Prólogo
Monasterio del Propósito Más Puro, China occidental, 1962
El maestro Chien miraba hacia el este bajo la luz de la luna, en perfecto equilibrio sobre la pierna derecha, con la izquierda metida como si estuviera sentado en la posición del loto sobre el aire. Apenas se le movían los amplios hombros al respirar profundamente, flotando en el mismo sitio, esperando que se le asentara el chi. Entonces dio un giro a la derecha (todavía sobre una sola pierna), prácticamente dibujando un círculo completo hasta que se puso de cara al norte. Plantó el pie izquierdo en el suelo y desplegó los brazos como pergaminos o colgaduras de seda. Juntó los pies y se rodeó la cabeza con los brazos juntando las palmas y luego bajándolas lentamente para que pasasen por los centros de energía frontales y haciendo una pausa en cada uno: tercer ojo, garganta, corazón, tercera calidez y por fin el bajo vientre. Colocó la palma de la mano izquierda debajo del vientre y la derecha encima de la izquierda, sellando así la energía, los ojos todavía cerrados.
Luego se volvió y se acercó caminando al joven occidental que estaba sentado incómodamente con las piernas dobladas debajo del cuerpo. El joven (poco más de diecisiete años) intentó esconder con nobleza su incomodidad y concentrarse en la lección.
—Así es como caminas por la Senda de la Estrella Polar en la forma humana —dijo el maestro Chien—. Una vez que domines eso, te enseñaré cómo lo hace un lobo.
Antonine Gota de Lágrima se inclinó profundamente ante el venerado maestro Contemplaestrellas. Había contemplado cada una de las ciento ocho formas Theurge, totalmente concentrado e intentando memorizarlas todas. Sabía que había fracasado y que sólo podría ser capaz de ejecutar una tercera parte de memoria, pero esperaba que si realizaba esa parte bien, el maestro Chien fuera indulgente y repitiera la lección.
Chien gruñó y se alejó, atravesando la verja del patio y bajando la larga y serpenteante escalera de piedra que abrazaba aquel lado de la inclinada montaña. La bruma se aferraba a las paredes y aleros del patio, parte de una nube perpetua que servía para esconder el monasterio de la cima de la montaña del mundo exterior. El complejo del templo inferior era un monasterio taoísta olvidado, todavía poblado por unas decenas de sacerdotes humanos, Parentela de la tribu de los Contemplaestrellas que llegaron ilegalmente provenientes de otros monasterios de toda China huyendo de las persecuciones de Mao. Los niveles superiores estaban reservados para los Contemplaestrellas y sus prácticas únicas, parecidas por fuera a las de los humanos pero inmensamente diferentes en contenido y eficacia. Los taoístas y los budistas creían que los humanos tenían que pasarse toda una vida cultivando la virtud suficiente para descubrir las artes místicas; los Contemplaestrellas nacían con ella, aunque, al igual que los humanos, tenían que esforzarse para llegar a la ilustración definitiva.
Antonine se levantó y calentó agitando y soltando el cuerpo para deshacerse de los nudos y la tensión muscular. Todavía no se había acostumbrado del todo a las extrañas posturas que la tribu le exigía que asumiera durante las meditaciones y lecciones. Criado en América, estaba acostumbrado a sentarse en sillas con los pies en el suelo, y ahora lo más frecuente es que se sentara con las piernas debajo del trasero (garantía de un corte de circulación seguro y de que se le durmieran las piernas) o hecho un ovillo en la postura del loto con las plantas de los pies hacia arriba. Estaba mejorando, sin duda, pero todavía se sentía incómodo.
Una vez que la sangre empezó a recorrerle de nuevo y se le relajaron los músculos, empezó su secuencia de formas: iba despacio y con tranquilidad, sin permitir que la mente se distrajera y olvidara la imagen de su maestro cuando daba los pasos. Antes de que se desvanecieran tenía que intentar grabar tantos recuerdos como pudiera en la memoria del cuerpo. Lo que el cuerpo recuerda, jamás olvida.
