26 de agosto

Y llegó el domingo, 26 de agosto (1973).
Fue otro día para la historia...
Al recibir el «cargamento», Ammān autorizó la autopsia y la repatriación del cadáver del astronauta.
Los médicos forenses actuaron de inmediato.
Fueron cinco: tres jordanos y dos norteamericanos. Los de mi país pertenecían a la Navy y a la USAF. Fueron seleccionados por Curtiss.
Según las comunicaciones llevadas a cabo por el general, la autopsia fue iniciada a las 7 de la mañana (hora local de Azraq).
Pasé buena parte de ese domingo en el despacho de Domenico, pendiente del teléfono y del télex.
Los resultados llegaron a las 16.34 horas, en un largo comunicado de los peritos médicos norteamericanos. En el encabezamiento del informe se leían unas frases de Curtiss.
Decían textualmente: «A la atención de Jasón. Las diatomeas también conducen a la luz.»
¡Vaya!
Aquello me previno.
Y seguían 62 páginas.
Leí con avidez.
Era un trabajo minucioso, muy profesional, en el que se adivinaba la mano experta y segura del forense de la Armada.
Como referí en su momento, el código sólo era conocido por Curtiss y por quien esto escribe.
Domenico, que también leyó el informe de los forenses, no supo interpretar el «mensaje» de Curtiss en relación con las diatomeas. Ni yo se lo aclaré.
El general pudo no haber enviado dicho informe. Era confidencial. Sin embargo, todavía no sé por qué razón, se saltó las normas y lo hizo llegar al despacho del ayudante.
En buena hora...
Al leerlo quedé desconcertado.
Ahorraré al hipotético lector de estas memorias las referidas 62 páginas, sembradas de términos médicos y de descripciones tan farragosas como desagradables.
Siempre he admirado el talante y la sangre fría de los forenses.
Haré referencia, únicamente, a los capítulos que, en mi opinión, arrojaban luz sobre el gran dilema: ¿estábamos ante el cuerpo del ingeniero?
A juzgar por lo descrito, y por los resultados, los peritos contaron con el apoyo de un aparataje más que aceptable.
La autopsia, propiamente dicha, se prolongó durante diez horas.
Se practicaron análisis anatomopatológicos, químicos y bacteriológicos, y se contó con la ayuda de una sala de Rayos X.
Los forenses se guiaron por el tradicional método de Virchow112, que se caracteriza por el reconocimiento global de las vísceras (in situ) y por el examen de las mismas una vez extraídas del cuerpo.
Fue retirado el traje y se observó en él un nombre («medio borrado») idéntico al apellido de Eliseo.
«Rasgadura en el traje a la altura de la rodilla izquierda.»

 

