16 de agosto

Por supuesto, no escapé a mi Destino.
Nadie escapa...
Retorné al «avispero» y continué dándole vueltas a los enigmáticos errores. No llegué a nada concreto.
Fue el jueves, 16 de agosto, cuando las cosas cambiaron.
Fue un giro de 180 grados.
Me hallaba inmerso en la lectura de los diarios cuando, de pronto, la venda resbaló y empecé a ver con claridad...
¡Oh, Dios!
Esto fue lo que vi y lo que viví: 89 páginas más allá del sexto «error» (ahora sí entiendo que debo entrecomillar la palabra) apareció «aquello»...
El nuevo «error» no era imposible: era imposible-imposible.
Ya no era yo quien se equivocaba, sino «Santa Claus».
Fue esta circunstancia la que, como digo, me derribó del caballo. El ordenador central no solía cometer errores.
Me explico.
En su momento, yo había escrito en el Ravid: «Partimos de Damiya el sábado, 16, y, por seguridad, pernoctamos en el vado de Josué. Yo viajaba en el primer reda. Tar nos seguía en el suyo. (Nos dirigíamos a la fortaleza de Maqueronte.)
Ese domingo, 17 de noviembre, el orto solar se registró a las 6 horas, 5 minutos y 15 segundos. El ocaso —según “Santa Claus”— tendría lugar a las 16 horas y 37 minutos. La luna aparecería a las 19 horas y 43 minutos y se ocultaría a las 10 horas y 6 minutos, en posición de menguante. Todo estaba calculado. Mejor dicho, casi todo...»
Pues bien, al leer en pantalla, en el «avispero», observé que las horas de la salida del sol y de la luna no fueron escritas como era mi costumbre y, además, los respectivos ortos o salidas de los astros no eran correctos.
Leí, atónito: «Ese domingo, 17 de noviembre, el orto solar se registró a las 3,1 horas, 27 minutos y 025 segundos (Número).»
Algo más adelante detecté otro desconcertante «error»: «... La luna aparecería a las 3,5 horas, 33 minutos y 34 segundos (Ezequiel).»
Los ocasos eran correctos.
Como digo, permanecí perplejo, sin saber qué pensar.
Esta clase de datos eran proporcionados por «Santa Claus». Eran correctísimos.
Además —me dije—, qué pintan esas palabras detrás de los ortos: «Número» y «Ezequiel».
Yo jamás escribía así...
Esa noche certifiqué que las horas que acababa de leer en el «avispero» no eran exactas. El sol no salió a las 3,1 (forma absurda de consignar un orto) sino a las 6. Tampoco la luna lo hizo a las 3,5 (!). Su aparición, en Israel, en esa fecha (17 de noviembre del año 26), se registró a las 19 horas.
Y, como digo, «desperté»...

 

* * *

 

No hacía falta ser muy inteligente para descubrir que alguien había manipulado los diarios, aunque fuera de una manera aparentemente no grave.
Pero ¿quién?
Ésa era otra pregunta sin demasiado fundamento.
Sólo Eliseo tenía acceso a la «cuna» y, por supuesto, al lugar en el que se hallaban depositados los diarios: «Santa Claus».
Y me planteé la cuestión capital: ¿Qué interés tenía el ingeniero en alterar unas pocas palabras (supuestamente de segundo o de tercer orden) y otros tantos números?
¿Qué escondía aquel manicomio?
Entonces llamaron a la puerta de la habitación.
¡Vaya!
Siempre me interrumpían en lo más interesante...
Abrí y la vi a ella.
Estaba bellísima, como siempre.
Vestía la túnica azul que tanto me gustaba.
El cabello, negro y libre, acariciaba la cintura. Parecía una apache, pero no...
Era la intuición.
Entonces, sin palabras, me dijo: «¡Al fin!»
Dio media vuelta y se alejó por el pasillo.
Caminaba de puntillas.
Sí señor... Tenía un trasero emocionante.
Cerré e intenté concentrarme.
No fue fácil.
Los nervios se habían desatado y rodaban hasta el suelo. Allí se agitaban como culebras...
Era menester empezar desde el principio.
Y así lo hice.
Me vestí de paciencia y fui anotando los «errores», en el orden en que se presentaron.
Primera versión:

 

También el séptimo. (Zacarías 2, 7)
... y cada error conduce a la luz. (Zacarías 3, 1)
... en cien atardeceres, en el año 025, con la ayuda de Wailos, Eutiques y Turing.
jefe de los encantamientos después de muerto (Semihazah 3, 5)
Zeq’el (será el día del relámpago) (3, 4)
En la quinta y última columna se leía Besa’el (vivirás lo no vivido). Éxodo 3, 3.

