Devastación
DE lo primero que fue consciente Diana
cuando se despertó fue de la música vaporosa, la misma que había
cuando se quedó dormida. Ahora la velocidad iba aumentando
lentamente en lugar de disminuir. Era una música tan bonita…
Esperaba poder recordarla para siempre. Abrió los ojos. Un camarero
con chaqueta blanca estaba inclinado sobre ella.
—¿Qué tal se siente? —le preguntó.
No, no era un camarero. Parecía más un
médico o un técnico sanitario. Solo que era demasiado joven para
ser médico. Y no llevaba toga.
—Estoy bien —Diana le sonrió—. ¿Qué tal está
usted? —Los euforizantes todavía le corrían por las venas.
—Bueno, no me va mal. —El joven le devolvió
la sonrisa y le dio unas palmaditas en la mano—. Solo cierre los
ojos y relájese. Tenemos que hacerle unas cuantas pruebas. —Diana
cerró los ojos—. Después podrá levantarse y vestirse.
Volvió a abrir los ojos.
Estaba tumbada en una camilla y llevaba una
bata de hospital. A su izquierda vio a Richard tumbado de manera
similar. Todavía estaba inconsciente. Había otro técnico sanitario
inclinado sobre él. Diana se dio cuenta de que se habían terminado
las vacaciones.
—Este está muy pasado —dijo el segundo
hombre—. No vuelve en sí.
El técnico que estaba junto a ella se acercó
a la camilla de Richard. Le levantó un párpado y le comprobó el
pulso.
—Probemos con una inyección de estimulantes
—sugirió.
Toqueteó en un estante que tenía debajo de
la camilla y se incorporó con un tubo de metal en la mano. Emitió
un zumbido apagado cuando lo presionó contra la parte superior del
brazo de Richard.
Para entonces, Diana se había incorporado y
estaba sentada en la camilla.
—¿Está bien? —dijo, en su tono se sentía una
creciente alarma—. ¿Qué ocurre?
El técnico se dio la vuelta y regresó a su
lado.
—No se preocupe. Todo irá bien. Ahora solo
túmbese y relájese un minuto. —Le puso las manos en los hombros y
comenzó a ayudarla a recostarse.
El cuerpo de Richard se incorporó
repentinamente. Estaba despeinado y el pelo se le disparaba en
todas direcciones. Tenía los ojos abiertos de par en par y mirada
salvaje. Parecía un maníaco que se hubiera escapado y como tal
actuó.
La primera vez que se despertó no sabía
dónde estaba. Había un camarero de pie junto a él. Había otro
camarero que le había puesto las manos encima de los hombros a
Diana y esta parecía estar asustada. ¡Alguien le estaba haciendo
daño a su pareja escogida!
Richard dio un salto y se le colgó a la
espalda al hombre. Cuando el camarero se tambaleó en una dirección
con Richard sujeto a su espalda, la camilla de Diana se deslizó en
sentido contrario y la dejó atrás. Illa logró aterrizar de pie,
pero no se quedó así mucho tiempo. Dio un traspié hacia atrás y se
cayó, quedando sentada en el suelo. Tan solo salió un leve quejido
de su garganta.
El segundo camarero se colgó a la espalda de
Richard y trató de que este se bajara de la del primero.
—¡Coge un sedante! ¡Coge un sedante! —gritó
el primer camarero, dio un grito ahogado cuando el brazo de Richard
le oprimió la tráquea.
Un momento después, Richard oyó un zumbido y
sintió una punzada aguda en el brazo. Soltó al camarero y cayó de
rodillas. Estaba casi cara a cara con su pareja escogida. Antes de
perder el conocimiento le dio tiempo a darse cuenta de cuánto la
quería. Se inclinó hacia delante y reposó la cabeza en su
regazo.
Ese no había sido el regreso que Diana había
imaginado. Estaba sentada al otro lado de un escritorio en un
despacho tenuemente iluminado. Era un despacho bastante grande para
los estándares de entonces, sin embargo, después de las vistas y
entornos espaciosos de los que habían disfrutado durante sus
vacaciones, parecía pequeño y abigarrado. El hombre que estaba
sentado al otro lado, que llevaba una toga blanca de médico, le
estaba explicando la situación.
—No es nada serio —le aseguró—. Su pareja
escogida ha tenido una reacción negativa a algunos de los
medicamentos que utilizamos para mejorar su experiencia vacacional.
Sucede en ocasiones. Por ello, tenemos que mantenerlo sedado y en
observación unos cuantos días.
Una placa gigante que había sobre la mesa
identificaba al hombre con letras mayúsculas como «Edward
Edmunson». No decía doctor Edmunson, y detrás de su nombre no
parecían las abreviaturas de ninguna titulación. Diana, que todavía
estaba bajo los efectos del período postvacacional de la
experiencia virtual y se estaba reajustando a la realidad, se
sentía confusa e insegura.
—Usted es médico, ¿no es así? —le preguntó
ansiosa, y de repente sintió miedo por el futuro de su adorado
compañero escogido, que podía estar en manos de algún técnico
sanitario.
—Por supuesto que lo soy —le respondió
Edmunson, a la vez que se cogía las solapas de la toga blanca y se
enderezaba en su asiento—. Soy doctor en Psiquiatría y Medicina.
G-18. ¿Qué le hace pensar que no lo sea?
—¡Oh! Nada —balbució Diana—. Solo estoy algo
disgustada.
—Bueno, eso es comprensible, querida. Lo que
sí le puedo asegurar es que no hay nada por lo que
disgustarse.
Edmunson era un hombre de aspecto
distinguido bien entrado en la cuarentena. Daba la impresión de ser
el tipo de hombre al que se le podría confiar la vida de uno. Las
sienes algo plateadas. Una frente ancha y lisa, cejas rectas y
oscuras, una nariz fuerte y prominente. Diana se dio cuenta de que
lo que estaba viendo era una máscara dérmica muy cara.
—¿Por qué lleva una máscara? —le
preguntó.
—Por ninguna razón en particular. —El doctor
Edmunson se encogió de hombros—. Supongo que me hace sentir más
como un médico. —Alargó el brazo al otro lado de la mesa y le
acercó una montaña de papeles no muy alta que dejó frente a ella—.
Ahora, si puede rellenar estos formularios de cesión, podemos
empezar a… —se interrumpió y bajó la vista para mirar el informe
que tenía abierto—, si… Richard… podemos empezar con el tratamiento
de Richard y estará en su hogar junto a usted antes de lo que se
imagina.
