5 de septiembre

Pasé la noche en el vehículo.
La tensión y el regateo con el paisano me vencieron.
Desperté hacia las cinco de la madrugada, sobresaltado.
Las sospechas eran insoportables.
¿Fuimos nosotros quienes derribamos el aparato en el que viajaban el general y el equipo de directores? ¿Fuimos capaces de una atrocidad así?
Cosas peores hemos hecho...
Y la condenada barra —posiblemente de titanio— me revolvió el estómago.
Tenía que estar seguro.
Convenía visitar el lugar donde el pastor decía que las encontró, inspeccionarlo a fondo y, posteriormente, analizar el metal.
Sabía dónde y cómo hacerlo.
Y poco antes del amanecer crucé el pueblo y me senté frente a la puerta de la vivienda del pastor.
La aldea dormía, acurrucada en blanco y negro.
Y esperé.
Es curioso: mi vida es una permanente espera.
El alba asomó entre las colinas, me vio, y se puso violeta; mi color favorito.
Menos mal que alguien me tenía en consideración...
El cabrero no tardó en dar señales de vida.
Primero se encendió una luz en la casa. Después vi sombras. Por último, la puerta se abrió y apareció el «negociante en dólares».
Se sorprendió al verme, pero no dijo nada; ni buenos días.
E hizo un gesto para que lo siguiera.
El pueblo, como digo, estaba en el último sueño. No tardaría en abrir los ojos y ventanas.
Abandonamos la aldea rápida y sigilosamente.
Al poco nos deteníamos en un aprisco de piedra.
El joven abrió la portezuela y dejó salir a una veintena de merinas blancas y lanudas.
Una de ellas tomó el mando y tiró de las hermanas.
El pastor gruñó algo y se fue tras las ovejas.
En eso vi aparecer un perro alto y bullanguero, con el cuerpo pintado a pinceladas blancas y negras.
Me recordó el braco del Mediodía, pero no estoy seguro.
Tenía los ojos como el ámbar y el rabo cortado.
Me olisqueó, curioso, dándome su aprobación.
Después dio un salto y se lanzó a un galope corto tras el amo.
El bullanguero alcanzó al pastor y trató de hacerle fiestas, pero el dueño respondió con una coz.
El pobre animal lloró algo —poco— y se quedó atrás.
Y así, sin cruzar una palabra, ascendimos y bajamos toda suerte de colinas. La marcha se prolongó casi dos horas.
El bullanguero era el único preocupado por quien esto escribe. Se detenía y esperaba. Me recordó a Zal, el perro del Maestro. También tenía una mirada acariciante.
Marchamos siempre hacia el este.
Las ovejas conocían el camino. No se detuvieron en ningún momento.
El perro se desviaba en ocasiones y se perdía entre las encinas y los olivos. Le veía dibujar muestras. Era un cazador nato. Supuse que nos hallábamos en tierra de conejos y de liebres.
Traté de tomar referencias, pero los horizontes aparecían y desaparecían en cada loma. Me resigné.
En un momento determinado, el pastor rodeó una aldea, por el sur, y continuó hacia el noreste.
Después, de regreso a la base, lo supe: era el pueblo de Valdeconcha, relativamente próximo a Hueva. Una carretera comarcal (la 2007) lo visitaba a diario.
Hice algunos cálculos mentales.
Nos hallábamos lejos del lugar del accidente del C-141; estimé que a cosa de tres kilómetros.
Una hora después —hacia las diez— nos deteníamos en una barranca de mediana profundidad, con el cauce sembrado de piedras rojas, y las laderas arboladas.
Fin del viaje.
El pastor lanzó otro gruñido y las merinas se detuvieron.
Y empezaron a remolonear, a la búsqueda de tallos frescos.
El de los dólares se dirigió a mí y señaló un árbol cercano.
—Ahí fue...
Me aproximé al lugar marcado, pero no vi nada especial.
Se trataba de un moráceo de tronco grueso y gran copa, con las hojas en forma de corazones.
