Obsesión
EN su segunda visita al piso de Josie,
Thorne descubrió quién era ella de verdad. Pensó subir por la
escalera de incendios como había hecho con DeLyon, pero después
pensó que era una tontería. En su lugar fue por la escalera
principal del edificio, era de piedra rojiza y estaba en avanzado
estado de deterioro.
Thorne se detuvo en la entrada poco
iluminada. En algún momento se había reforzado la puerta de entrada
con una plancha de metal que ahora estaba sujeta y suelta por
varios sitios. Cuando tanteó el pomo de la puerta, esta sonó por
estar suelta por los lados, pero se mantuvo firmemente cerrada. En
la pared lateral del hueco había una fila de timbres con números.
Los miró a pesar de la escasa luz. La mayoría no tenía nombres
encima. De los pocos que sí lo tenían, ninguno decía «DeLyon».
Sabía que el piso de Josie estaba en la última planta, pero no
recordaba haber visto ningún número en la puerta.
Volvió a mirar los timbres. Tenía que ser
uno de los de arriba. Casi seguro que el más alto porque su piso
era el último del pasillo. Y lo vio. Era el más alto, el dieciséis,
y había un nombre junto a él. Solo que no era «DeLyon»… La pequeña
tarjeta blanca en su rectángulo de cobre sucio decía: «J. Jimson.»
Josie Jimson. No compartía apellido con DeLyon porque solo eran
medio hermanos. Ella llevaba el apellido de su padre. Y Thorne se
dio cuenta de quién era ella. Josie le había dicho que su padre
había estado involucrado en los Disturbios del 37, pero no que
hubiera sido su instigador. No le había dicho que era el portavoz
en jefe de una organización ilegal conocida popularmente por LAD,
sigla de: «Liga de autodeterminación.» Thorne no había visto nunca
un holograma de Stuart Jimson, aunque sí había visto a actores
representar su papel en múltiples holodramas. Por lo general era el
mismo actor el que representaba a Jimson, un actor grande con el
cabello y la barba descuidados. Un fanático terrorista de ojos
salvajes que pedía cosas nada razonables y profería acusaciones no
probadas contra la ciudad estado de la clásica manera
demagoga.
Jimson había desaparecido en el transcurso
de los disturbios. La explicación oficial había sido que sus
seguidores se habían vuelto contra él. Que asesinaron a su líder y
se deshicieron del cuerpo, que nunca fue identificado en el caos
que se produjo. Thorne tenía la sensación de que si la presionaba,
Josie le contaría una historia muy distinta. Pero no había forma de
saber a quién debía creer.
Entonces entendió por qué DeLyon temía que
su hermana estuviera bajo vigilancia de los guardianes. Thorne
reconsideró la opción de la escalera de incendios, pero ya era
demasiado tarde. Si estaban vigilando la entrada del edificio, o si
tenían una cámara de hologramas, ya lo habrían visto.
Thorne apretó el botón que había junto al
nombre de Josie y esperó unos segundos para que lo dejara pasar. No
hubo respuesta. Volvió a apretarlo con el mismo resultado.
Se estaba preguntando qué hacer cuando se
abrió la puerta del edificio y ella apareció ante él.
—El sistema de apertura no funciona —dijo, a
la vez que hacía un gesto hacia la puerta—. No ha funcionado en
todo el tiempo que llevo viviendo aquí. —Sonrió, le agradaba verlo.
Thorne sintió que se le levantaba el ánimo y le devolvió la
sonrisa.
Josie estaba descalza de nuevo y llevaba una
ropa parecida a la que le había visto la vez anterior: pantalón
ancho y jersey oscuro deformado. Mientras iba detrás de ella,
Thorne se volvió a percatar de lo pequeña y delgada que era.
Los holodramas debían haberse confundido,
concluyó. No sería la primera vez. No había forma de que Stuart
Jimson se le hubiera parecido al enorme gigante que lo
representaba. No si era el padre biológico de aquella mujer.
La desintegración de la normalidad de la
vida de Thorne, su creciente alienación, su romance con Josie, todo
siguió avanzando en las semanas siguientes. La velocidad seguía
siendo rápida y cada vez se aceleraba más y se escapaba de su
control. Como su amigo DeLyon, Thorne se convirtió en un hombre
dividido. DeLyon había llevado esa vida durante décadas. La
transformación de programador conservador de la ciudad estado de
día, a embaucador charlatán de noche se había convertido en un
proceso natural para DeLyon. Para Thorne no era tan sencillo.
Sentía como si tuviera la consciencia partida a la mitad, se sentía
como un hombre que navegaba por la corriente de un río traicionero
que saltaba de un barco a otro en un intento por pilotar ambos. Aun
así, Thorne no tenía doble personalidad y no iba a mantener aquella
doble existencia mucho tiempo. Aprovechando su propia analogía,
estaba a punto de pasar de un barco seguro y cómodo a una barca
peligrosa cuyo final sería volcar; iba a pasar de la ordenada y
cuerda vida de Richard Thorne a la existencia compulsiva y
caprichosa de un hombre conocido por «Rick».
Ya no era un pasado hipotético al que se
asía nuestro sujeto en sus momentos de fantasía, sino a un presente
real que existía a unas manzanas de su casa y su oficina. Quería
estar a solas con Josie, hablar con Josie, hacer el amor con Josie.
Seguía yendo a verla todos los martes por la noche cuando Diana
asumía que estaba en los salones de expresión. También acudía en
cualquier otro momento en que podía, se escudaba en su amistad con
DeLyon y en su fingida asistencia a campeonatos de ajedrez y a
partidos de diferentes deportes y carreras.
De todas las flaquezas y errores pasados de
la humanidad, uno de los más importantes a nivel personal ha sido
el del encaprichamiento, también conocido como «amor romántico».
Ahora nos damos cuenta de que tal supuesto amor está basado en la
ilusión, en la proyección de deseos y necesidades individuales en
la forma de una pareja ideal sobre otro que en realidad puede
guardar poco parecido con tal idealización. Una vez que se consuma
tal supuesto amor debe enfrentarse a la realidad. Es
inevitablemente transitorio y una vez que desaparece puede no dejar
ningún afecto residual. Si los sentimientos logran sobrevivir, a
veces son más negativos que positivos, la proyección de la propia
decepción y la propia falta de juicio ante el anterior objeto de
deseo.
Thorne aprendió todo esto en la escuela
primaria. Se le había advertido contra los peligros del amor
romántico y sus consiguientes ilusiones. Había recibido el
condicionamiento estándar contra el encaprichamiento y el
comportamiento irracional que este implica. Aun así, de nuevo de
manera inexplicable, su condicionamiento falló.
La obsesión de Thorne con Josie seguía
exaltándolo en las primeras semanas de su aventura. Todas sus
percepciones, canalizadas a través de la lente distorsionada de su
ardor, estaban exacerbadas. Sus pensamientos e ideas eran
indiscutibles y las percibía como verdades reveladoras. Al mismo
tiempo, de nuevo igual que DeLyon, el miedo a ser descubierto lo
invadía. Ahora que sus excursiones ilegales eran más que un mero
pasatiempo ocasional, eran una pasión estable que incluía a una
mujer, Thorne sabía que un único movimiento en falso podía echarlo
todo a perder. Sentía como si se abriera un abismo ante él y su
profundidad fuera infinita. Entonces se convenció de que el abismo
estaba en su interior, que había un límite a la caída y que ahí
encontraría los cimientos de su persona, su auténtico ser.
Una noche, cuando se marchaba del piso de
ella, como si se le acabara de ocurrir, Josie le dijo:
—Toma, ¿por qué no te llevas esto? —Le dio
las llaves del edificio—. Así no tendré que bajar a abrirte.
Thorne las cogió como si se tratara de un
talismán. Las llevó apretadas en el puño durante todo el camino de
regreso. Y desde aquel momento casi nunca se separó de ellas.
Diana Logan se habría dado cuenta de los
cambios que se estaban produciendo en su pareja escogida si no se
hubiera estado ocupando de los cambios inesperados que estaban
teniendo lugar en la suya. No mucho después del primer encuentro de
Thorne con Josie, Diana regresó a su cubículo tras la hora del
desayuno para encontrarse con que la luz de su correo del ordenador
parpadeaba. Cuando llamó para conocer el mensaje al principio se
sobresaltó… después se complació y excitó.
El Director Willem Coopersmith
solicita su presencia
para un almuerzo
en su despacho
a las 12.00 horas.
La carrera de Diana había ido progresando a
paso continuo, rápido para la mayoría de los estándares, pero no lo
suficiente como para satisfacer su ambición. Por fin parecía que su
dedicación iba a darle sus frutos de manera sustancial. Un almuerzo
en el despacho del director tenía que significar un ascenso o al
menos una mención.
Coopersmith era la mayor autoridad en lo que
se refería a proyectos arquitectónicos en el sector Delta, una
leyenda viviente en su campo. Era frecuente encontrar su nombre en
los libros de texto que usaba Diana cuando estaba en los cursos de
postgrado. Aunque todavía era joven, había participado en el diseño
y construcción de algunos de los edificios y monumentos más famosos
de la ciudad estado. La fuente de Severin. El museo de Historia No
Natural de forma circular, en el que se muestran en cuadros con
hologramas cambiantes los errores cometidos por la humanidad a lo
largo de los años. El pesado, pero no por ello menos alto Centro
Delta de Condicionamiento, donde se hacían ciudadanos modelos de
aquellos que eran anómalos o inadaptados. Coopersmith había
cumplido el sueño de todo profesional al cruzar lo que a menudo se
conoce, aunque no en público, como: «La barrera de la
Realeza.»
Como la superioridad genética tiende a tener
mejor descendencia, la mayoría de las profesiones de uniforme
suelen ser para los hijos e hijas de profesionales ya uniformados.
Aun así, Coopersmith había superado sus orígenes humildes. Se había
destacado entre los arquitectos, había logrado una categoría
fundamental y ahora llevaba la toga azul de planificador de la
ciudad.
Diana había visto hablar al director en
numerosas ocasiones, inauguraciones de edificios, funciones
sociales profesionales, el banquete promocional anual, pero aun así
no había conocido formalmente al hombre ni intercambiado más que un
mero «buenos días» con él. Por lo que ella sabía, Coopersmith no
sabía ni que existía. Ella no era más que otro de los anónimos
diseñadores que trabajaban bajo sus órdenes. Al menos hasta
entonces.
Diana especuló acerca de qué otras lumbreras
estarían en el almuerzo. ¿Directores de otros sectores?
¿Arquitectos famosos? Seguramente no mucha gente ya que el almuerzo
era en el despacho de Coopersmith y no en una sala de conferencias.
Había muchas posibilidades de que pudiera hablar con el director,
una posibilidad de marcar más tantos de lo que ya tenía a la vista.
Comenzó a planear lo que diría.
Diana se pasó lo que quedaba de mañana
frente al espejo del lavabo, retocándose el pelo y el maquillaje.
Pensó en pintarse las uñas, pero decidió que no era el momento. Si
que dejó a un lado los zapatos de diario y se puso unos de tacón
más alto que tenía en su mesa por si se presentaba una ocasión
especial.
Diana estaba nerviosa. Al mismo tiempo se
sentía muy segura de sí misma. A diferencia de su pareja escogida,
la confianza en sí misma nunca había sido un problema para ella.
Siempre había tenido suficiente para los dos.
Inspirado por los libros ilegales de Josie,
que se había acostumbrado a leer mientras su amada dormía a su
lado, Thorne empezó a escribir un libro propio. Lo cierto es que no
era más que un diario, plagado de apuntes acerca de sus nuevas
experiencias y observaciones. Estos apuntes, con el tiempo,
adquirirían las proporciones de un libro modesto. No tendría
sentido alguno reproducir tal compendio de ilusiones y falsas ideas
perturbadas y mal pensadas de manera íntegra. Las acciones de
Thorne pronto comunicarían más que sus palabras. Sin embargo,
merece la pena mencionarlos. Sus primeras anotaciones eran
personales y fragmentadas.
En mi interior siento como se levantan
vapores desde lo más profundo de mi ser. Adquieren forma cuando me
enfrento a ellos: la necesidad de amar y ser amado, la necesidad de
libertad sin restricciones para afirmarme a mí mismo, mi
individualidad, aunque sea anómala para los estándares de la época.
¿De qué sirve una sociedad si encierra en nuestro interior la parte
más básica de nuestro ser?
No estoy seguro de por qué registro estos
pensamientos. A no ser que sea para aclararlos en mi propia mente y
darle un orden a la confusión que se apodera se mí.
Más adelante su voz adoptaría el tono de un
proyecto de filósofo político. Conforme crecía su alienación,
conforme se iba despojando de su condicionamiento se convertiría en
más comunicativo y visionario.
La burocracia y sus interminables reglas,
lo que las sociedades del pasado veían como un mal estructural
necesario, se ha convertido en nuestra forma de vida. En nuestro
mundo se han curado o controlado la mayoría de las enfermedades. La
guerra se ha convertido en algo del pasado así como las hambrunas.
Sin embargo, de muchos modos, nuestra especie se ha reducido a sí
misma a un estado de existencia parecido al de sus una vez muy
lejanos hermanos insectos.
Más especulaciones trilladas para seguirle
los pasos a una psique angustiada. Cualquier guardián cualificado
de la menor graduación se habría podido percatar de que este diario
era una válvula de escape secreta para Thorne, otra manera de poder
rebelarse sin repercusiones. Cada vez con la mente más cerrada y
más subjetivo en lo que se refería a sus propias acciones, habiendo
abandonado su entrenamiento de objetividad, Thorne no logró
percatarse de esto. Había ya traspasado y por mucho un punto
después del cual ya no podría volver a enfrentase a sí mismo de
manera objetiva nunca más.
Las plantas más altas eran un santuario al
que los trabajadores corrientes rara vez accedían. No estaban en la
lista del directorio del edificio y para llegar a ellas había que
cambiar de ascensor y pasar por el puesto de un centinela. En aquel
día y época, cuando la paz y la armonía reinaban en la ciudad
estado, era una precaución innecesaria, un vestigio de cuando
proliferaban los actos de terrorismo. El guardia del puesto de
centinela comprobó el nombre de Diana en la lista. La miró
atentamente de arriba abajo antes de darle una pequeña tarjeta de
plástico.
—Solo tiene que seguir los pitidos —le
dijo—. No vaya a ningún otro lugar o se disparará una alarma.
La iluminación de la planta superior venía
de unos paneles enormes que había en el techo y en las paredes. No
había ninguna sombra en ningún lugar. La luz tenía una cualidad
dominante que mostraba todos los objetos con claridad aunque a la
vez era suave y difusa. La moqueta era tan gruesa que a Diana se le
hundían los tacones a cada paso.
Lo primero que vio al salir del ascensor a
un ancho recibidor fue un modelo holográfico del sector Delta.
Conforme pasaba cerca se maravilló con sus detalles. Todo estaba
actualizado. Los edificios que se estaban construyendo. Las
pasarelas se movían y las luces brillaban en las ventanas de las
oficinas. Diana se dio cuenta de que no era una grabación que se
repitiera de una determinada manera, sino un holograma en tiempo
real. Cuando las nubes pasaron frente a una de las ventanas, Diana
lo pudo ver reflejado en el modelo que tenía ante ella.
Más allá de la exposición había maceteros
grandes con plantas vivas a lo largo del pasillo. Una mujer
inferior, quizá se habría sentido intimidada por un entorno tan
lujoso, pero, sin embargo, Diana se sintió allí como en casa de
inmediato. En lo más profundo de su corazón, ella sabía que era
allí donde ella pertenecía.
El pasillo se bifurcaba en numerosas
ocasiones, pero con la tarjeta que pitaba suavemente no había
problema para encontrar el despacho de Coopersmith. En una antesala
grande y suntuosamente amueblada la recibió la secretaria personal
del director, una mujer baja y fornida con el pelo rojo brillante,
cuya fría eficiencia y mirada aún más fría le hicieron sentir
escalofríos. Diana se la devolvió con su propia gélida mirada. Al
fin y al cabo, aunque la mujer tuviera un despacho cinco veces más
grande que su cubículo, no era más que una secretaria de alto
nivel.
