sin
antes quitarle el seguro a mi arma.
—Calma, hombre —repitió Brach—. A la de
tres.
Jimson volvió a levantar la vista,
directamente a Brach, y en aquel preciso instante debió darse
cuenta de lo que le iba a suceder. Yo esperaba que sucumbiera al
pánico, que se lanzara contra los barrotes o se retirara hasta la
parte del fondo de la diminuta celda. Por el contrario tan solo se
quedó allí sentado mirando.
—Una.
Admito que tuve miedo, fue lo más cerca que
he estado del pánico en toda mi vida. Pensé acerca de lo que Brach
me había dicho sobre los incurables, como sus muertes eran
desafortunadas pero necesarias para el bien supremo. Me concentré
en lo mucho que odiaba a Jimson, en todas las muertes y en todo el
sufrimiento que su arenga había provocado.
—Dos.
Jimson giró la cabeza para mirarme.
En lugar de hacer caso omiso de aquel
hombre, como debería haber hecho, cometí el error de mirarlo a los
ojos. En lugar del miedo que esperaba encontrar en sus ojos, lo
único que había era desafío y desprecio, un enorme desprecio… hacia
mí, hacia Brach, hacia la ciudad estado, y hacia todo el mundo que
representábamos. En el último momento antes de disparar mi arma, me
tembló la mano.
—Tres.
Si alguna vez has visto descargar su arma a
un guardián sabrás que ni se oye ni se ve demasiado. A diferencia
de las armas de fuego antiguas, como la que Richard Thorne le había
arrebatado al ladrón en el callejón, no funcionan por el mecanismo
del martillo que golpea una carga explosiva que impulsa a la bala
por el cañón, sino que desprenden gas comprimido. No hay ningún
fogonazo de luz, no hay ningún estruendo, tan solo se oye un
soplido de aire repentino y casi de manera simultánea, si está lo
suficientemente cerca del objetivo, el sonido del proyectil al
golpear. Yo ya había disparado en muchas ocasiones mi arma durante
mi entrenamiento, pero lo único que había conocido eran objetivos
de prácticas. Nunca había apuntado a otro ser humano con mi arma y
mucho menos para matarlo.
Me tembló la mano en el último instante,
pero mi disparo resultó ser lo suficientemente certero. Había
apuntado a la cabeza de Jimson, pero en su lugar la bala le dio de
lleno en el rostro. Pude oír el enfermizo ruido sordo cuando le
rasgó la piel, le destrozó el cartílago y el hueso. Cayó al suelo
de la celda, pero no murió fácilmente. Su cuerpo se revolvía hacia
delante y hacia atrás entre convulsiones. Gritó en varias
ocasiones, estaba claro que sufría un enorme dolor, salpicó el
suelo de sangre e incluso el camastro y las paredes.
El enfermizo ruido sordo todavía resonaba en
mi mente cuando me di cuenta de que había sido solo una bala la que
había abatido a Jimson. Solo se había realizado un disparo. Me giré
hacia Brach.
Brach sujetaba su pistola en la mano y la
miraba con incredulidad.
—No te lo vas a creer —dijo a la vez que
negaba con la cabeza—. Olvidé quitarle el seguro.
Brach bajó la vista hacia Jimson, quien para
entonces ya había dejado de moverse. La última convulsión lo había
dejado tumbado de lado con las rodillas flexionadas y el cuerpo
encorvado hacia delante. Casi nos daba la espalda por completo, de
manera que afortunadamente solo podíamos verle una parte del
desfigurado rostro. Sin embargo, era demasiado fácil imaginarse el
resto.
—Deberías haber apuntado más alto —me dijo
Brach—, a la frente. Es más rápido y menos sucio. Pero de todas
maneras, bien hecho, Thatcher. ¡Bien hecho! Deberías considerarte
un héroe de la ciudad estado.
Sentí como si fuera a vomitar. Me doblé por
la cintura, y me puse las manos en las rodillas, en una de ellas
todavía tenía la pistola. Después de varias arcadas vomité sobre el
desnudo suelo de cemento.