Las vacaciones habían
sido tan perfectas, pensó Diana, y ahora Richard tenía que
estropearlas. Aunque lo cierto era que no era culpa suya
exactamente. Y además, ella lo quería, de verdad que lo quería. Si
únicamente no comenzara a actuar de manera extraña y distante otra
vez… Si pudieran vivir de vacaciones y en el Futuro Perfecto todo
el tiempo…
Aquella noche, después de un viaje solitario
en el tren subterráneo, Diana llamó a Heather y le contó lo
sucedido. Su amiga la tranquilizó tal y como había hecho todo el
mundo.
—No te preocupes por Richard —le dijo
Heather—. Volverá a ser el cascarrabias de siempre en un par de
días. No puedes hacerte daño en unas vacaciones virtuales. Es casi
tan peligroso como dormir por la noche. Ahora, ¡cuéntamelo todo!
¿Qué has visto? ¿Es tan maravilloso de verdad como todo el mundo
dice?
Más tarde, aquella misma noche, sin otra
cosa más que hacer que preocuparse, Diana decidió mantenerse
ocupada ordenando el piso. Así estaría bonito para cuando volviera
Richard. En el pasado nunca había sido muy dada a las tareas
domésticas, pero entonces empezaba a pensar que aquel había sido
uno de los problemas que habían tenido como pareja. El hombre al
que amaba se merecía algo doméstico de vez en cuando.
Empezó por la cocina, colocó los contenidos
de los armarios y de la unidad de enfriamiento y tiró la comida que
estaba mala a la basura. En el salón se encontró con los libros de
Richard apilados junto a su silla. Allí estaba el lado extraño de
su pareja para enfrentarse a él. Lo cierto era que hacían daño a la
vista con las tapas raídas y las páginas amarillas. Por un momento
pensó en tirarlos. Pero no, al final llegó a la conclusión de que
si su pareja escogida quería leer libros, debería poder leer
libros. ¿Qué mal había en ello? Cada uno tenía sus pequeñas
excentricidades. Sin embargo, no deberían estar a la vista donde
cualquiera pudiera verlos.
Diana recogió los libros y los llevó a la
unidad de almacenamiento de Richard junto a su lado de la cama.
Intentó meterlos en un estante de arriba, pero no lo consiguió. La
unidad de almacenamiento era un completo desastre, su contenido se
caía por todas partes, la parte de abajo estaba llena de ropa
sucia. Así que empezó por ahí.
La mayoría de la ropa fue a la partida de
lavandería y parte fue directa a la basura. Una vez tuvo el suelo
casi limpio de cosas se encontró con un par de zapatos que Richard
no se había puesto desde hacía más de un año. Estaban totalmente
pasados de moda. Mientras los llevaba a la basura se percató de que
uno pesaba más que el otro. Fue entonces cuando Diana descubrió la
pistola.
La miró con incredulidad.
El arma estaba en el suelo, en el mismo
lugar en el que lo había dejado caer en cuanto se dio cuenta de lo
que era. Retrocedió para alejarse de ella como si estuviera viva,
un pequeño animal peligroso que pudiera saltar si hacía algún
movimiento en falso.
Su mente no dejaba de dar vueltas y más
vueltas, buscaba una explicación razonable, cualquier explicación a
la que pudiera asirse para explicar por qué Richard podía estar en
posesión de una cosa tan horrible. Seguramente tendría alguna
relación con su obsesión por el pasado, pensaba frenética, más
excentricidades. ¡Tenía que ser eso! Como las monedas antiguas que
coleccionaba. O como los libros. O los aburridísimos documentales
históricos que insistía en ver a pesar de que luego se quejaba de
lo inexactos que eran. Pero, ¡había un límite de lo excéntrico que
se podía ser!
Diana sabía que debía coger la pistola y
llevarla a la comisaría de guardianes más cercana y contarles dónde
la había encontrado. Era su deber como buena ciudadana. Sin
embargo, eso lo estropearía todo, sus vidas, sus carreras, y justo
cuando Richard y ella habían reafirmado su emparejamiento y su amor
el uno por el otro. En aquel momento, un poco de la antigua Diana,
de la Diana de antes de las vacaciones, comenzó a aflorar.
Ella quería a su pareja escogida, pero se
dio cuenta de que como todos los hombres, había momentos en los que
necesitaría guía y control. Si lo quería demasiado, si le dejaba
hacer todo lo que quería, nadie podía saber hasta dónde lo
llevaría.
Diana cogió la pistola con mucho cuidado y
la sostuvo lo más lejos que pudo de sí. Encontró unas hojas de
noticias viejas y la envolvió con fuerza, pero siempre con los
brazos estirados. Veinte minutos después estaba de vuelta en su
piso después de tirar el paquete a la basura pública. De camino, se
había detenido en dos ocasiones, casi cambió de dirección,
convencida por un momento de que debía ir a la comisaría de
guardianes. Sin embargo, había renegado de su condicionamiento y
había perseverado. Sabía que siempre le molestaría no haber
cumplido con su deber como ciudadana. Sin embargo, si se quería a
alguien tanto como ella quería a Richard, había que hacer algunos
sacrificios.
La segunda vez que Richard se despertó sabía
que estaba en la habitación de un hospital, aunque no estaba seguro
de cómo había llegado hasta allí ni de qué era lo que le ocurría.
Diana estaba sentada junto a él y parecía preocupada. Cuando
intentó hablar, su voz salió como si lo hiciera desde las
profundidades, cascada e irreconocible, las palabras se le
agolpaban en la garganta.
—¡Está despierto! —exclamó Diana.
—Sí que lo está.
Apareció una figura al otro lado de la cama
de apariencia distinguida. Llevaba la toga blanca de médico.
—Seguramente esté deshidratado por lo que le
hemos estado dando. Mire a ver si quiere algo de agua.
Diana le levantó la cabeza a Richard de la
almohada y le acercó un vaso de plástico con una pajita a los
labios. Sorbió con codicia. El agua sabía amarga. Algo no iba bien
con la que era su pareja escogida. Cuando esta se inclinó para
acercarse a él, sus pecas se agrandaron como montañas y cráteres.
Algunas se le parecían a los volcanes que había visto en los
documentales del holo.
El hombre de la toga blanca se acercó a él y
levantó dos dedos.
—¿Cuántos dedos he levantado? le preguntó
con voz divertida.