Y el informe se centró en una inspección detallada y minuciosa del cadáver.
En síntesis, esto era lo que decía:
«Varón. Blanco. Tipo caucásico. Edad: entre 30 y 40 años. Constitución atlética. Estatura: 1,73 metros...»
También el color del cabello era el de Eliseo.
De momento, todo coincidía...
Los forenses insistían en algo de especial trascendencia: el estado de putrefacción del cadáver era avanzado. El rostro aparecía desfigurado. Ni Curtiss ni los directores reconocieron a Eliseo.
Era un hecho registrado en el informe pericial.
Recuerdo que lo había imaginado...
El cuerpo, como dije, fue encontrado en las aguas del mar Muerto (costa jordana) el 11 de agosto (1973). Así figuraba en el reverso de las fotografías. También el grupo sanguíneo —AB negativo— era el del ingeniero.
Pero en la descripción externa del cuerpo, de pronto, descubrí un dato que me alarmó: «... Se observa un tatuaje —rezaba el informe— de 18 centímetros, en forma de iris, sobre el tórax. La flor (azul) aparenta brotar del corazón.»
Hice memoria.
A Eliseo no le gustaban los tatuajes.
No tenía ninguno...
Yo lo había visto desnudo en varias ocasiones. Lo lavé cuando contrajo aquel grave problema intestinal en septiembre del año 25, en el vado de las Columnas113, y también al final de nuestra aventura (últimas semanas del año 27 y primeros días de enero del 28) cuando cayó en coma114.
¡Eliseo no lucía ningún tatuaje!
¡Aquel cadáver no era el de mi compañero!
Lo sospeché en esos instantes, pero guardé silencio.
El instinto tocó en mi hombro.
¡Atención!
Tampoco la dentadura coincidía.
La de Eliseo era sana e impecable.
En el informe forense se hablaba de dientes en guerrilla, y arruinados.
¿Podía deberse al impacto con el agua?
Me pareció poco probable.
A continuación leí algo que también me dejó confuso.
Lo pensé detenidamente, pero no cuadraba.
Los pies, rodillas, zona dorsal de la mano izquierda y cuero cabelludo presentaban excoriaciones y heridas de diferente consideración. Los forenses hablaban de roce del cuerpo con las piedras y el fondo del lago.
Eso era imposible, por dos razones: porque el cuerpo se hallaba enfundado en un traje, con el correspondiente calzado, y porque en el mar Muerto los cuerpos flotan. Jamás se hunden. Las heridas en cuestión no podían ser posmortales. A no ser que...
La idea era tan descabellada que la olvidé.
A continuación, el equipo médico entraba de lleno en la obducción o examen interno del cadáver (la autopsia propiamente dicha). El estudio era sistemático y en el siguiente orden: raquis, cráneo, cuello, tórax, abdomen, aparato genitourinario y extremidades.
La lectura no me dijo nada hasta que llegué a la inspección de los planos profundos y de la cavidad bucal.
Allí se presentaron los primeros signos de sumersión (ahogamiento): las vías aéreas estaban ocupadas por la típica espuma traqueo-bronquial. La glotis se hallaba igualmente taponada por dicha espuma115. Los pulmones aparecían llenos de agua y considerablemente aumentados, dando la impresión de que no cabían en el pecho116. El corazón se hallaba prácticamente abrazado por los pulmones.
No salía de mi asombro.
¿Cómo era posible? El cuerpo portaba una escafandra y un traje especialmente diseñado. Era difícil que entrara agua.
No fueron localizadas las manchas de Tardieu. El informe, al menos, no se refería a ellas.
Las aberturas del tórax y del abdomen —practicadas simultáneamente y mediante una incisión única, oval y elipsoidea— reservaban otras sorpresas...
Tras los análisis correspondientes se procedió a la extracción (por separado) de los dos pulmones. Para ello se llevó a cabo la sección del hilio.
El informe señalaba congestión y marcada cianosis en el lado derecho del corazón.
Los grandes vasos venosos aparecían distendidos y con sangre oscura.
El esófago y el estómago albergaban aire y agua, así como barro, hierbas y otros materiales extraños.
Tomaron muestras de todo.
También hallaron arena en el líquido bronquial.
Estaba cada vez más confuso.
El mar Muerto se encuentra enclavado en un desierto. En sus aguas es difícil hallar hierba. ¿Cómo llegó al estómago y a la región bronquial del supuesto Eliseo?
Las livideces cadavéricas eran típicas de un ahogado. Resultaban más claras que en el resto de las asfixias mecánicas.
El fenómeno hubiera sido explicable, en parte, por la hemodilución y por la permanencia del cuerpo en aguas frías. No era el caso. El mar Muerto mantiene temperaturas que oscilan entre 21 y 31 grados Celsius.
No lograba entender el singular asunto.
El cadáver presentaba igualmente el llamado «cutis anserino», debido a la rigidez cadavérica, y una extendida maceración cutánea, con arrugamiento generalizado de la piel de las manos y de los pies. Dicha piel tiene el aspecto de guantes y de calcetines, respectivamente.
Y me dije, una vez más: «Eso no es viable... La maceración cutánea exige el contacto del cuerpo con un medio líquido.»
A partir de ahí, las sorpresas se encadenaron...
El agua contenida en los pulmones y en el estómago fue analizada en los laboratorios de la base jordana.
¡No era agua salada!
¡Era dulce!
Quedé perplejo.
En cuanto al barro hallado en el líquido bronquial, tampoco pertenecía al mar Muerto.
¡Carecía de aragonito, uno de los elementos constitutivos del barro del mar de la Sal (aragonito, sal gema y yeso)!
¡Y qué decir de la concentración de iones!
El potasio, calcio y magnesio aparecían en concentraciones más bajas que las existentes en el mar Muerto.
No podía creer lo que leía.
Lo repasé de nuevo.
Correcto.
Había leído bien.
Los análisis eran claros y determinantes: el hombre murió por sumersión en agua dulce, aunque fue hallado flotando en el mar Muerto, cuya salinidad oscila entre el 27 y el 27,5 por ciento117.
¡Agua dulce!
Alguien nos estaba tomando el pelo...
Y las sorpresas arreciaron.
En el examen de las vísceras surgió la «adipocira», un marcado endurecimiento y tumefacción de las grasas del cuerpo. La grasa se había vuelto blanca y rígida118, adherida al tejido óseo y muscular.
Pero lo más desconcertante es que el fenómeno de la «adipocira» exige del orden de cinco a seis meses en el proceso de putrefacción.
Eché cuentas de nuevo.
Aquella persona pudo fallecer en febrero o marzo (1973) y la «cuna» se precipitó al lago el 28 de junio.
En efecto: no salían las cuentas...
Para terminar de enredar el laberinto, el informe forense señalaba la presencia de nidos de calliphora, una mosca que coloca los huevos en las zonas húmedas de las heridas, boca y ojos, fundamentalmente. Estas «moscardas» se reproducen a las pocas horas del óbito.
Se suponía que el cuerpo se hallaba protegido por la escafandra y el traje hermético.
Esas moscas no tenían por qué estar ahí...
Hice balance.
La autopsia hablaba de un varón con las características físicas de Eliseo (incluido el grupo sanguíneo).
Había sufrido muerte por sumersión y se hallaba embutido en un traje del proyecto Swivel (supersecreto), con el apellido de Eliseo cosido al pecho.
Aparentemente era el ingeniero.
Pero no...
¿Qué era lo que no encajaba?
En primer lugar el agua dulce.
La persona no había fallecido en el mar Muerto.
Segundo: el tatuaje en el pecho.
Tercero: las heridas en los pies, rodillas, zona dorsal de la mano izquierda y cuero cabelludo. El traje lo protegía.
Cuarto: la «adipocira» y los nidos de calliphora.
El individuo falleció antes de que nos precipitáramos al mar de la Sal.
Quinto: el barro encontrado en el interior del cadáver no era del mar Muerto.
En fin, para qué seguir...
El instinto me previno de nuevo.
No hacía falta ser muy despierto para deducir que aquel infeliz no guardaba relación alguna con el ingeniero.
Y me pregunté: «Si era así, ¿qué pintaba aquel cuerpo en aquella historia? ¿Quién era realmente? ¿Por qué lo utilizaron? ¿Quién lo lanzó a las aguas del mar de la Sal?»
En esos momentos, no sé por qué, regresaron a la mente las imágenes de los misteriosos sobres lacrados que había recibido en la habitación del pabellón de oficiales, en el «avispero», y en la casa de campo de Curtiss: «Marte, alerta», «Blasfemia» y «Renuncia, traidor».
No hice comentarios.
Deduje que Domenico había reparado también en aquel cúmulo de despropósitos.
Hasta un ciego lo hubiera visto...
Curtiss lo captó..., y me advirtió.
El ayudante, sin embargo, eligió el silencio.
Un significativo silencio...
Soy un desastre.
¿Por qué no caí en la cuenta mucho antes?
Domenico, en efecto, no era lo que parecía...
Pero vayamos por partes.
No quiero desviarme.
El informe de los forenses había terminado.
Fue hallada agua en el estómago, en una cantidad superior a 500 ml.
Esto significaba que el enigmático personaje estaba vivo cuando cayó (o lo arrojaron) al agua119.
Se detectaron hemorragias en el oído medio y en las celdas mastoideas.
Y la autopsia fue redondeada, como decía, con los tradicionales exámenes complementarios: radiológicos, microscópicos, químicos y bioquímicos.
Fue así como se apreció opacidad de los senos paranasales (indicativo de sumersión o ahogamiento intravital: mientras el sujeto estaba vivo) y una amplia colonia de protozoarios ciliados y diatomeas, los decisivos marcadores biológicos a los que hacía alusión el general en el encabezamiento del informe: «Las diatomeas también conducen a la luz.»
Los análisis, en efecto, identificaron tres tipos de diatomeas120. Todas ellas aparecieron en la médula de los huesos largos, así como en la sangre cardíaca y demás órganos irrigados por la circulación sistémica. Las pruebas se repitieron con ejemplares existentes en el cerebro, pulmón, hígado y riñones.
No había duda.
El personaje se ahogó en plena lucha.
La respiración agitada del infeliz, tratando de sobrevivir, arrastró aire y agua (con diatomeas). Primero fueron bombeadas al corazón y desde allí distribuidas por el resto de los órganos.
Según los especialistas, la identificación de las diatomeas puede conducir al lugar exacto en el que se registró la sumersión o ahogamiento. En otras palabras: cada diatomea procede de un punto en el planeta.
Supuse que los forenses tenían perfecto conocimiento del riesgo de contaminación existente en el proceso de investigación.
Imaginé que tomaron todas las precauciones posibles.
Di por bueno el hecho de que las diatomeas localizadas en el interior del cadáver eran ajenas al laboratorio.
En este caso, las diatomeas detectadas fueron las siguientes: Scoliopleura lorami, Opephora Mutabilis y Scoliopleura peisonis.
En esos momentos no supe de qué lugar procedían.
El informe tampoco hablaba de ello.
Ahí concluía el trabajo de los peritos.
En resumen: el ahogado no había muerto en el mar de la Sal.
Algo intentaba comunicarme el general Curtiss, pero no estuve listo...
Me resigné.
Esperaría su regreso a Edwards.
Por cierto, del maletín ni palabra. Me pareció raro que el informe no lo mencionara.