—Calma, hombre —dijo Brach por tercera vez
en el día.
Se puso detrás de mí y me puso una mano en
el hombro y la otra en la espalda. Yo me enderecé y di un paso para
alejarme de él y evitar cualquier contacto.
—Nuestro trabajo aquí ya está hecho —dijo
Brach—. Alguien se ocupara de… los deshechos. Ya está
organizado.
A la semana siguiente recibí un ascenso que
no esperaba hasta un año después. Sin embargo, a partir de aquel
día dejé de ser el protegido de Brach. Parecía evitarme a toda
costa y cuando nos cruzábamos por los pasillos era como si yo fuera
invisible. O bien miraba hacia otro lado o hacía como si no me
viera o yo no estuviera allí. A los pocos meses, Brach fue
trasladado repentina e inexplicablemente al Centro de
Condicionamiento Sigma. Nunca más volví a verlo o a saber nada de
él.
—Thatcher, ¿estás bien?
¿Habrían sido solo segundos?, ¿varios
momentos? ¿media vida? No sabía cuánto tiempo me había pasado
mirando el escritorio del director Wilkerson sin pronunciar palabra
mientras este episodio de mi vida se había abierto paso en mi
memoria y había desgarrado mi mente. Levanté la vista hacia el
cadavérico rostro y la abombada frente del director y después
aparté a vista.
—Sí —le dije—. Estoy bien.
Sin embargo, no me encontraba bien. Me
temblaban las manos, así que las bajé y las puse sobre mis muslos
para mantenerlas quietas.
—Estaba pensando —le sugerí—, que quizá
podríamos enviar a Thorne a una comuna agrícola o
manufacturera.
Wilkerson descartó la idea con un gesto de
la mano.
—Sabes más que eso. O al menos deberías. Los
incurables son incurables. Da igual dónde los pongas, a no ser que
sea en un solitario confinamiento de por vida, demostrará que para
nosotros no hace más que causar problemas. De hecho, ya he dado la
contraorden para tu tercer escáner. Sabes lo que hay que hacer y
espero que te pongas manos a la obra. Este hombre se merece lo que
le va a suceder. Si ya no tienes estómago para aguantar el acto…
bueno… busca algún guardián joven para que te ayude. Le vendrá
bien. Enséñales lo que es cada cosa en el mundo real y no todas
esas tonterías que les meten en la cabeza durante el
entrenamiento.
—Sí, señor, me ocuparé de ello. —No podía
decir otra cosa.
—Ya conoces el procedimiento. Llévate al
hombre abajo a las celdas antiguas del sótano. No hace falta que lo
hagamos público para que se entere todo el departamento. Hazme
saber cuando se haya completado la tarea —añadió Wilkerson—, y
tramitaré la eliminación tanto del cuerpo como de los registros e
informes del hombre. Eso es todo, Thatcher.
Wilkerson volvió a girar el monitor a su
posición y continuó observando la pantalla. Fue como si yo ya me
hubiera marchado de su despacho, comencé a ponerme en pie, pero
sentí que me fallaban las piernas. Puse las manos en los brazos de
la silla y me impulsé hacia arriba no sin esfuerzo.
—¡Ah! —dijo Wilkerson sin apartar la vista
del monitor—, una cosa más. Casi se me olvida. He recibido una
queja de un tal doctor Fox. Dice que te excediste con uno de los
otros anómalos de este caso. Que le causaste daños cerebrales. Por
el amor de Severin, Thatcher, ¡trata de tener más cuidado! No
necesitamos que los médicos se rebelen otra vez.
—Lo haré, señor, lo haré.
No recuerdo haber salido por la puerta del
despacho de Wilkerson a su antesala, pero debí hacerlo, porque me
encontré en el pasillo apoyado contra la pared. Me metí la mano en
el bolsillo de mi toga y busqué y saqué mi frasco de pastillas.
Estaba casi vacío, necesitaría que me lo rellenaran pronto. Seguía
inestable y en cuanto abrí el frasco se me cayó de la mano y todas
las pastillas que contenía, no más de un puñado, cayeron sobre la
moqueta. Intenté agacharme a recogerlas. No fue buena idea. Una
oleada de vértigo se apoderó de mí y casi me caí antes de volver a
apoyarme contra la pared para estabilizarme.