Richard empezó a reírse de manera
descontrolada. Una risa áspera que salía de lo más profundo de su
pecho y sonaba más como una tos. Acababa de darse cuenta de que el
Toga Blanca llevaba una máscara. Alguien que él conocía habría
pensado que era muy gracioso. Alguien que una vez le dijo que los
que llevan toga siempre llevan máscara. Pensó en una mujer con el
pelo negro y corto, y unos enormes ojos oscuros, con expresión
inquisitiva en el rostro. Un rostro muy hermoso. En aquel momento
se dio cuenta de que algo iba muy mal.
—¿Dónde está Josie? rugió.
—¿Quién es Josie? —le preguntó Toga Blanca a
Diana.
—No conocemos a nadie que se llame Josie
—dijo Diana.
Antes de que él la pudiera corregir, volvió
a quedarse dormido.
El doctor Edmunson alcanzó a Diana en el
pasillo.
—No tiene que preocuparse por su Richard —le
aconsejó—. Se pondrá bien.
Diana se detuvo y se giró para mirarlo de
frente.
—Será mejor que así sea —dijo. Le temblaba
la voz. Se le vino a la mente la imagen de la pistola. Y, ¿quién
era Josie?—. No sé lo que haría sin él, doctor.
—¡Oh! Venga, llámeme Edward. Y créame, no
tendrá que estar sin él. Todavía está algo colocado, todavía esta
disociativo. Eso es todo lo que tiene. Debería empezar a volver en
sí en un día o dos. —El rostro del doctor Edmunson se iluminó y le
dedicó una amplia sonrisa, lo que le dejó ver dos filas de dientes
perfectamente alineados—. Dígame —prosiguió, a la vez que se
inclinaba sobre Diana y le ponía una mano en el hombro—, es casi la
hora de almorzar. ¿Le gustaría acompañarme en mi despacho?
Podríamos relajarnos un poco y tomar algo que nos suban de la
cafetería. También podemos pedir algo de fuera, si lo prefiere.
Hasta podría descansar un rato en el sofá y volver a ver a su
pareja escogida antes de regresar a su casa.
Diana lo miró. No era capaz de hacerse una
idea de qué aspecto tendría su rostro bajo la máscara dérmica y
tampoco le importaba. Tampoco se molestó en contestarle. Se quitó
con fuerza la mano del doctor Edmunson del hombro y se dio la
vuelta para salir a paso ligero en dirección opuesta. Diana no
sabía hacia dónde iba, pero tenía muy claro de qué se
alejaba.
Richard continuaba despertándose y
volviéndose a dormir. Intercalada con una serie de sueños
entrelazados, la realidad se colaba de manera poco sistemática.
Recordaba las vacaciones y sus planes para estropearlas. Tenía un
leve recuerdo de su viaje al lado salvaje en la sala de
recuperación. Se dio cuenta de que lo seguían drogando. La única
diferencia era que las drogas que le estaban dando ahora lo
deprimían en lugar de llevarlo a un estado de euforia. Lo deprimían
más de lo que él querría.
Sus sueños adoptaron una cualidad
mortalmente repetitiva. Invariablemente se encontraba en el
trabajo, sentado frente a su terminal, intentaba resolver un
problema que no cesaba, en una serie de pasos interminables,
intrincados y mezclados que nunca llegaban a tener sentido. En
algún punto había un problema en la cadena lógica. No importaba la
cantidad de veces que lo mirara, no era capaz de encontrar el
fallo. Cuando creía que estaba a punto de encontrar la solución, la
pantalla del monitor empezaba a parpadear y aparecía el rostro de
Josie. Tenía los ojos cerrados como si estuviera dormida. A veces
Sol Thatcher estaba mirando por encima de su hombro y Richard tenía
que ponerse en pie rápidamente frente a la pantalla para tapar la
imagen de Josie y que Thatcher no la viera. En el sueño no era tan
importante que Thatcher viera a Josie, como que no la viera dormir.
En otra versión, era el rostro de Coopersmith el que aparecía en la
pantalla. Tenía la cara manchada y le salía un fino hilillo de
sangre por la nariz. Tenía los ojos estáticos como la piedra, pero
no dejaba de mover los labios. A pesar de que no había sonido
alguno, Richard podía entender perfectamente lo que decía:
«Quemándote las cejas», decía Coopersmith una y otra vez como si
fuera la propaganda que pasaban en el holo. Entonces, de repente,
Thatcher estaba allí otra vez, se habría colado por detrás, con una
de sus enormes manos sobre el hombro de Richard. Le preguntaba
quién era la persona que aparecía en la pantalla, con su tono
entrecortado. Le decía que le resultaba familiar. Que la cosa
estaba fea tanto para él como para el propio Richard.
Cada vez que Richard se despertaba de
aquella pesadilla, la realidad con la que se enfrentaba le
resultaba dura y abrasiva. La luz era demasiado fuerte y las
superficies de los objetos comunes eran demasiado definidas,
demasiado afiladas. La comida que le daban le sabía amarga y
harinosa.
Diana estaba a menudo sentada junto a él.
Tenía el rostro demacrado, como si hubiera perdido peso. Su piel
tenía un tono gris sin vida y los ojos le brillaban mucho como si
tuviera fiebre y fuera ella la que padeciera una enfermedad. Su
pareja escogida era tan solo un pálido reflejo de la imagen que
acababa de estar cenando y bailando y viajando con él, durante el
tiempo que hubiera sido. Sin embargo, cada vez que la miraba sentía
un amor que no quería ni necesitaba y que no entendía por qué
llenaba su corazón y lo embargaba.
—¿No tendrías que estar en la oficina? —le
preguntó.
—Me he cogido unos cuantos días libres —le
contestó ella—. Tú eres mucho más importante para mí que el
trabajo. —Le cogió la mano con las dos suyas. Ella tenía las palmas
de las manos frías y húmedas—. No te preocupes he llamado a tu
trabajo. No te esperan hasta el lunes que viene. Tendrás tiempo más
que suficiente para descansar.
Richard no estaba ya seguro de quién era él.
No sabía en quién se había convertido Diana, con su mirada de
adoración y posesión. Hacía casi una semana desde la última vez que
había visto a Josie. No podía ni imaginarse qué estaría pensando
ella. O lo que él mismo diría cuando se enfrentara a ella.
Lo dejaron marcharse el jueves por la mañana
ante la insistencia de Diana y bajo su responsabilidad. Él todavía
no estaba normal, ni mucho menos. Más que como de vuelta de
vacaciones, Richard se sentía como si estuviera convaleciente de
una larga enfermedad. Tenía los brazos y las piernas débiles. La
menor actividad lo dejaba exhausto enseguida. El doctor Edmunson le
había dado unas cápsulas para que las tomara y le había recomendado
que guardara cama unos cuantos días más.