 

* * *

 

Domenico habló con Curtiss a primera hora del lunes, 27 de agosto.
El jefe del proyecto se mostró preocupado.
El equipo había procedido al embalsamiento del cadáver, pero el papeleo para la repatriación del cuerpo era un asunto laborioso, casi agónico, que dependía por completo de los jordanos.
Curtiss, harto, llamó a los árabes mamporreros y bigardos.
Nadie sabía cuándo lograrían salir de aquel agujero.
El Pentágono empezó a impacientarse, y con razón.
Si los jordanos descubrían que las granadas habían sido «diezmadas», Curtiss y el resto no saldrían con vida del país.
Para colmo —según Domenico—, el «Galaxy» que había transportado las armas terminó huyendo como un conejo. Se necesitaba un transporte, con urgencia, que aterrizara en la base aérea de Azraq y rescatara al general, al equipo, y el féretro con el cuerpo del misterioso personaje.
Pero no era tan sencillo...
La situación en Oriente Próximo seguía deteriorándose, tal y como preveía el siniestro plan Rapto de Europa.
Representantes del rey jordano y del presidente egipcio venían celebrando intensas y frecuentes reuniones, con el fin de restablecer relaciones diplomáticas121.
La guerra, insisto, aullaba cada vez más próxima.
Si Jordania establecía relación con Egipto, dada la inminencia del conflicto con Israel, la suerte de Curtiss y los suyos podía verse seriamente comprometida. Y no eran frases hechas.
Curtiss lo sabía. El Pentágono lo sabía. Kissinger lo sabía. Nixon lo sabía.
La situación empeoró.
Las explicaciones secretas del gobierno USA sobre la presencia del astronauta en el mar Muerto no fueron del agrado de Ammān. La embajada norteamericana en Jordania cursó una nota confidencial al rey Hussein, explicando que el fallecido era miembro de una expedición conjunta y humanitaria entre judíos y norteamericanos para la investigación del mosquito Anopheles (paludismo). Jordania, naturalmente, no tragó.
Y Curtiss volvió a insultar a políticos y a militares, llamándolos rijosos y segundones.
El general —según Domenico— se subía por las paredes.
Yo dividí mi tiempo entre el «avispero», en la revisión de los diarios, y las consultas en el Dryden sobre la naturaleza y el origen de las diatomeas aparecidas en el cadáver.
En el Centro de Investigación de Vuelos de NASA no sabían gran cosa. Y me remitieron a los departamentos oceanográficos de las universidades.
Lo único que saqué en claro en aquellos momentos es que las referidas diatomeas procedían de Hungría, Texas y Baja California Sur.
Mi confusión se multiplicó.
¡Aquel infeliz se había ahogado a miles de kilómetros del mar Muerto!
El ayudante interrumpió las primeras investigaciones sobre las diatomeas.
Tenía una buena noticia. Mejor dicho, dos.
Al fin...
El Pentágono había sobornado a los militares jordanos con una buena suma de dinero y el papeleo para la repatriación del «astronauta» se agilizó milagrosamente.
La segunda buena noticia fue el avión de carga C-141, que volaba ya hacia la base de Azraq. Domenico no supo decirme dónde lo habían localizado. Supuse que podía proceder de una de las bases USA en Turquía. Llegaría a Jordania esa misma noche.
Según el ayudante, nada más aterrizar, el C-141 cargaría el féretro y el equipo escaparía del lugar, rumbo a Atenas. Allí debían recoger a otros norteamericanos y hacer una nueva escala en la base de utilización conjunta de Torrejón, en Madrid (España).
Si todo marchaba bien, para el 30, jueves, Curtiss y el resto se hallarían de regreso en Edwards.
Si todo marchaba bien...

