Obsesión

 

 

EN su segunda visita al piso de Josie, Thorne descubrió quién era ella de verdad. Pensó subir por la escalera de incendios como había hecho con DeLyon, pero después pensó que era una tontería. En su lugar fue por la escalera principal del edificio, era de piedra rojiza y estaba en avanzado estado de deterioro.
Thorne se detuvo en la entrada poco iluminada. En algún momento se había reforzado la puerta de entrada con una plancha de metal que ahora estaba sujeta y suelta por varios sitios. Cuando tanteó el pomo de la puerta, esta sonó por estar suelta por los lados, pero se mantuvo firmemente cerrada. En la pared lateral del hueco había una fila de timbres con números. Los miró a pesar de la escasa luz. La mayoría no tenía nombres encima. De los pocos que sí lo tenían, ninguno decía «DeLyon». Sabía que el piso de Josie estaba en la última planta, pero no recordaba haber visto ningún número en la puerta.
Volvió a mirar los timbres. Tenía que ser uno de los de arriba. Casi seguro que el más alto porque su piso era el último del pasillo. Y lo vio. Era el más alto, el dieciséis, y había un nombre junto a él. Solo que no era «DeLyon»… La pequeña tarjeta blanca en su rectángulo de cobre sucio decía: «J. Jimson.» Josie Jimson. No compartía apellido con DeLyon porque solo eran medio hermanos. Ella llevaba el apellido de su padre. Y Thorne se dio cuenta de quién era ella. Josie le había dicho que su padre había estado involucrado en los Disturbios del 37, pero no que hubiera sido su instigador. No le había dicho que era el portavoz en jefe de una organización ilegal conocida popularmente por LAD, sigla de: «Liga de autodeterminación.» Thorne no había visto nunca un holograma de Stuart Jimson, aunque sí había visto a actores representar su papel en múltiples holodramas. Por lo general era el mismo actor el que representaba a Jimson, un actor grande con el cabello y la barba descuidados. Un fanático terrorista de ojos salvajes que pedía cosas nada razonables y profería acusaciones no probadas contra la ciudad estado de la clásica manera demagoga.
Jimson había desaparecido en el transcurso de los disturbios. La explicación oficial había sido que sus seguidores se habían vuelto contra él. Que asesinaron a su líder y se deshicieron del cuerpo, que nunca fue identificado en el caos que se produjo. Thorne tenía la sensación de que si la presionaba, Josie le contaría una historia muy distinta. Pero no había forma de saber a quién debía creer.
Entonces entendió por qué DeLyon temía que su hermana estuviera bajo vigilancia de los guardianes. Thorne reconsideró la opción de la escalera de incendios, pero ya era demasiado tarde. Si estaban vigilando la entrada del edificio, o si tenían una cámara de hologramas, ya lo habrían visto.
Thorne apretó el botón que había junto al nombre de Josie y esperó unos segundos para que lo dejara pasar. No hubo respuesta. Volvió a apretarlo con el mismo resultado.
Se estaba preguntando qué hacer cuando se abrió la puerta del edificio y ella apareció ante él.
—El sistema de apertura no funciona —dijo, a la vez que hacía un gesto hacia la puerta—. No ha funcionado en todo el tiempo que llevo viviendo aquí. —Sonrió, le agradaba verlo. Thorne sintió que se le levantaba el ánimo y le devolvió la sonrisa.
Josie estaba descalza de nuevo y llevaba una ropa parecida a la que le había visto la vez anterior: pantalón ancho y jersey oscuro deformado. Mientras iba detrás de ella, Thorne se volvió a percatar de lo pequeña y delgada que era.
Los holodramas debían haberse confundido, concluyó. No sería la primera vez. No había forma de que Stuart Jimson se le hubiera parecido al enorme gigante que lo representaba. No si era el padre biológico de aquella mujer.

 

 

La desintegración de la normalidad de la vida de Thorne, su creciente alienación, su romance con Josie, todo siguió avanzando en las semanas siguientes. La velocidad seguía siendo rápida y cada vez se aceleraba más y se escapaba de su control. Como su amigo DeLyon, Thorne se convirtió en un hombre dividido. DeLyon había llevado esa vida durante décadas. La transformación de programador conservador de la ciudad estado de día, a embaucador charlatán de noche se había convertido en un proceso natural para DeLyon. Para Thorne no era tan sencillo. Sentía como si tuviera la consciencia partida a la mitad, se sentía como un hombre que navegaba por la corriente de un río traicionero que saltaba de un barco a otro en un intento por pilotar ambos. Aun así, Thorne no tenía doble personalidad y no iba a mantener aquella doble existencia mucho tiempo. Aprovechando su propia analogía, estaba a punto de pasar de un barco seguro y cómodo a una barca peligrosa cuyo final sería volcar; iba a pasar de la ordenada y cuerda vida de Richard Thorne a la existencia compulsiva y caprichosa de un hombre conocido por «Rick».
Ya no era un pasado hipotético al que se asía nuestro sujeto en sus momentos de fantasía, sino a un presente real que existía a unas manzanas de su casa y su oficina. Quería estar a solas con Josie, hablar con Josie, hacer el amor con Josie. Seguía yendo a verla todos los martes por la noche cuando Diana asumía que estaba en los salones de expresión. También acudía en cualquier otro momento en que podía, se escudaba en su amistad con DeLyon y en su fingida asistencia a campeonatos de ajedrez y a partidos de diferentes deportes y carreras.
De todas las flaquezas y errores pasados de la humanidad, uno de los más importantes a nivel personal ha sido el del encaprichamiento, también conocido como «amor romántico». Ahora nos damos cuenta de que tal supuesto amor está basado en la ilusión, en la proyección de deseos y necesidades individuales en la forma de una pareja ideal sobre otro que en realidad puede guardar poco parecido con tal idealización. Una vez que se consuma tal supuesto amor debe enfrentarse a la realidad. Es inevitablemente transitorio y una vez que desaparece puede no dejar ningún afecto residual. Si los sentimientos logran sobrevivir, a veces son más negativos que positivos, la proyección de la propia decepción y la propia falta de juicio ante el anterior objeto de deseo.
Thorne aprendió todo esto en la escuela primaria. Se le había advertido contra los peligros del amor romántico y sus consiguientes ilusiones. Había recibido el condicionamiento estándar contra el encaprichamiento y el comportamiento irracional que este implica. Aun así, de nuevo de manera inexplicable, su condicionamiento falló.
La obsesión de Thorne con Josie seguía exaltándolo en las primeras semanas de su aventura. Todas sus percepciones, canalizadas a través de la lente distorsionada de su ardor, estaban exacerbadas. Sus pensamientos e ideas eran indiscutibles y las percibía como verdades reveladoras. Al mismo tiempo, de nuevo igual que DeLyon, el miedo a ser descubierto lo invadía. Ahora que sus excursiones ilegales eran más que un mero pasatiempo ocasional, eran una pasión estable que incluía a una mujer, Thorne sabía que un único movimiento en falso podía echarlo todo a perder. Sentía como si se abriera un abismo ante él y su profundidad fuera infinita. Entonces se convenció de que el abismo estaba en su interior, que había un límite a la caída y que ahí encontraría los cimientos de su persona, su auténtico ser.
Una noche, cuando se marchaba del piso de ella, como si se le acabara de ocurrir, Josie le dijo:
—Toma, ¿por qué no te llevas esto? —Le dio las llaves del edificio—. Así no tendré que bajar a abrirte.
Thorne las cogió como si se tratara de un talismán. Las llevó apretadas en el puño durante todo el camino de regreso. Y desde aquel momento casi nunca se separó de ellas.

 

 

Diana Logan se habría dado cuenta de los cambios que se estaban produciendo en su pareja escogida si no se hubiera estado ocupando de los cambios inesperados que estaban teniendo lugar en la suya. No mucho después del primer encuentro de Thorne con Josie, Diana regresó a su cubículo tras la hora del desayuno para encontrarse con que la luz de su correo del ordenador parpadeaba. Cuando llamó para conocer el mensaje al principio se sobresaltó… después se complació y excitó.

 

 

El Director Willem Coopersmith
solicita su presencia
para un almuerzo
en su despacho
a las 12.00 horas.

 

 

La carrera de Diana había ido progresando a paso continuo, rápido para la mayoría de los estándares, pero no lo suficiente como para satisfacer su ambición. Por fin parecía que su dedicación iba a darle sus frutos de manera sustancial. Un almuerzo en el despacho del director tenía que significar un ascenso o al menos una mención.
Coopersmith era la mayor autoridad en lo que se refería a proyectos arquitectónicos en el sector Delta, una leyenda viviente en su campo. Era frecuente encontrar su nombre en los libros de texto que usaba Diana cuando estaba en los cursos de postgrado. Aunque todavía era joven, había participado en el diseño y construcción de algunos de los edificios y monumentos más famosos de la ciudad estado. La fuente de Severin. El museo de Historia No Natural de forma circular, en el que se muestran en cuadros con hologramas cambiantes los errores cometidos por la humanidad a lo largo de los años. El pesado, pero no por ello menos alto Centro Delta de Condicionamiento, donde se hacían ciudadanos modelos de aquellos que eran anómalos o inadaptados. Coopersmith había cumplido el sueño de todo profesional al cruzar lo que a menudo se conoce, aunque no en público, como: «La barrera de la Realeza.»
Como la superioridad genética tiende a tener mejor descendencia, la mayoría de las profesiones de uniforme suelen ser para los hijos e hijas de profesionales ya uniformados. Aun así, Coopersmith había superado sus orígenes humildes. Se había destacado entre los arquitectos, había logrado una categoría fundamental y ahora llevaba la toga azul de planificador de la ciudad.
Diana había visto hablar al director en numerosas ocasiones, inauguraciones de edificios, funciones sociales profesionales, el banquete promocional anual, pero aun así no había conocido formalmente al hombre ni intercambiado más que un mero «buenos días» con él. Por lo que ella sabía, Coopersmith no sabía ni que existía. Ella no era más que otro de los anónimos diseñadores que trabajaban bajo sus órdenes. Al menos hasta entonces.
Diana especuló acerca de qué otras lumbreras estarían en el almuerzo. ¿Directores de otros sectores? ¿Arquitectos famosos? Seguramente no mucha gente ya que el almuerzo era en el despacho de Coopersmith y no en una sala de conferencias. Había muchas posibilidades de que pudiera hablar con el director, una posibilidad de marcar más tantos de lo que ya tenía a la vista. Comenzó a planear lo que diría.
Diana se pasó lo que quedaba de mañana frente al espejo del lavabo, retocándose el pelo y el maquillaje. Pensó en pintarse las uñas, pero decidió que no era el momento. Si que dejó a un lado los zapatos de diario y se puso unos de tacón más alto que tenía en su mesa por si se presentaba una ocasión especial.
Diana estaba nerviosa. Al mismo tiempo se sentía muy segura de sí misma. A diferencia de su pareja escogida, la confianza en sí misma nunca había sido un problema para ella. Siempre había tenido suficiente para los dos.

 

 

Inspirado por los libros ilegales de Josie, que se había acostumbrado a leer mientras su amada dormía a su lado, Thorne empezó a escribir un libro propio. Lo cierto es que no era más que un diario, plagado de apuntes acerca de sus nuevas experiencias y observaciones. Estos apuntes, con el tiempo, adquirirían las proporciones de un libro modesto. No tendría sentido alguno reproducir tal compendio de ilusiones y falsas ideas perturbadas y mal pensadas de manera íntegra. Las acciones de Thorne pronto comunicarían más que sus palabras. Sin embargo, merece la pena mencionarlos. Sus primeras anotaciones eran personales y fragmentadas.

 

En mi interior siento como se levantan vapores desde lo más profundo de mi ser. Adquieren forma cuando me enfrento a ellos: la necesidad de amar y ser amado, la necesidad de libertad sin restricciones para afirmarme a mí mismo, mi individualidad, aunque sea anómala para los estándares de la época. ¿De qué sirve una sociedad si encierra en nuestro interior la parte más básica de nuestro ser?

 

No estoy seguro de por qué registro estos pensamientos. A no ser que sea para aclararlos en mi propia mente y darle un orden a la confusión que se apodera se mí.

 

Más adelante su voz adoptaría el tono de un proyecto de filósofo político. Conforme crecía su alienación, conforme se iba despojando de su condicionamiento se convertiría en más comunicativo y visionario.

 

La burocracia y sus interminables reglas, lo que las sociedades del pasado veían como un mal estructural necesario, se ha convertido en nuestra forma de vida. En nuestro mundo se han curado o controlado la mayoría de las enfermedades. La guerra se ha convertido en algo del pasado así como las hambrunas. Sin embargo, de muchos modos, nuestra especie se ha reducido a sí misma a un estado de existencia parecido al de sus una vez muy lejanos hermanos insectos.

 

Más especulaciones trilladas para seguirle los pasos a una psique angustiada. Cualquier guardián cualificado de la menor graduación se habría podido percatar de que este diario era una válvula de escape secreta para Thorne, otra manera de poder rebelarse sin repercusiones. Cada vez con la mente más cerrada y más subjetivo en lo que se refería a sus propias acciones, habiendo abandonado su entrenamiento de objetividad, Thorne no logró percatarse de esto. Había ya traspasado y por mucho un punto después del cual ya no podría volver a enfrentase a sí mismo de manera objetiva nunca más.

 

 

Las plantas más altas eran un santuario al que los trabajadores corrientes rara vez accedían. No estaban en la lista del directorio del edificio y para llegar a ellas había que cambiar de ascensor y pasar por el puesto de un centinela. En aquel día y época, cuando la paz y la armonía reinaban en la ciudad estado, era una precaución innecesaria, un vestigio de cuando proliferaban los actos de terrorismo. El guardia del puesto de centinela comprobó el nombre de Diana en la lista. La miró atentamente de arriba abajo antes de darle una pequeña tarjeta de plástico.
—Solo tiene que seguir los pitidos —le dijo—. No vaya a ningún otro lugar o se disparará una alarma.
La iluminación de la planta superior venía de unos paneles enormes que había en el techo y en las paredes. No había ninguna sombra en ningún lugar. La luz tenía una cualidad dominante que mostraba todos los objetos con claridad aunque a la vez era suave y difusa. La moqueta era tan gruesa que a Diana se le hundían los tacones a cada paso.
Lo primero que vio al salir del ascensor a un ancho recibidor fue un modelo holográfico del sector Delta. Conforme pasaba cerca se maravilló con sus detalles. Todo estaba actualizado. Los edificios que se estaban construyendo. Las pasarelas se movían y las luces brillaban en las ventanas de las oficinas. Diana se dio cuenta de que no era una grabación que se repitiera de una determinada manera, sino un holograma en tiempo real. Cuando las nubes pasaron frente a una de las ventanas, Diana lo pudo ver reflejado en el modelo que tenía ante ella.
Más allá de la exposición había maceteros grandes con plantas vivas a lo largo del pasillo. Una mujer inferior, quizá se habría sentido intimidada por un entorno tan lujoso, pero, sin embargo, Diana se sintió allí como en casa de inmediato. En lo más profundo de su corazón, ella sabía que era allí donde ella pertenecía.
El pasillo se bifurcaba en numerosas ocasiones, pero con la tarjeta que pitaba suavemente no había problema para encontrar el despacho de Coopersmith. En una antesala grande y suntuosamente amueblada la recibió la secretaria personal del director, una mujer baja y fornida con el pelo rojo brillante, cuya fría eficiencia y mirada aún más fría le hicieron sentir escalofríos. Diana se la devolvió con su propia gélida mirada. Al fin y al cabo, aunque la mujer tuviera un despacho cinco veces más grande que su cubículo, no era más que una secretaria de alto nivel.
Una vez que la hubieron hecho pasar al santuario de Coopersmith, Diana se llevó la segunda sorpresa del día. La habitación era lo suficientemente grande como para albergar varios almuerzos… ¡y varias salas de conferencias! Había agrupaciones de muebles caros por todo el suelo. Holos gigantes de una claridad excepcional, no con eslóganes, sino con escenas de la naturaleza que se desarrollaban por las paredes que estaban cubiertas de madera de verdad. Pero no fue la habitación lo único que la sorprendió, sino que también lo hizo el hecho de que no hubiera ningún preparativo para ningún almuerzo. Y que aparte del director y de ella misma, no había nadie más presente.
Coopersmith estaba de espaldas a ella, miraba por una ventana que ocupaba toda una pared del techo al suelo. La dejó que se moviera nerviosa unos segundos antes de darse la vuelta para que se vieran.
—Siéntate, querida.
Era un hombre alto y fornido que aparentaba cincuenta y pocos años. Diana sabía que tenía al menos diez años más. El poco pelo que le quedaba era blanco grisáceo y lo llevaba muy corto. Una frente ancha y una nariz prominente le daban a su semblante una apariencia asombrosa y casi maligna. Coopersmith llevaba una toga azul claro bordada con intrincados dibujos geométricos. Una cinta azul más oscura se le ceñía a la cintura y brillaba con unas borlas doradas.
Diana estaba a punto de elegir una de las sillas que quedaban enfrente del escritorio de Coopersmith, que era grande y oblongo, cuya superficie había sido hecha con una sola pieza de madera color cereza, pero el director ya había salido de detrás de su escritorio y le había hecho un gesto para que lo acompañara a un sofá que había en un lateral de la habitación. Diana se dio cuenta de que allí la moqueta era incluso más gruesa que en el pasillo. Los tacones altos habían sido un error. Notó como se tambaleaba levemente. Sintió, o se imaginó que podía sentir, los ojos de Coopersmith en la espalda.
El director se acercó a ella y la miró de arriba abajo. La miró expectante durante varios segundos antes de decir nada.
—No me reconoces, ¿a que no?
—Oh, claro que sí. Usted es el director sénior Coopersmith. —Diana estaba a punto de continuar, de soltarle todo el discurso que había ensayado antes. Quería decirle al director lo mucho que admiraba sus diseños, lo mucho que deseaba conocerlo, pero la manera en que la miraba el hombre le hizo dudar.
—No es eso a lo que me refiero, querida. —Coopersmith le sonrió y se metió las manos entre los pliegues de la toga. Sacó una pequeña flauta de plata, se la puso entre los labios y se puso a tocar un par de notas vacilantes y entrecortadas.
—¿Teatro? —exclamó Diana alarmada.