Una vez que la hubieron hecho pasar al
santuario de Coopersmith, Diana se llevó la segunda sorpresa del
día. La habitación era lo suficientemente grande como para albergar
varios almuerzos… ¡y varias salas de conferencias! Había
agrupaciones de muebles caros por todo el suelo. Holos gigantes de
una claridad excepcional, no con eslóganes, sino con escenas de la
naturaleza que se desarrollaban por las paredes que estaban
cubiertas de madera de verdad. Pero no fue la habitación lo único
que la sorprendió, sino que también lo hizo el hecho de que no
hubiera ningún preparativo para ningún almuerzo. Y que aparte del
director y de ella misma, no había nadie más presente.
Coopersmith estaba de espaldas a ella,
miraba por una ventana que ocupaba toda una pared del techo al
suelo. La dejó que se moviera nerviosa unos segundos antes de darse
la vuelta para que se vieran.
—Siéntate, querida.
Era un hombre alto y fornido que aparentaba
cincuenta y pocos años. Diana sabía que tenía al menos diez años
más. El poco pelo que le quedaba era blanco grisáceo y lo llevaba
muy corto. Una frente ancha y una nariz prominente le daban a su
semblante una apariencia asombrosa y casi maligna. Coopersmith
llevaba una toga azul claro bordada con intrincados dibujos
geométricos. Una cinta azul más oscura se le ceñía a la cintura y
brillaba con unas borlas doradas.
Diana estaba a punto de elegir una de las
sillas que quedaban enfrente del escritorio de Coopersmith, que era
grande y oblongo, cuya superficie había sido hecha con una sola
pieza de madera color cereza, pero el director ya había salido de
detrás de su escritorio y le había hecho un gesto para que lo
acompañara a un sofá que había en un lateral de la habitación.
Diana se dio cuenta de que allí la moqueta era incluso más gruesa
que en el pasillo. Los tacones altos habían sido un error. Notó
como se tambaleaba levemente. Sintió, o se imaginó que podía
sentir, los ojos de Coopersmith en la espalda.
El director se acercó a ella y la miró de
arriba abajo. La miró expectante durante varios segundos antes de
decir nada.
—No me reconoces, ¿a que no?
—Oh, claro que sí. Usted es el director
sénior Coopersmith. —Diana estaba a punto de continuar, de soltarle
todo el discurso que había ensayado antes. Quería decirle al
director lo mucho que admiraba sus diseños, lo mucho que deseaba
conocerlo, pero la manera en que la miraba el hombre le hizo
dudar.
—No es eso a lo que me refiero, querida.
—Coopersmith le sonrió y se metió las manos entre los pliegues de
la toga. Sacó una pequeña flauta de plata, se la puso entre los
labios y se puso a tocar un par de notas vacilantes y
entrecortadas.
—¿Teatro? —exclamó Diana alarmada.
Las conversaciones de Richard Thorne con
Diana estaban limitadas tanto en temas como en campos. Cada vez que
hablaban de algo serio, se enganchaban en la misma cúspide: la
excesiva naturaleza crítica de Thorne.
Por el contrario, Josie alentaba tal
naturaleza. Rick y Josie hablaban de todo, de lo más trivial a lo
más sublime. Una vez lograda la seducción de su cuerpo, la
seducción y secuestro de su mente seguía su curso. Lo supiera o no,
Josie era una maestra en sofistería, en hacer que las conclusiones
más atroces resultaran sensatas. Recordaba las paparruchas
revolucionarias de su padre y llevaba a Rick a entrar en
conversaciones que supuestamente demostraban todos los errores de
la ciudad estado.
—¿Cuánto duraba la semana laboral cuando
eras pequeño? ¿Cuántas horas trabajaban tu padre y tu madre?
—Una semana normal. —Thorne se encogió de
hombros—. Unas cuarenta horas, supongo.
—¿Y cuánto dura ahora?
—Se supone que son cuarenta, pero suelen ser
más. Siempre hay muchas cosas que hacer.
—¿Pero es que no hemos avanzado
tecnológicamente en los últimos veinte años? ¿Aparatos para ahorrar
trabajo? ¿Máquinas y cadenas de montaje automáticas que permiten
que hagan falta pocas personas para realizar el trabajo de cientos
de ellas? ¿La semana laboral no debería ser más corta en lugar de
más larga? ¿No deberías tener más tiempo libre que tus
padres?
—Pero nuestros objetivos son diferentes —le
explicó Thorne—. Nosotros tratamos de obtener más logros que ellos
entonces. Seguir elevando el nivel de vida. Asegurar el Futuro
Cercano y esforzarnos por crear un Futuro Perfecto. —Se dio cuenta
de que sonaba como los carteles que había en las paredes de su
oficina. A pesar de su propia falta de satisfacción con la ciudad
estado, cuando se enfrentaba con Josie se encontraba con que la
defendía a menudo.
—Entonces, ¿de qué sirve tanta tecnología si
lo único que hace es generar más trabajo? Yo creía que se suponía
que nos tenía que librar de las tareas pesadas.
Ni Richard ni Rick tenían una respuesta para
aquello. No era buen rival cuando se trataba de una discusión. La
retórica de ella podía atarlo con nudos muy fuertes y luego
desatarlo para ventaja suya.
Y otra vez:
—¿Se te ha ocurrido alguna vez que el
trabajo que realizas no tiene significado? ¿Qué es lo que hacen con
todas esas estadísticas?
—Las publican en informes.
—¿Informes para qué? ¿Informes para quién?
Solo quieren tener a todo el mundo ocupado para que no puedan pasar
mucho tiempo pensando. Y cuando no estás trabajando intentan
llenarte la vida con tonterías. Insignificantes rivalidades
deportivas, entretenimientos insulsos, los últimos modelos para
lucir y las últimas modas para llevar. Es una esclavitud fácil y
suave, pero de todas maneras estás encadenado. Las decisiones de
verdad están fuera de tu alcance.
Esta discusión es tan absurda que casi no
merece respuesta alguna. Sin duda Josie pensaba que era mejor que
nuestros ciudadanos se pasaran el tiempo teniendo relaciones
sexuales ilegales, leyendo libros censurados, consumiendo drogas
nocivas, durmiendo hasta el mediodía y sin contribuir en absoluto
al bienestar general.
—De lo que no te das cuenta —prosiguió ella,
mientras miraba con dureza a Rick, que titubeaba—, es que la ciudad
estado es tu enemigo. Representa intereses especiales, y a no ser
que seas parte de tales intereses, lo único que quiere es
utilizarte. Bajo el disfraz de libertad alberga una especie de
paternalismo sofocante. Decide lo que es bueno para nosotros y lo
que no lo es. Prefiero tomar mis propias decisiones y cometer mis
propios errores.
Y otra vez más. No le bastaba que le pagara
más que bien por el tiempo que pasaban juntos, tenía que seguir
machacándolo, metiéndole sus pensamientos en la cabeza.
—¿Y qué hay de los incidentes de
destrucción? ¿Cómo los explica tu perfecta ciudad estado?
Josie se refería a las raras ocasiones en
las que determinados individuos parecían inexplicable o
repentinamente cometer un acto suicida de uno u otro tipo y a su
paso herían y mataban a otros ciudadanos y terminaban
suicidándose.
Por una vez el haber estudiado historia
aventajó a Richard.
—Es porque todavía no somos perfectos —le
dijo—. Casi todas las sociedades han producido fanáticos
destructivos de un tipo u otro. Es una anomalía del comportamiento
que todavía no se ha resuelto. Además, no ocurre con mucha
frecuencia.
—Con más de la que tú crees. —Josie asintió
a sabiendas, con el único conocimiento de los meros rumores
insustanciales del barrio bajo—. Los esconden siempre que
pueden.
No mucho después de tales conversaciones,
los pensamientos extremistas de Josie se hicieron su hueco en el
diario de Thorne, transformados y digeridos, pero con su origen muy
claro menos para el hombre que los escribía, que creía que
descubría visiones muy profundas.
Alentada por las historias de terror que le
contaba Heather, Diana albergaba un miedo atroz a que una de sus
aventuras de los martes por la noche la siguiera hasta su vida
cotidiana e irrumpiera en su pareja y su carrera. Los hombres
podían ser tan ridículamente apasionados y obsesivos con las cosas,
en particular con el sexo. Ahora su miedo se había convertido en
realidad. Pero no era un hombre cualquiera el que iba detrás de
ella. Coopersmith no iba solo uniformado, sino que era uno de los
miembros más influyentes de su profesión, un hombre que podía
asegurarle o destrozarle la carrera. Allí había peligro, aunque
también había posibilidades. Y estaba segura de que de alguna
manera podía sacar alguna ventaja.
—¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo supiste
quién era?
Coopersmith sonrió.
—La máscara dérmica puede ocultar las pecas
de tu rostro, querida —dijo con entusiasmo mientras se sentaba a su
lado en el sofá—. Pero no las de tus brazos. No las de tus piernas.
Las pecas tienen patrones que las diferencian.
—Asumo que te gustan las pecas.
De cerca, con la luz penetrante de la
sexagésima planta, Diana pudo observar que el director llevaba
maquillaje. Cuando se inclinó hacia ella, su rostro reveló todas
sus seis décadas y alguna más. Era casi un viejo. Con facilidad lo
suficientemente mayor como para ser su padre, y puede que hasta su
abuelo.
—¿Que si me gustan? —preguntó retóricamente
Coopersmith—. Vaya, me encantan. Las adoro. Soy un experto en
pecas… un gurmé y un glotón de pecas. Y querida, te puedo asegurar
que las tuyas son exquisitas. —La sonrisa que partía el rostro del
director era obscena y algo enloquecida. Para entonces ya estaba
sentado en el sofá junto a ella y le había puesto una mano en el
antebrazo desnudo. Estaba muy claro que lo que había pensado para
el almuerzo no implicaba ni sopa, ni ensalada, ni pescado ni
ave.
Diana recordaba su encuentro con Teatro con
desagradable claridad. Recordaba que cuando se había quitado el
mono plateado también se había desabrochado una faja que dejaba ver
incluso en aquella relativa oscuridad de la sala de relaciones, los
rollitos de grasa que tenía en la cintura. Recordaba cómo había
babeado sobre cada centímetro de su piel. Recordaba perfectamente
como había sido la propia relación sexual, que por suerte, acabó
casi antes de empezar.
Y también recordaba perfectamente cómo
después se había ido a casa a toda velocidad a darse una larga
ducha caliente.
Como muchos de sus encuentros de los martes
por la noche, Diana apenas sí había logrado tolerar el sexo. Para
ella lo más atractivo de los martes por la noche no era la libertad
sexual, sino todo lo que la precedía, los diversos
entretenimientos, la música, la cena, el baile, el coqueteo y las
conversaciones vagas, el aire de interludio romántico que
prevalecía en la atmósfera de la noche. Le gustaba tanto fingir ser
una mujer libre como la continua confirmación de que era una mujer
deseable.
Coopersmith subía y bajaba la mano por su
brazo. Su respiración se había hecho más pesada y tenía los ojos
vidriosos. Diana se volvió a fijar en la cara pulsera de
emparejamiento que llevaba en la muñeca. Alargó la mano y le
levantó la mano a Coopersmith quitándosela de encima y sujetándola
entre las suyas.
—¿Tu pareja escogida tiene pecas? —le
preguntó.
—¡Mi pareja escogida! —exclamó, a la vez que
salía del trance—. ¿Qué tiene que ver ella con nada de esto?
—Si no —prosiguió Diana mientras hacía caso
omiso de la pregunta del director—, estoy segura de que puedes
encontrar multitud de pecas en los salones de expresión. Pecas que
podrían satisfacer al más exigente de los gurmés. Más pecas de las
que el mayor de los glotones pudiera consumir en toda una
vida.
Diana pensó que Coopersmith podía haber sido
un miembro de las profesiones uniformadas, una leyenda de su
tiempo, la máxima autoridad en cuanto a proyectos arquitectónicos
en el sector Delta…, pero no dejaba de ser un hombre, y casi nunca
se había encontrado con un miembro de esa especie que no pudiera
correr en círculos. Más de una vez había bromeado con Heather de
cómo tenía a su pareja escogida en programa de centrifugado
continuo la mayor parte del tiempo.
Con toda la gracia que le permitió la
pantanosa alfombra, Diana se puso en pie y caminó hasta la ventana
que había al otro lado de la habitación. Podía ver el sector Gamma,
más allá del Delta, hacia el sur. Hasta donde le alcanzaba la vista
era ciudad lo que se extendía hasta el horizonte. Sabía que siempre
habría más ciudad que construir, más edificios que diseñar, muchas
oportunidades de demostrar quién era… si se las daban.
Rick y Josie hablaban de todo. Desde lo más
mundano a lo más fantástico. Incluso salió lo del poema que Thorne
había visto pintado en una pared en un edificio abandonado.
—Quizá deberíamos huir juntos a las Tierras
Muertas —bromeó Josie.
—Claro, siempre que queramos morir por
radiación.
—¿Cómo podemos saber que las Tierras Muertas
nos matarían? Nos mienten acerca de tantas otras cosas que, ¿por
qué no nos iban a mentir sobre eso? Si las Tierras Muertas son tan
peligrosas, ¿Cómo es que la ciudad sigue creciendo?
—Esas tierras han sido
descontaminadas.
—¿Qué? ¿De la radiación? La mayor parte de
la radiación atómica tiene una vida media de varios cientos de
años. —Señaló hacia las estanterías de libros con la cabeza—.
Míralo si no me crees. Se mete en las rocas, el subsuelo, el nivel
freático, ¿Cómo pueden descontaminar eso?
Thorne no sabía lo que era una vida media y
tan solo tenía una vaga idea de lo que era el nivel freático. Se
dio cuenta, no por primera vez en sus diálogos, que la lectura le
había dado a Josie un conocimiento al que él no tenía acceso. De lo
que no se daba cuenta era de que la mayor parte de tal conocimiento
no servía para nada, y en gran medida era erróneo.
—Si pueden cambiar el tiempo, pueden
descontaminar la tierra.
—Claro —dijo Josie mientras señalaba con la
cabeza hacia el cristal surcado por la lluvia de la ventana—. Claro
que pueden. —Habían pronosticado cielos despejados.
Tal y como se le enseña a todos los niños en
la escuela primaria, más allá de los límites de la ciudad, lo único
que hay es muerte. La radiación se eleva a límites fatales. Y en
las zonas en las que la radiación no es peligrosa lo único que hay
es vegetación en la que ningún ciudadano podría sobrevivir mucho
tiempo.
Diana se volvió hacia el interior de la
habitación y se apoyó en el cristal de la ventana con las manos en
la espalda y las caderas hacia delante. Coopersmith estaba en pie
frente a ella. Le recorría el cuerpo con los ojos. Tenía los brazos
cruzados sobre el pecho.
—He mirado tu archivo, querida —dijo el
director—, y estoy bastante impresionado. Podrías llegar muy lejos
en el departamento. Con el apoyo… correcto… hasta podría haber una
toga en tu futuro en algún momento. Tengo un proyecto que está
empezando… un proyecto personal en el que me vendría bien una joven
arquitecta de talento como tú. Es algo que requiere una atención
especial… un compromiso especial. El horario puede ser muy largo e
irregular, pero habrá una buena recompensa para la persona que
tenga la actitud correcta.
—Suena… interesante —dijo Diana siguiendo
con la farsa de que Coopersmith hablara de un proyecto real.
Pensó que podía ser que lo estuviera
haciendo. Quizá pudiera sacarle algo de provecho al viejo antes de
darle calabazas—. Me halaga que me tengas en cuenta. Estoy segura
de que no te decepcionaría y estoy muy interesada en… recompensas.
—Se balanceó hacia delante y hacia atrás contra la ventana—. Pero,
¿me podrías contar algo más acerca del proyecto, de lo que
implicaría? Dame más detalles y deja que me lo piense… y te
contestaré tan pronto como me haya decidido.
Mientras daba su evasivo discurso Diana vio
como se le iba nublando el semblante al director. De repente se dio
cuenta de que había juzgado mal tanto la situación como al hombre.
El verdadero Coopersmith no tenía nada de la afabilidad ni del
encanto del falso Teatro. Su mirada era abiertamente hostil. Estaba
muy claro que aquella no era la respuesta que esperaba oír y que no
le agradaba lo más mínimo.
—¡Piénsalo rápido querida! —Coopersmith
señalaba enérgicamente en su dirección con la mano—. Puedo
asegurarme de que sigas siendo G-15 durante el tiempo que estés en
este distrito. Te puedo tener diseñando cuartos de baño para
estadios durante los próximos diez años. ¡Piensa rápido! ¡No te lo
voy a pedir otra vez!