Y me pregunté: «¿Qué hacía aquel moral, solitario y perdido, en mitad de una tribu de encinas?»
No me di cuenta en esos momentos. El cielo habla así, con señales...
¡Hojas en forma de corazón!
—Ahí las encontré —insistió el pastor, al tiempo que indicaba la base del moral.
No esperó respuesta.
Se retiró a la sombra de una de las encinas y se dispuso a desayunar.
Me esforcé por averiguar en qué lugar nos hallábamos.
Lo logré a medias.
No disponía de mapas y tampoco de una brújula.
Tuve que valerme del sol y de los dibujos lejanos de los pueblos de Valdeconcha y de Hueva, así como de las carreteras que blanqueaban entre los bosques. Una, como dije, era la que unía Pastrana con Valdeconcha y otro pueblo llamado Alhóndiga, más al norte. En paralelo, hacia el oeste, corría otro camino comarcal (CM-200), que desembocaba en Fuentelencina.
Éstas fueron mis referencias.
Una vez en la base comprobé que las barras del posible titanio fueron encontradas a 4,5 kilómetros (en línea recta) del punto de impacto del C-141.
Y la idea del derribo del aparato siguió conquistándome.
Pero necesitaba más información.
Me concedí un respiro y jugué un rato con el bullanguero.
Tenía las orejas finas y largas y bien enrolladas por detrás de la línea del ojo.
Las pulgas se lo comían...
Después probé fortuna. Tomé el moral como referencia y empecé a inspeccionar la zona, trazando círculos en torno al árbol.
Y así escaparon quince o veinte minutos.
No percibí nada anormal.
Quizá me estaba equivocando...
El pastor había encendido un cigarrillo y me contemplaba, avaricioso.
Sentí hambre, pero me contuve.
Y proseguí la búsqueda... ¿De qué?
Entonces ocurrió algo providencial.
El perro, como buen cazador, merodeaba entre los árboles.
Y, súbitamente, quedó inmóvil, apuntando con la trufa rosa hacia una gran roca. El cuerpo era una flecha. La mano izquierda aparecía doblada. La muestra era perfecta. El bullanguero (nunca supe su nombre) había detectado una pieza y la señalaba.
Tres segundos más tarde vi corretear a un conejo. Y el perro se lanzó tras él.
El pastor no se movió.
Sabía que el de las pulgas atraparía al conejo.
Y noté aquella mirada sobre mí.
No me gustó.
Pensé en la billetera. Quedaban seiscientos dólares...
¿Pensaba robarme?
Espanté la idea. Sólo importaba lo que importaba...
No sé por qué, pero terminé acercándome a la roca.
Entonces lo vi.
Quedé perplejo.
Me agaché y dirigí una mirada al lugar en el que continuaba sentado el pastor. La roca me ocultaba, en parte.
Y dediqué toda mi atención al inesperado «hallazgo».
Al percatarme de su naturaleza sentí un escalofrío.
¡Dios santo!
Podía alcanzar sesenta centímetros.
Lo miré y lo remiré.
No había duda.
Era un trozo del fuselaje de un avión. Pertenecía a la zona de una ventanilla. Parte del material plástico aparecía embutido en el metal.
Medí la distancia al moral.
Cinco metros.
Y las ideas empezaron a atropellarme.
¡Dios mío!
Moví la pieza con delicadeza y, al girarla, descubrí algo que me heló la sangre.
Sobre el plástico que daba forma a la ventanilla, por el lado interno, se apreciaba una masa viscosa.
¡Era carne humana!
Distinguí un trozo de hueso —quizá el parietal—, materialmente soldado al plástico.
¡Dios bendito!
¡Era parte de un cráneo!
Del hueso colgaba un largo mechón de pelo.
Pasé los dedos sobre la estructura metálica y verifiqué que había otros restos humanos, igualmente proyectados contra el fuselaje. Aparecían desintegrados.
Todo encajaba...
Noté cómo las rodillas temblaban.
Me puse en pie e intenté dominarme.
No fue fácil. El corazón intuía lo ocurrido en aquel paraje en la noche del 28 de agosto de 1973.
No fue un accidente, por supuesto.