Mientras estaba allí de pie, tratando de
normalizar mi respiración y recuperar una apariencia de control,
con todo a mi alrededor dándome vueltas y las paredes del pasillo
retorciéndose de arriba abajo, un joven guardián que bajaba por el
pasillo se acercó a ayudarme.
—¿Te encuentras bien, ciudadano Thatcher?
¿Te puedo ayudar?
—Sí… por favor —le dije, mientras hacía un
gesto con la barbilla hacia las pastillas que había sobre la
moqueta.
El joven guardián se agachó, se inclinó
hacia delante y me las acercó. Cogí dos, las puse en la palma de mi
mano y rápidamente me las tragué.
—Gracias. Ahora estaré bien.
—¿Estás seguro?
—Sí —le dije—, tan solo dame un
momento.
No conocía el nombre de aquel joven
guardián, pero su cara me resultaba conocida. Ya lo había visto
antes por el departamento. ¿Debería elegirlo a él para que me
ayudara con Thorne? Allí mismo y en aquel preciso momento decidí
que aquel joven era tan bueno como cualquier otro.
La mayoría de los guardianes no se
encontraban ni un solo incurable a lo largo de toda su carrera. Yo
entonces tenía la terrible desgracia de haberme encontrado con
dos.
De vuelta en mi despacho le eché un vistazo
rápido a mis otros casos, pero me era imposible concentrarme. El
reprimido incidente con Jimson, ahora que lo había despertado de
nuevo, no dejaba de suceder una y otra vez en mi cabeza. Recordaba
con todo detalle el repugnante olor de aquellas celdas del sótano.
Podía oír perfectamente el ruido sordo de la bala al chocar con el
rostro de Jimson y destruirlo. Lo podía oír a él gritar de dolor y
ver el chorro de sangre manchar las paredes de la celda mientras su
cuerpo moribundo se retorcía en todas direcciones. Recordé con
dolorosa claridad la mirada de desafío y desprecio que llenó sus
ojos justo un momento antes de su muerte, era la misma mirada que
había visto en Richard Thorne tan solo unos días antes.
Me sentí muy molesto por la manera en la que
Brach me había engañado, si es que había sido un engaño. ¿No habría
olvidado Brach quitarle el seguro a su arma porque no tenía el
valor suficiente para apretar el gatillo?
¿O acaso habría sido un error auténtico? ¿No
estaría él entonces tan asustado como lo estaba yo en aquel
momento? Nunca lo sabría con certeza. Fuera cual fuera la verdad,
Brach hizo que el peso de la muerte de Jimson recayera única y
exclusivamente sobre mis hombros.
La poco grata identificación que sentía
hacia Richard Thorne había dejado de ser un misterio para mí. A
pesar de que las circunstancias eran distintas, a pesar de que yo
actué en el nombre de la ciudad estado y no era más que un
instrumento de esta, a pesar de que se me absolvió antes de que se
produjeran los hechos y de que después recibí un ascenso, yo había
acabado con la vida de un ser humano de la misma manera que Thorne
lo había hecho. Ambos éramos asesinos.
Aquel día me marché pronto del trabajo, me
puse la excusa de que resolvería el asunto de Thorne a primera hora
de la mañana. No me fui directamente a casa. En lugar de coger el
tren subterráneo a Lambda Heights, me fui directamente a los
salones de expresión del sector Delta.
Habían pasado ya varios meses desde mi
última visita a los salones. Por supuesto que seguían teniendo mis
preferencias en un archivo, y el montaje que solía pedir estaba
disponible. Yo no era el único cliente de los salones de expresión
al que le gustaba que su sesión comenzara en una simulación de una
sala de interrogatorios.