Rick y Josie hablaban de todo. Desde los
libros que leían juntos hasta las drogas que consumían. Desde las
estrellas y otros mundos que pudieran girar alrededor de la Tierra
hasta los Disturbios / la Revuelta del 37. Desde la fuente de
Severin hasta los vendedores callejeros y Daniel DeLyon. Desde la
insignificancia de la existencia hasta el significado que uno puede
definir.
De todo menos de Diana. Y de los otros
clientes de Josie.
Porque cuando Thorne entraba en los dominios
de Josie, dejaba atrás la realidad de su vida. Y también lo hacía
ella. Él acudía a ella como si no tuviera pareja ni hogar al que
regresar. Como si aquel piso del barrio bajo con sus libros, drogas
y sexo listos para consumir fueran su auténtico entorno y ellos
fueran una pareja auténtica. Como si solo existieran aquellos
momentos y no hubiera un mañana.
Diana miró a su alrededor en la habitación.
La moqueta gruesa, las plantas, la perfecta iluminación, el
mobiliario exquisito y los enormes hologramas que iban cambiando
muy despacio en las paredes cubiertas de madera. Podría haberse
sentido como en casa en aquel entorno, pero cuando llegó al poder
que allí residía, ella no era ni siquiera una intrusa que mereciera
la pena. Fueran cuales fueran los círculos en los que ella pudiera
hacer correr a Coopersmith, iban a ser muy limitados tanto en
cuanto al tiempo como a su circunferencia… y solo servirían para
hacerlo enfadar más. Consideró las opciones que tenía y llegó a la
conclusión de que en realidad no tenía ninguna opción.
Diana se armó de valor a la vez que
respiraba hondo y lo camuflaba a modo de suspiro, se separó de la
ventana y se sentó en el borde del escritorio de Coopersmith. Una
vez que tomaba una decisión, no era de las que hacía las cosas a
medias. Cruzó las piernas y se echó hacia atrás, apoyó el peso en
las palmas de las manos y dejó que la ya de por sí corta falda se
le subiera un poco más.
—¿Sabes que si te acercas lo suficiente
puedes verme las pecas a través de las medias? —dijo mientras
miraba al director a los ojos.
Coopersmith se acercó a ella a la vez que se
desataba la cinta de la toga—. Vaya, querida, eso es lo que yo
llamo tener la actitud correcta.
Diez minutos más tarde, Diana se encontraba
en el ascensor de bajada. Estaba muerta de hambre y tenía que
regresar a su puesto en menos de media hora. Se dirigió a la
cafetería de la planta baja. Sin embargo, una vez que hubo llenado
su bandeja con el forraje de costumbre, se dio cuenta de que se le
había quitado el apetito. Por lo que se moría era por darse una
ducha caliente. Y larga.
Thorne se estaba viendo obligado a trabajar
hasta tarde más a menudo para mantener el ritmo de sus tareas y
compensar el tiempo que perdía cuando la mente le vagaba. Una noche
entre tantas, mientras él luchaba con su trabajo a la hora de la
cena y sus compañeros regresaban a sus casas, familias y
entretenimientos nocturnos, se encontró solo en la planta, inmerso
en el vacío de las mesas y sillas sin ocupantes. Lo único que no
dejaba que el silencio fuera absoluto era el leve zumbido de los
fluorescentes del techo.
En aquella atmósfera casi mortuoria, sus ya
olvidados poderes de concentración se quitaron el anquilosamiento
de encima. Por una vez, su mente, liberada de sus preocupaciones
carnales, se concentró en el abstracto reino de las cifras,
símbolos y lógica. Se convirtió en un esquiador despreocupado sobre
colinas blancas y puras y cada bajada le daba fuerzas para hacer
otra más. Una vez, cuando era más joven y su vida más sencilla,
había sido así con frecuencia. Si hubiera sido capaz de trabajar
con tal eficiencia durante una fracción de su jornada laboral, lo
habrían seleccionado como candidato para un ascenso y no para una
reprimenda.
Después de que terminara su trabajo, Thorne
cerró su escritorio, apagó las luces y entró en la sala de proceso
central. En los paneles de control brillaban algunas luces. Menos
por eso, estaba oscuro, pero el resto de máquinas funcionaba sin
necesidad de iluminación. El murmullo de su pensamiento continuo
estaba por todas partes. Volaba hasta el techo poroso y hasta el
suelo para volver con una frecuencia más baja que se podía sentir
en los huesos y en los dientes si uno se quedaba quieto. Se
levantaba por todas partes a su alrededor, desde formas que no eran
enormes en la oscuridad, sino cuadrados y rectángulos negros que se
apoyaban contra la insonorización que había sobre las paredes.
Había habido un tiempo en el que la conciencia de Thorne se había
sentido afinada con los armónicos de ese murmullo, cuando veía su
trabajo como un complemento de su vida. Ahora en su pecho había una
vibración contraria, una pesadez multitonal más relacionada con lo
que él consideraba una existencia sin valor.
Se movió entre las formas y se preguntó no
por primera vez por el grado de sensibilidad de estas. Pasó la mano
sobre las superficies secas y ligeramente granulosas de plástico,
que de lejos parecían de metal. Le molestaba aquella duplicidad
porque la ilusión una vez lo había engañado.
Aquella noche, más tarde, escribió en su
diario:
Vivimos en un mundo en el que el plástico
simula millones de formas, lleva tantas máscaras como variedades
existieron una vez en el mundo. El suelo que hay bajo nuestros pies
es de plástico. Las paredes, la mesa, mi ropa, mi bolígrafo, y
buena parte del papel en el que escribo son de plástico. Todo es lo
mismo, horrible y terriblemente igual.
Retorcía su mente sin cesar en una disección
sin fin. Había tomado otro de los dones de nuestro mundo y lo había
interpretado como una maldición.
Diana Logan podía haber rechazado los
acercamientos de Willem Coopersmith y haberlo acusado de violar el
Código Sexual. El estatus de Coopersmith como miembro uniformado le
otorgaba muchos privilegios, pero no le daba ningún derecho a
amenazar su carrera. Como hemos descubierto recientemente, Diana no
era la única mujer que había sufrido como resultado de los excesos
del director. Si el comportamiento delictivo del hombre hubiera
salido a la luz en vida, habría sido juzgado, condenado y
recondicionado. O más posiblemente dada su edad y su estatus se le
habría forzado a jubilarse anticipadamente.
Sin embargo, la conclusión de Diana de que
no tenía otra opción más que ceder al chantaje de Coopersmith no
carecía de lógica. Frente a una acusación de una G-15 sin pruebas a
Coopersmith no se le habría requerido pasar por un ciberescáner. Lo
máximo que podría haber esperado Diana era que la trasladaran a
otro sector, más lejos de su casa y una marca en su expediente que
podría entorpecerle futuros ascensos. Una marca similar en el de
Coopersmith, que no dejaría el menor efecto, fue lo que le ofrecía
a Diana pocos incentivos para presentar cargos contra el
director.
Aun así, Diana no solo se rindió a lo que
Coopersmith le pedía, sino que una vez hubo tomado su decisión se
comprometió con ella firmemente. Durante los primeros meses de su
escarceo no mostró ninguna renuencia externa e intentaba complacer
al director de todas las maneras que podía.
De muchas maneras, Coopersmith y Diana
hablaban en el mismo idioma. Veían el mundo en términos de los que
mandaban y los que no lo hacían. Que el director le ofreciera
mejoras laborales a cambio de sus favores tenía completo sentido
para Diana. Si Coopersmith hubiera estado funcionando
racionalmente, ambos se habrían beneficiado de su relación ilegal.
Sin embargo, no eran solo las pecas de Diana las que llevaron a
Coopersmith hasta ella, sino la perturbada necesidad de controlar
la vida de otro individuo.
Conforme su relación fue progresando, las
exigencias del director fueron siendo más extremistas. En una
ocasión él recitó una serie de chistes sucios e hizo que Diana
tocara parte de la anatomía de ambos cuando fueran mencionadas en
la vil narración. Más de una vez le hizo ponerse una máscara
dérmica chillona con muchas más pecas que las que ella ya tenía.
Diana lo toleraba todo, a la espera de la recompensa que se le
había prometido. Sonreía seductoramente. Se movía como se le decía
que se moviera. Aunque a veces le entraban ganas de gritar de asco
cuando le tocaba el poco pelo que le quedaba en la calva cabeza al
director, los únicos sonidos que salían de su garganta fingían ser
suspiros de placer.
Sin embargo, cada vez que Diana sacaba el
asunto de la recompensa, Coopersmith le decía que tuviera
paciencia. Estaba esperando a que saliera el proyecto adecuado para
reasignárselo. No podía hacerlo de una manera explícita. Ya había
un exceso de G-16, había habido demasiados ascensos en la
supervisión del año anterior. A pesar de que había hecho todo lo
que había podido para complacer a aquel hombre, Diana empezaba a
darse cuenta de que no habría ninguna recompensa, ningún proyecto
nuevo y ningún ascenso. Solo exigencias mayores.
Para Coopersmith, cualquier concesión a
Diana habría sido admitir que ella ejercía un cierto grado de poder
en su relación. Para un hombre que lo único que entendía era el
poder, eso no era aceptable.
Ya no es posible hacerle un escáner a Willem
Coopersmith y ver su matriz, aunque considerando la información de
la que disponemos es posible hacerse una idea de su naturaleza. Un
tallo recto y estrecho con pocas estrías, una corola claramente
definida dentro de los límites aceptables a primera vista, aunque
se diferenciaba por su estrechez y su excesiva brillantez en
determinados nodos. Uno tendría que fijarse mucho para encontrar la
hebra anómala, un «Camino de Muerte» que se saldría radicalmente de
los límites definidos de la vida de Coopersmith, saliendo del nodo
en el que se entrelazaban y chocaban sus aspiraciones personales y
sus obsesiones sexuales.
Diana siempre había tenido suficiente
confianza en sí misma como para los dos, aun así, Richard Thorne, o
Rick, como se llamaba a sí mismo cuando estaba con su amante del
barrio bajo, estaba empezando a desarrollar una confianza propia.
Una que no estaba basada en la realidad. Desde que había conocido a
Josie padecía las mismas ilusiones transitorias de poder que sentía
cuando jugaba al ajedrez con DeLyon al día siguiente. Durante uno
de esos episodios de breve megalomanía, Thorne encontró el valor
necesario para mencionar a los otros clientes de Josie.
Ya habían tenido relaciones sexuales y
estaban juntos en la cama y leían. Josie leía uno de sus libros
favoritos, una fantasía imposible llamada Don
Quijote. Thorne se esforzaba con una novela del siglo XX
titulada El arco iris de la gravedad.
Para él tenía sentido. No así para nuestros más expertos eruditos.
Sin embargo, cuanto más leía Thorne, más parecía comunicarle un
significado oculto y envuelto. Solo que no podía saber si era el
significado que había querido darle el autor o uno que él había
creado en su propia mente.
Thorne dejó de leer y cerró el libro.
—Quiero que dejes de ver a otros hombres
—comenzó.
Josie levantó la vista. Por primera vez en
toda su relación había sido él el que la había cogido por sorpresa.
Se quedó callada un momento antes de reírse extrañamente.
—¿Por qué? —dijo ella—. ¿Qué diferencia
hay?
—Te quiero toda para mí.
Podría haberle dicho que se estaba
enamorando de ella, que ya estaba enamorado de ella, pero el valor
no le llegaba para tanto. Y si es que no era más que un
encaprichamiento, sabía que se le pasaría.
—¿Y cómo se supone que me voy a
mantener?
—¿No puedes conseguir un estipendio del
Estado?
—Eso ya lo intenté. Me dijeron que primero
tenía que hacer el condicionamiento. Entonces podría hacer las
pruebas para ser ciudadano. Solo apoyan económicamente a los que no
pueden condicionar.
—¿Sería tan malo que te condicionaran? A
Josie se le incendiaron los ojos.
—No quiero que nadie me hurgue en la mente.
—Su voz sonaba enfadada—. Me gusta como está, y creía que a ti
también. Tampoco es que vea a tantos hombres. Tan solo unos cuantos
clientes habituales. No soy una puta callejera, por si no te has
dado cuenta.
—No me importa cuántos sean. Quiero que
dejes de verlos. A todos ellos. Ya se nos ocurrirá algo. —A Thorne
le sorprendió el sonido de su propia voz. La repentina profundidad
y el peso que tenía.
—Lo pensaré —dijo Josie. Su voz se convirtió
en el «terciopelo áspero» que tanto le gustaba a Thorne.
Daniel DeLyon trataba de ver un partido de
fireball en el holo, un encuentro
clásico, Stalwarts contra Paragons, mientras su madre caminaba en
pequeños círculos lentamente en la pequeña habitación a la vez que
deshacía un pañuelo de papel con las manos y pasaba periódicamente
por delante de la pantalla. DeLyon había apostado por los
Stalwarts. No mucho, pero algo era algo. Ganaban por un único gol.
La pelota apenas sí brillaba. Cualquier manopla podía cogerla y
marcar un tanto.
—Siéntate, madre —dijo DeLyon.
No hubo ninguna respuesta obvia, pero
después de dar varias vueltas más a la habitación, la anciana se
sentó a su lado en el sofá y lo miró expectante.
—¿Dónde está tu padre? ¿No tendría que estar
ya en casa? Sé que suele llegar sobre esta hora.
Hacía mucho que DeLyon había renunciado a
repetirle más veces que Stuart Jimson no era su padre y que llevaba
muerto más de veinte años. Estaba claro que la mujer debería de
estar en un centro de mayores donde se le pudieran dar los cuidados
y la atención que su estado requerían. Cada generación al hacerse
mayor de edad debe vivir su propia vida sin que aquellos cuyas
vidas estén a punto de finalizar se la dificulten. Por eso los
centros para mayores son para aquellos que ya no funcionan. La
madre de DeLyon había rechazado que la llevaran y también el
tratamiento que necesitaba. Eligió quedarse con su hijo, en
perjuicio de la vida de este. A resultas de un malentendido sentido
de lealtad, DeLyon accedió a sus deseos.
—¿Quieres tomarte tu medicina ahora,
madre?
A la anciana se le iluminaron los ojos.
Estaba acostumbrada a que las conversaciones no fueran
interactivas. La mayor parte de sus conversaciones no eran más que
monólogos. Dejó de deshacer el pañuelo de papel y se iluminó como
la fuente de Severin.
—Sí, ¡eso estaría muy bien!
DeLyon sabía cómo manejar a su madre. Era
Josie la que era un problema. Había fallado tanto en sus planes de
seducir a Thorne para alejarlo de Diana como de chantajearlo con
amenazas de descubrirlo. De todas maneras, DeLyon no había
abandonado su plan inicial totalmente. Debía haber maneras de
llevarlo a cabo, incluso sin contar con la cooperación de
Josie.
Mientras regresaba con el güisqui de su
madre, y se ponía una copita sana de la bebida ilegal para él, un
rugido repentino había salido del holo. La pelota de fuego del
partido de fireball había explotado,
salpicando sangre por todo el campo y dejando sin sentido a varios
jugadores del Paragons. Solo quedaban unos minutos de
partido.
La pálida cara de DeLyon se iluminó con una
sonrisa.
—Lo he vuelto a hacer —se dijo a sí mismo en
voz alta. Aunque estaba acostumbrado a ganar, nada le daba más
satisfacción.
—Tu vaso es más grande que el mío —se quejó
su madre—. Dame un poco del tuyo.
Thorne estaba más exhausto cada día que
pasaba. Extraños sueños que no quería tener seguían molestándole a
la hora de dormir. Durante el tiempo que pasaba con Josie apenas si
dormía algo. Cuando lo hacía, a veces soñaba con Diana. Cuando
estaba con Diana siempre soñaba con Josie.
En una de sus pesadillas recurrentes Josie y
él se habían perdido en un sector de la ciudad en el que ninguno de
los dos había estado nunca. Intentaban encontrar un camino de
vuelta al barrio bajo y a su piso. Las pasarelas automáticas no
funcionaban. Caminaban por una calle solitaria, muy larga y en mal
estado. Veían su paso obstaculizado por trozos de asfalto y
montones de cascotes. La calle parecía no tener intersecciones en
varios kilómetros, pasaban por explanadas vacías y edificios
anónimos. Pisos y pisos de ventanas se levantaban sobre ellos. La
fina banda de cielo que podían ver tras el cemento estaba llena de
nubes.
