Devastación

 

 

DE lo primero que fue consciente Diana cuando se despertó fue de la música vaporosa, la misma que había cuando se quedó dormida. Ahora la velocidad iba aumentando lentamente en lugar de disminuir. Era una música tan bonita… Esperaba poder recordarla para siempre. Abrió los ojos. Un camarero con chaqueta blanca estaba inclinado sobre ella.
—¿Qué tal se siente? —le preguntó.
No, no era un camarero. Parecía más un médico o un técnico sanitario. Solo que era demasiado joven para ser médico. Y no llevaba toga.
—Estoy bien —Diana le sonrió—. ¿Qué tal está usted? —Los euforizantes todavía le corrían por las venas.
—Bueno, no me va mal. —El joven le devolvió la sonrisa y le dio unas palmaditas en la mano—. Solo cierre los ojos y relájese. Tenemos que hacerle unas cuantas pruebas. —Diana cerró los ojos—. Después podrá levantarse y vestirse.
Volvió a abrir los ojos.
Estaba tumbada en una camilla y llevaba una bata de hospital. A su izquierda vio a Richard tumbado de manera similar. Todavía estaba inconsciente. Había otro técnico sanitario inclinado sobre él. Diana se dio cuenta de que se habían terminado las vacaciones.
—Este está muy pasado —dijo el segundo hombre—. No vuelve en sí.
El técnico que estaba junto a ella se acercó a la camilla de Richard. Le levantó un párpado y le comprobó el pulso.
—Probemos con una inyección de estimulantes —sugirió.
Toqueteó en un estante que tenía debajo de la camilla y se incorporó con un tubo de metal en la mano. Emitió un zumbido apagado cuando lo presionó contra la parte superior del brazo de Richard.
Para entonces, Diana se había incorporado y estaba sentada en la camilla.
—¿Está bien? —dijo, en su tono se sentía una creciente alarma—. ¿Qué ocurre?
El técnico se dio la vuelta y regresó a su lado.
—No se preocupe. Todo irá bien. Ahora solo túmbese y relájese un minuto. —Le puso las manos en los hombros y comenzó a ayudarla a recostarse.
El cuerpo de Richard se incorporó repentinamente. Estaba despeinado y el pelo se le disparaba en todas direcciones. Tenía los ojos abiertos de par en par y mirada salvaje. Parecía un maníaco que se hubiera escapado y como tal actuó.

 

 

La primera vez que se despertó no sabía dónde estaba. Había un camarero de pie junto a él. Había otro camarero que le había puesto las manos encima de los hombros a Diana y esta parecía estar asustada. ¡Alguien le estaba haciendo daño a su pareja escogida!
Richard dio un salto y se le colgó a la espalda al hombre. Cuando el camarero se tambaleó en una dirección con Richard sujeto a su espalda, la camilla de Diana se deslizó en sentido contrario y la dejó atrás. Illa logró aterrizar de pie, pero no se quedó así mucho tiempo. Dio un traspié hacia atrás y se cayó, quedando sentada en el suelo. Tan solo salió un leve quejido de su garganta.
El segundo camarero se colgó a la espalda de Richard y trató de que este se bajara de la del primero.
—¡Coge un sedante! ¡Coge un sedante! —gritó el primer camarero, dio un grito ahogado cuando el brazo de Richard le oprimió la tráquea.
Un momento después, Richard oyó un zumbido y sintió una punzada aguda en el brazo. Soltó al camarero y cayó de rodillas. Estaba casi cara a cara con su pareja escogida. Antes de perder el conocimiento le dio tiempo a darse cuenta de cuánto la quería. Se inclinó hacia delante y reposó la cabeza en su regazo.

 

 

Ese no había sido el regreso que Diana había imaginado. Estaba sentada al otro lado de un escritorio en un despacho tenuemente iluminado. Era un despacho bastante grande para los estándares de entonces, sin embargo, después de las vistas y entornos espaciosos de los que habían disfrutado durante sus vacaciones, parecía pequeño y abigarrado. El hombre que estaba sentado al otro lado, que llevaba una toga blanca de médico, le estaba explicando la situación.
—No es nada serio —le aseguró—. Su pareja escogida ha tenido una reacción negativa a algunos de los medicamentos que utilizamos para mejorar su experiencia vacacional. Sucede en ocasiones. Por ello, tenemos que mantenerlo sedado y en observación unos cuantos días.
Una placa gigante que había sobre la mesa identificaba al hombre con letras mayúsculas como «Edward Edmunson». No decía doctor Edmunson, y detrás de su nombre no parecían las abreviaturas de ninguna titulación. Diana, que todavía estaba bajo los efectos del período postvacacional de la experiencia virtual y se estaba reajustando a la realidad, se sentía confusa e insegura.
—Usted es médico, ¿no es así? —le preguntó ansiosa, y de repente sintió miedo por el futuro de su adorado compañero escogido, que podía estar en manos de algún técnico sanitario.
—Por supuesto que lo soy —le respondió Edmunson, a la vez que se cogía las solapas de la toga blanca y se enderezaba en su asiento—. Soy doctor en Psiquiatría y Medicina. G-18. ¿Qué le hace pensar que no lo sea?
—¡Oh! Nada —balbució Diana—. Solo estoy algo disgustada.
—Bueno, eso es comprensible, querida. Lo que sí le puedo asegurar es que no hay nada por lo que disgustarse.
Edmunson era un hombre de aspecto distinguido bien entrado en la cuarentena. Daba la impresión de ser el tipo de hombre al que se le podría confiar la vida de uno. Las sienes algo plateadas. Una frente ancha y lisa, cejas rectas y oscuras, una nariz fuerte y prominente. Diana se dio cuenta de que lo que estaba viendo era una máscara dérmica muy cara.
—¿Por qué lleva una máscara? —le preguntó.
—Por ninguna razón en particular. —El doctor Edmunson se encogió de hombros—. Supongo que me hace sentir más como un médico. —Alargó el brazo al otro lado de la mesa y le acercó una montaña de papeles no muy alta que dejó frente a ella—. Ahora, si puede rellenar estos formularios de cesión, podemos empezar a… —se interrumpió y bajó la vista para mirar el informe que tenía abierto—, si… Richard… podemos empezar con el tratamiento de Richard y estará en su hogar junto a usted antes de lo que se imagina.
Las vacaciones habían sido tan perfectas, pensó Diana, y ahora Richard tenía que estropearlas. Aunque lo cierto era que no era culpa suya exactamente. Y además, ella lo quería, de verdad que lo quería. Si únicamente no comenzara a actuar de manera extraña y distante otra vez… Si pudieran vivir de vacaciones y en el Futuro Perfecto todo el tiempo…