 

 

Las conversaciones de Richard Thorne con Diana estaban limitadas tanto en temas como en campos. Cada vez que hablaban de algo serio, se enganchaban en la misma cúspide: la excesiva naturaleza crítica de Thorne.
Por el contrario, Josie alentaba tal naturaleza. Rick y Josie hablaban de todo, de lo más trivial a lo más sublime. Una vez lograda la seducción de su cuerpo, la seducción y secuestro de su mente seguía su curso. Lo supiera o no, Josie era una maestra en sofistería, en hacer que las conclusiones más atroces resultaran sensatas. Recordaba las paparruchas revolucionarias de su padre y llevaba a Rick a entrar en conversaciones que supuestamente demostraban todos los errores de la ciudad estado.
—¿Cuánto duraba la semana laboral cuando eras pequeño? ¿Cuántas horas trabajaban tu padre y tu madre?
—Una semana normal. —Thorne se encogió de hombros—. Unas cuarenta horas, supongo.
—¿Y cuánto dura ahora?
—Se supone que son cuarenta, pero suelen ser más. Siempre hay muchas cosas que hacer.
—¿Pero es que no hemos avanzado tecnológicamente en los últimos veinte años? ¿Aparatos para ahorrar trabajo? ¿Máquinas y cadenas de montaje automáticas que permiten que hagan falta pocas personas para realizar el trabajo de cientos de ellas? ¿La semana laboral no debería ser más corta en lugar de más larga? ¿No deberías tener más tiempo libre que tus padres?
—Pero nuestros objetivos son diferentes —le explicó Thorne—. Nosotros tratamos de obtener más logros que ellos entonces. Seguir elevando el nivel de vida. Asegurar el Futuro Cercano y esforzarnos por crear un Futuro Perfecto. —Se dio cuenta de que sonaba como los carteles que había en las paredes de su oficina. A pesar de su propia falta de satisfacción con la ciudad estado, cuando se enfrentaba con Josie se encontraba con que la defendía a menudo.
—Entonces, ¿de qué sirve tanta tecnología si lo único que hace es generar más trabajo? Yo creía que se suponía que nos tenía que librar de las tareas pesadas.
Ni Richard ni Rick tenían una respuesta para aquello. No era buen rival cuando se trataba de una discusión. La retórica de ella podía atarlo con nudos muy fuertes y luego desatarlo para ventaja suya.
Y otra vez:
—¿Se te ha ocurrido alguna vez que el trabajo que realizas no tiene significado? ¿Qué es lo que hacen con todas esas estadísticas?
—Las publican en informes.
—¿Informes para qué? ¿Informes para quién? Solo quieren tener a todo el mundo ocupado para que no puedan pasar mucho tiempo pensando. Y cuando no estás trabajando intentan llenarte la vida con tonterías. Insignificantes rivalidades deportivas, entretenimientos insulsos, los últimos modelos para lucir y las últimas modas para llevar. Es una esclavitud fácil y suave, pero de todas maneras estás encadenado. Las decisiones de verdad están fuera de tu alcance.
Esta discusión es tan absurda que casi no merece respuesta alguna. Sin duda Josie pensaba que era mejor que nuestros ciudadanos se pasaran el tiempo teniendo relaciones sexuales ilegales, leyendo libros censurados, consumiendo drogas nocivas, durmiendo hasta el mediodía y sin contribuir en absoluto al bienestar general.
—De lo que no te das cuenta —prosiguió ella, mientras miraba con dureza a Rick, que titubeaba—, es que la ciudad estado es tu enemigo. Representa intereses especiales, y a no ser que seas parte de tales intereses, lo único que quiere es utilizarte. Bajo el disfraz de libertad alberga una especie de paternalismo sofocante. Decide lo que es bueno para nosotros y lo que no lo es. Prefiero tomar mis propias decisiones y cometer mis propios errores.
Y otra vez más. No le bastaba que le pagara más que bien por el tiempo que pasaban juntos, tenía que seguir machacándolo, metiéndole sus pensamientos en la cabeza.
—¿Y qué hay de los incidentes de destrucción? ¿Cómo los explica tu perfecta ciudad estado?
Josie se refería a las raras ocasiones en las que determinados individuos parecían inexplicable o repentinamente cometer un acto suicida de uno u otro tipo y a su paso herían y mataban a otros ciudadanos y terminaban suicidándose.
Por una vez el haber estudiado historia aventajó a Richard.
—Es porque todavía no somos perfectos —le dijo—. Casi todas las sociedades han producido fanáticos destructivos de un tipo u otro. Es una anomalía del comportamiento que todavía no se ha resuelto. Además, no ocurre con mucha frecuencia.
—Con más de la que tú crees. —Josie asintió a sabiendas, con el único conocimiento de los meros rumores insustanciales del barrio bajo—. Los esconden siempre que pueden.
No mucho después de tales conversaciones, los pensamientos extremistas de Josie se hicieron su hueco en el diario de Thorne, transformados y digeridos, pero con su origen muy claro menos para el hombre que los escribía, que creía que descubría visiones muy profundas.

 

 

Alentada por las historias de terror que le contaba Heather, Diana albergaba un miedo atroz a que una de sus aventuras de los martes por la noche la siguiera hasta su vida cotidiana e irrumpiera en su pareja y su carrera. Los hombres podían ser tan ridículamente apasionados y obsesivos con las cosas, en particular con el sexo. Ahora su miedo se había convertido en realidad. Pero no era un hombre cualquiera el que iba detrás de ella. Coopersmith no iba solo uniformado, sino que era uno de los miembros más influyentes de su profesión, un hombre que podía asegurarle o destrozarle la carrera. Allí había peligro, aunque también había posibilidades. Y estaba segura de que de alguna manera podía sacar alguna ventaja.
—¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo supiste quién era?
Coopersmith sonrió.
—La máscara dérmica puede ocultar las pecas de tu rostro, querida —dijo con entusiasmo mientras se sentaba a su lado en el sofá—. Pero no las de tus brazos. No las de tus piernas. Las pecas tienen patrones que las diferencian.
—Asumo que te gustan las pecas.
De cerca, con la luz penetrante de la sexagésima planta, Diana pudo observar que el director llevaba maquillaje. Cuando se inclinó hacia ella, su rostro reveló todas sus seis décadas y alguna más. Era casi un viejo. Con facilidad lo suficientemente mayor como para ser su padre, y puede que hasta su abuelo.
—¿Que si me gustan? —preguntó retóricamente Coopersmith—. Vaya, me encantan. Las adoro. Soy un experto en pecas… un gurmé y un glotón de pecas. Y querida, te puedo asegurar que las tuyas son exquisitas. —La sonrisa que partía el rostro del director era obscena y algo enloquecida. Para entonces ya estaba sentado en el sofá junto a ella y le había puesto una mano en el antebrazo desnudo. Estaba muy claro que lo que había pensado para el almuerzo no implicaba ni sopa, ni ensalada, ni pescado ni ave.
Diana recordaba su encuentro con Teatro con desagradable claridad. Recordaba que cuando se había quitado el mono plateado también se había desabrochado una faja que dejaba ver incluso en aquella relativa oscuridad de la sala de relaciones, los rollitos de grasa que tenía en la cintura. Recordaba cómo había babeado sobre cada centímetro de su piel. Recordaba perfectamente como había sido la propia relación sexual, que por suerte, acabó casi antes de empezar.
Y también recordaba perfectamente cómo después se había ido a casa a toda velocidad a darse una larga ducha caliente.
Como muchos de sus encuentros de los martes por la noche, Diana apenas sí había logrado tolerar el sexo. Para ella lo más atractivo de los martes por la noche no era la libertad sexual, sino todo lo que la precedía, los diversos entretenimientos, la música, la cena, el baile, el coqueteo y las conversaciones vagas, el aire de interludio romántico que prevalecía en la atmósfera de la noche. Le gustaba tanto fingir ser una mujer libre como la continua confirmación de que era una mujer deseable.
Coopersmith subía y bajaba la mano por su brazo. Su respiración se había hecho más pesada y tenía los ojos vidriosos. Diana se volvió a fijar en la cara pulsera de emparejamiento que llevaba en la muñeca. Alargó la mano y le levantó la mano a Coopersmith quitándosela de encima y sujetándola entre las suyas.
—¿Tu pareja escogida tiene pecas? —le preguntó.
—¡Mi pareja escogida! —exclamó, a la vez que salía del trance—. ¿Qué tiene que ver ella con nada de esto?
—Si no —prosiguió Diana mientras hacía caso omiso de la pregunta del director—, estoy segura de que puedes encontrar multitud de pecas en los salones de expresión. Pecas que podrían satisfacer al más exigente de los gurmés. Más pecas de las que el mayor de los glotones pudiera consumir en toda una vida.
Diana pensó que Coopersmith podía haber sido un miembro de las profesiones uniformadas, una leyenda de su tiempo, la máxima autoridad en cuanto a proyectos arquitectónicos en el sector Delta…, pero no dejaba de ser un hombre, y casi nunca se había encontrado con un miembro de esa especie que no pudiera correr en círculos. Más de una vez había bromeado con Heather de cómo tenía a su pareja escogida en programa de centrifugado continuo la mayor parte del tiempo.
Con toda la gracia que le permitió la pantanosa alfombra, Diana se puso en pie y caminó hasta la ventana que había al otro lado de la habitación. Podía ver el sector Gamma, más allá del Delta, hacia el sur. Hasta donde le alcanzaba la vista era ciudad lo que se extendía hasta el horizonte. Sabía que siempre habría más ciudad que construir, más edificios que diseñar, muchas oportunidades de demostrar quién era… si se las daban.

 

 

Rick y Josie hablaban de todo. Desde lo más mundano a lo más fantástico. Incluso salió lo del poema que Thorne había visto pintado en una pared en un edificio abandonado.
—Quizá deberíamos huir juntos a las Tierras Muertas —bromeó Josie.
—Claro, siempre que queramos morir por radiación.
—¿Cómo podemos saber que las Tierras Muertas nos matarían? Nos mienten acerca de tantas otras cosas que, ¿por qué no nos iban a mentir sobre eso? Si las Tierras Muertas son tan peligrosas, ¿Cómo es que la ciudad sigue creciendo?
—Esas tierras han sido descontaminadas.
—¿Qué? ¿De la radiación? La mayor parte de la radiación atómica tiene una vida media de varios cientos de años. —Señaló hacia las estanterías de libros con la cabeza—. Míralo si no me crees. Se mete en las rocas, el subsuelo, el nivel freático, ¿Cómo pueden descontaminar eso?
Thorne no sabía lo que era una vida media y tan solo tenía una vaga idea de lo que era el nivel freático. Se dio cuenta, no por primera vez en sus diálogos, que la lectura le había dado a Josie un conocimiento al que él no tenía acceso. De lo que no se daba cuenta era de que la mayor parte de tal conocimiento no servía para nada, y en gran medida era erróneo.
—Si pueden cambiar el tiempo, pueden descontaminar la tierra.
—Claro —dijo Josie mientras señalaba con la cabeza hacia el cristal surcado por la lluvia de la ventana—. Claro que pueden. —Habían pronosticado cielos despejados.
Tal y como se le enseña a todos los niños en la escuela primaria, más allá de los límites de la ciudad, lo único que hay es muerte. La radiación se eleva a límites fatales. Y en las zonas en las que la radiación no es peligrosa lo único que hay es vegetación en la que ningún ciudadano podría sobrevivir mucho tiempo.

 

 

Diana se volvió hacia el interior de la habitación y se apoyó en el cristal de la ventana con las manos en la espalda y las caderas hacia delante. Coopersmith estaba en pie frente a ella. Le recorría el cuerpo con los ojos. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho.
—He mirado tu archivo, querida —dijo el director—, y estoy bastante impresionado. Podrías llegar muy lejos en el departamento. Con el apoyo… correcto… hasta podría haber una toga en tu futuro en algún momento. Tengo un proyecto que está empezando… un proyecto personal en el que me vendría bien una joven arquitecta de talento como tú. Es algo que requiere una atención especial… un compromiso especial. El horario puede ser muy largo e irregular, pero habrá una buena recompensa para la persona que tenga la actitud correcta.
—Suena… interesante —dijo Diana siguiendo con la farsa de que Coopersmith hablara de un proyecto real.
Pensó que podía ser que lo estuviera haciendo. Quizá pudiera sacarle algo de provecho al viejo antes de darle calabazas—. Me halaga que me tengas en cuenta. Estoy segura de que no te decepcionaría y estoy muy interesada en… recompensas. —Se balanceó hacia delante y hacia atrás contra la ventana—. Pero, ¿me podrías contar algo más acerca del proyecto, de lo que implicaría? Dame más detalles y deja que me lo piense… y te contestaré tan pronto como me haya decidido.
Mientras daba su evasivo discurso Diana vio como se le iba nublando el semblante al director. De repente se dio cuenta de que había juzgado mal tanto la situación como al hombre. El verdadero Coopersmith no tenía nada de la afabilidad ni del encanto del falso Teatro. Su mirada era abiertamente hostil. Estaba muy claro que aquella no era la respuesta que esperaba oír y que no le agradaba lo más mínimo.
—¡Piénsalo rápido querida! —Coopersmith señalaba enérgicamente en su dirección con la mano—. Puedo asegurarme de que sigas siendo G-15 durante el tiempo que estés en este distrito. Te puedo tener diseñando cuartos de baño para estadios durante los próximos diez años. ¡Piensa rápido! ¡No te lo voy a pedir otra vez!