A veces, la calle se empezaba a llenar de
peatones dispersos, tan perdidos como ellos. Solos y en parejas. Se
encontraban con extraños que en el contexto del sueño ya no eran
extraños. A pesar de que Thorne nunca había visto a aquella gente
en la vida real, ellos parecían reconocerlo y él a ellos también.
Quizá fuera de otro sueño. La mayoría de ellos también conocían a
Josie y daban por hecho que debían estar juntos. Pero cuando les
preguntaba a aquellos extraños conocidos cómo llegar al barrio
bajo, la mayoría se encogía de hombros como si nunca hubieran oído
hablar de aquel sitio. En alguna ocasión, uno les empezó a señalar
y gesticular y se metió en una serie de indicaciones tan largas y
complejas que era imposible seguirlas y mucho menos memorizarlas.
Josie tenía un trozo de papel en el bolsillo, pero nadie tenía nada
para escribir. O tenía bolígrafo, pero no papel. A veces una
historia paralela del sueño implicaba la búsqueda de un bolígrafo o
de papel para poder escribir las indicaciones.
—Estamos caminando en círculos —decía
Josie—. Ya hemos bajado por aquí.
Y ese sería el pie para la llegada de Stuart
Jimson. Se acercaría a ellos tambaleándose de lo que sería el final
de la manzana de edificios. En una versión se les acercaba nadando
y flotando, como si él fuera un pescado y el aire agua. No se
trataba del enorme y peludo Jimson de los holodramas, sino de un
hombre compacto y de tez oscura que no era mayor que ellos. Se
parecía tanto a Josie que podría haber sido su clon
masculino.
—Tenéis… que… iros ahora —les diría Jimson
con dificultad a través de sus pequeños y blancos dientes, a la vez
que señalaba en la dirección de la que él había venido. Aunque no
había signos visibles de ninguna lesión, el hombre actuaba como si
estuviera padeciendo fuertes dolores—. ¡Tenéis… que… correr!
En la dirección del brazo estirado de
Jimson, Thorne vio de repente una falange de guardianes que
marchaba calle abajo. Fila tras fila con la armadura de batalla,
como peones de cientos de juegos. Caminaban hacia delante con
determinación ciega.
Tras ellos la ciudad ardía. Una altísima
pared de llamas se alzaba hasta el cielo e iluminaba el humo que
ella misma producía.
En aquel momento, Thorne siempre se
despertaba bañado en sudor y convencido de que había gritado. Aun
así su compañera elegida permanecía inconsciente a su lado. Sin
embargo, a veces, gemía desde los más profundo de su garganta…
Había veces en las que Diana se agarraba a las sábanas como si
fuera partícipe de su terror.
—Te toca mover —le anunció DeLyon.
—Perdona —dijo entre dientes Thorne.
Como de costumbre su mente ya no estaba en
el juego. A lo largo del paseo pasaban un grupo de mujeres jóvenes
con las piernas cubiertas de tejido dorado y plateado brillante.
Thorne se fijó en una que llevaba una camisa transparente negra lo
suficientemente pequeña como para acentuar sus pechos, mientras que
la manga corta se le clavaba en la blanca piel de los brazos. En su
fantasía le había quitado la blusa, la falda y las medias
plateadas, la había tumbado en una cama y la contemplaba atónito
por la blancura de su cuerpo.
A pesar del hecho de que se estaba acostando
con dos mujeres de manera regular, o quizá por ello, estaba más
consciente sexualmente que nunca. Era un efecto secundario más de
las drogas que consumía con Josie. Se estaba convirtiendo en un
adicto tanto de la estimulación química como de sus propios deseos
carnales.
Sin ningún plan de ataque claro, Thorne
movió su rey a un lugar más seguro.
DeLyon se rió en alto de su
movimiento.
—Creo que deberías dejar de ver a Josie un
tiempo. Las cosas se están poniendo demasiado serias entre vosotros
—anunció de repente.
—Fue idea tuya que la viera la primera
vez.
—Solo quería que la conocieras. Que la
vieras de vez en cuando. Creía que era una manera de que ella se
sacara un dinero extra. No sabía que se iba a convertir en algo
estable. En lugar de ganar más dinero, está ganando menos. Ha
dejado de ver a los otros clientes. Tú le das…
—¿A todos? —lo interrumpió Thorne. DeLyon
hizo un gesto con la mano para apartar la pregunta.
—¿Algunos?, ¿todos?, ¿cómo lo voy a saber
yo? No me lo cuenta todo. La cuestión es que le estás dando
esperanzas que nunca se van a cumplir. Y yo le tengo que dar más
dinero para que se mantenga.
—¿Qué tipo de esperanzas? —preguntó
Thorne.
—Cree que vas a dejar a Diana y a
emparejarte con ella en su lugar.
El argumento de DeLyon no tenía ningún
sentido para él. Él nunca le había prometido nada a Josie. No
porque no se le hubiera ocurrido la idea, sino porque le daba miedo
que se riera en su cara. A pesar de que se comportaban como amantes
cuando estaban juntos, su relación seguía siendo como la de
cortesana y cliente, o puta y putero, como lo hubiera expresado
Josie con más crudeza. Él le seguía pagando por cada una de sus
visitas, y a pesar de que ella aceptaba su dinero sin hacer
comentario alguno, como si fuera algo anecdótico, lo cogía. Thorne
notó que lo que molestaba a DeLyon eran los celos. Ya no tenía la
compañía de Thorne para él solo, en realidad, casi nunca la tenía,
y él ya no era la persona más importante de la vida de su
hermana.
Una sombra cayó sobre el tablero y les tapó
el sol. Había un hombre de pie junto al banco en el que estaban
ellos, su rostro quedaba en la sombra, la luz brillaba por entre el
pelo que se le levantaba en la coronilla. Era Sol Thatcher.
DeLyon hizo caer la pieza que iba a
mover.
—Hola —dijo Thorne—. ¿Juegas al
ajedrez?
Thatcher se pasó la mano por la barbilla y
se le arrugó la mejilla como si fuera de papel.
—Solía jugar. Ya no. No tengo tiempo para
juegos. Al menos no para el ajedrez. Era muy bueno. En mis tiempos.
—El discurso del hombre era tan entrecortado como la hierba que
había tras las verjas de hierro.
—¿Algún consejo para mí? —Dijo Thorne
mientras hacía un gesto hacia el tablero con la cabeza.
Thatcher se adelantó un paso.
—Mmm… —Se volvió a
rascar la barbilla y se tiró de una oreja—. Usa la reina. Pero no
de la manera que debes estar pensando.
—Gracias —respondió Thorne, a pesar de que
no tenía ni la más remota idea de a qué se refería aquel
hombre.
DeLyon no había dicho ni una palabra. Thorne
pudo ver perfectamente cómo le temblaba la mano a su amigo cuando
enderezó la pieza que había tirado.
Thatcher levantó la vista hacia el edificio
que estaba detrás de ellos.
—Bueno… de vuelta. Hay que ir de vuelta otra
vez.
Tan pronto como se alejó lo suficiente como
para que no los oyera, DeLyon susurró:
—Sospecha algo. Va tras nosotros.
—¿Qué puede saber? Solo nos estaba dando
conversación. Los guardianes persiguen a terroristas y criminales,
no a gente como tú o yo. No tienen tiempo para los que son como
nosotros. —Thorne volvía a engañarse a sí mismo. A pesar de sus
numerosos delitos seguía considerándose un ciudadano normal.
—Mi padrastro era un terrorista —le recordó
DeLyon—. ¿Tú no crees que habrá una etiqueta en mi archivo? ¿No
crees que me tienen vigilado y esperan a que cometa un desliz?
—DeLyon se interrumpió y todo cambió su curso—. Josie y tú tenéis
que dejar de veros. Al menos durante un tiempo. Es demasiado
peligroso ahora mismo. De todas maneras, no tienes nada que
ofrecerle. Nunca dejarás a Diana.
Thorne lo miró un momento antes de
contestarle. No veía la relación entre el posible interés de
Thatcher en ellos, si es que lo había, y su propia relación con
Josie.
—No es cosa tuya si nos seguimos viendo o
no. Eso es algo entre Josie y yo. La veré cuando quiera siempre que
ella quiera verme a mí. Y le daré todo el dinero que necesite. ¡Si
de verdad te preocupa tu hermana, deberías sacar ese terminal de
ordenador de su casa antes de que se entere alguien más además de
yo! —Thorne bajó la vista al tablero—. Te toca mover.
—Mediohermana —lo corrigió DeLyon—. Josie es
solo mi mediohermana. —Adelantó un peón—. Y me había prometido que
tendría esa puerta cerrada con llave.
De repente, Thorne se dio cuenta de lo que
había estado hablando Thatcher. La combinación era tan obvia que no
sabía cómo se le había escapado. Movió la reina a la última fila,
la sacrificó a cambio de un caballo. No importaba si DeLyon
aceptaba el cambio o no.
—Mate en tres —observó Thorne—. No puedes
ganar jugando en medio tablero.
Aquella noche, tumbado en la cama con su
enamorada, trastornado por las drogas que habían consumido,
mientras miraba las estrellas tras el combado tragaluz, Thorne
decidió probar lo que DeLyon le había dicho. Probó con el futuro de
conjunto de ambos.
—¿Quién sabe? Quizás algún día seamos una
pareja escogida.
Tal y cómo él se temía, Josie se rió, no
exactamente de él, pero se rió al fin y al cabo.
—No seas ridículo. Yo nunca podría vivir en
tu mundo. —Se dio la vuelta—. ¿Qué iba a hacer? ¿Trabajar de
cortesana en los salones?
—Podrías hacerte actriz —dijo Thorne echando
mano de lo primero que se le pasó por la cabeza.
Josie se volvió a reír.
—¿Qué? ¿En algún tipo de propaganda generada
por ordenador para proclamar la gloria del Estado? ¿En alguna que
denuncie a mi propio padre? Antes muerta.
Martes por la noche de finales de
invierno.
Aquel mismo día, un frente frío con su
tormenta asociada había desafiado a todos los ordenadores y se
había colado desde el nordeste. Había cogido desprevenidos a los
Hombres del tiempo y había roto las barreras meteorológicas. Las
medidas del último momento no habían servido de nada. La tormenta
había descargado con todas sus fuerzas sobre la ciudad. Las
temperaturas habían bajado hasta los cero grados y los vientos no
tenían piedad. La presión barométrica no dejaba de bajar. El
Control de Estándares estaba revolucionado. A la tarde siguiente,
la lluvia no cesaba, ambos departamentos intercambiarían palabras
de gran dureza y varias carreras saldrían perjudicadas.
Una congelada aguanieve caía en el aire de
la noche, oscurecía la visibilidad, hacía resbaladizas calles y
pasarelas automáticas y llenaba las alcantarillas de un fango
sucio. Thorne se encorvó en la fría noche mientras se dirigía al
piso de Josie. Era el tipo de tiempo que podía estropearle el humor
al más risueño; aunque, mientras rugían los truenos, los rayos
relucían y las heladas gotas chocaban contra su cara, Thorne estaba
lleno de júbilo. La fuerza del tiempo, su energía salvaje sin
contención era acorde con su ánimo. En pocos minutos estaría junto
a Josie y ella lo abrazaría.
Las calles del barrio bajo estaban desiertas
bajo la lluvia constante. Aquella noche no había ni vendedores ni
prostitutas.
Entonces, una figura oscura salió de la
lluvia en dirección contraria, renqueaba hacia él y se iba
enderezando según se acercaba. De repente, Thorne se encontró con
que lo había empujado hasta un callejón y lo había puesto contra la
pared de un edificio.
—El dinero o la vida, amigo. —Le informó un
gruñido gutural.
—¿Qué?
—El dinero o la vida. ¡Dámelo,
ciudadano!
El hombre escupió la última palabra con
desprecio. Llevaba un gorro de punto que le tapaba hasta la frente
y una chaqueta sucia y deformada. De sus ropas húmedas emanaba un
olor rancio a animal. Empujó a Thorne más fuerte contra la pared.
La lluvia no se cansaba de caer sobre ellos.
—¡Ahora, ciudadano! Y también me llevaré ese
reloj.
El hombre sostenía algo oscuro y
puntiagudo.
Por supuesto que en la ciudad estado estaba
prohibida la posesión personal de armas de fuego. Las únicas
pistolas que Thorne había visto de primera mano eran las que los
guardianes llevaban en los cinturones. Aun así, había visto las
suficientes en el holo como para reconocer una cuando se la ponían
en la cara.
Condicionado para evitar la violencia, un
ciudadano normal habría accedido inmediatamente y habría denunciado
el incidente en la comisaría de guardianes más cercana. La reacción
de Thorne fue extremadamente anormal. Si le daba el dinero, razonó
en cuestión de instantes, no tendría nada que darle a Josie. Sin
pensárselo más, alargó la mano y le cogió la muñeca al hombre y, a
la vez, lo obligó a retroceder con el cuerpo.
Se produjo una explosión y un relámpago de
luz azul y blanca cuando la pistola se disparó y cayó a la acera.
El hombre se alejó de Thorne de un salto.
—¡Loco hijo de puta! —le gritó—. ¿Quieres
matar a alguien?
La pistola estaba a los pies de Thorne. Se
agachó y la cogió.
El hombre siguió alejándose, movía los
brazos enloquecidamente sobre la cabeza.
—Se supone que no es así. Se supone que yo
te enseño la pistola y se supone que tú me das el dinero. ¡Así
funciona! ¿Es que no sabes nada?
Thorne levantó la pistola para verla más de
cerca. Era tan pequeña que le encajaba cómodamente en la mano. Sin
embargo, podía quitar vidas humanas. Tenía la muerte en la palma de
la mano.
—¡Estás loco! —le gritó el loco mientras
salía corriendo para adentrarse en la noche—. ¡Estás loco de
remate!
Thorne se metió la pistola en el bolsillo
pero se quedó allí de pie en el callejón unos minutos, indiferente
ante la lluvia que seguía cayendo, atónito por el incidente y por
su propia respuesta. Temblaba, pero era de excitación más que de
miedo.
Cuando llegó a casa de Josie se la encontró
esperándolo con una gran toalla de baño.
—Estás calado —le dijo—. Quítate esa ropa.
Te voy a secar.
Entonces vio la expresión que había en su
rostro, dejó caer la toalla y fue junto a él.
—¿Qué pasa?
—Cuando venía hacia aquí… había un hombre…
quería que le diera mi dinero.
Josie se encogió de hombros.
—¿Qué te esperabas? Esto es un barrio bajo.
¿Estás bien? ¿Cuánto se llevó?
—No se llevó nada. —Thorne le enseñó la
pistola—. Yo le quité esto.
Josie abrió los ojos de par en par.
—¡Bien hecho! —dijo excitada. Haciendo caso
omiso de la ropa mojada lo rodeó con los brazos y lo estrechó entre
ellos—. ¡No sabía que tuvieras ese arrojo! ¡Cuéntamelo todo!
Era la primera vez que lo había alabado
abiertamente.
Una alabanza a la violencia. A las emociones
sin razón.
Un relámpago iluminó el tragaluz y sonó un
trueno cerca. Todo el edificio se tambaleó del impacto. Las luces
se apagaron, se encendieron y se volvieron a apagar.
Rick se guardaría su historia para
después.
Inmerso en la oscuridad, levantó a su amante
y la llevó hasta la cama.
Diana se había sorprendido cuando Thorne se
había puesto su máscara dérmica y se había aventurado en la
tormenta. A pesar de que era martes, ella esperaba que él se
quedara en casa en una noche como aquella. En el pasado siempre lo
había hecho.
Thorne se sorprendió igualmente cuando Diana
dijo que iba a salir. Entre las supuestas noches de Thorne con
DeLyon y que Diana tenía que quedarse a trabajar hasta tarde por un
supuesto nuevo proyecto, ambos pasaban cada vez menos tiempo
juntos. Los dos sospechaban que algo no iba bien con el otro, pero
ninguno parecía interesado en investigar más.
Hasta entonces Diana solo le había contado a
Heather su dilema. Después de todo, ella no esperaba nada de su
pareja escogida aparte de compañía y conformidad. Incluso si
Richard hubiera sido un hombre con más carácter, tampoco hubiera
podido hacer nada. Tampoco esperaba mucho de Heather, menos algo de
compasión. Sin embargo, Heather resultó ser incapaz de ver su
problema.