 

 

Aquella noche, después de un viaje solitario en el tren subterráneo, Diana llamó a Heather y le contó lo sucedido. Su amiga la tranquilizó tal y como había hecho todo el mundo.
—No te preocupes por Richard —le dijo Heather—. Volverá a ser el cascarrabias de siempre en un par de días. No puedes hacerte daño en unas vacaciones virtuales. Es casi tan peligroso como dormir por la noche. Ahora, ¡cuéntamelo todo! ¿Qué has visto? ¿Es tan maravilloso de verdad como todo el mundo dice?
Más tarde, aquella misma noche, sin otra cosa más que hacer que preocuparse, Diana decidió mantenerse ocupada ordenando el piso. Así estaría bonito para cuando volviera Richard. En el pasado nunca había sido muy dada a las tareas domésticas, pero entonces empezaba a pensar que aquel había sido uno de los problemas que habían tenido como pareja. El hombre al que amaba se merecía algo doméstico de vez en cuando.
Empezó por la cocina, colocó los contenidos de los armarios y de la unidad de enfriamiento y tiró la comida que estaba mala a la basura. En el salón se encontró con los libros de Richard apilados junto a su silla. Allí estaba el lado extraño de su pareja para enfrentarse a él. Lo cierto era que hacían daño a la vista con las tapas raídas y las páginas amarillas. Por un momento pensó en tirarlos. Pero no, al final llegó a la conclusión de que si su pareja escogida quería leer libros, debería poder leer libros. ¿Qué mal había en ello? Cada uno tenía sus pequeñas excentricidades. Sin embargo, no deberían estar a la vista donde cualquiera pudiera verlos.
Diana recogió los libros y los llevó a la unidad de almacenamiento de Richard junto a su lado de la cama. Intentó meterlos en un estante de arriba, pero no lo consiguió. La unidad de almacenamiento era un completo desastre, su contenido se caía por todas partes, la parte de abajo estaba llena de ropa sucia. Así que empezó por ahí.
La mayoría de la ropa fue a la partida de lavandería y parte fue directa a la basura. Una vez tuvo el suelo casi limpio de cosas se encontró con un par de zapatos que Richard no se había puesto desde hacía más de un año. Estaban totalmente pasados de moda. Mientras los llevaba a la basura se percató de que uno pesaba más que el otro. Fue entonces cuando Diana descubrió la pistola.
La miró con incredulidad.
El arma estaba en el suelo, en el mismo lugar en el que lo había dejado caer en cuanto se dio cuenta de lo que era. Retrocedió para alejarse de ella como si estuviera viva, un pequeño animal peligroso que pudiera saltar si hacía algún movimiento en falso.
Su mente no dejaba de dar vueltas y más vueltas, buscaba una explicación razonable, cualquier explicación a la que pudiera asirse para explicar por qué Richard podía estar en posesión de una cosa tan horrible. Seguramente tendría alguna relación con su obsesión por el pasado, pensaba frenética, más excentricidades. ¡Tenía que ser eso! Como las monedas antiguas que coleccionaba. O como los libros. O los aburridísimos documentales históricos que insistía en ver a pesar de que luego se quejaba de lo inexactos que eran. Pero, ¡había un límite de lo excéntrico que se podía ser!
Diana sabía que debía coger la pistola y llevarla a la comisaría de guardianes más cercana y contarles dónde la había encontrado. Era su deber como buena ciudadana. Sin embargo, eso lo estropearía todo, sus vidas, sus carreras, y justo cuando Richard y ella habían reafirmado su emparejamiento y su amor el uno por el otro. En aquel momento, un poco de la antigua Diana, de la Diana de antes de las vacaciones, comenzó a aflorar.
Ella quería a su pareja escogida, pero se dio cuenta de que como todos los hombres, había momentos en los que necesitaría guía y control. Si lo quería demasiado, si le dejaba hacer todo lo que quería, nadie podía saber hasta dónde lo llevaría.
Diana cogió la pistola con mucho cuidado y la sostuvo lo más lejos que pudo de sí. Encontró unas hojas de noticias viejas y la envolvió con fuerza, pero siempre con los brazos estirados. Veinte minutos después estaba de vuelta en su piso después de tirar el paquete a la basura pública. De camino, se había detenido en dos ocasiones, casi cambió de dirección, convencida por un momento de que debía ir a la comisaría de guardianes. Sin embargo, había renegado de su condicionamiento y había perseverado. Sabía que siempre le molestaría no haber cumplido con su deber como ciudadana. Sin embargo, si se quería a alguien tanto como ella quería a Richard, había que hacer algunos sacrificios.

 

 

La segunda vez que Richard se despertó sabía que estaba en la habitación de un hospital, aunque no estaba seguro de cómo había llegado hasta allí ni de qué era lo que le ocurría. Diana estaba sentada junto a él y parecía preocupada. Cuando intentó hablar, su voz salió como si lo hiciera desde las profundidades, cascada e irreconocible, las palabras se le agolpaban en la garganta.
—¡Está despierto! —exclamó Diana.
—Sí que lo está.
Apareció una figura al otro lado de la cama de apariencia distinguida. Llevaba la toga blanca de médico.
—Seguramente esté deshidratado por lo que le hemos estado dando. Mire a ver si quiere algo de agua.
Diana le levantó la cabeza a Richard de la almohada y le acercó un vaso de plástico con una pajita a los labios. Sorbió con codicia. El agua sabía amarga. Algo no iba bien con la que era su pareja escogida. Cuando esta se inclinó para acercarse a él, sus pecas se agrandaron como montañas y cráteres. Algunas se le parecían a los volcanes que había visto en los documentales del holo.
El hombre de la toga blanca se acercó a él y levantó dos dedos.
—¿Cuántos dedos he levantado? le preguntó con voz divertida.
Richard empezó a reírse de manera descontrolada. Una risa áspera que salía de lo más profundo de su pecho y sonaba más como una tos. Acababa de darse cuenta de que el Toga Blanca llevaba una máscara. Alguien que él conocía habría pensado que era muy gracioso. Alguien que una vez le dijo que los que llevan toga siempre llevan máscara. Pensó en una mujer con el pelo negro y corto, y unos enormes ojos oscuros, con expresión inquisitiva en el rostro. Un rostro muy hermoso. En aquel momento se dio cuenta de que algo iba muy mal.
—¿Dónde está Josie? rugió.
—¿Quién es Josie? —le preguntó Toga Blanca a Diana.
—No conocemos a nadie que se llame Josie —dijo Diana.
Antes de que él la pudiera corregir, volvió a quedarse dormido.