 

El séptimo gran error —el de los ortos del sol y de la luna— lo dejé aparte.
No supe qué hacer con dichas horas.
Y empecé a marear el asunto. Le di vueltas y vueltas, buscando un sentido. Cambié las frases de posición, alteré los números, traduje todo al griego y al inglés, suprimí palabras...
Pero ¿qué era lo que buscaba?
Me detuve, agotado.
No lo sabía...
Ni siquiera tenía la seguridad de que «aquello» encerrara un «mensaje».
Todo eran suposiciones...
Y me pregunté, por enésima vez: «¿Alguien trata de decirme algo?»
¡Qué tontería!
Eliseo estaba muerto...
«A no ser que las “anomalías” hubieran sido introducidas en los diarios antes de “regresar” a 1973...»
Me pareció un comentario de perogrullo.
Y aceptando algo así, ¿qué sentido tenía?
Una de las frases (?) me llamó la atención desde el primer momento: «y cada error conduce a la luz (Zacarías 3, 1)».
Cierto.
Cada equivocación, en la vida —si uno sabe estar atento—, lleva a la verdad (suponiendo que la verdad exista).
Y me dije: «¿Conducen estos errores a la luz?»
Pero ¿a qué luz? ¿Hay un final en este laberinto?
Me estaba obsesionando...
Y en ésas, de madrugada, volvieron a llamar a la puerta de la habitación.
¡Vaya!
Abrí y hallé de nuevo a la bellísima mujer del cabello negro: la intuición.
Me miró intensamente.
Hice ademán para que entrara, pero negó con la cabeza.
Y me transmitió:
«Prescinde de lo superfluo.»
Sonrió, complacida, y se retiró.
¿Prescindir de lo superfluo? ¿Y qué era lo innecesario en aquel manicomio?
Volví a repasar los seis errores con detenimiento.
Y tomé una decisión.
Suprimí las citas bíblicas. A fin de cuentas eran falsas, o no relacionadas con el texto en cuestión.
Esto fue lo que obtuve:

 

También el séptimo.
y cada error conduce a la luz
... En cien atardeceres, en el año 025, con la ayuda de Wailos, Eutiques y Turing.
jefe de los encantamientos después de muerto.
Zeq’el (será el día del relámpago).
En la quinta y última columna se leía Besa’el (vivirás lo no vivido).

 

Continué sin rumbo.
Aquello carecía de lógica para quien esto escribe.
Sólo las dos primeras frases mantenían una cierta coherencia (?): También el séptimo y cada error conduce a la luz.
Invertí el orden, puntué, y leí: «Y cada error conduce a la luz. También el séptimo.»
El instinto avisó.
Esto sí guardaba mayor sentido. Pero seguí en blanco.
«Y cada error conduce a la luz...»
Yo había detectado siete errores, aunque uno de ellos —justamente el séptimo— no estaba siendo contemplado en esos momentos.
Sentí un escalofrío.
«Y cada error conduce a la luz... También el séptimo.»
El autor o autores de las «anomalías» parecían conocer la psicología del receptor. Yo había desestimado el séptimo «error» (de momento).
«Y cada error conduce a la luz...»
Me emocioné.
Y, de pronto, un rayo de esperanza me iluminó.
No fue la razón quien llegó a esa conclusión; fue el instinto: «Eliseo vive.»
La lucidez fue breve.
Me enredé de nuevo en las frases y la cordura —¡maldita criatura!— se impuso.
Así discurrieron las horas, interminables como desiertos de piedra...
Entonces recordé la advertencia de la bella intuición:
«Prescinde de lo superfluo.»
Examiné nuevamente el galimatías y tomé otra decisión.
Prescindiría de lo erróneo y de las palabras que aparecieran repetidas en el texto original.
Fue así como construí lo siguiente:

 

Y cada error conduce a la luz.
También el séptimo.
En cien atardeceres y Turing.
Después de muerto.
Será el día del relámpago.
Se leía Besa’el (vivirás lo no vivido).