Mientras cambiaba de pie, alternando el peso, girando de vez en cuando y luego acompañando el trabajo de los pies con mudras[1], intentó imaginarse la constelación de estrellas sobre las que se suponía que tenía que caminar. No era un dibujo discernible en el cielo de la noche pues existía sólo en el Reino Etéreo de la Umbra, el cielo nocturno del mundo de los espíritus. Aunque algunas estrellas eran iguales, otras nunca habían existido en el mundo material o ya habían expirado, y algunas aún estaban por nacer. Todas ellas, sin embargo, rodeaban a la Estrella Polar, cuyo espíritu Incarna (Vegarda, la Dama del Norte) le había enseñado hacía mucho tiempo la forma al clan. Si se realizaba correctamente, el Camino por la Senda de la Estrella Polar expandía el alma y proporcionaba un palacio apropiado para la mente de la ilustración, el objetivo final de todos los Contemplaestrellas.
La práctica también servía como un arte marcial muy efectivo, una variante del Kailindo, el arte guerrero de la metamorfosis y la evasión.
Aunque el sol apenas acababa de ponerse cuando su maestro había empezado la lección, Antonine no paró para descansar hasta mucho después de que se hubiera puesto la media luna también. Las sombras eran largas y el aire frío cuando un sacerdote del templo inferior atravesó la verja con un tazón de arroz y una jarra de agua. Se inclinó ante Antonine y colocó la comida y la bebida en el suelo. Antonine se inclinó a su vez.
—Gracias —dijo en mandarín.
El hombre se inclinó una vez más y se fue. Había sido una caminata muy larga para subir la montaña, pero el viaje de vuelta sería más fácil.
Antonine se sentó al lado de la comida y empezó a engullir el arroz; tenía más hambre de la que había imaginado y el tazón se vació en unos instantes. Luego bebió casi la mitad de la jarra de agua antes de recordarse que no le convenía beber tanto tan rápido.
Descansó un rato más y luego se levantó otra vez y caminó al lugar donde el maestro Chien había empezado la forma. Inspiró profundamente y reanudó la práctica.
Al cambiar el peso de una pierna y adelantar la otra se sorprendió al no encontrar el suelo y pisar la nada. Perdió el equilibrio, tropezó y cayó al espacio, a la inmensidad de las estrellas.
Cayó en una inmensa telaraña cuyos hilos pegajosos le atraparon de inmediato. Luchó para liberarse pero no podía mover los miembros. Se quedó mirando asustado lo que le rodeaba y vio que el universo entero estaba metido en aquella red gigante, cada estrella formaba el nexo de un grupo de hilos que se extendían para aferrar otras estrellas y otras más, abarcando toda la creación y atrapándolo todo.
Antonine recordó el concepto budista Hua-Yin de la Red de Indra, la creación entera vista como un dibujo inmenso con todo conectado entre sí. Nada escapaba a su influencia, pero esa visión servía para instruirle a uno sobre la realidad de las interconexiones fortuitas, que todo afectaba a todo lo demás; tras la ilusión de la separación, todo era Uno.
Esta telaraña, sin embargo, no era una unidad consoladora sino una jaula siniestra. Las hebras servían para impedir la visión y mantener la ilusión de división y diferencia, la soledad de los átomos separados por un vacío sin sentido.
La Tejedora —pensó—, Maya. La Tejedora del Engaño que nos cubre los ojos y teje la Forma a partir de la Plenitud Indivisa. Aquí es donde confundimos los sueños con la realidad. Tengo que despertar.
Detuvo la lucha e intentó imaginarse despertando en el patio. Pero cuando abrió los ojos todavía estaba atrapado en la telaraña.
¡No puedo salir de esta trampa con sólo desearlo! ¿Cómo voy a desvanecer una ilusión cuando jamás he visto la Verdad que esconde? Oh, bendita Gaia, muéstrame por un instante el Verdadero Reino de Gaia. Ayúdame a seguir el Gaiadharma.