 

 

El doctor Edmunson alcanzó a Diana en el pasillo.
—No tiene que preocuparse por su Richard —le aconsejó—. Se pondrá bien.
Diana se detuvo y se giró para mirarlo de frente.
—Será mejor que así sea —dijo. Le temblaba la voz. Se le vino a la mente la imagen de la pistola. Y, ¿quién era Josie?—. No sé lo que haría sin él, doctor.
—¡Oh! Venga, llámeme Edward. Y créame, no tendrá que estar sin él. Todavía está algo colocado, todavía esta disociativo. Eso es todo lo que tiene. Debería empezar a volver en sí en un día o dos. —El rostro del doctor Edmunson se iluminó y le dedicó una amplia sonrisa, lo que le dejó ver dos filas de dientes perfectamente alineados—. Dígame —prosiguió, a la vez que se inclinaba sobre Diana y le ponía una mano en el hombro—, es casi la hora de almorzar. ¿Le gustaría acompañarme en mi despacho? Podríamos relajarnos un poco y tomar algo que nos suban de la cafetería. También podemos pedir algo de fuera, si lo prefiere. Hasta podría descansar un rato en el sofá y volver a ver a su pareja escogida antes de regresar a su casa.
Diana lo miró. No era capaz de hacerse una idea de qué aspecto tendría su rostro bajo la máscara dérmica y tampoco le importaba. Tampoco se molestó en contestarle. Se quitó con fuerza la mano del doctor Edmunson del hombro y se dio la vuelta para salir a paso ligero en dirección opuesta. Diana no sabía hacia dónde iba, pero tenía muy claro de qué se alejaba.

 

 

Richard continuaba despertándose y volviéndose a dormir. Intercalada con una serie de sueños entrelazados, la realidad se colaba de manera poco sistemática. Recordaba las vacaciones y sus planes para estropearlas. Tenía un leve recuerdo de su viaje al lado salvaje en la sala de recuperación. Se dio cuenta de que lo seguían drogando. La única diferencia era que las drogas que le estaban dando ahora lo deprimían en lugar de llevarlo a un estado de euforia. Lo deprimían más de lo que él querría.
Sus sueños adoptaron una cualidad mortalmente repetitiva. Invariablemente se encontraba en el trabajo, sentado frente a su terminal, intentaba resolver un problema que no cesaba, en una serie de pasos interminables, intrincados y mezclados que nunca llegaban a tener sentido. En algún punto había un problema en la cadena lógica. No importaba la cantidad de veces que lo mirara, no era capaz de encontrar el fallo. Cuando creía que estaba a punto de encontrar la solución, la pantalla del monitor empezaba a parpadear y aparecía el rostro de Josie. Tenía los ojos cerrados como si estuviera dormida. A veces Sol Thatcher estaba mirando por encima de su hombro y Richard tenía que ponerse en pie rápidamente frente a la pantalla para tapar la imagen de Josie y que Thatcher no la viera. En el sueño no era tan importante que Thatcher viera a Josie, como que no la viera dormir. En otra versión, era el rostro de Coopersmith el que aparecía en la pantalla. Tenía la cara manchada y le salía un fino hilillo de sangre por la nariz. Tenía los ojos estáticos como la piedra, pero no dejaba de mover los labios. A pesar de que no había sonido alguno, Richard podía entender perfectamente lo que decía: «Quemándote las cejas», decía Coopersmith una y otra vez como si fuera la propaganda que pasaban en el holo. Entonces, de repente, Thatcher estaba allí otra vez, se habría colado por detrás, con una de sus enormes manos sobre el hombro de Richard. Le preguntaba quién era la persona que aparecía en la pantalla, con su tono entrecortado. Le decía que le resultaba familiar. Que la cosa estaba fea tanto para él como para el propio Richard.
Cada vez que Richard se despertaba de aquella pesadilla, la realidad con la que se enfrentaba le resultaba dura y abrasiva. La luz era demasiado fuerte y las superficies de los objetos comunes eran demasiado definidas, demasiado afiladas. La comida que le daban le sabía amarga y harinosa.
Diana estaba a menudo sentada junto a él. Tenía el rostro demacrado, como si hubiera perdido peso. Su piel tenía un tono gris sin vida y los ojos le brillaban mucho como si tuviera fiebre y fuera ella la que padeciera una enfermedad. Su pareja escogida era tan solo un pálido reflejo de la imagen que acababa de estar cenando y bailando y viajando con él, durante el tiempo que hubiera sido. Sin embargo, cada vez que la miraba sentía un amor que no quería ni necesitaba y que no entendía por qué llenaba su corazón y lo embargaba.
—¿No tendrías que estar en la oficina? —le preguntó.
—Me he cogido unos cuantos días libres —le contestó ella—. Tú eres mucho más importante para mí que el trabajo. —Le cogió la mano con las dos suyas. Ella tenía las palmas de las manos frías y húmedas—. No te preocupes he llamado a tu trabajo. No te esperan hasta el lunes que viene. Tendrás tiempo más que suficiente para descansar.
Richard no estaba ya seguro de quién era él. No sabía en quién se había convertido Diana, con su mirada de adoración y posesión. Hacía casi una semana desde la última vez que había visto a Josie. No podía ni imaginarse qué estaría pensando ella. O lo que él mismo diría cuando se enfrentara a ella.