 

No avancé mucho más, pero dos frases reclamaron mi atención:
«Después de muerto será el día del relámpago.»
Ahí me quedé, bloqueado de nuevo.
¿Quién tenía que morir? ¿Qué demonios era el día del relámpago? ¿Fallecía alguien en esa fecha?
Volví a desesperarme.
El amanecer clareaba y yo oscurecía.
Fue entonces cuando llamaron a la puerta por tercera vez.
Lo supe.
Era la intuición. Volvía en mi auxilio.
Así fue.
Al abrir la hallé frente a mí, a dos pasos.
Esta vez sonrió y señaló con el dedo hacia mi pecho.
Y susurró:
«Guíate por el corazón.»
Tenía razón, como siempre.
Me enfrenté de nuevo a las seis frases.
Esta vez las pinté de colores.
«Y cada error conduce a la luz» en rojo.
Fue al azar: el primer color que me vino a la mente.
«También el séptimo» en verde.
«En cien atardeceres y Turing» en azul.
Y me dejé arrastrar por el consejo de la bella intuición: «que hable tu corazón».
Borré «y Turing».
Entendí que sobraban. «Turing» era una ratificación, sin más.
Así lo interpreté.
Era como si Eliseo hubiera añadido al enigma un elemento que distrae y, al mismo tiempo, una confirmación de que aquello era obra suya. Como dije, adoraba a Turing, el mago de la informática.
De repente me detuve.
«Guíate por el corazón.»
Y continué pintando en azul: «después de muerto».
Fue así como apareció la siguiente frase: «En cien atardeceres después de muerto» (azul).
«Será el día del relámpago» la coloreé en negro.
Y faltaba la última frase.
¿De qué color la pintaba?
No me vino nada a la mente.
Fue entonces cuando decidí meter los dedos en la caja de pinturas y, sin mirar, sacar un rotulador, al azar (?).
Salió el violeta.
«Se leía Besa’el (vivirás lo no vivido)» quedó pintada en violeta.
«Guíate por el corazón», repitió la bella mujer.
Y suprimí «se leía Besa’el».
No hubo razón para ello. Fue puro instinto.
Y el «código» —como había empezado a llamar a las frases— se presentó con un nuevo aspecto:

 

Y cada error conduce a la luz (rojo).
También el séptimo (verde).
En cien atardeceres después de muerto (azul).
Será el día del relámpago (negro).
Vivirás lo no vivido (violeta).

 

Era la cuarta estructura.
Permanecí pasmado.
Aquello tenía mayor sentido.
Y la bella mujer habló de nuevo: «Guíate por el corazón.»
Cambié de posición una de las frases.
Me gustó más.
Y el código tomó nueva forma:

 

Y cada error conduce a la luz.
También el séptimo.
En cien atardeceres después de muerto.
Vivirás lo no vivido.
Será el día del relámpago.

 

Rojo, verde, azul, violeta y negro97.
Fue la quinta estructura...
Pasé tiempo y tiempo frente al código.
Algo estaba claro para quien esto escribe: si Eliseo trataba de comunicarse —sabiendo como sabía de mi proverbial torpeza—, la fórmula tenía que ser extremadamente sencilla.
Y volví a sorprenderme.
«¿Por qué daba por hecho que el ingeniero se hallaba vivo?»
