Encarcelamiento

 

 

LAS flores de la primavera florecían en los parques y explanadas de toda la ciudad, un derroche multicolor de rosas, amapolas, junquillos, azucenas, camelias, capuchinas y muchas más. Cada día el aire se llenaba de los ricos aromas de sus fragancias al mezclarse. En los barrios que una vez malogró lo que quedaba del barrio bajo, la construcción llevaba muy buen camino con los nuevos complejos de pisos. Por todo el centro de la ciudad, en todos y cada uno de los edificios, dedicados ciudadanos continuaban utilizando su jornada para conseguir con su esfuerzo el Futuro Perfecto. Durante la hora de la comida disfrutaban del tiempo perfecto, se deleitaban con el sol en la explanada pública. Todas las noches llenaban los distritos de entretenimiento de vida, caminaban de aquí para allá por las pasarelas automáticas entre las cambiantes luces y la amplísima oferta de ocio. Habían remozado y agrandado la fuente de Severin, sus murales brillaban mucho más que antes. El circo de la ciudad actuaba otra vez en el parque de detrás de la plaza del Fundador.
Richard Thorne, encerrado en su pequeña celda sin ventanas en el altísimo edificio del Centro de Condicionamiento Delta, permanecía en un mundo aparte, completamente ajeno a todo. En un momento pensó equivocadamente que sus vacaciones virtuales eran una especie de encarcelamiento. Ahora estaba descubriendo lo que era el verdadero encarcelamiento. Ahora tendría tiempo de sobra, sin drogas ilegales, libros prohibidos y sin la perversa compañía de Josie ni sus favores sexuales, para contemplar sus delitos.
Los casos de los otros participantes en esta tragedia ya han sido resueltos y despachados. Sin embargo, la resolución y disposición del problema de Thorne seguía ahí. Y, por primera vez en mi larga carrera llena de éxitos, no sabía cómo proceder. Ya que no se puede recondicionar a un anómalo hasta que se han comprendido los factores que han favorecido la anomalía. Y a pesar de las sofisticadas herramientas que tenía a mi disposición, a pesar de mi más absoluta diligencia, el rompecabezas de aquello que causó la anomalía de Richard Thorne seguía sin solución.

 

 

Una vez que se puso en marcha, la cadena de sucesos que nos llevaron hasta Richard Thorne por el asesinato de Willem Coopersmith fue muy clara y directa.
Fue gracias a un joven aunque muy astuto guardián, G-7, que fue inmediatamente ascendido a instancia mía, ya que fue quien vio el terminal ilegal durante el desalojo masivo de los moradores del barrio bajo. A Josie Jimson se la separó de los demás evacuados y fue trasladada al Centro de Condicionamiento Delta. El terminal y sus libros y drogas ilegales le fueron confiscados.
No fue ninguna sorpresa que Josie se negara a revelar el origen del terminal. Se aisló en un silencio resentido salpicado de miradas hostiles y no cooperaría con la investigación de modo alguno. Sin embargo, una comprobación de su pasado y su registro de nacimiento pronto revelaron al lógico inculpado. Nuestra conclusión la confirmó más tarde el propio Daniel DeLyon en su ciberescáner y al hacer un test de ADN a células epiteliales muertas extraídas del teclado del terminal.
El arresto de DeLyon se produjo a las pocas horas del de su hermana. Su madre fue trasladada a un Centro de Retiro de Mayores, al que debían haberla llevado hacía ya años. Desgraciadamente, desarrolló una infección en los bronquios que se convirtió en neumonía y falleció a las pocas semanas. DeLyon fue detenido y llevado al Centro de Condicionamiento Delta a pocas celdas de la de Josie.
Como respuesta al trauma que le supuso su arresto, el comportamiento de DeLyon fue totalmente distinto al de su hermana. Se agitó más que retraerse. Caminaba de un lado para otro en su pequeña celda. Se frotaba la nuca y se pasaba los dedos por el pelo, que ya le empezaba a escasear, abría y cerraba los puños. Se sentaba en el catre, para levantarse a los pocos segundos y ponerse a pasear una vez más. Llevaba la vestimenta ancha de color gris que llevaban todos los detenidos. Le habían dado una talla o dos de más y su imagen era muy ridícula al moverse de un lado a otro con las largas mangas que solo dejaban ver sus dedos y las esposas arrastrando por el suelo.
En apariencia actuaba como si estuviera más que interesado en colaborar con nosotros. Periódicamente hacía una pausa en su frenético ir y venir con los brazos extendidos en alto, y lanzaba un monólogo lastimero a las paredes y techo de su encierro.
—¡Sé que estáis ahí! Sé que me estáis vigilando y que me oís. Os digo que no he hecho nada malo, soy un ciudadano registrado, un profesional. Nunca se ha puesto en duda mi lealtad a la ciudad estado. Cualquiera que sea el problema, trataré de ayudaros de todas las maneras que me sea posible. Solo tenéis que darme la oportunidad de que os lo explique.
Incluso a través del monitor de vigilancia me era posible ver el miedo que se reflejaba en sus ojos. Podía leer la culpa en sus expresiones faciales y en su lenguaje corporal como si se tratara de líneas de texto en una pantalla. Su prolongada existencia doble había llegado a su fin, y ninguna de sus dos personalidades podía salvarlo de lo que vendría a continuación.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —le pregunté al oficial que estaba al mando.
—De manera intermitente, horas. Desde que lo metieron. No deja de preguntar por su madre.
—Dale treinta centilitros de Ameratal intramuscular —le dije—, espera cuarenta minutos, y entonces lo veré en la sala tres.

 

 

Siempre que me era posible hacía las entrevistas a los prisioneros y detenidos en la sala de interrogatorios número tres a media tarde. No es que sea un hombre supersticioso, nada más lejos de la verdad, pero a veces se puede apreciar una cualidad especial en la luz de esa sala, ¿me atrevería a llamarla espiritual en esta era de ilustración?, que descubrí de manera puramente accidental hace muchos años ya.
Yo me encontraba interrogando a un vendedor ilegal que estaba involucrado en suministros médicos robados y falsos. Todavía quedaba un cierto malestar social entre los civiles por aquel tiempo. Un grupo terrorista aislado dinamitó una torre eléctrica y cortó el suministro a todo el sector Delta y a parte del Gamma, mientras llevaba a cabo la entrevista. Y entonces, por primera vez me percaté que entraba luz por las altas ventanas de mármol con el refuerzo de hierro que las atravesaba en cruz. Por debajo de los fluorescentes del techo que para entonces no funcionaban, la sala estaba tan iluminada que cada objeto quedaba bañado en una claridad de alcance microscópico. Aunque también había sombras en la habitación. La luz, que caía en un ángulo desde el oeste, era terrosa, casi lechosa y estaba salpicada con diferentes nodos de luz, que con la luz del sol se movían de manera casi imperceptible a lo largo y ancho del suelo, las paredes verde pálido y por el rostro del hombre al que yo interrogaba.
Y de manera casi igual de repentina, mientras el interrogatorio seguía su curso, la resistencia del hombre se vino abajo y comenzó a contarme todo lo que yo quería saber… como si él fuera un penitente que buscara la absolución y yo fuera su confesor. Con la información que me proporcionó, se destapó toda una red de traficantes ilegales y recibí un premio y un ascenso al poco tiempo.
Naturalmente, traté de recrear las mismas condiciones en otras salas de interrogatorio y a diferentes horas del día apagando las luces del techo. Sin embargo, era solo en la sala de interrogatorios número tres, a media tarde, donde logré recrear el fenómeno. Y cuando lo hice, cuando la luz era la adecuada, el efecto en el sujeto al que interrogaba era siempre considerable y con frecuencia profundo.
Nunca he logrado determinar qué tiempo era el que debía predominar para que aquella luz etérea se filtrara por las ventanas altas y ejerciera su magia. A un hombre de mi categoría no le pega salir corriendo del edificio en medio de un interrogatorio. Sospecho que debe ser una mezcla determinada de sol y nubes que solamente se produce de manera casual o por algo que ni siquiera los hombres del tiempo son capaces de recrear a voluntad.
Tal y como resultó, en el interrogatorio de DeLyon no colaboraron ni el hombre ni el tiempo. Cuando apagué las luces del techo, la habitación se vio invadida por una sombra absoluta, y me vi obligado a volver a encenderlas. A pesar del poco práctico e inútil intento de DeLyon de negociar su libertad, sí que nos proporcionó una información notablemente importante que finalmente desembocó en el arresto de Thorne.

 

 

Para cuando llevaron a DeLyon a la sala, la inyección había empezado a hacerle efecto. Seguía agitado, pero considerablemente menos que antes. Miró nervioso las desnudas paredes verdes antes de dejarse caer en una silla al otro lado de la mesa que nos separaba.
Un guardia armado seguía de servicio varios pasos por detrás de DeLyon. También dejé el escudo protector de plástico transparente entre nosotros. Todo cuidado era poco cuando se trataba con elementos anómalos. En mi juventud, ya había sido poco cuidadoso y todavía tenía una cicatriz del grosor de un lápiz de recuerdo a lo largo de un lado del cuello.
—Ciudadano Thatcher —comenzó a decir antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta—. ¿Qué es lo que haces aquí? —¿Es que no veía que llevaba la toga de guardián?—. Me alegra ver una cara conocida —mintió—. Por favor, dime lo que han hecho con mi madre. ¿Está bien?
—Tu madre está bien y recibe excelentes cuidados —lo informé—. Mucho mejores de los que tú jamás le pudiste ofrecer. Pero no estamos aquí para hablar de tu madre. Este interrogatorio está relacionado con un terminal informático que robaste de Control de Estándares de Delta. Queremos saber por qué lo cogiste y a qué fines lo has estado dedicando.
—Pero, yo no sé nada de eso —insistió DeLyon—. ¿Para qué iba yo a querer un terminal? ¿Qué iba a hacer yo con uno?
—Entonces podemos concluir que es tu hermana, Josie, la única responsable de su posesión.
DeLyon levantó la cabeza de golpe y abrió los ojos de par en par.
—¡No, Josie no sabe nada de eso! —Tenía las pupilas dilatadas y parpadeó varias veces como si tratara de enfocar la vista—. Josie no ha hecho nada. ¡Es completamente inocente!
—¿Entonces admites que el terminal el tuyo?
DeLyon vaciló. Se pasó una mano por la mejilla y se frotó la mandíbula.
—El terminal… —comenzó a decir—, bueno, en realidad no es nada… lo puedo explicar… la verdad es que no es nada comparado con lo que tengo que contarte. Conozco un delito mucho más serio, un delito de verdad. —Se interrumpió un segundo, y después lanzó lo que él debía creer que era su as en la manga—. Puedo hablarte… acerca de un asesinato… ¡el asesinato de un hombre importante!
Al principio no lo tomé por más que otra de sus argucias.
—¿Y de qué asesinato se trataría, vamos a ver? —le pregunté.
Se inclinó hacia mí, casi llegó a tocar el escudo, se llevó una mano a la boca para taparla por un lado, como el que confiaba un secreto y temía que alguien lo oyera. ¿No se daba cuenta de que todas y cada una de nuestras palabras se estaban grabando?
—El asesinato —dijo prácticamente en un susurro—, de Willem Coopersmith.
Aun así, no lo tome en serio.
—Willem Coopersmith no fue asesinado. Murió por causas naturales, un infarto. O eso concluyeron los informes.
—No, os equivocáis. ¡Créeme! El hombre fue asesinado, tan cierto como que tú y yo estamos aquí ahora.
—¿Y qué te hace estar tan seguro de eso?
—Sencillamente lo sé —dijo DeLyon—. Lo sé con seguridad y certeza, el hombre fue asesinado.
—¿Y quién afirmas que cometió tal asesinato? ¿Qué pruebas tienes?
Una vez más, DeLyon vaciló.
—Bueno… si se pudiera hacer algo respecto al terminal… de verdad que no es nada… no le hice daño a nadie… entonces te podría contar lo del asesinato. Estaría deseoso de contarte todo lo que sé.
Casi me reí en su cara. Aunque hubiera sido cierto que tuviera información válida que proporcionarnos acerca de un asesinato, ¿de verdad creía que la ciudad estado negociaba con elementos anómalos, que toleraría una actividad delictiva a cambio de información acerca de otra? Teníamos un método mucho más seguro de determinar si DeLyon tenía algo que contarnos, independientemente de que fuera verdad.
—Este interrogatorio ha finalizado —dije, a la vez que le hacía un gesto con la cabeza al guardia para que se llevara a DeLyon de vuelta a su celda.
—¿Eso quiere decir que me puedo ir? —dijo DeLyon—, ¿Que me puedo ir a casa ya?
—Ciudadano, no vas a ir a ninguna parte —le dije—, hasta que no sepamos exactamente qué es lo que has hecho y qué es lo que sabes. Ni hasta que se determine la naturaleza de tu anomalía y esta sea rectificada.
—¡Espera! —gritó DeLyon a la vez que se levantaba de su asiento y presionaba las manos contra el escudo de plástico—. ¡Tienes que darme una oportunidad! ¡Te digo que lo puedo explicar todo!
Mientras el guardia lo contenía me di la vuelta y abandoné la sala.
Aquella noche, antes de regresar a mi piso en Lambda Heights, firmé las órdenes para que se les realizaran los escáneres a DeLyon y a su poco cooperadora hermana, de cuya supervisión había planeado ocuparme personalmente en ambos casos.