—¡Te estás acostando con un director de
verdad! —exclamó su amiga—. Ojalá yo tuviera esa suerte. ¿Quién no
querría acostarse con un director?
Diana quería mucho a Heather. Sin embargo,
había veces que tenía que admitir que Richard tenía razón. La mujer
podía ser una completa idiota.
Para cuando llegó a la dirección que
Coopersmith le había dado, Diana estaba calada hasta los huesos.
Hasta entonces las exigencias del director se habían limitado a sus
supuestos almuerzos y alguna que otra cita en su despacho por la
noche. A veces pasaba una semana sin que oyera ni una palabra de
él. Entonces decidía que la quería ver varios días seguidos. A
pesar de que sus encuentros sexuales eran cortos, de no más que
unos segundos, los preliminares eran muy largos y complejos y cada
vez más raros y humillantes.
Coopersmith nunca le había pedido verla
fuera de la oficina. Diana no sabía qué esperar, pero le temía de
todas maneras. Cuando llegó a la dirección que le habían dado, se
encontró frente a un edificio de pisos corriente, algo destartalado
en una sección más antigua de la ciudad. Una vez Coopersmith la
hizo pasar tuvo que subir dos tramos de escalera, no había
ascensor, chorreando agua todo el camino.
El interior del piso demostró ser no menos
destartalado que el edificio que lo albergaba. El director estaba
sentado en un sofá con una bebida en la mano. No estaba solo. Su
baja y fornida secretaria personal de pelo rojo fuego estaba a su
lado, y ya estaba medio desnuda. Tenía muchas más pecas que Diana,
quien después de su primera visita al despacho de Coopersmith ya
había adivinado en qué consistía gran parte de su trabajo. La mujer
la miró desafiante como siempre, fría y hostil. Diana estaba
demasiado deprimida como para devolverle la mirada helada. Por
primera vez en su vida, el mundo estaba yendo en una dirección que
escapaba por completo a su control.
—Diana, esta es Connie. Ya os conocéis —dijo
Coopersmith—, pero había pensado que los tres podríamos conocernos
algo mejor. Para empezar, quiero que os desnudéis las dos.
Mientras hojeaba su diario y admiraba lo que
en él había escrito, una sombra se cernió sobre sus páginas. Thorne
miró hacia atrás y casi hizo volcar la silla en la que estaba
sentado. Ya había terminado su jornada laboral y creía que estaba
solo en la oficina.
Sol Thatcher estaba sobre su escritorio y lo
miraba. Se había acercado sin hacer ningún ruido.
—¿Quemándote las cejas? —preguntó Thatcher
en su tono entrecortado de siempre.
—Alguien tiene que hacerlo —logró decir
Thorne.
A la luz de los fluorescentes la rubicunda
complexión de Thatcher se veía de una sucia palidez. Sus ojos eran
como dos cuentas brillantes alojadas en la grasa de su rostro,
impenetrables, tan oscuros que Thorne no podía distinguir la pupila
del iris. Sin embargo, durante un segundo, cuando su mirada se
encontró con la del hombre, pudo sentir algo más allá de esos ojos,
como si se hubiera levantado una cortina para mostrar una
habitación llena de personas extrañas que realizan acciones
incomprensibles. Después la cortina volvió a su lugar.
Sintió que el deseo por cerrar el cuaderno
lo invadía. ¿Podría Thatcher leer al revés lo que había escrito?
Las manos se le quedaron paralizadas en el sitio.
—Un tipo raro, ese DeLyon —dijo Thatcher sin
venir a cuento.
Thorne asintió.
—Podría llegar lejos. Se pone detrás de la
pelota y trabaja duro como todos nosotros. Aunque no es que sea muy
dado a jugar en equipo. He oído que apuesta.
—Bueno… —intentó encubrirlo Thorne—, es
cierto que le gustan los juegos. —No le gustaba el camino que había
cogido la conversación.
—Una costumbre peligrosa. Se adquieren
deudas. No se pueden pagar. —Thatcher negó con la cabeza y frunció
el ceño—. ¿Tiene un problema con ello?
—La verdad es que no lo sé —respondió
Thorne—. No lo creo. —Lo cierto era que lo sabía. DeLyon siempre
parecía ganar mucho más de lo que perdía. Las apuestas eran siempre
cantidades relativamente pequeñas, pero se debían haber acumulado
con el paso del tiempo. Él sospechaba que el ordenador ilegal de
DeLyon tenía algo que ver con su buena suerte.
—Hazme un favor —dijo Thatcher. Sonó más
como una orden que como una petición.
—¿Un favor?
—Échale un ojo. Cualquier problema. Me lo
dices. Cortarlo de raíz. Antes de que se nos vaya de las
manos.
Thorne asintió en silencio.
—Claro —dijo—, estaré encantado de
hacerlo.
—Bueno, te dejo que sigas con lo tuyo.
—Thatcher hizo un gesto con la cabeza hacia el libro abierto sobre
la mesa—. Como bien dijiste, alguien tiene que hacerlo.
No fue hasta después, cuando Thorne ya iba
camino de su casa, que este se dio cuenta de lo incongruente de la
frase que Thatcher había utilizado cuando se acercó a su mesa.
«Quemarse las cejas» era un anacronismo, una frase idiomática que
hacía siglos que no se utilizaba. Thorne se la había encontrado por
primera vez en uno de los libros de Josie y esta se la había
explicado. Se refería a una época anterior a la electricidad cuando
la gente utilizaba lámparas de aceite para iluminar sus hogares.
¿Cómo podía Thatcher saber algo así a no ser que estudiara
historia? Y, ¿Por qué la había utilizado en una conversación con
él?
Aquella noche tuvo otro sueño extraño. Sin
duda lo había provocado la visita de Thatcher. Thorne jugaba una
partida de ajedrez detrás de otra con el hombre. Las perdía una
detrás de otra. Cada vez que ganaba, la estatura física de Thatcher
aumentaba. Se había hecho tan grande que cuando iba a mover una
ficha, su mano cubría todo el tablero. Y cuando apartaba la mano,
Thorne podría jurar que se habían movido más de una ficha. Sin
embargo, ¿qué podía decir? Thatcher era un supervisor. No podía
acusarlo de hacer trampas.
Justo antes de que se despertaran,
aparecieron Josie y DeLyon. Cada uno en un hombro de Thatcher, no
más grandes que una pieza de ajedrez en relación con la mano del
hombre. Tenían unas cadenas al cuello que los unían a las enormes
orejas de Thatcher. Ambos miraban a Thorne acusadoramente.
De repente, Thorne tiró las piezas del
tablero con el antebrazo. Cayeron como si fueran plumas. Muchas se
quedaron prendidas de la manga de su mono ajustado. De pronto, él
era tan grande como su adversario. Thatcher se inclinó hacia
delante y alargó ambas manos hacia él a la vez que agitaba la
cabeza y fruncía el ceño. Josie y DeLyon se balanceaban hacia
delante y hacia atrás como unos pendientes gigantes.
—¿Qué pasa? —balbuceó Diana.
—Nada —le respondió Thorne—. Era solo un
sueño.
—Gritaste algo acerca de rosas y
leones.
—No era nada. Solo un mal sueño. Vuelve a
dormir.
Diana vio a Connie sentada sola en una
esquina de la cafetería. De un impulso repentino cogió su bandeja y
se sentó frente a ella.
La mujer levantó la vista, le lanzó una de
sus miradas ninguneantes y volvió a su comida sin mediar palabra. A
pesar de que unos días antes habían compartido intimidad, aunque no
por propia decisión, bien podían haber sido completas
extrañas.
—¿Por qué me odias? —le preguntó
Diana.
—No te odio —le respondió Connie—.
Simplemente no te veo utilidad para mí. —La mujer tenía unos
treinta y tantos años, pero no llevaba cinta de emparejamiento en
la muñeca. Era insulsa, tenía sobrepeso y no había nada llamativo
en ella salvo el encendido pelo rojo y las pecas que la cubrían en
gran cantidad como marcas hechas a fuego.
—¿Has pensado alguna vez en hacer algo al
respecto?
—¿Respecto a qué? —le preguntó Connie. Se
llevó otra cucharada de judías a la boca y las masticó a
conciencia.
—Respecto a él. Respecto a lo que nos está
haciendo. Si nos uniéramos, si habláramos con las autoridades
apropiadas, si nos apoyáramos la una a la otra…
Connie la interrumpió antes de que pudiera
terminar.
—El director es un hombre estupendo. No se
le puede juzgar por los estándares normales. Se merece privilegios
especiales… libertades especiales. —A Diana le sonó como si fuera
el propio Coopersmith el que estuviera hablando en lugar de
Connie—. Además, no te preocupes, pronto se cansará de ti. He visto
ir y venir a muchas de tu clase. Yo soy la única que se
queda.
—¿Y qué hay de su pareja escogida? —dijo
Diana.
—¡Su pareja escogida! ¿Qué tiene que ver
ella con nada de esto? —Connie cogió su bandeja con la comida que
no se había terminado todavía y se movió varias mesas más allá sin
mirar atrás.
Al día siguiente, cuando llamaron a Diana
para asistir al supuesto almuerzo en el despacho de Coopersmith,
descubrió que la mujer había informado al director de la
conversación que habían mantenido.
—Entiendo que has estado haciendo planes a
mis espaldas —comenzó a decir Coopersmith antes de que ella hubiera
llegado a la mitad de la sala.
Diana se detuvo en seco. Coopersmith estaba
sentado en su escritorio con papeles esparcidos ante él. Era la
primera vez que Diana lo veía trabajar en algo. Improvisó a la
desesperada con rapidez a la vez que señalaba hacia fuera de la
oficina con la cabeza.
—No confío en esa mujer. Estaba probando su
lealtad hacia ti.
—Connie siempre me ha sido leal. Eres tú la
que me quiere traicionar.
—¡No! —Diana mintió con toda la sinceridad
con la que jamás había mentido sobre algo—. No, te estoy diciendo
la verdad. La estaba probando. Puede que solo porque estoy celosa.
Ella pasa todos los días contigo.
—Me temo que no, querida. —Le tocaba mentir
a Coopersmith—. Estaba a punto de aprobar tu ascenso a G-16 y
asignarte tu propio proyecto. Pero ahora lo puedes olvidar. —Se
inclinó hacia un lado y empezó a hurgar en un cajón de la parte de
abajo del escritorio—. Has sido una chica muy mala. Y vas a tener
que aprender una lección.
Cuando la mano de Coopersmith salió de
detrás del escritorio y Diana vio lo que sostenía, dio un paso
atrás.
—¡No! —gritó—. ¡No puedes!
Coopersmith se rió con un rugido que
contenía más malicia que humor. Activó la comunicación con el
exterior de su oficina.
—Connie —dijo—, ¿podrías venir un minuto?
Hay algo con lo que quiero que me ayudes.
Más tarde, después de que le hubieran
enseñado la lección, una vez hubo admitido entre lágrimas que
efectivamente había sido una chica mala y le había suplicado al
director su perdón entre sollozos, Diana se pasó lo que quedaba de
la hora de la comida recuperando la compostura en el baño privado
contiguo al despacho de Coopersmith. Era el baño más grande y
suntuoso que había visto jamás. Las paredes eran de mármol negro
con vetas entre blancas y grisáceas. Grifería de auténtico oro. Una
bañera en la que entraban tres personas o más. Lo odiaba. Lo odiaba
porque le pertenecía a Coopersmith. Nunca en su vida había odiado
tanto a una persona, nunca se había dado cuenta del auténtico
significado de odiar. Ni de la palabra miedo. Temía al director más
de lo que lo odiaba. Ningún hombre la había hecho llorar antes… por
ninguna razón.
Y aquella noche volvió a llorar, de manera
descontrolada, cuando sin nadie más con quien contar, le relató
todo a su pareja escogida. Al menos su versión.
Absoluta incredulidad seguida de una ira
cegadora que terminó en la más total de las calmas y una
determinación absoluta. Aquellas fueron las sensaciones que tuvo
Thorne mientras Diana le contaba su historia mientras la abrazaba y
le secaba las lágrimas solo para ver cómo volvían a caerle por la
mejillas.
La historia de las penalidades de Diana tal
como se la contó a Thorne omitía su propia participación, su
intención de conseguir premios por parte del director. En su lugar
trataba solo de las amenazas y acciones de Coopersmith. Se había
convertido en una víctima inocente en aquel escenario, y en gran
medida, en su propia mente.
Thorne nunca había visto a su pareja
escogida comportarse de aquella manera, y le costaba verla en aquel
papel. Diana nunca antes había demostrado vulnerabilidad de ninguna
manera, excepto en una estratagema durante el período de cortejo
que precedió a su emparejamiento. Una vez hicieron sus juramentos y
cerraron sus bandas de muñeca, Thorne se dio cuenta de que
cualquier muestra de indefensión por su parte había sido fingida.
Diana se había hecho cargo tanto de los detalles como de la
dirección de la vida de ambos. Siempre había sido la dominante, la
más fuerte, cuando se trataba de tomar decisiones. Thorne había
llegado a confiar en su fortaleza al mismo tiempo que la resentía.
Al verla de aquella manera, con la cara pálida, los ojos
enrojecidos, su expresión lastimera y perseguida, volvió a
despertar la ternura que sentía por ella en los primeros tiempos de
su relación.
En lugar de quedarse sin palabras, ahora
asumía el papel de héroe, como si hubiera estado esperando entre
bastidores para hacer su aparición. Como un secundario que podría
no volver a tener una oportunidad tan jugosa, estaba preparado para
interpretar el papel hasta las últimas consecuencias. En el caos de
la proyección de Thorne no se encuentra la fuente de aquella recién
encontrada determinación. Quizá las fantasías que había asimilado
de los libros de Josie habían influido en su comportamiento. En
algunas de aquellas historias absurdas, individuos solitarios no
solo se embarcaban en misiones imposibles, sino que las lograban
llevar a cabo y derrotaban a Gobiernos enteros con una sola
mano.
—No vas a verlo más —le dijo Thorne a su
pareja escogida—. ¡Ese hombre no te volverá a tocar o a hacer
daño!
—¡Pero tengo que verlo! —dijo Diana—. Puede
destrozarme la carrera. ¿No entiendes que por eso no lo puedo
denunciar? ¡Nadie creería mi palabra contra la de él!
—No va a destrozar nada. No te preocupes. Yo
me ocuparé de ello.
—¡No! —insistió Diana—. Créeme. No puedes
hacer nada. Es uno de los hombres más poderosos del sector. Nos
puede arruinar la vida a ambos. Lo único que puedo hacer es
solicitar el traslado y esperar que no lo evite. Tú también puedes
pedir el traslado. Nos mudaremos a otro sector y dejaremos todo
esto atrás. Podemos empezar de nuevo.
Aquella era la Diana que él conocía. A pesar
de lo desesperada que parecía estar, volvía a planear el curso de
las vidas de ambos. No se lo había confesado porque esperara que él
la ayudara de alguna manera. Solo porque él era indispensable en
una decisión que ella ya había tomado.
—He dicho que me ocuparé de ello
—repitió.
—¡Pero no puedes hacer nada!
Dado que ya no la quería, y que desde su
nueva perspectiva nunca la había querido en los términos que él
ahora creía que implicaba el amor, Thorne sintió que eso al menos
sí se lo debía. Su mente retorcida había llegado a un plan que no
solo resolvería el problema de Diana, sino que también le daría la
solución al suyo. Si la libraba a ella de Coopersmith, razonó que
eso los dejaría empatados. Podría dejarla sin recriminárselo a sí
mismo. Lo único que le faltaría sería convencer a Josie de que
podrían tener una vida juntos.
Thorne estaba horrorizado de que los delitos
de Coopersmith quedaran impunes, para lo que convenientemente había
olvidado los suyos. Seguramente ya habría visto al hombre, en algún
acto social de negocios al que hubiera acompañado a Diana, aunque
no recordaba qué aspecto tenía. Aun así, lo veía con absoluta
claridad en su mente. En su imaginación aparecían mil y un guiones
de venganza. Coopersmith apaleado y ensangrentado. Coopersmith con
una lanza atravesándole el pecho. Coopersmith consumido por las
llamas en lo más profundo del infierno. La cabeza de Coopersmith
sobre un bloque de madera mientras una enorme cuchilla de acero
caía sobre ella y la multitud lo celebraba enfebrecida.