Menos mal que me centré en lo que verdaderamente importaba: las frases.
«En cien atardeceres después de muerto» me obsesionaba.
Hice toda clase de cálculos.
No logré desnudar la frase.
Barajé la totalidad de las hipótesis que me fueron enviadas.
¿Se refería al propio Eliseo?
Aceptando que hubiera muerto, ¿cuándo se registró dicha muerte?
Era obvio.
El fallecimiento —si es que murió— tuvo que producirse hacia las 21 horas del 28 de junio (1973). Fue en esos momentos cuando vi cómo la «cuna» se hundía en las profundidades del mar Muerto.
Consulté el calendario.
¡Vaya!
«Cien atardeceres después de muerto» (?) coincidía con el 6 de octubre.
Era en esa primera semana del mes de octubre cuando Rapto de Europa tenía previsto el inicio de la guerra entre árabes y judíos.
El instinto tocó en el hombro, pero no me percaté de la sutileza.
Ahí me quedé...
¿Sería el 6 de octubre el día del relámpago?
El resto del código —o lo que fuera— no me dijo nada.
Y una voz sonó 5 por 5 en mi interior: «¡Eliseo vive!»
El repiqueteo fue nítido: «¡Vive!»
Pero eso significaba que había «regresado» con el Maestro...
¡Dios mío!
¿Trataba Eliseo de comunicarme que se hallaba con el Hijo del Hombre?
No entendía.
¿Y por qué iba a volver al tiempo del Hombre-Dios?
Ya lo medité, pero volví sobre ello.
¿Qué razón o razones podía tener Eliseo para manipular de nuevo los ejes de los swivels y retornar a la época de Jesús?
¿Y qué pintaba yo en todo aquello?
Si era cierto que el ingeniero se encontraba de nuevo en el año 28 de nuestra era, por decir algo, ¿qué pretendía?
Y lo más desconcertante: ¿por qué intentaba comunicarse con quien esto escribe?
Yo estaba acabado...
Aun así reflexioné sobre las ya referidas razones:
¿Por gratitud hacia el Galileo? Él lo había sanado...
No sé.
Eliseo era frío y calculador.
¿Deseaba continuar lo que no pude terminar? ¿Pretendía seguir al Maestro el resto de su vida de predicación?
Si era así, sentí una intensa envidia...
¿Por Ruth, la pelirroja?
No lo creí.
¿Para rescatar el cilindro de acero, con las muestras?
Eso encajaba en la personalidad y con el «trabajo» del «oscuro»...
¿Por una mezcla de todas ellas?
¡Quién sabe!
Y la lógica regresó y se impuso: «Estás sacando los pies del tiesto...»
Quizá llevaba razón. Yo había visto la nave, hundiéndose en el mar de la Sal.
«¡Vive! —reprochaba la voz interior—. ¡Está vivo y trata de decirte algo!»
«¡Está muerto!» —insistía la razón.
«¡El código no es casual! —escuchaba en mi mente—. Nada es azar...»
Sí, lo sabía. Nada es casual. Nada...
Pero la razón pesaba lo suyo.
Y en ésas me hallaba cuando llamaron a la puerta, una vez más.
Pensé: la bella intuición...
Ella me sacará de la duda.
Abrí y quedé decepcionado.
No era la hermosa mujer que caminaba de puntillas.
Era un policía militar...
¡Vaya!
Domenico me reclamaba.