 

* * *

 

¡Malditos! ¡Malditos bastardos!
No tuve tiempo de nada.
El bullanguero regresó junto al amo. Traía el conejo entre los dientes.
El pastor, puesto en pie, se hizo con la pieza y la guardó.
Lo vi caminar hacia mí.
Rodeé la roca y fui a colocarme al otro lado del «hallazgo».
No deseaba que lo viera.
Y, de pronto, el perro se lanzó a la carrera.
Rebasó al pastor y se dirigió al moral.
Allí comenzó a ladrar, y de forma furiosa.
Saltaba. Colocaba las manos sobre el tronco y dirigía la mirada hacia la copa del árbol.
Algo había detectado entre el ramaje.
—Aquí me despido —anunció el joven al llegar a mi altura—. ¿Sabrá regresar?
Dije que sí con la cabeza, aunque sólo era una suposición.
El perro estaba fuera de sí. Ladraba desafiante.
El pastor también dirigió una mirada a lo alto del moral, pero no hizo comentario alguno.
Dio media vuelta y se alejó.
Pero, cuando apenas había dado cuatro pasos, regresó.
Me miró y sonrió, malévolo.
Echó mano del zurrón y extrajo algo.
Me lo mostró y exclamó:
—Es suya por 500 dólares...
En la palma de la mano brillaba la segunda barra de metal.
Quedé desconcertado.
Aquel sujeto no tenía arreglo.
Intenté pensar a gran velocidad.
El posible titanio era una prueba. Mejor estaba conmigo que con él...
Acepté sin regateo.
Aboné el dinero y el individuo me entregó la barra.
Acto seguido arreó a las ovejas y se perdió por la barranca, en dirección norte.
El bullanguero, histérico, continuaba ladrando, brincando y escarbando la tierra.
¿Qué le sucedía al noble animal?
Volví a repasar la copa del árbol con la vista, pero seguí sin apreciar nada anormal.
Oí un silbido y el perro reaccionó al momento.
Olvidó árbol y contencioso y se lanzó a la carrera, a la búsqueda del pastor.
Fue la última vez que vi al bullanguero.
Le debo mucho...
Me aproximé al moral e inspeccioné las ramas con detenimiento.
Negativo.
Quizá había detectado la presencia de un animal.
¿Una serpiente?
No tenía sentido que me preocupara por aquel asunto.
El objetivo del viaje estaba satisfecho, o casi.
Eso consideré.
Y cuando me disponía a regresar a Hueva (es un decir), apareció ella...
¡Vaya y revaya!
¿Qué hacía tan lejos de la civilización?
Caminaba con soltura entre las piedras.
Descendió sin apuro por la ladera y llegó hasta quien esto escribe.
La espesa mata de pelo negro flotaba, sensual. Ella la dejaba suelta con toda intención.
Me sonrió.
Señaló el moral y aconsejó con voz dulce:
—Sube...
Entonces prosiguió su camino, hacia ninguna parte.
Marchaba descalza y de puntillas.
¡Dios mío! ¿Estaba perdiendo el juicio?
¿Qué hacía? ¿Seguía el consejo de la bella intuición?
Consulté el reloj.
Tenía tiempo de sobra, aceptando que supiera hallar el camino de vuelta.
Observé de nuevo la copa del árbol.
Una jovencísima brisa empezó a colarse entre las hojas.
¿Por qué tenía que subir?
¿Qué diablos se escondía entre las ramas?
Sólo había una forma de averiguarlo...
Treparía, sí.
Me aseguré de que el pastor y su rebaño se hallaban lejos.
Después salté y me aferré a las primeras ramas.
El moral tenía sus añitos. Era espléndido.
La copa se presentó ante mí cerrada y enorme. Calculé cuatro metros de envergadura.
Las ramas escapaban hacia el cielo y, en el camino, se buscaban y se enredaban las unas en las otras, en curvas imposibles. Parecían serpientes en celo.
Era un prodigioso trabajo de la naturaleza. La bellinte...
Miré, pero no vi nada fuera de aquella belleza.
Con santísima paciencia, el ramaje se había convertido en una fogata de madera. Las ramas danzaban como lenguas de fuego.
Pensé en descender.
Ya no tenía edad ni humor para semejantes aventuras.
Y la brisa, lista, me hizo cambiar de opinión.
Agitó las hojas en forma de corazón y algo me hizo un guiño desde lo alto.
Creí ver...
No era posible.
Trepé un poco más y casi lo tuve al alcance de la mano.
¡Dios...!
Terminé situándome a su altura y, al reconocerlo, me estremecí como las hojas del moral.
La frondosidad del árbol lo hacía prácticamente invisible.
Lo toqué, desconfiado.
Era lo que pensaba, en efecto.
En una de las horquillas del laberíntico ramaje —clavada en la madera— aparecía otra pieza del avión.
¡Dios bendito!
Tenía casi dos metros de longitud.
Era parte del timón de dirección del C-141.
Recordé que, en la visita al hangar, la cola carecía de él.
Me moví como pude a su alrededor y confirmé las primeras sospechas: se hallaba muy deteriorado, pero conservaba uno de los tres herrajes que lo habían articulado al estabilizador vertical.
Observé también la horquilla y uno de los largueros.
No había duda.
Y en eso fui a descubrir un total de cinco orificios, en desorden, similares a los 53 que detecté en la cola en forma de «T».
Aparecían en las proximidades del borde de salida y con los cráteres en idéntica posición: de fuera hacia dentro.
¡Miserables!
Allí permanecí más de una hora, tomando notas mentales sobre lo que tenía a la vista.
¿Era casualidad que las barras de metal, el trozo de fuselaje del tetramotor y parte del timón de dirección del C-141 hubieran aparecido en un sector de diez metros de diámetro y a casi cinco kilómetros del paraje donde se estrelló el avión?
No, no era casual...
El aparato había sido derribado.
Pero las sorpresas no terminaron ahí.

 

* * *

 