 

 

Lo dejaron marcharse el jueves por la mañana ante la insistencia de Diana y bajo su responsabilidad. Él todavía no estaba normal, ni mucho menos. Más que como de vuelta de vacaciones, Richard se sentía como si estuviera convaleciente de una larga enfermedad. Tenía los brazos y las piernas débiles. La menor actividad lo dejaba exhausto enseguida. El doctor Edmunson le había dado unas cápsulas para que las tomara y le había recomendado que guardara cama unos cuantos días más.
En el tren subterráneo de regreso a casa, Diana se apretó contra él y se cogió de su brazo. El no hizo gesto alguno de intentar sacársela de encima.
—Estoy tan contenta de que te vayas a poner bien —le dijo—. Dicen que la próxima vez no va a haber ningún problema. Te monitorizarán más detalladamente y se asegurarán de que no pase nada malo. No puedo esperar a irnos otra vez. La próxima vez podemos probar con algo histórico, si quieres.
—Pero no es real —dijo Richard. Seguía teniendo la voz ronca—. Ni el más mínimo detalle era real.
—¿Quién puede decir qué es real y qué no lo es? —le respondió Diana—. Para mí es lo suficientemente real. Podría vivir así para siempre. —Se acurrucó más contra él y apoyó la mejilla en su hombro—. No me digas que a ti no te ha parecido maravilloso.
Richard pensó en la comida, las vistas panorámicas, las noches increíbles de hacer el amor en una suite de hotel. Recordaba navegar por encima de las olas y montar a caballo por una colina de gran pendiente con asombrosa vegetación alrededor. Todavía podía sentir el cuerpo de Diana, firme y dispuesto bajo sus manos mientras bailaban como un solo ser en la pista de baile. Podía oler la embriagadora fragancia que llevaba entonces.
—Sí que tuvo sus momentos —se vio obligado a admitir y solo se dio cuenta a medias de que lo había dicho en voz alta.
Regresaron a su piso en silencio, Diana lo ayudó en todo momento y no se separó de su lado, Richard aceptaba su solícito abrazo. El silencio de Diana era fruto de la satisfacción, el de Richard lo era de una tormenta emocional y del cansancio más absoluto. Él se dio cuenta de que no se había solucionado nada entre ellos. Diana todavía no sabía nada de Josie. Ella todavía no sabía que había planeado disolver su emparejamiento y dejarla. Después de lo que debía haber experimentado en las vacaciones, sin duda no había nada más lejos de su imaginación.
El caos que había en su mente le hizo pensar en ese cuadro de un campo de batalla que había visto en el Museo de Historia No Natural. Arboles con las raíces hacia arriba y las copas hacia abajo. Vehículos dados la vuelta. Enormes trozos de tierra arrancados aquí y allí. Cuerpos y partes de cuerpos de muertos tirados por el suelo. Solo que a diferencia del cuadro que representaba alguna loca guerra del pasado, la carnicería no cesaba en su mente. Nuevas tropas llegaban sin cesar, el conflicto se recrudecía y nuevos cuerpos se apilaban sobre los viejos.
Cada vez que Richard pensaba en Josie, quería salir corriendo a su piso del barrio bajo para estar junto a ella. Solo que todavía se sentía demasiado débil y cansado como para salir corriendo a cualquier sitio. Cada vez que miraba a Diana sentía un amor irracional por ella que no era capaz de negar. A pesar del hecho de que ella había sido la que lo había obligado a irse de vacaciones virtuales con sus emociones forzosas, aquellas emociones prevalecían.
Una vez le hubo ayudado a desvestirse y lo hubo acomodado en la cama, Diana empezó a mimarlo.
—¿Te traigo algo de comer o de beber? —le preguntó.
Richard negó con la cabeza.
—Te puse los libros ahí —dijo, a la vez que señalaba a la mesilla de noche—. Por si te apetece leer. —Parecía muy orgullosa de sí misma.
Richard asintió.
—Ahora sí que tengo que irme a la oficina un par de horas. Ya sabes lo del nuevo proyecto, ¿no? Pero me puedo quedar si quieres.
—Vete —dijo Richard—. Estoy bien.
—¿Estás seguro? Odio dejarte solo.
Volvió a asentir.
—Está bien, amor. Pero te traeré algo especial para la cena. —Mientras él se concentraba en no mirarla, Diana se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla—. Te quiero —le dijo—. Volveré en cuanto me sea posible.
—Yo también te quiero —balbució él. En cuanto lo dijo quiso morderse la lengua, a pesar de que era cierto.
—No olvides tomarte las pastillas —le recordó—. Las pondré aquí, junto a tus libros.
¿Quién era en realidad aquella mujer? No era la vieja Diana que Richard conocía de sus años como pareja escogida. Tampoco era la Diana virtual y radiante de las vacaciones.
Quienquiera que fuera, salió a toda prisa por la puerta, y lo dejó allí con su guerra privada.

 

 

Richard se despertó rodeado por las familiares paredes de su piso. No recordaba haberse quedado dormido. Se puso en pie, débil, y arrastró los pies hasta el cuarto de baño; se tuvo que agarrar al marco de la puerta cuando le dio un vahído.
De vuelta en la cama, miró el frasco de cápsulas que le había dado el doctor Edmunson.
—Tomar dos cada cuatro horas —leyó en la posología.
Más sedantes, pensó. Probablemente eso sería lo que hacía que se sintiera tan débil y cansado. Volvió a dejar el frasco en la mesilla de noche. Hacía menos de un año, él quizá se habría quejado de lo que el médico le había ordenado, pero nunca se le habría pasado por la cabeza no hacerle caso.
Se sentó en el borde de la cama varios minutos, con la intención de volver a quedarse dormido. Se puso en pie y logró llegar a la micrococina. Los armarios estaban vacíos en su mayor parte, pero pudo encontrar lo que buscaba, una bebida dietética llamada «SlimStim» que Diana utilizaba para controlar su peso y mantener su nivel de energía. Se suponía que había que mezclarla con leche, pero solo tenía agua. Se bebió el brebaje asqueroso sin disolver más que a medias, puso cara de asco a la mitad por el sabor, era como una especie de imitación de chocolate.
Se sentó en el sofá del salón. Pensó que en cuanto se sintiera mejor, se vestiría e iría a ver a Josie. Si había alguien que pudiera ayudarle a exorcizar el condicionamiento de las vacaciones, esa era Josie. Quizá lo único que tuviera que hacer era verla otra vez. Cerró los ojos y la vio en su mente. Sus ojos oscuros y sus facciones aquilinas. Sus esbeltas extremidades. La imagen de Diana apareció a su lado. Su pareja escogida llevaba una bata amarilla de algún tejido satinado. Le dejaba los hombros y los brazos al descubierto. Detrás de las imágenes de las dos hermosas mujeres, las escenas de las vacaciones no dejaban de sucederse.