 

* * *

 

A las 8 de la mañana del viernes, 17 de agosto, entraba en el despacho del ayudante del general Curtiss, en el hangar rojo.
Ésa sería otra jornada que no podría olvidar con facilidad...
Domenico no me miró.
Creo que no se percató de mi llegada.
Sobre la mesa aparecían cinco grandes fotografías en color.
El ayudante las contemplaba con la ayuda de una lupa.
Lo vi absorto y sombrío.
Permanecí en silencio, al otro lado del escritorio, pendiente.
Las imágenes me alertaron.
Algo sucedía...
Finalmente se percató de mi presencia.
Alzó el rostro y capté una sombra de inquietud en la mirada.
—¿Qué pasa? —pregunté mientras miraba, de soslayo, las superficies mates de las fotos.
Tomó una de ellas y me la entregó, al tiempo que sugería:
—Será mejor que te sientes...
Así lo hice y procedí al examen de la fotografía.
Era una imagen tomada por un satélite.
«Otra más», me dije.
Pero no. Aquélla era diferente...
En un primer momento no distinguí gran cosa.
Se trataba del mar Muerto, como casi siempre.
A la izquierda aparecía la costa jordana.
Al pie leí: «16 Agosto. 1973... 12 horas 12 minutos... Coordenadas...»
Ése era el punto en el que se había hundido la «cuna».
El 16 fue el día anterior.
Dudé.
Aquellas malditas fotos nunca me decían nada.
El ayudante indicó un punto, a cosa de medio kilómetro al oeste del wadi Mujib.
Volví a inspeccionar la fotografía, pero sólo hallé una mancha.
Y la miré, sin terminar de comprender.
Domenico, entonces, abrió una de las carpetas y extrajo un par de documentos.
Me los entregó y me invitó a leer.
Era un informe confidencial procedente del Pentágono (sección cartográfica del CDTI: Centro de Desarrollo Tecnológico e Industrial).
Leí, rápido, y la confusión me arrolló.
Crucé una mirada con el ayudante.
Asintió en silencio.
—Pero...
Allí reconocían que la «cuna» se hallaba a 92 metros, enterrada en el fango del lecho del mar Muerto.
Volví sobre la fotografía, pero continué en blanco.
Sólo se distinguía una mancha...
Y comenté, harto:
—Esto puede ser la cagada de una mosca...
Domenico sonrió con desgana y me animó a que concluyera el informe.
Los del Pentágono desplegaban numerosos datos técnicos que avalaban, supuestamente, el descubrimiento.
El autor (o autores) se refería al «inconfundible perfil del módulo» y a la «clara ausencia del tren de aterrizaje».
La detección —rezaban los papeles— había sido posible mediante sensores hiperespectrales de alta resolución espacial98, con la ayuda de Rayos X y la «canalización ultrasónica».
Los satélites, finalmente, lograron la penetración en el barro y la ubicación de la nave.
No sé explicarlo, pero aquello me olió a chamusquina.
Es cierto que los descubrimientos militares, en USA, superan la decena, anualmente, y que difícilmente salen a la luz. Todo era posible, pero...
Terminé encogiéndome de hombros y exclamé:
—¡Quién sabe...!
Domenico me contempló, perplejo.
—La información —argumentó— procede de lo más alto.
—Ahí es donde más mierda hay...
El ayudante me animó para que continuara la inspección de las restantes fotografías.
Así lo hice.
Esta vez palidecí...
Las cuatro imágenes eran distintas. Muy distintas...
Domenico se adelantó a mis intenciones y me cedió la lupa.
—¿Qué es esto? —pregunté tras una primera y detenida observación.
Mi compañero replicó:
—Sinceramente, no lo sé... Parece uno de los nuestros.
En las fotos, nítidas y perfectamente enfocadas, se veía un cuerpo. Era un cadáver.
Leí el reverso: «Mar Muerto. 11 de agosto 1973. Jordania. Identidad desconocida.»
No había duda. Las imágenes fueron tomadas en una playa de la costa oriental del mar Muerto (zona jordana).
Las inspeccioné una y otra vez, cada vez más nervioso.
—No puede ser...
—Parece ser que sí.
Y repetí:
—No es posible...
—Lo es, Jasón... Por eso te he llamado.
En la primera fotografía aparecía el cadáver, boca abajo, a escasa distancia del agua. Vestía un traje blanco, aparentemente de astronauta.
Me fijé en los detalles.
Era similar a los que usábamos en el proyecto Swivel y, más concretamente, en la operación Caballo de Troya.
Portaba la escafandra.
En las proximidades se apreciaban los pies de varios soldados. Eran botas. El fotógrafo era un militar, obviamente.
En la segunda imagen, el «astronauta» (?) aparecía boca arriba.
Paseé la lupa sobre la escafandra, pero la protección, tintada de negro, no permitía ver el interior.
En el hombro izquierdo se distinguía la bandera norteamericana (13 por 7 centímetros), cosida al traje.