 

 

Aquellos a los que se acusaba de delitos en los siglos pasados eran juzgados con diversos métodos, ninguno de los cuales resultaba ser seguro ni racional. En épocas primitivas, lo que significa la mayor parte de la historia humana, aquellos que se encontraban bajo sospecha con frecuencia se veían obligados a someterse a terribles experiencias físicas basadas en la superstición en un intento de defenderse a sí mismos. Se les obligaba a retirar una piedra de un recipiente con agua hirviendo, o caminar a través de carbones encendidos, el grado de sus lesiones y la rapidez con la que sanaran determinaban su culpabilidad o inocencia. Aquellos de los que se sospechaba que practicaban la brujería, otra superstición absurda que imperó a lo largo de varios siglos, con frecuencia eran echados a un lago o a un río. Si flotaban eran condenados por brujería. Si se hundían, se les reconocía inocentes. La muerte era el resultado en ambos casos para aquellas pobres almas acusadas de un delito que ni tan siquiera existía.
En las sociedades más avanzadas e ilustradas se desarrollaron complejos sistemas legales para determinar la culpabilidad o inocencia, largo juicios presididos por jueces ataviados con togas negras, con abogados que argumentaban a favor y en contra del acusado. El destino de aquellos a los que se juzgaba lo decidía un jurado, un grupo de supuestos iguales, que discutían el caso y votaban después de que se presentaran las pruebas y testimonios, y se presentaran los alegatos. El que aquellos que fueran sospechosos fueran condenados a penas de cárcel y a veces a penas de muerte, o fueran puestos en libertad para regresar a la sociedad, con frecuencia dependía más de un debate retórico y de las habilidades forenses de defensores y acusadores que de cualquier criterio racional.
Jueces corruptos, miembros de jurados sobornados, prejuicios y falsas ideas personales, no hacían más que corromper más y más el sistema. Minorías étnicas y religiosas, extranjeros, cualquiera que quedara disgregado de alguna manera del todo que formaba la sociedad, solía recibir un juicio justo con muy poca frecuencia. En muchos casos, se encarcelaba y en alguna ocasión hasta se llegó a ejecutar a individuos que se parecían físicamente a los que realmente eran culpables porque habían sido identificados erróneamente por el testimonio de algún testigo ocular. Hasta un guardián novato aprende que no se puede confiar en la memoria consciente por sí sola.
La ciudad estado afortunadamente ha reemplazado sistemas de justicia tan irregulares y caprichosos por uno mucho más exacto y seguro, el análisis cibernético del comportamiento, el ciberescáner.
Daremos gracias el día en que el escáner se le pueda aplicar de manera regular a todos los ciudadanos, cuando se pueda cortar de raíz el potencial de anomalías antes de que florezca e impregne el aire con su polen venenoso. Por ahora, el ciberescáner no deja de ser un proceso muy costoso y laborioso que solo puede emplearse después del hecho, una vez que se han cometido los delitos y se ha detectado la anomalía, no solo para conseguir información y determinar la culpa, sino, lo que es más importante, para establecer medios de rehabilitación y condicionamiento a aquellos que sean culpables.
Aunque los entendiera completamente, no revelaría aquí todos los detalles del ciberescáner. No solo son información clasificada, sino que tales detalles no son relevantes para este documento o sus conclusiones. Basta decir que aunque los aspectos físicos del procedimiento difieren, el ciberescáner emplea una tecnología parecida a la de las vacaciones virtuales. Ambos procesos llegaron a existir por casualidad al investigar en el comportamiento y el recondicionamiento. El ciberescáner, en lugar de llenar la mente con las vacaciones ideales, registra los recuerdos que ya contiene la mente. Y el sujeto debe permanecer consciente durante su ejecución.
Hay un dicho antiguo, de origen desconocido, que dice que toda la vida pasa por la mente en fogonazos un momento antes de morir. Nadie puede saberlo con absoluta certeza, pero eso es exactamente lo que pasa con el escáner. Con la diferencia de que no lleva solo un momento sino varias horas. El tiempo requerido depende de la edad del sujeto, su disposición a cooperar y el nivel de conflicto entre los recuerdos conscientes y los que quedan codificados en el subconsciente.
El individuo al que se examina experimenta un montaje muy acelerado de su vida pasada, y las emociones correspondientes también las revive a la misma velocidad acelerada. Las alegrías y las penas de la vida pasan por delante del ojo de la mente, los momentos de triunfo y de vergüenza, todas las verdades que la memoria del ego ha negado o maquillado son reveladas a grandes rasgos, algunas con tanta rapidez que resulta imposible entenderlas al momento. El sujeto medio suele salir de la experiencia como se sale de un sueño intenso y perturbador. Cualesquiera que sean las verdades desagradables que se revelen, en su mayor parte vuelven a sumergirse en el subconsciente. A pesar de todo, con frecuencia quedan efectos residuales durante varios días después, al salir a la luz algunos recuerdos olvidados. Además, en algunos casos, el escáner puede ser una experiencia muy traumática para aquellos que no están dispuestos a cooperar, aquellos que intentan cerrar sus mentes para obstruir el proceso. Ese resultó ser el caso de Daniel DeLyon.

 

 

DeLyon se acercó al ciberescáner como si fuera un hombre al que fueran a ejecutar. A pesar del hecho de que se le había administrado un euforizante suave para facilitar el proceso, dos guardias tuvieron que sujetarlo firmemente y obligarlo a entrar en la cámara del escáner.
Siguió resistiéndose a lo largo de todo el proceso, de manera que un escáner que normalmente debería haber llevado solo tres horas llevó casi seis. Conforme progresaba la sesión se le podía oír gritar inteligiblemente a través de las paredes de la cámara. Salió extremadamente desorientado, murmuraba una letanía extraña de balbuceos y era incapaz de mantenerse en pie por sí mismo. En sus forcejeos, había roto una de las sujeciones y se había lesionado al revolverse en la cámara. Enfrentarse a las verdades de su vida y de su historia había resultado ser demasiado para que aquel hombre lo pudiera soportar. O quizá lo fuera el saber que su doble personalidad había sido revelada y había quedado expuesta a la vista de todos.
Más tarde, ese mismo día, después de que DeLyon hubiera sido trasladado a nuestra sala de hospital y hubiera sido examinado, hablé con el médico que lo había atendido, un tal doctor Fox de ojos brillantes y pelo espeso, que acababa de ser ascendido a Condicionamiento Delta. Aunque aparentaba ser lo suficientemente joven como para ser mi hijo ya era G-17. Debía haber una o dos togas en su familia para haber llegado a un puesto tan alto a tan temprana edad.
—Ha vuelto a despertar una antigua lesión de su infancia —me informó el hombre—. En su juventud se fracturó la tibia y en aquel momento no se le dio el tratamiento médico adecuado y se soldó incorrectamente. Creció en un barrio bajo, ya sabe. Ni siquiera tenemos un registro de cuándo o cómo sucedió.
¡Por supuesto que sabía que DeLyon había crecido en un barrio bajo! ¿Es que aquel hombre no se daba cuenta de quién era yo?
—También sospechamos —prosiguió Fox—, que puede haber habido algún daño funcional en el cerebro, pero no lo sabremos a ciencia cierta hasta dentro de unos días. Ahora mismo sigue estando casi totalmente incoherente.

 

 

El escáner de Josie Jimson demostró ser algo completamente diferente. Como ya se dijo antes, Josie era una mujer que estaba orgullosa de sus anomalías. No solo albergaba un desprecio irracional hacia la ciudad estado, inculcado por su radical padre, sino que se asía de manera muy firme a su falsa idea paranoica de que la ciudad estado trataba de hacerle algún daño. Incluso con el chándal gris ancho, el pelo despeinado que le caía suelto por la cara, medio sedada y entrando a la cámara de escáner, la mujer parecía tener una arrogancia ciega que parecía ser insaciable. La podía ver en sus ojos oscuros que no parpadeaban y la podía sentir en las facciones de su rostro.
Además, extrañamente, en lugar de complicar el ciberescáner, fue esa arrogancia, que rozaba la egomanía, lo que la llevó por la prueba de manera suave. Ella no gritó, no forcejeó. A excepción del zumbido de las máquinas procesadoras, a lo largo de toda la sesión reinó un silencio absolutamente asombroso. Después de haber examinado su escáner en profundidad posteriormente, concluí que cualesquiera que fueran las verdades desagradables acerca de su vida que se hubieran revelado mientras sus recuerdos conscientes se enfrentaban a la sórdida realidad, los errores e hipocresías de su pasado, ella lo rechazó todo desde el principio. Se aferró con firmeza a la creencia de que tales ideas no eran más que mentiras que la ciudad estado estaba intentando implantarle en la mente.
Después de tres horas, la mujer salió de la cámara, claramente agotada, pero aparentemente nada afectada por la experiencia. Más huraña y callada que nunca, la devolvieron a su celda.

 

 

Los resultados de los escáneres de Josie Jimson y Daniel DeLyon revelaron en cada caso la configuración de flor bipartita y la clásica configuración anómala de la naturaleza rebelde de su hermana. No había necesidad de examinarlos con más detalle en aquel momento. En su lugar, llevé a cabo una búsqueda global de los resultados del terminal robado, y por supuesto de Willem Coopersmith, y pronto obtuve la información que buscaba.
Una vez hubo cometido el osado acto de robar el terminal, lo sacó a hurtadillas pieza a pieza de Control de Estándares Delta y lo recompuso en el piso de su hermana, DeLyon había sido extremadamente cauto a la hora de usarlo. A excepción del único ejemplo de buscar el paradero de Coopersmith para Richard Thorne, nunca había invadido archivos confidenciales del Gobierno. Tampoco había intentado alterar registros o documentos importantes. Todas las transgresiones de DeLyon estaban relacionadas con su propia pasión por las apuestas, y a pesar de ser considerables en cuantía total, cada una era pequeña de por sí, y por ello era muy probable que pasaran desapercibidas.
Como muchos ciudadanos que apostaban de manera compulsiva, un fallo del comportamiento que todavía no hemos sido capaces de eliminar de nuestra población, DeLyon hacía la mayoría de sus apuestas en máquinas de apuestas públicas, por lo general en partidos de fireball y otros eventos deportivos. A diferencia del ciudadano medio, no jugaba en una o dos máquinas que fueran sus favoritas, sino que lo hacía en muchas diferentes, hasta viajaba a otros sectores a hacer sus apuestas. Siempre eran apuestas relativamente pequeñas, nada que pudiera atraer la atención de nadie. Entonces DeLyon utilizaba el terminal robado para acceder a los archivos de apuestas después del hecho, una vez que la apuesta se ganaba o perdía, no borraba sus pérdidas o intentaba incluir apuestas ganadoras retroactivamente, sino que alteraba las cantidades que había apostado, las subía un poquito cada vez que ganaba y las bajaba cuando perdía.
Sus ganancias ilegales resultantes, a lo largo de un período de varios años, se hizo considerable. Parte de ese dinero había ido a mantener a su madre y a ayudar a mantenerse a su hermana. La mayoría, según parecía, la había despilfarrado en excesivas indulgencias en los salones de expresión, una colección de máscaras dérmicas muy caras y en apuestas menos seguras, en las que no podía manipular el resultado, como juegos de cartas y dados en el barrio bajo.
Las búsquedas globales acerca de Coopersmith revelaron tanto lo que sabía DeLyon del frenético intento de Thorne por encontrar a aquel hombre la noche de su muerte como las percepciones de Josie de lo que Richard le había dicho que había ocurrido aquella noche. Las pruebas no eran más que testimonios de oídas, todavía circunstanciales, pero eran más que suficientes para arrestar a Thorne y detener a Diana para interrogarla.

 

 

El caso progresaba rápidamente y yo estaba muy complacido con los resultados. El hecho de que no hubiéramos podido determinar que la muerte de Coopersmith había sido un asesinato era claramente una mancha en el buen nombre de nuestro departamento. Afortunadamente yo solo me había visto implicado de manera tangencial en aquella investigación. Ahora que estaba directamente involucrado en descubrir la verdad de todo aquel asunto, sin duda que resultaría en un significativo reconocimiento para mí, y quizá mi ascenso a G-22, que debo admitir que sentía que se estaba retrasando ya.
Mi siguiente paso lógico era hacerle el escáner a Richard Thorne, cosa que en aquel momento resultaba ser imposible. Después de que Thorne se derrumbara en el momento de su arresto, permaneció inconsciente casi un día entero. De nuevo me las tuve que ver con el joven doctor Fox, quien insistía en que Thorne no estaba en condiciones de someterse ni a un interrogatorio ni a los rigores de un ciberescáner. Según decía Fox, sufría de un cansancio extremo además de deshidratación. Por otra parte y a pesar de que en aquel momento no entendíamos muy bien las razones, todavía se encontraba en fase de recuperación tras las vacaciones virtuales, que le habían afectado de manera tan negativa. Fox recomendaba guardar reposo en cama, reposición de fluidos y observación continua para determinar la naturaleza de su trauma mental. A mí no me gustaba aquel retraso, y tampoco Fox, para qué negarlo, pero no había nada que yo pudiera hacer.
Richard Thorne pasó su primera semana de cárcel en la enfermería, al principio completamente inconsciente, y después, durante varios días en un medio delirio y pasando de la consciencia a la inconsciencia. A mí me quedaba poco que hacer que no fuera seguir con la resolución de los casos de los otros bellacos involucrados en tan triste asunto.

 

 

Cuando el guardia metió a Diana Logan en la sala de interrogatorios número tres, me encontré con una mujer que mostraba estar profundamente abatida. Ya no llevaba el vestido plateado, sino al igual que Daniel DeLyon y Josie Jimson, el chándal gris que se le entregaba a todos los detenidos. Había sido duchada y desinfectada como los demás y el cabello plateado le caía lacio por la cara. Sus facciones se veían desdibujadas y cansadas, tenía los ojos rojos e hinchados de haber llorado.
Diana se sentó en la silla de respaldo rígido con los hombros encorvados y al principio no me miraba. Había entrelazado las manos sobre la mesa frente a ella como si tratara de esconder las uñas plateadas. Al mismo tiempo, no dejaba de frotarlas unas contra otras y las miraba sin cesar. De repente me di cuenta de que era una ciudadana que necesitaba ayuda desesperadamente.
Era media tarde, y le hice una señal al guardia para que apagara las luces del techo, ya conocía mi pequeña excentricidad, y una vez lo hubo hecho, la luz que entraba por la ventana parecía ser más que adecuada.
—¿Sabes por qué estás aquí? —comencé.
Ella asintió y después habló, tenía la voz ronca y su tono era tan bajo que me tuve que inclinar hacia delante para poder oírla.
—No es culpa mía —dijo—. Yo nunca le dije a Richard que matara a nadie. Yo solo quería que nos fuéramos… que nos marcháramos a otro sector y nos alejáramos de él.
—¿Por «él» se refiere a Willem Coopersmith?
Ella volvió a asentir, pero seguía sin levantar la mirada.
—No me dejaba en paz. Se aprovechó de mí. Me hizo cosas horribles.
—¿Por qué no lo denunció?
Se quedó callada un momento y después habló atropelladamente.
—¡Porque nadie me habría creído! Yo tan solo era una G-15. Él era un director, uno de los hombres más poderosos de todo el sector. ¿Usted me habría creído?
—¿Cree que su pareja escogida mató a Willem Coopersmith?
Ella negó con la cabeza con fuerza de derecha a izquierda y el cabello plateado se movió hacia delante y hacia atrás en mechones sueltos.
—¡No sé qué hizo! —Estaba claro que cada una de mis preguntas no hacía sino acrecentar su angustia.
—¿Quiere a su pareja escogida?
—Si —dijo, y por fin levantó la mirada con expresión asombrada e incrédula—. Lo quiero… todavía… ¡pero no quiero quererlo! ¡Ya no! —Y con eso rompió a llorar y se tapó la cara con las manos.
Bajé el escudo protector de plástico y alargué las manos sobre la mesa. Le cogí las dos muñecas y muy lentamente le bajé las manos con suavidad y firmeza a la vez. El guardia de turno que estaba presente me miró con extrañeza.
Diana sollozaba descontroladamente y dejó caer su rostro sobre sus brazos. Su cabello me rozó las muñecas y los puños de la toga. El guardia cambió de posición, como si estuviera a punto de dar un paso hacia delante. Con una mirada dura por mi parte, este regresó a su lugar contra la pared. ¿Qué pintaba él en aquello? Posiblemente no fuera ni siquiera un G-10.
—No te preocupes, querida —le dije—, todo se va a arreglar. —Moví las manos hasta tener las suyas entre las mías. Se las estreché para tranquilizarla. Podía oler el desinfectante, tosco pero suave, en su piel—. No te vamos a hacer daño. Tan solo cuéntamelo todo desde el principio. Tómate tu tiempo.
La luz que entraba estaba ejerciendo sus poderes mágicos y por supuesto que ella hizo lo que le pedía, se abrió en un torrente de emociones. Cómo Willem Coopersmith le había prometido un ascenso a cambio de favores sexuales. Cómo Thorne había salido disparado de su piso hecho una furia a pesar de las protestas de ella la noche de la muerte de Coopersmith. Cómo después ella había encontrado la pistola y a pesar de su deber y buen juicio como ciudadana se había deshecho de ella para proteger a su pareja escogida. A la mañana siguiente, el escáner de Diana reveló la irregularidad del tallo de su configuración, ilustraba gráficamente sus malas acciones pasadas, y la corola extendida y suelta indicaba posibles transgresiones futuras. A pesar de que sus delitos eran leves si se comparaban con los de los demás involucrados en el caso, y de que personalmente sentía una cierta compasión por aquella mujer, concluí que me encontraba ante otro individuo anómalo más, de quien habría que ocuparse adecuadamente.