—¡Para! —gritó Diana a la vez que se
separaba de él—. ¡Me haces daño!
Conforme las fantasías acerca de la muerte
del director pasaban por su cabeza, había ido apretando con más
fuerza los brazos de Diana.
—Quiero que te acuestes y descanses. Tómate
una pastilla para dormir si lo necesitas. Volveré luego.
—¡No! ¿Adónde te crees que vas?
Thorne estaba hurgando en el armario que
había junto a su lado de la cama. Diana nunca antes lo había visto
así. En sus ojos se veían oleadas de sentimientos. Su voz sonaba
distinta, más profunda y repentinamente dominante, tenía una
resonancia que siempre le había faltado en el pasado. Le estaba
mostrando un lado de su personalidad que solo le había mostrado a
su amante del barrio bajo, un lado que esa misma amante había
sacado y alimentado.
Thorne sacó algo del armario y se lo metió
en el bolsillo del mono ajustado. Diana no sabía lo que era. Ya se
estaba poniendo la chaqueta y se dirigía a la puerta.
—Descansa un poco —le dijo por encima del
hombro—. Quiero que mañana te quedes en casa y no vayas a trabajar.
Y no te preocupes. Willem Coopersmith no se te va a volver a
acercar.
—¡No! —gritó Diana—. ¡Vuelve aquí! ¡Solo vas
a empeorar las cosas!
Pero ya le hablaba al aire.
Cayó de espaldas sobre la cama y se consoló
con otro ataque de lágrimas. No se merecía aquello. ¿No había sido
siempre una buena trabajadora y una pareja satisfactoria? ¿No se
había sacrificado en más de una ocasión para hacer feliz a Richard?
Ahora se comportaba como tantos otros hombres, intentaba darle
órdenes como el director. No merecía aquello en absoluto. De
ninguna manera.
Más tarde, mientras esperaba en vano a que
Thorne regresara, Diana no solo se tomó una pastilla para dormir,
se tomó dos. Durante un instante coqueteó con la idea de tomarse
todo el frasco.
Thorne estaba frente a la imagen de una
Josie anciana. Una mujer anciana, enferma y también algo loca.
Estaba en el vano de la puerta, le interrumpía el paso. Su cara
mostraba ansiedad.
—¿Tienes un mensaje de Stuart? —le
preguntó—. ¿Te envía Stuart?
Entonces apareció DeLyon detrás de
ella.
—No, madre, él no conoce a Stuart. Es un
amigo mío del trabajo. —La cogió por los hombros con suavidad y la
llevó de regreso a la habitación—. Casi es la hora de tu programa.
¿Por qué no te preparas para verlo?
Mientras su madre se adentraba en la
habitación, DeLyon le interrumpió el paso a Thorne.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
—Necesito información.
—¿Qué tipo de información?
—Déjame pasar y te lo contaré.
Su amigo retrocedió a regañadientes y Thorne
pasó por su lado.
—Me has pillado… a nosotros… en mal momento
—dijo DeLyon—. Normalmente no es así.
A pesar de que el piso de DeLyon estaba tan
solo a unas manzanas del de Thorne, este nunca había visitado a su
amigo antes. Había papeles, ropa y platos sucios por todas partes.
Con lo meticuloso que era en el trabajo, DeLyon era todo lo
contrario en casa. Quedaba bien manifiesta su doble personalidad,
el ciudadano y el incurable morador de barrio bajo existían el uno
junto al otro en el mismo cuerpo, en la misma mente. Thorne estaba
tan obsesionado con su propia preocupación que apenas se
percató.
DeLyon lo cogió del brazo y lo llevó a una
esquina de la pequeña habitación.
—Venga, ¿de qué se trata?
—Se trata de Willem Coopersmith. Necesito
saber todo lo que puedas averiguar acerca de él. Dónde vive. Dónde
pasa el tiempo.
La madre de DeLyon estaba sentada en el sofá
y no paraba de cambiar el canal del holo. Pasó un montaje de
imágenes inconexas. Un partido de fireball. Un presentador que hablaba de un
incidente de autodestrucción. Un niño llorando. Bailarines pintados
de azul. Una vista de una cascada que estaba solo como simulación
de un ordenador. Otro partido de fireball. El sonido era un aluvión de música y
fragmentos de frases entrecortados.
—Es en el canal treinta y cuatro —le gritó
DeLyon—. Aprieta primero el tres y después el cuatro. Y,
¡bájalo!
El sonido desapareció por completo, pero las
imágenes siguieron pasando. Un hombre sujeto a una extraña máquina.
Un público que se reía en silencio. Un oso de dibujos animados al
que perseguía un ratón de dibujos animados.
—¿Por qué necesitas saber de Coopersmith?
—le preguntó DeLyon—. Y, ¿qué te hace pensar que yo te puedo
ayudar?
—El por qué no importa. ¿Te crees que no sé
para qué utilizas ese terminal? —Cogió a DeLyon por la camisa y lo
empujó contra la pared. Igual que le había hecho a él el proyecto
de ladrón en la calle—. ¡Puedes averiguarlo y lo harás!
—¡Suéltame! —gritó DeLyon a la vez que
forcejeaba con él e intentaba soltarse—. ¿Qué haces? ¿Has perdido
la cabeza?
—Chicos, no os peleéis —dijo la madre de
DeLyon desde el sofá sin mirarlos—. Si os peleáis no podréis jugar
más juntos.
Thorne lo soltó y retrocedió un paso.
—Está bien, madre —dijo DeLyon.
—Lo siento —dijo Thorne. Sin embargo,
permaneció muy cerca de él, imponiendo con su altura al otro, más
bajo.
—¿Qué se ha apoderado de ti? —DeLyon se
alisaba la camisa y se esforzaba por poner una expresión dolida—.
No actúas como tú mismo.
—Puede que sea más yo mismo que antes.
—Thorne sentía como si su existencia con todas sus percepciones se
aceleraran en una misma dirección. Se sentía así desde que había
escuchado la confesión de Diana—. ¿Me vas a ayudar o no?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque somos amigos —le dijo Thorne—, y
porque te lo pido.
Eso frenó a DeLyon.
—Está bien —dijo—. Te puedo ayudar. Pero me
tienes que decir una cosa antes.
—Necesito la información —improvisó Thorne—,
para ayudar a Diana en el trabajo. Para ayudarla a conseguir un
ascenso. No hay tiempo para explicarlo todo, pero, ¡tengo que
encontrar a Coopersmith esta noche!
—Eso no. Eso no me importa.
—Entonces, ¿qué?
DeLyon se estiró todo lo que pudo.
—Quiero conocer tus intenciones respecto a
mi hermana. ¿Son honorables?
A pesar de la situación, Thorne casi se rió
en voz alta. DeLyon sonaba como un personaje de las novelas de
hacía un siglo que leía en casa de Josie. El hecho de que ella
fuera una prostituta hacía que la pregunta fuera todavía más
absurda. Quizá DeLyon hubiera leído los mismos libros. Aunque le
costaba imaginárselo leyendo algo que no estuviera relacionado con
el trabajo o los juegos.
—Puede que no tenga sentido para ti
—continuó DeLyon—. Tú creciste en un orfanato de la ciudad estado.
Casi no conociste a tus padres. Pero a mí me importa mi familia y
lo que les ocurra. Quiero asegurarme…
Thorne lo interrumpió antes de que pudiera
terminar.
—Quiero a tu hermana. Tengo la intención de
convertirla en mi pareja escogida. Si ella me acepta.
Se dio cuenta de que su declaración también
sonaba como un discurso de un libro antiguo. Además del hecho de
que le anunciaba sus intenciones al hermano de su futura pareja en
lugar de a ella. Pero, ahí estaba. Por fin lo había dicho. Aquella
era tanto la dirección hacia la que aceleraba como su destino
final.
—¿Qué? —preguntó DeLyon.
—Ya me has oído. Ahora salgamos de aquí y
vayamos a tu terminal.
—¿Le has dicho a Diana que la vas a
dejar?
—Todavía no. Pero no te preocupes. Cuando
llegue el momento oportuno, lo haré.
DeLyon asintió lentamente.
—Ya lo cojo. Primero te aseguras de que
Diana consiga su ascenso. Después está bien decirle adiós.
—Eso es —asintió Thorne—. Lo has adivinado.
Ahora, ¡vámonos!
—No. —DeLyon hizo un gesto hacia su madre—.
No la puedo dejar sola. Cada vez que hay una película acerca de los
Disturbios, insiste en verla. Después se disgusta mucho. Alguien
tiene que quedarse con ella. Yo iré. Tú quédate aquí y échale un
vistazo. Solo tienes que cambiar de canal y que vea otra cosa
cuando aparezca Jimson. Eso es lo que siempre la dispara.
Con su inmediato enfrentamiento con
Coopersmith como único pensamiento y su pervertido sentido del
propósito intacto, Thorne se sentó en el sofá junto a la madre de
DeLyon, encontró el canal que era, subió el volumen y trató de ver
otra película de holo acerca de los Disturbios del 37. Esta se
llamaba Un triunfo para el mañana.
La primera escena mostraba a una junta
directiva en una reunión. Todos los directores eran hombres
atractivos y de aspecto distinguido de entre cuarenta y cincuenta
años.
Estaban hablando de cómo podían mejorar el
problema de los no registrados. Thorne no se podía molestar en
concentrarse en lo que decían, pero por el tono de sus voces se
daba cuenta de lo preocupados que estaban y lo mucho que les
importaba.
Ahora que estaba sentado, podía sentir el
peso de la pistola en el bolsillo de su mono ajustado. Intentó
hacer caso omiso, pero su presencia no podía pasar inadvertida y
era innegable. Se metió la mano en el bolsillo, sintió la rugosidad
de la empuñadura del arma, deslizó el dedo sobre el suave metal del
gatillo. Se imaginó cómo sería apretar el gatillo. Recordó la
violenta explosión y el relámpago mortal de luz de color blanco y
azul. Una parte de él quería verlo y oírlo otra vez, de hacerlo
aparecer a su voluntad. Sin embargo, ahora que su ira inicial por
lo que Diana le había revelado empezaba a desaparecer, admitió que
no tenía ninguna intención real de matar a Coopersmith. Ni siquiera
estaba seguro de si la pistola volvería a disparar. Aunque sí que
pensaba utilizarla para asustar al director tan profundamente que
nunca más volviera a aterrorizar a otra mujer.
La escena del holo cambió. Un guardián
hablaba con su hija. Le advertía que las calles eran peligrosas. Le
decía que habían llegado a un momento crucial en la vida de la
ciudad estado donde estaba en juego el Futuro Perfecto. Thorne
reconoció el programa y se dio cuenta de que era una repetición.
Era el mismo programa que él había intentado ver sin voz, lo que
parecían siglos atrás, la noche en que conoció a Josie.
Tomó aquella casualidad como una
confirmación de que iba hacia su destino. Mostraba un síntoma
clásico de esquizofrenia, darle un significado personal a eventos
externos que no tienen relación alguna con él. Se había convencido
a sí mismo de que el mundo giraba en torno a Richard Thorne.
—¿Dónde está Danny? —La madre de DeLyon lo
miraba horrorizado—. ¿Quién eres tú?
—¿No lo recuerda? Soy el amigo de Danny —la
tranquilizó Thorne—. El regresará pronto.
—Pero, ¿es seguro estar ahí fuera? —Señaló
hacia el holo—. Ya has oído lo que han dicho acerca de las
calles.
—No se preocupe. Solo ha ido un momento a
casa de Josie. Estará bien.
La expresión de la mujer cambió por
completo.
—Josie viene a veces de visita. Y, ¡siempre
me trae un regalo! Es bailarina, ya sabes, y actriz. Una chica con
mucho talento. Algún día saldrá en el holo. Lo sé. Yo estaré aquí
sentada… y ahí estará ella, tan grande como la vida.
—Si —dijo Thorne—, es una chica…
maravillosa. —Y entonces, antes de que se pudiera morder la lengua,
continuó—. Tengo pensado hacerla mi pareja escogida. —Le estaba
anunciando sus intenciones a todo el mundo menos a las dos personas
a las que más les afectaría, Josie y Diana.
Ahora la mujer fruncía el ceño y lo señalaba
con el dedo.
—¡Oh, no! Vas a tener que esperar. Josie es
demasiado joven para eso. —Se le volvió a iluminar la cara y empezó
a reírse—. Discúlpeme, joven, debo de haber olvidado mi educación.
Apuesto a que le apetece beber algo.
—No, gracias. —¿Dónde estaba DeLyon? Miró su
reloj. Apenas sí habían pasado veinte minutos.
La anciana se inclinó hacia él y se puso una
mano a un lado de la cara para cubrirse la boca mientras hablaba,
para asegurarse de que nadie la oyera.
—No es cerveza, ya sabes —le susurró—. ¡Es
de verdad!
—No gracias, estoy bien. —Thorne pensó que
tenía que mantener la mente clara para lo que iba a venir. Se le
olvidaba que hacía meses que no tenía la mente clara, que la
confusión regía su vida a cada hora de cada día.
—¿Y te importa traerme algo de beber?
—¿Dónde está?
La mujer se puso en pie con rapidez y se
dirigió a la micrococina con más agilidad de la que Thorne hubiera
pensado jamás que podía tener. Thorne la siguió. La cocina estaba
igual de desordenada que la habitación que habían abandonado. Había
varias bolsas de basura apiladas junto al fregadero. El contenido
de una se había vertido sobre el suelo. La madre de DeLyon había
abierto un armario y señalaba al estante de arriba.
—Está ahí arriba. Yo no llego.
—¿Está segura de que lo puede tomar?
—Por supuesto. —La anciana le sonrió, casi
coqueteaba con él—. Danny me lo da todas las noches. Es como una
medicina. Solo que no estoy enferma.
Tan pronto como Thorne hubo bajado la
botella, la madre de DeLyon se la quitó de la mano. Ella tenía en
la otra mano un vaso. Le quitó el corcho con los dientes, lo
escupió en el fregadero, que ya estaba lleno de platos, y se sirvió
lo que Josie hubiera dicho que eran cuatro dedos.
—¡Con calma!
La mujer echó la cabeza hacia atrás y se
bebió más de un dedo de un solo trago. Su marchita garganta palpitó
al paso del güisqui.
—Eso está mejor. —La anciana le sonrió y
pestañeó numerosas veces—. ¡Mucho mejor! ¡Gracias… joven! Entonces
definitivamente se puso a coquetear con él.
Thorne le quitó la botella, pero la madre de
DeLyon se alejó rápidamente y se llevó consigo el vaso.
—Ahora, ahora —dijo ella—. No seas malo.
—Alzó su vaso y lo movió de un lado a otro—. A no ser que quieras
un poco…
Como no le apetecía pelearse con la anciana,
Thorne decidió dejarlo pasar. Tenía la esperanza de que si bebía lo
suficiente se tranquilizaría.
—Se está perdiendo su programa —le
dijo.
Tras echar un vistazo a la ciénaga que era
el fregadero, Thorne devolvió la botella a su lugar sin el corcho.
Quizá la anciana no esté tan loca después de
todo, pensó. Sabía lo suficiente como para coger lo que quería
y aferrarse a ello. O quizá todos estuvieran locos de un modo u
otro. Todos y cada uno de ellos. Quizá toda la ciudad estuviera
plagada de locura y lo que él creía que eran calles y edificios y
parques y monumentos no fueran más que las paredes altas y las
ventanas con barrotes de un manicomio.
Se oyó un grito en la sala de estar.
Thorne se encontró a la madre de DeLyon de
pie frente al holo y señalándolo con un dedo acusador.
—Ese no es mi Stu —gritó—. ¡Mi Stu no tiene
ese aspecto! No dejaba de balancear el vaso y ya había derramado
más de la mitad de su contenido.
El rostro del actor que siempre representaba
el papel de Jimson llenaba toda la pantalla del holo. Estaba
rodeado de una pandilla variopinta de seguidores del LAD que solo
podían describirse como chusma. De los labios del hombre salían
babas mientras gritaba y movía los brazos.
—¡Tenemos que destruirlos! —bramaba—.
Tenemos que matar a los directores. Matar a los guardianes. ¡Nunca
seréis libres hasta que estén muertos!
Thorne buscaba frenético el mando a
distancia del holo, pero no podía recordar dónde lo había
puesto.