Y se presentaron los escalofríos.
—No es posible —repetía.
Seguí aproximando la lupa al traje.
Afirmativo.
Era idéntico al que vestíamos Eliseo y yo cuando fui empujado a las aguas del mar de la Sal99.
Domenico continuaba en silencio, con la cabeza baja.
La tercera fotografía me desconcertó un poco más.
Era una ampliación del brazo derecho.
Un maletín metálico, de mediano porte, se hallaba esposado a la muñeca.
No entendí...
Pregunté, pero Domenico no supo qué responder.
En la cara visible del maletín se apreciaba parte de un número, grabado en el metal.
Creí leer 1357.
Ni idea.
Que yo supiera, en la «cuna» no cargábamos esa clase de maletines.
La última fotografía era otra ampliación. En este caso del pecho del astronauta.
La lupa tembló.
No tardé en reconocer el emblema circular, de siete centímetros de diámetro, que distinguía a Caballo de Troya. Aparecía sobre el corazón.
Me estremecí y Domenico se percató de ello.
Se apresuró a sacar el rosario y musitó las plegarias con los ojos entornados.
En el centro del pecho, a la altura del esternón, medio se leía un apellido.
¡Dios bendito!
Aparecía cosido al traje.
Volví a interrogar a Domenico.
No respondió.
Continuó con las avemarías.
«No —me dije—, no es...»
Sí lo era. Al menos, ése fue el nombre que leí.
¡Era Eliseo!
Su apellido (real) figuraba sobre el pecho.
Las cinco letras se presentaban deterioradas, pero legibles.
—¡Dios mío! No es posible...
El ayudante interrumpió el rosario y contestó:
—Ya ves... Parece que sí. Fin de la pesadilla.
—¿Lo sabe Curtiss?
—Está de camino...
Señalé las fotos y pregunté, aunque conocía la respuesta:
—¿Qué garantías hay de que eso sea auténtico?
—¿Garantías? —clamó Domenico, extrañado—. ¡Vienen de lo más alto!
Y recordé a Eliseo y a los «oscuros del infierno». También procedían de lo más alto...
—No sé qué pensar —lamenté.
El ayudante se puso en pie.
El rosario osciló, nervioso.
Domenico se explayó:
—Yo te diré lo que tienes que pensar... Eliseo murió.
Dudó unos instantes, pero siguió, valiente y decidido:
—Probablemente se ahogó... Quizá murió en el impacto. ¡Eso qué importa!... ¡Murió!... Le rendirán honores militares...
—¡A paseo los honores!
—Cuando llegue Curtiss preguntaré y avisaremos a la esposa y a la familia...
Y me vino a la mente el código.
¡Qué extraña situación!
Aquellas frases no casaban con lo que tenía a la vista.
¿Me estaba obsesionando?
No hice más comentarios y abandoné el lugar.
Caminé sin rumbo.
Me hallaba sumamente confuso y angustiado. No podía negar lo que acababa de contemplar, pero algo tiraba de mí en otra dirección... No sé explicarlo.
Fue, sin duda, uno de los momentos más difíciles de aquel tramo.
Las esperanzas nacidas al amparo del código se estaban esfumando, segundo a segundo.
Terminé en el bosque de Josué.
Hablé mucho con el cactus de los ojos de color mostaza.
Busqué poner orden en el gallinero de la mente.
Fue casi imposible.
Josué miraba y exclamaba:
—¡Pobrecillo!
Hizo de confesor:
—Empecemos por el principio. ¿Qué has visto?
Le dije que una mancha en la foto de un satélite.
—Tienes razón —manifestó—. Eso es manipulable...
Y hablé igualmente de los papeles del Pentágono...
—Un momento —terció, asombrado—, ¿qué tienes que ver con Ellsberg?
—Nada...
—¿Y con Colson?
—Mucho menos...100
—¿Y con el analfabestia de Nixon?
Me molestó la pregunta pero continué las explicaciones:
—Las restantes fotografías son otro cantar...
—¿Por qué?
—En ellas aparece un cadáver, vestido de astronauta. Dicen que es Eliseo...
—¿Quién lo dice?
—Lleva el apellido en el pecho...
—Eso no significa nada. ¿Le has visto la cara?
—No.
—¿Cuándo ha aparecido?
—Hace una semana... Lleva un maletín anillado a la muñeca.
—¿Un maletín? ¡Como el hombre que nunca existió!
—¿A qué te refieres?
—Son cosas mías... Tú no habías nacido.
Y, de pronto, recordé algo que podía ser importante.
No me di cuenta en el despacho del ayudante.
—¿Cómo murió?
No presté atención a las palabras del cactus.
—¿Se ahogó? —insistió—. ¿Se golpeó? ¿Murió en el impacto?
—No lo sé —balbuceé—. Eliseo era un atleta...
—¿Qué recuerdas?
—La «cuna» se hallaba en estacionario cuando fui empujado a las aguas...
—¿Nivel?
—30 pies (alrededor de 10 metros).
—¿Quedaba combustible?
—Los tanques de reserva entraron en funcionamiento al hacer estacionario sobre el mar Muerto.
—Eso quiere decir...
El cactus lo calculó. Yo le ayudé:
—Quedaban 492 kilos...
—¿A cuánto quemaba la «cuna»?
—En esos momentos, si no recuerdo mal, a razón de 6 kilos por segundo.