 

 

El caso de Josie Jimson fue el que se solucionó más rápidamente y con más facilidad, ya que llegué a la conclusión de que condicionarla sería una pérdida de esfuerzo. Debo admitir que aquella mujer no me gustó en absoluto desde el primer momento en que la vi y examine sus archivos. Representaba en enorme medida al pasado disoluto y enfermo que yo me había pasado toda la vida tratando de erradicar. Sin embargo, siempre me he enorgullecido de mi objetividad a la hora de tratar con los individuos anómalos, de elegir el mejor camino para cada uno y para la ciudad estado, dejando siempre de lado mis propios sentimientos personales. Puedo asegurar que mi profundo desagrado hacia la mujer no tuvo nada que ver con mi decisión.
Ya había visto antes a gente de su clase, todos moradores de barrios bajos, y en mi juventud idealista ya había intentado condicionar unos cuantos a la fuerza. Algunos se resistieron tanto que tuve que cejar en mi empeño. Y hubo uno que al principio pareció acceder lo suficiente como para que lo dejáramos salir a la sociedad y se le confirmara como ciudadano, solo para explotar después en una locura destructiva. Yo ya había aprendido la lección hacía mucho tiempo. Josie Jimson no poseía ninguna habilidad que le pudiera ofrecer a la ciudad estado, solo problemas y líos.
La disposición del caso de Josie no fue nada especial. Apliqué los mismos criterios que había aplicado con la mayoría de los otros que se habían recogido en la limpieza del barrio bajo. Y llegué a la misma conclusión. Josie sería enviada a una comuna agrícola, en la que se tenía la esperanza de que, a través de una antiquísima terapia de trabajo con plantas y tierra en un entorno agrario, su díscola alma se curara.
Por supuesto que primero se le ofrecería la oportunidad de someterse al condicionamiento de manera voluntaria, tal y como se le había ofrecido cuando en su día trató de conseguir la ciudadanía y se registraron los perfiles de su personalidad como muy alejados del margen general. Yo tenía la seguridad de que entonces lo rechazaría de la misma manera de la que lo había hecho antes. Según fuera su comportamiento y progreso en la comuna, periódicamente se le iría ofreciendo esta oportunidad de nuevo. Aun así, incluso si en un futuro optaba por el condicionamiento voluntario, su caso sería ya problema de otro y no mío.
La vi una última vez cuando el guardia la conducía al ascensor con las manos esposadas a la espalda para llevarla al centro al que ya se había trasladado a otros moradores del barrio bajo. Miró hacia donde yo estaba durante un segundo. Pude ver como la hostilidad que había en su mirada comenzaba a venirse abajo. Ahora se mezclaba con el miedo y con la incertidumbre acerca de su futuro. Era posible que algún día aceptara el condicionamiento y se convirtiera en una ciudadana bien ajustada. De todos modos, yo sabía que había tomado la decisión correcta.

 

 

Diana Logan y su caso eran mucho más de mi gusto. Su vida se había alejado tanto del camino que ella había deseado que tomara, su estado emocional estaba tan devastado y sus procesos mentales tan confusos, que era muy difícil no sentir lástima de aquella mujer.
A diferencia de Josie, Diana había sido un miembro productivo de la sociedad, una ciudadana que ya se había sometido al condicionamiento primario como parte de su educación. Sus habilidades arquitectónicas habían sido de utilidad para la ciudad estado en el pasado, y podrían volver a serlo en el futuro. Si nunca hubiera conocido a Richard Thorne, si nunca hubiera conocido a Willem Coopersmith, su anomalía potencial quizá hubiera permanecido en estado latente durante toda su vida. Sin embargo, ahora que había salido a la luz, estaba muy claro que el camino que había que seguir era el recondicionamiento para eliminar sus tendencias anómalas y asegurar que no volvieran a aflorar. Allí había una vida que valía la pena rescatar y yo tenía toda la intención de que así fuera.
El éxito de cualquier condicionamiento depende en gran medida de si el sujeto coopera o no. En el condicionamiento voluntario para aquellos ciudadanos que se percatan de sus propias deficiencias y solicitan el proceso, utilizamos un patrón estándar que refuerza el condicionamiento primario y canaliza el individualismo negativo hacia caminos más productivos o beneficiosos. Para alguien afectado por un problema de ingesta compulsiva, suprimiríamos la compulsión por la comida y la sustituiríamos por otra acorde a su disposición, una compulsión por el baile, o por ver partidos de fireball o por dedicar su tiempo libre al Estado de una manera útil como voluntario, como limpiando la basura que suele acumularse en los extremos de las pasarelas.
El recondicionamiento de delincuentes puede ser algo más problemático, puesto que con frecuencia los delincuentes son los últimos en enfrentarse con sus errores, sin importar su magnitud y la mayoría no están muy dispuestos a colaborar en su corrección. También requiere un proceso más complejo que la mayoría de los ajustes al tener que referirse a todos los factores de comportamiento que han llevado a la comisión del delito y por ello crean una personalidad completamente nueva para el individuo en la que se habrán alterado o eliminado tales elementos negativos. Diana Logan era una mujer desesperadamente arrepentida, deseosa por colaborar con nosotros de toda manera en que le fuera posible. También estaba más que lista para dejar atrás el desastre de su antigua vida y para que se le diera la oportunidad de tener una nueva.

 

 

Me aislé en mi despacho, le dije a mi ayudante que no quería que me molestaran y que no me pasara ninguna llamada ni dejara pasar a ninguna visita a no ser que se tratara de algún asunto de suma urgencia, y me senté ante la proyección de la configuración de la flor de Diana con su amplio cáliz de líneas disipadas. Me concentré en los contenidos de los nodos más brillantes y comencé a jugar con ellos. Con el método de prueba y error, y mi propia experiencia en la curación de individuos anómalos, empecé a ajustar su carácter personal, cambiar sus valores, sus emociones y sus necesidades.
Primero le quité el filo a su ambición y le bajé las expectativas personales. De todas maneras sus sueños de llegar algún día ostentar el estatus togado de un planificador de la ciudad se alejaban bastante de la realidad. Aunque tenía todas las habilidades básicas de diseño, le faltaba talento creativo para llegar a tal meta.
Reduje su libido y su confianza sexual muy por debajo de la media, y también bajé su agresividad en ese mismo campo hasta el punto de que fuera casi inexistente. En el pasado Diana había utilizado su sexualidad como arma para manipular a los hombres. No habían sido solo sus pecas lo único que había atraído a Willem Coopersmith hacia ella, sino la manera en que se vestía y comportaba. Ese ya no sería el caso. En el futuro, el porte que Diana proyectaría sería reservado, recatado, incluso tímido.
Sus recuerdos de los hechos que propiciaron su declive no serían borrados por completo, sino que se pondría una nube sobre ellos. Se convertirían en una parte de su pasado que vería extremadamente desagradable, que querría dejar atrás y no volver a pensar en ello. Entre ellos se incluiría su amor hacia Richard Thorne. En ese aspecto, apenas si tuve que seguir los deseos de la propia Diana de que ya no quería amarlo más. Reforcé todos sus sentimientos negativos hacia su pareja escogida y le resté fuerza a los positivos. Al igual que las vacaciones virtuales habían reforzado su amor hacia Richard, su recondicionamiento no solo lo debilitaría, sino que le daría la vuelta. Si llegaba a volver a pensar en aquel hombre, lo haría con marcado desagrado. Para empezar se preguntaría cómo habría llegado a quererlo en algún momento.
Para terminar, además de reforzar su condicionamiento primario, la imbuí con una aplastante compulsión para denunciar cualquier acoso o abuso sexual, así como armas ilegales o cualquier otra violación de la ley de la ciudad estado con la que se encontrara. Cuando apliqué todos los cambios proyectados a la configuración de su escáner, las líneas de la figura de su flor se reagruparon casi a la perfección para formar un cáliz inmaculado de ciudadano ideal. No debería llevar más de dos o tres sesiones en una cámara de recondicionamiento. Y ahora que ya había creado el modelo personal ideal para ella, los técnicos se podrían ocupar de aquella tarea sin mi ayuda.
Una vez se hubiera completado su condicionamiento, Diana Logan pasaría un corto período de recuperación en alguna otra instalación estatal. Entonces se le proporcionaría un apellido diferente y se la trasladaría a otro sector. Aunque se le permitiría seguir siendo arquitecta, se la degradaría a G-12, ya que sus delitos no podían quedar sin castigo.
Eché una mirada al reloj y me di cuenta de que habían pasado más de dos horas y media. Daba igual, había sido un tiempo bien empleado. Aquel era el aspecto más satisfactorio y gratificante de mi trabajo, curar a individuos anómalos y devolverlos a la sociedad en forma de ciudadanos bien ajustados y productivos.

 

 

Aquello dejaba solo a DeLyon, quien todavía se recuperaba en la enfermería. Cuando volví a hablar con el doctor Fox, en su muy abarrotado despacho, no me agradó ni lo que me tenía que decir, ni la manera en que lo hizo.
—Hemos colocado correctamente la articulación de la rodilla y le hemos puesto una escayola —dijo, a la vez que pasaba las hojas del archivo que tenía sobre la mesa—. Pero su mente es un asunto completamente distinto. Definitivamente ha habido daños.
—¿Qué tipo de daños?
—Neurológicos, por supuesto. Sus archivos indican que antes de que lo escanearas era casi un genio. Hoy hemos vuelto a hacerle las pruebas y apenas si llega a estar por encima de la media normal. También parece que hay algún tipo de desequilibrio de la función motora en su mano y brazo izquierdo. Y al hablar arrastra notablemente las palabras. Aunque las radiografías no lo muestran, estoy convencido de que ha sufrido varios ataques de muy leve importancia. Con el tiempo podría mejorar considerablemente, pero dudo mucho que jamás vuelva a ser la persona que era.
—¿Cómo puede estar seguro de que no está fingiendo? El hombre es una mina de trucos, tan retorcidos como pueda imaginar.
Fox negó con la cabeza.
—Bueno, la lesión de la rodilla está muy claro que no es fingida, y no tengo razón alguna para pensar que sus problemas mentales lo sean. No podemos estar seguros a no ser que se le vuelva a someter a un escáner, y como médico encargado de su bienestar como ciudadano, no puedo permitir que eso ocurra.
—¿Por qué no? —le pregunté. Había una arrogancia en Fox que encontraba intolerable. Era tan joven y estaba tan pagado de sí mismo y de su supuesta experiencia…
—DeLyon ya tenía un temor extremo del proceso de escáner, que con su experiencia no ha hecho más que verse acrecentado. Con solo mencionar otro escáner empezó a temblar. Si es cierto que está fingiendo, entonces se trata de un actor consumado. Si se le vuelve a escanear y resiste como lo hizo la primera vez, cabe la posibilidad de que quede hecho un vegetal. Entonces no será de ninguna utilidad para sí mismo y se convertirá en una carga para la ciudad estado. —Fox cerró la carpeta y estampó la palma de su mano contra ella—. He mirado la grabación de su sesión —prosiguió—, y en mi opinión, no se supo llevar adecuadamente. Se debió detener el escáner en el momento en que empezó a gritar. Y debería haber seguido sus constantes vitales con más atención. ¡Hubo momentos en los que su pulso y tensión se salieron de los baremos!
Aquel hombre estaba cuestionando mi capacidad como guardián, mi competencia, a pesar de que le doblaba la edad y tenía más del doble de experiencia que él. Nunca había sido incompetente y me mofé de su afirmación.
—Si parara el escáner de todos los sujetos cuando empiezan a causar el más mínimo alboroto, no podríamos procesar ni a la mitad de los individuos anómalos que procesamos. DeLyon debe tener miedo. El miedo por parte del sujeto es un requisito indispensable para el éxito del recondicionamiento. No me interesa someter a DeLyon a un segundo escáner. Lo único que quiero saber es cuándo lo podemos recondicionar.
—Me temo que eso también queda fuera de lugar. Al menos con la cámara de recondicionamiento. Se parece demasiado al escáner, y como estoy seguro de que ya sabe, el procedimiento puede ser una experiencia mucho más ardua para los que logran resistirla. Lo que le recomiendo es que se trate la anomalía de DeLyon de una manera mucho más tradicional. Condicionamiento por «estímulo-reacción» y la implantación de un regulador neuroquímico.
—Aquí no tenemos equipamiento para hacer eso. Hace años que dejamos de emplear esos métodos porque no son tan efectivos.
—Eso ya lo sé bien, ciudadano Thatcher. Por eso he ordenado que se traslade al paciente al Centro de Condicionamiento del Sector Beta donde todavía disponen de estos métodos. Creo que en el caso de DeLyon serán suficientemente efectivos. Por lo menos no destrozarán más su mente.
Para entonces yo ya estaba más que a punto de estallar, pero como profesional tenía que mantener la compostura y controlé mi ira. También me sentía algo mareado, al borde de la náusea, pero no me iba a tomar una de mis pastillas delante de Fox.
Por supuesto que antes ya había tenido problemas con los médicos que trataban de mimar a los anómalos en nombre de su salud. ¿Qué guardián en mi posición no lo ha hecho? Yo podía llevar el caso de DeLyon ante un Tribunal de Revisión y enfrentarme a la decisión de Fox. Sin ninguna duda habría ganado, como ya lo había hecho en el pasado en ese tipo de confrontaciones. Yo era un G-21 y Fox, a pesar de los contactos que tuviera, no dejaba de ser tan solo un G-17. Por un momento pensé en hacerlo. Sin embargo, mi ascenso a G-22 ya llevaba retraso, quizá fuera ya inminente y no necesitaba otro asunto controvertido en mi historial para confundir las cosas. Soy un hombre asertivo cuando se trata de ocuparse de elementos anómalos, y en el pasado ya he tenido muchos conflictos y enfrentamientos con médicos y con otros guardianes. Además, el año pasado tuve un desafortunado episodio con una detenida. Salí absuelto sin perjuicio alguno de todos los cargos de aquel caso, y se eliminó de mi historial, aunque había pasado poco tiempo y sentía perfectamente como su sombra se cernía sobre mí.
El hecho de que DeLyon estuviera en posesión de un terminal era un delito significativo, aunque si se tenía en cuenta todo el daño que podría haber causado, el uso que había hecho del equipo era bastante trivial. No era ningún proyecto de revolucionario como lo había sido su padrastro, Stuart Jimson, tan solo era un hombrecillo egoísta que no buscaba más que su propio interés personal. Incluso si DeLyon fingía, si su anomalía persistía o volvía a aflorar después del recondicionamiento, era muy poco probable que representara una amenaza significativa para la ciudad estado. Yo ya me podía lavar las manos respecto a él tal y como había hecho con su recalcitrante hermana. Dejaría que lo que quisiera que pasara con DeLyon fuera problema de Fox y no mío.
Era Richard Thorne tras quien yo iba. Él era el eje sobre el que giraba aquel pequeño círculo de desviación. Y su delito de llevarse la vida de otro ser humano, era el más serio de todos. Aunque serían su confesión y su recondicionamiento los que generarían el máximo crédito.
—Bueno, doctor Fox —dije yo—, no estoy de acuerdo ni con ninguna de sus opiniones ni de sus conclusiones. Sin embargo, como ahora está a cargo de este anómalo de manera oficial, no pondré objeción alguna a su decisión. Sin embargo, sí que tengo pensado presentar una opinión formal para eximirme a mí mismo de cualquier responsabilidad en este caso.
Fox asintió de manera cortante.
—Ese es su privilegio, ciudadano. ¡Presente lo que le apetezca! —Se puso en pie—. Ahora, si me disculpa, tengo otros deberes y pacientes a los que debo atender.
Era difícil de creer la osada insolencia que presentaba aquel hombre.
Tenía pensado vengarme del doctor Fox en algún momento futuro, una vez me hubiera asegurado el ascenso. No estaba muy seguro de cuál sería la manera en la que lo haría, pero no me cabía duda alguna de que la oportunidad se me presentaría y de que disfrutaría al máximo de ella.