La cortesana era una con la que ya había
estado antes en varias ocasiones. Sabía cómo actuar y sabía
exactamente lo que yo quería. Podía fingir la confesión de
cualquier delito del que yo la acusara y hasta empezaba a inventar
con mucha creatividad otros. Podía parecer estar asustada y
perfectamente arrepentida cuando yo la instruía en los deberes de
un ciudadano de bien y la amenazaba con la deportación a una granja
de trabajo. Sin embargo, cuando nos retiramos a la cámara del
dormitorio no fui capaz de completar el acto. Al menos no de la
manera normal. Después, noté algo de alivio en la tensión que tenía
en el cuerpo, pero mi mente seguía siendo un torbellino.
Cuando por fin llegué a casa, pensé en
hablar con mi compañera escogida, en contarle todo, pero eso era
algo que ya no hacíamos. Hacía años que no hablábamos en serio.
Nuestro emparejamiento había evolucionado a una rutina que nos
funcionaba a los dos, una rutina trivial, con su terreno y sus
fronteras muy bien definidas. A ella no le importaba en absoluto mi
trabajo ni a mí el suyo. De todos modos, ¿qué otra cosa podía
decirme que no fuera que siguiera las órdenes de Wilkerson, tal y
como me lo había indicado este?
Me pasé varias horas fingiendo ver el holo
con ella. Ni siquiera me acuerdo de qué programas pusieron. Dije
estar exhausto por lo duro que había sido el día y me retiré
temprano a mi dormitorio. Me tomé una pastilla para dormir, que
después de dar unas cuantas vueltas en la cama me garantizó al
menos unas cuantas horas de olvido sin pensamiento alguno. Cuando
me desperté, el piso estaba oscuro y en silencio. Podía oír
perfectamente los suaves ronquidos de mi compañera escogida en su
cama al otro lado de la habitación. El reloj de mi mesilla de noche
decía que era la una y pocos minutos.
Mientras estaba allí tumbado en la oscuridad
y recuperaba lentamente la consciencia, lo sucedido el día anterior
y el recuerdo de Jimson empezaron a agitarse en mi mente y entendí
y acepté lo que tenía que hacer y cómo podría llevarlo a cabo.
Tendría que hacerlo en absoluta soledad. Además, estaba convencido
de que si no actuaba aquella misma noche, perdería el valor de
hacerlo para siempre. Me vestí a toda prisa en la oscuridad y
abandoné el piso.
Los trenes subterráneos van y vienen durante
toda la noche, pero aquella noche, más temprano, se había producido
un incidente de destrucción en una de las estaciones. Un lunático
se había puesto a correr por el andén y había empujado a media
docena de personas delante de un tren que se acercaba antes de
saltar a encontrar su propia muerte. Mi tren había sido desviado
por el sector Beta y para cuando llegué a Condicionamiento Delta ya
eran más de las dos.
Cuando entré en el edificio el guardia que
había en el mostrador de entrada me miró con extrañeza. Me di
cuenta de que no me había afeitado ni peinado. El poco pelo que
tenía estaba disparado en todas direcciones tras haber dormido. Me
lo bajé y peiné como pude con las manos.
De subida en el ascensor saqué el frasco de
pastillas del bolsillo y me tomé las tres últimas que quedaban. No
me hacía falta para nada marearme en aquel momento.
—Tráeme al prisionero número cuarenta y
siete —le dije al guardia que se ocupaba del puesto del bloque de
celdas.
Yo no conocía a aquel hombre y aparentemente
él tampoco me conocía a mí. Me miró extrañado. Me estaba cansando
de que los guardias me miraran con extrañeza. ¿Qué era yo? ¿Una
especie de bicho raro? ¿Y qué eran ellos? No eran más que proyectos
de guardianes, eso es lo que eran todos. Solo unos pocos llegarían
a conseguir ese estatus y muchos menos llegarían a tener logros
como los que yo había tenido.
—Eso es un poco irregular a estas horas de
la noche —me dijo—. Todos los prisioneros duermen. Hace horas que
los encerramos en sus celdas.
—Soy Sol Thatcher. —Le enseñé mi
identificación. Estaba seguro de que aquel hombre habría oído
hablar de mí, aunque no me conociera de vista—. ¿Te niegas a
cumplir una orden recibida directamente de mí?