 

 

Rick y Josie hablaban de todo. Desde los libros que leían juntos hasta las drogas que consumían. Desde las estrellas y otros mundos que pudieran girar alrededor de la Tierra hasta los Disturbios / la Revuelta del 37. Desde la fuente de Severin hasta los vendedores callejeros y Daniel DeLyon. Desde la insignificancia de la existencia hasta el significado que uno puede definir.
De todo menos de Diana. Y de los otros clientes de Josie.
Porque cuando Thorne entraba en los dominios de Josie, dejaba atrás la realidad de su vida. Y también lo hacía ella. Él acudía a ella como si no tuviera pareja ni hogar al que regresar. Como si aquel piso del barrio bajo con sus libros, drogas y sexo listos para consumir fueran su auténtico entorno y ellos fueran una pareja auténtica. Como si solo existieran aquellos momentos y no hubiera un mañana.

 

 

Diana miró a su alrededor en la habitación. La moqueta gruesa, las plantas, la perfecta iluminación, el mobiliario exquisito y los enormes hologramas que iban cambiando muy despacio en las paredes cubiertas de madera. Podría haberse sentido como en casa en aquel entorno, pero cuando llegó al poder que allí residía, ella no era ni siquiera una intrusa que mereciera la pena. Fueran cuales fueran los círculos en los que ella pudiera hacer correr a Coopersmith, iban a ser muy limitados tanto en cuanto al tiempo como a su circunferencia… y solo servirían para hacerlo enfadar más. Consideró las opciones que tenía y llegó a la conclusión de que en realidad no tenía ninguna opción.
Diana se armó de valor a la vez que respiraba hondo y lo camuflaba a modo de suspiro, se separó de la ventana y se sentó en el borde del escritorio de Coopersmith. Una vez que tomaba una decisión, no era de las que hacía las cosas a medias. Cruzó las piernas y se echó hacia atrás, apoyó el peso en las palmas de las manos y dejó que la ya de por sí corta falda se le subiera un poco más.
—¿Sabes que si te acercas lo suficiente puedes verme las pecas a través de las medias? —dijo mientras miraba al director a los ojos.
Coopersmith se acercó a ella a la vez que se desataba la cinta de la toga—. Vaya, querida, eso es lo que yo llamo tener la actitud correcta.
Diez minutos más tarde, Diana se encontraba en el ascensor de bajada. Estaba muerta de hambre y tenía que regresar a su puesto en menos de media hora. Se dirigió a la cafetería de la planta baja. Sin embargo, una vez que hubo llenado su bandeja con el forraje de costumbre, se dio cuenta de que se le había quitado el apetito. Por lo que se moría era por darse una ducha caliente. Y larga.

 

 

Thorne se estaba viendo obligado a trabajar hasta tarde más a menudo para mantener el ritmo de sus tareas y compensar el tiempo que perdía cuando la mente le vagaba. Una noche entre tantas, mientras él luchaba con su trabajo a la hora de la cena y sus compañeros regresaban a sus casas, familias y entretenimientos nocturnos, se encontró solo en la planta, inmerso en el vacío de las mesas y sillas sin ocupantes. Lo único que no dejaba que el silencio fuera absoluto era el leve zumbido de los fluorescentes del techo.
En aquella atmósfera casi mortuoria, sus ya olvidados poderes de concentración se quitaron el anquilosamiento de encima. Por una vez, su mente, liberada de sus preocupaciones carnales, se concentró en el abstracto reino de las cifras, símbolos y lógica. Se convirtió en un esquiador despreocupado sobre colinas blancas y puras y cada bajada le daba fuerzas para hacer otra más. Una vez, cuando era más joven y su vida más sencilla, había sido así con frecuencia. Si hubiera sido capaz de trabajar con tal eficiencia durante una fracción de su jornada laboral, lo habrían seleccionado como candidato para un ascenso y no para una reprimenda.
Después de que terminara su trabajo, Thorne cerró su escritorio, apagó las luces y entró en la sala de proceso central. En los paneles de control brillaban algunas luces. Menos por eso, estaba oscuro, pero el resto de máquinas funcionaba sin necesidad de iluminación. El murmullo de su pensamiento continuo estaba por todas partes. Volaba hasta el techo poroso y hasta el suelo para volver con una frecuencia más baja que se podía sentir en los huesos y en los dientes si uno se quedaba quieto. Se levantaba por todas partes a su alrededor, desde formas que no eran enormes en la oscuridad, sino cuadrados y rectángulos negros que se apoyaban contra la insonorización que había sobre las paredes. Había habido un tiempo en el que la conciencia de Thorne se había sentido afinada con los armónicos de ese murmullo, cuando veía su trabajo como un complemento de su vida. Ahora en su pecho había una vibración contraria, una pesadez multitonal más relacionada con lo que él consideraba una existencia sin valor.
Se movió entre las formas y se preguntó no por primera vez por el grado de sensibilidad de estas. Pasó la mano sobre las superficies secas y ligeramente granulosas de plástico, que de lejos parecían de metal. Le molestaba aquella duplicidad porque la ilusión una vez lo había engañado.
Aquella noche, más tarde, escribió en su diario:

 

Vivimos en un mundo en el que el plástico simula millones de formas, lleva tantas máscaras como variedades existieron una vez en el mundo. El suelo que hay bajo nuestros pies es de plástico. Las paredes, la mesa, mi ropa, mi bolígrafo, y buena parte del papel en el que escribo son de plástico. Todo es lo mismo, horrible y terriblemente igual.

 

Retorcía su mente sin cesar en una disección sin fin. Había tomado otro de los dones de nuestro mundo y lo había interpretado como una maldición.

 

 

Diana Logan podía haber rechazado los acercamientos de Willem Coopersmith y haberlo acusado de violar el Código Sexual. El estatus de Coopersmith como miembro uniformado le otorgaba muchos privilegios, pero no le daba ningún derecho a amenazar su carrera. Como hemos descubierto recientemente, Diana no era la única mujer que había sufrido como resultado de los excesos del director. Si el comportamiento delictivo del hombre hubiera salido a la luz en vida, habría sido juzgado, condenado y recondicionado. O más posiblemente dada su edad y su estatus se le habría forzado a jubilarse anticipadamente.
Sin embargo, la conclusión de Diana de que no tenía otra opción más que ceder al chantaje de Coopersmith no carecía de lógica. Frente a una acusación de una G-15 sin pruebas a Coopersmith no se le habría requerido pasar por un ciberescáner. Lo máximo que podría haber esperado Diana era que la trasladaran a otro sector, más lejos de su casa y una marca en su expediente que podría entorpecerle futuros ascensos. Una marca similar en el de Coopersmith, que no dejaría el menor efecto, fue lo que le ofrecía a Diana pocos incentivos para presentar cargos contra el director.
Aun así, Diana no solo se rindió a lo que Coopersmith le pedía, sino que una vez hubo tomado su decisión se comprometió con ella firmemente. Durante los primeros meses de su escarceo no mostró ninguna renuencia externa e intentaba complacer al director de todas las maneras que podía.
De muchas maneras, Coopersmith y Diana hablaban en el mismo idioma. Veían el mundo en términos de los que mandaban y los que no lo hacían. Que el director le ofreciera mejoras laborales a cambio de sus favores tenía completo sentido para Diana. Si Coopersmith hubiera estado funcionando racionalmente, ambos se habrían beneficiado de su relación ilegal. Sin embargo, no eran solo las pecas de Diana las que llevaron a Coopersmith hasta ella, sino la perturbada necesidad de controlar la vida de otro individuo.
Conforme su relación fue progresando, las exigencias del director fueron siendo más extremistas. En una ocasión él recitó una serie de chistes sucios e hizo que Diana tocara parte de la anatomía de ambos cuando fueran mencionadas en la vil narración. Más de una vez le hizo ponerse una máscara dérmica chillona con muchas más pecas que las que ella ya tenía. Diana lo toleraba todo, a la espera de la recompensa que se le había prometido. Sonreía seductoramente. Se movía como se le decía que se moviera. Aunque a veces le entraban ganas de gritar de asco cuando le tocaba el poco pelo que le quedaba en la calva cabeza al director, los únicos sonidos que salían de su garganta fingían ser suspiros de placer.
Sin embargo, cada vez que Diana sacaba el asunto de la recompensa, Coopersmith le decía que tuviera paciencia. Estaba esperando a que saliera el proyecto adecuado para reasignárselo. No podía hacerlo de una manera explícita. Ya había un exceso de G-16, había habido demasiados ascensos en la supervisión del año anterior. A pesar de que había hecho todo lo que había podido para complacer a aquel hombre, Diana empezaba a darse cuenta de que no habría ninguna recompensa, ningún proyecto nuevo y ningún ascenso. Solo exigencias mayores.
Para Coopersmith, cualquier concesión a Diana habría sido admitir que ella ejercía un cierto grado de poder en su relación. Para un hombre que lo único que entendía era el poder, eso no era aceptable.
Ya no es posible hacerle un escáner a Willem Coopersmith y ver su matriz, aunque considerando la información de la que disponemos es posible hacerse una idea de su naturaleza. Un tallo recto y estrecho con pocas estrías, una corola claramente definida dentro de los límites aceptables a primera vista, aunque se diferenciaba por su estrechez y su excesiva brillantez en determinados nodos. Uno tendría que fijarse mucho para encontrar la hebra anómala, un «Camino de Muerte» que se saldría radicalmente de los límites definidos de la vida de Coopersmith, saliendo del nodo en el que se entrelazaban y chocaban sus aspiraciones personales y sus obsesiones sexuales.

 

 

Diana siempre había tenido suficiente confianza en sí misma como para los dos, aun así, Richard Thorne, o Rick, como se llamaba a sí mismo cuando estaba con su amante del barrio bajo, estaba empezando a desarrollar una confianza propia. Una que no estaba basada en la realidad. Desde que había conocido a Josie padecía las mismas ilusiones transitorias de poder que sentía cuando jugaba al ajedrez con DeLyon al día siguiente. Durante uno de esos episodios de breve megalomanía, Thorne encontró el valor necesario para mencionar a los otros clientes de Josie.
Ya habían tenido relaciones sexuales y estaban juntos en la cama y leían. Josie leía uno de sus libros favoritos, una fantasía imposible llamada Don Quijote. Thorne se esforzaba con una novela del siglo XX titulada El arco iris de la gravedad. Para él tenía sentido. No así para nuestros más expertos eruditos. Sin embargo, cuanto más leía Thorne, más parecía comunicarle un significado oculto y envuelto. Solo que no podía saber si era el significado que había querido darle el autor o uno que él había creado en su propia mente.
Thorne dejó de leer y cerró el libro.
—Quiero que dejes de ver a otros hombres —comenzó.
Josie levantó la vista. Por primera vez en toda su relación había sido él el que la había cogido por sorpresa. Se quedó callada un momento antes de reírse extrañamente.
—¿Por qué? —dijo ella—. ¿Qué diferencia hay?
—Te quiero toda para mí.
Podría haberle dicho que se estaba enamorando de ella, que ya estaba enamorado de ella, pero el valor no le llegaba para tanto. Y si es que no era más que un encaprichamiento, sabía que se le pasaría.
—¿Y cómo se supone que me voy a mantener?
—¿No puedes conseguir un estipendio del Estado?
—Eso ya lo intenté. Me dijeron que primero tenía que hacer el condicionamiento. Entonces podría hacer las pruebas para ser ciudadano. Solo apoyan económicamente a los que no pueden condicionar.
—¿Sería tan malo que te condicionaran? A Josie se le incendiaron los ojos.
—No quiero que nadie me hurgue en la mente. —Su voz sonaba enfadada—. Me gusta como está, y creía que a ti también. Tampoco es que vea a tantos hombres. Tan solo unos cuantos clientes habituales. No soy una puta callejera, por si no te has dado cuenta.
—No me importa cuántos sean. Quiero que dejes de verlos. A todos ellos. Ya se nos ocurrirá algo. —A Thorne le sorprendió el sonido de su propia voz. La repentina profundidad y el peso que tenía.
—Lo pensaré —dijo Josie. Su voz se convirtió en el «terciopelo áspero» que tanto le gustaba a Thorne.

 

 

Daniel DeLyon trataba de ver un partido de fireball en el holo, un encuentro clásico, Stalwarts contra Paragons, mientras su madre caminaba en pequeños círculos lentamente en la pequeña habitación a la vez que deshacía un pañuelo de papel con las manos y pasaba periódicamente por delante de la pantalla. DeLyon había apostado por los Stalwarts. No mucho, pero algo era algo. Ganaban por un único gol. La pelota apenas sí brillaba. Cualquier manopla podía cogerla y marcar un tanto.
—Siéntate, madre —dijo DeLyon.
No hubo ninguna respuesta obvia, pero después de dar varias vueltas más a la habitación, la anciana se sentó a su lado en el sofá y lo miró expectante.
—¿Dónde está tu padre? ¿No tendría que estar ya en casa? Sé que suele llegar sobre esta hora.
Hacía mucho que DeLyon había renunciado a repetirle más veces que Stuart Jimson no era su padre y que llevaba muerto más de veinte años. Estaba claro que la mujer debería de estar en un centro de mayores donde se le pudieran dar los cuidados y la atención que su estado requerían. Cada generación al hacerse mayor de edad debe vivir su propia vida sin que aquellos cuyas vidas estén a punto de finalizar se la dificulten. Por eso los centros para mayores son para aquellos que ya no funcionan. La madre de DeLyon había rechazado que la llevaran y también el tratamiento que necesitaba. Eligió quedarse con su hijo, en perjuicio de la vida de este. A resultas de un malentendido sentido de lealtad, DeLyon accedió a sus deseos.
—¿Quieres tomarte tu medicina ahora, madre?
A la anciana se le iluminaron los ojos. Estaba acostumbrada a que las conversaciones no fueran interactivas. La mayor parte de sus conversaciones no eran más que monólogos. Dejó de deshacer el pañuelo de papel y se iluminó como la fuente de Severin.
—Sí, ¡eso estaría muy bien!
DeLyon sabía cómo manejar a su madre. Era Josie la que era un problema. Había fallado tanto en sus planes de seducir a Thorne para alejarlo de Diana como de chantajearlo con amenazas de descubrirlo. De todas maneras, DeLyon no había abandonado su plan inicial totalmente. Debía haber maneras de llevarlo a cabo, incluso sin contar con la cooperación de Josie.
Mientras regresaba con el güisqui de su madre, y se ponía una copita sana de la bebida ilegal para él, un rugido repentino había salido del holo. La pelota de fuego del partido de fireball había explotado, salpicando sangre por todo el campo y dejando sin sentido a varios jugadores del Paragons. Solo quedaban unos minutos de partido.
La pálida cara de DeLyon se iluminó con una sonrisa.
—Lo he vuelto a hacer —se dijo a sí mismo en voz alta. Aunque estaba acostumbrado a ganar, nada le daba más satisfacción.
—Tu vaso es más grande que el mío —se quejó su madre—. Dame un poco del tuyo.