 

* * *

 

Y todo fue perfecto, o casi...
El avión partió de la base de Azraq y tomó tierra sin novedad en Atenas.
Curtiss se comunicó con su ayudante.
El general aparecía más relajado.
Pocas horas después, el C-141 se dirigía hacia España.
Domenico anunció:
—El general tiene una sorpresa para ti...
No dijo más. Curtiss, probablemente, no le informó sobre el particular.
¿Una sorpresa?
No me gustaban las sorpresas de Curtiss.
Y me la dio; ya lo creo que me la dio...
En Atenas se unieron al grupo los familiares de una serie de pilotos norteamericanos. Regresaban también a USA.
Yo me encerré en el «avispero» y me dediqué a lo mío.
Pero, hacia las 15 horas de ese 28 de agosto, llamaron a la puerta.
Era Walter.
Domenico volvía a reclamarme en su despacho, en el hangar rojo.
¿Qué tripa se la había roto esta vez?
Encontré al ayudante desplomado en su sillón y pálido como la cera.
Sujetaba el rosario con ambas manos, con fuerza, y lo besaba sin cesar.
Me vio, pero no me vio.
De vez en cuando suspiraba y decía:
—¡Dios!... ¡Dios!... ¡Dios!...
No logré que respondiera a mis preguntas.
Besaba y besaba la crucecita y, de pronto, se desmayó.
Solicité ayuda.
¿Qué le ocurría?
Acudieron dos tenientes y trataron de reanimarlo.
Buscaron agua.
Fue inútil.
Domenico estaba privado del todo.
Pregunté.
¿Qué pasaba?
Los tenientes parecían mudos.
Comprendí. Ocultaban algo.
No me miraron.
Finalmente entró un capitán. Traía un télex en las manos.
Observó la escena y se dirigió a uno de los teléfonos, ordenando el envío de una ambulancia.
Y dejó el papel sobre la mesa del ayudante.
No insistí.
Nadie deseaba hablar.
Al poco llegaron los sanitarios y se llevaron a Domenico.
Se le cayó el rosario.
Me agaché y lo recogí, con el propósito de devolvérselo, pero el ayudante ya no estaba.
Fue entonces, al quedarme solo, y cerca de la mesa, cuando reparé en el télex que había traído el capitán.
Dejé el rosario sobre el escritorio y «algo», más fuerte que yo, me empujó a leer el texto.
Tuve que leerlo por segunda vez.
¡Dios!
No supe qué hacer...
Y comprendí el porqué del desmayo de Domenico y el silencio de los tenientes.
Tenía que haber un error...
Salí del despacho y busqué al capitán.
Pensé que me hallaba en mitad de uno de mis sueños... Pero no.
Interrogué al capitán y el hombre bajó la cabeza.
Y asintió con el silencio.
¡Era cierto!
El C-141, en el que viajaba el general Curtiss, había desaparecido a las 22.50 (hora local de España).
Tuve que sentarme.
El télex era claro e implacable: «Un avión de carga Lockheed C-141A-10-LM Starlifter, de la USAF, perdió el contacto con la torre de control de la base conjunta hispano-norteamericana de Torrejón, cerca de Madrid, cuando se hallaba en aproximación a la misma...»
¡Dios mío! ¡Otra vez...!
El capitán fue suministrándome nuevos informes.
El avión se había estrellado en una zona boscosa, cerca de la localidad de Pastrana.
No había duda.
Era el C-141 en el que viajaban los tres directores de Caballo de Troya, el féretro con el «astronauta», los forenses y Curtiss, así como los familiares de los pilotos que regresaban de un viaje turístico por Grecia.
Las primeras noticias no hablaban de supervivientes.
Alguien, caritativo, me sirvió un güisqui.
Como digo, todo era confuso.
Los teletipos repiqueteaban información sin cesar, pero, en ocasiones, contradictoria.
Hablaban de 24 víctimas.
Nunca mencionaron el féretro.
Número de registro del C-141: 63-8077.
¿Y qué importaba el registro?
Número de serie: 300-6008.
El capitán lo verificó. Correcto.
Tripulación: 7. Ocupantes: 18.
Eso hacía un total de 25... ¿Por qué hablaban de 24 fallecidos?
Número de horas voladas por el C-141: 14.372.
Y un dato que me dejó perplejo: nadie sabía en qué año fue construido (!).
No lograba entender lo ocurrido...
El avión podía ser viejo, pero la tripulación (dos pilotos y dos ingenieros) era excelente. Los conocía.
Curtiss era un tipo peligroso. Yo no comulgaba con sus ideas, pero tampoco le deseaba una muerte así.
Sentí una enorme tristeza.
Y pensé en Estrella, la generala. ¿Le habían dado la noticia? El capitán dijo que no sabía. Era mejor esperar. Estuve de acuerdo. Convenía confirmarlo todo.
Y noté cómo el corazón aceleraba.
Los teletipos gotearon hasta bien entrada la noche.
El hangar rojo estaba patas arriba.
Todos conocían (y odiaban) a Curtiss.
El C-141 llevaba una carga de ocho toneladas; muy poco. Disfrutaba de cuatro motores Pratt-Whitney TF-33-P-7, con 91 caballos de empuje cada uno. El peso máximo de despegue (autorizado) era de 147 toneladas.
Tras una escala en Torrejón, el avión tenía previsto continuar a la base de McGuire, en Nueva Jersey, y de allí a Edwards.
Domenico no regresó.
A las tres de la madrugada se facilitó la lista de fallecidos, así como la identidad del único superviviente. Curtiss y el resto aparecían en el télex. El ocupante con vida era el navegante: William H. Ray. Los vecinos de un pueblo cercano al lugar del siniestro lo habían rescatado de entre los hierros retorcidos y humeantes. Al parecer fue trasladado al hospital más cercano.
El aparato —decían— perdió altura en la aproximación y fue a estrellarse contra los olivos. El C-141 se partió en dos y se incendió.
De madrugada empezaron a llegar fotografías del siniestro.
Me sentí hundido...
Los restos del avión se hallaban esparcidos entre encinas y olivos. Algunos bomberos procedían al apagado de los rescoldos.
¡Dios mío!
El aparato aparecía boca abajo.
Qué extraño...
El impacto tuvo que ser muy violento. Los télex hablaban de 250 nudos (463 kilómetros por hora) al chocar con el monte.
Y, no sé por qué, me vino a la mente un sueño tenido en la casa de campo de Curtiss. En él vi los restos de un avión y las pieles de la Callas, de Puccini, de Onassis y de Kempis colgadas de los árboles.
Me estremecí.
¿Por qué en la ensoñación no se veían los restos de Curtiss?
El Destino tocó en mi hombro de nuevo, pero no caí en la cuenta... Me hallaba demasiado espeso como para andar con sutilezas.
Y seguí pensando en Estrella.
¡Pobre mujer!
Sus palabras sonaron «5 por 5» en mi cerebro:
—Curtiss teme por su vida...
Pero me enredé en las fotografías y en las informaciones que seguían proporcionando los teletipos y olvidé, de momento, los temores de la generala.
¡Dios bendito!
En poco más de un mes habían muerto cinco directores y el jefe del proyecto Swivel...
¿No era extraño?
Bien entrada la mañana del miércoles, 29, intenté localizar a Domenico.
No lo conseguí.
Me dijeron que había abandonado la base, en la compañía de Estrella.
Supuse que el ayudante se había recuperado.
Me pareció una buena idea. La generala necesitaba ayuda y compañía.
Imaginé que estaban viajando hacia la casa de campo.
Tenía que llamarla y darle el pésame.
Pero deseaba hacerlo en persona.
Lo dejé para más adelante...
Y llegó un momento en el que todo estaba dicho sobre el accidente. Eso pensé...
Decidí retirarme.
El hangar rojo y el personal destinado en el proyecto Swivel era un caos. Tras la muerte de Curtiss, nadie sabía qué hacer y, lo que era peor, a nadie le importaba.
Hablé con el capitán y manifesté que deseaba tomar unos días libres.
Asintió y comprendió.
Tomó nota y nos despedimos.
Y fui a refugiarme en el bar de Joco.
El japonés entendió mi silencio y se limitó a llenar el vaso de buen güisqui. Fue lo único que le pedí.
La base estaba consternada.
Fue allí, en el bar, donde supe que se preparaba un vuelo especial para trasladar a Madrid a los expertos de la UAAI122.
Eran lo mejor de lo mejor entre los investigadores de accidentes aéreos.
Debían proceder al examen de los restos del C-141 y a intentar esclarecer las causas del siniestro.
En el aparato —según Joco— volaría también una unidad de la AFI 91-204, otro grupo altamente especializado en accidentes de «clase A» (aquellos en los que hay muertos, invalidez permanente, pérdida del aparato y daños a la propiedad del gobierno por un valor superior a dos millones de dólares). Eran los investigadores que investigaban a los investigadores. Algo así como «asuntos internos» de la UAAI. Uno de los jefes de la AFI era el teniente coronel Hansen, viejo conocido.
El vuelo despegaría de Edwards a las 6 de la mañana del viernes, 31 de agosto (1973).
Fue entonces cuando la vi entrar en el local.
¡Vaya!
¡Qué hermosa era! Parecía una apache...
Lucía la hermosa melena oscura, hasta la cintura, y la túnica azul, transparente.
Se hizo el silencio.
Se detuvo un instante junto a quien esto escribe y susurró:
—¡Adelante!
Y la bella intuición desapareció de mi vista.
El bar recuperó el latir habitual y Joco me guiñó el ojo, malicioso. El japonés la conocía. En cierta ocasión le dejó un sobre con una nota...
Pero creo que sobre esto ya he hablado.