 

 

Recuperó la consciencia por segunda vez sin haberse percatado de haberse quedado dormido. Esta vez fue la puerta del piso al cerrarse lo que lo despertó. Estaba sentado en el sofá y llevaba un mono ajustado. Casi no podía recordar haberse vestido.
—¿Qué haces levantado? —le reprendió Diana—. ¡Se supone que deberías estar descansando!
Diana llevaba varias bolsas de plástico grandes que dejó en la micrococina. No solo había ido al trabajo, sino también a la peluquería y a la compra. Se había dado mechas rubio platino y llevaba las uñas pintadas con reflejos plateados. Llevaba un vestido que no había visto nunca, también plateado, la poca tela que tenía al menos era de ese color. Unas medias plateadas y unos zapatos con reflejos con el tacón alto y ancho completaban el conjunto.
—¿Te gusta? —le preguntó a la vez que caminaba hacia delante y hacia atrás delante de él, daba vueltas y posaba. Las uñas y los zapatos brillaban. Movía las caderas. Estaba casi tan provocativa como la Diana virtual.
—Es muy bonito —respondió Richard. ¿Qué otra cosa podía decir? No solo era verdad, sino que era quedarse corto.
—No te preocupes, ¡te he traído algo a ti también!
Diana volvió a la micrococina y se puso a escarbar en una de las bolsas. Cuando regresó, llevaba una pequeña caja blanca en una mano. Se sentó en el sofá junto a él y se la tendió. La caja estaba atada con un lazo rojo.
—¿A qué viene esto? —preguntó Richard.
—Porque te quiero. Y porque fuiste muy amable en las vacaciones.
—Ese no era yo —le espetó Richard. Todavía se estaba despertando.
—No seas tonto —se rió Diana—. Conozco bien a mi compañero escogido. Toma. ¿No vas a abrirlo?
Richard cogió la caja que le tendía. Soltó la lazada y levantó la tapa. Dentro, envuelta en un plástico sellado y sobre una cama de terciopelo rojo oscuro había una moneda de plata algo desgastada y muy abrillantada. Era de un país conocido como los Estados Unidos de América, que en su día fue la nación más poderosa del mundo. Una de las caras de la moneda mostraba un emblema del país, un águila estilizada que sostenía dos ramas. Richard cogió la moneda y le dio la vuelta. En el otro lado estaba el perfil de un hombre de cabello espeso que aparentemente dirigía el país. La moneda databa de 1972.
Hubo un momento en el que Richard había albergado la pasión de coleccionar monedas, ya que las veía como parte de la historia que había sobrevivido hasta el presente. A veces, las sacaba de los estuches y pasaba los dedos por las letras e imágenes que había en sus superficies, se imaginaba todos los lugares por los que habría pasado y la gente que las habría tocado. Sin embargo, hacía muchos meses que no miraba su colección o ni siquiera había pensado en ella. Era una afición muy cara, Diana una vez lo había llamado «lujo tonto», y todo el dinero extra que tenía Richard había ido a parar a Josie.
—¿Te gusta? —le dijo Diana.
—Sí, por supuesto. Gracias. Está bien. Pero, ¿podemos permitirnos todo esto? —Sujetó la moneda con una mano y le hizo un gesto a Diana con la otra.
—¡Oh! Bueno, ahora mismo nos hemos pasado un poco, con las vacaciones y todo, pero con el dinero extra de mi ascenso estaremos bien. Si hay algo que he aprendido de las vacaciones es que tenemos que preocuparnos menos por el mañana y más por el hoy.
—¿Qué ascenso? —le preguntó Richard. Se dio cuenta de que antes de marcharse al trabajo había mencionado algo acerca de un nuevo proyecto. Le empezaba a funcionar de nuevo la mente.
—¿No te acuerdas, cariño? Te lo conté durante las vacaciones, la primera noche, en la cama. No puedo creerme que se te haya olvidado.
—Ese no era yo —le repitió Richard, esta vez consciente de lo que decía. Por primera vez en días, empezaba a sentirse despierto. Alerta no, pero al menos despierto. Las únicas nubes que quedaban en su mente eran las que suelen quedar después de una tormenta.
Diana lo miró con gesto interrogante, con las cejas levantadas.
—¿Por qué no dejas de repetir eso? ¿Te encuentras bien? Quizá deberías volver a la cama y descansar un rato.
—Tenemos que hablar —dijo Richard—. Tenemos que hablar de las vacaciones.
—Lo sé —dijo Diana—. Hay tantas cosas que recordar que estaremos hablando de ello durante años. Pero primero voy a hacer la cena. Creo que es uno de tus platos favoritos. Al menos espero que lo sea.
Diana no había cocinado para ellos desde el primer año de emparejamiento. Aquella farsa tenía que acabar, pensó Richard. Cuanto más hacía y decía ella, cuanto más lo miraba con aquella mirada posesiva de adoración, más atrapado estaba en una felicidad conyugal forzada.
Peor aún, la farsa era tan convincente que él podría hasta divertirse. Algo no tan distinto de las vacaciones virtuales.
Las posibilidades de Richard Thorne estaban claras, podía permanecer con Diana, su pareja escogida, una mujer que claramente lo amaba y a quien él ahora también amaba, o abandonarla por una mujer que aceptaba su dinero a cambio de favores sexuales y que nunca había admitido quererlo. Podía elegir una vida segura y gratificante con Diana o la incertidumbre de la vida que pudiera aspirar a tener junto a Josie Jimson. Richard sabía que los sentimientos de Diana hacia él habían sido condicionados por las vacaciones, igual que sus propios sentimientos hacia ella. También sabía que todos nosotros somos producto de nuestro condicionamiento, desde que nacemos hasta que morimos. ¿Qué diferencia podía haber en que el condicionamiento fuera circunstancial o premeditado? Los resultados eran los mismos. Al menos deberían haberlo sido.