 

 

Thorne estaba más exhausto cada día que pasaba. Extraños sueños que no quería tener seguían molestándole a la hora de dormir. Durante el tiempo que pasaba con Josie apenas si dormía algo. Cuando lo hacía, a veces soñaba con Diana. Cuando estaba con Diana siempre soñaba con Josie.
En una de sus pesadillas recurrentes Josie y él se habían perdido en un sector de la ciudad en el que ninguno de los dos había estado nunca. Intentaban encontrar un camino de vuelta al barrio bajo y a su piso. Las pasarelas automáticas no funcionaban. Caminaban por una calle solitaria, muy larga y en mal estado. Veían su paso obstaculizado por trozos de asfalto y montones de cascotes. La calle parecía no tener intersecciones en varios kilómetros, pasaban por explanadas vacías y edificios anónimos. Pisos y pisos de ventanas se levantaban sobre ellos. La fina banda de cielo que podían ver tras el cemento estaba llena de nubes.
A veces, la calle se empezaba a llenar de peatones dispersos, tan perdidos como ellos. Solos y en parejas. Se encontraban con extraños que en el contexto del sueño ya no eran extraños. A pesar de que Thorne nunca había visto a aquella gente en la vida real, ellos parecían reconocerlo y él a ellos también. Quizá fuera de otro sueño. La mayoría de ellos también conocían a Josie y daban por hecho que debían estar juntos. Pero cuando les preguntaba a aquellos extraños conocidos cómo llegar al barrio bajo, la mayoría se encogía de hombros como si nunca hubieran oído hablar de aquel sitio. En alguna ocasión, uno les empezó a señalar y gesticular y se metió en una serie de indicaciones tan largas y complejas que era imposible seguirlas y mucho menos memorizarlas. Josie tenía un trozo de papel en el bolsillo, pero nadie tenía nada para escribir. O tenía bolígrafo, pero no papel. A veces una historia paralela del sueño implicaba la búsqueda de un bolígrafo o de papel para poder escribir las indicaciones.
—Estamos caminando en círculos —decía Josie—. Ya hemos bajado por aquí.
Y ese sería el pie para la llegada de Stuart Jimson. Se acercaría a ellos tambaleándose de lo que sería el final de la manzana de edificios. En una versión se les acercaba nadando y flotando, como si él fuera un pescado y el aire agua. No se trataba del enorme y peludo Jimson de los holodramas, sino de un hombre compacto y de tez oscura que no era mayor que ellos. Se parecía tanto a Josie que podría haber sido su clon masculino.
—Tenéis… que… iros ahora —les diría Jimson con dificultad a través de sus pequeños y blancos dientes, a la vez que señalaba en la dirección de la que él había venido. Aunque no había signos visibles de ninguna lesión, el hombre actuaba como si estuviera padeciendo fuertes dolores—. ¡Tenéis… que… correr!
En la dirección del brazo estirado de Jimson, Thorne vio de repente una falange de guardianes que marchaba calle abajo. Fila tras fila con la armadura de batalla, como peones de cientos de juegos. Caminaban hacia delante con determinación ciega.
Tras ellos la ciudad ardía. Una altísima pared de llamas se alzaba hasta el cielo e iluminaba el humo que ella misma producía.
En aquel momento, Thorne siempre se despertaba bañado en sudor y convencido de que había gritado. Aun así su compañera elegida permanecía inconsciente a su lado. Sin embargo, a veces, gemía desde los más profundo de su garganta… Había veces en las que Diana se agarraba a las sábanas como si fuera partícipe de su terror.

 

 

—Te toca mover —le anunció DeLyon.
—Perdona —dijo entre dientes Thorne.
Como de costumbre su mente ya no estaba en el juego. A lo largo del paseo pasaban un grupo de mujeres jóvenes con las piernas cubiertas de tejido dorado y plateado brillante. Thorne se fijó en una que llevaba una camisa transparente negra lo suficientemente pequeña como para acentuar sus pechos, mientras que la manga corta se le clavaba en la blanca piel de los brazos. En su fantasía le había quitado la blusa, la falda y las medias plateadas, la había tumbado en una cama y la contemplaba atónito por la blancura de su cuerpo.
A pesar del hecho de que se estaba acostando con dos mujeres de manera regular, o quizá por ello, estaba más consciente sexualmente que nunca. Era un efecto secundario más de las drogas que consumía con Josie. Se estaba convirtiendo en un adicto tanto de la estimulación química como de sus propios deseos carnales.
Sin ningún plan de ataque claro, Thorne movió su rey a un lugar más seguro.
DeLyon se rió en alto de su movimiento.
—Creo que deberías dejar de ver a Josie un tiempo. Las cosas se están poniendo demasiado serias entre vosotros —anunció de repente.
—Fue idea tuya que la viera la primera vez.
—Solo quería que la conocieras. Que la vieras de vez en cuando. Creía que era una manera de que ella se sacara un dinero extra. No sabía que se iba a convertir en algo estable. En lugar de ganar más dinero, está ganando menos. Ha dejado de ver a los otros clientes. Tú le das…
—¿A todos? —lo interrumpió Thorne. DeLyon hizo un gesto con la mano para apartar la pregunta.
—¿Algunos?, ¿todos?, ¿cómo lo voy a saber yo? No me lo cuenta todo. La cuestión es que le estás dando esperanzas que nunca se van a cumplir. Y yo le tengo que dar más dinero para que se mantenga.
—¿Qué tipo de esperanzas? —preguntó Thorne.
—Cree que vas a dejar a Diana y a emparejarte con ella en su lugar.
El argumento de DeLyon no tenía ningún sentido para él. Él nunca le había prometido nada a Josie. No porque no se le hubiera ocurrido la idea, sino porque le daba miedo que se riera en su cara. A pesar de que se comportaban como amantes cuando estaban juntos, su relación seguía siendo como la de cortesana y cliente, o puta y putero, como lo hubiera expresado Josie con más crudeza. Él le seguía pagando por cada una de sus visitas, y a pesar de que ella aceptaba su dinero sin hacer comentario alguno, como si fuera algo anecdótico, lo cogía. Thorne notó que lo que molestaba a DeLyon eran los celos. Ya no tenía la compañía de Thorne para él solo, en realidad, casi nunca la tenía, y él ya no era la persona más importante de la vida de su hermana.
Una sombra cayó sobre el tablero y les tapó el sol. Había un hombre de pie junto al banco en el que estaban ellos, su rostro quedaba en la sombra, la luz brillaba por entre el pelo que se le levantaba en la coronilla. Era Sol Thatcher.
DeLyon hizo caer la pieza que iba a mover.
—Hola —dijo Thorne—. ¿Juegas al ajedrez?
Thatcher se pasó la mano por la barbilla y se le arrugó la mejilla como si fuera de papel.
—Solía jugar. Ya no. No tengo tiempo para juegos. Al menos no para el ajedrez. Era muy bueno. En mis tiempos. —El discurso del hombre era tan entrecortado como la hierba que había tras las verjas de hierro.
—¿Algún consejo para mí? —Dijo Thorne mientras hacía un gesto hacia el tablero con la cabeza.
Thatcher se adelantó un paso.
—Mmm… —Se volvió a rascar la barbilla y se tiró de una oreja—. Usa la reina. Pero no de la manera que debes estar pensando.
—Gracias —respondió Thorne, a pesar de que no tenía ni la más remota idea de a qué se refería aquel hombre.
DeLyon no había dicho ni una palabra. Thorne pudo ver perfectamente cómo le temblaba la mano a su amigo cuando enderezó la pieza que había tirado.
Thatcher levantó la vista hacia el edificio que estaba detrás de ellos.
—Bueno… de vuelta. Hay que ir de vuelta otra vez.
Tan pronto como se alejó lo suficiente como para que no los oyera, DeLyon susurró:
—Sospecha algo. Va tras nosotros.
—¿Qué puede saber? Solo nos estaba dando conversación. Los guardianes persiguen a terroristas y criminales, no a gente como tú o yo. No tienen tiempo para los que son como nosotros. —Thorne volvía a engañarse a sí mismo. A pesar de sus numerosos delitos seguía considerándose un ciudadano normal.
—Mi padrastro era un terrorista —le recordó DeLyon—. ¿Tú no crees que habrá una etiqueta en mi archivo? ¿No crees que me tienen vigilado y esperan a que cometa un desliz? —DeLyon se interrumpió y todo cambió su curso—. Josie y tú tenéis que dejar de veros. Al menos durante un tiempo. Es demasiado peligroso ahora mismo. De todas maneras, no tienes nada que ofrecerle. Nunca dejarás a Diana.
Thorne lo miró un momento antes de contestarle. No veía la relación entre el posible interés de Thatcher en ellos, si es que lo había, y su propia relación con Josie.
—No es cosa tuya si nos seguimos viendo o no. Eso es algo entre Josie y yo. La veré cuando quiera siempre que ella quiera verme a mí. Y le daré todo el dinero que necesite. ¡Si de verdad te preocupa tu hermana, deberías sacar ese terminal de ordenador de su casa antes de que se entere alguien más además de yo! —Thorne bajó la vista al tablero—. Te toca mover.
—Mediohermana —lo corrigió DeLyon—. Josie es solo mi mediohermana. —Adelantó un peón—. Y me había prometido que tendría esa puerta cerrada con llave.
De repente, Thorne se dio cuenta de lo que había estado hablando Thatcher. La combinación era tan obvia que no sabía cómo se le había escapado. Movió la reina a la última fila, la sacrificó a cambio de un caballo. No importaba si DeLyon aceptaba el cambio o no.
—Mate en tres —observó Thorne—. No puedes ganar jugando en medio tablero.

 

 

Aquella noche, tumbado en la cama con su enamorada, trastornado por las drogas que habían consumido, mientras miraba las estrellas tras el combado tragaluz, Thorne decidió probar lo que DeLyon le había dicho. Probó con el futuro de conjunto de ambos.
—¿Quién sabe? Quizás algún día seamos una pareja escogida.
Tal y cómo él se temía, Josie se rió, no exactamente de él, pero se rió al fin y al cabo.
—No seas ridículo. Yo nunca podría vivir en tu mundo. —Se dio la vuelta—. ¿Qué iba a hacer? ¿Trabajar de cortesana en los salones?
—Podrías hacerte actriz —dijo Thorne echando mano de lo primero que se le pasó por la cabeza.
Josie se volvió a reír.
—¿Qué? ¿En algún tipo de propaganda generada por ordenador para proclamar la gloria del Estado? ¿En alguna que denuncie a mi propio padre? Antes muerta.

 

 

Martes por la noche de finales de invierno.
Aquel mismo día, un frente frío con su tormenta asociada había desafiado a todos los ordenadores y se había colado desde el nordeste. Había cogido desprevenidos a los Hombres del tiempo y había roto las barreras meteorológicas. Las medidas del último momento no habían servido de nada. La tormenta había descargado con todas sus fuerzas sobre la ciudad. Las temperaturas habían bajado hasta los cero grados y los vientos no tenían piedad. La presión barométrica no dejaba de bajar. El Control de Estándares estaba revolucionado. A la tarde siguiente, la lluvia no cesaba, ambos departamentos intercambiarían palabras de gran dureza y varias carreras saldrían perjudicadas.
Una congelada aguanieve caía en el aire de la noche, oscurecía la visibilidad, hacía resbaladizas calles y pasarelas automáticas y llenaba las alcantarillas de un fango sucio. Thorne se encorvó en la fría noche mientras se dirigía al piso de Josie. Era el tipo de tiempo que podía estropearle el humor al más risueño; aunque, mientras rugían los truenos, los rayos relucían y las heladas gotas chocaban contra su cara, Thorne estaba lleno de júbilo. La fuerza del tiempo, su energía salvaje sin contención era acorde con su ánimo. En pocos minutos estaría junto a Josie y ella lo abrazaría.
Las calles del barrio bajo estaban desiertas bajo la lluvia constante. Aquella noche no había ni vendedores ni prostitutas.
Entonces, una figura oscura salió de la lluvia en dirección contraria, renqueaba hacia él y se iba enderezando según se acercaba. De repente, Thorne se encontró con que lo había empujado hasta un callejón y lo había puesto contra la pared de un edificio.
—El dinero o la vida, amigo. —Le informó un gruñido gutural.
—¿Qué?
—El dinero o la vida. ¡Dámelo, ciudadano!
El hombre escupió la última palabra con desprecio. Llevaba un gorro de punto que le tapaba hasta la frente y una chaqueta sucia y deformada. De sus ropas húmedas emanaba un olor rancio a animal. Empujó a Thorne más fuerte contra la pared. La lluvia no se cansaba de caer sobre ellos.
—¡Ahora, ciudadano! Y también me llevaré ese reloj.
El hombre sostenía algo oscuro y puntiagudo.
Por supuesto que en la ciudad estado estaba prohibida la posesión personal de armas de fuego. Las únicas pistolas que Thorne había visto de primera mano eran las que los guardianes llevaban en los cinturones. Aun así, había visto las suficientes en el holo como para reconocer una cuando se la ponían en la cara.
Condicionado para evitar la violencia, un ciudadano normal habría accedido inmediatamente y habría denunciado el incidente en la comisaría de guardianes más cercana. La reacción de Thorne fue extremadamente anormal. Si le daba el dinero, razonó en cuestión de instantes, no tendría nada que darle a Josie. Sin pensárselo más, alargó la mano y le cogió la muñeca al hombre y, a la vez, lo obligó a retroceder con el cuerpo.
Se produjo una explosión y un relámpago de luz azul y blanca cuando la pistola se disparó y cayó a la acera. El hombre se alejó de Thorne de un salto.
—¡Loco hijo de puta! —le gritó—. ¿Quieres matar a alguien?
La pistola estaba a los pies de Thorne. Se agachó y la cogió.
El hombre siguió alejándose, movía los brazos enloquecidamente sobre la cabeza.
—Se supone que no es así. Se supone que yo te enseño la pistola y se supone que tú me das el dinero. ¡Así funciona! ¿Es que no sabes nada?
Thorne levantó la pistola para verla más de cerca. Era tan pequeña que le encajaba cómodamente en la mano. Sin embargo, podía quitar vidas humanas. Tenía la muerte en la palma de la mano.
—¡Estás loco! —le gritó el loco mientras salía corriendo para adentrarse en la noche—. ¡Estás loco de remate!
Thorne se metió la pistola en el bolsillo pero se quedó allí de pie en el callejón unos minutos, indiferente ante la lluvia que seguía cayendo, atónito por el incidente y por su propia respuesta. Temblaba, pero era de excitación más que de miedo.
Cuando llegó a casa de Josie se la encontró esperándolo con una gran toalla de baño.
—Estás calado —le dijo—. Quítate esa ropa. Te voy a secar.
Entonces vio la expresión que había en su rostro, dejó caer la toalla y fue junto a él.
—¿Qué pasa?
—Cuando venía hacia aquí… había un hombre… quería que le diera mi dinero.
Josie se encogió de hombros.
—¿Qué te esperabas? Esto es un barrio bajo. ¿Estás bien? ¿Cuánto se llevó?
—No se llevó nada. —Thorne le enseñó la pistola—. Yo le quité esto.
Josie abrió los ojos de par en par.
—¡Bien hecho! —dijo excitada. Haciendo caso omiso de la ropa mojada lo rodeó con los brazos y lo estrechó entre ellos—. ¡No sabía que tuvieras ese arrojo! ¡Cuéntamelo todo!
Era la primera vez que lo había alabado abiertamente.
Una alabanza a la violencia. A las emociones sin razón.
Un relámpago iluminó el tragaluz y sonó un trueno cerca. Todo el edificio se tambaleó del impacto. Las luces se apagaron, se encendieron y se volvieron a apagar.
Rick se guardaría su historia para después.
Inmerso en la oscuridad, levantó a su amante y la llevó hasta la cama.