 

* * *

 

No lo dudé.
Hice caso a la bella y el viernes, a las 5 de la mañana, poco antes del alba, me dirigí al KC-130F, el cuatrimotor que trasladaría a los expertos a la base de utilización conjunta de Torrejón.
Me presenté a Hansen y el hombre, comprendiendo, me abrazó.
No tuve que dar muchas explicaciones. Deseaba colaborar en el esclarecimiento del suceso.
Me facilitó el ingreso al KC-130F y me brindó la ayuda de su equipo... «para lo que fuera necesario».
Dijo sentirse orgulloso de mí.
No entendí por qué.
La verdad es que aquella actitud, tan generosa, terminaría favoreciéndome, ¡y de qué forma!
Lo que conseguí en España se debe, en buena medida, al teniente coronel Paul M. Hansen.
Me acomodé y traté de relajarme.
Por delante aparecía un viaje de dieciséis horas.
Y organicé, lápiz y papel en mano, lo que debería ser mi investigación.
Primero trataría de conversar con el superviviente, el teniente Ray. Después visitaría la zona del siniestro e interrogaría a los testigos, si es que los había.
Mi castellano estaba un poco oxidado.
No importaba.
El Padre Azul cuidaría de los detalles...
Después, ya veríamos.
Y en un momento del viaje, súbitamente, como si todo estuviera mágica y minuciosamente calculado, acudió a mi mente el recuerdo de unos singulares sueños, todos relacionados con Curtiss.
Quedé asombrado.
Ahora, sabiendo lo que sabía, dichas ensoñaciones cobraron un valor muy especial.
La «perla» de los sueños...
El primero, como relaté en su momento, tuvo lugar en febrero del 26, en plena aventura.
En la ensoñación, quien esto escribe se hallaba en Saidan, en el «palomar». Miraba por la ventana. Era una noche estrellada, preciosa. De pronto, en el sueño, alguien tocó mi hombro derecho, y lo hizo un par de veces. Me volví pero no había nadie. Entonces oí una voz desconocida que decía (en arameo): «Ya es hora de que vuelvas a la realidad.»
No comprendí y retorné a la ventana.
Al poco, sin embargo, alguien volvió a tocar en el hombro (esta vez en el izquierdo) y por tres veces. Me volví, asustado, pero el «palomar» seguía vacío. Y aquella voz sonó de nuevo en mi cabeza («5 por 5»): «Deja de mirar por la ventana y regresa a la realidad.»
En esta oportunidad la voz lo hizo en inglés.
Y en eso llamaron a la puerta de la habitación.
Era el Maestro.
Sonrió, alargó el brazo izquierdo, y me entregó una de las ampolletas de barro, utilizadas por quien esto escribe en la visita a Caná123. En el interior descubrí un pequeño pergamino. ¡Estaba escrito en inglés! Decía: «Curtiss te precederá en el reino de los cielos (Isaías 29, 8).» Algo más abajo se leía: «¡Alerta, pero ten calma! No temas, ni desmaye tu corazón (Isaías 7, 3).»
Fin del sueño.
Recuerdo que hice consultas.
Las referidas citas de Isaías no me dijeron nada.
Tampoco entendí lo de Curtiss; no en esos instantes.
Isaías (29, 8) habla de «sueños», pero no caí en la cuenta...124
En cuanto a la segunda parte (Isaías 7, 3), «Santa Claus» confirmó lo que sospechaba: se trataba de un error (?). La frase «¡Alerta, pero ten calma! No temas, ni desmaye tu corazón...» no correspondía al versículo 3 sino al 4.
Quedé intrigado y sorprendido por el sueño, pero ahí quedó la cosa.
Curtiss tenía dos nombres de pila en la vida real. Uno era Isaías...
Y fue durante el vuelo, cuando, papel en mano, me puse a jugar con los números de las citas bíblicas.
Después de lo vivido con el código me pareció normal...
Era noche cerrada sobre el Atlántico.
Me quedé hipnotizado.
Miraba los números, pero no daba crédito.
¡Era mágico! ¿Cómo era posible?
Isaías 29, 8 e Isaías 7, 3 podía ser leído de otra forma: ¡29-8-73!
¡Dios santo!
¡Era la fecha en la que había muerto el general!
Claro...
¡Curtiss (Isaías) te precederá en el reino de los cielos!
Quedé lívido.
Y creí entender la segunda parte de lo soñado: «¡Alerta, pero ten calma! No temas, ni desmaye tu corazón.»
Alerta, sí...
El Destino me reservaba nuevas e importantes sorpresas.
No temería, pasase lo que pasase. No desmayaría mi corazón.
El Maestro estaba conmigo...
Y recordé otro de los consejos (en realidad una orden) del general: «Pase lo que pase, y veas lo que veas, no renuncies...»
Mensaje recibido.