—Bueno… no, señor… es solo que soy el único
que se encuentra de servicio y se supone que solo debo de abandonar
mi puesto en caso de emergencia… si me deja que lo compruebe
primero…
Me incliné hacia delante para leer la chapa
de identificación que llevaba.
—Está bien, Snowden, si es que quieres
despertar a uno de tus superiores de un profundo sueño a las dos y
media de la mañana para comprobar las órdenes de un G-21,
adelante.
Titubeó. Sabia elección.
—Yo vigilaré tu puesto mientras no estés. Me
hago cargo de toda la responsabilidad.
—Tendré que volver a reajustar todas las
alarmas —me dijo—. Tardaré un poco.
—Entonces te sugiero que vayas
empezando.
Me paseé de arriba abajo mientras esperaba,
trataba de mantener el valor y el propósito. Pensé en Brach. Si es
que seguía con vida sería ya un hombre muy mayor, viviría en algún
centro de retiro para mayores. Pensé en Wilkerson y en la manera
displicente en la que me había tratado, me había insultado. Me
pregunté cuántas veces habrían escaneado a Jimson antes de darlo
por incurable. Me pregunté si lo habrían llegado a escanear alguna
vez. Volví a verlo morir en el suelo de la celda. Vi a Coopersmith
retorcerse mientras moría en el suelo del ascensor mientras yo me
alejaba de él. Cuando me metí la pistola en el mono ajustado y
arrastré su cuerpo por el pasillo.
No, ¡ese no fui yo! Ese fue Thorne.
Entonces, de repente, en un solo instante,
mis pensamientos se aclararon y se desplegaron ante mí. Supe quién
era y lo que estaba a punto de hacer. De repente me sentí
tranquilo, muy tranquilo, y tenía la mente mucho más clara y tenía
una seguridad mucho mayor de lo que la había tenido en meses. Quizá
más que nunca. Las pastillas me habían hecho efecto, y sabía que no
fallarían, no podían fallar. Sabía que cualquier cosa era posible
si lo deseaba.
Eran más de las tres cuando regresó el
guardia tirando de Thorne. Llevaba las manos esposadas a la espalda
y parecía que lo hubieran despertado, con el pelo igual de
despeinado que el mío. No lo miré muy de cerca. No me importaba si
el último escáner lo había vuelto a cambiar o no. Ya no me
importaba si era Richard o Rick, si me odiaba o me temía, si se le
podía curar la anomalía o no. Ya no importaba en absoluto.
Lo cogí de un brazo y lo llevé a la fuerza
por el pasillo hasta uno de los ascensores. Se tropezó una vez y lo
enderecé. Entonces me habló por primera vez desde el
interrogatorio.
—¿Adónde me llevas? —me preguntó.
Así que le volvía a importar su vida. Ahora
le importaba lo que fuera a pasar. No le contesté. Pronto lo
sabría.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor
en el sótano, empujé a Thorne hacia la oscuridad y lo seguí. Le di
al interruptor que había al lado del ascensor y parpadeé varias
veces hasta que mis ojos se acostumbraron a la repentina luz. Aquel
era el mismo almacén al que Brach y yo habíamos entrado juntos una
vez, sin embargo, ya no era el mismo. Lo habían renovado
completamente con el paso de los años. Las paredes ya no estaban
sucias ni necesitaban una mano de pintura. Las tuberías del techo
ya no estaban a la vista. El techo estaba cubierto de azulejos
antirruido y las múltiples hileras de fluorescentes que había
encendidos no hacían ni una sombra. A lo lejos, los muebles y
equipos que ya no se utilizaban estaban apilados ordenadamente en
paletas colocadas en filas verticales y horizontales. Sin embargo,
había un elemento de deterioro que no habían podido renovar ni
eliminar, uno que empezaba a expandirse, estaba seguro de poder
olerlo, todavía leve pero perfectamente distinguible, frío, húmedo
y salobre. El repugnante olor a muerte del antiguo bloque de
celdas, desde más allá de la puerta de acero, ahora se colaba y
contaminaba el aire que nos rodeaba. Y antes o después llegaría a
las plantas superiores.