Y añadí:
—Cuando salté teníamos un margen de 40 segundos...
—Veamos —meditó Josué—... Fuiste empujado, te sumergiste en las aguas y regresaste a la superficie...
—Así fue.
No sabía adónde quería ir a parar...
—Todo eso pudo suponer del orden de 20 o 30 segundos...
Le di la razón:
—Más o menos...
—En realidad observaste la nave poco antes de volver a la superficie....
Estuve conforme. Vi cómo se hundía cuando empecé a subir.
—La nave, por tanto, no había consumido la totalidad del combustible cuando se cruzó contigo bajo el agua...
Esta vez fui yo quien hizo cálculos.
Tenía razón.
Cuando la vi perderse hacia las profundidades del mar de la Sal podían haber transcurrido 15 o 20 segundos desde que fui empujado por Eliseo. Quizá menos. Recordé que, segundos antes de que mi compañero me empujara, él gritó, al tiempo que miraba los controles: «¡Quedan cuarenta segundos!»
¡Vaya! La observación del cactus me dejó perplejo.
La nave no se precipitó al lago de forma violenta. Descendió suavemente. No hubo impacto.
En otras palabras: entró en el mar Muerto con la mitad del combustible de reserva.
Cuando me crucé con la «cuna», según estas estimaciones, quedaba combustible para otros 20 segundos, como poco. Y pensé: «Veinte segundos es una eternidad...»
Y el asunto de la escafandra —la idea que me había asaltado poco antes— regresó con fuerza.
Allí dejé al bueno de Josué, haciendo cábalas.
Y me encaminé de nuevo hacia la zona restringida.
Por el camino pensé y pensé.
Eliseo tuvo tiempo de activar la inversión de masa... ¡y «desaparecer»!
Pero ¿qué debía pensar del cadáver?
Si se ahogó (?) el 28 de junio, ¿por qué aparecía 44 días después? Más aún: si la «cuna» se hallaba a 92 metros, en el fango, ¿cómo explicar la presencia del «astronauta» en la orilla? ¿Quién encontró el cadáver? ¿En qué circunstancias? ¿En qué punto exacto?
Y lo más importante: ¿por qué no le fue retirada la escafandra?
Demasiadas preguntas sin respuesta...
Quizá Domenico llevaba razón.
«Fin de la pesadilla.»
Quizá tenía que hacerme la idea: Eliseo estaba muerto.
¿O no?
¿Y el código?
¿Se debía todo a una maniobra orquestada por los «oscuros del infierno»?
Deliraba...
¿Y qué pensar del extraño maletín metálico, esposado a la muñeca derecha del cuerpo?
¿Qué contenía?
¿Quizá el cilindro de acero, con las muestras del Maestro y de su familia?
Rechacé la idea.
Eso no era posible.
El cilindro se perdió en Beit Ids...
Quizá contenía algo de lo que Eliseo no había hablado.
¿Otro secreto?
Al ingresar en el despacho del ayudante de Curtiss, en el hangar rojo, fui directo a las fotografías del «astronauta».
Domenico me siguió, desconcertado.
—¿Qué ocurre?
No respondí. Sólo quería cerciorarme.
En efecto.
Y quedé nuevamente confuso.
El cuerpo hallado en la orilla jordana, como dije, portaba una escafandra tintada en negro.
¡Qué extraño!
Como referí, segundos antes de que este explorador fuera empujado por Eliseo a las aguas del mar de la Sal, el ingeniero procedió a retirar mi escafandra, y después hizo otro tanto con la suya. Ambas escafandras, además, eran transparentes. Recuerdo que la mía aparecía manchada de sangre101.
¿Cómo era que el cadáver, supuestamente de Eliseo, presentaba la escafandra y tintada?
¿Volvió a encajarla después? ¿Por qué razón? Si pretendía saltar, la escafandra, en el agua, hubiera sido una molestia.
¿O no eran sus intenciones?
Tuve que sentarme.
Todo se oscurecía a mi alrededor.
Volví a leer el informe del Pentágono y repasé de nuevo las restantes fotografías.
No dije nada a Domenico sobre el asunto de la escafandra.
El ayudante no logró aclarar mis dudas.
No sabía gran cosa.
Las fotos del «astronauta», al parecer, fueron tomadas por el ejército jordano, y depositadas en la embajada norteamericana en Ammān. Desde allí las remitieron al Pentágono.
Domenico ignoraba cuándo fueron hechas realmente, aunque en el reverso del papel aparecía la fecha ya mencionada: 11 de agosto (sábado).
Tampoco sabía cómo había llegado el cadáver a la costa.
«Alguien dio la voz de alerta —supuso— y las autoridades se presentaron en el lugar.»
Tenía sentido.
Y pensé: «Hace 50 días que se ha hundido la “cuna”, siempre supuestamente... Ese cadáver, aceptando que sea el de Eliseo, tiene que encontrarse en avanzado estado de descomposición... O mucho me equivoco o la identificación puede resultar lenta y laboriosa... Por cierto, ¿qué explicación proporcionó la embajada a las autoridades de Jordania?»
Allá ellos...