 

* * *

 

El segundo y no menos extraño sueño, también relacionado con Curtiss, me dejó perplejo, pero no supe interpretarlo; no en esos momentos.
Era lógico.
Las cosas llegan cuando tienen que llegar...
Sabía que el Destino observaba con atención.
A lo que voy: esa segunda ensoñación tuvo lugar en la noche del 26 de julio, en mi habitación, en el pabellón de oficiales.
En el sueño vi a un niño desnudo, boca abajo. Tenía la cara de Curtiss. Una mujer le abría la espalda con un cuchillo y sacaba algo negro. Lo introducía en un frasco de cristal y me lo mostraba. Pensé que se trataba de pólvora. Lo probé. No era pólvora.
Desperté cuando una nube palpitante se me echaba encima.
El tercer sueño —igualmente referido— me dejó no menos atónito.
En la ensoñación (registrada el sábado, 11 de agosto, en la casa de Curtiss, en la bahía de Pablo) se produjeron dos hechos, a cuál más asombroso.
El primero fue el recado de la bella intuición, depositado en un sobre, en el bar de Joco. En una cartulina blanca, contenida en el interior, se leía: 29 DE AGOSTO.
En el sueño sumé los días que faltaban para ese misterioso 29 DE AGOSTO: 17. Y me dije: «1 + 7 = 8 ¡Vaya! El «8» es el número de la muerte, según Eliseo.»
El segundo y alarmante suceso (contemplado dentro del sueño) fue la aparición de unas fotografías. En ellas vi los restos humeantes de un avión, esparcidos por el monte.
Al principio pensé que era «Rayo negro».
Nada de eso...
Era un avión, con la cola en forma de «T».
Curtiss no se hallaba entre los fallecidos que colgaban de las ramas de los árboles.
Yo, al menos, no vi su piel.
Verdaderamente, los sueños son el patio de atrás de los cielos...
El resto del viaje fue sosegado.
Pensé mucho y hablé con el teniente coronel Hansen.

 

* * *

 