Me desaté el fajín de la toga, me desabroché
la cartuchera, saqué mi arma y la dirigí hacia Thorne.
—Date la vuelta —le ordené.
Para entonces ya estaba completamente
despierto y aquellos ojos azules que no pertenecían a aquel rostro
escupieron su desprecio hacia mí. No se movió.
—Si me vas a disparar —me dijo—, no hace
falta que lo hagas por la espalda.
—Eso es lo que ellos quieren que haga —le
dije yo—. Quieren que te mate porque no se te puede curar. —¿Cuándo
se había convertido la ciudad estado en «ellos» para mí, y había
dejado de ser «nosotros»? ¿Cuándo había empezado a simpatizar con
aquel individuo anómalo?
—¿Curarme? No estoy enfermo. Vosotros sois
los que estáis enfermos. Todo vuestro mundo está enfermo y al final
morirá a causa de su propia enfermedad. —Entonces empezó a sonar
como Stuart Jimson.
—¿Qué pasaría si pudieras escapar de este
mundo? —le pregunté—. ¿Qué pasaría si lo pudieras dejar todo
atrás?
—¿Dejarlo todo?
—Sí, dejar la ciudad para siempre.
—¿Te refieres a ir a las Tierras
Muertas?
—Sí —asentí—, las Tierras Muertas. Pero,
¿cómo puedes estar seguro? ¿Están las Tierras Muertas muertas de
verdad?
Eso lo desconcertó como yo sabía que haría.
Negó con la cabeza perplejo y sus ojos ya no me fulminaban. Con
frecuencia me había sorprendido con su comportamiento. Ahora me
tocaba a mí sorprenderlo.
—No te puedes marchar si llevas esas
esposas. Date la vuelta.
Me di cuenta de que todavía no confiaba en
mí, pero se dio la vuelta muy despacio. Me acerqué y pasé mi
tarjeta por el sensor del cierre. Las esposas de plástico se
soltaron de sus muñecas y cayeron casi sin hacer ningún ruido al
suelo. Me alejé rápidamente sin dejar de apuntarle con mi
pistola.
—¿Dónde está Josie? —Me preguntó, al darse
la vuelta para quedar frente a mí de nuevo—. ¿Qué habéis hecho con
ella?
—Está bien —le dije—. La han trasladado a
una comuna agrícola, a una granja de trabajo.
—¿Dónde?
—No tengo la más mínima idea. Hay cientos de
ellas. Nunca la encontrarás.
Me cambié de mano la pistola varias veces
hasta que conseguí quitarme la toga y se la tiré a los pies.
—Ponte eso. Nadie te va a hacer ninguna
pregunta si llevas eso. Dentro están los documentos de
identificación y hay algo de dinero. —Mis documentos de
identificación y mi dinero.
Me miró con extrañeza, de la misma manera
que me ha mirado todo el mundo desde entonces, pero cogió la toga y
se la puso. Estaba mucho más delgado que yo, pero le quedaba lo
suficientemente bien. Le llegaba hasta los tobillos, y si tenía
cuidado le taparía bien el chándal gris de la prisión.
Sentía como me palpitaba un músculo en el
brazo izquierdo y tenía una sensación de ardor en el pecho. Quizá
tres pastillas de una vez habían sido demasiadas para mí. Quizá
todo aquel día, toda aquella situación al completo, era demasiado.
Sin embargo, me negué a darle muestras a Thorne de mi
malestar.
—¿Cómo salgo de aquí? —preguntó—. ¿Cómo hago
para llegar a las Tierras Muertas?
—Mira en el bolsillo izquierdo —le dije—.
Pero no ahora.
—Le había garabateado las indicaciones
mientras iba hacia allí en el tren subterráneo. Salir de la ciudad
no era ni la mitad de difícil de lo que creía la mayoría de la
gente, no si se llevaba una toga y se tenían papeles. El ascensor
seguía con las puertas abiertas detrás de nosotros. Le hice un
gesto con la cabeza hacía este.