 

 

Diana se había sorprendido cuando Thorne se había puesto su máscara dérmica y se había aventurado en la tormenta. A pesar de que era martes, ella esperaba que él se quedara en casa en una noche como aquella. En el pasado siempre lo había hecho.
Thorne se sorprendió igualmente cuando Diana dijo que iba a salir. Entre las supuestas noches de Thorne con DeLyon y que Diana tenía que quedarse a trabajar hasta tarde por un supuesto nuevo proyecto, ambos pasaban cada vez menos tiempo juntos. Los dos sospechaban que algo no iba bien con el otro, pero ninguno parecía interesado en investigar más.
Hasta entonces Diana solo le había contado a Heather su dilema. Después de todo, ella no esperaba nada de su pareja escogida aparte de compañía y conformidad. Incluso si Richard hubiera sido un hombre con más carácter, tampoco hubiera podido hacer nada. Tampoco esperaba mucho de Heather, menos algo de compasión. Sin embargo, Heather resultó ser incapaz de ver su problema.
—¡Te estás acostando con un director de verdad! —exclamó su amiga—. Ojalá yo tuviera esa suerte. ¿Quién no querría acostarse con un director?
Diana quería mucho a Heather. Sin embargo, había veces que tenía que admitir que Richard tenía razón. La mujer podía ser una completa idiota.
Para cuando llegó a la dirección que Coopersmith le había dado, Diana estaba calada hasta los huesos. Hasta entonces las exigencias del director se habían limitado a sus supuestos almuerzos y alguna que otra cita en su despacho por la noche. A veces pasaba una semana sin que oyera ni una palabra de él. Entonces decidía que la quería ver varios días seguidos. A pesar de que sus encuentros sexuales eran cortos, de no más que unos segundos, los preliminares eran muy largos y complejos y cada vez más raros y humillantes.
Coopersmith nunca le había pedido verla fuera de la oficina. Diana no sabía qué esperar, pero le temía de todas maneras. Cuando llegó a la dirección que le habían dado, se encontró frente a un edificio de pisos corriente, algo destartalado en una sección más antigua de la ciudad. Una vez Coopersmith la hizo pasar tuvo que subir dos tramos de escalera, no había ascensor, chorreando agua todo el camino.
El interior del piso demostró ser no menos destartalado que el edificio que lo albergaba. El director estaba sentado en un sofá con una bebida en la mano. No estaba solo. Su baja y fornida secretaria personal de pelo rojo fuego estaba a su lado, y ya estaba medio desnuda. Tenía muchas más pecas que Diana, quien después de su primera visita al despacho de Coopersmith ya había adivinado en qué consistía gran parte de su trabajo. La mujer la miró desafiante como siempre, fría y hostil. Diana estaba demasiado deprimida como para devolverle la mirada helada. Por primera vez en su vida, el mundo estaba yendo en una dirección que escapaba por completo a su control.
—Diana, esta es Connie. Ya os conocéis —dijo Coopersmith—, pero había pensado que los tres podríamos conocernos algo mejor. Para empezar, quiero que os desnudéis las dos.

 

 

Mientras hojeaba su diario y admiraba lo que en él había escrito, una sombra se cernió sobre sus páginas. Thorne miró hacia atrás y casi hizo volcar la silla en la que estaba sentado. Ya había terminado su jornada laboral y creía que estaba solo en la oficina.
Sol Thatcher estaba sobre su escritorio y lo miraba. Se había acercado sin hacer ningún ruido.
—¿Quemándote las cejas? —preguntó Thatcher en su tono entrecortado de siempre.
—Alguien tiene que hacerlo —logró decir Thorne.
A la luz de los fluorescentes la rubicunda complexión de Thatcher se veía de una sucia palidez. Sus ojos eran como dos cuentas brillantes alojadas en la grasa de su rostro, impenetrables, tan oscuros que Thorne no podía distinguir la pupila del iris. Sin embargo, durante un segundo, cuando su mirada se encontró con la del hombre, pudo sentir algo más allá de esos ojos, como si se hubiera levantado una cortina para mostrar una habitación llena de personas extrañas que realizan acciones incomprensibles. Después la cortina volvió a su lugar.
Sintió que el deseo por cerrar el cuaderno lo invadía. ¿Podría Thatcher leer al revés lo que había escrito? Las manos se le quedaron paralizadas en el sitio.
—Un tipo raro, ese DeLyon —dijo Thatcher sin venir a cuento.
Thorne asintió.
—Podría llegar lejos. Se pone detrás de la pelota y trabaja duro como todos nosotros. Aunque no es que sea muy dado a jugar en equipo. He oído que apuesta.
—Bueno… —intentó encubrirlo Thorne—, es cierto que le gustan los juegos. —No le gustaba el camino que había cogido la conversación.
—Una costumbre peligrosa. Se adquieren deudas. No se pueden pagar. —Thatcher negó con la cabeza y frunció el ceño—. ¿Tiene un problema con ello?
—La verdad es que no lo sé —respondió Thorne—. No lo creo. —Lo cierto era que lo sabía. DeLyon siempre parecía ganar mucho más de lo que perdía. Las apuestas eran siempre cantidades relativamente pequeñas, pero se debían haber acumulado con el paso del tiempo. Él sospechaba que el ordenador ilegal de DeLyon tenía algo que ver con su buena suerte.
—Hazme un favor —dijo Thatcher. Sonó más como una orden que como una petición.
—¿Un favor?
—Échale un ojo. Cualquier problema. Me lo dices. Cortarlo de raíz. Antes de que se nos vaya de las manos.
Thorne asintió en silencio.
—Claro —dijo—, estaré encantado de hacerlo.
—Bueno, te dejo que sigas con lo tuyo. —Thatcher hizo un gesto con la cabeza hacia el libro abierto sobre la mesa—. Como bien dijiste, alguien tiene que hacerlo.
No fue hasta después, cuando Thorne ya iba camino de su casa, que este se dio cuenta de lo incongruente de la frase que Thatcher había utilizado cuando se acercó a su mesa. «Quemarse las cejas» era un anacronismo, una frase idiomática que hacía siglos que no se utilizaba. Thorne se la había encontrado por primera vez en uno de los libros de Josie y esta se la había explicado. Se refería a una época anterior a la electricidad cuando la gente utilizaba lámparas de aceite para iluminar sus hogares. ¿Cómo podía Thatcher saber algo así a no ser que estudiara historia? Y, ¿Por qué la había utilizado en una conversación con él?

 

 

Aquella noche tuvo otro sueño extraño. Sin duda lo había provocado la visita de Thatcher. Thorne jugaba una partida de ajedrez detrás de otra con el hombre. Las perdía una detrás de otra. Cada vez que ganaba, la estatura física de Thatcher aumentaba. Se había hecho tan grande que cuando iba a mover una ficha, su mano cubría todo el tablero. Y cuando apartaba la mano, Thorne podría jurar que se habían movido más de una ficha. Sin embargo, ¿qué podía decir? Thatcher era un supervisor. No podía acusarlo de hacer trampas.
Justo antes de que se despertaran, aparecieron Josie y DeLyon. Cada uno en un hombro de Thatcher, no más grandes que una pieza de ajedrez en relación con la mano del hombre. Tenían unas cadenas al cuello que los unían a las enormes orejas de Thatcher. Ambos miraban a Thorne acusadoramente.
De repente, Thorne tiró las piezas del tablero con el antebrazo. Cayeron como si fueran plumas. Muchas se quedaron prendidas de la manga de su mono ajustado. De pronto, él era tan grande como su adversario. Thatcher se inclinó hacia delante y alargó ambas manos hacia él a la vez que agitaba la cabeza y fruncía el ceño. Josie y DeLyon se balanceaban hacia delante y hacia atrás como unos pendientes gigantes.
—¿Qué pasa? —balbuceó Diana.
—Nada —le respondió Thorne—. Era solo un sueño.
—Gritaste algo acerca de rosas y leones.
—No era nada. Solo un mal sueño. Vuelve a dormir.

 

 

Diana vio a Connie sentada sola en una esquina de la cafetería. De un impulso repentino cogió su bandeja y se sentó frente a ella.
La mujer levantó la vista, le lanzó una de sus miradas ninguneantes y volvió a su comida sin mediar palabra. A pesar de que unos días antes habían compartido intimidad, aunque no por propia decisión, bien podían haber sido completas extrañas.
—¿Por qué me odias? —le preguntó Diana.
—No te odio —le respondió Connie—. Simplemente no te veo utilidad para mí. —La mujer tenía unos treinta y tantos años, pero no llevaba cinta de emparejamiento en la muñeca. Era insulsa, tenía sobrepeso y no había nada llamativo en ella salvo el encendido pelo rojo y las pecas que la cubrían en gran cantidad como marcas hechas a fuego.
—¿Has pensado alguna vez en hacer algo al respecto?
—¿Respecto a qué? —le preguntó Connie. Se llevó otra cucharada de judías a la boca y las masticó a conciencia.
—Respecto a él. Respecto a lo que nos está haciendo. Si nos uniéramos, si habláramos con las autoridades apropiadas, si nos apoyáramos la una a la otra…
Connie la interrumpió antes de que pudiera terminar.
—El director es un hombre estupendo. No se le puede juzgar por los estándares normales. Se merece privilegios especiales… libertades especiales. —A Diana le sonó como si fuera el propio Coopersmith el que estuviera hablando en lugar de Connie—. Además, no te preocupes, pronto se cansará de ti. He visto ir y venir a muchas de tu clase. Yo soy la única que se queda.
—¿Y qué hay de su pareja escogida? —dijo Diana.
—¡Su pareja escogida! ¿Qué tiene que ver ella con nada de esto? —Connie cogió su bandeja con la comida que no se había terminado todavía y se movió varias mesas más allá sin mirar atrás.

 

 

Al día siguiente, cuando llamaron a Diana para asistir al supuesto almuerzo en el despacho de Coopersmith, descubrió que la mujer había informado al director de la conversación que habían mantenido.
—Entiendo que has estado haciendo planes a mis espaldas —comenzó a decir Coopersmith antes de que ella hubiera llegado a la mitad de la sala.
Diana se detuvo en seco. Coopersmith estaba sentado en su escritorio con papeles esparcidos ante él. Era la primera vez que Diana lo veía trabajar en algo. Improvisó a la desesperada con rapidez a la vez que señalaba hacia fuera de la oficina con la cabeza.
—No confío en esa mujer. Estaba probando su lealtad hacia ti.
—Connie siempre me ha sido leal. Eres tú la que me quiere traicionar.
—¡No! —Diana mintió con toda la sinceridad con la que jamás había mentido sobre algo—. No, te estoy diciendo la verdad. La estaba probando. Puede que solo porque estoy celosa. Ella pasa todos los días contigo.
—Me temo que no, querida. —Le tocaba mentir a Coopersmith—. Estaba a punto de aprobar tu ascenso a G-16 y asignarte tu propio proyecto. Pero ahora lo puedes olvidar. —Se inclinó hacia un lado y empezó a hurgar en un cajón de la parte de abajo del escritorio—. Has sido una chica muy mala. Y vas a tener que aprender una lección.
Cuando la mano de Coopersmith salió de detrás del escritorio y Diana vio lo que sostenía, dio un paso atrás.
—¡No! —gritó—. ¡No puedes!
Coopersmith se rió con un rugido que contenía más malicia que humor. Activó la comunicación con el exterior de su oficina.
—Connie —dijo—, ¿podrías venir un minuto? Hay algo con lo que quiero que me ayudes.
Más tarde, después de que le hubieran enseñado la lección, una vez hubo admitido entre lágrimas que efectivamente había sido una chica mala y le había suplicado al director su perdón entre sollozos, Diana se pasó lo que quedaba de la hora de la comida recuperando la compostura en el baño privado contiguo al despacho de Coopersmith. Era el baño más grande y suntuoso que había visto jamás. Las paredes eran de mármol negro con vetas entre blancas y grisáceas. Grifería de auténtico oro. Una bañera en la que entraban tres personas o más. Lo odiaba. Lo odiaba porque le pertenecía a Coopersmith. Nunca en su vida había odiado tanto a una persona, nunca se había dado cuenta del auténtico significado de odiar. Ni de la palabra miedo. Temía al director más de lo que lo odiaba. Ningún hombre la había hecho llorar antes… por ninguna razón.
Y aquella noche volvió a llorar, de manera descontrolada, cuando sin nadie más con quien contar, le relató todo a su pareja escogida. Al menos su versión.

 

 

Absoluta incredulidad seguida de una ira cegadora que terminó en la más total de las calmas y una determinación absoluta. Aquellas fueron las sensaciones que tuvo Thorne mientras Diana le contaba su historia mientras la abrazaba y le secaba las lágrimas solo para ver cómo volvían a caerle por la mejillas.
La historia de las penalidades de Diana tal como se la contó a Thorne omitía su propia participación, su intención de conseguir premios por parte del director. En su lugar trataba solo de las amenazas y acciones de Coopersmith. Se había convertido en una víctima inocente en aquel escenario, y en gran medida, en su propia mente.
Thorne nunca había visto a su pareja escogida comportarse de aquella manera, y le costaba verla en aquel papel. Diana nunca antes había demostrado vulnerabilidad de ninguna manera, excepto en una estratagema durante el período de cortejo que precedió a su emparejamiento. Una vez hicieron sus juramentos y cerraron sus bandas de muñeca, Thorne se dio cuenta de que cualquier muestra de indefensión por su parte había sido fingida. Diana se había hecho cargo tanto de los detalles como de la dirección de la vida de ambos. Siempre había sido la dominante, la más fuerte, cuando se trataba de tomar decisiones. Thorne había llegado a confiar en su fortaleza al mismo tiempo que la resentía. Al verla de aquella manera, con la cara pálida, los ojos enrojecidos, su expresión lastimera y perseguida, volvió a despertar la ternura que sentía por ella en los primeros tiempos de su relación.
En lugar de quedarse sin palabras, ahora asumía el papel de héroe, como si hubiera estado esperando entre bastidores para hacer su aparición. Como un secundario que podría no volver a tener una oportunidad tan jugosa, estaba preparado para interpretar el papel hasta las últimas consecuencias. En el caos de la proyección de Thorne no se encuentra la fuente de aquella recién encontrada determinación. Quizá las fantasías que había asimilado de los libros de Josie habían influido en su comportamiento. En algunas de aquellas historias absurdas, individuos solitarios no solo se embarcaban en misiones imposibles, sino que las lograban llevar a cabo y derrotaban a Gobiernos enteros con una sola mano.
—No vas a verlo más —le dijo Thorne a su pareja escogida—. ¡Ese hombre no te volverá a tocar o a hacer daño!
—¡Pero tengo que verlo! —dijo Diana—. Puede destrozarme la carrera. ¿No entiendes que por eso no lo puedo denunciar? ¡Nadie creería mi palabra contra la de él!
—No va a destrozar nada. No te preocupes. Yo me ocuparé de ello.
—¡No! —insistió Diana—. Créeme. No puedes hacer nada. Es uno de los hombres más poderosos del sector. Nos puede arruinar la vida a ambos. Lo único que puedo hacer es solicitar el traslado y esperar que no lo evite. Tú también puedes pedir el traslado. Nos mudaremos a otro sector y dejaremos todo esto atrás. Podemos empezar de nuevo.
Aquella era la Diana que él conocía. A pesar de lo desesperada que parecía estar, volvía a planear el curso de las vidas de ambos. No se lo había confesado porque esperara que él la ayudara de alguna manera. Solo porque él era indispensable en una decisión que ella ya había tomado.
—He dicho que me ocuparé de ello —repitió.
—¡Pero no puedes hacer nada!
Dado que ya no la quería, y que desde su nueva perspectiva nunca la había querido en los términos que él ahora creía que implicaba el amor, Thorne sintió que eso al menos sí se lo debía. Su mente retorcida había llegado a un plan que no solo resolvería el problema de Diana, sino que también le daría la solución al suyo. Si la libraba a ella de Coopersmith, razonó que eso los dejaría empatados. Podría dejarla sin recriminárselo a sí mismo. Lo único que le faltaría sería convencer a Josie de que podrían tener una vida juntos.
Thorne estaba horrorizado de que los delitos de Coopersmith quedaran impunes, para lo que convenientemente había olvidado los suyos. Seguramente ya habría visto al hombre, en algún acto social de negocios al que hubiera acompañado a Diana, aunque no recordaba qué aspecto tenía. Aun así, lo veía con absoluta claridad en su mente. En su imaginación aparecían mil y un guiones de venganza. Coopersmith apaleado y ensangrentado. Coopersmith con una lanza atravesándole el pecho. Coopersmith consumido por las llamas en lo más profundo del infierno. La cabeza de Coopersmith sobre un bloque de madera mientras una enorme cuchilla de acero caía sobre ella y la multitud lo celebraba enfebrecida.
—¡Para! —gritó Diana a la vez que se separaba de él—. ¡Me haces daño!
Conforme las fantasías acerca de la muerte del director pasaban por su cabeza, había ido apretando con más fuerza los brazos de Diana.
—Quiero que te acuestes y descanses. Tómate una pastilla para dormir si lo necesitas. Volveré luego.
—¡No! ¿Adónde te crees que vas?
Thorne estaba hurgando en el armario que había junto a su lado de la cama. Diana nunca antes lo había visto así. En sus ojos se veían oleadas de sentimientos. Su voz sonaba distinta, más profunda y repentinamente dominante, tenía una resonancia que siempre le había faltado en el pasado. Le estaba mostrando un lado de su personalidad que solo le había mostrado a su amante del barrio bajo, un lado que esa misma amante había sacado y alimentado.
Thorne sacó algo del armario y se lo metió en el bolsillo del mono ajustado. Diana no sabía lo que era. Ya se estaba poniendo la chaqueta y se dirigía a la puerta.
—Descansa un poco —le dijo por encima del hombro—. Quiero que mañana te quedes en casa y no vayas a trabajar. Y no te preocupes. Willem Coopersmith no se te va a volver a acercar.
—¡No! —gritó Diana—. ¡Vuelve aquí! ¡Solo vas a empeorar las cosas!
Pero ya le hablaba al aire.
Cayó de espaldas sobre la cama y se consoló con otro ataque de lágrimas. No se merecía aquello. ¿No había sido siempre una buena trabajadora y una pareja satisfactoria? ¿No se había sacrificado en más de una ocasión para hacer feliz a Richard? Ahora se comportaba como tantos otros hombres, intentaba darle órdenes como el director. No merecía aquello en absoluto. De ninguna manera.
Más tarde, mientras esperaba en vano a que Thorne regresara, Diana no solo se tomó una pastilla para dormir, se tomó dos. Durante un instante coqueteó con la idea de tomarse todo el frasco.