 

 

Había pasado una semana desde que había arrestado a Richard Thorne. Incluso el precavido e irritante doctor Fox transigió y admitió que la ya muy atrasada resolución del caso de Willem Coopersmith no se podía posponer más. Sin embargo, los procedimientos se volvieron a demorar por un encuentro que se produjo en el pasillo del ala hospitalaria. Yo no estaba presente, pero si pude ver una grabación del suceso más tarde.
El traslado de DeLyon al sector Beta había llegado y abandonaba la enfermería al mismo tiempo que trasladaban a Thorne de la enfermería a una celda. Ambos hombres iban acompañados por un guardia cada uno. Thorne llevaba las manos esposadas y a la espalda, según el procedimiento estándar cuando los prisioneros están en cárceles que no son de alta seguridad. DeLyon llevaba muletas y una pierna escayolada. No había sido esposado. Más tarde el guardia que estaba a su cargo fue reprendido. Debería haber asegurado una silla de ruedas para su transporte, haber esposado a DeLyon y haber llevado él mismo las muletas en la mano. A un anómalo no se le da nada que pueda ser un arma en potencia y se le dejan las manos libres para poder usarla.
Los caminos de los dos hombres se cruzaron y se produjo el enfrentamiento. La reacción de Thorne pareció insignificante, su expresión se mantuvo casi tan impasible como si no hubiera reconocido al que una vez había sido su amigo. Por el contrario, DeLyon comenzó a gritar en el mismo instante en que vio a Thorne. O más bien dejó escapar un único rugido ininteligible y se lanzó contra él. A pesar del hecho de que iba con muletas y de que supuestamente padecía una pérdida de control motora, antes de que cualquiera de los dos guardias pudiera sujetarlo, se había lanzado hacia delante con una muleta mientras blandía la otra en el aire y la agitaba con fuerza contra un lado de la cabeza de Thorne. Ambos hombres cayeron al suelo del pasillo. Thorne, con un hematoma morado en la sien que no dejaba de extenderse, fue llevado a la sala de urgencias para más tarde ser devuelto a su habitación de enfermería para quedar de nuevo en observación.

 

 

Hasta el siguiente lunes por la tarde Thorne no pudo ser llevado a la sala de interrogatorios número tres. Le hice una señal al guardia que lo acompañaba para que apagara los fluorescentes y… aquel día la luz parecía perfecta. Una luz blanquecina entraba por las altas ventanas y llenaba la habitación con su etérea presencia.
A pesar de que Thorne estaba menos despeinado y perplejo que cuando lo arresté en su piso, ahora no parecía más que el fantasma del programador al que yo conocí en Control de Estándares Delta y del que nunca hubiera sospechado anomalía alguna. Estaba más pálido y más delgado. Se movió por la habitación y se sentó en la silla que había frente a mí con exagerado cuidado. Sus extraños ojos azules, el único rasgo distintivo que tenía, se habían apagado y tornado de un azul grisáceo y por fin ya no parecían estar fuera de lugar en un rostro tan anguloso. El cardenal en el lugar donde lo había golpeado DeLyon había florecido como una horrible flor morada a lo largo de su sien y de su mejilla izquierda. Parecía como si le hubieran sacado la vida, parecía un hombre al que hubieran vaciado de sentimientos y de casi todo pensamiento.
Aquel día la luz era la adecuada, puedo jurar que lo era, tan etérea y espiritual como yo pudiera desear, sin embargo, por primera vez su magia parecía no tener ningún impacto emocional. A pesar de que Thorne admitió inmediatamente su culpa de todo de lo que se le había acusado, su confesión no implicaba ningún sentido de expiación o de arrepentimiento por los delitos que había cometido contra la humanidad y contra la ciudad estado. A lo largo de todo el interrogatorio mostró la misma indiferencia uniforme. A veces me miraba, pero con la misma frecuencia con la que sus ojos vagaban por las paredes de la sala. Tuve la sensación de que si hubiera bajado el escudo de plástico, le hubiera puesto una pistola en la cabeza y hubiera amenazado con apretar el gatillo, no habría pestañeado.
—¿Sabes por qué estás aquí?
Se produjo un silencio patente, y por un momento llegué a pensar que no me iba a contestar.
—Tú me has traído aquí. —dijo por fin. Su voz era baja y débil, sin inflexión alguna.
—¿Mataste a Willem Coopersmith?
Otro silencio, no como si estuviera formando una respuesta, sino como si a la pregunta le llevara un momento filtrarse por su abstraída conciencia.
—Ya sabes que lo hice. ¿Por qué me lo preguntas?
—¿Por qué mataste a Willem Coopersmith?
Aquella vez no hubo ninguna pausa.
—Hacía falta matarlo.
Y así fue todo. Casi todo a base de monosílabos, Thorne admitió la posesión de una pistola, las visitas a una prostituta ilegal, el consumo de drogas ilegales y la posesión de libros también ilegales. Empecé a tener la sensación de que confesaría cualquier cosa de la que lo acusara, fuera culpable o no, y no mostraba signo ninguno de arrepentimiento en absoluto. Hubo momentos en los que creí detectar un cierto brillo de sarcasmo en sus apagados ojos y su atenuada expresión ¿Aquel hombre me estaba acosando? ¿Quizá me estaría imitando el estilo de habla seco y lacónico que había adoptado para mi papel en Control de Estándares Delta? No tenía manera de estar seguro.
Por supuesto que el objetivo de aquel primer interrogatorio, como la mayoría, no era tanto el conseguir información, esa función ya la desempeñaría el ciberescáner, sino establecer nuestra autoridad sobre el sujeto y determinar con qué tipo de anómalo nos las estábamos viendo, con uno que se daba cuenta de lo equivocado de sus actos y que estaría dispuesto a cooperar con nosotros en nuestros intentos por curarlo, o con uno que seguía adoptando sus desviaciones e intentaría resistirse. Por el comportamiento de Thorne, yo no estaba muy seguro de que fuera a hacer ninguna de las dos cosas. Yo no estaba del todo convencido de que se diera cuenta completamente de que el futuro de su vida dependía entonces de nuestras decisiones, de mis decisiones. O si es que sí lo hacía, le era totalmente indiferente.
Tengo que admitir que encontré toda aquella experiencia desconcertante, más que nada porque la luz me había fallado como nunca antes lo había hecho. Había perdido su contenido emocional. Aun así, había que seguir adelante. Puse el escáner de Thorne para la mañana siguiente.

 

 

A diferencia de DeLyon, Thorne no se resistió a nuestros intentos por escanearlo. A diferencia de Diana, no mostró ninguna intención de cooperar. A diferencia de su amada Josie, de la que se había visto separado, no parecía triste ni mostraba signo alguno de estar paranoico. Al igual que pasó con su interrogatorio, tanto antes de entrar en la cámara del escáner como cuando salió de ella más de tres horas después, parecía no mostrar ninguna emoción en absoluto. Parecía un hombre que lo había perdido todo menos la vida y al que ya no le importaba ni siquiera si aquello desaparecía.
No fue hasta varios días después cuando volví a ver a Thorne, y me di cuenta de que fuera lo que fuera lo que hubiera revelado el escáner, le había afectado, de que su camaleónica personalidad no había terminado de cambiar.

 

 

Aquella tarde, en previsión de una resolución rápida del caso, a pesar de la inquietante entrevista, me senté en mi despacho a examinar los resultados del escáner de Thorne. Cuando los proyecté por primera vez en el cubo de holo y vi la extraña configuración de su tallo y de su corola, o lo que no podía definirse de otra manera que no fuera una falta absoluta de configuración, tuve la sospecha de que el equipo se hubiera estropeado. Me puse en contacto con los técnicos, quienes me aseguraron que el equipo funcionaba a la perfección y que no había ninguna irregularidad. Los escáneres que se le habían realizado a otros prisioneros tanto antes como después de Thorne mostraron configuraciones anómalas estándar. Y la verdad es que cuando me puse el casco e inicié la revisión superficial de los recuerdos y percepciones de Thorne, me encontré con que podía acceder a ellos sin dificultad alguna.
Puesto que Richard Thorne había cometido el delito más grave de todos los que había, el asesinato de otro ser humano, además de una incontable lista de otras ofensas de menor grado, su recondicionamiento sería el más severo e intenso de todos. Yo tenía muchas ganas de crear una nueva persona para él que no contuviera ninguna de las desviaciones y fallos que habían alimentado su anomalía, pero… ¿por dónde podía empezar? No había ningún nodo brillante en el que fijarse. No había tallo, no había ninguna corola dispersa que poder reconfigurar. No había ninguna causa ni efecto aparente, solo un aparente caos ciego, lleno de una explosión aleatoria de líneas y puntos de colores.
Hacía años que no me veía obligado a examinar ningún escáner en gran profundidad. Las búsquedas generales siempre me daban la información específica que necesitaba. Había un número limitado de tipos de individuos anómalos, y en más de un cuarto de siglo como guardián, me había encontrado y tratado a todos ellos. Los podía recondicionar sin analizar detalladamente sus vidas, con solo concentrarme en los nodos significativos, trabajaba basándome en mi experiencia y con el método de prueba y error, para ajustar sus configuraciones. Así lo había hecho con notable éxito con Diana Logan.
Abandoné la proyección inservible y empecé a hacer una criba de los detalles de la vida de Thorne en más profundidad, en busca de las relaciones que el ciberescáner había sido incapaz de delinear. Durante mi formación y primeros tiempos como guardián, el escáner todavía no había alcanzado el nivel de sofisticación de hoy en día. No podíamos apoyarnos únicamente en él, y nos veíamos obligados a complementar sus resultados con métodos manuales de análisis. Volví a despertar aquellas destrezas que casi creía ya olvidadas y me puse manos a la obra con la tarea que tenía frente a mí.
También ordené un segundo escáner que se realizaría el siguiente viernes por la mañana. Aquello me proporcionaría el tiempo suficiente para analizar los resultados y calibrar el escáner de manera diferente a los parámetros estándar. Tan pronto como saliera la figura de una flor, aparecerían las especificaciones de su recondicionamiento.

 

 

No había nada extraordinario en la estructura genética de Thorne ni en los primeros años de su vida. Era hijo único. Su padre había sido contable de una empresa manufacturera de la ciudad estado, su madre profesora de escuela secundaria. Ambos tenían unas carreras moderadamente exitosas, llegaron a G-16 y G-15 respectivamente, y no había registro alguno de anomalía en ninguno de ellos. Como la mayoría de los niños, Thorne había sido criado en una residencia del Estado y solo regresaba a su hogar en vacaciones y en algún que otro fin de semana. Sus padres disolvieron su unión de mutuo acuerdo cuando él tenía dieciséis años. No estaba unido emocionalmente a ninguno de ellos, y ellos aparentemente tampoco lo estaban a él. A los pocos años de ser adulto perdió el contacto con ambos progenitores.
Comencé a seleccionar sucesos al azar del final de la juventud y el principio de la edad adulta de Thorne. Parecía ser un hombre normal, a pesar de todos sus fallos menores y demás. No era capaz de encontrar prueba alguna de la anomalía que tendría lugar más adelante. Seguí buscando en años posteriores y en su relación con Diana. Estaba tan absolutamente absorto, que hasta que mi compañera escogida me llamó para recordarme que teníamos un compromiso para cenar, me quité el casco a regañadientes y cerré el sistema por aquel día.

 

 

Durante los siguientes días tuve otros deberes y otros casos, pero me pasé todos los momentos libres que tenía explorando en mayor profundidad más fragmentos de la vida de Thorne, en busca de aquellos elementos que me dieran la clave del origen de su posterior anomalía.
El jueves por la tarde decidí que el segundo escáner se calibraría con especial referencia a su interés hacia la historia y fantasiosas ideas erróneas acerca de esta, su relación con Josie Jimson, y los libros ilegales a los que esta lo había expuesto. Aquella elección parecía tan lógica que me asombró que el primer escáner no hubiera destacado aquellos aspectos.
También el jueves por la tarde llamé al Departamento de Propiedades y solicité una requisición, ordené que los libros que se le confiscaron a Josie de su casa fueran enviados a mi piso de Lambda Heights. Mis motivos tenían doblez, uno de los aspectos era verdaderamente egoísta. Creía que un estudio más profundo de aquellos textos podrían arrojar algo de luz sobre el caso, pero también tenía la esperanza de poder añadirlos a mi biblioteca personal, que había crecido a buen ritmo hasta superar los mil ejemplares a causa de años y años de procesos similares. Una vez resolviera con éxito el caso, era muy poco probable que me pidieran jamás que los devolviera.