De nuevo, el personaje de Richard Thorne nos elude. El sociópata se ha esfumado y estaba siendo sustituido por otra etapa en su desarrollo y desintegración. Aquí las hebras esparcidas de su proyección crecen todavía más dispares y discontinuas, algunas no son más que puntos aislados de luz que no se pueden relacionar con nada.
Cuando Diana se levantó para ir a la cocina, Richard la cogió por la muñeca y tiró de ella para que se volviera a sentar en el sofá. Ella cayó contra él con torpeza y se golpearon en los hombros.
—¡Ay! —gritó Diana—. ¡Me has hecho daño! ¿Por qué actúas de esta manera? ¿Te has tomado las pastillas?
Richard le soltó la muñeca, pero hizo caso omiso de sus preguntas.
—Lo siento —le dijo. Y era cierto que lo sentía—. Pero tienes que saber que las vacaciones no fueron reales.
—Eso ya lo hemos hablado, y te dije lo que pensaba. ¿Por qué tienes que echarlo todo por tierra? ¿Por qué lo tienes que estropear todo? Fuimos tan felices en nuestras vacaciones juntos.
—Tienes razón —dijo Richard—, más felices de lo que nunca hemos sido. Pero, ¡no estábamos juntos! Ese no era yo. Estabas con un «constructo» de mí idealizado, generado por ordenador, y yo estaba con uno de ti. Era todo una farsa, una ilusión para hacer que las parejas escogidas se quieran el uno al otro.
—¡Eso son tonterías! —Diana no lo miraba—. ¡No te creo! ¿Por qué tienes que decir cosas tan horribles? —En el sofá, el cuerpo de Diana estaba inclinado hacia delante y tenía el codo apoyado en los muslos—. No es sino otra de tus locuras. —Giró la cabeza y lo miró un segundo—. Y ahora me vas a decir que ni siquiera nos fuimos de vacaciones.
—Solo escúchame —le dijo—. Por favor, escúchame. Hay más cosas que tengo que decirte.
—No, ¡no quiero oírlas! —Diana se llevó las manos a la cara y sus uñas destellaron—. Todavía hay algo que anda mal en tu mente. —Empezó a agitar la cabeza hacia delante y hacia atrás—. El doctor Edmunson tenía razón. ¡Te he traído a casa demasiado pronto!
Richard no pudo evitarlo. Alargó la mano y se la puso en el hombro para intentar consolarla de algún modo.
—¡No me toques! —dijo Diana en un silbido.
Al instante siguiente, mientras él retiraba su mano del hombro de ella, Diana alargó las suyas y le cogió la mano entre ambas.
—¡Lo siento! No lo decía de verdad. —Abrió y cerró la boca de manera extraña un par de veces antes de pronunciar las siguientes frases—. Me quieres, ¿verdad que sí?
—Te quiero —le dijo Richard—. De verdad que sí, pero no es suficiente. Hay alguien a quien quiero más.
El rostro de Diana se retorció como si estuviera hecho de barro. El maquillaje que se había aplicado con tanto arte se volvió grotesco. Le soltó la mano bruscamente y se puso en pie y dio varios pasos hacia atrás, para alejarse de él. Tenía los brazos a ambos lados del cuerpo y los puños cerrados.
Richard pensó que quizá fuera a salir corriendo de la habitación, igual a marcharse del piso. En su lugar, muy despacio, estiró los hombros y se giró para mirarlo. La adoración anterior había desaparecido de sus ojos. Su ansia de posesión permanecía. Su confesión había obligado a volver a la antigua Diana. Por fin podía reconocer en ella a la pareja escogida que él conocía. El condicionamiento de las vacaciones había desaparecido momentáneamente.
—¿Crees que puedes esconder cosas de mí? —dijo Diana—. ¿Crees que no sé adónde has estado yendo por las noches, con esa puta de barrio bajo con la que te has liado? Se llama Josie, ¿no es así? Bueno, puedes apostar que ya debe haberse marchado. Ella y todos los de su sucia especie. Se habrán marchado para siempre.
—¿Marchado? —De repente, Richard estaba de pie delante de ella. Casi se cayó de espaldas al sofá de nuevo cuando una oleada de vértigo se apoderó de él, sin embargo, logró mantener el equilibrio. El inexplicable conocimiento de Diana de sus transgresiones era algo circunstancial comparado con el segundo golpe que le había lanzado—. ¿Qué quieres decir con marchado?
—Ya te lo dije, tonto, cuando estábamos de vacaciones. Ese barrio bajo va a ser arrasado. Deben estar demoliéndolo mientras hablamos.
—Pero, ¿qué hay de la gente que vive allí?
—¿Cómo voy a saberlo yo? Probablemente los hayan mandado a una granja de trabajo, a una fábrica o a otro barrio bajo de otro sector. ¿A quién le importa? Ni siquiera son ciudadanos. Una cosa es segura, no volverás a ver a tu pequeña putita nunca más. —Diana se rió con aspereza—. Soy todo lo que tienes, ¡así que será mejor que te acostumbres a quererme a mí y a nadie más! Puedo hacer que te manden de vuelta al hospital en el momento que a mí me dé la gana. ¡Así de fácil! —Chasqueó los dedos delante de su cara—. Solo tengo que decirle al doctor Edmunson que vuelves a hacer locuras.
¿Cómo podía amar a aquella mujer cuando ni siquiera le gustaba? Y aunque fuera cierto que la quisiera, se dio cuenta de que la odiaba más de lo que la quería. Richard apartó a su pareja escogida de un empujón y se dirigió a la puerta. Caminaba desacompasado, y las paredes del piso se movían hacia delante y hacia atrás, pero él caminaba.
—¿Adónde te crees que vas? ¡Vuelve aquí, loco! ¡Vuelve aquí ahora mismo o lo lamentarás profundamente!