 

* * *

 

Fue en aquel nuevo repaso de las fotografías cuando lo vi:
Aproximé la lupa y medio lo confirmé.
Era otro detalle «imposible».
Domenico me observaba con curiosidad.
Para él, yo era casi extraterrestre.
El traje del astronauta aparecía levemente rasgado a la altura de la rodilla izquierda.
Eso era inviable...
Como referí en su momento, la capa externa se hallaba protegida por un compuesto coloidal102 que resistía las agresiones físicas y químicas. El impacto de un calibre 22 americano, a diez metros, no le afectaba.
Y me pregunté: «¿Cómo puede estar roto?»
Tampoco hice comentarios al respecto.
Menos mal...
Curtiss se presentó en el hangar rojo a las 16 horas y 6 minutos.
Llegó nervioso y con el habano entre los dedos, fallecido. Echaba chispas. El Pentágono le había informado por la mañana. Siempre era el último en conocer las noticias... Eso decía.
Domenico se echó a temblar, con razón.
El general examinó las fotografías, al tiempo que el ayudante se hacía con la gorra.
Curtiss gruñó.
Exigió los papeles del Pentágono y continuó gruñendo de manera sorda.
Domenico empezó a palidecer.
Eso significaba «borrasca a la vista».
El jefe del proyecto me miró, pero no me vio. Y siguió emitiendo sonidos roncos e ininteligibles.
Domenico prendió fuego al cigarro, lo resucitó, y el general, con los documentos y las fotografías en las manos, se encaminó hacia el «ahumadero».
El enfado de Curtiss salpicaba...
De pronto se detuvo, giró sobre los talones, y, dirigiéndose a quien esto escribe, bramó:
—¡Tenemos que hablar tú y yo!
El tono sonó a andanada por babor.
¿Qué había hecho esta vez?
El portazo fue de película.
No supe qué hacer.
¿Me sentaba? ¿Huía?
Opté por esperar.
Y empezaron los gritos.
Curtiss hablaba con el Pentágono.
Después llegaron las maldiciones y los epítetos.
Domenico se escondió detrás de los papeles. Ni respiraba.
Los teléfonos echaban humo...
—¡Ya sé que es viernes, deshuevado! —Clamaba Curtiss—. ¡Esto tiene prioridad!... ¡Busca a ese trapalón de los cojones!
Silencio.
Después, nuevos gritos y más lindezas:
—¿Cómo que no encuentras al oficial de operaciones?... ¡Soviéticos!... ¡Baldados!... ¡Búscalo y me lo traes por las pelotas!... ¿Has entendido?... ¡Pues eso!... ¡Malditos jevas!
Domenico tradujo y se sonrojó:
—Jeva, en Cuba, significa maricón...
—¿Y trapalón?
—Viene del portugués: trapalhão..., embustero.
Curtiss los llamó de todo.
Nadie estaba donde debía estar...
Los calificó de traidores, putas sin tabaco, temulentos (borrachos), chupatintas y militares de calzón corto (?).
El repertorio no tenía fin.
—¿Que está cazando en Alaska?... ¡Maldito cularra!... ¡Que lo traigan!... ¡Es una orden!
Después les tocó el turno a los políticos.
Los llamó vampiros, gandules crónicos, cuernócratas, lameculos y ladronazos, entre otros regalos que no recuerdo.
Una hora después, en plena tormenta, me retiré.
Si el general me reclamaba, Domenico sabía dónde localizarme.
El bar de Joco era un incendio. Los rumores lo consumían todo.
Y escuché, pasmado:
Nixon se había dirigido a la nación, declarándose inocente en el caso «Watergate»103.
Mis compañeros militares lo llamaban pérfido y logorreico.
Dijo que no dimitiría...
Y las risas fueron de campeonato.
Joco lo llamó farfolla de tres al cuarto.
Kissinger y la CIA seguían incendiando Chile, aunque por la puerta de atrás, de acuerdo a sus hábitos.
Allende, el legítimo presidente, advertía de la posibilidad de una guerra civil. Pero Nixon y los «monos» miraban hacia otro lado.
Para colmo, cazas judíos habían interceptado otro avión de pasajeros. Y lo obligaron a tomar tierra en la ciudad de Lod. En el bar de Joco se rumoreaba que en el aparato viajaba Salah Khalaf, un terrorista que dirigía la organización Septiembre Negro.
Y pensé: «Otra argucia de Rapto de Europa para calentar el ambiente...»
La guerra aullaba muy cerca.
Todos la oíamos, pero nadie hacía nada.
¡Malditos políticos y malditos militares!
La mayoría de mis colegas obedece, lo sé, pero algunos son villanos y cabitorcidos.
El dinero y el poder los domina.
¡Pobres iluminados!
No saben que lo único que se llevarán de este mundo es la maleta de los recuerdos... Pero, aun así, cumplen su «contrato».
Empecé a notar que no hacía pie.
Me sentía derrotado.
Curtiss no me reclamó.
Y opté por lo más sensato: retirarme a mi habitación y seguir pensando.
Los pensamientos eran el mar Rojo de la Biblia: de pronto se abrían y, al poco, se cerraban con estrépito.
Y yo me veía zarandeando en aguas turbulentas:
«Eliseo... ¿Vivía?... El código... Un cadáver en el mar de la Sal... Fin de la pesadilla... Yo te diré lo que tienes que pensar... Tenemos que hablar tú y yo... ¿Que está cazando en Alaska?... Había combustible para 20 segundos... Señalé mi escafandra y él la retiró... Cien atardeceres después de muerto...»
Me rendí, abrazado al código.
En buena hora...