 

 

Cuando Thorne entró a la sala de escáneres el viernes por la mañana me di cuenta de que antes debería haberlo sometido a otro interrogatorio. En el momento en el que vi a aquel hombre me quedó claro que el anterior escáner le había afectado mucho más de lo que yo había esperado. Había tardado varios días en tener efecto sobre su distraída conciencia. Ya no estaba impasible. Fuera lo que fuera lo que hubiera comprendido, le había producido cambios significativos en la personalidad de nuevo. Aunque no tenían nada que ver con los que yo hubiera predicho.
Si había una palabra que pudiera definir a Richard Thorne, esa era imponderable. Ahora tenía un porte completamente distinto, ya no exhibía un aspecto exageradamente cuidadoso y desvalido como el de unos días atrás, y su aparente indiferencia hacia todo había desaparecido. Los ojos, que antes carecían de toda emoción, habían vuelto a la vida de una forma peculiar y aterradora.
Seguía estando delgado y pálido. Todavía tenía el cardenal en la sien, aunque estaba más pequeño y se había tornado de un tono amarillo parduzco. Además, el color gris había desaparecido de sus ojos. Volvían a ser completamente azules, incluso azul oscuro, y la mirada que nos dedicó tanto a mí como a los demás presentes en la sala solo puede describirse como de desafío y desprecio.
En todo caso, el primer escáner debería haber logrado que Thorne se percatara de lo falso y errado de sus ideas y de sus fracasos. Debería haber estado arrepentido, quizás algo preocupado, incluso asustado. En cambio, parecía imbuido de una confianza que no tenía ningún mérito en realidad.
Por los ojos y la expresión de su rostro se podía pensar que a los demás nos veía como inferiores y equivocados. Recordé haber visto antes una mirada de desprecio y superioridad como aquella en otro individuo anómalo bajo tratamiento, pero en aquel momento no fui capaz de recordar en quién fue ni cuándo.
¿Qué nuevo tipo de locura era aquella que se había apoderado de él? Me pregunté si el hombre que tenía ante mí era Richard o Rick, ya que yo ya me había enterado de la distinción artificial de identidades en mi examen del primer escáner, o si acaso me encontraba frente a una personalidad híbrida fruto de la fusión de ambas. ¿Me estaría embarcando en la persecución de un laberinto de identidades que no dejaba de cambiar y que nunca se detendría en un mismo molde el tiempo suficiente como para curarlo? Puedo afirmar que no me gustaba en absoluto el último papel que había adoptado Thorne. Su caso ya se había vuelto demasiado confuso y problemático. Parecía como si cualquier ascenso profesional que yo hubiera querido obtener con él se fuera evaporando con rapidez.
Para mi gran alivio, el segundo escáner transcurrió sin muchos contratiempos, a excepción de que Thorne esta vez ya no se mantuvo en silencio como lo había hecho antes. Esta nueva sesión fue puntuada con gritos incoherentes que resonaban en la cámara del escáner y llegaban hasta la habitación contigua.

 

 

De vuelta en mi despacho, proyecté los nuevos resultados en el cubo de hologramas… para descubrir que a pesar de que eran diferentes a los del primer escáner, carecían de sentido de la misma manera. El caos de la proyección de Thorne seguía igual de fuerte. No se veía ningún tallo, ninguna corola, solo una explosión de puntos y líneas caóticos. Había nodos, es cierto, los que yo había puesto allí con mi calibración, aunque seguían siendo inservibles ya que ninguno se relacionaba de manera significativa con ningún otro ni con la muerte de Coopersmith. No tenía ningún sentido, y de nuevo me encontré con que no tenía ni medios ni método alguno para llevar a cabo un recondicionamiento con éxito.
No podía hacer otra cosa que no fuera llevar a cabo un estudio más profundo de los detalles de la inmersión de Thorne en la anomalía, para crear una calibración que haga que salga a la luz su verdadera configuración como debía haberlo hecho en primer lugar, como ya había hecho en el caso de otros anómalos.
Frustrado pero lleno de determinación, con el casco bien sujeto sobre los ojos y oídos, dediqué toda mi consciencia e intelecto a la tarea. En lugar de saltar de un lado a otro por la vida de Richard Thorne, comencé a explorar segmentos completos de su existencia. Reviví los primeros tiempos de su emparejamiento con Diana y conocí su desilusión al descubrir que ella no era la mujer que él creía que era. Probé sus viajes de fantasía histórica y los guiones a través de los cuales trataba de vivirlas en los salones de expresión. Caminé a su lado en los primeros momentos en los que exploraba en torno del barrio bajo y sufrí las mismas frustraciones que él sintió.
Se trataba de un proceso tedioso y largo, además de agotador. Cuando por fin salí de sus profundidades, cansado y hambriento, el sol se ponía más allá de las altísimas torres de la ciudad, y las grababa en relieve oscuro contra un cielo borroso. Me puse de pie junto a la ventana y observé cómo los últimos rayos se disolvían contra la noche. Y seguía sin estar cerca de encontrar una solución.

 

 

Aquel fin de semana tenía el piso para mí solo. Mi compañera escogida se iba a otras de sus vacaciones virtuales, como hacía con frecuencia en aquellos tiempos. Todo era poco de aquella moda pasajera, y yo no me quejaba por ello. Siempre he disfrutado y valorado la soledad. Sin embargo, en lugar de dedicarme a alguna de mis muchas aficiones, o de pasar el tiempo viendo alguna tontería agradable en el holo, me encontré a mí mismo trabajando en el caso. De repente me di cuenta de que era algo más que un premio y un ascenso, yo ansiaba dar con la solución al pesado enigma de Richard Thorne. No iba a dejar que aquel hombre me venciera.
Activé el terminal de mi casa y accedí a los archivos de Condicionamiento Delta. No solo cogí el escáner de Thorne, sino también el de Josie, el de DeLyon y el de Diana, para comparar las percepciones de estos con las de él.
Aquel fatídico y revelador fin de semana, encorvado sobre mi ordenador, totalmente ajeno al mundo que me rodeaba, me sumergí en las proyecciones que fluían por la pantalla de mi mente. Estaba tan absorto, que por minutos, o puede que horas en algún momento, me llegué a convertir en Richard Thorne, y durante períodos más cortos de tiempo también fui Diana Logan, Josie Jimson y Daniel DeLyon. No podía vivir todas sus vidas, pero sí experimentar escenas a menudo con total y escalofriante detalle.
Mientras mi compañera escogida descansaba cómodamente tumbada en una playa imaginaria, o disfrutaba de una fiesta imaginaria o navegaba por un océano que solo existía en una simulación electrónica, yo habitaba un entorno mucho menos limpio. Recorrí las calles en descomposición de lo que quedaba del barrio bajo en busca de una aventura imaginada. Bebí cerveza rancia, vi una partida de dados, conocía Daniel DeLyon y le di la bienvenida a su amistad. Subí por una escalera de incendios destartalada y entré en una habitación que parecía salida del pasado. A pesar de mi personal desagrado hacia Josie, padecí la ilusión del amor en el encaprichamiento físico y emocional de Thorne por ella. Experimenté el nacimiento instantáneo y la rápida maduración de Rick como individuo. ¿Puede el hecho de llamar a alguien por un nombre distinto convertirlo en una persona que nunca ha sido, en una persona de la que no hubiera indicación alguna y se pudieran convertir en ella? Consumí drogas ilegales y leí libros ilegales y ambos distorsionaron mis pensamientos y emociones. Percibí a Willem Coopersmith a través de los ojos de Diana Logan. Ansié un ascenso y aprendí a odiar y temer a Coopersmith por la bestia que era en realidad. Me horrorizó lo que soporté en sus manos y llegué al punto en que no lo pude soportar más. Me encontré de pie en un callejón bajo la lluvia y le quité un arma de fuego arcaica a un «proyecto de atracador». Descubrí que Josie, a pesar de que nunca lo había admitido, ni siquiera a ella misma, se había encaprichado de Thorne desde el principio y estaba tan enamorada de él como él lo estaba de ella. Ella ya había dejado de ver a sus otros clientes mucho antes de que él se lo pidiera. Experimenté la incondicional devoción de Daniel DeLyon hacia su madre y hacia su hermana, y comparé aquellos sentimientos con mis tenues lazos familiares con asombrosa insatisfacción. Fui en pasarela hasta el lujoso entorno de Lambda Heights, tal y como hacía yo mismo cada noche de regreso a casa del trabajo, y aquella vez sentí que la noche estaba viva a mi alrededor de una manera que jamás lo había hecho antes. Me enfrenté a Coopersmith y di rienda suelta a mi ira, forcejeé con el hombre hasta tirarlo al suelo y lo vi morir. Planeé hasta el último detalle de cómo dejaría a Diana y comenzaría una nueva vida junto a mi amante del barrio bajo. Volví a vivir de manera indirecta la confusión y el trauma causados por las vacaciones virtuales de Thorne. Me sentí completamente deshecho por el dolor de la desaparición del barrio bajo y de Josie. Vagué por las calles durante horas, desorientado y desolado. Y mientras iba hacia delante y hacia atrás por aquel paisaje desordenado de causas y efectos, de interacciones y cálculos entrelazados, de anomalía e intoxicación, un cúmulo de emociones desconocidas surgieron y se amontonaron en mi interior.
De aquellas excursiones solía emerger como un conductor subterráneo que sale a la superficie en busca de aire, y por un momento era incapaz de reconocer las paredes de mi propio estudio. Y cuando por fin lo hacía, una aplastante claustrofobia se apoderaba de mí, como si estas paredes se cerraran sobre mí, como si las perversas perspectivas que había observado fueran de alguna manera menos limitantes que las de mi propia vida. Por un momento me sentía algo mareado y antes de sumergirme otra vez tenía que tomarme una pastilla.
Confieso que me obsesioné con resolver el caso, con arrancar algo de orden de aquel caos, de la misma manera en que Thorne estaba obsesionado con Josie, de la misma manera en que DeLyon estaba obsesionado con el juego y las apuestas, y Coopersmith con su pasión por las pecas. Al igual que Richard Thorne estaba encerrado en su celda de la cárcel, yo me encerré en la vida que él había llevado. Y en algún momento de aquel prolongado descenso a un mundo lleno de anómalos, más meticuloso de lo que jamás lo había sido antes, mi objetividad se desmoronó y comenzó mi corrupción.
Por alguna razón que no lograba comprender, ya que no nos parecíamos en nada, a excepción de la pasión que ambos sentíamos por la historia, me empecé a sentir incómodamente identificado con Thorne. Empecé a simpatizar con él, no, a empatizar, no solo con la situación de Thorne, sino con las situaciones de todos los que lo rodeaban. Más allá de ser casos que procesar y resolver, emergieron como individuos con peculiaridades y características, con necesidades y deseos. Para mi disgusto y confusión, los veía como seres humanos además de como tipos de anomalías.
Esos escáneres ya no me están disponibles en mi retiro y reclusión forzados. Sin embargo, de los recuerdos que me quedan de aquellas intensas horas, con todos los fallos que pueda tener un recuerdo, he creado y extrapolado el informe, discurso y explicación que tienes ante ti. Si es que estás ahí. Si es que puedes oírme. Si es que puedes molestarte en escucharme. Si es que todavía no has condenado mi voz al olvido.

 

 

El domingo por la noche ya estaba convencido de que tenía algo. La calibración que había pensado para el siguiente escáner era la más compleja y completa de toda mi carrera, empleaba todos mis conocimientos y habilidades, comprendía todos los elementos e interacciones significativos que había percibido. Sería yo quien haría la mayor parte del trabajo del ciberescáner en su lugar. Lo único que tenía que hacer era unir los puntos.
Apenas logré dormir algo a lo largo de toda la noche del sábado, y en la del domingo, mi sueño fue muy irregular. Al igual que los personajes de Thorne, Josie, DeLyon y Diana habían consumido mis horas despierto, entonces comenzaban a perseguirme en mis sueños, sueños que pronto comenzaron a asemejarse más a pesadillas más extrañas y desconectadas que las realidades que las habían inspirado. En especial en un aterrador segmento yo me convertía en Willem Coopersmith, e inflingía mis propias fantasías sexuales a Diana y a Josie. En otra, los travesaños de la escalera de incendios por la que subía caían bajo mis pies y me encontraba cayendo en picado sin fin por un túnel oscuro. Después me encontraba flotando sobre la ciudad como si no pesara nada. Mientras, abajo, todo el sector Delta ardía en llamas y a mi alrededor el cielo estaba salpicado de partículas voladoras de ceniza.
Cuando me desperté oí a mi compañera escogida llegar a casa, el reloj que había en la mesilla junto a mí decía que eran algo más de las tres. Cerré los ojos y me quedé allí tumbado y quieto, fingí dormir. Sin decirme ni una sola palabra, ella se fue a su propia cama.

 

 

El lunes por la mañana llamé a la oficina y dije que estaba enfermo, necesitaba un día para recuperarme y asimilar todo de lo que me había enterado. También solicité el tercer escáner, que estaba convencido también sería el definitivo de Richard Thorne, que se llevaría a cabo el miércoles. El martes lo pasaría en la oficina revisando y afinando mis cálculos. Por el momento, pondría el resto de mis casos a la espera.
El lunes, ya bien entrada la mañana, me llevaron los libros de Josie a mi piso. Había varios cajones, más de trescientos volúmenes, todos saqueados de su colección, la mayoría novelas, la mayoría ilegales o sin clasificar. Iba a necesitar más estanterías para albergarlos a todos. Muchos de aquellos libros nunca los había leído y de algunos ni tan siquiera había oído hablar, y existían docenas más de los que yo tan solo pude leer versiones expurgadas que habían sido censuradas al transcribirlas a los anales del sistema.
Comencé a estudiar minuciosamente aquellos textos en busca de alguna pista adicional, cualquier pista, que me ayudara a resolver el rompecabezas de Richard Thorne. Y para mi desesperación, hasta el día de hoy, regreso a ellos constantemente en busca de algo que haya escapado a mi comprensión.