—Dame la pistola —me dijo.
El dolor que sentía en el pecho se estaba
extendiendo y notaba un murmullo en los oídos. Era como si cada
palabra que pronunciaba cualquiera de nosotros resonara en las
paredes y se abriera camino con el volumen más alto a través de las
pilas de muebles almacenados y los equipos. Temí que alguien de las
plantas superiores nos pudiera oír e informara de nuestro
alboroto.
Negué con la cabeza, tanto para aclarármela
como para negarle la petición a Thorne.
—Si te doy la pistola puede que tengas que
usarla. Ya ha habido suficiente de eso.
—Pero, ¿por qué? —me preguntó—. ¿Por qué
haces esto? ¿Por qué no me matas sencillamente, tal y como ellos
quieren?
Aquello lo tuve que pensar un segundo antes
de responderle.
—Porque todavía no he terminado contigo —le
dije. A mí, en aquel momento, me parecía que tenía sentido, y de
alguna manera, todavía me lo parece.
Thorne pareció sorprenderse de nuevo, pero
no dijo nada más. En aquel momento, me di cuenta de que después de
todo no me había vencido. Al menos no del todo. Al menos en un
aspecto estábamos empatados. Thorne entonces estaba tan confuso
acerca de quién era yo, como yo lo había estado acerca de quién era
él todo el tiempo.
Cuando entré en el ascensor, me vino a la
memoria una palabra antigua que había aprendido en algún texto
igualmente antiguo, una bendición para aquel que partía a un viaje
largo y difícil.
—¡Qué Dios te acompañe! —le dije, mientras
se cerraban las puertas y lo veía por última vez. No estoy seguro
de si me oyó o no.
Así que, sí, lo admito. Yo soy el culpable,
nadie más.
Yo dejé a Richard Thorne, individuo anómalo
y asesino, libre. Yo planeé su escapada y yo se la facilité. Asumo
toda la responsabilidad por el acto que se cometió y acepto sus
consecuencias.
Sin embargo, te haré una pregunta: ¿qué otra
cosa podía hacer sino llevar a cabo su ejecución y dejarlo tendido
en el suelo en un charco de sangre?
Todavía tenía las manos manchadas con la
sangre de Stuart Jimson. Eso ya es más que suficiente para toda una
vida.
Unos trabajadores me encontraron por la
mañana inconsciente. Me llevaron al ala hospitalaria y me pasé allí
varios días recuperándome. Como parecía casi inevitable me fue
asignado el doctor Fox. Me diagnosticó un ataque al corazón leve,
causado por la hipertensión y el cansancio emocional. Me prescribió
una nueva batería de pastillas que debo tomar en intervalos
regulares, mañana, mediodía y noche. El vértigo y el mareo han
desaparecido por ahora.
Una vez que llegué a conocer a Fox, descubrí
que no era de tan mala calaña, al fin y al cabo. Jugamos unas
cuantas partidas de ajedrez. Hasta llegamos a hablar como colegas
en lugar de como adversarios. Es un joven brillante y no me cabe
duda de que llegará lejos. Incluso puede que haya un puesto de
director en su futuro.
Por supuesto que hubo una investigación
formal acerca de la huida de Thorne. Se resolvió rápidamente porque
yo les conté todo lo que quisieron saber. Confesé mi culpabilidad
de la misma manera que lo he hecho en estas páginas.
Supongo que podría haberlo planeado de otra
manera diferente. Podría haberle dado la pistola a Thorne, haber
hecho que me atacara y después haber alegado que las esposas no
estaban debidamente aseguradas y que se las había quitado. Sin
embargo, en aquel momento no me parecía que eso tuviera ningún
sentido, y ahora tampoco me lo parece. Porque aunque solo me
hubieran reprendido por negligencia y me hubieran degradado, sabía
que ya no podía seguir de la misma manera en que lo había hecho
hasta entonces.
La vida a la que se me ha relegado no es una
mala vida.