Algo se movió cerca haciendo que la telaraña vibrara con la brisa que había creado. Una especie de serpiente flotó hacia él. Sin embargo, no tenía cabeza de serpiente, sino de león, y se le quedó mirando fijamente, retándolo a sumergirse en las profundidades de su alma infinita.
Antonine intentó inclinarse ante Quimera, su espíritu tótem tribal, el Señor de los Enigmas y Maestro de los Sueños, pero la telaraña sólo le permitió asentir ligeramente con la cabeza.
El tótem extendió la zarpa delantera y esparció las hebras como si estuvieran hechas de aire. Antonine cayó otra vez y aterrizó en un camino brillante que relucía a la luz de la luna. Al colocar la mano encima para estabilizarse y levantarse, la quitó de un tirón y profirió un grito de dolor mirando la quemadura que tenía en la palma de la mano. El camino estaba hecho de plata.
Una voz resonó en su cabeza:
—Recuerda el Hilo de Plata, el Camino Escondido al Tapiz.
Cerró los ojos intentando soportar el dolor y luego los abrió para ver un cielo iluminado por el sol. La mañana había llegado al patio, los rayos del sol desenredaban las brumas de la montaña que brillaban en el rocío de los pinos. Algo le dio unos golpecitos ligeros en la cara y sintió el roce del agua en la frente.
El maestro Chien se inclinaba sobre él escurriéndole un paño de agua en la cabeza.
—Tonto —dijo—. Cuando uno está cansado, descansa.
Antonine se sentó y miró a su alrededor. Estaba en el patio de prácticas al amanecer.
—Era de noche… y había telarañas por todas partes. Y Quimera…
El maestro Chien frunció el ceño.
—¿Viste las telarañas de la Tejedora? ¿Y al propio tótem? ¡No mientas!
—No miento, maestro —dijo Antonine—. Estaba practicando y de repente me caí al espacio vacío y quedé atrapado en una telaraña, una telaraña que lo alcanzaba todo y a todos. Quimera apareció y me liberó, y entonces vi un camino de plata, como una senda lunar pero hecha de plata. Me quemó… —Se miró la mano derecha y vio allí una marca tenue.
El maestro Chien le agarró la mano, se la miró y gruñó.
—Quemadura lunar, la plata de Selene.
—Quimera la llamó el Hilo de Plata.
El maestro Chien se sentó y pensó mientras miraba el cielo de la mañana.
—Quimera te ha mostrado a la Tejedora, la causa del engaño que sufre este mundo. Su telaraña impide que veamos la verdad, pero es una telaraña que está en la mente. Tu cautiverio no es físico, sólo mental.
Se levantó y paseó por allí.
—Esto de plata… Hmm. No quiero saber lo que significa. ¿Un presagio? Vigilaremos y esperaremos a ver si se muestra de nuevo. Hasta entonces… —miró desdeñosamente a Antonine— practicarás sólo cuatro horas seguidas, hasta que aprendas a no agotarte hasta desmayarte. Esto no es el karate ni la lucha libre, las artes marciales internas requieren relajación y franqueza, un cuerpo sano y equilibrado.
Antonine asintió.
—Sí, maestro. Lo entiendo.
El anciano Contemplaestrellas ayudó al más joven a levantarse y le puso la mano en el hombro. Luego guió a Antonine mientras bajaban la montaña hasta el pequeño templo donde le habían extendido la esterilla en una esquina, lista para dormir. Cuando el maestro dejó a su pupilo, sacudió la cabeza y le dijo:
—Presta atención a tus sueños. No olvides jamás tus sueños, pues Quimera esconde allí su sabiduría.
Después de que se fuera su maestro, Antonine se miró la mano; ya no le dolía pero notó que brillaba suavemente en la oscuridad de la habitación cerrada, aunque la luz ya se estaba desvaneciendo.
Lo que el cuerpo recuerda, nunca lo olvida.