 

 

Hay algo que no te he dicho. Lamentablemente, hay mucho que no te he contado, tanto, que nunca podré decírtelo por mucho que divague…
¿Te he dicho alguna vez que en su día quise ser actor? ¡Oh, sí! Tenía unas aspiraciones muy definidas en mi juventud hacia una carrera en la interpretación en los holodramas. Participé en un buen número de obras de teatro en la escuela secundaria, y hasta reescribía parte de mis diálogos. Tenía un talento natural para la imitación, para asumir personajes ficticios. Me ha venido muy bien en mi carrera como guardián. Puedo ser el lacónico Sol Thatcher con su mandíbula fláccida que trabaja en Control de Estándares Delta, el Thatcher charlatán que le puede sacar información a ciudadanos y habitantes del barrio bajo sin que estos se den cuenta de cuánto le están diciendo hasta que es demasiado tarde. Puedo ser el inquietante radical exaltado, muy instruido en la jerga antiestado, que una vez se infiltró y destapó una célula terrorista que condujo a la detención y recondicionamiento de más de una docena de individuos anómalos. Y, por supuesto, puedo ser el autoritario y seguro de sí mismo Sol Thatcher de mi vida cotidiana en el trabajo.
Siempre he creído que mi facilidad para la interpretación dramática estaba íntimamente relacionada con otro de mis extraordinarios talentos, la capacidad para saber cómo es una persona solo con ver sus expresiones faciales y su lenguaje corporal, para distinguir a individuos anómalos potenciales antes de que se haga manifiesta su anomalía.
Todavía soy capaz de recordar una memorable ocasión en la que…

 

 

No, eso no está bien. No es eso lo que debía contarte, no es eso lo que necesito contarte, lo que quizá no debería contarte en absoluto. Aun así, esto y solo esto, es lo que debe ser contado para completar nuestra historia y explicar los eventos y acciones que condujeron a mi desgracia y retiro forzado.
El caso de Richard Thorne, con su incomprensible configuración de la flor, su falta de una cadena de causas y efectos, es algo que ocurre con muy poca frecuencia… con escasa frecuencia… pero no es un caso único en absoluto. Los hombres como Thorne se conocen como incurables y se les trata de manera acorde. Déjame que te lo explique…

 

 

Después de haber estado leyendo hasta bien entrada la noche, el martes llegué a la oficina para encontrarme con una citación para presentarme en el despacho del director Wilkerson. Yo sospechaba que ya sabía por qué quería verme Wilkerson. En los últimos dos trimestres iba algo corto en mi cuota de casos curados. Había habido mucho trabajo de campo, y varios casos habían demostrado ser bastante más complicados de resolver de lo que habían parecido a primera vista. No se trataba de nada que no pudiera corregir. Y la resolución con éxito del caso de Thorne, un caso de delito capital, compensaría mi escasez en cualquier aspecto.
Wilkerson llevaba casi una década al mando de Condicionamiento Delta. A pesar de que tan solo estaba unos años por delante de mí en formación de guardianes, gracias a varios casos notorios que se le habían cruzado en el camino, su carrera había avanzado considerablemente más rápido que la mía. Aunque debo admitir que sentía un cierto grado de comprensible envidia hacia aquel hombre, también admiraba su talento, su profundo conocimiento de los individuos anómalos y su demostrada habilidad para curarlos. Aun así, siempre había notado algo frío y desapegado en Wilkerson. Quizá tan solo se debiera a su apariencia física, era alto y cadavérico, rasgo acentuado por una calvicie muy marcada. A pesar de que el hombre me había dedicado varios elogios y reconocimientos, y había firmado mis últimos tres ascensos, nunca pude estar seguro de si yo le gustaba o no. Nunca tuve la sensación de que pudiera establecer una conexión personal con él.
Wilkerson me tuvo esperando en la puerta de su despacho al menos quince minutos antes de verme. Eso era parte del juego de la autoridad, demostrar el poder que se tenía sobre sus subordinados. Yo les hacía lo mismo a los guardianes de menor rango cuando estos estaban esperando para verme a mí. Normalmente, me habría pasado el rato admirando a la última secretaria personal de Wilkerson. Ninguna parecía durarle más de unos meses, y siempre eran jóvenes y bastante atractivas. Esta vez estaba demasiado absorto con finalizar mis calibraciones para el siguiente escáner como para prestarle demasiada atención. No dejaba de repasar los factores causales en mi cabeza, me preguntaba cuánto peso relativo le debía otorgar a cada elemento.
Cuando por fin entré en su despacho, él apartó la vista de su monitor apenas durante unos segundos.
—¡Oh, sí! Thatcher. Esto solo será un minuto. Enseguida estoy contigo. Siéntate.
Parecía que el juego de esperar iba a ser un poco más largo.
Una vez estuve sentado, eché un vistazo a toda la sala. Siempre me sorprendía un poco su tamaño y austeridad.
Para la mayoría de los estándares mi despacho se considera espacioso, sin embargo, en el de Wilkerson cabían fácilmente cuatro como el mío y todavía sobraría espacio. Y por supuesto, las vistas que tenía de la ciudad desde su ventanal dejaban sin aliento. Sin embargo, no había holografías en las paredes y la mayor parte de la sala estaba vacía. A no ser por su escritorio, que ocupaba el centro de la sala y un pequeño armario detrás, lo único que había era un solitario sofá y un par de mesillas y lámparas que habían sido colocados al azar contra una pared. Y cerca de la pared del otro lado había una mesa de billar tapada que había dejado el anterior director. Yo nunca la había visto destapada desde que Wilkerson asumió el cargo, y dudo mucho que haya jugado al billar alguna vez. Además de por su perspicacia al tratar con individuos anómalos, el director era famoso por ser muy ahorrador. Había logrado mantener al departamento en los límites de presupuesto año tras año. Seguramente habría llegado a la conclusión de que era más barato dejar la mesa donde estaba que hacer que se la llevaran.
Después de varios minutos, Wilkerson giró su monitor hacia un lado y se pasó una mano por su casi vacío cuero cabelludo. Ya había pasado bastante tiempo desde la última vez que lo había visto, y ahora estaba ya casi tan calvo como yo lo estaba entonces.
—Si —comenzó—, vayamos al grano. Esto se refiere al caso Thorne. Ya has escaneado al hombre dos veces con el mismo resultado inútil. ¿Por qué, en el nombre de Severin, has pedido un tercer escáner? ¿No te das cuenta de que estás tratando con un incurable?
—Bueno, señor. No estoy seguro de eso. He estado trabajando en una calibración distinta a la que utilicé en el segundo escáner. Una muy sofisticada. Creo que me ayudará a definir correctamente la configuración de Thorne.
—¡Tonterías! —replicó Wilkerson—. Por experiencia ya sabemos que por lo general ese tercer escáner no es más que una pérdida de tiempo y esfuerzo humano. Este Thorne no es más que un G-12. Y es responsable de la muerte de un director superior, ¡un hombre que colaboró en la mismísima construcción de este edificio! No se merece un tercer escáner. Necesitas resolver este caso y seguir adelante. Hay muchos anómalos que pueden curarse rápidamente y con total efectividad sin perder más tiempo con este.
—Pero Thorne es un ciudadano. ¿Qué pasa si pide el recondicionamiento?
—Los derechos del ciudadano no llegan más allá, y no son aplicables a incurables. Estoy seguro de que conoces el protocolo establecido para casos como este. Justamente a ti, creo que no hace falta que te lo explique. Creo que ya colaboraste en un caso similar de manera admirable en tu juventud.
—¿Qué?
—Venga ya, Thatcher, no me vayas a decir ahora que te has olvidado de Stuart Jimson.
Bajé la vista a la superficie de madera barnizada del escritorio de Wilkerson, y todo me vino de golpe a la memoria, el suceso que mi mente consciente había enterrado a tanta profundidad y con tal rigor en un rincón de mi pasado, un suceso que yo había reprimido completamente y durante tantos años que ya no pensaba nunca en él, era casi como si me hubiera recondicionado a mí mismo para no recordar.

 

 

Sucedió hace casi veinte años. Por aquel entonces yo era un G-14, solo había tenido unos cuantos casos destacados a mi favor, pero ya me había establecido como una de las jóvenes estrellas más brillantes del departamento. Un guardián mayor que respondía al nombre de Brach me había tomado bajo su protección. Yo era su protegido. Yo lo admiraba enormemente, de esa manera que solo un joven puede admirar al mentor al que desea emular.
Mi turno ya casi había terminado cuando me llamaron al despacho de Brach. Era un hombre delgado y en forma en la cincuentena, siempre impecablemente vestido, Brach parecía incómodo aquel día, no era el de siempre. Por primera vez, desde que yo lo podía recordar, en su voz se había colado una nota de duda.
—Hay una tarea especial… extremadamente importante… que tiene que llevarse a cabo sin más retraso… y te he elegido a ti para que me ayudes a llevarla a cabo. Dime, Thatcher, ¿sabes lo que son los incurables?
Por supuesto que había oído rumores. Nunca estaba seguro de cuánta credibilidad debía darles. En el departamento siempre circulaban rumores de un tipo o de otro.
—Creo que sí, señor.
—Bueno, los incurables son exactamente lo que implica su nombre. Son individuos que… no se pueden curar de su anomalía… que seguirán siendo una amenaza para los otros y para el bienestar de la ciudad estado fuera lo que fuera lo que hiciéramos con ellos.
—Sí, señor, eso es lo que había oído.
—¿Y sabes cómo debemos ocuparnos de los incurables? De nuevo, había habido rumores. Pero eran imposibles de corroborar y difíciles de creer, más aún para alguien que había sido adoctrinado en la sabiduría tradicional de la ciudad estado, valores que había jurado respetar y defender como parte de mi juramento de deberes como guardián. La máxima que definía nuestro servicio era equilibrar el bienestar de todos los individuos con el bienestar del Estado, determinando lo que era mejor para ambos.
—No estoy seguro, señor.
—Bueno… —Brach se aclaró la garganta—. Deben ser eliminados. Es algo desafortunado, pero también necesario… para el mayor bien de todos. Ven conmigo, Thatcher.

 

 

Brach no volvió a decir nada hasta que ya íbamos bajando en el ascensor. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y estábamos de pie el uno junto al otro. Él miraba como cambiaban los números en el panel que había encima de la puerta y no miró hacia mí.
—Thatcher, quiero que entiendas que no eres más que un instrumento del Estado en esta acción. Estas operando bajo mi autoridad… y soy yo quien asume toda la responsabilidad.
Yo no sabía qué decir. ¿No sería aquello más que otra prueba a la que Brach me sometía? ¿O acaso decía en serio que íbamos a quitarle la vida a un ser humano en el nombre de la ciudad estado? ¿Eran ciertos todos los rumores acerca de los incurables y cómo se ocupaban de ellos? Iba en contra de todo lo que había aprendido y de todo aquello en lo que creía. Recordé algo que Brach me había dicho mientras probaba una nueva inmovilización por el cuello con un prisionero: «¡En la Escuela de Entrenamiento de guardianes no te enseñan todo lo que hay que saber!».
El ascensor bajó más allá de la primera planta y del vestíbulo hasta la planta sótano. Nunca antes había estado en el sótano del edificio. No había habido razón alguna para ello. Por lo que yo sabía, se utilizaba como almacén.
Cuando las puertas del ascensor se deslizaron y abrieron salimos de este y nos adentramos en la oscuridad. Brach le dio a un interruptor que había junto a las puertas y la enorme habitación que teníamos ante nosotros se llenó de una tenue iluminación. Habíamos entrado en una extensa zona de almacén. Las paredes verdes estaban muy sucias y necesitaban urgentemente una mano de pintura, el suelo era de cemento desnudo. El techo era más alto de lo que yo había esperado y sobre mi cabeza pude ver los conductos de calefacción y las tuberías al descubierto. La habitación estaba llena de muebles y equipos abandonados. Filas y filas de sillas apiladas al azar unas encima de otras. Escritorios apilados hasta en tres alturas. Montañas de ordenadores y otros objetos que no podía identificar, envueltos en lonas impermeabilizadas llenas de polvo. Todo esparcido a lo largo y ancho del suelo y envuelto en la penumbra, con solo un par de fluorescentes encendidos en el techo. Todos los demás estaban fundidos. Brach me guió mientras nos abríamos paso a través de aquel variado laberinto de oscuridad y escasa luz, nuestras tenues sombras se enroscaban, aparecían y desaparecían con nuestro movimiento.
Cuando llegamos ante una puerta cerrada de acero que estaba en el otro extremo de la habitación Brach sacó una llave del bolsillo de su toga y la metió en la cerradura. Aquella puerta era de otra época. Todas las cerraduras que había visto en el edificio eran electrónicas. Antes de girar la llave, Brach dijo:
—Acabemos con esto lo más rápidamente posible. Con calma, hombre, sin dudar. —Él estaba mirando hacia la puerta y yo estaba varios pasos por detrás de él. No podía estar seguro de si hablaba conmigo o consigo mismo. O con los dos.
La puerta se abrió hacia dentro y me asaltó una desagradable ráfaga de aire frío, húmedo y salobre, como si en el espacio que había más allá se estuviera pudriendo algo orgánico. Brach sujetó la puerta y me hizo un gesto para que pasara. Cuando la soltó, la puerta se cerró de un portazo ella sola, con un sonido metálico que resonó en el suelo y las paredes.
Brach se giró hacia la derecha y bajamos por un pasillo. El techo era más bajo, pero la iluminación no era mejor. Pasamos varias puertas cerradas y después una la de escáneres. Pude ver la cámara del escáner a través de la ventana de observación. No había ningún técnico presente y el aparato estaba abierto y vacío.
Al final del pasillo giramos a la izquierda y el olor se hizo mucho más intenso. Habíamos entrado en un antiguo bloque de celdas, de construcción anterior a los días en que se vigilaban con vídeo y audio todas las celdas. Estas eran cámaras simples, de dos metros y medio por dos metros y medio, con una pared abierta a excepción de los barrotes verticales que retenían a cada prisionero sin esconderlo de la vista. Pasamos dos de estas celdas, ambas desocupadas, una de ellas con la puerta abierta. Brach se detuvo delante de la tercera celda y de nuevo me hizo un gesto para que me adelantara.
Dentro había un hombre pequeño y de tez oscura que estaba sentado en un catre y miraba al suelo. Tenía los codos apoyados en las rodillas y la cabeza le reposaba en las manos. Levantó la vista y nos miró durante un segundo, después continuó con su vigilancia del suelo que había bajo sus pies. A pesar de la tenue luz lo pude reconocer a la primera. Había estado en nuestra «Lista de los más buscados» durante semanas.
Era el otoño del 37. Los disturbios se estaban calmando, pero todavía quedaban pequeños reductos de resistencia. Habían matado a un número de guardianes y docenas más resultaron heridos como consecuencia de la violencia que Stuart Jimson había iniciado. El número de habitantes del barrio bajo que había muerto era muy superior. Aunque había desaparecido al poco de la erupción de los primeros disturbios, Jimson había sido acusado de cómplice en las muertes. Yo había supuesto que seguía en paradero desconocido y no tenía ni la más remota idea de que ya lo teníamos en custodia.
Stuart Jimson era también un hombre al que me habían enseñado a odiar, y había aprendido muy bien la lección. Todos los ciudadanos rectos y honrados que apoyaban a la ciudad estado y al Futuro Perfecto despreciaban a aquel hombre y a todo lo que él representaba, supieran o no qué aspecto tenía. Era un retroceso al pasado imperfecto, un símbolo de la división y del caos destructivo de la historia que todos queríamos abandonar.
Debes entenderlo. En aquel momento yo era joven e impresionable. Lo más importante en el mundo para mí era mi carrera como guardián. Estaba deseoso de impresionar a los que estarían en el poder. Si no hubiera sido Stuart Jimson el que hubiera estado en aquella celda, si mi ídolo Brach no me hubiera estado dando las órdenes, no estoy seguro de que hubiera podido proceder con lo que vendría a continuación.