 

 

Thorne estaba frente a la imagen de una Josie anciana. Una mujer anciana, enferma y también algo loca. Estaba en el vano de la puerta, le interrumpía el paso. Su cara mostraba ansiedad.
—¿Tienes un mensaje de Stuart? —le preguntó—. ¿Te envía Stuart?
Entonces apareció DeLyon detrás de ella.
—No, madre, él no conoce a Stuart. Es un amigo mío del trabajo. —La cogió por los hombros con suavidad y la llevó de regreso a la habitación—. Casi es la hora de tu programa. ¿Por qué no te preparas para verlo?
Mientras su madre se adentraba en la habitación, DeLyon le interrumpió el paso a Thorne.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
—Necesito información.
—¿Qué tipo de información?
—Déjame pasar y te lo contaré.
Su amigo retrocedió a regañadientes y Thorne pasó por su lado.
—Me has pillado… a nosotros… en mal momento —dijo DeLyon—. Normalmente no es así.
A pesar de que el piso de DeLyon estaba tan solo a unas manzanas del de Thorne, este nunca había visitado a su amigo antes. Había papeles, ropa y platos sucios por todas partes. Con lo meticuloso que era en el trabajo, DeLyon era todo lo contrario en casa. Quedaba bien manifiesta su doble personalidad, el ciudadano y el incurable morador de barrio bajo existían el uno junto al otro en el mismo cuerpo, en la misma mente. Thorne estaba tan obsesionado con su propia preocupación que apenas se percató.
DeLyon lo cogió del brazo y lo llevó a una esquina de la pequeña habitación.
—Venga, ¿de qué se trata?
—Se trata de Willem Coopersmith. Necesito saber todo lo que puedas averiguar acerca de él. Dónde vive. Dónde pasa el tiempo.
La madre de DeLyon estaba sentada en el sofá y no paraba de cambiar el canal del holo. Pasó un montaje de imágenes inconexas. Un partido de fireball. Un presentador que hablaba de un incidente de autodestrucción. Un niño llorando. Bailarines pintados de azul. Una vista de una cascada que estaba solo como simulación de un ordenador. Otro partido de fireball. El sonido era un aluvión de música y fragmentos de frases entrecortados.
—Es en el canal treinta y cuatro —le gritó DeLyon—. Aprieta primero el tres y después el cuatro. Y, ¡bájalo!
El sonido desapareció por completo, pero las imágenes siguieron pasando. Un hombre sujeto a una extraña máquina. Un público que se reía en silencio. Un oso de dibujos animados al que perseguía un ratón de dibujos animados.
—¿Por qué necesitas saber de Coopersmith? —le preguntó DeLyon—. Y, ¿qué te hace pensar que yo te puedo ayudar?
—El por qué no importa. ¿Te crees que no sé para qué utilizas ese terminal? —Cogió a DeLyon por la camisa y lo empujó contra la pared. Igual que le había hecho a él el proyecto de ladrón en la calle—. ¡Puedes averiguarlo y lo harás!
—¡Suéltame! —gritó DeLyon a la vez que forcejeaba con él e intentaba soltarse—. ¿Qué haces? ¿Has perdido la cabeza?
—Chicos, no os peleéis —dijo la madre de DeLyon desde el sofá sin mirarlos—. Si os peleáis no podréis jugar más juntos.
Thorne lo soltó y retrocedió un paso.
—Está bien, madre —dijo DeLyon.
—Lo siento —dijo Thorne. Sin embargo, permaneció muy cerca de él, imponiendo con su altura al otro, más bajo.
—¿Qué se ha apoderado de ti? —DeLyon se alisaba la camisa y se esforzaba por poner una expresión dolida—. No actúas como tú mismo.
—Puede que sea más yo mismo que antes. —Thorne sentía como si su existencia con todas sus percepciones se aceleraran en una misma dirección. Se sentía así desde que había escuchado la confesión de Diana—. ¿Me vas a ayudar o no?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque somos amigos —le dijo Thorne—, y porque te lo pido.
Eso frenó a DeLyon.
—Está bien —dijo—. Te puedo ayudar. Pero me tienes que decir una cosa antes.
—Necesito la información —improvisó Thorne—, para ayudar a Diana en el trabajo. Para ayudarla a conseguir un ascenso. No hay tiempo para explicarlo todo, pero, ¡tengo que encontrar a Coopersmith esta noche!
—Eso no. Eso no me importa.
—Entonces, ¿qué?
DeLyon se estiró todo lo que pudo.
—Quiero conocer tus intenciones respecto a mi hermana. ¿Son honorables?
A pesar de la situación, Thorne casi se rió en voz alta. DeLyon sonaba como un personaje de las novelas de hacía un siglo que leía en casa de Josie. El hecho de que ella fuera una prostituta hacía que la pregunta fuera todavía más absurda. Quizá DeLyon hubiera leído los mismos libros. Aunque le costaba imaginárselo leyendo algo que no estuviera relacionado con el trabajo o los juegos.
—Puede que no tenga sentido para ti —continuó DeLyon—. Tú creciste en un orfanato de la ciudad estado. Casi no conociste a tus padres. Pero a mí me importa mi familia y lo que les ocurra. Quiero asegurarme…
Thorne lo interrumpió antes de que pudiera terminar.
—Quiero a tu hermana. Tengo la intención de convertirla en mi pareja escogida. Si ella me acepta.
Se dio cuenta de que su declaración también sonaba como un discurso de un libro antiguo. Además del hecho de que le anunciaba sus intenciones al hermano de su futura pareja en lugar de a ella. Pero, ahí estaba. Por fin lo había dicho. Aquella era tanto la dirección hacia la que aceleraba como su destino final.
—¿Qué? —preguntó DeLyon.
—Ya me has oído. Ahora salgamos de aquí y vayamos a tu terminal.
—¿Le has dicho a Diana que la vas a dejar?
—Todavía no. Pero no te preocupes. Cuando llegue el momento oportuno, lo haré.
DeLyon asintió lentamente.
—Ya lo cojo. Primero te aseguras de que Diana consiga su ascenso. Después está bien decirle adiós.
—Eso es —asintió Thorne—. Lo has adivinado. Ahora, ¡vámonos!
—No. —DeLyon hizo un gesto hacia su madre—. No la puedo dejar sola. Cada vez que hay una película acerca de los Disturbios, insiste en verla. Después se disgusta mucho. Alguien tiene que quedarse con ella. Yo iré. Tú quédate aquí y échale un vistazo. Solo tienes que cambiar de canal y que vea otra cosa cuando aparezca Jimson. Eso es lo que siempre la dispara.

 

 

Con su inmediato enfrentamiento con Coopersmith como único pensamiento y su pervertido sentido del propósito intacto, Thorne se sentó en el sofá junto a la madre de DeLyon, encontró el canal que era, subió el volumen y trató de ver otra película de holo acerca de los Disturbios del 37. Esta se llamaba Un triunfo para el mañana.
La primera escena mostraba a una junta directiva en una reunión. Todos los directores eran hombres atractivos y de aspecto distinguido de entre cuarenta y cincuenta años.
Estaban hablando de cómo podían mejorar el problema de los no registrados. Thorne no se podía molestar en concentrarse en lo que decían, pero por el tono de sus voces se daba cuenta de lo preocupados que estaban y lo mucho que les importaba.
Ahora que estaba sentado, podía sentir el peso de la pistola en el bolsillo de su mono ajustado. Intentó hacer caso omiso, pero su presencia no podía pasar inadvertida y era innegable. Se metió la mano en el bolsillo, sintió la rugosidad de la empuñadura del arma, deslizó el dedo sobre el suave metal del gatillo. Se imaginó cómo sería apretar el gatillo. Recordó la violenta explosión y el relámpago mortal de luz de color blanco y azul. Una parte de él quería verlo y oírlo otra vez, de hacerlo aparecer a su voluntad. Sin embargo, ahora que su ira inicial por lo que Diana le había revelado empezaba a desaparecer, admitió que no tenía ninguna intención real de matar a Coopersmith. Ni siquiera estaba seguro de si la pistola volvería a disparar. Aunque sí que pensaba utilizarla para asustar al director tan profundamente que nunca más volviera a aterrorizar a otra mujer.
La escena del holo cambió. Un guardián hablaba con su hija. Le advertía que las calles eran peligrosas. Le decía que habían llegado a un momento crucial en la vida de la ciudad estado donde estaba en juego el Futuro Perfecto. Thorne reconoció el programa y se dio cuenta de que era una repetición. Era el mismo programa que él había intentado ver sin voz, lo que parecían siglos atrás, la noche en que conoció a Josie.
Tomó aquella casualidad como una confirmación de que iba hacia su destino. Mostraba un síntoma clásico de esquizofrenia, darle un significado personal a eventos externos que no tienen relación alguna con él. Se había convencido a sí mismo de que el mundo giraba en torno a Richard Thorne.
—¿Dónde está Danny? —La madre de DeLyon lo miraba horrorizado—. ¿Quién eres tú?
—¿No lo recuerda? Soy el amigo de Danny —la tranquilizó Thorne—. El regresará pronto.
—Pero, ¿es seguro estar ahí fuera? —Señaló hacia el holo—. Ya has oído lo que han dicho acerca de las calles.
—No se preocupe. Solo ha ido un momento a casa de Josie. Estará bien.
La expresión de la mujer cambió por completo.
—Josie viene a veces de visita. Y, ¡siempre me trae un regalo! Es bailarina, ya sabes, y actriz. Una chica con mucho talento. Algún día saldrá en el holo. Lo sé. Yo estaré aquí sentada… y ahí estará ella, tan grande como la vida.
—Si —dijo Thorne—, es una chica… maravillosa. —Y entonces, antes de que se pudiera morder la lengua, continuó—. Tengo pensado hacerla mi pareja escogida. —Le estaba anunciando sus intenciones a todo el mundo menos a las dos personas a las que más les afectaría, Josie y Diana.
Ahora la mujer fruncía el ceño y lo señalaba con el dedo.
—¡Oh, no! Vas a tener que esperar. Josie es demasiado joven para eso. —Se le volvió a iluminar la cara y empezó a reírse—. Discúlpeme, joven, debo de haber olvidado mi educación. Apuesto a que le apetece beber algo.
—No, gracias. —¿Dónde estaba DeLyon? Miró su reloj. Apenas sí habían pasado veinte minutos.
La anciana se inclinó hacia él y se puso una mano a un lado de la cara para cubrirse la boca mientras hablaba, para asegurarse de que nadie la oyera.
—No es cerveza, ya sabes —le susurró—. ¡Es de verdad!
—No gracias, estoy bien. —Thorne pensó que tenía que mantener la mente clara para lo que iba a venir. Se le olvidaba que hacía meses que no tenía la mente clara, que la confusión regía su vida a cada hora de cada día.
—¿Y te importa traerme algo de beber?
—¿Dónde está?
La mujer se puso en pie con rapidez y se dirigió a la micrococina con más agilidad de la que Thorne hubiera pensado jamás que podía tener. Thorne la siguió. La cocina estaba igual de desordenada que la habitación que habían abandonado. Había varias bolsas de basura apiladas junto al fregadero. El contenido de una se había vertido sobre el suelo. La madre de DeLyon había abierto un armario y señalaba al estante de arriba.
—Está ahí arriba. Yo no llego.
—¿Está segura de que lo puede tomar?
—Por supuesto. —La anciana le sonrió, casi coqueteaba con él—. Danny me lo da todas las noches. Es como una medicina. Solo que no estoy enferma.
Tan pronto como Thorne hubo bajado la botella, la madre de DeLyon se la quitó de la mano. Ella tenía en la otra mano un vaso. Le quitó el corcho con los dientes, lo escupió en el fregadero, que ya estaba lleno de platos, y se sirvió lo que Josie hubiera dicho que eran cuatro dedos.
—¡Con calma!
La mujer echó la cabeza hacia atrás y se bebió más de un dedo de un solo trago. Su marchita garganta palpitó al paso del güisqui.
—Eso está mejor. —La anciana le sonrió y pestañeó numerosas veces—. ¡Mucho mejor! ¡Gracias… joven! Entonces definitivamente se puso a coquetear con él.
Thorne le quitó la botella, pero la madre de DeLyon se alejó rápidamente y se llevó consigo el vaso.
—Ahora, ahora —dijo ella—. No seas malo. —Alzó su vaso y lo movió de un lado a otro—. A no ser que quieras un poco…
Como no le apetecía pelearse con la anciana, Thorne decidió dejarlo pasar. Tenía la esperanza de que si bebía lo suficiente se tranquilizaría.
—Se está perdiendo su programa —le dijo.
Tras echar un vistazo a la ciénaga que era el fregadero, Thorne devolvió la botella a su lugar sin el corcho. Quizá la anciana no esté tan loca después de todo, pensó. Sabía lo suficiente como para coger lo que quería y aferrarse a ello. O quizá todos estuvieran locos de un modo u otro. Todos y cada uno de ellos. Quizá toda la ciudad estuviera plagada de locura y lo que él creía que eran calles y edificios y parques y monumentos no fueran más que las paredes altas y las ventanas con barrotes de un manicomio.
Se oyó un grito en la sala de estar.
Thorne se encontró a la madre de DeLyon de pie frente al holo y señalándolo con un dedo acusador.
—Ese no es mi Stu —gritó—. ¡Mi Stu no tiene ese aspecto! No dejaba de balancear el vaso y ya había derramado más de la mitad de su contenido.
El rostro del actor que siempre representaba el papel de Jimson llenaba toda la pantalla del holo. Estaba rodeado de una pandilla variopinta de seguidores del LAD que solo podían describirse como chusma. De los labios del hombre salían babas mientras gritaba y movía los brazos.
—¡Tenemos que destruirlos! —bramaba—. Tenemos que matar a los directores. Matar a los guardianes. ¡Nunca seréis libres hasta que estén muertos!
Thorne buscaba frenético el mando a distancia del holo, pero no podía recordar dónde lo había puesto.
—¡Matar! ¡Matar! ¡Matar!—La diatriba del falso Jimson subía de volumen. La muchedumbre cogió la cantinela. El puño del hombre golpeó el aire, y su largo y descuidado cabello le cayó sobre la cara.
—Haz que pare —le suplicó la anciana entre sollozos—. Haz que se vaya.
Se abrió la puerta del piso y apareció DeLyon con una carpeta. De rodillas en el sofá, Thorne por fin había encontrado el mando a distancia y apagó el holo. En el repentino silencio, el eco del grito de guerra de Jimson resonó en la pequeña y atestada habitación. La madre de DeLyon se bebió lo que le quedaba de la bebida de un solo trago antes de que su hijo se lo pudiera quitar. La anciana empezó a toser. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y el güisqui le caía de la boca sobre el vestido.
—¿Qué diablos pasa aquí? —DeLyon miró a Thorne enfadado—. ¿No te dije que la vigilaras?