Poco antes del mediodía, terminada la inspección, decidí bajar.
Y me dije: «Ahora empieza lo comprometido... ¿Sabré encontrar el camino de vuelta al pueblo?»
El Destino, supongo, sonrió burlón...
La cuestión es que, en una de las maniobras de descenso, la mano izquierda buscó apoyo en la reunión de varias ramas.
Noté algo raro.
Había tocado una superficie blanda y húmeda.
Dirigí una fugaz mirada hacia «aquello» y recibí un susto de muerte.
Reaccioné mal y terminé perdiendo el equilibrio.
¡Qué hombre tan torpe!
Entonces me precipité hacia el suelo.
Las ramas fueron golpeándome y amortiguaron la caída.
Terminé con los huesos en tierra.
El golpe fue de película.
Pero los cielos me protegieron.
Me levanté a la misma velocidad a la que caí.
Tenté la ropa.
Sólo presentaba magulladuras y arañazos.
El orgullo —eso sí— aparecía malherido...
Miré a mi alrededor como un perfecto estúpido.
Allí no había nadie. Mejor dicho, estaba el silencio y me observaba, estupefacto.
¡Vaya!
Y rebobiné la memoria.
¿Qué había sucedido? ¿Qué fue lo que toqué en el árbol?
No daba crédito a lo visto y tampoco a mi torpeza.
Pensé en volver a subir y confirmar la «visión», pero no me sentí con ánimos.
No fue necesario.
La «visión» estaba al pie del árbol.
Había caído conmigo.
Aparecía boca abajo.
Me acerqué, desconcertado.
¡Era lo que creía que era!
Le di la vuelta y retrocedí, desmoralizado.
Una legión de hormigas rojas lo devoraba.
Lo inspeccioné a distancia y llegué a la «brillante conclusión» de que tenía mucho que ver con el derribo del C-141.
Era el pie derecho de un adulto. A decir verdad, lo que quedaba de él.
Faltaba la parte del talón.
A través de la carne y de las implacables hormigas se distinguían los huesos cuboides y escafoides.
El dedo pulgar aparecía amputado a la altura de la primera falange.
No hacía falta ser muy despierto para deducir que pertenecía a uno de los pasajeros del avión de carga, estrellado en los bosques de Hueva.
Me senté sobre una piedra, desalentado.
Ya no había duda.
El C-141 fue atacado y, posteriormente, cayó.
Y comprendí la excitación del perro...
Terminé buscando una grieta en el terreno y deposité el pie, sepultándolo bajo un montón de piedras.
Después emprendí el camino de regreso a Hueva.
Ya había visto más que suficiente.
La desmoralización era tal que me limité a caminar y caminar, sin pensar. Eso me salvó.
No podía creerlo. Alguien derribó el aparato.
El sol tuvo piedad de quien esto escribe y me llevó de la mano hasta la aldea.
Esa tarde, en la base, alguien me previno: Hansen y los suyos regresarían a Estados Unidos al día siguiente, jueves. El trabajo de investigación estaba concluido.
Iría con ellos.
Me hice con mapas de la zona y me encerré en la habitación.
Necesitaba reflexionar y sintetizar lo vivido en aquellos bosques.
Conocía la respuesta de antemano pero quise ser objetivo.
Dibujé. Hice cálculos. Consulté los mapas. Volví a calcular. Volví a dibujar...
Afirmativo.
El resultado fue el mismo.
Me sentí nuevamente desolado.
El C-141 fue derribado, ¡y lo hicimos nosotros, los propios norteamericanos!
Lo había intuido a lo largo de las pesquisas. Ahora estaba claro.
En resumen, esto fue lo averiguado:
1. Las barras metálicas, presumiblemente de titanio127, podían formar parte de la carga explosiva alojada en la cabeza de guerra de un misil aire-aire128. Como piloto, lamentablemente, sabía mucho al respecto...
Al impactar, las barras de titanio se proyectan en anillo, siendo troceadas y actuando como metralla. El titanio (especialmente diseñado para ello) destroza cuanto encuentra a su paso, en un efecto guillotina. En el caso del C-141, parte de la cola quedó destruida, cortando cables, sistemas hidráulicos y afectando, posiblemente, a las turbinas. Esto explicaba los numerosos y misteriosos orificios que hallé en la referida cola, así como la falta de ropa en muchos de los cuerpos y la desintegración de otros.
Por razones no difíciles de imaginar, parte de la metralla cayó al pie del moral. Y otro tanto ocurrió con el timón de dirección y con el pie humano. Ambos quedaron retenidos entre el ramaje. El trozo de fuselaje, con parte del cráneo, fue lanzado algo más allá del árbol.
2. ¿Qué tipo de misil aire-aire contiene barras de titanio?
Según mis noticias, el AIM-9 Sidewinder; un proyectil guiado por calor129, con una carga explosiva de 9,4 kilos.
El maldito círculo seguía cerrándose, inexorablemente.
3. Y me hice una pregunta lógica: ¿qué aviones militares disponen de ese tipo de armamento?
La respuesta fue dramática: aparatos norteamericanos o cazas aliados.
En otras palabras: el F-4 Phantom II.
«Casualmente», esta clase de interceptor y cazabombardero se hallaba destacado en las bases aéreas de Torrejón y Zaragoza, al noreste de Madrid130.
Tuve que detenerme más de una y más de dos veces.
Aquello era desolador...
4. El lugar del impacto contra el terreno no guardaba relación con la barranca en la que fueron halladas las barras de titanio y los restos humanos y del C-141. La deducción fue simple: el aparato fue alcanzado por un misil y terminó estrellándose a cuatro kilómetros, en las proximidades de Hueva. Esto explicaba la versión de Ray, el navegante, y la de los vecinos «que vieron el avión envuelto en llamas antes de estrellarse en el bosque».
5. Los datos apuntaban a que el disparo fue hecho desde atrás (posiblemente a las «seis» de la posición de los pilotos del tetramotor) y desde un nivel superior. Por eso el F-4 no fue captado por el radar del C-141. El misil tuvo que golpear la parte posterior del aparato.
6. Las palabras oídas en la radio por el personal de cabina del C-141 fueron igualmente importantes. «Zorro dos» es la expresión utilizada por los pilotos cuando lanzan un misil «Sidewinder».