El 1 de septiembre, sábado, a las 7 de la mañana (hora local), aterrizamos en la base aérea de Torrejón de Ardoz, a poco más de 10 kilómetros al este de Madrid.
Nos trasladaron a los pabellones y Hansen, con buen criterio, permitió descansar a sus hombres.
Por la tarde, aunque era fin de semana, iniciarían el trabajo.
Dejé las escasas pertenencias en la habitación de la residencia de pilotos y opté por iniciar la investigación de inmediato.
Me sentía extrañamente nervioso.
Algo iba a suceder. Lo sabía...
Y a las nueve, tras un par de consultas, me presenté en la habitación 109 del hospital militar.
Allí encontré al teniente y navegante William H. Ray, único superviviente del accidente aéreo.
No observé vigilancia alguna.
¿Y por qué tenía que haberla?
Ray era joven.
Se hallaba solo y aburrido.
Presentaba la pierna derecha escayolada.
Se extrañó al ver a un anciano, de uniforme, y con el cabello blanco.
Intentó saludar, pero hice un gesto, tranquilizándolo.
Después, conforme fuimos hablando, Ray se sinceró. En un primer momento pensó que era otro de los oficiales que lo acosaban a todas horas.
Estaba harto.
En dos días lo habían interrogado treinta veces.
Por allí pasaron médicos, pilotos, ingenieros, policías militares, inspectores, controladores y hasta gente de la CIA. Lo habían fotografiado y grabado, y le hicieron firmar una declaración de confidencialidad. No podía hablar del suceso ni con la familia.
Lo tranquilicé.
—Estoy aquí —le dije— porque cuatro de los pasajeros eran compañeros míos...
Me contempló, desolado, y expliqué quiénes eran esos amigos.
—El general —replicó—, lo recuerdo. Era un pez gordo.
—Muy gordo...
—Al aterrizar en Atenas solicitó permiso para bajar y estirar las piernas...
Deposité la mano izquierda sobre la frente del joven y comprobé que no tenía fiebre.
Sonreí y el muchacho se sintió agradecido.
Con este gesto, creo, terminé conquistándolo.
Y me habló con franqueza.
No sabía qué había ocurrido.
Todos muertos menos él...
Se le saltaron las lágrimas.
La verdad es que tuvo suerte. Mejor dicho, así estaba programado...
Ray sufrió contusiones múltiples, sin mayor trascendencia, y fractura del fémur y del peroné derechos.
Se recuperaba bien.
Y el teniente procedió a contar lo que sabía. No fue mucho, pero mereció la pena...
Se hallaban en plena aproximación a la base de Torrejón cuando sucedió «aquello»...
—Faltaban poco más de cinco minutos para la toma de tierra —continuó—. Todo iba bien... Ya sabe... De primera clase...
Entendí. Todo en el C-141 funcionaba a la perfección.
Lo dejé hablar.
Yo no tomaba notas. Eso le tranquilizó.
—Recuerdo que estábamos viendo las luces de la base, al fondo... Fin del vuelo —pensé—. Otra tripulación nos relevaría... Entonces escuchamos aquellas palabras... Se colaron en nuestra frecuencia... Todos las oímos... Los cuatro que íbamos en cabina...
—¿Qué palabras?
—Zorro dos...
—¿Zorro dos?
—Así es... El que las pronunció era norteamericano. El acento era muy tejano...
Estaba desconcertado.
Nada de esto figuraba en los teletipos que había leído en Edwards.
—Las palabras —agregó Ray— fueron pronunciadas con lentitud y seguridad... Y las repitió varias veces.
—¿Cuántas?
—Quizá cuatro.
Y pensé: «Esto tendría que estar grabado en la caja negra...»
Pero no quise interrumpir.
—En esos momentos sentimos cómo el aparato se estremecía... Escuchamos un ruido en la parte de atrás del avión... Fue como una explosión... El C-141 vibró y caímos...
No pude contenerme y pregunté:
—¿Saltaron las alarmas?
—Negativo. Saltaron después, tras aquel ruido...
—¿Y antes de la explosión?
—Negativo. Todo era «sin banderas», como le dije. Tras la detonación, el panel panic se volvió loco.
Guardé silencio.
En mi mente se instaló una imagen aterradora.
—Los pilotos consiguieron enderezar el aparato, pero sólo fue un espejismo... Oíamos gritos... Se había declarado un incendio... Las señales luminosas y acústicas convirtieron la cabina en un manicomio... No sabíamos qué hacer ni adónde acudir... Todo fue espantosamente rápido...
El teniente hizo una pausa.
Los recuerdos dolían como metralla.
—Nos precipitamos contra el terreno... El golpe fue muy violento... Volábamos a 250 nudos (casi 500 kilómetros por hora)... Todo empezó a dar vueltas... Seguían los gritos... ¡Había fuego!... El capitán gritaba: «¡Mierda, mierda!»... Entonces dejamos de dar vueltas... Yo estaba cabeza abajo, sujeto por los cinturones... Me solté como pude y caí... Los pilotos y el otro ingeniero estaban muertos... Destrozados... Se escuchaban gemidos... Había humo y fuego por todas partes... La pierna derecha me dolía... Olía a carne quemada...
Ray se detuvo, agotado.
Le proporcioné agua.
En eso entró una enfermera. Me miró de arriba abajo. Dejó una medicación sobre la mesilla, sonrió, y desapareció a la misma velocidad que había llegado.
Tenía que darme prisa, pero no debía forzar al voluntarioso Ray. Bastante estaba haciendo...
—No podía mover la pierna derecha —continuó—. Y empecé a gritar con desesperación... Las llamas me rodeaban... Creí llegada mi hora... Quise rezar, pero estaba aterrorizado... Después apareció aquel hombre... Me habló en español... No lo entendía... Se jugó la vida... Llegó hasta mí y trató de levantarme. No pudo... Finalmente lo consiguió. Me agarré a su cuello con desesperación. Entonces me sacó del lugar...
Llegó un segundo hombre... Hablaron entre ellos... Gritaban... Finalmente se pusieron de acuerdo y cargaron conmigo... Un minuto más y las llamas me hubieran devorado...
Eso era todo, y no fue poco...
Insistí en el asunto de las alarmas luminosas y acústicas del avión y Ray se ratificó en lo ya mencionado: antes de la explosión todo funcionó correctamente. No hubo aviso de nada. Fue a raíz del «estremecimiento» del C-141 cuando se precipitaron a tierra.
Ray confirmó que la altitud del aparato, en el momento de la «explosión» (?), era de 3.000 pies (mil metros).
Abandoné la habitación a las 12 horas y 10 minutos.
Me sentía profundamente desazonado.
La terrible imagen seguía en pie en mi mente.
Y no lo había visto todo en aquella dramática historia...

 

* * *

 