—¡Matar! ¡Matar! ¡Matar!—La diatriba del
falso Jimson subía de volumen. La muchedumbre cogió la cantinela.
El puño del hombre golpeó el aire, y su largo y descuidado cabello
le cayó sobre la cara.
—Haz que pare —le suplicó la anciana entre
sollozos—. Haz que se vaya.
Se abrió la puerta del piso y apareció
DeLyon con una carpeta. De rodillas en el sofá, Thorne por fin
había encontrado el mando a distancia y apagó el holo. En el
repentino silencio, el eco del grito de guerra de Jimson resonó en
la pequeña y atestada habitación. La madre de DeLyon se bebió lo
que le quedaba de la bebida de un solo trago antes de que su hijo
se lo pudiera quitar. La anciana empezó a toser. Las lágrimas le
rodaban por las mejillas y el güisqui le caía de la boca sobre el
vestido.
—¿Qué diablos pasa aquí? —DeLyon miró a
Thorne enfadado—. ¿No te dije que la vigilaras?
Thorne se sentó en la cafetería de una
cadena y se bebió una taza de café hirviendo mientras ojeaba los
papeles que DeLyon le había dado. El incidente con la madre de su
amigo debería haberle impactado y haber alterado su conciencia. Se
debería haber preguntado si la mujer a la que acababa de conocer no
sería la imagen futura de lo que Josie sería algún día. Loca.
Enferma. Alcohólica. Aquella era la herencia genética que corría
por las venas de Josie. Mezclada con el rabioso fanatismo y la
enorme violencia de Stuart Jimson. La razón imponía que reexaminara
el compromiso que había hecho. ¿Querría a Josie cuando su belleza
desapareciera, cuando parloteara sin cesar y cambiara de humor cada
minuto? ¿Cuando aquellos supuestos ideales superiores que exponía
le fallaran y tan solo esperara la próxima bebida? No hay pruebas
de que Thorne lo tuviera en cuenta. Como la mayor parte de su
ciberescáner, el paréntesis con la madre de DeLyon, por la
intensidad de su retención, existe como otra hebra aislada y
discontinua de su enmarañada proyección.
La mayor parte de la carpeta contenía la
historia de Coopersmith, sus logros y los premios que había
recibido. A Thorne no le importaba eso. Había numerosas fotos del
director, entre las cuales había varias actuales. No era tan
distinto de la imagen que Thorne se había hecho en la cabeza al
imaginar su ejecución. Menos porque el Coopersmith real era
bastante mayor, casi un viejo. Eso hacía que lo ocurrido con Diana
fuera aún más desagradable y atroz. A Thorne se le ponía la carne
de gallina al pensarlo. Aunque también iba a hacer que lo que tenía
en la cabeza fuera más fácil.
DeLyon había sido muy concienzudo. La
carpeta contenía más información además de los datos públicos. Su
amigo había conseguido acceder a información de seguridad y meterse
en los archivos personales de Coopersmith, incluida su agenda de
citas. El director tenía dos residencias, un piso en Lambda Heights
y una casa en las afueras de Micron. Vivía en la propia ciudad
durante la semana y pasaba los fines de semana en Micron con su
familia. A excepción de una cita de negocios a las 14.00, la
mayoría de los días tenía el horario en blanco. Por la noche,
Coopersmith tenía que estar a las 18.00 en su club para cenar. Dos
horas más tarde tenía una cita en los salones de expresión.
Thorne llamó a la residencia de Lambda desde
una cabina pública. La única respuesta que obtuvo fue la de un
mensaje grabado. Coopersmith estaba todavía en los salones o en
algún otro sitio. Cuando el director llegara a su casa, tenía
planeado estar allí para verlo. Una vez más, las circunstancias
parecían haber conspirado para la perdición de Thorne.
Conforme la pasarela móvil subía las colinas
de Lambda Heights, el barrió cambió rápidamente. Los edificios
estaban más separados y había más jardines entre ellos. Pronto los
jardines dejaron de ser artificiales para convertirse en auténticos
árboles y arbustos, algunos en flor. Aquella parte de la ciudad era
vieja, pero estaba inmaculadamente conservada. Abundaban las islas
de hierba auténtica tanto en la mediana que separaba las pasarelas
como en los laterales de los edificios.
La mayoría de las calles estaban desiertas.
Thorne no tenía nada que hacer allí a aquellas horas. Si pasaba una
patrulla de guardianes se tendría que inventar una excusa
convincente para explicar su presencia allí. Sin embargo, los
únicos delitos que se cometían en Lambda Heights eran ocasionales
abusos domésticos. Había pocas razones para patrullar por aquella
zona y tenía el camino despejado.
Thorne llegó en la pasarela hasta un poco
más allá del edificio de Coopersmith y regresó a pie con los
jardines a modo de tapadera. Caminaba sobre hierba auténtica y no
había nadie para detenerlo.
La noche era irracionalmente fría. De la
colina venía un viento helado. Los hombres del tiempo no habían
recuperado el control del todo después de la tormenta de dos
semanas atrás. El viento traspasaba el mono ajustado y la chaqueta
de Thorne y se los pegaba aún más al cuerpo. Se notaba helado y
enfebrecido al mismo tiempo, tonificado por el frío y en ebullición
por la energía que había en su interior. Todos sus sentidos
parecían estar muy vivos, su mente y su cuerpo funcionaban a toda
marcha.
Las nubes se movían sobre su cabeza y las
pocas estrellas que podía ver quedaban emborronadas por el viento.
Cuando la luna mostró su rostro, era casi un disco blanco sin
facciones. A su alrededor Thorne podía oír por todas partes el
crujido de ramas y hojas. Podía ver el juego de luces y sombras en
el suelo a sus pies mientras iban de un sitio a otro.
Lo que iba a hacer le parecía tan natural
como aquel segmento de mundo natural en el que se encontraba.
Embriagado por sus propias falsas ilusiones, estaba convencido de
que era su verdadera personalidad, debía hacer lo que debía hacer.
Sentía que lo que había estado pasando meses atrás llegaba a buen
término por fin. Sin embargo, por aquel entonces seguía cuesta
abajo, era un esclavo de unas compulsiones que era incapaz de
controlar. Mientras Thorne se adentraba en la noche, también lo
hacía en las más oscuras necesidades de su ser. No sabía la fuerza
que tendrían tales necesidades una vez las dejara salir.
Bajo la apariencia de seguridad de único
propósito, su mente era un completo caos. Se volvió a repetir que
no tenía intención alguna de matar a Coopersmith, pero siguió
acariciando la pistola en su bolsillo. Se dijo a sí mismo que una
vez que hubiera liberado a Diana de Coopersmith, entonces él sería
libre para dejar a Diana y reclamar a Josie para él solo. Aunque no
había pruebas de que ninguna de aquellas mujeres aceptara que tal
fuera el caso. No estaba jugando una partida de ajedrez. Incluso si
veía en términos de ese juego, él era más un peón que un
jugador.
Thorne esperó, una sombra entre las sombras,
cada vez más enfebrecido a pesar del viento helado, sus
pensamientos saltaban de su inminente enfrentamiento con
Coopersmith a futuros idilios con su amante del barrio bajo, en su
imaginación se iban sucediendo guiones imposibles.
Observó pasar por la calle a varios
individuos y parejas, se movían con velocidad por el frío para
sumarle su propio movimiento al de la pasarela. Entonces Thorne vio
una figura solitaria, que se acercaba más despacio y ya estaba en
el cinturón externo de la pasarela. Cuando pasó bajo un arco de luz
se reveló el rostro de su presa. Coopersmith parecía aún más viejo
que en la fotografía. Llevaba las manos bien metidas en los
bolsillos del abrigo y se movía como un hombre a punto de irse a la
cama.
Thorne salió de entre las sombras y se puso
en la pasarela unos cuantos pasos por detrás del director. Con unos
cuantos pasos rápido se puso a su lado y siguió a su
velocidad.
—Una bonita noche gracias a los hombres del
tiempo —dijo con sarcasmo—. Esta noche se han superado a sí
mismos.
Coopersmith lo miró de reojo sin ninguna
curiosidad, añadió un gruñido sin compromiso y siguió
caminando.
—No tan mal como la semana pasada —prosiguió
Thorne—. Entonces sí que se lucieron.
—Nadie es perfecto —dijo el director entre
dientes.
—Dígame —dijo Thorne—, ha oído el del hombre
del tiempo, el guardián y el arquitecto en los salones de
expresión?
Aquello pareció captar la atención de
Coopersmith. Thorne había supuesto correctamente por las
descripciones de Diana que aquel hombre siempre estaría dispuesto a
oír un poco de humor obsceno.
—No… creo que no.
—Bueno, el hombre del tiempo quería una
mujer que fuera como un templado y agradable día de verano.
Llegaron a la puerta del edificio. Thorne se
la sujetó al director para que pasara. Entraron en un vestíbulo
enorme iluminado por una lámpara de techo. Había ornadas esculturas
metálicas de bronce y acero que adornaban las paredes. El techo era
alto y abovedado. De los maceteros a intervalos iguales salían unos
árboles de hojas plateadas.
—Y el guardián quería una mujer que fuera
como una rosa abierta.
Thorne se inclinó y se acercó hacia
Coopersmith cuando pasaron por delante de la garita del centinela.
El hombre que estaba sentado en la garita estaba viendo algo en un
holo portátil. Apenas si levantó la mirada cuando ambos pasaron por
delante de él. Al reconocer a Coopersmith, supuso que ambos hombres
iban juntos.
—Y el arquitecto quería una mujer construida
como… Los esperaba un ascensor vacío y entraron en él, se colocaron
en lados opuestos del cilindro. Coopersmith presionó un botón del
panel de la pared. Thorne se percató de que aquellos ascensores
eran más espaciosos y lujosos que los comunes. Cuando cerró las
puertas y aceleró lo hizo de manera mucho más suave.
—Continúe —dijo Coopersmith—, ¿construida
como qué?
Thorne avanzó un paso y se quedo allí con
las piernas separadas.
—Y el arquitecto quería una mujer con
pecas.
—¿Qué? —dijo Coopersmith.
—Quiero que se aleje de mi pareja
escogida.
Coopersmith pareció sorprenderse un mínimo
segundo, pero enseguida recuperó la compostura.
—¿Y esa quién es?
Thorne se dio cuenta de que Diana
probablemente no sería la única mujer a la que Coopersmith
estuviera intimidando para tener relaciones sexuales.
—No importa quién sea. ¡Apártese de todas
ellas!
El hombre se encogió de hombros. Seguía con
las manos en los bolsillos y estaba apoyado contra la barandilla de
la pared del ascensor.
—No sé qué historias le habrá contado su
pareja escogida, pero le puedo asegurar que no tengo nada que ver
con ella. Ni con la pareja de nadie, la verdad. ¿Por qué iba a
hacerlo? Un hombre de mi posición ya tiene más mujeres solteras que
se le tiran a los brazos de las que puede abarcar —afirmó, con aire
de suficiencia.
Mientras observaba el rostro pálido y
pastoso de Coopersmith con su expresión arrogante, Thorne sintió
como un torrente de odio se levantaba en su interior contra aquel
hombre. Quería borrar aquella arrogancia para siempre. No solo
estaba defendiendo a Diana. Coopersmith se había convertido en un
símbolo para toda la ciudad estado y la injusta vida que él creía
que le imponía.
—¡Hijo de puta! —explotó Thorne—. ¡Bastardo!
¡Violador enfermo! —Por supuesto que había sido condicionado contra
la blasfemia. Llegado este punto, cualquier violación tan
insignificante como esta no debe sorprendernos. Sacó la pistola del
bolsillo de su mono ajustado y le apuntó al pecho al
director.
Coopersmith la miró extrañado al principio,
como si no entendiera lo que era, o por lo menos no se lo pudiera
creer. Entonces Thorne vio aparecer el miedo en los ojos del
director. En medio de su locura, se dio cuenta de que si se actúa
de forma lo suficientemente loca, se podía asustar a cualquiera. A
pesar de que estaba totalmente fuera de control, al mismo tiempo
notaba como si otra parte de su persona estuviera observando
aquella actuación desde la distancia con tranquila certeza e
incluso placer. Todo estaba ocurriendo tal y como él había
planeado.
—Espera un minuto… —comenzó Coopersmith.
Había sacado las manos de los bolsillos y se las había puesto
delante del pecho, como si lo pudieran proteger de una bala.
—Le he dicho —le gritó Thorne, a la vez que
lo interrumpía y blandía la pistola en su cara—, ¡qué se aleje de
ella! —Balanceó la mano que tenía libre y golpeó al director con
fuerza en un lado de la cabeza.
—¡Eso es por amenazar su carrera!
Thorne sintió una punzada de satisfacción en
la carne de la palma de su mano cuando Coopersmith se tambaleó
contra la pared del ascensor y se agarró a la barandilla para no
caerse. Thorne volvió a golpearlo, esta vez le dio con el revés de
la mano al director en la otra mejilla y en la otra sien.
—Eso es por obligarla a tener relaciones
sexuales con usted.
Coopersmith dio un grito ahogado y cayó
sobre una rodilla. El ascensor fue más lento y sus puertas se
abrieron en la planta del director. Este hizo un intento por
levantarse y Thorne lo cogió por el cuello del abrigo y lo tiró de
nuevo. Apretó un botón al azar. Las puertas se cerraron y empezó a
acelerar de nuevo.
Thorne blandió la pistola salvajemente y
cerró la mano que tenía libre para formar un puño y lo dirigió a la
cara del director. Coopersmith reaccionó por fin, se echó a un lado
y medio se levantó, cargando el peso de su cuerpo contra el de
Thorne. La fuerza de su peso hizo que ambos chocaran contra la
pared de enfrente.
Lo siguiente de lo que Thorne es consciente
es de que ambos rodaron por el suelo del ascensor y Coopersmith
forcejeaba con él para conseguir la pistola. Sus dedos se cerraron
fuertemente en torno a la muñeca de Thorne y su peso lo mantuvo
contra el suelo. A pesar de que el hombre gruñía y respiraba con
dificultad, era sorprendentemente fuerte para su edad.
La puerta se abrió con un zumbido en otro
piso.
De repente, el director soltó a Thorne, pero
no hizo ningún intento de levantarse. Sus brazos y piernas
empezaron a golpear el aire enloquecidos. De su garganta salieron
una serie de gritos incomprensibles. Thorne empujó el cuerpo que se
retorcía a un lado y retrocedió contra la pared del ascensor a toda
prisa.
Mientras recuperaba el aliento observó con
horrible fascinación cómo los esfuerzos de Coopersmith cesaban
lentamente. El rostro del hombre estaba manchado y le salía un
hilillo de sangre de la nariz.
Thorne no sabía si Coopersmith estaba muerto
o tan solo inconsciente, pero se dio cuenta de que no tenía tiempo
para averiguarlo. Alguien podía llamar al ascensor o bajar al
descansillo en cualquier momento. Se puso en pie y volvió a meterse
la pistola en el bolsillo del mono ajustado. Las puertas del
ascensor se empezaron a cerrar. Alargó la mano y las forzó para que
se volvieran a abrir. Cogió al director por debajo de los brazos y
arrastró el cuerpo que no oponía resistencia alguna hasta el
pasillo vació y después regresó al ascensor.
Pocos momentos después, ya de vuelta en el
recargado vestíbulo mientras su mente no dejaba de correr y le
costaba respirar, Thorne se apresuró a pasar la garita del
centinela. La fría noche le dio la bienvenida y lo acogió como una
de sus criaturas. Ya estaba hecho, ya había cometido el delito, sus
consecuencias serían inevitables.
Tenemos que admitir que la investigación fue
una pifia. Aunque gran parte de ello no fue culpa nuestra.
Una pareja que volvía tarde de cenar, y que
habitaba en el mismo edificio, descubrió el cuerpo de Coopersmith
tan solo unos minutos después de que Thorne hubiera huido. Habían
subido en el mismo ascensor en el que se había producido el
enfrentamiento. En lugar de avisar al centinela que estaba de
servicio en la planta baja o llamar a Alerta Médica, primero
trataron de reanimar a Coopersmith ellos mismos. Cuando por fin
llamaron a los guardianes y a los médicos, también subieron en el
mismo ascensor. Para entonces las pruebas del lugar del delito
habían sido muy contaminadas. Y si no lo había estado antes,
Coopersmith estaba ya muy muerto.