 

 

Thorne se sentó en la cafetería de una cadena y se bebió una taza de café hirviendo mientras ojeaba los papeles que DeLyon le había dado. El incidente con la madre de su amigo debería haberle impactado y haber alterado su conciencia. Se debería haber preguntado si la mujer a la que acababa de conocer no sería la imagen futura de lo que Josie sería algún día. Loca. Enferma. Alcohólica. Aquella era la herencia genética que corría por las venas de Josie. Mezclada con el rabioso fanatismo y la enorme violencia de Stuart Jimson. La razón imponía que reexaminara el compromiso que había hecho. ¿Querría a Josie cuando su belleza desapareciera, cuando parloteara sin cesar y cambiara de humor cada minuto? ¿Cuando aquellos supuestos ideales superiores que exponía le fallaran y tan solo esperara la próxima bebida? No hay pruebas de que Thorne lo tuviera en cuenta. Como la mayor parte de su ciberescáner, el paréntesis con la madre de DeLyon, por la intensidad de su retención, existe como otra hebra aislada y discontinua de su enmarañada proyección.
La mayor parte de la carpeta contenía la historia de Coopersmith, sus logros y los premios que había recibido. A Thorne no le importaba eso. Había numerosas fotos del director, entre las cuales había varias actuales. No era tan distinto de la imagen que Thorne se había hecho en la cabeza al imaginar su ejecución. Menos porque el Coopersmith real era bastante mayor, casi un viejo. Eso hacía que lo ocurrido con Diana fuera aún más desagradable y atroz. A Thorne se le ponía la carne de gallina al pensarlo. Aunque también iba a hacer que lo que tenía en la cabeza fuera más fácil.
DeLyon había sido muy concienzudo. La carpeta contenía más información además de los datos públicos. Su amigo había conseguido acceder a información de seguridad y meterse en los archivos personales de Coopersmith, incluida su agenda de citas. El director tenía dos residencias, un piso en Lambda Heights y una casa en las afueras de Micron. Vivía en la propia ciudad durante la semana y pasaba los fines de semana en Micron con su familia. A excepción de una cita de negocios a las 14.00, la mayoría de los días tenía el horario en blanco. Por la noche, Coopersmith tenía que estar a las 18.00 en su club para cenar. Dos horas más tarde tenía una cita en los salones de expresión.
Thorne llamó a la residencia de Lambda desde una cabina pública. La única respuesta que obtuvo fue la de un mensaje grabado. Coopersmith estaba todavía en los salones o en algún otro sitio. Cuando el director llegara a su casa, tenía planeado estar allí para verlo. Una vez más, las circunstancias parecían haber conspirado para la perdición de Thorne.

 

 

Conforme la pasarela móvil subía las colinas de Lambda Heights, el barrió cambió rápidamente. Los edificios estaban más separados y había más jardines entre ellos. Pronto los jardines dejaron de ser artificiales para convertirse en auténticos árboles y arbustos, algunos en flor. Aquella parte de la ciudad era vieja, pero estaba inmaculadamente conservada. Abundaban las islas de hierba auténtica tanto en la mediana que separaba las pasarelas como en los laterales de los edificios.
La mayoría de las calles estaban desiertas. Thorne no tenía nada que hacer allí a aquellas horas. Si pasaba una patrulla de guardianes se tendría que inventar una excusa convincente para explicar su presencia allí. Sin embargo, los únicos delitos que se cometían en Lambda Heights eran ocasionales abusos domésticos. Había pocas razones para patrullar por aquella zona y tenía el camino despejado.
Thorne llegó en la pasarela hasta un poco más allá del edificio de Coopersmith y regresó a pie con los jardines a modo de tapadera. Caminaba sobre hierba auténtica y no había nadie para detenerlo.
La noche era irracionalmente fría. De la colina venía un viento helado. Los hombres del tiempo no habían recuperado el control del todo después de la tormenta de dos semanas atrás. El viento traspasaba el mono ajustado y la chaqueta de Thorne y se los pegaba aún más al cuerpo. Se notaba helado y enfebrecido al mismo tiempo, tonificado por el frío y en ebullición por la energía que había en su interior. Todos sus sentidos parecían estar muy vivos, su mente y su cuerpo funcionaban a toda marcha.
Las nubes se movían sobre su cabeza y las pocas estrellas que podía ver quedaban emborronadas por el viento. Cuando la luna mostró su rostro, era casi un disco blanco sin facciones. A su alrededor Thorne podía oír por todas partes el crujido de ramas y hojas. Podía ver el juego de luces y sombras en el suelo a sus pies mientras iban de un sitio a otro.
Lo que iba a hacer le parecía tan natural como aquel segmento de mundo natural en el que se encontraba. Embriagado por sus propias falsas ilusiones, estaba convencido de que era su verdadera personalidad, debía hacer lo que debía hacer. Sentía que lo que había estado pasando meses atrás llegaba a buen término por fin. Sin embargo, por aquel entonces seguía cuesta abajo, era un esclavo de unas compulsiones que era incapaz de controlar. Mientras Thorne se adentraba en la noche, también lo hacía en las más oscuras necesidades de su ser. No sabía la fuerza que tendrían tales necesidades una vez las dejara salir.
Bajo la apariencia de seguridad de único propósito, su mente era un completo caos. Se volvió a repetir que no tenía intención alguna de matar a Coopersmith, pero siguió acariciando la pistola en su bolsillo. Se dijo a sí mismo que una vez que hubiera liberado a Diana de Coopersmith, entonces él sería libre para dejar a Diana y reclamar a Josie para él solo. Aunque no había pruebas de que ninguna de aquellas mujeres aceptara que tal fuera el caso. No estaba jugando una partida de ajedrez. Incluso si veía en términos de ese juego, él era más un peón que un jugador.
Thorne esperó, una sombra entre las sombras, cada vez más enfebrecido a pesar del viento helado, sus pensamientos saltaban de su inminente enfrentamiento con Coopersmith a futuros idilios con su amante del barrio bajo, en su imaginación se iban sucediendo guiones imposibles.
Observó pasar por la calle a varios individuos y parejas, se movían con velocidad por el frío para sumarle su propio movimiento al de la pasarela. Entonces Thorne vio una figura solitaria, que se acercaba más despacio y ya estaba en el cinturón externo de la pasarela. Cuando pasó bajo un arco de luz se reveló el rostro de su presa. Coopersmith parecía aún más viejo que en la fotografía. Llevaba las manos bien metidas en los bolsillos del abrigo y se movía como un hombre a punto de irse a la cama.
Thorne salió de entre las sombras y se puso en la pasarela unos cuantos pasos por detrás del director. Con unos cuantos pasos rápido se puso a su lado y siguió a su velocidad.
—Una bonita noche gracias a los hombres del tiempo —dijo con sarcasmo—. Esta noche se han superado a sí mismos.
Coopersmith lo miró de reojo sin ninguna curiosidad, añadió un gruñido sin compromiso y siguió caminando.
—No tan mal como la semana pasada —prosiguió Thorne—. Entonces sí que se lucieron.
—Nadie es perfecto —dijo el director entre dientes.
—Dígame —dijo Thorne—, ha oído el del hombre del tiempo, el guardián y el arquitecto en los salones de expresión?
Aquello pareció captar la atención de Coopersmith. Thorne había supuesto correctamente por las descripciones de Diana que aquel hombre siempre estaría dispuesto a oír un poco de humor obsceno.
—No… creo que no.
—Bueno, el hombre del tiempo quería una mujer que fuera como un templado y agradable día de verano.
Llegaron a la puerta del edificio. Thorne se la sujetó al director para que pasara. Entraron en un vestíbulo enorme iluminado por una lámpara de techo. Había ornadas esculturas metálicas de bronce y acero que adornaban las paredes. El techo era alto y abovedado. De los maceteros a intervalos iguales salían unos árboles de hojas plateadas.
—Y el guardián quería una mujer que fuera como una rosa abierta.
Thorne se inclinó y se acercó hacia Coopersmith cuando pasaron por delante de la garita del centinela. El hombre que estaba sentado en la garita estaba viendo algo en un holo portátil. Apenas si levantó la mirada cuando ambos pasaron por delante de él. Al reconocer a Coopersmith, supuso que ambos hombres iban juntos.
—Y el arquitecto quería una mujer construida como… Los esperaba un ascensor vacío y entraron en él, se colocaron en lados opuestos del cilindro. Coopersmith presionó un botón del panel de la pared. Thorne se percató de que aquellos ascensores eran más espaciosos y lujosos que los comunes. Cuando cerró las puertas y aceleró lo hizo de manera mucho más suave.
—Continúe —dijo Coopersmith—, ¿construida como qué?
Thorne avanzó un paso y se quedo allí con las piernas separadas.
—Y el arquitecto quería una mujer con pecas.
—¿Qué? —dijo Coopersmith.
—Quiero que se aleje de mi pareja escogida.
Coopersmith pareció sorprenderse un mínimo segundo, pero enseguida recuperó la compostura.
—¿Y esa quién es?
Thorne se dio cuenta de que Diana probablemente no sería la única mujer a la que Coopersmith estuviera intimidando para tener relaciones sexuales.
—No importa quién sea. ¡Apártese de todas ellas!
El hombre se encogió de hombros. Seguía con las manos en los bolsillos y estaba apoyado contra la barandilla de la pared del ascensor.
—No sé qué historias le habrá contado su pareja escogida, pero le puedo asegurar que no tengo nada que ver con ella. Ni con la pareja de nadie, la verdad. ¿Por qué iba a hacerlo? Un hombre de mi posición ya tiene más mujeres solteras que se le tiran a los brazos de las que puede abarcar —afirmó, con aire de suficiencia.
Mientras observaba el rostro pálido y pastoso de Coopersmith con su expresión arrogante, Thorne sintió como un torrente de odio se levantaba en su interior contra aquel hombre. Quería borrar aquella arrogancia para siempre. No solo estaba defendiendo a Diana. Coopersmith se había convertido en un símbolo para toda la ciudad estado y la injusta vida que él creía que le imponía.
—¡Hijo de puta! —explotó Thorne—. ¡Bastardo! ¡Violador enfermo! —Por supuesto que había sido condicionado contra la blasfemia. Llegado este punto, cualquier violación tan insignificante como esta no debe sorprendernos. Sacó la pistola del bolsillo de su mono ajustado y le apuntó al pecho al director.
Coopersmith la miró extrañado al principio, como si no entendiera lo que era, o por lo menos no se lo pudiera creer. Entonces Thorne vio aparecer el miedo en los ojos del director. En medio de su locura, se dio cuenta de que si se actúa de forma lo suficientemente loca, se podía asustar a cualquiera. A pesar de que estaba totalmente fuera de control, al mismo tiempo notaba como si otra parte de su persona estuviera observando aquella actuación desde la distancia con tranquila certeza e incluso placer. Todo estaba ocurriendo tal y como él había planeado.
—Espera un minuto… —comenzó Coopersmith. Había sacado las manos de los bolsillos y se las había puesto delante del pecho, como si lo pudieran proteger de una bala.
—Le he dicho —le gritó Thorne, a la vez que lo interrumpía y blandía la pistola en su cara—, ¡qué se aleje de ella! —Balanceó la mano que tenía libre y golpeó al director con fuerza en un lado de la cabeza.
—¡Eso es por amenazar su carrera!
Thorne sintió una punzada de satisfacción en la carne de la palma de su mano cuando Coopersmith se tambaleó contra la pared del ascensor y se agarró a la barandilla para no caerse. Thorne volvió a golpearlo, esta vez le dio con el revés de la mano al director en la otra mejilla y en la otra sien.
—Eso es por obligarla a tener relaciones sexuales con usted.
Coopersmith dio un grito ahogado y cayó sobre una rodilla. El ascensor fue más lento y sus puertas se abrieron en la planta del director. Este hizo un intento por levantarse y Thorne lo cogió por el cuello del abrigo y lo tiró de nuevo. Apretó un botón al azar. Las puertas se cerraron y empezó a acelerar de nuevo.
Thorne blandió la pistola salvajemente y cerró la mano que tenía libre para formar un puño y lo dirigió a la cara del director. Coopersmith reaccionó por fin, se echó a un lado y medio se levantó, cargando el peso de su cuerpo contra el de Thorne. La fuerza de su peso hizo que ambos chocaran contra la pared de enfrente.
Lo siguiente de lo que Thorne es consciente es de que ambos rodaron por el suelo del ascensor y Coopersmith forcejeaba con él para conseguir la pistola. Sus dedos se cerraron fuertemente en torno a la muñeca de Thorne y su peso lo mantuvo contra el suelo. A pesar de que el hombre gruñía y respiraba con dificultad, era sorprendentemente fuerte para su edad.
La puerta se abrió con un zumbido en otro piso.
De repente, el director soltó a Thorne, pero no hizo ningún intento de levantarse. Sus brazos y piernas empezaron a golpear el aire enloquecidos. De su garganta salieron una serie de gritos incomprensibles. Thorne empujó el cuerpo que se retorcía a un lado y retrocedió contra la pared del ascensor a toda prisa.
Mientras recuperaba el aliento observó con horrible fascinación cómo los esfuerzos de Coopersmith cesaban lentamente. El rostro del hombre estaba manchado y le salía un hilillo de sangre de la nariz.
Thorne no sabía si Coopersmith estaba muerto o tan solo inconsciente, pero se dio cuenta de que no tenía tiempo para averiguarlo. Alguien podía llamar al ascensor o bajar al descansillo en cualquier momento. Se puso en pie y volvió a meterse la pistola en el bolsillo del mono ajustado. Las puertas del ascensor se empezaron a cerrar. Alargó la mano y las forzó para que se volvieran a abrir. Cogió al director por debajo de los brazos y arrastró el cuerpo que no oponía resistencia alguna hasta el pasillo vació y después regresó al ascensor.
Pocos momentos después, ya de vuelta en el recargado vestíbulo mientras su mente no dejaba de correr y le costaba respirar, Thorne se apresuró a pasar la garita del centinela. La fría noche le dio la bienvenida y lo acogió como una de sus criaturas. Ya estaba hecho, ya había cometido el delito, sus consecuencias serían inevitables.

