3 de
octubre
Ese miércoles amaneció a las 5 horas y 34
minutos.
Los cielos me saludaron, azules.
El lago se había encendido de nuevo.
Ahora jugaba a lo de siempre: a reflejar lo
que tuviera a mano.
Sintonicé la radio y alguien, invisible, le
puso vida al desierto de piedra en el que me encontraba.
Las noticias no eran malas: eran
peores.
Unos y otros —árabes y judíos— se acusaban
mutuamente. Y los rusos y norteamericanos se frotaban las manos. En
la vida siempre hay tontos útiles...
El locutor habló de temperaturas moderadas.
No rebasaríamos los 28 grados Celsius. Ya veríamos...
Y los vientos se mostraron inquietos.
Jugaban un rato en la orilla del Mujib. Hacían olas de chichinabo y
corrían a otra parte, montados en velocidades de andar por casa.
Ninguno superaba los 14,4 kilómetros por hora.
Tomé un baño, pero no logré calmar los
nervios.
Debo ser sincero: estaba tan excitado que no
sabía qué hacer ni adónde mirar.
Los dedos —como decía mi abuelo— se hacían
huéspedes.
¿Observaba Eliseo desde el lago? ¿Quizá
desde los acantilados rojos?
¡Qué estupidez!
Eliseo estaba muerto.
No, no lo estaba...
Yo me hallaba allí por algo.
El código...
¡Fantasías!
No, no lo eran...
Lo sé: estaba hecho un lío.
¿Qué hacía en mitad de la nada y en un
territorio en el que estaba a punto de estallar una guerra?
¡Faltaban tres días!
Miré a mi alrededor y me cansé de
mirar.
Negativo.
No observé nada extraño.
El viento iba y venía, rizando la superficie
del mar Muerto. Eso era todo.
Salí del agua sin dejar de mirar
atrás.
Tenía miedo, y no sabía de qué.
Y decidí que debía mantenerme ocupado. No
importaba en qué.
Si Eliseo estaba vivo, el día 6 daría
señales de vida.
Era lo único que debía preocuparme.
E intenté espantar las malditas y negras
dudas.
Desayuné y me ocupé de los equipos,
trasladándolos a la cubierta de la lancha.
Revisé hasta el último cable.
Oficialmente era un cazador de bacterias
pero, en realidad, aquel aparataje tenía otra finalidad, tan
importante como improbable: el instrumental debería ayudarme a
saber algo de la «cuna».
¿Podría detectarla?
Y temprano, antes de que el sol se
despabilara, llené el depósito de la Sin
nombre y me hice a la mar.
La barca se puso de mi parte desde el primer
pistoneo.
Era una lancha inteligente.
Nos entendíamos con la mirada...
Activé el «Navstar» y navegué en la
dirección indicada en la pantalla del «buscador».
Lo primero era lo primero: ubicar las
coordenadas que aparecían en el código.
Y fue en esos instantes, al explorar la
superficie del lago, cuando lo eché de menos.
Detuve el motor.
Busqué entre los aparatos.
Negativo.
¿Lo había olvidado en tierra?
¿Cómo podía ser tan torpe?
Regresé a la desembocadura del Mujib.
Puse la tienda patas arriba.
Negativo.
¡Había olvidado el visor IR!150
¿Lo dejé en Washington D. C.?
Probablemente...
Maldije mi mala cabeza.
Si la nave flotaba en el mar de la Sal,
lógicamente «apantallada» en infrarrojo, no podría verla. El visor
IR era fundamental...
No tardé en resignarme.
¿Por qué pensaba que la «cuna» se hallaba en
el lago?
Era absurdo...
De haber sido así, al verme en la Sin nombre, el ingeniero habría dado señales de
vida.
¿Por qué esperar al 6 de octubre?
Y sumido en estos pensamientos volví a
embarcar y me dirigí al punto señalado por el «Navstar».
Coordenadas:
31° 27’ 025’’ (N)
35° 33’ 34’’ (E)
El mar Muerto, como decía, estaba
desierto.
A lo lejos, en la orilla judía, gritaban los
blancos y los verdes del oasis de En Gedi.
No respondí. Me hice el tonto.
Los acantilados jordanos tenían un mal día.
Los vi rojos y serios. El gres de Nubia observaba con desconfianza:
«¿Qué hacía aquel estúpido humano bajo un sol de justicia y con un
enorme keffiye a cuadros rojos sobre la
cabeza?»
El viento se puso algo bravucón e hizo
cabecear a la Sin nombre. Nada
serio.
Finalmente alcancé el punto deseado.
Miré a todos lados.
Negativo.
Revisé el «Navstar» cincuenta veces.
Afirmativo.
Era el lugar señalado en el código.
Me hallaba en las coordenadas exactas.
Volví a inspeccionar el lago.
Detuve el motor.
El viento y la corriente nos empujaron con
dulzura hacia el sureste.
Negativo.
Activé de nuevo el «fita» y regresé a las
coordenadas.
Tomé referencias.
Una marca alta, en los acantilados rojos, y
otra más baja, en la costa. Servirían en el caso de que el
«Navstar» dejara de funcionar.
Y empecé a hacer cálculos, con la ayuda de
los equipos.
Fue entonces cuando percibí aquella extraña
sensación.
Miré el reloj.
Eran las once y cincuenta.
No sé explicarlo...
Sentí una presencia a mi espalda.
Sentí cómo me observaba.
Los pelos se erizaron.
Me di la vuelta pero allí, obviamente, no
había nada ni nadie.
Revisé la superficie del lago.
Negativo.
El viento jugueteaba; nada más.
Pero yo hubiera jurado...
Y me dediqué a lo que tenía que
dedicarme.
La distancia, desde las coordenadas a la
playa del campamento (en línea recta), era de 4,27259354
kilómetros.
Por el otro lado —también en línea recta—,
era de 12,20740645 kilómetros.
Bauticé el lugar de las coordenadas como
«punto rojo».
Bien. ¿Y ahora qué?
Volví a inspeccionar la superficie del
yam.
Yo hubiera jurado que alguien me
observaba...
Eso era ridículo.
Allí no había nadie.
Y el resto de la mañana lo hipotequé en la
medición de la profundidad.
El aparataje la estimó en −720 metros. Eso
hacía una profundidad real de 320.
Me hallaba, por tanto, sobre la fosa
sur151.
¡Vaya!
Allí no había forma de fondear la Sin nombre.
Y, de repente, sentí de nuevo aquella
sensación.
Me volví, rápido.
Negativo.
Y pensé: «Si la nave se hallara flotando
sobre el lago, aunque no la viera, si ponía proa hacia aquel lugar,
era probable que chocara con ella.»
La idea me pareció un perfecto
disparate.
Pero la sensación continuó en pie. Alguien
observaba.
Hice cálculos, en un vano intento por
distraerme.
La «cuna», si no recordaba mal, se había
hundido cerca de la costa jordana. Quizá a 500 metros. ¿Por qué el
código marcaba aquel punto, a poco más de cuatro kilómetros?
Finalmente me decidí.
Dirigí la Sin
nombre hacia el lugar en el que, supuestamente, podía
encontrarse la «cuna».
Si estaba allí no tardaría en darme
cuenta...
Pero, como imaginaba, la lancha siguió y
siguió navegando.
Y me tranquilicé: «Pura fantasía...»
El calor se hizo insoportable y no tuve más
remedio que regresar a la playa de piedra.
Esa noche cené estofado de buey, en vinagre,
y frío.
No deseaba encender fuego.
Y me dormí abrazado a una estrella.
Tenía que confiar...