7. La meteorología no intervino en el suceso. Las condiciones, en esos momentos (casi las once de la noche), eran las siguientes: no hubo precipitaciones, la velocidad media del viento fue de 4,6 kilómetros por hora (muy poco) y la visibilidad, 10 kilómetros (de sobra).
8. Dado que el alcance de un Phantom, en combate, es de 640 kilómetros, y 3.700 en misión de traslado, deduje que el caza que había disparado el misil procedía de Torrejón. De la base de Zaragoza a Hueva hay 300 kilómetros en línea recta. El piloto de caza —según el navegante— tenía acento tejano.
Como decía mi abuelo, el cazador de patos, «blanco y en botella»...
En definitiva, 24 asesinatos.
El vuelo de Atenas a Torrejón se había desarrollado con normalidad. De pronto, cuando faltaban cinco minutos para el aterrizaje, el C-141 se estremeció. Escucharon gritos. Apareció fuego. Saltaron las alarmas en cabina y el aparato perdió altura, precipitándose contra el suelo.
Lamenté no haber tenido tiempo para interrogar a los controladores aéreos militares de Torrejón, aunque supuse que sus labios estarían sellados.
Y recordé las palabras del teniente coronel Hansen. ¿Por qué habló de una serie de lamentables errores de los pilotos?
Aquel asunto olía francamente mal...
Y terminé formulando la pregunta clave: ¿A quién le interesaba la muerte de Curtiss?
Traté de ser frío.
Caballo de Troya, aparentemente, había fracasado.
Curtiss era el responsable y, además, se negó, con todas sus fuerzas, a dar luz verde a «Rayo negro».
Kissinger lo odiaba. El Pentágono lo envidiaba y lo aborrecía, a partes iguales.
Y estaba el otro y no menos delicado asunto: las cintas magnetofónicas que comprometían la carrera de Nixon, el tramposo. Curtiss disponía de una copia y la guardia de hierro del presidente (Erlichman, Dean, Colson y Magruder, entre otros) lo sabía, con toda seguridad.
Era más que probable que hubieran ido contra el general.
Y a mi mente volvieron, una vez más, los temores de la generala. Por cierto, ¿qué sería de ella?
Tampoco podía olvidar el incómodo y enojoso tema del supuesto cadáver de Eliseo. Al derribar el C-141 no sólo terminaron con la vida de Curtiss sino que, como propina, destruyeron el «cebo» que había llevado al general al punto deseado.
Diabólicos, sí...
Y me pregunté: «¿Y los directores del proyecto? ¿Por qué tenían que ser aniquilados? ¿Formaba parte aquella operación de un plan más oscuro? ¿Se trataba, únicamente, de “daños colaterales”?»
Eché de menos a la bella intuición.
¡Dios mío! Ya habían muerto seis compañeros...
¿Quién era el siguiente?
Quedaban cinco directores vivos y quien esto escribe; mejor dicho, cinco directores, Eliseo y yo.
Me estremecí.
¿A qué me enfrentaba?
Y recordé los anónimos recibidos en el pabellón de oficiales, en la casa de campo de Curtiss y en el «avispero».
Me llamaban «traidor»...
Me hubiera gustado desentrañar el misterio, pero no supe. No tenía idea de quién movía los hilos.
Lo que era evidente es que tenía poder.
Y en ese instante percibí la presencia de la bella.
Se acercó y dijo: «Peligro...»
Lo sabía: yo podía ser el siguiente, a no ser que fuera fiel a los consejos del general: «Pase lo que pase, y veas lo que veas, no renuncies a “Rayo negro”.»
Lo tuve claro.
Mi vida dependía de mi astucia.
Me hice un firme propósito: seguiría adelante.
Continuaría la investigación.
Y lo haría en silencio.
Primero trabajaría con las barras de metal. Las pondría en manos de un laboratorio especializado y averiguaría la naturaleza de las mismas. Después —si se trataba de titanio— tiraría del hilo. Con un poco de suerte, y contactos, las características de la aleación me llevarían al misil concreto y éste, a su vez, al F-4 que lo disparó.
Después...
En eso llamaron a la puerta.
«¡Vaya —pensé—, la bella!»
Y me apresuré a abrir la imaginación.
Pero no...
La puerta real fue golpeada por segunda vez.
Me equivoqué.
No era la intuición, con sus gasas azules. Era el teniente coronel Hansen, de uniforme. ¡Mala suerte!
Traía una carpeta bajo el brazo.
El hombre tuvo la amabilidad de anunciarme que el avión de regreso a casa despegaría al día siguiente, a las 7 horas.
El destino no sería Edwards, sino la base Bolling, en las cercanías de Washington D. C.
Me extrañó el cambio, pero no pregunté. Mis pensamientos estaban en otro planeta. Los militares, además, hemos sido entrenados para preguntar hacia adentro.
Eso fue todo, o casi todo.
Hansen se despidió con una sonrisa y procedió a entregarme la carpeta azul.
—Echa un vistazo —comentó en voz baja—. Es confidencial, pero también era tu general. Tienes derecho a saber lo que sucedió en el C-141... Mañana me lo devuelves.
La carpeta contenía un borrador de lo que debería ser el informe oficial de los investigadores sobre el siniestro del tetramotor en el que viajaban Curtiss y el resto.
Al informe, brevísimo (21 líneas), acompañaba una notable colección de fotografías en color de los restos humanos y del C-141.
Lo leí con detenimiento y con una creciente indignación.
Arrancaba con los datos técnicos del aparato131 y proseguía, como digo, con un escrito tan escueto como dudoso.
«El accidente —rezaba el informe— era consecuencia de los errores de los pilotos y de los controladores de Torrejón.»132
Asunto concluido.
Volví a leerlo, incrédulo.
Había leído perfectamente.
El preliminar —con todos mis respetos a Hansen y a los investigadores— me pareció un insulto a la profesionalidad de los aviadores y de los controladores militares.
No era justo.
Por supuesto, no aparecía una palabra (ni una sola fotografía) sobre los 53 orificios existentes en la cola del C-141.
Repasé los mapas de la zona y comprobé que el monte citado en el informe (929 metros) no existía. La única elevación cercana a esa altitud (928 metros) era el Carabo —ya mencionado—, que se alza a más de seis kilómetros del lugar del siniestro (!).
Como siempre, lo más sencillo es culpar a los muertos.