En el tren subterráneo de regreso a casa,
Diana se apretó contra él y se cogió de su brazo. El no hizo gesto
alguno de intentar sacársela de encima.
—Estoy tan contenta de que te vayas a poner
bien —le dijo—. Dicen que la próxima vez no va a haber ningún
problema. Te monitorizarán más detalladamente y se asegurarán de
que no pase nada malo. No puedo esperar a irnos otra vez. La
próxima vez podemos probar con algo histórico, si quieres.
—Pero no es real —dijo Richard. Seguía
teniendo la voz ronca—. Ni el más mínimo detalle era real.
—¿Quién puede decir qué es real y qué no lo
es? —le respondió Diana—. Para mí es lo suficientemente real.
Podría vivir así para siempre. —Se acurrucó más contra él y apoyó
la mejilla en su hombro—. No me digas que a ti no te ha parecido
maravilloso.
Richard pensó en la comida, las vistas
panorámicas, las noches increíbles de hacer el amor en una
suite de hotel. Recordaba navegar por
encima de las olas y montar a caballo por una colina de gran
pendiente con asombrosa vegetación alrededor. Todavía podía sentir
el cuerpo de Diana, firme y dispuesto bajo sus manos mientras
bailaban como un solo ser en la pista de baile. Podía oler la
embriagadora fragancia que llevaba entonces.
—Sí que tuvo sus momentos —se vio obligado a
admitir y solo se dio cuenta a medias de que lo había dicho en voz
alta.
Regresaron a su piso en silencio, Diana lo
ayudó en todo momento y no se separó de su lado, Richard aceptaba
su solícito abrazo. El silencio de Diana era fruto de la
satisfacción, el de Richard lo era de una tormenta emocional y del
cansancio más absoluto. Él se dio cuenta de que no se había
solucionado nada entre ellos. Diana todavía no sabía nada de Josie.
Ella todavía no sabía que había planeado disolver su emparejamiento
y dejarla. Después de lo que debía haber experimentado en las
vacaciones, sin duda no había nada más lejos de su
imaginación.
El caos que había en su mente le hizo pensar
en ese cuadro de un campo de batalla que había visto en el Museo de
Historia No Natural. Arboles con las raíces hacia arriba y las
copas hacia abajo. Vehículos dados la vuelta. Enormes trozos de
tierra arrancados aquí y allí. Cuerpos y partes de cuerpos de
muertos tirados por el suelo. Solo que a diferencia del cuadro que
representaba alguna loca guerra del pasado, la carnicería no cesaba
en su mente. Nuevas tropas llegaban sin cesar, el conflicto se
recrudecía y nuevos cuerpos se apilaban sobre los viejos.
Cada vez que Richard pensaba en Josie,
quería salir corriendo a su piso del barrio bajo para estar junto a
ella. Solo que todavía se sentía demasiado débil y cansado como
para salir corriendo a cualquier sitio. Cada vez que miraba a Diana
sentía un amor irracional por ella que no era capaz de negar. A
pesar del hecho de que ella había sido la que lo había obligado a
irse de vacaciones virtuales con sus emociones forzosas, aquellas
emociones prevalecían.
Una vez le hubo ayudado a desvestirse y lo
hubo acomodado en la cama, Diana empezó a mimarlo.
—¿Te traigo algo de comer o de beber? —le
preguntó.
Richard negó con la cabeza.
—Te puse los libros ahí —dijo, a la vez que
señalaba a la mesilla de noche—. Por si te apetece leer. —Parecía
muy orgullosa de sí misma.
Richard asintió.
—Ahora sí que tengo que irme a la oficina un
par de horas. Ya sabes lo del nuevo proyecto, ¿no? Pero me puedo
quedar si quieres.
—Vete —dijo Richard—. Estoy bien.
—¿Estás seguro? Odio dejarte solo.
Volvió a asentir.
—Está bien, amor. Pero te traeré algo
especial para la cena. —Mientras él se concentraba en no mirarla,
Diana se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla—. Te
quiero —le dijo—. Volveré en cuanto me sea posible.
—Yo también te quiero —balbució él. En
cuanto lo dijo quiso morderse la lengua, a pesar de que era
cierto.
—No olvides tomarte las pastillas —le
recordó—. Las pondré aquí, junto a tus libros.
¿Quién era en realidad aquella mujer? No era
la vieja Diana que Richard conocía de sus años como pareja
escogida. Tampoco era la Diana virtual y radiante de las
vacaciones.
Quienquiera que fuera, salió a toda prisa
por la puerta, y lo dejó allí con su guerra privada.
Richard se despertó rodeado por las
familiares paredes de su piso. No recordaba haberse quedado
dormido. Se puso en pie, débil, y arrastró los pies hasta el cuarto
de baño; se tuvo que agarrar al marco de la puerta cuando le dio un
vahído.
De vuelta en la cama, miró el frasco de
cápsulas que le había dado el doctor Edmunson.
—Tomar dos cada cuatro horas —leyó en la
posología.
Más sedantes,
pensó. Probablemente eso sería lo que hacía que se sintiera tan
débil y cansado. Volvió a dejar el frasco en la mesilla de noche.
Hacía menos de un año, él quizá se habría quejado de lo que el
médico le había ordenado, pero nunca se le habría pasado por la
cabeza no hacerle caso.
Se sentó en el borde de la cama varios
minutos, con la intención de volver a quedarse dormido. Se puso en
pie y logró llegar a la micrococina. Los armarios estaban vacíos en
su mayor parte, pero pudo encontrar lo que buscaba, una bebida
dietética llamada «SlimStim» que Diana utilizaba para controlar su
peso y mantener su nivel de energía. Se suponía que había que
mezclarla con leche, pero solo tenía agua. Se bebió el brebaje
asqueroso sin disolver más que a medias, puso cara de asco a la
mitad por el sabor, era como una especie de imitación de
chocolate.
Se sentó en el sofá del salón. Pensó que en
cuanto se sintiera mejor, se vestiría e iría a ver a Josie. Si
había alguien que pudiera ayudarle a exorcizar el condicionamiento
de las vacaciones, esa era Josie. Quizá lo único que tuviera que
hacer era verla otra vez. Cerró los ojos y la vio en su mente. Sus
ojos oscuros y sus facciones aquilinas. Sus esbeltas extremidades.