 

 

Los infames Disturbios del 37 fueron el resultado de una propuesta de demolición de viviendas insalubres en un barrio bajo en el 37. La demolición se había promocionado a través de todos los medios de comunicación y se había anunciado como un gran avance hacia el Futuro Perfecto. Le proporcionó a Stuart Jimson y a sus seguidores del LAD la excusa que necesitaban para organizar una resistencia armada. Fue un error que no volveríamos a cometer. De los Disturbios del 37 aprendimos que cuando uno va a demoler las viviendas insalubres de un barrio bajo y a realojar a sus habitantes, hay que hacerlo con rapidez, sin hacer ruido, con la mínima publicidad y con un alto grado de eficacia. Una vez se ha logrado el objetivo, entonces se puede anunciar su éxito en los medios de comunicación.
El domingo anterior por la mañana, mientras Richard y Diana vivían sus sueños virtuales, cuando la mayoría de la gente seguramente estaría en su casa y en su cama, guardianes armados entraron en el barrio bajo en formaciones de a veinte. Se movieron de manera metódica de un edificio a otro, de una habitación a otra y sacaron a sus habitantes. Sacaron a la calle a los moradores del barrio bajo. A continuación fueron trasladados a un centro de realojamiento donde se trataría a cada caso de manera particular. La resistencia fue mínima y ningún guardián resultó herido de gravedad.
En el transcurso de la operación descubrimos las plantas ilegales de Josie, y por supuesto, el terminal, que a su vez nos llevó hasta Daniel DeLyon.

 

 

A varias manzanas de distancia Thorne pudo ver la nube de polvo de la demolición que se expandía en el aire. Conforme se iba acercando, esta se volvía más alta y más ancha en el cielo, borraba el sol de bien entrada la tarde y hacía caer una enorme sombra sobre las calles que había debajo.
Por donde él solía entrar al barrio bajo el camino estaba cortado por una enorme barricada naranja que se extendía a lo ancho de la calle y la pasarela. Thorne retrocedió y rodeó el perímetro de escombros en un intento de encontrar otra entrada, pero se dio cuenta de que era inútil. Había barricadas por todas partes. La mayor parte de lo que quedaba del barrio bajo estaba en ruinas y la destrucción continuaba.
Subyugado por la desesperación y la fascinación observó cómo una enorme bola de demolición con púas hacía su trabajo. Cada vez que golpeaba caía otro trozo de edificio. En una avalancha de ruido, habitaciones enteras con su mobiliario caían en cascada sobre los escombros que ya había en la calle. Esquirlas de escayola volaban y caían en todas direcciones. Thorne tuvo una visión de los libros de Josie entre los escombros, nunca volverían a ser leídos. La bola de demolición debería tener un rostro, pensó, un rostro sonriente y malévolo con los dientes podridos y ojos llenos de locura.
Thorne vio a un trabajador con su mono naranja no muy lejos de una de las barricadas, y le hizo gestos con la mano para llamar su atención y se llevó las manos a la boca para hacer como un altavoz que transmitiera su voz por encima del estruendo de la demolición.
—¿Dónde está la gente? ¿Adónde se han llevado a la gente?
El hombre no podía oírlo. Apenas le sonrío, negó con la cabeza y se señaló un oído.

 

 

En un fragmento irregular de una pared rota que sobresalía entre los escombros que tenía alrededor, un trozo de una pintada de un morador del barrio bajo había sobrevivido temporalmente a la devastación. Un retazo de ripios que le recordó otra inscripción que había visto antes y le trajo una oleada de recuerdos.

 

¿Arden la Tierras Muertas de tanta radiación?
¿La ciudad está mejor acaso?
Cuando los guardianes cortan y queman,
¿Cuál te dejará de vida más escaso?

 

Thorne se imaginó a los guardianes armados entrando en el barrio bajo, reuniendo a sus habitantes y llevándolos por las calles como si fueran ganado, y matando a todo el que se resistiera.
¡No!, gritó su mente, ¡Josie no puede estar muerta!
Un enorme gemido salió de su garganta. Le dolía la cabeza y se sentía enfermo físicamente. Empezó a temblar. Thorne se inclinó hacia delante y comenzó a toser violentamente. Intentó vomitar en la acera, pero lo único que sacó fue un poco de saliva con un terrible sabor a chocolate.
Una vez hubieron cesado los temblores de su cuerpo, se dio la vuelta, dejó el barrio bajo con sus escombros atrás y comenzó a caminar en una nueva dirección. Si alguien sabía dónde estaba Josie, ese sería su hermano, Daniel DeLyon. Ya era bien entrada la tarde y DeLyon regresaría pronto del trabajo. Si no estaba, la madre de Josie igual se acordaría de él y le dejaría entrar en el piso. Quizás hasta la propia Josie se hubiera refugiado allí.

 

 

Thorne llamó a la puerta con los nudillos y después la golpeó con la mano, pero no obtuvo respuesta. Se apoyó contra la pared y estaba a punto de dejarse caer y sentarse en la sucia alfombra del rellano a esperar a que llegara alguien, cuando se abrió una rendija de una puerta del otro lado. Tenía la cadena puesta, pero pudo ver un segmento vertical de un rostro. Un ojo gris pálido rodeado de arrugas lo observaba.
—No hay nadie —le dijo la mujer—. Ayer vinieron los guardianes y se los llevaron. Tendría que haber oído los gritos. Podría pensarse que era el fin del mundo.
Thorne gimió, con voz rasgada y expresión incoherente y se dejó caer por la pared hasta sentarse. La mujer cerró la puerta con fuerza y rapidez. Thorne oyó como echaba varios cerrojos.

 

 

De vuelta en la calle, comenzó a vagar sin rumbo y pronto se perdió. Sus pasos seguían avanzando al azar y su mente rugía internamente. No había nada que destrozar, nadie a quien pegar. A su alrededor estaba la ciudad, en todas direcciones, bloque sobre bloque desgastado, edificio tras edificio, imperiosa e indiferente. Se había tragado a Josie sin dejar rastro, se la había robado sin pensar en ninguno de los dos.
Podría ir a la comisaría de guardianes más cercana y pedir ver el registro de dónde había sido realojada Josie y se reirían en su cara. ¿Qué le importaban a él esos registros? Podría intentar buscar entre los barrios bajos y lo que quedaba del barrio bajo. Tenía que haber docenas repartidos por los diferentes sectores. No sabía dónde estaban ni dónde empezar a buscarlos… y seguramente Josie no estaría en ninguno de ellos. Se acordó de las novelas que había leído en las que individuos en solitario se habían enfrentado a sociedades completas y las habían vencido, se dio cuenta de lo ridículas que eran.
Las últimas fases de la desintegración de Richard Thorne reivindicaron su derecho a su persona. Había perdido su último nexo de unión con la realidad y el mundo en el que vivía se convirtió en el de su propia y tortuosa imaginación.