 

* * *

 

Esa noche dormí poco y mal.
Alguien estaba arrojando paladas de tierra sobre la verdad.
No lo permitiría.
Continuaría investigando y, en su momento, lo daría a conocer.
¡Pobre ingenuo!
Pensé también en la copia de los diarios.
Había quedado en poder de Curtiss.
¿Qué podía hacer para recuperarla?
Tenía que trazar un plan y hacerme con ella.
Pero debía ser exageradamente cauteloso. Notaba el aliento del lobo en la nuca...
Media hora antes del amanecer me presenté en la pista.
La visión del KC-130F, que nos trasladaría a mi país, provocó en quien esto escribe un familiar cosquilleo.
Algo estaba a punto de suceder.
En un primer momento no me percaté de su presencia.
El equipo de la UAAI y el resto de los investigadores de Hansen iban y venían, ocupados en el traslado del material y de sus respectivos petates.
Después nos visitó el amanecer y empezó a teñir los rostros y las cosas.
El día llegó detrás, casi de la mano del alba.
Consulté la meteorología.
Anunciaba tiempo en calma, con una presión atmosférica de 1.017,2 milibares.
Echaba de menos la «cuna».
Un viento tímido, montado en ráfagas de 9,3 kilómetros por hora, vino también a despedirse. Y nos despabiló a todos.
Fue entonces cuando me fijé en él.
Frente a la cola del KC-130F descubrí un pequeño tractor. Arrastraba un remolque de color verde. En él descansaba un solitario ataúd, envuelto de forma descuidada en una bandera norteamericana.
Nadie le prestaba atención.
Caminé hacia el remolque y permanecí junto al féretro, intrigado.
¿Quién era?
Nadie me había comentado nada.
¿Por qué uno solo de los cadáveres? ¿Qué sucedía con los otros? ¿O no se trataba de uno de los pasajeros del C-141?
El alba lo había visto todo y se alejó, definitivamente.
Entonces, sobre las lomas lejanas, apareció él, redondo, y con un amarillo recientísimo. Y el sol la emprendió a destellos con los Phantom que dormitaban en las pistas.
Pero alguien me sacó de mis observaciones.
Sentí una mano en el hombro izquierdo.
Era Hansen.
Le devolví la carpeta azul y aproveché para preguntar sobre la identidad del muerto.
Sonrió con brevedad y señaló la carpeta, sorteando la pregunta con otra cuestión:
—¿Qué opinas?
No estaba dispuesto a descubrir mis cartas y disimulé:
—Parece un informe muy escueto... Demasiado.
—Son las órdenes.
—¿Las órdenes?
El teniente coronel comprendió que se había columpiado y escapó del embrollo, respondiendo a mi anterior pregunta sobre el féretro.
—Es tu general...
Rectificó:
—Mejor dicho, lo que dicen que queda de él.
Señalé el ataúd y formulé una cuestión innecesaria:
—¿Curtiss?
Asintió y añadió:
—Lo llevamos a casa...
—¿Lo han identificado?
—Y eso qué importa... Está muerto.
Yo sabía que en aquel ataúd no se hallaba el cadáver del general. Nadie logró identificar a nadie. El interior podía contener hierro y los restos mortales de otros...
Los forenses «hicieron boiler» y punto.
No hubo comentarios. ¿Para qué?
Y Hansen, advirtiendo la sorpresa en mi rostro, trató de aliviarme:
—Los otros irán llegando, poco a poco...
—¿Los otros?
—Sí —matizó—, los otros 23 cadáveres.
Sonrió de nuevo, maliciosamente, y exclamó:
—Los jefazos no quieren que el pueblo sufra a la vista de tanto ataúd...
—No entiendo.
Y aclaró:
—Vietnam todavía duele...
—¿Cuándo serán repatriados?
Se encogió de hombros y redondeó:
—Eso depende del señor Kissinger.
Deduje que el flamante secretario de Estado estaba pensando, sobre todo, en la catástrofe llamada «Watergate».
—¿Cuáles son los planes respecto a él?
E indiqué el féretro.
—El sábado tendrá lugar el sepelio, en Arlington. Acudirá la plana mayor.
¡Malditos bastardos!
Hansen se retiró y atendió a sus hombres.
Yo continué frente al ataúd.
Los sentimientos andaban revueltos y encontrados.
Curtiss no había sido un hombre de mi devoción. Es más: lo taché de traidor... Intentar clonar al Maestro me pareció una aberración.
Ahora, sin embargo, a la vista del féretro, sentí una inmensa piedad.
Nadie merece una muerte tan cruel.
En fin, el general había cumplido su «contrato».
El Galileo lo dijo muchas veces: «No juzgues, aunque creas que tienes razón.»
Sí, nadie es superior a nadie.
Curtiss, al final, había dado señales de humanidad.
Me hizo algunos favores, y notables.
Ahora, el general conocía la verdad (o parte de ella).
Le deseé suerte y me retiré.
Al poco, la PM cargó el féretro y se dirigió, lentamente, hacia la bodega del KC-130F.
No hubo música ni honores.
Me cuadré y saludé militarmente.
Sentí un nudo en la garganta.
Y en eso, cuando los seis policías militares caminaban con el féretro hacia la rampa de acceso a la bodega del aparato, una ráfaga de viento, cómplice del Destino, arrebató la bandera que mal cubría el ataúd y se la llevó lejos. Y fue a perderse entre los Phantom que espiaban el cortejo desde el falso horizonte de las pistas.
Aplaudí la simbología.
Los cielos, como dije, hablan ese idioma.
Mensaje recibido.
Nadie se preocupó de la bandera.
Y el KC-130F terminó tragándose el ataúd del supuesto Curtiss.
A las 9 horas, 16 minutos y 14 segundos despegamos pesadamente de la base de Torrejón, rumbo a los cielos y a lo desconocido.
Por supuesto: asistiría al sepelio del general.
Lo que no imaginaba es que en la base de Bolling —al pie de la escalerilla del avión— aguardaba otra sorpresa...