La imagen de Diana apareció a su lado. Su pareja escogida llevaba
una bata amarilla de algún tejido satinado. Le dejaba los hombros y
los brazos al descubierto. Detrás de las imágenes de las dos
hermosas mujeres, las escenas de las vacaciones no dejaban de
sucederse.
Recuperó la consciencia por segunda vez sin
haberse percatado de haberse quedado dormido. Esta vez fue la
puerta del piso al cerrarse lo que lo despertó. Estaba sentado en
el sofá y llevaba un mono ajustado. Casi no podía recordar haberse
vestido.
—¿Qué haces levantado? —le reprendió Diana—.
¡Se supone que deberías estar descansando!
Diana llevaba varias bolsas de plástico
grandes que dejó en la micrococina. No solo había ido al trabajo,
sino también a la peluquería y a la compra. Se había dado mechas
rubio platino y llevaba las uñas pintadas con reflejos plateados.
Llevaba un vestido que no había visto nunca, también plateado, la
poca tela que tenía al menos era de ese color. Unas medias
plateadas y unos zapatos con reflejos con el tacón alto y ancho
completaban el conjunto.
—¿Te gusta? —le preguntó a la vez que
caminaba hacia delante y hacia atrás delante de él, daba vueltas y
posaba. Las uñas y los zapatos brillaban. Movía las caderas. Estaba
casi tan provocativa como la Diana virtual.
—Es muy bonito —respondió Richard. ¿Qué otra
cosa podía decir? No solo era verdad, sino que era quedarse
corto.
—No te preocupes, ¡te he traído algo a ti
también!
Diana volvió a la micrococina y se puso a
escarbar en una de las bolsas. Cuando regresó, llevaba una pequeña
caja blanca en una mano. Se sentó en el sofá junto a él y se la
tendió. La caja estaba atada con un lazo rojo.
—¿A qué viene esto? —preguntó Richard.
—Porque te quiero. Y porque fuiste muy
amable en las vacaciones.
—Ese no era yo —le espetó Richard. Todavía
se estaba despertando.
—No seas tonto —se rió Diana—. Conozco bien
a mi compañero escogido. Toma. ¿No vas a abrirlo?
Richard cogió la caja que le tendía. Soltó
la lazada y levantó la tapa. Dentro, envuelta en un plástico
sellado y sobre una cama de terciopelo rojo oscuro había una moneda
de plata algo desgastada y muy abrillantada. Era de un país
conocido como los Estados Unidos de América, que en su día fue la
nación más poderosa del mundo. Una de las caras de la moneda
mostraba un emblema del país, un águila estilizada que sostenía dos
ramas. Richard cogió la moneda y le dio la vuelta. En el otro lado
estaba el perfil de un hombre de cabello espeso que aparentemente
dirigía el país. La moneda databa de 1972.
Hubo un momento en el que Richard había
albergado la pasión de coleccionar monedas, ya que las veía como
parte de la historia que había sobrevivido hasta el presente. A
veces, las sacaba de los estuches y pasaba los dedos por las letras
e imágenes que había en sus superficies, se imaginaba todos los
lugares por los que habría pasado y la gente que las habría tocado.
Sin embargo, hacía muchos meses que no miraba su colección o ni
siquiera había pensado en ella. Era una afición muy cara, Diana una
vez lo había llamado «lujo tonto», y todo el dinero extra que tenía
Richard había ido a parar a Josie.
—¿Te gusta? —le dijo Diana.
—Sí, por supuesto. Gracias. Está bien. Pero,
¿podemos permitirnos todo esto? —Sujetó la moneda con una mano y le
hizo un gesto a Diana con la otra.
—¡Oh! Bueno, ahora mismo nos hemos pasado un
poco, con las vacaciones y todo, pero con el dinero extra de mi
ascenso estaremos bien. Si hay algo que he aprendido de las
vacaciones es que tenemos que preocuparnos menos por el mañana y
más por el hoy.
—¿Qué ascenso? —le preguntó Richard. Se dio
cuenta de que antes de marcharse al trabajo había mencionado algo
acerca de un nuevo proyecto. Le empezaba a funcionar de nuevo la
mente.
—¿No te acuerdas, cariño? Te lo conté
durante las vacaciones, la primera noche, en la cama. No puedo
creerme que se te haya olvidado.
—Ese no era yo —le repitió Richard, esta vez
consciente de lo que decía. Por primera vez en días, empezaba a
sentirse despierto. Alerta no, pero al menos despierto. Las únicas
nubes que quedaban en su mente eran las que suelen quedar después
de una tormenta.
Diana lo miró con gesto interrogante, con
las cejas levantadas.
—¿Por qué no dejas de repetir eso? ¿Te
encuentras bien? Quizá deberías volver a la cama y descansar un
rato.
—Tenemos que hablar —dijo Richard—. Tenemos
que hablar de las vacaciones.
—Lo sé —dijo Diana—. Hay tantas cosas que
recordar que estaremos hablando de ello durante años. Pero primero
voy a hacer la cena. Creo que es uno de tus platos favoritos. Al
menos espero que lo sea.
Diana no había cocinado para ellos desde el
primer año de emparejamiento. Aquella farsa tenía que acabar, pensó
Richard. Cuanto más hacía y decía ella, cuanto más lo miraba con
aquella mirada posesiva de adoración, más atrapado estaba en una
felicidad conyugal forzada.
Peor aún, la farsa era tan convincente que
él podría hasta divertirse. Algo no tan distinto de las vacaciones
virtuales.
Las posibilidades de Richard Thorne estaban
claras, podía permanecer con Diana, su pareja escogida, una mujer
que claramente lo amaba y a quien él ahora también amaba, o
abandonarla por una mujer que aceptaba su dinero a cambio de
favores sexuales y que nunca había admitido quererlo. Podía elegir
una vida segura y gratificante con Diana o la incertidumbre de la
vida que pudiera aspirar a tener junto a Josie Jimson. Richard
sabía que los sentimientos de Diana hacia él habían sido
condicionados por las vacaciones, igual que sus propios
sentimientos hacia ella. También sabía que todos nosotros somos
producto de nuestro condicionamiento, desde que nacemos hasta que
morimos. ¿Qué diferencia podía haber en que el condicionamiento
fuera circunstancial o premeditado? Los resultados eran los mismos.
Al menos deberían haberlo sido.