Tengo mis libros y mi soledad. Siempre está
el holo para verlo, con sus más de cien canales diferentes. No me
degradaron de mi categoría de G-21, ni de los beneficios de
jubilación que tal grado implica. De todos, fue el director
Wilkerson el que más me defendió. Dijo, y lo cito textualmente de
la transcripción: «A pesar de que su salud y su juicio ahora le han
fallado, este hombre ha entregado toda su vida al servicio de la
ciudad estado y merece que se le recompense por ello».
Todos los suministros que necesito para
sobrevivir me los traen una vez a la semana según una lista que yo
les entrego. Hasta me permiten tener alguna que otra visita de una
cortesana de los salones de expresión. Puedo escapar de la realidad
cotidiana con suficiente frecuencia mientras que la realidad de la
ciudad estado sigue su camino sin mí.
Mi vida no es una mala vida a excepción de
una cosa. Más que la pérdida de familia y amigos, más que el
respeto que una vez inspiré y de la autoridad que una vez tuve,
lamento la pérdida de mi certeza, la pérdida de la fe que me ha
mantenido y me ha servido de apoyo a lo largo de los años. Porque
ya no creo en la gloriosa ascensión al paraíso del Futuro Perfecto.
Hasta en el caso poco probable de que algún día se consiguiera,
¿qué podría significar para mí? Ya no creo en la inviolabilidad de
la ciudad estado, ya que me he dado cuenta de que como todos los
Estados que nos precedieron a lo largo de la historia, estamos
plagados de nuestros propios puntos ciegos, de nuestras propias
hipocresías y corrupciones, de nuestra propia locura social. Y en
lugar de la fe que he abandonado, y que a su vez me ha abandonado a
mí, todo lo que he descubierto ha sido una obsesión con un caso y
la vida de todos aquellos implicados en él, que puede que considere
de por vida sin llegar a ninguna respuesta.
¿Serían los delitos cometidos meras olas que
se cruzaron en un charco o fue una ola en su expansión la que
inició todas las demás? Si Richard Thorne se hubiera emparejado con
otra mujer, ¿habría visitado de igual manera el barrio bajo? Si
Josie no se hubiera enamorado de Richard, ¿habría tratado de
cambiarlo de todas maneras? Si Diana Logan hubiera nacido sin
pecas, ¿habría progresado su carrera de arquitecto como la había
planeado? ¿Daniel DeLyon habría sufrido de verdad daño cerebral o
tan solo habría estado fingiendo? ¿Fallaría Brach a propósito su
disparo? ¿Willem Coopersmith estará ardiendo en algún agujero del
infierno por todos los delitos por los que no fue castigado en
vida? ¿Se llegará a reverenciar a Stuart Jimson como mártir de la
libertad algún día? ¿Volveré a ver a mis hijos o a hablar con
ellos?
El mundo en el que vivo está lleno de
ilusiones cambiantes e ideas transitorias donde causas y efectos se
enmarañan sin fin. Cada momento tiene sus propias conclusiones y
ninguna de ellas es definitiva. Además, lo más aterrador de todo,
es que a veces sospecho que en fondo, todos debemos ser guardianes
e individuos anómalos a la vez, criaturas perdidas e impredecibles,
con sus buenas o malas circunstancias.
Basta de introspección y duda. Mi historia
ha terminado. Estoy completamente seguro de que moriré solo en este
estado de desgracia que ahora soporto. No habrá ningún
recondicionamiento, ninguna absolución, no habrá ninguna salvación
para mí.
Sin embargo, aunque se ha terminado mi
historia, puede que a Richard Thorne le queden uno o dos actos que
representar. Quizá su camaleónica personalidad todavía continúe
cambiando. Por lo que yo sé, nunca lo capturaron. O bien escapó a
las Tierras Muertas, o bien sigue escondido bajo una nueva
identidad en algún barrio bajo que quede por ahí. En cualquiera de
los dos casos, está fuera de mi alcance y nunca sabré que fue lo
que descubrió.
¿Y qué hay de las vidas posteriores de los
papeles secundarios de esta obra dramática y de su discurso? En lo
que se refiere a sus futuros no puedo más que especular. Después de
todo por lo que he pasado, eso me lo debes permitir.