A pesar de que se determinó que la causa
directa de la muerte había sido un infarto, las circunstancias
levantaron sospechas. Seguía sin quedar claro qué fue lo que le
provocó el ataque al corazón. ¿Por qué se encontró a Coopersmith en
la trigésima planta cuando él vivía en la vigésimo cuarta?
Interrogaron exhaustivamente a los habitantes de aquella planta.
Ninguno de ellos había visto ni oído nada. Ninguno reconoció
conocer personalmente al director.
Se descubrieron unas cuantas lesiones
menores en el cuerpo de Coopersmith, cardenales y rasguños. Una vez
que se investigaron las actividades de aquella noche, se
atribuyeron a una sesión de sadomasoquismo con dos cortesanas en
los salones de expresión.
El centinela de la planta baja informó de
que el director había entrado en compañía de otro hombre que se
había marchado poco después. Describió al hombre como bajo, rubio y
de constitución media. Había confundido a Thorne con uno de los
actores de la película de holo que había estado viendo. Nunca lo
había llegado a ver.
Sin pistas específicas que poder seguir,
pronto se cerró la investigación. El asesinato de Willem
Coopersmith quedó archivado oficialmente como muerte natural hasta
que semanas después, cuando sometimos a Thorne al ciberescáner,
este vació su mente y confirmó su culpabilidad.
Oyeron las noticias en el noticiario matinal
del holo mientras desayunaban sentados. Las autoridades buscaban a
un hombre bajo y rubio para interrogarlo, supuestamente era la
última persona que había visto a Coopersmith con vida.
Diana miró a su pareja escogida, su rostro
blanqueado por la luz de la mañana y los ojos abiertos de par en
par por la incredulidad.
—¿Qué has hecho? —Su voz era espesa y las
palabras le rasgaban la garganta. Movió la cabeza hacia delante y
hacia atrás, el pelo despeinado le caía por la cara—. ¿Qué has
hecho?
—No hice nada. —Le dijo Thorne. Le había
mentido a Diana con tanta frecuencia que ya se había convertido en
algo natural—. ¿A ti te parece que soy bajo y rubio? Habría hecho
algo, quería hacer algo, pero no tuve la oportunidad. No pude
encontrar a Coopersmith. Ya lo has oído tú misma, murió de un
ataque al corazón.
—Pero, ¿dónde estuviste anoche? —Diana lo
miraba como si nunca antes lo hubiera visto—. ¿Adónde fuiste?
—Eso no importa —dijo Thorne—. Eso no es
importante. Lo importante es que ya nunca más te tendrás que
preocupar por Willem Coopersmith. Eres libre para siempre. —Se puso
en pie, aunque no se había terminado el desayuno, apenas sí lo
había tocado—. Tengo que irme a trabajar o llegaré tarde.
Thorne podía ver la duda en el rostro de
Diana. Sabía que solo se creía a medias lo que le había contado, y
eso si se lo llegaba a creer. Thorne salió por la puerta sin decir
otra palabra. No le importaba lo que pudiera pensar su pareja
escogida. En lo que le incumbía a él, ya no le debía nada.
De camino al trabajo Thorne compró un diario
en el quiosco cercano. La muerte de Coopersmith salía en primera
página y luego seguía un largo reportaje en la página nueve. El
artículo resumía la vida del director y sus numerosos logros y
premios. Alababa una y otra vez a Coopersmith y terminaba
destacando cuánto se echarían de menos muchos de sus talentos. Se
retrataba al hombre como un santo patrón de la ciudad estado.
Thorne había visto despliegues similares
cuando había muerto algún alto oficial de la ciudad estado. Para el
día siguiente o el otro casi todos se habrían olvidado de Willem
Coopersmith. Aun así, le irritaba la canonización del hombre.
No es así en absoluto, pensó Thorne. Era
solo un fragmento de la verdad, y eso lo convertía en una mentira.
Coopersmith había utilizado su poder y su posición para acosar a
Diana y quién sabe a cuántas otras mujeres. Seguramente llevara
años haciéndolo. Y su muerte había sido prosaica y mezquina. Había
muerto en un altercado por la pareja escogida de otro hombre.
Thorne se preguntó cuántos otros altos oficiales llevarían vidas de
tan mala reputación.
En cualquier minuto de cada día, durante
unos cuantos días después, Thorne esperaba que irrumpieran
guardianes armados en su piso o que aparecieran en su trabajo y se
lo llevaran para encarcelarlo y recondicionarlo. Por lo que había
aprendido en la escuela primaria y más adelante, ¿no era eso
exactamente lo que se merecía? Las acciones de Coopersmith podían
haber sido delictivas, pero no eran nada comparadas con las suyas.
Habría cometido el mayor de los delitos contra la sociedad, el
asesinato de otro ser humano. Intentaba convencerse a sí mismo de
que no era responsable de la muerte del director, pero sabía lo
suficiente como para admitir que era la causa directa, aunque no
hubiera apuñalado al hombre, ni le hubiera disparado, ni tirado
desde un edificio alto.
Los minutos se convirtieron en horas, las
horas en días, y los días conspiraron para formar una semana… y no
pasó nada. Y cuando no le pasó nada a Richard Thorne, algo ocurrió
en su interior. Al matar a Coopersmith también mató una parte de su
yo antiguo y se deshizo de lo que quedaba de su condicionamiento.
Escribió en su diario:
A pesar de que sigo viviendo en el mismo
edificio y sigo trabajando en la misma oficina y de que camino por
las mismas calles, he cruzado la frontera a otro territorio. Todo
lo que aprendí desde la infancia, las verdades que se me impusieron
como absolutas, no las veo ya como nada más que verdades relativas.
Ya no me sirven y es excitante haberse librado de ellas. Ahora
percibo el mundo desde unos ojos diferentes a los de los hombres
corrientes y es una visión que no puedo negar.
Su megalomanía había alcanzado nuevas cotas.
Ya no se veía a sí mismo como Richard Thorne, estadístico, G-12. Su
consciencia ya no estaba dividida y la transformación en el
desviado delincuente conocido como Rick Thorne se había completado.
Se había convertido en un sociópata, un hombre que cogería aquello
que quisiera o necesitara para sobrevivir sin importarle el
bienestar de los demás.
A pesar de que Thorne no le había contado
nada a Diana, a Josie se lo contó todo. Esperaba que su amada se
sorprendiera por el acto desviado que había cometido. En cambio,
por su propia desviación, lo comprendió.
—Tú no lo mataste —dijo Josie. Estaba
sentada en la cama con las piernas debajo del cuerpo. Thorne
caminaba por la enorme habitación—. El hombre murió de un ataque al
corazón. Fue un accidente. Además, lo único que tú hacías era lo
que hubiera hecho cualquier hombre decente por su pareja escogida.
La defendías de un monstruo. A mí me parece que era alguien a quien
había que matar.
—Pero es que yo no quiero a Diana como
pareja escogida. —Thorne dejó de pasearse y se dio la vuelta para
mirarla cara a cara—. Yo no quiero a Diana. —Hizo una pausa
significativa—. Te quiero. Quiero estar contigo.
A pesar de que el primer plan de DeLyon
había dado sus frutos, a pesar de que Thorne no solo estaba listo,
sino deseoso de dejar a Diana, Josie ahora rechazó la idea de
plano.
—¿Me quieres? —Apartó la mirada de él. Se
pasó una mano por la pierna y empezó a quitarle las bolitas a la
colcha vieja—. No te sirve de nada quererme. No hay más futuro para
nosotros más allá de lo que tenemos aquí. Este es el límite de
nuestro mundo. Y antes o después te cansarás de él.
Thorne se sentó junto a ella. Alargó la mano
y le acarició la mejilla con la yema de los dedos y la obligó a
mirarlo.
—¿Tú no sientes lo mismo? ¿No quieres que
estemos juntos?
Ella no levantaba la mirada. Miraba
fijamente la colcha y en los bordes de los ojos se le empezaron a
acumular las lágrimas. Se las secó rápidamente con la palma de una
mano.
—Has sido bueno conmigo —dijo Josie—. Te
tengo mucho cariño. Pero no sirve de nada hablar de ello. Yo no
puedo entrar en tu mundo y tú no vivirías en el mío. Es tan solo
una fantasía. ¿Por qué no lo puedes dejar así? Es suficiente que
puedas estar aquí tanto como lo haces.
La mano de Rick le acarició la nuca. Se
inclinó hacia ella y la besó. La rodeó con los brazos y su cuerpo
cayó en su abrazo y se lo devolvió.
—No te preocupes —le susurró—. Vamos a estar
juntos. De una manera o de otra. Te lo prometo.
Thorne se sentó en un café de una cadena, se
bebía un café y comía un sándwich, a la vez que no dejaba de darle
vueltas a su dilema y a las opciones que tenía. Además de la suya
había pocas mesas ocupadas. Frente a él, un hombre de gran
sobrepeso comía con entusiasmo. Al otro lado de la sala dos
quinceañeras trataban de compartir un par de cascos. Por la
habitación se escapaban débiles hebras de música.
Por lo que Thorne sabía, no había ninguna
ley que prohibiera que un ciudadano se emparejara con un no
ciudadano, aunque seguramente estaría mal visto. De ninguna manera
Josie y él serían aceptados para vivir en lugares más modernos, lo
que significaría que vivirían en algún piso deteriorado como el que
DeLyon compartía con su madre. También podía olvidarse de ascender
en el trabajo. Para ello había que acudir a determinados eventos
sociales a los que era obligatorio llevar a la pareja. En ese tipo
de ocasiones, Diana siempre había brillado más que él. Josie, en el
caso de que accediera a acudir a tales eventos, seguramente los
haría estallar.
Nada de aquello disuadió a Thorne. Acababa
de matar a un director sénior, a un destacado miembro de las
profesiones uniformadas. Y todavía era libre. Si es que eso era
posible, razonó, cualquier cosa era posible.
Su primer obstáculo era Diana, por supuesto.
Si iban a disolver su emparejamiento, necesitarían que lo aprobara
la ciudad estado. Los animarían a que buscaran consejo. La decisión
final tendría que ser de mutuo acuerdo. O uno de los dos tendría
que tener motivos suficientes para dejar al otro. Thorne no tenía
otros motivos que no fueran la prolongada aventura con Coopersmith.
Dadas las circunstancias, eso no era algo que quisiera que
apareciera en una vista oficial.
También conocía a Diana lo suficientemente
bien como para saber que se opondría a cualquier cosa que él
sugiriera. En especial algo que cambiaría sus vidas para
siempre.
Lo único que podía hacer era convertirse en
una persona tan desagradable, tan inepta e indiferente, tan
intolerable como pareja escogida, que Diana tomara la decisión por
sí misma. No le costaría mucho. No podía evitar pensar en
Coopersmith cada vez que la miraba. Aunque ella afirmaba que
ninguna de las acciones las hizo por su propia voluntad, que el
director la había chantajeado desde el principio, no podía quitarse
de la cabeza la imagen de los dos juntos. Hacía que se estremeciera
y lo dejaba frío. Y cuanto más lo pensaba, menos se creía la
versión de los hechos de Diana.
Thorne bajó la vista. Se dio cuenta de que
se había comido todo el sándwich sin saborear ni un solo bocado.
Inconscientemente había arrugado el papel y ahora lo estaba
haciendo añicos metódicamente, cada vez en trozos más pequeños. Los
trozos estaban esparcidos por encima de la mesa, su regazo, el
suelo. Cuando levantó la vista vio que el hombre gordo de enfrente
había dejado de comer y lo miraba fijamente. Las dos quinceañeras
se susurraban cosas la una a la otra y se reían cuando miraban
hacia él. Cuando vieron que él las miraba se levantaron y salieron
del restaurante a toda velocidad.
En cuanto se dio cuenta de que la sombra de
Coopersmith ya no se cernía sobre su existencia, Diana se recuperó
rápidamente. Regresó al trabajo y agradeció que las tareas de
rutina ocuparan su mente. No quería pensar en la muerte del
director, estuviera o no su pareja escogida involucrado en ella.
Quería olvidarse de Coopersmith y volver a la vida que tenía antes
de entrar en su despacho. Y, a pesar de que tuvo éxito al bloquear
los recuerdos de las humillaciones y el terror que había sufrido a
manos del director, pronto quedó claro que la vida a la que ella
pretendía regresar ya no existía.
Diana miró bien a su pareja escogida por
primera vez en meses. Lo observó entrar por la puerta, sentarse a
la mesa, abrir un armario, y vio a un hombre completamente distinto
al que se había unido. O al menos uno que pensaba que él mismo era
diferente.
Thorne apenas la miraba o hablaba con ella.
Por las mañanas se iba a trabajar sin que ni siquiera desayunaran
juntos. La mayoría de las noches salía y no regresaba hasta tarde.
Cuando ella le preguntaba dónde había estado, le decía que había
estado jugando al ajedrez con su amigo DeLyon.
—No tienes que salir siempre —le sugirió
Diana—. Podrías invitarlo y jugar al ajedrez aquí.
Su pareja escogida no se molestó en
contestar.
Las pocas noches en que Richard se quedaba
en casa, veía el holo o se sentaba a leer un libro. No un lector de
mano, ¡sino un libro! Diana no podía imaginarse dónde habría
encontrado tal cosa.
Diana ya no estaba segura de lo que haría
Richard. Tampoco sabía qué decir o hacer para recuperar el control
de sus vidas. Así que, una noche decidió seguirlo.
Después estaba el efecto que había tenido la
muerte de Coopersmith en DeLyon, quien de repente se había
convertido en un extraño para Thorne, o al menos actuaba como tal.
Cuando se cruzaban en un pasillo miraba para otro lado. Ya no había
partida diaria de ajedrez en la explanada. DeLyon almorzaba en otro
sitio.
La única vez que Thorne arrinconó a DeLyon
en su mesa en medio de la atareada oficina, su antiguo amigo
escupió un par de frases entre dientes antes de volver a estar
sumamente absorto en la pantalla de su ordenador.
—¡Aléjate de mí! ¡Y aléjate de Josie!
Aunque DeLyon no conocía los detalles,
estaba convencido de que Thorne había sido el responsable de la
muerte de Coopersmith de alguna manera. Aunque como Thorne sabía,
DeLyon sería la última persona que iría a informar a los guardianes
de nada. ¿No había sido él mismo el que lo había llevado hasta
Coopersmith con su propio ordenador ilegal?
Thorne se encogió de hombros y echó a DeLyon
de su vida de la misma manera que tenía pensado echar a Diana. Se
dijo a sí mismo que la única que importaba era Josie. En realidad,
era lo único que le importaba a Rick para entonces. Thorne era él
mismo. Sus propios y pervertidos deseos y necesidades.
Diana observaba a su pareja escogida que iba
dos manzanas por delante de ella y lo vio desaparecer al doblar una
esquina. Había planeado seguirlo hasta cualquiera que fuera el
destino que tuviera en mente, pero no pudo avanzar más. Todo el
entorno del barrio bajo, la suciedad, los olores, los vendedores
con moscas en la comida la enfermaban. Peor aún, su sensibilidad
estética se veía fuertemente herida por los edificios que salían
por todas partes y estaban colocados al azar, como cuando se
fuerzan las piezas de un rompecabezas en un sitio en que no
corresponden. Diana se dio la vuelta y corrió hasta volver a estar
en el entorno seguro y controlado de la ciudad.
Todavía no sabía qué pasaba con su pareja
escogida, pero tenía alguna idea de lo que podía ofrecer el barrio
bajo. Fuera lo que fuera, sabía que tenía que ser ilegal. Mujeres
ilegales, drogas ilegales, juegos y apuestas ilegales, y
probablemente fueran las tres cosas. Fuera lo que fuera, no iba a
llevarlo a nada bueno. También sabía que en unas cuantas semanas o
quizás antes, se iba a demoler el barrio bajo. Ya no habría más de
lo que fuera ilegal que su pareja escogida buscase allí en el
sector Delta.
En dos semanas podían pasar muchas cosas.
Diana no quería esperar tanto tiempo. Si podía tener a Richard para
ella sola un tiempo, estaba segura de que lo podía volver a
seducir. No solo su cuerpo, sino también su espíritu y su mente.
Fue entonces cuando decidió reservar las vacaciones virtuales.
Según lo que le había dicho Heather, todo el que sabía lo estaba
probando. Todos los informes eran fantásticos.