De nuevo, el personaje de Richard Thorne nos
elude. El sociópata se ha esfumado y estaba siendo sustituido por
otra etapa en su desarrollo y desintegración. Aquí las hebras
esparcidas de su proyección crecen todavía más dispares y
discontinuas, algunas no son más que puntos aislados de luz que no
se pueden relacionar con nada.
Cuando Diana se levantó para ir a la cocina,
Richard la cogió por la muñeca y tiró de ella para que se volviera
a sentar en el sofá. Ella cayó contra él con torpeza y se golpearon
en los hombros.
—¡Ay! —gritó Diana—. ¡Me has hecho daño!
¿Por qué actúas de esta manera? ¿Te has tomado las pastillas?
Richard le soltó la muñeca, pero hizo caso
omiso de sus preguntas.
—Lo siento —le dijo. Y era cierto que lo
sentía—. Pero tienes que saber que las vacaciones no fueron
reales.
—Eso ya lo hemos hablado, y te dije lo que
pensaba. ¿Por qué tienes que echarlo todo por tierra? ¿Por qué lo
tienes que estropear todo? Fuimos tan felices en nuestras
vacaciones juntos.
—Tienes razón —dijo Richard—, más felices de
lo que nunca hemos sido. Pero, ¡no estábamos juntos! Ese no era yo.
Estabas con un «constructo» de mí idealizado, generado por
ordenador, y yo estaba con uno de ti. Era todo una farsa, una
ilusión para hacer que las parejas escogidas se quieran el uno al
otro.
—¡Eso son tonterías! —Diana no lo miraba—.
¡No te creo! ¿Por qué tienes que decir cosas tan horribles? —En el
sofá, el cuerpo de Diana estaba inclinado hacia delante y tenía el
codo apoyado en los muslos—. No es sino otra de tus locuras. —Giró
la cabeza y lo miró un segundo—. Y ahora me vas a decir que ni
siquiera nos fuimos de vacaciones.
—Solo escúchame —le dijo—. Por favor,
escúchame. Hay más cosas que tengo que decirte.
—No, ¡no quiero oírlas! —Diana se llevó las
manos a la cara y sus uñas destellaron—. Todavía hay algo que anda
mal en tu mente. —Empezó a agitar la cabeza hacia delante y hacia
atrás—. El doctor Edmunson tenía razón. ¡Te he traído a casa
demasiado pronto!
Richard no pudo evitarlo. Alargó la mano y
se la puso en el hombro para intentar consolarla de algún
modo.
—¡No me toques! —dijo Diana en un
silbido.
Al instante siguiente, mientras él retiraba
su mano del hombro de ella, Diana alargó las suyas y le cogió la
mano entre ambas.
—¡Lo siento! No lo decía de verdad. —Abrió y
cerró la boca de manera extraña un par de veces antes de pronunciar
las siguientes frases—. Me quieres, ¿verdad que sí?
—Te quiero —le dijo Richard—. De verdad que
sí, pero no es suficiente. Hay alguien a quien quiero más.
El rostro de Diana se retorció como si
estuviera hecho de barro. El maquillaje que se había aplicado con
tanto arte se volvió grotesco. Le soltó la mano bruscamente y se
puso en pie y dio varios pasos hacia atrás, para alejarse de él.
Tenía los brazos a ambos lados del cuerpo y los puños
cerrados.
Richard pensó que quizá fuera a salir
corriendo de la habitación, igual a marcharse del piso. En su
lugar, muy despacio, estiró los hombros y se giró para mirarlo. La
adoración anterior había desaparecido de sus ojos. Su ansia de
posesión permanecía. Su confesión había obligado a volver a la
antigua Diana. Por fin podía reconocer en ella a la pareja escogida
que él conocía. El condicionamiento de las vacaciones había
desaparecido momentáneamente.
—¿Crees que puedes esconder cosas de mí?
—dijo Diana—. ¿Crees que no sé adónde has estado yendo por las
noches, con esa puta de barrio bajo con la que te has liado? Se
llama Josie, ¿no es así? Bueno, puedes apostar que ya debe haberse
marchado. Ella y todos los de su sucia especie. Se habrán marchado
para siempre.
—¿Marchado? —De repente, Richard estaba de
pie delante de ella. Casi se cayó de espaldas al sofá de nuevo
cuando una oleada de vértigo se apoderó de él, sin embargo, logró
mantener el equilibrio. El inexplicable conocimiento de Diana de
sus transgresiones era algo circunstancial comparado con el segundo
golpe que le había lanzado—. ¿Qué quieres decir con marchado?
—Ya te lo dije, tonto, cuando estábamos de
vacaciones. Ese barrio bajo va a ser arrasado. Deben estar
demoliéndolo mientras hablamos.
—Pero, ¿qué hay de la gente que vive
allí?
—¿Cómo voy a saberlo yo? Probablemente los
hayan mandado a una granja de trabajo, a una fábrica o a otro
barrio bajo de otro sector. ¿A quién le importa? Ni siquiera son
ciudadanos. Una cosa es segura, no volverás a ver a tu pequeña
putita nunca más. —Diana se rió con aspereza—. Soy todo lo que
tienes, ¡así que será mejor que te acostumbres a quererme a mí y a
nadie más! Puedo hacer que te manden de vuelta al hospital en el
momento que a mí me dé la gana. ¡Así de fácil! —Chasqueó los dedos
delante de su cara—. Solo tengo que decirle al doctor Edmunson que
vuelves a hacer locuras.
¿Cómo podía amar a aquella mujer cuando ni
siquiera le gustaba? Y aunque fuera cierto que la quisiera, se dio
cuenta de que la odiaba más de lo que la quería. Richard apartó a
su pareja escogida de un empujón y se dirigió a la puerta. Caminaba
desacompasado, y las paredes del piso se movían hacia delante y
hacia atrás, pero él caminaba.
—¿Adónde te crees que vas? ¡Vuelve aquí,
loco! ¡Vuelve aquí ahora mismo o lo lamentarás profundamente!
Los infames Disturbios del 37 fueron el
resultado de una propuesta de demolición de viviendas insalubres en
un barrio bajo en el 37. La demolición se había promocionado a
través de todos los medios de comunicación y se había anunciado
como un gran avance hacia el Futuro Perfecto. Le proporcionó a
Stuart Jimson y a sus seguidores del LAD la excusa que necesitaban
para organizar una resistencia armada. Fue un error que no
volveríamos a cometer. De los Disturbios del 37 aprendimos que
cuando uno va a demoler las viviendas insalubres de un barrio bajo
y a realojar a sus habitantes, hay que hacerlo con rapidez, sin
hacer ruido, con la mínima publicidad y con un alto grado de
eficacia. Una vez se ha logrado el objetivo, entonces se puede
anunciar su éxito en los medios de comunicación.