 

 

Brach se desató el fajín de su toga, desabrochó la funda de su pistola y sacó su arma. Asintió hacia mí en indicación de que yo hiciera lo mismo, y así lo hice. El dio un paso hacia delante, metió el cañón de su pistola entre los barrotes de la celda y apuntó a Jimson. De nuevo, hice lo mismo, no sin antes quitarle el seguro a mi arma.
—Calma, hombre —repitió Brach—. A la de tres.
Jimson volvió a levantar la vista, directamente a Brach, y en aquel preciso instante debió darse cuenta de lo que le iba a suceder. Yo esperaba que sucumbiera al pánico, que se lanzara contra los barrotes o se retirara hasta la parte del fondo de la diminuta celda. Por el contrario tan solo se quedó allí sentado mirando.
—Una.
Admito que tuve miedo, fue lo más cerca que he estado del pánico en toda mi vida. Pensé acerca de lo que Brach me había dicho sobre los incurables, como sus muertes eran desafortunadas pero necesarias para el bien supremo. Me concentré en lo mucho que odiaba a Jimson, en todas las muertes y en todo el sufrimiento que su arenga había provocado.
—Dos.
Jimson giró la cabeza para mirarme.
En lugar de hacer caso omiso de aquel hombre, como debería haber hecho, cometí el error de mirarlo a los ojos. En lugar del miedo que esperaba encontrar en sus ojos, lo único que había era desafío y desprecio, un enorme desprecio… hacia mí, hacia Brach, hacia la ciudad estado, y hacia todo el mundo que representábamos. En el último momento antes de disparar mi arma, me tembló la mano.
—Tres.
Si alguna vez has visto descargar su arma a un guardián sabrás que ni se oye ni se ve demasiado. A diferencia de las armas de fuego antiguas, como la que Richard Thorne le había arrebatado al ladrón en el callejón, no funcionan por el mecanismo del martillo que golpea una carga explosiva que impulsa a la bala por el cañón, sino que desprenden gas comprimido. No hay ningún fogonazo de luz, no hay ningún estruendo, tan solo se oye un soplido de aire repentino y casi de manera simultánea, si está lo suficientemente cerca del objetivo, el sonido del proyectil al golpear. Yo ya había disparado en muchas ocasiones mi arma durante mi entrenamiento, pero lo único que había conocido eran objetivos de prácticas. Nunca había apuntado a otro ser humano con mi arma y mucho menos para matarlo.
Me tembló la mano en el último instante, pero mi disparo resultó ser lo suficientemente certero. Había apuntado a la cabeza de Jimson, pero en su lugar la bala le dio de lleno en el rostro. Pude oír el enfermizo ruido sordo cuando le rasgó la piel, le destrozó el cartílago y el hueso. Cayó al suelo de la celda, pero no murió fácilmente. Su cuerpo se revolvía hacia delante y hacia atrás entre convulsiones. Gritó en varias ocasiones, estaba claro que sufría un enorme dolor, salpicó el suelo de sangre e incluso el camastro y las paredes.
El enfermizo ruido sordo todavía resonaba en mi mente cuando me di cuenta de que había sido solo una bala la que había abatido a Jimson. Solo se había realizado un disparo. Me giré hacia Brach.
Brach sujetaba su pistola en la mano y la miraba con incredulidad.
—No te lo vas a creer —dijo a la vez que negaba con la cabeza—. Olvidé quitarle el seguro.
Brach bajó la vista hacia Jimson, quien para entonces ya había dejado de moverse. La última convulsión lo había dejado tumbado de lado con las rodillas flexionadas y el cuerpo encorvado hacia delante. Casi nos daba la espalda por completo, de manera que afortunadamente solo podíamos verle una parte del desfigurado rostro. Sin embargo, era demasiado fácil imaginarse el resto.
—Deberías haber apuntado más alto —me dijo Brach—, a la frente. Es más rápido y menos sucio. Pero de todas maneras, bien hecho, Thatcher. ¡Bien hecho! Deberías considerarte un héroe de la ciudad estado.
Sentí como si fuera a vomitar. Me doblé por la cintura, y me puse las manos en las rodillas, en una de ellas todavía tenía la pistola. Después de varias arcadas vomité sobre el desnudo suelo de cemento.
—Calma, hombre —dijo Brach por tercera vez en el día.
Se puso detrás de mí y me puso una mano en el hombro y la otra en la espalda. Yo me enderecé y di un paso para alejarme de él y evitar cualquier contacto.
—Nuestro trabajo aquí ya está hecho —dijo Brach—. Alguien se ocupara de… los deshechos. Ya está organizado.

 

 

A la semana siguiente recibí un ascenso que no esperaba hasta un año después. Sin embargo, a partir de aquel día dejé de ser el protegido de Brach. Parecía evitarme a toda costa y cuando nos cruzábamos por los pasillos era como si yo fuera invisible. O bien miraba hacia otro lado o hacía como si no me viera o yo no estuviera allí. A los pocos meses, Brach fue trasladado repentina e inexplicablemente al Centro de Condicionamiento Sigma. Nunca más volví a verlo o a saber nada de él.

 

 

—Thatcher, ¿estás bien?
¿Habrían sido solo segundos?, ¿varios momentos? ¿media vida? No sabía cuánto tiempo me había pasado mirando el escritorio del director Wilkerson sin pronunciar palabra mientras este episodio de mi vida se había abierto paso en mi memoria y había desgarrado mi mente. Levanté la vista hacia el cadavérico rostro y la abombada frente del director y después aparté a vista.
—Sí —le dije—. Estoy bien.
Sin embargo, no me encontraba bien. Me temblaban las manos, así que las bajé y las puse sobre mis muslos para mantenerlas quietas.
—Estaba pensando —le sugerí—, que quizá podríamos enviar a Thorne a una comuna agrícola o manufacturera.
Wilkerson descartó la idea con un gesto de la mano.
—Sabes más que eso. O al menos deberías. Los incurables son incurables. Da igual dónde los pongas, a no ser que sea en un solitario confinamiento de por vida, demostrará que para nosotros no hace más que causar problemas. De hecho, ya he dado la contraorden para tu tercer escáner. Sabes lo que hay que hacer y espero que te pongas manos a la obra. Este hombre se merece lo que le va a suceder. Si ya no tienes estómago para aguantar el acto… bueno… busca algún guardián joven para que te ayude. Le vendrá bien. Enséñales lo que es cada cosa en el mundo real y no todas esas tonterías que les meten en la cabeza durante el entrenamiento.
—Sí, señor, me ocuparé de ello. —No podía decir otra cosa.
—Ya conoces el procedimiento. Llévate al hombre abajo a las celdas antiguas del sótano. No hace falta que lo hagamos público para que se entere todo el departamento. Hazme saber cuando se haya completado la tarea —añadió Wilkerson—, y tramitaré la eliminación tanto del cuerpo como de los registros e informes del hombre. Eso es todo, Thatcher.
Wilkerson volvió a girar el monitor a su posición y continuó observando la pantalla. Fue como si yo ya me hubiera marchado de su despacho, comencé a ponerme en pie, pero sentí que me fallaban las piernas. Puse las manos en los brazos de la silla y me impulsé hacia arriba no sin esfuerzo.
—¡Ah! —dijo Wilkerson sin apartar la vista del monitor—, una cosa más. Casi se me olvida. He recibido una queja de un tal doctor Fox. Dice que te excediste con uno de los otros anómalos de este caso. Que le causaste daños cerebrales. Por el amor de Severin, Thatcher, ¡trata de tener más cuidado! No necesitamos que los médicos se rebelen otra vez.
—Lo haré, señor, lo haré.
No recuerdo haber salido por la puerta del despacho de Wilkerson a su antesala, pero debí hacerlo, porque me encontré en el pasillo apoyado contra la pared. Me metí la mano en el bolsillo de mi toga y busqué y saqué mi frasco de pastillas. Estaba casi vacío, necesitaría que me lo rellenaran pronto. Seguía inestable y en cuanto abrí el frasco se me cayó de la mano y todas las pastillas que contenía, no más de un puñado, cayeron sobre la moqueta. Intenté agacharme a recogerlas. No fue buena idea. Una oleada de vértigo se apoderó de mí y casi me caí antes de volver a apoyarme contra la pared para estabilizarme.
Mientras estaba allí de pie, tratando de normalizar mi respiración y recuperar una apariencia de control, con todo a mi alrededor dándome vueltas y las paredes del pasillo retorciéndose de arriba abajo, un joven guardián que bajaba por el pasillo se acercó a ayudarme.
—¿Te encuentras bien, ciudadano Thatcher? ¿Te puedo ayudar?
—Sí… por favor —le dije, mientras hacía un gesto con la barbilla hacia las pastillas que había sobre la moqueta.
El joven guardián se agachó, se inclinó hacia delante y me las acercó. Cogí dos, las puse en la palma de mi mano y rápidamente me las tragué.
—Gracias. Ahora estaré bien.
—¿Estás seguro?
—Sí —le dije—, tan solo dame un momento.
No conocía el nombre de aquel joven guardián, pero su cara me resultaba conocida. Ya lo había visto antes por el departamento. ¿Debería elegirlo a él para que me ayudara con Thorne? Allí mismo y en aquel preciso momento decidí que aquel joven era tan bueno como cualquier otro.

 

 

La mayoría de los guardianes no se encontraban ni un solo incurable a lo largo de toda su carrera. Yo entonces tenía la terrible desgracia de haberme encontrado con dos.
De vuelta en mi despacho le eché un vistazo rápido a mis otros casos, pero me era imposible concentrarme. El reprimido incidente con Jimson, ahora que lo había despertado de nuevo, no dejaba de suceder una y otra vez en mi cabeza. Recordaba con todo detalle el repugnante olor de aquellas celdas del sótano. Podía oír perfectamente el ruido sordo de la bala al chocar con el rostro de Jimson y destruirlo. Lo podía oír a él gritar de dolor y ver el chorro de sangre manchar las paredes de la celda mientras su cuerpo moribundo se retorcía en todas direcciones. Recordé con dolorosa claridad la mirada de desafío y desprecio que llenó sus ojos justo un momento antes de su muerte, era la misma mirada que había visto en Richard Thorne tan solo unos días antes.
Me sentí muy molesto por la manera en la que Brach me había engañado, si es que había sido un engaño. ¿No habría olvidado Brach quitarle el seguro a su arma porque no tenía el valor suficiente para apretar el gatillo?
¿O acaso habría sido un error auténtico? ¿No estaría él entonces tan asustado como lo estaba yo en aquel momento? Nunca lo sabría con certeza. Fuera cual fuera la verdad, Brach hizo que el peso de la muerte de Jimson recayera única y exclusivamente sobre mis hombros.
La poco grata identificación que sentía hacia Richard Thorne había dejado de ser un misterio para mí. A pesar de que las circunstancias eran distintas, a pesar de que yo actué en el nombre de la ciudad estado y no era más que un instrumento de esta, a pesar de que se me absolvió antes de que se produjeran los hechos y de que después recibí un ascenso, yo había acabado con la vida de un ser humano de la misma manera que Thorne lo había hecho. Ambos éramos asesinos.

 

 

Aquel día me marché pronto del trabajo, me puse la excusa de que resolvería el asunto de Thorne a primera hora de la mañana. No me fui directamente a casa. En lugar de coger el tren subterráneo a Lambda Heights, me fui directamente a los salones de expresión del sector Delta.
Habían pasado ya varios meses desde mi última visita a los salones. Por supuesto que seguían teniendo mis preferencias en un archivo, y el montaje que solía pedir estaba disponible. Yo no era el único cliente de los salones de expresión al que le gustaba que su sesión comenzara en una simulación de una sala de interrogatorios.
La cortesana era una con la que ya había estado antes en varias ocasiones. Sabía cómo actuar y sabía exactamente lo que yo quería. Podía fingir la confesión de cualquier delito del que yo la acusara y hasta empezaba a inventar con mucha creatividad otros. Podía parecer estar asustada y perfectamente arrepentida cuando yo la instruía en los deberes de un ciudadano de bien y la amenazaba con la deportación a una granja de trabajo. Sin embargo, cuando nos retiramos a la cámara del dormitorio no fui capaz de completar el acto. Al menos no de la manera normal. Después, noté algo de alivio en la tensión que tenía en el cuerpo, pero mi mente seguía siendo un torbellino.
Cuando por fin llegué a casa, pensé en hablar con mi compañera escogida, en contarle todo, pero eso era algo que ya no hacíamos. Hacía años que no hablábamos en serio. Nuestro emparejamiento había evolucionado a una rutina que nos funcionaba a los dos, una rutina trivial, con su terreno y sus fronteras muy bien definidas. A ella no le importaba en absoluto mi trabajo ni a mí el suyo. De todos modos, ¿qué otra cosa podía decirme que no fuera que siguiera las órdenes de Wilkerson, tal y como me lo había indicado este?
Me pasé varias horas fingiendo ver el holo con ella. Ni siquiera me acuerdo de qué programas pusieron. Dije estar exhausto por lo duro que había sido el día y me retiré temprano a mi dormitorio. Me tomé una pastilla para dormir, que después de dar unas cuantas vueltas en la cama me garantizó al menos unas cuantas horas de olvido sin pensamiento alguno. Cuando me desperté, el piso estaba oscuro y en silencio. Podía oír perfectamente los suaves ronquidos de mi compañera escogida en su cama al otro lado de la habitación. El reloj de mi mesilla de noche decía que era la una y pocos minutos.
Mientras estaba allí tumbado en la oscuridad y recuperaba lentamente la consciencia, lo sucedido el día anterior y el recuerdo de Jimson empezaron a agitarse en mi mente y entendí y acepté lo que tenía que hacer y cómo podría llevarlo a cabo. Tendría que hacerlo en absoluta soledad. Además, estaba convencido de que si no actuaba aquella misma noche, perdería el valor de hacerlo para siempre. Me vestí a toda prisa en la oscuridad y abandoné el piso.

 

 

Los trenes subterráneos van y vienen durante toda la noche, pero aquella noche, más temprano, se había producido un incidente de destrucción en una de las estaciones. Un lunático se había puesto a correr por el andén y había empujado a media docena de personas delante de un tren que se acercaba antes de saltar a encontrar su propia muerte. Mi tren había sido desviado por el sector Beta y para cuando llegué a Condicionamiento Delta ya eran más de las dos.
Cuando entré en el edificio el guardia que había en el mostrador de entrada me miró con extrañeza. Me di cuenta de que no me había afeitado ni peinado. El poco pelo que tenía estaba disparado en todas direcciones tras haber dormido. Me lo bajé y peiné como pude con las manos.
De subida en el ascensor saqué el frasco de pastillas del bolsillo y me tomé las tres últimas que quedaban. No me hacía falta para nada marearme en aquel momento.

 

 

—Tráeme al prisionero número cuarenta y siete —le dije al guardia que se ocupaba del puesto del bloque de celdas.
Yo no conocía a aquel hombre y aparentemente él tampoco me conocía a mí. Me miró extrañado. Me estaba cansando de que los guardias me miraran con extrañeza. ¿Qué era yo? ¿Una especie de bicho raro? ¿Y qué eran ellos? No eran más que proyectos de guardianes, eso es lo que eran todos. Solo unos pocos llegarían a conseguir ese estatus y muchos menos llegarían a tener logros como los que yo había tenido.
—Eso es un poco irregular a estas horas de la noche —me dijo—. Todos los prisioneros duermen. Hace horas que los encerramos en sus celdas.
—Soy Sol Thatcher. —Le enseñé mi identificación. Estaba seguro de que aquel hombre habría oído hablar de mí, aunque no me conociera de vista—. ¿Te niegas a cumplir una orden recibida directamente de mí?
—Bueno… no, señor… es solo que soy el único que se encuentra de servicio y se supone que solo debo de abandonar mi puesto en caso de emergencia… si me deja que lo compruebe primero…
Me incliné hacia delante para leer la chapa de identificación que llevaba.
—Está bien, Snowden, si es que quieres despertar a uno de tus superiores de un profundo sueño a las dos y media de la mañana para comprobar las órdenes de un G-21, adelante.
Titubeó. Sabia elección.
—Yo vigilaré tu puesto mientras no estés. Me hago cargo de toda la responsabilidad.
—Tendré que volver a reajustar todas las alarmas —me dijo—. Tardaré un poco.
—Entonces te sugiero que vayas empezando.