 

 

La jornada laboral terminó y multitud de trabajadores llenaban las pasarelas y las aceras de regreso a sus hogares. La mirada vacía y el andar renqueante de Thorne no llamó mucho la atención. No era más que otra pieza entre millones de ellas, otro individuo más cuya vida no tenía nada que ver con la de ellos. Intentó no mirar las caras que pasaban junto a él. Cada vez que lo hacía se convertían en exageraciones grotescas. Algunas se asemejaban a fieros animales que rugían. Algunas ni siquiera tenían facciones, tan solo tenían dos ojos que miraban intensamente desde una pared redonda de carne. Otras eran caricaturas alargadas o comprimidas con narices y barbillas enormemente desproporcionadas. Algunas estaban plagadas de pústulas y heridas abiertas, como si hubieran regresado los Años de la Plaga.
Cuando levantó la vista, los edificios de la ciudad que se levantaban a su alrededor adquirieron la fluidez de los dibujos animados, se inclinaban hacia todas partes y amenazaban con caer sobre la calle en cualquier momento. Se formaban diferentes dibujos en sus fachadas. Dibujos similares se reflejaban en las espaldas de los viandantes y las pasarelas que había bajo sus pies. Thorne se tambaleó y trató de concentrarse en sus propios pies que estaban en movimiento, sus zapatos oscuros avanzaban a un ritmo desigual un paso después de otro.
La hora de la cena llegó y pasó, y el cielo se oscureció y él seguía caminando, ajeno al hecho de que no había comido y de que había caído la noche. No se percataba de que a menudo retrocedía y se movía en círculos.
Los distritos de ocio florecían con sus luces, Thorne se abrió paso por ellas y sus sentidos se vieron bombardeados aún más por la multitud de colores, los símbolos cambiantes y la música.
Empezó a pensar que seguía de vacaciones, que estaba rodeado de imágenes sin ninguna sustancia real, proyecciones que solo existían en la mente de un ordenador. Miró las marquesinas atónito y se preguntó por qué no estaba junto a él la Diana virtual para decirle a donde tenían que ir y lo que tenían que hacer.
¡Entonces vio a Josie!
Estaba sentada con un hombre en la terraza de una cafetería. De alguna manera había logrado escapar de la devastación del barrio bajo. Corrió hacia ella, casi pierde el equilibrio, se apoyó en el respaldo de la silla del hombre que estaba en un extremo de la mesa para evitar la caída en el último momento. Los platos y los vasos tintinearon.
Josie levantó la vista y lo miró con expresión asustada. Él se dio cuenta enseguida de que había algo que no iba bien en sus ojos. Ya no eran tan vibrantes. Parecían vacíos y sin brillo. ¿Qué le habían hecho? También había algo que no iba bien con su rostro.
—¿Le podemos ayudar en algo? —Su compañero se había medio levantado de su asiento y había adoptado una postura defensiva.
No era Josie en absoluto, no era más que una mujer que llevaba una máscara dérmica que se le parecía superficialmente. Thorne sintió un dolor desgarrador en estómago mientras se volvía a incorporar a la festiva muchedumbre.
—Seguramente estará borracho —oyó que comentaba el hombre mientras se alejaba.

 

 

Para cuando se encontró en su barrio, delante de su propio edificio ya se había hecho tarde. De alguna manera, sus pasos lo habían llevado hasta allí de manera instintiva. Temía enfrentarse a Diana, pero no tenía otro sitio al que ir. Subió en el ascensor y casi se esperaba que cuando las puertas se abrieran, lo estuviera esperando una falange de guardianes a la espera de llevárselo. Pero lo único con lo que se encontró fue con el mismo pasillo monótono.
Fue cuando abrió la puerta de su piso cuando se encontró a los guardianes. Eran cuatro. Los tres que estaban de pie llevaban armadura, su abultada presencia dominaba la habitación. El cuarto guardián llevaba su toga esmeralda y estaba sentado en el sofá junto a Diana.
Su pareja escogida levantó la mirada rápidamente por un instante cuando Thorne entró en la habitación, después se negó a mirarlo más. Había estado llorando y la sombra de ojos plateada se le había corrido por las mejillas. Tenía el cabello totalmente despeinado. Diana estaba acurrucada, había subido las piernas al sofá y las apretaba contra sí. Parecía querer encogerse hasta la posición fetal.
—Me alegra que hayas regresado —dijo el guardián que iba con túnica y estaba sentado en el sofá—. Nos ahorra la molestia de tener que buscarte.
Por un momento, Thorne no reconoció a quien había hablado. La conducta y el porte de Sol Thatcher había cambiado por completo. Ya no hablaba con frases entrecortadas. Su postura y sus movimientos eran rígidos en lugar de indolentes. Sus mejillas y su barbilla que en su momento fueron fofos se veían ahora fuertes y sólidos. Era como si alguien hubiera cogido al antiguo Thatcher y lo hubiera horneado.
—Vas a tener que acompañarnos —dijo—, ya sea por propia voluntad o por la fuerza. Estás arrestado bajo sospecha por la muerte de Willem Coopersmith.
Thatcher se puso en pie y cruzó la habitación hasta quedar cara a cara con Thorne. Él era más grande, pero casi tenían la misma altura y sus ojos se encontraban prácticamente al mismo nivel. Con las percepciones perturbadas de Thorne, Thatcher parecía mucho más alto.
—Ha sido tu supuesto amigo DeLyon el que te ha delatado. Llevo meses detrás de ese hombre, esperando a que cometiera algún error. Por lo general, distingo a los anómalos a simple vista, pero tengo que admitir que tú me tenías engañado. Nunca había sospechado de ti. No sabía que tuvieras ese arrojo. —Thorne recordó que era exactamente lo mismo que le había dicho Josie después de que le quitara la pistola al ladrón del callejón.
»No me gusta que me tomen el pelo —prosiguió Thatcher—, así que me estoy tomando un interés especial por tu caso. —Miró de reojo a Diana—. Me temo que tú también tendrás que venir, ciudadana Logan, al menos hasta que lleguemos al fondo de este asunto.
Aquello fue lo último que Richard Thorne oyó antes de que la devastación de su vida se apoderara de él y cayera a los pies de Thatcher.