 

 

Tenemos que admitir que la investigación fue una pifia. Aunque gran parte de ello no fue culpa nuestra.
Una pareja que volvía tarde de cenar, y que habitaba en el mismo edificio, descubrió el cuerpo de Coopersmith tan solo unos minutos después de que Thorne hubiera huido. Habían subido en el mismo ascensor en el que se había producido el enfrentamiento. En lugar de avisar al centinela que estaba de servicio en la planta baja o llamar a Alerta Médica, primero trataron de reanimar a Coopersmith ellos mismos. Cuando por fin llamaron a los guardianes y a los médicos, también subieron en el mismo ascensor. Para entonces las pruebas del lugar del delito habían sido muy contaminadas. Y si no lo había estado antes, Coopersmith estaba ya muy muerto.
A pesar de que se determinó que la causa directa de la muerte había sido un infarto, las circunstancias levantaron sospechas. Seguía sin quedar claro qué fue lo que le provocó el ataque al corazón. ¿Por qué se encontró a Coopersmith en la trigésima planta cuando él vivía en la vigésimo cuarta? Interrogaron exhaustivamente a los habitantes de aquella planta. Ninguno de ellos había visto ni oído nada. Ninguno reconoció conocer personalmente al director.
Se descubrieron unas cuantas lesiones menores en el cuerpo de Coopersmith, cardenales y rasguños. Una vez que se investigaron las actividades de aquella noche, se atribuyeron a una sesión de sadomasoquismo con dos cortesanas en los salones de expresión.
El centinela de la planta baja informó de que el director había entrado en compañía de otro hombre que se había marchado poco después. Describió al hombre como bajo, rubio y de constitución media. Había confundido a Thorne con uno de los actores de la película de holo que había estado viendo. Nunca lo había llegado a ver.
Sin pistas específicas que poder seguir, pronto se cerró la investigación. El asesinato de Willem Coopersmith quedó archivado oficialmente como muerte natural hasta que semanas después, cuando sometimos a Thorne al ciberescáner, este vació su mente y confirmó su culpabilidad.

 

 

Oyeron las noticias en el noticiario matinal del holo mientras desayunaban sentados. Las autoridades buscaban a un hombre bajo y rubio para interrogarlo, supuestamente era la última persona que había visto a Coopersmith con vida.
Diana miró a su pareja escogida, su rostro blanqueado por la luz de la mañana y los ojos abiertos de par en par por la incredulidad.
—¿Qué has hecho? —Su voz era espesa y las palabras le rasgaban la garganta. Movió la cabeza hacia delante y hacia atrás, el pelo despeinado le caía por la cara—. ¿Qué has hecho?
—No hice nada. —Le dijo Thorne. Le había mentido a Diana con tanta frecuencia que ya se había convertido en algo natural—. ¿A ti te parece que soy bajo y rubio? Habría hecho algo, quería hacer algo, pero no tuve la oportunidad. No pude encontrar a Coopersmith. Ya lo has oído tú misma, murió de un ataque al corazón.
—Pero, ¿dónde estuviste anoche? —Diana lo miraba como si nunca antes lo hubiera visto—. ¿Adónde fuiste?
—Eso no importa —dijo Thorne—. Eso no es importante. Lo importante es que ya nunca más te tendrás que preocupar por Willem Coopersmith. Eres libre para siempre. —Se puso en pie, aunque no se había terminado el desayuno, apenas sí lo había tocado—. Tengo que irme a trabajar o llegaré tarde.
Thorne podía ver la duda en el rostro de Diana. Sabía que solo se creía a medias lo que le había contado, y eso si se lo llegaba a creer. Thorne salió por la puerta sin decir otra palabra. No le importaba lo que pudiera pensar su pareja escogida. En lo que le incumbía a él, ya no le debía nada.

 

 

De camino al trabajo Thorne compró un diario en el quiosco cercano. La muerte de Coopersmith salía en primera página y luego seguía un largo reportaje en la página nueve. El artículo resumía la vida del director y sus numerosos logros y premios. Alababa una y otra vez a Coopersmith y terminaba destacando cuánto se echarían de menos muchos de sus talentos. Se retrataba al hombre como un santo patrón de la ciudad estado.
Thorne había visto despliegues similares cuando había muerto algún alto oficial de la ciudad estado. Para el día siguiente o el otro casi todos se habrían olvidado de Willem Coopersmith. Aun así, le irritaba la canonización del hombre. No es así en absoluto, pensó Thorne. Era solo un fragmento de la verdad, y eso lo convertía en una mentira. Coopersmith había utilizado su poder y su posición para acosar a Diana y quién sabe a cuántas otras mujeres. Seguramente llevara años haciéndolo. Y su muerte había sido prosaica y mezquina. Había muerto en un altercado por la pareja escogida de otro hombre. Thorne se preguntó cuántos otros altos oficiales llevarían vidas de tan mala reputación.

 

 

En cualquier minuto de cada día, durante unos cuantos días después, Thorne esperaba que irrumpieran guardianes armados en su piso o que aparecieran en su trabajo y se lo llevaran para encarcelarlo y recondicionarlo. Por lo que había aprendido en la escuela primaria y más adelante, ¿no era eso exactamente lo que se merecía? Las acciones de Coopersmith podían haber sido delictivas, pero no eran nada comparadas con las suyas. Habría cometido el mayor de los delitos contra la sociedad, el asesinato de otro ser humano. Intentaba convencerse a sí mismo de que no era responsable de la muerte del director, pero sabía lo suficiente como para admitir que era la causa directa, aunque no hubiera apuñalado al hombre, ni le hubiera disparado, ni tirado desde un edificio alto.
Los minutos se convirtieron en horas, las horas en días, y los días conspiraron para formar una semana… y no pasó nada. Y cuando no le pasó nada a Richard Thorne, algo ocurrió en su interior. Al matar a Coopersmith también mató una parte de su yo antiguo y se deshizo de lo que quedaba de su condicionamiento. Escribió en su diario:

 

A pesar de que sigo viviendo en el mismo edificio y sigo trabajando en la misma oficina y de que camino por las mismas calles, he cruzado la frontera a otro territorio. Todo lo que aprendí desde la infancia, las verdades que se me impusieron como absolutas, no las veo ya como nada más que verdades relativas. Ya no me sirven y es excitante haberse librado de ellas. Ahora percibo el mundo desde unos ojos diferentes a los de los hombres corrientes y es una visión que no puedo negar.

 

Su megalomanía había alcanzado nuevas cotas. Ya no se veía a sí mismo como Richard Thorne, estadístico, G-12. Su consciencia ya no estaba dividida y la transformación en el desviado delincuente conocido como Rick Thorne se había completado. Se había convertido en un sociópata, un hombre que cogería aquello que quisiera o necesitara para sobrevivir sin importarle el bienestar de los demás.

 

 

A pesar de que Thorne no le había contado nada a Diana, a Josie se lo contó todo. Esperaba que su amada se sorprendiera por el acto desviado que había cometido. En cambio, por su propia desviación, lo comprendió.
—Tú no lo mataste —dijo Josie. Estaba sentada en la cama con las piernas debajo del cuerpo. Thorne caminaba por la enorme habitación—. El hombre murió de un ataque al corazón. Fue un accidente. Además, lo único que tú hacías era lo que hubiera hecho cualquier hombre decente por su pareja escogida. La defendías de un monstruo. A mí me parece que era alguien a quien había que matar.
—Pero es que yo no quiero a Diana como pareja escogida. —Thorne dejó de pasearse y se dio la vuelta para mirarla cara a cara—. Yo no quiero a Diana. —Hizo una pausa significativa—. Te quiero. Quiero estar contigo.
A pesar de que el primer plan de DeLyon había dado sus frutos, a pesar de que Thorne no solo estaba listo, sino deseoso de dejar a Diana, Josie ahora rechazó la idea de plano.
—¿Me quieres? —Apartó la mirada de él. Se pasó una mano por la pierna y empezó a quitarle las bolitas a la colcha vieja—. No te sirve de nada quererme. No hay más futuro para nosotros más allá de lo que tenemos aquí. Este es el límite de nuestro mundo. Y antes o después te cansarás de él.
Thorne se sentó junto a ella. Alargó la mano y le acarició la mejilla con la yema de los dedos y la obligó a mirarlo.
—¿Tú no sientes lo mismo? ¿No quieres que estemos juntos?
Ella no levantaba la mirada. Miraba fijamente la colcha y en los bordes de los ojos se le empezaron a acumular las lágrimas. Se las secó rápidamente con la palma de una mano.
—Has sido bueno conmigo —dijo Josie—. Te tengo mucho cariño. Pero no sirve de nada hablar de ello. Yo no puedo entrar en tu mundo y tú no vivirías en el mío. Es tan solo una fantasía. ¿Por qué no lo puedes dejar así? Es suficiente que puedas estar aquí tanto como lo haces.
La mano de Rick le acarició la nuca. Se inclinó hacia ella y la besó. La rodeó con los brazos y su cuerpo cayó en su abrazo y se lo devolvió.
—No te preocupes —le susurró—. Vamos a estar juntos. De una manera o de otra. Te lo prometo.

 

 

Thorne se sentó en un café de una cadena, se bebía un café y comía un sándwich, a la vez que no dejaba de darle vueltas a su dilema y a las opciones que tenía. Además de la suya había pocas mesas ocupadas. Frente a él, un hombre de gran sobrepeso comía con entusiasmo. Al otro lado de la sala dos quinceañeras trataban de compartir un par de cascos. Por la habitación se escapaban débiles hebras de música.
Por lo que Thorne sabía, no había ninguna ley que prohibiera que un ciudadano se emparejara con un no ciudadano, aunque seguramente estaría mal visto. De ninguna manera Josie y él serían aceptados para vivir en lugares más modernos, lo que significaría que vivirían en algún piso deteriorado como el que DeLyon compartía con su madre. También podía olvidarse de ascender en el trabajo. Para ello había que acudir a determinados eventos sociales a los que era obligatorio llevar a la pareja. En ese tipo de ocasiones, Diana siempre había brillado más que él. Josie, en el caso de que accediera a acudir a tales eventos, seguramente los haría estallar.
Nada de aquello disuadió a Thorne. Acababa de matar a un director sénior, a un destacado miembro de las profesiones uniformadas. Y todavía era libre. Si es que eso era posible, razonó, cualquier cosa era posible.
Su primer obstáculo era Diana, por supuesto. Si iban a disolver su emparejamiento, necesitarían que lo aprobara la ciudad estado. Los animarían a que buscaran consejo. La decisión final tendría que ser de mutuo acuerdo. O uno de los dos tendría que tener motivos suficientes para dejar al otro. Thorne no tenía otros motivos que no fueran la prolongada aventura con Coopersmith. Dadas las circunstancias, eso no era algo que quisiera que apareciera en una vista oficial.
También conocía a Diana lo suficientemente bien como para saber que se opondría a cualquier cosa que él sugiriera. En especial algo que cambiaría sus vidas para siempre.
Lo único que podía hacer era convertirse en una persona tan desagradable, tan inepta e indiferente, tan intolerable como pareja escogida, que Diana tomara la decisión por sí misma. No le costaría mucho. No podía evitar pensar en Coopersmith cada vez que la miraba. Aunque ella afirmaba que ninguna de las acciones las hizo por su propia voluntad, que el director la había chantajeado desde el principio, no podía quitarse de la cabeza la imagen de los dos juntos. Hacía que se estremeciera y lo dejaba frío. Y cuanto más lo pensaba, menos se creía la versión de los hechos de Diana.
Thorne bajó la vista. Se dio cuenta de que se había comido todo el sándwich sin saborear ni un solo bocado. Inconscientemente había arrugado el papel y ahora lo estaba haciendo añicos metódicamente, cada vez en trozos más pequeños. Los trozos estaban esparcidos por encima de la mesa, su regazo, el suelo. Cuando levantó la vista vio que el hombre gordo de enfrente había dejado de comer y lo miraba fijamente. Las dos quinceañeras se susurraban cosas la una a la otra y se reían cuando miraban hacia él. Cuando vieron que él las miraba se levantaron y salieron del restaurante a toda velocidad.

 

 

En cuanto se dio cuenta de que la sombra de Coopersmith ya no se cernía sobre su existencia, Diana se recuperó rápidamente. Regresó al trabajo y agradeció que las tareas de rutina ocuparan su mente. No quería pensar en la muerte del director, estuviera o no su pareja escogida involucrado en ella. Quería olvidarse de Coopersmith y volver a la vida que tenía antes de entrar en su despacho. Y, a pesar de que tuvo éxito al bloquear los recuerdos de las humillaciones y el terror que había sufrido a manos del director, pronto quedó claro que la vida a la que ella pretendía regresar ya no existía.
Diana miró bien a su pareja escogida por primera vez en meses. Lo observó entrar por la puerta, sentarse a la mesa, abrir un armario, y vio a un hombre completamente distinto al que se había unido. O al menos uno que pensaba que él mismo era diferente.
Thorne apenas la miraba o hablaba con ella. Por las mañanas se iba a trabajar sin que ni siquiera desayunaran juntos. La mayoría de las noches salía y no regresaba hasta tarde. Cuando ella le preguntaba dónde había estado, le decía que había estado jugando al ajedrez con su amigo DeLyon.
—No tienes que salir siempre —le sugirió Diana—. Podrías invitarlo y jugar al ajedrez aquí.
Su pareja escogida no se molestó en contestar.
Las pocas noches en que Richard se quedaba en casa, veía el holo o se sentaba a leer un libro. No un lector de mano, ¡sino un libro! Diana no podía imaginarse dónde habría encontrado tal cosa.
Diana ya no estaba segura de lo que haría Richard. Tampoco sabía qué decir o hacer para recuperar el control de sus vidas. Así que, una noche decidió seguirlo.

 

 

Después estaba el efecto que había tenido la muerte de Coopersmith en DeLyon, quien de repente se había convertido en un extraño para Thorne, o al menos actuaba como tal. Cuando se cruzaban en un pasillo miraba para otro lado. Ya no había partida diaria de ajedrez en la explanada. DeLyon almorzaba en otro sitio.
La única vez que Thorne arrinconó a DeLyon en su mesa en medio de la atareada oficina, su antiguo amigo escupió un par de frases entre dientes antes de volver a estar sumamente absorto en la pantalla de su ordenador.
—¡Aléjate de mí! ¡Y aléjate de Josie!
Aunque DeLyon no conocía los detalles, estaba convencido de que Thorne había sido el responsable de la muerte de Coopersmith de alguna manera. Aunque como Thorne sabía, DeLyon sería la última persona que iría a informar a los guardianes de nada. ¿No había sido él mismo el que lo había llevado hasta Coopersmith con su propio ordenador ilegal?
Thorne se encogió de hombros y echó a DeLyon de su vida de la misma manera que tenía pensado echar a Diana. Se dijo a sí mismo que la única que importaba era Josie. En realidad, era lo único que le importaba a Rick para entonces. Thorne era él mismo. Sus propios y pervertidos deseos y necesidades.

 

 

Diana observaba a su pareja escogida que iba dos manzanas por delante de ella y lo vio desaparecer al doblar una esquina. Había planeado seguirlo hasta cualquiera que fuera el destino que tuviera en mente, pero no pudo avanzar más. Todo el entorno del barrio bajo, la suciedad, los olores, los vendedores con moscas en la comida la enfermaban. Peor aún, su sensibilidad estética se veía fuertemente herida por los edificios que salían por todas partes y estaban colocados al azar, como cuando se fuerzan las piezas de un rompecabezas en un sitio en que no corresponden. Diana se dio la vuelta y corrió hasta volver a estar en el entorno seguro y controlado de la ciudad.
Todavía no sabía qué pasaba con su pareja escogida, pero tenía alguna idea de lo que podía ofrecer el barrio bajo. Fuera lo que fuera, sabía que tenía que ser ilegal. Mujeres ilegales, drogas ilegales, juegos y apuestas ilegales, y probablemente fueran las tres cosas. Fuera lo que fuera, no iba a llevarlo a nada bueno. También sabía que en unas cuantas semanas o quizás antes, se iba a demoler el barrio bajo. Ya no habría más de lo que fuera ilegal que su pareja escogida buscase allí en el sector Delta.
En dos semanas podían pasar muchas cosas. Diana no quería esperar tanto tiempo. Si podía tener a Richard para ella sola un tiempo, estaba segura de que lo podía volver a seducir. No solo su cuerpo, sino también su espíritu y su mente. Fue entonces cuando decidió reservar las vacaciones virtuales. Según lo que le había dicho Heather, todo el que sabía lo estaba probando. Todos los informes eran fantásticos.