El domingo anterior por la mañana, mientras
Richard y Diana vivían sus sueños virtuales, cuando la mayoría de
la gente seguramente estaría en su casa y en su cama, guardianes
armados entraron en el barrio bajo en formaciones de a veinte. Se
movieron de manera metódica de un edificio a otro, de una
habitación a otra y sacaron a sus habitantes. Sacaron a la calle a
los moradores del barrio bajo. A continuación fueron trasladados a
un centro de realojamiento donde se trataría a cada caso de manera
particular. La resistencia fue mínima y ningún guardián resultó
herido de gravedad.
En el transcurso de la operación descubrimos
las plantas ilegales de Josie, y por supuesto, el terminal, que a
su vez nos llevó hasta Daniel DeLyon.
A varias manzanas de distancia Thorne pudo
ver la nube de polvo de la demolición que se expandía en el aire.
Conforme se iba acercando, esta se volvía más alta y más ancha en
el cielo, borraba el sol de bien entrada la tarde y hacía caer una
enorme sombra sobre las calles que había debajo.
Por donde él solía entrar al barrio bajo el
camino estaba cortado por una enorme barricada naranja que se
extendía a lo ancho de la calle y la pasarela. Thorne retrocedió y
rodeó el perímetro de escombros en un intento de encontrar otra
entrada, pero se dio cuenta de que era inútil. Había barricadas por
todas partes. La mayor parte de lo que quedaba del barrio bajo
estaba en ruinas y la destrucción continuaba.
Subyugado por la desesperación y la
fascinación observó cómo una enorme bola de demolición con púas
hacía su trabajo. Cada vez que golpeaba caía otro trozo de
edificio. En una avalancha de ruido, habitaciones enteras con su
mobiliario caían en cascada sobre los escombros que ya había en la
calle. Esquirlas de escayola volaban y caían en todas direcciones.
Thorne tuvo una visión de los libros de Josie entre los escombros,
nunca volverían a ser leídos. La bola de
demolición debería tener un rostro, pensó, un rostro sonriente y malévolo con los dientes podridos
y ojos llenos de locura.
Thorne vio a un trabajador con su mono
naranja no muy lejos de una de las barricadas, y le hizo gestos con
la mano para llamar su atención y se llevó las manos a la boca para
hacer como un altavoz que transmitiera su voz por encima del
estruendo de la demolición.
—¿Dónde está la gente? ¿Adónde se han
llevado a la gente?
El hombre no podía oírlo. Apenas le sonrío,
negó con la cabeza y se señaló un oído.
En un fragmento irregular de una pared rota
que sobresalía entre los escombros que tenía alrededor, un trozo de
una pintada de un morador del barrio bajo había sobrevivido
temporalmente a la devastación. Un retazo de ripios que le recordó
otra inscripción que había visto antes y le trajo una oleada de
recuerdos.
¿Arden la Tierras Muertas de tanta
radiación?
¿La ciudad está mejor acaso?
Cuando los guardianes cortan y
queman,
¿Cuál te dejará de vida más escaso?
Thorne se imaginó a los guardianes armados
entrando en el barrio bajo, reuniendo a sus habitantes y
llevándolos por las calles como si fueran ganado, y matando a todo
el que se resistiera.
¡No!, gritó su
mente, ¡Josie no puede estar
muerta!
Un enorme gemido salió de su garganta. Le
dolía la cabeza y se sentía enfermo físicamente. Empezó a temblar.
Thorne se inclinó hacia delante y comenzó a toser violentamente.
Intentó vomitar en la acera, pero lo único que sacó fue un poco de
saliva con un terrible sabor a chocolate.
Una vez hubieron cesado los temblores de su
cuerpo, se dio la vuelta, dejó el barrio bajo con sus escombros
atrás y comenzó a caminar en una nueva dirección. Si alguien sabía
dónde estaba Josie, ese sería su hermano, Daniel DeLyon. Ya era
bien entrada la tarde y DeLyon regresaría pronto del trabajo. Si no
estaba, la madre de Josie igual se acordaría de él y le dejaría
entrar en el piso. Quizás hasta la propia Josie se hubiera
refugiado allí.
Thorne llamó a la puerta con los nudillos y
después la golpeó con la mano, pero no obtuvo respuesta. Se apoyó
contra la pared y estaba a punto de dejarse caer y sentarse en la
sucia alfombra del rellano a esperar a que llegara alguien, cuando
se abrió una rendija de una puerta del otro lado. Tenía la cadena
puesta, pero pudo ver un segmento vertical de un rostro. Un ojo
gris pálido rodeado de arrugas lo observaba.
—No hay nadie —le dijo la mujer—. Ayer
vinieron los guardianes y se los llevaron. Tendría que haber oído
los gritos. Podría pensarse que era el fin del mundo.
Thorne gimió, con voz rasgada y expresión
incoherente y se dejó caer por la pared hasta sentarse. La mujer
cerró la puerta con fuerza y rapidez. Thorne oyó como echaba varios
cerrojos.
De vuelta en la calle, comenzó a vagar sin
rumbo y pronto se perdió. Sus pasos seguían avanzando al azar y su
mente rugía internamente. No había nada que destrozar, nadie a
quien pegar. A su alrededor estaba la ciudad, en todas direcciones,
bloque sobre bloque desgastado, edificio tras edificio, imperiosa e
indiferente. Se había tragado a Josie sin dejar rastro, se la había
robado sin pensar en ninguno de los dos.
Podría ir a la comisaría de guardianes más
cercana y pedir ver el registro de dónde había sido realojada Josie
y se reirían en su cara. ¿Qué le importaban a él esos registros?
Podría intentar buscar entre los barrios bajos y lo que quedaba del
barrio bajo. Tenía que haber docenas repartidos por los diferentes
sectores. No sabía dónde estaban ni dónde empezar a buscarlos… y
seguramente Josie no estaría en ninguno de ellos. Se acordó de las
novelas que había leído en las que individuos en solitario se
habían enfrentado a sociedades completas y las habían vencido, se
dio cuenta de lo ridículas que eran.
Las últimas fases de la desintegración de
Richard Thorne reivindicaron su derecho a su persona. Había perdido
su último nexo de unión con la realidad y el mundo en el que vivía
se convirtió en el de su propia y tortuosa imaginación.