 

* * *

 

El vuelo fue tranquilo.
Pensé mucho y dibujé planes.
La rabia por el derribo del C-141 se mezcló con los pensamientos y todo hirvió en la misma olla.
Tenía que analizar las barras metálicas. Eso era lo primero.
Tenía que aclarar el asunto de la copia de los diarios.
Si no lograba hacerme con ella tendría que dibujar un plan «B». A saber: imprimiría una segunda copia y la sacaría de la base de Edwards. ¿Cómo hacerlo? Ni idea.
Tenía que pensar a quién entregar dichos diarios y, sobre todo, cómo hacerlo sin que peligrase su vida. La mía —prácticamente consumida— no contaba.
Tenía que barajar nombres de periodistas. Sería la solución ideal. El mundo quedaría sobrecogido. La USAF había logrado la hazaña de las hazañas. El verdadero mensaje del Hombre-Dios estaría al alcance de todos. Nada de filtros. Nada de mutilaciones e intereses bastardos. Esos diarios podrían devolver la esperanza a millones de personas.
¡A la mierda las prohibiciones y los protocolos de confidencialidad!
Y, como digo, dibujé un plan.
Por supuesto, no olvidaba la «cita» en el mar Muerto: 6 de octubre.
El instinto gritaba que Eliseo continuaba vivo.
No podía descuidarme.
¡Faltaba un mes!
Primero tenía que arreglármelas para abandonar la base de Edwards, mi destino. Esta vez no tenía excusa.
Tenía que pensar y pensar y pensar...
Era menester que viajase a Israel, o a Jordania, y, desde allí, a las coordenadas del código.
No era tarea fácil.
La situación política en Oriente Próximo seguía envenenándose.
Y todo esto debía ser ejecutado con limpieza, efectividad y máxima prudencia.
La desaparición de Curtiss traería problemas y mucha confusión en el seno del ya alterado proyecto Swivel.
No me equivoqué...
Aterrizamos en Bolling sin novedad. Eran las 15 h. (hora local de Washington D .C.) del jueves, 6 de septiembre de 1973.
Al asomarme a la pista quedé atónito.
Al pie de la escalerilla aguardaban el jefe de la base, Estrella, dos de sus hijos, y el fiel Domenico, el ayudante de Curtiss. Nadie más.
Tampoco hubo música u honores militares.
¡Malnacidos!
Nos abrazamos.
Estrella, la generala, aparecía encorvada, consumida, y de luto riguroso.
Se hundió el mundo al verla.
Dejé que me inundara con aquellos habladores ojos azules.
Se esforzó por sonreír pero la voluntad falló.
Y las lágrimas, incontenibles, corrieron por los ojos de todos.
Uno de los hijos me expresó el agradecimiento de la familia por haber acudido al lugar del siniestro y por acompañar los restos de su padre.
No supe qué responder.
Sentí cómo me desangraba por dentro.
No debía revelar lo que había descubierto en España. No tenía sentido sumar dolor al dolor...
Fueron momentos espesos, como dibujados por una mano enemiga.
Bajaron el féretro.
Alguien, sabiamente, lo había cubierto con una segunda e impecable bandera.
Estrella se aferró a mi brazo y los tres (ella, el dolor y quien esto escribe) caminamos despacio tras el ataúd.
El KC-130F aparcó al sureste, cerca de la capilla. Fue otro detalle del coronel de la base, viejo amigo de Curtiss.
Y la policía militar, con el féretro al hombro, caminó con marcialidad hacia la capilla ardiente.
Nosotros marchábamos detrás.
Mirábamos pero no veíamos.
A lo lejos se oía el tronar de los reactores, despegando y aterrizando. La vida seguía, inexplicablemente.
La capilla era casi infantil, con cuatro vidrieras temblorosas, todas en azul, y representando la ascensión del Señor.
El coronel de la base había dispuesto rosas blancas sobre el altar.