 

 

Me paseé de arriba abajo mientras esperaba, trataba de mantener el valor y el propósito. Pensé en Brach. Si es que seguía con vida sería ya un hombre muy mayor, viviría en algún centro de retiro para mayores. Pensé en Wilkerson y en la manera displicente en la que me había tratado, me había insultado. Me pregunté cuántas veces habrían escaneado a Jimson antes de darlo por incurable. Me pregunté si lo habrían llegado a escanear alguna vez. Volví a verlo morir en el suelo de la celda. Vi a Coopersmith retorcerse mientras moría en el suelo del ascensor mientras yo me alejaba de él. Cuando me metí la pistola en el mono ajustado y arrastré su cuerpo por el pasillo.
No, ¡ese no fui yo! Ese fue Thorne.
Entonces, de repente, en un solo instante, mis pensamientos se aclararon y se desplegaron ante mí. Supe quién era y lo que estaba a punto de hacer. De repente me sentí tranquilo, muy tranquilo, y tenía la mente mucho más clara y tenía una seguridad mucho mayor de lo que la había tenido en meses. Quizá más que nunca. Las pastillas me habían hecho efecto, y sabía que no fallarían, no podían fallar. Sabía que cualquier cosa era posible si lo deseaba.

 

 

Eran más de las tres cuando regresó el guardia tirando de Thorne. Llevaba las manos esposadas a la espalda y parecía que lo hubieran despertado, con el pelo igual de despeinado que el mío. No lo miré muy de cerca. No me importaba si el último escáner lo había vuelto a cambiar o no. Ya no me importaba si era Richard o Rick, si me odiaba o me temía, si se le podía curar la anomalía o no. Ya no importaba en absoluto.
Lo cogí de un brazo y lo llevé a la fuerza por el pasillo hasta uno de los ascensores. Se tropezó una vez y lo enderecé. Entonces me habló por primera vez desde el interrogatorio.
—¿Adónde me llevas? —me preguntó.
Así que le volvía a importar su vida. Ahora le importaba lo que fuera a pasar. No le contesté. Pronto lo sabría.

 

 

Cuando se abrieron las puertas del ascensor en el sótano, empujé a Thorne hacia la oscuridad y lo seguí. Le di al interruptor que había al lado del ascensor y parpadeé varias veces hasta que mis ojos se acostumbraron a la repentina luz. Aquel era el mismo almacén al que Brach y yo habíamos entrado juntos una vez, sin embargo, ya no era el mismo. Lo habían renovado completamente con el paso de los años. Las paredes ya no estaban sucias ni necesitaban una mano de pintura. Las tuberías del techo ya no estaban a la vista. El techo estaba cubierto de azulejos antirruido y las múltiples hileras de fluorescentes que había encendidos no hacían ni una sombra. A lo lejos, los muebles y equipos que ya no se utilizaban estaban apilados ordenadamente en paletas colocadas en filas verticales y horizontales. Sin embargo, había un elemento de deterioro que no habían podido renovar ni eliminar, uno que empezaba a expandirse, estaba seguro de poder olerlo, todavía leve pero perfectamente distinguible, frío, húmedo y salobre. El repugnante olor a muerte del antiguo bloque de celdas, desde más allá de la puerta de acero, ahora se colaba y contaminaba el aire que nos rodeaba. Y antes o después llegaría a las plantas superiores.
Me desaté el fajín de la toga, me desabroché la cartuchera, saqué mi arma y la dirigí hacia Thorne.
—Date la vuelta —le ordené.
Para entonces ya estaba completamente despierto y aquellos ojos azules que no pertenecían a aquel rostro escupieron su desprecio hacia mí. No se movió.
—Si me vas a disparar —me dijo—, no hace falta que lo hagas por la espalda.
—Eso es lo que ellos quieren que haga —le dije yo—. Quieren que te mate porque no se te puede curar. —¿Cuándo se había convertido la ciudad estado en «ellos» para mí, y había dejado de ser «nosotros»? ¿Cuándo había empezado a simpatizar con aquel individuo anómalo?
—¿Curarme? No estoy enfermo. Vosotros sois los que estáis enfermos. Todo vuestro mundo está enfermo y al final morirá a causa de su propia enfermedad. —Entonces empezó a sonar como Stuart Jimson.
—¿Qué pasaría si pudieras escapar de este mundo? —le pregunté—. ¿Qué pasaría si lo pudieras dejar todo atrás?
—¿Dejarlo todo?
—Sí, dejar la ciudad para siempre.
—¿Te refieres a ir a las Tierras Muertas?
—Sí —asentí—, las Tierras Muertas. Pero, ¿cómo puedes estar seguro? ¿Están las Tierras Muertas muertas de verdad?
Eso lo desconcertó como yo sabía que haría. Negó con la cabeza perplejo y sus ojos ya no me fulminaban. Con frecuencia me había sorprendido con su comportamiento. Ahora me tocaba a mí sorprenderlo.
—No te puedes marchar si llevas esas esposas. Date la vuelta.
Me di cuenta de que todavía no confiaba en mí, pero se dio la vuelta muy despacio. Me acerqué y pasé mi tarjeta por el sensor del cierre. Las esposas de plástico se soltaron de sus muñecas y cayeron casi sin hacer ningún ruido al suelo. Me alejé rápidamente sin dejar de apuntarle con mi pistola.
—¿Dónde está Josie? —Me preguntó, al darse la vuelta para quedar frente a mí de nuevo—. ¿Qué habéis hecho con ella?
—Está bien —le dije—. La han trasladado a una comuna agrícola, a una granja de trabajo.
—¿Dónde?
—No tengo la más mínima idea. Hay cientos de ellas. Nunca la encontrarás.
Me cambié de mano la pistola varias veces hasta que conseguí quitarme la toga y se la tiré a los pies.
—Ponte eso. Nadie te va a hacer ninguna pregunta si llevas eso. Dentro están los documentos de identificación y hay algo de dinero. —Mis documentos de identificación y mi dinero.
Me miró con extrañeza, de la misma manera que me ha mirado todo el mundo desde entonces, pero cogió la toga y se la puso. Estaba mucho más delgado que yo, pero le quedaba lo suficientemente bien. Le llegaba hasta los tobillos, y si tenía cuidado le taparía bien el chándal gris de la prisión.
Sentía como me palpitaba un músculo en el brazo izquierdo y tenía una sensación de ardor en el pecho. Quizá tres pastillas de una vez habían sido demasiadas para mí. Quizá todo aquel día, toda aquella situación al completo, era demasiado. Sin embargo, me negué a darle muestras a Thorne de mi malestar.
—¿Cómo salgo de aquí? —preguntó—. ¿Cómo hago para llegar a las Tierras Muertas?
—Mira en el bolsillo izquierdo —le dije—. Pero no ahora.
—Le había garabateado las indicaciones mientras iba hacia allí en el tren subterráneo. Salir de la ciudad no era ni la mitad de difícil de lo que creía la mayoría de la gente, no si se llevaba una toga y se tenían papeles. El ascensor seguía con las puertas abiertas detrás de nosotros. Le hice un gesto con la cabeza hacía este.
—Dame la pistola —me dijo.
El dolor que sentía en el pecho se estaba extendiendo y notaba un murmullo en los oídos. Era como si cada palabra que pronunciaba cualquiera de nosotros resonara en las paredes y se abriera camino con el volumen más alto a través de las pilas de muebles almacenados y los equipos. Temí que alguien de las plantas superiores nos pudiera oír e informara de nuestro alboroto.
Negué con la cabeza, tanto para aclarármela como para negarle la petición a Thorne.
—Si te doy la pistola puede que tengas que usarla. Ya ha habido suficiente de eso.
—Pero, ¿por qué? —me preguntó—. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué no me matas sencillamente, tal y como ellos quieren?
Aquello lo tuve que pensar un segundo antes de responderle.
—Porque todavía no he terminado contigo —le dije. A mí, en aquel momento, me parecía que tenía sentido, y de alguna manera, todavía me lo parece.
Thorne pareció sorprenderse de nuevo, pero no dijo nada más. En aquel momento, me di cuenta de que después de todo no me había vencido. Al menos no del todo. Al menos en un aspecto estábamos empatados. Thorne entonces estaba tan confuso acerca de quién era yo, como yo lo había estado acerca de quién era él todo el tiempo.
Cuando entré en el ascensor, me vino a la memoria una palabra antigua que había aprendido en algún texto igualmente antiguo, una bendición para aquel que partía a un viaje largo y difícil.
—¡Qué Dios te acompañe! —le dije, mientras se cerraban las puertas y lo veía por última vez. No estoy seguro de si me oyó o no.

 

 

Así que, sí, lo admito. Yo soy el culpable, nadie más.
Yo dejé a Richard Thorne, individuo anómalo y asesino, libre. Yo planeé su escapada y yo se la facilité. Asumo toda la responsabilidad por el acto que se cometió y acepto sus consecuencias.
Sin embargo, te haré una pregunta: ¿qué otra cosa podía hacer sino llevar a cabo su ejecución y dejarlo tendido en el suelo en un charco de sangre?
Todavía tenía las manos manchadas con la sangre de Stuart Jimson. Eso ya es más que suficiente para toda una vida.

 

 

Unos trabajadores me encontraron por la mañana inconsciente. Me llevaron al ala hospitalaria y me pasé allí varios días recuperándome. Como parecía casi inevitable me fue asignado el doctor Fox. Me diagnosticó un ataque al corazón leve, causado por la hipertensión y el cansancio emocional. Me prescribió una nueva batería de pastillas que debo tomar en intervalos regulares, mañana, mediodía y noche. El vértigo y el mareo han desaparecido por ahora.
Una vez que llegué a conocer a Fox, descubrí que no era de tan mala calaña, al fin y al cabo. Jugamos unas cuantas partidas de ajedrez. Hasta llegamos a hablar como colegas en lugar de como adversarios. Es un joven brillante y no me cabe duda de que llegará lejos. Incluso puede que haya un puesto de director en su futuro.
Por supuesto que hubo una investigación formal acerca de la huida de Thorne. Se resolvió rápidamente porque yo les conté todo lo que quisieron saber. Confesé mi culpabilidad de la misma manera que lo he hecho en estas páginas.
Supongo que podría haberlo planeado de otra manera diferente. Podría haberle dado la pistola a Thorne, haber hecho que me atacara y después haber alegado que las esposas no estaban debidamente aseguradas y que se las había quitado. Sin embargo, en aquel momento no me parecía que eso tuviera ningún sentido, y ahora tampoco me lo parece. Porque aunque solo me hubieran reprendido por negligencia y me hubieran degradado, sabía que ya no podía seguir de la misma manera en que lo había hecho hasta entonces.

 

 

La vida a la que se me ha relegado no es una mala vida.
Tengo mis libros y mi soledad. Siempre está el holo para verlo, con sus más de cien canales diferentes. No me degradaron de mi categoría de G-21, ni de los beneficios de jubilación que tal grado implica. De todos, fue el director Wilkerson el que más me defendió. Dijo, y lo cito textualmente de la transcripción: «A pesar de que su salud y su juicio ahora le han fallado, este hombre ha entregado toda su vida al servicio de la ciudad estado y merece que se le recompense por ello».
Todos los suministros que necesito para sobrevivir me los traen una vez a la semana según una lista que yo les entrego. Hasta me permiten tener alguna que otra visita de una cortesana de los salones de expresión. Puedo escapar de la realidad cotidiana con suficiente frecuencia mientras que la realidad de la ciudad estado sigue su camino sin mí.
Mi vida no es una mala vida a excepción de una cosa. Más que la pérdida de familia y amigos, más que el respeto que una vez inspiré y de la autoridad que una vez tuve, lamento la pérdida de mi certeza, la pérdida de la fe que me ha mantenido y me ha servido de apoyo a lo largo de los años. Porque ya no creo en la gloriosa ascensión al paraíso del Futuro Perfecto. Hasta en el caso poco probable de que algún día se consiguiera, ¿qué podría significar para mí? Ya no creo en la inviolabilidad de la ciudad estado, ya que me he dado cuenta de que como todos los Estados que nos precedieron a lo largo de la historia, estamos plagados de nuestros propios puntos ciegos, de nuestras propias hipocresías y corrupciones, de nuestra propia locura social. Y en lugar de la fe que he abandonado, y que a su vez me ha abandonado a mí, todo lo que he descubierto ha sido una obsesión con un caso y la vida de todos aquellos implicados en él, que puede que considere de por vida sin llegar a ninguna respuesta.
¿Serían los delitos cometidos meras olas que se cruzaron en un charco o fue una ola en su expansión la que inició todas las demás? Si Richard Thorne se hubiera emparejado con otra mujer, ¿habría visitado de igual manera el barrio bajo? Si Josie no se hubiera enamorado de Richard, ¿habría tratado de cambiarlo de todas maneras? Si Diana Logan hubiera nacido sin pecas, ¿habría progresado su carrera de arquitecto como la había planeado? ¿Daniel DeLyon habría sufrido de verdad daño cerebral o tan solo habría estado fingiendo? ¿Fallaría Brach a propósito su disparo? ¿Willem Coopersmith estará ardiendo en algún agujero del infierno por todos los delitos por los que no fue castigado en vida? ¿Se llegará a reverenciar a Stuart Jimson como mártir de la libertad algún día? ¿Volveré a ver a mis hijos o a hablar con ellos?
El mundo en el que vivo está lleno de ilusiones cambiantes e ideas transitorias donde causas y efectos se enmarañan sin fin. Cada momento tiene sus propias conclusiones y ninguna de ellas es definitiva. Además, lo más aterrador de todo, es que a veces sospecho que en fondo, todos debemos ser guardianes e individuos anómalos a la vez, criaturas perdidas e impredecibles, con sus buenas o malas circunstancias.

 

 

Basta de introspección y duda. Mi historia ha terminado. Estoy completamente seguro de que moriré solo en este estado de desgracia que ahora soporto. No habrá ningún recondicionamiento, ninguna absolución, no habrá ninguna salvación para mí.
Sin embargo, aunque se ha terminado mi historia, puede que a Richard Thorne le queden uno o dos actos que representar. Quizá su camaleónica personalidad todavía continúe cambiando. Por lo que yo sé, nunca lo capturaron. O bien escapó a las Tierras Muertas, o bien sigue escondido bajo una nueva identidad en algún barrio bajo que quede por ahí. En cualquiera de los dos casos, está fuera de mi alcance y nunca sabré que fue lo que descubrió.
¿Y qué hay de las vidas posteriores de los papeles secundarios de esta obra dramática y de su discurso? En lo que se refiere a sus futuros no puedo más que especular. Después de todo por lo que he pasado, eso me lo debes permitir.