La jornada laboral terminó y multitud de
trabajadores llenaban las pasarelas y las aceras de regreso a sus
hogares. La mirada vacía y el andar renqueante de Thorne no llamó
mucho la atención. No era más que otra pieza entre millones de
ellas, otro individuo más cuya vida no tenía nada que ver con la de
ellos. Intentó no mirar las caras que pasaban junto a él. Cada vez
que lo hacía se convertían en exageraciones grotescas. Algunas se
asemejaban a fieros animales que rugían. Algunas ni siquiera tenían
facciones, tan solo tenían dos ojos que miraban intensamente desde
una pared redonda de carne. Otras eran caricaturas alargadas o
comprimidas con narices y barbillas enormemente desproporcionadas.
Algunas estaban plagadas de pústulas y heridas abiertas, como si
hubieran regresado los Años de la Plaga.
Cuando levantó la vista, los edificios de la
ciudad que se levantaban a su alrededor adquirieron la fluidez de
los dibujos animados, se inclinaban hacia todas partes y amenazaban
con caer sobre la calle en cualquier momento. Se formaban
diferentes dibujos en sus fachadas. Dibujos similares se reflejaban
en las espaldas de los viandantes y las pasarelas que había bajo
sus pies. Thorne se tambaleó y trató de concentrarse en sus propios
pies que estaban en movimiento, sus zapatos oscuros avanzaban a un
ritmo desigual un paso después de otro.
La hora de la cena llegó y pasó, y el cielo
se oscureció y él seguía caminando, ajeno al hecho de que no había
comido y de que había caído la noche. No se percataba de que a
menudo retrocedía y se movía en círculos.
Los distritos de ocio florecían con sus
luces, Thorne se abrió paso por ellas y sus sentidos se vieron
bombardeados aún más por la multitud de colores, los símbolos
cambiantes y la música.
Empezó a pensar que seguía de vacaciones,
que estaba rodeado de imágenes sin ninguna sustancia real,
proyecciones que solo existían en la mente de un ordenador. Miró
las marquesinas atónito y se preguntó por qué no estaba junto a él
la Diana virtual para decirle a donde tenían que ir y lo que tenían
que hacer.
¡Entonces vio a Josie!
Estaba sentada con un hombre en la terraza
de una cafetería. De alguna manera había logrado escapar de la
devastación del barrio bajo. Corrió hacia ella, casi pierde el
equilibrio, se apoyó en el respaldo de la silla del hombre que
estaba en un extremo de la mesa para evitar la caída en el último
momento. Los platos y los vasos tintinearon.
Josie levantó la vista y lo miró con
expresión asustada. Él se dio cuenta enseguida de que había algo
que no iba bien en sus ojos. Ya no eran tan vibrantes. Parecían
vacíos y sin brillo. ¿Qué le habían hecho? También había algo que
no iba bien con su rostro.
—¿Le podemos ayudar en algo? —Su compañero
se había medio levantado de su asiento y había adoptado una postura
defensiva.
No era Josie en absoluto, no era más que una
mujer que llevaba una máscara dérmica que se le parecía
superficialmente. Thorne sintió un dolor desgarrador en estómago
mientras se volvía a incorporar a la festiva muchedumbre.
—Seguramente estará borracho —oyó que
comentaba el hombre mientras se alejaba.
Para cuando se encontró en su barrio,
delante de su propio edificio ya se había hecho tarde. De alguna
manera, sus pasos lo habían llevado hasta allí de manera
instintiva. Temía enfrentarse a Diana, pero no tenía otro sitio al
que ir. Subió en el ascensor y casi se esperaba que cuando las
puertas se abrieran, lo estuviera esperando una falange de
guardianes a la espera de llevárselo. Pero lo único con lo que se
encontró fue con el mismo pasillo monótono.
Fue cuando abrió la puerta de su piso cuando
se encontró a los guardianes. Eran cuatro. Los tres que estaban de
pie llevaban armadura, su abultada presencia dominaba la
habitación. El cuarto guardián llevaba su toga esmeralda y estaba
sentado en el sofá junto a Diana.
Su pareja escogida levantó la mirada
rápidamente por un instante cuando Thorne entró en la habitación,
después se negó a mirarlo más. Había estado llorando y la sombra de
ojos plateada se le había corrido por las mejillas. Tenía el
cabello totalmente despeinado. Diana estaba acurrucada, había
subido las piernas al sofá y las apretaba contra sí. Parecía querer
encogerse hasta la posición fetal.
—Me alegra que hayas regresado —dijo el
guardián que iba con túnica y estaba sentado en el sofá—. Nos
ahorra la molestia de tener que buscarte.
Por un momento, Thorne no reconoció a quien
había hablado. La conducta y el porte de Sol Thatcher había
cambiado por completo. Ya no hablaba con frases entrecortadas. Su
postura y sus movimientos eran rígidos en lugar de indolentes. Sus
mejillas y su barbilla que en su momento fueron fofos se veían
ahora fuertes y sólidos. Era como si alguien hubiera cogido al
antiguo Thatcher y lo hubiera horneado.
—Vas a tener que acompañarnos —dijo—, ya sea
por propia voluntad o por la fuerza. Estás arrestado bajo sospecha
por la muerte de Willem Coopersmith.
Thatcher se puso en pie y cruzó la
habitación hasta quedar cara a cara con Thorne. Él era más grande,
pero casi tenían la misma altura y sus ojos se encontraban
prácticamente al mismo nivel. Con las percepciones perturbadas de
Thorne, Thatcher parecía mucho más alto.
—Ha sido tu supuesto amigo DeLyon el que te
ha delatado. Llevo meses detrás de ese hombre, esperando a que
cometiera algún error. Por lo general, distingo a los anómalos a
simple vista, pero tengo que admitir que tú me tenías engañado.
Nunca había sospechado de ti. No sabía que tuvieras ese arrojo.
—Thorne recordó que era exactamente lo mismo que le había dicho
Josie después de que le quitara la pistola al ladrón del
callejón.
»No me gusta que me tomen el pelo —prosiguió
Thatcher—, así que me estoy tomando un interés especial por tu
caso. —Miró de reojo a Diana—. Me temo que tú también tendrás que
venir, ciudadana Logan, al menos hasta que lleguemos al fondo de
este asunto.
Aquello fue lo último que Richard Thorne oyó
antes de que la devastación de su vida se apoderara de él y cayera
a los pies de Thatcher.