Un cristo de escayola, con los brazos abiertos, recibió los restos del supuesto Curtiss.
Era feo con ganas...
¡Dios mío! El general, ahora, probablemente, estaría con Él.
El páter de la base, a petición de la familia, condujo el rezo del rosario.
Yo permanecí cerca de Estrella, en silencio, y rememoré los buenos ratos en la casa de campo del general, en la bahía de Pablo. Después apareció en la memoria la última imagen de Curtiss, en el «ahumadero», con el rosario de plata en la mano izquierda. Era el atardecer del 20 de agosto. El general, en pie, saludó a su manera, con el habano. Y con la voz humillada exclamó:
—¡Que Él te bendiga..., pase lo que pase!
Me estremecí.
Recuerdo que en aquel momento me asaltó un presentimiento.
El instinto nunca se equivoca... ¿O sí?
Tras el rosario, la familia y Domenico permanecieron en la capilla, junto al féretro.
Yo elegí el exterior.
Necesitaba respirar. El dolor es masculino y asfixiante.
El otoño asomaba en las puntas de las hojas de los castaños.
El cielo dejaba hacer.
Y al poco se presentó Domenico. Conversamos y me abrasó a preguntas sobre el accidente del C-141.
Hablé de asuntos menores, haciéndole ver que la muerte de Curtiss fue instantánea, y que no sufrió. Ni yo me lo creí.
No mencioné lo del posible atentado.
Y, súbitamente, el ayudante cayó en la cuenta de algo que había olvidado.
Extrajo una hoja de papel del bolsillo izquierdo de la guerrera y comentó:
—Casi lo olvido... Perdona... Ha llamado el ayudante de Haig... El general desea hablar contigo.
Alargó la hoja y leí las anotaciones:
«Pentágono. Diez de la mañana del viernes, 7 de septiembre. Despacho del general Alexander Haig. Ponerse en comunicación con el ayudante...»
—¿De qué se trata?
Domenico no supo aclarar la cuestión.
—Debe ser importante —añadió—. Haig es el nuevo jefe del proyecto Swivel...
Domenico comprendió mi desconcierto y aclaró:
—Has estado ausente y, lógicamente, no sabes... Kissinger lo acaba de nombrar... Eso, al menos, es lo que se rumorea en el bar de Joco. El nombramiento, como sabes, nunca será oficial.
Y me pregunté: «¿Cómo sabía Haig que yo regresaba el día 6?»
¡Qué pregunta tan tonta!
Haig, amigo íntimo de Curtiss, era la mano derecha de Kissinger. El 4 de enero fue designado vicejefe del Alto Estado Mayor del Ejército. En esos momentos desempeñaba también el cargo de jefe de gabinete en la Casa Blanca.
En otras palabras: Haig lo sabía todo...
Y creo que es el momento de hacer referencia a un asunto que no he mencionado nunca. El cargo de jefe de gabinete de la Casa Blanca era una tapadera, perfectamente estudiada. Era la forma ideal de desviar la atención «de otros asuntos más notables».
El general Curtiss también desempeñó un cargo oficial, y de gran brillo. Pero de eso no debo hablar...
Y con las primeras estrellas, la viuda y los hijos se retiraron.
Uno de los muchachos estaba indignado. No terminaba de entender por qué la USAF no permitía que vieran el cadáver de su padre:
Me encogí de hombros y repliqué:
—Mejor así...
Estrella me observó y comprendió. Guardó silencio y tiró del hijo.
Nos veríamos el sábado en el cementerio nacional de Arlington, en Washington D. C.
El camposanto de los héroes...
Yo me retiré con Domenico a la residencia de oficiales de la base de Bolling y allí continuamos conversando hasta muy tarde.
No conocía personalmente al general Haig y empecé a preocuparme. ¿Qué quería? Yo ya no pintaba nada en el fracasado (?) proyecto Caballo de Troya.
Y el instinto tocó en mi hombro, una vez más.
¡Atención, peligro!