El fin de semana hice lo mejor que podía hacer.
Lo sé: los cielos me protegieron.
Me cambié de ropa y ese mismo sábado, día 1, alquilé un vehículo.
Pregunté cómo llegar al lugar del accidente y, de paisano, me presenté en Hueva.
Eran las 14 horas y 13 minutos.
Hueva era un pueblo pequeño y sosegado, escondido entre encinas y olivos.
El viaje fue plácido. Apenas 35 kilómetros desde Torrejón.
Me detuve antes de entrar en la población y dudé.
¿Buscaba la zona del siniestro?
Hueva se halla enclavado entre lomas.
Miré a mi alrededor.
Eran hectáreas y hectáreas de bosques.
Hubiera necesitado mucho tiempo para encontrar el punto de impacto.
A cosa de cinco kilómetros, hacia el oeste, se alzaba un monte más encopetado. En las cartas lo denominan Carabo, de 928 metros.
¿Era el lugar que buscaba?
Hice cálculos —a vuelapluma— y estimé que Ray llevaba razón: a partir de aquel pueblo, a razón de 250 nudos, el C-141 hubiera necesitado 5 minutos y 25 segundos para aterrizar en la base.
Finalmente se impuso el sentido común.
Entraría en el pueblo y solicitaría ayuda. Los vecinos, con seguridad, sabían del paraje en el que se estrelló el avión.
Y así lo hice.
Recorrí las diez o doce calles, conversé con cuantos hombres y mujeres me salieron al paso, y terminé sentado entre ellos, bebiendo un excelente vino.
Fueron amables y comunicativos.
Todos lamentaron el triste suceso.
Y la totalidad de los que interrogué coincidió en un par de asuntos; uno de ellos de especial importancia, desde mi punto de vista: el aparato volaba a baja altura y envuelto en llamas.
Insistí en lo de las llamas y —repito— todos estuvieron de acuerdo.
La tragedia tuvo lugar poco antes de la once de la noche.
La gente salió de sus casas y vio al C-141 cuando se dirigía hacia Torrejón.
«El ruido era enorme —decían—. El aparato caía y lo hacía envuelto en llamas rojas y azules...»
Después oyeron un estruendo.
Y salieron hacia el cementerio. Pensaron que el avión se había estrellado.
Pero, con la precipitación, corrieron en sentido equivocado.
El fuego los alertó y se dirigieron entonces al punto correcto: el Serrano, una zona de bosques.
Aquella gente, como la de la región, conoce los aviones militares. Torrejón está cerca. Sin embargo, lo de las llamas azules y que el aparato volase «rozando los tejados», me pareció una exageración.
Sí y no...
«Fue una noche horrible.»
Tras el choque, los restos del avión quedaron diseminados en un radio superior a un kilómetro.
«Fue espantoso —declaraban—. Cuando llegamos, todo era fuego y humo... El aparato se partió en dos y quedó boca abajo.»
Logré conversar con Antonio Beas y Víctor Martínez, dos vecinos que participaron activamente en el rescate del teniente Ray. En realidad, todo el pueblo se volcó.
Llevaron en brazos al navegante y lo introdujeron en un automóvil, trasladándolo al hospital de Guadalajara, a 38 kilómetros. Allí fue asistido por el servicio de guardia. Poco después viajaba al hospital militar de Torrejón.
Esa noche se montó un perímetro de protección alrededor del C-141 y, al alba, el personal militar norteamericano (exclusivamente) procedió a retirar los cadáveres y los restos del avión.
La PM prohibió el paso a los civiles.
Hubo sus más y sus menos...
Aquello es propiedad del pueblo y, sin embargo, nadie pudo traspasar el perímetro policial.
Tras la retirada de los restos, los militares formaron una cadena y, «codo con codo», peinaron el lugar. Se llevaron hasta el último vestigio del desastre. Utilizaron la carretera de Fuentelencina.
«Cargaron bolsas y bolsas...»
En cuestión de horas, el bosque se hallaba «limpio».
El domingo, 2 de septiembre (1973), regresé a Hueva, y con más calma.
La gente, amabilísima, me guió a la zona del accidente, a dos kilómetros al este, y cerca de la carretera de Pastrana a Fuentelencina. Concretamente en las coordenadas 40° 27’ 49” N y 2° 55’ 55” O. Allí aparecieron los restos de la cabina, a 954 metros de altitud. Más al oeste, a 114 metros, fue hallado el resto del avión, a 949 metros de altitud y a 2,210 kilómetros de Hueva. El tren de aterrizaje fue catapultado algunos metros hacia el oeste, a 930 metros de altitud.
Allí permanecí toda la mañana, inspeccionando.
No saqué nada en claro.
Las encinas y olivos aparecían mutilados y calcinados.
La PM hizo un buen trabajo...
Un extraño silencio gobernaba el lugar.

 

* * *

 

El lunes, 3, no me moví de la base.
Cambié impresiones con el teniente coronel Hansen, pero no hablé de Ray ni de mi visita al lugar del accidente.
Al parecer, según las primeras investigaciones, el siniestro se debía a una serie de lamentables errores de los pilotos.
Quedé estupefacto.
No era eso lo que contaba el navegante...
Y el instinto tocó en mi hombro, una vez más.
¡Atento!
Alguien no decía la verdad.
Pregunté si estaba autorizado a ver los restos de los pasajeros, y del C-141, y Hansen dijo que sí, brindándose, incluso, a acompañarme.
Aquélla fue una jornada igualmente angustiosa...
Los restos mortales de los 24 fallecidos habían sido depositados en una improvisada morgue, en uno de los hangares no utilizados habitualmente. La policía militar vigilaba el exterior.
Me asombró el despliegue.
Los muertos no precisan vigilancia...
El espectáculo era desolador.
Largos tableros blancos, con pies en forma de tijera, hacían de mesas.
Formaban una «U».
Alguien, sensible y respetuoso, situó un cristo de madera entre los brazos de la «U».
Al pie del crucificado ardía una vela y una cuarta de incienso.
Lo agradecí...
No supe por dónde empezar.
El teniente coronel permaneció en la puerta del hangar, en conversación con algunos oficiales de la 401 Tactical Fighter Wing.
Me hizo un gesto para que avanzara e inspeccionara.
Hansen estaba pálido.
Comprendí.
Supuse que la visita no era de su agrado.
No le faltaba razón.
Ni siquiera sabía qué buscaba en aquel lugar.
Intenté tranquilizarme.
Deseaba reconocer los restos del general Curtiss, o quizá los de los directores que lo acompañaban.
Llevé a cabo una primera y rápida inspección. Miré por encima, sin entrar en detalles.
¡Aquello era un caos!
Después paseé despacio frente a los tableros, tratando de hallar algo familiar.
Imposible...
¡Aquello era una masacre!
Los cuerpos —mejor dicho, lo que quedaba de ellos— aparecían troceados y carbonizados. La polifragmentación era extrema y muy severa.
Sentí náuseas...
Tenía delante un amasijo informe, negro y retorcido en el que se adivinaban las formas (sólo eso: se adivinaban).
Los cuerpos se hallaban decapitados, sin miembros, salvajemente mutilados y con las vísceras al aire, calcinadas.
Aun siendo médico, la visión de semejante mortandad me encogió el alma.
En un extremo de la «U» fueron alineados los brazos y las manos (insisto: lo que quedaba de ellos). Cerca se hallaban los pies y los restos de las piernas.
Me detuve frente a varias de las cabezas.
Aparecían trituradas.
No reconocí a Curtiss, ni tampoco a los directores.
La identificación de las víctimas —aceptando que se hiciera— era un trabajo lento y casi humanamente imposible. El deterioro y, sobre todo, la fragmentación y quemado de los cadáveres, complicaba mucho la tarea de los médicos forenses.
Necesité una hora para medio acomodarme al lugar.
Hansen, aburrido, terminó haciéndome una señal y se retiró.
Como digo, no fui capaz de reconocer los restos de Curtiss, ni los de ningún otro.
El cristo miraba al suelo, con razón.
Aquello sólo era muerte y tristeza.
Y, no sé por qué, continué la búsqueda...
¿Búsqueda?
¿Qué era lo que esperaba encontrar?
No tenía ni idea...
Pero seguí paseando ante los restos.
De vez en cuando me inclinaba sobre una pierna o sobre un tórax e intentaba «leer».
¿Qué había sucedido? ¿Por qué el C-141 se estrelló?
Y el cielo me guió; estoy seguro.
Fue en una de las minuciosas inspecciones cuando reparé en algo que me llamó la atención. Algunos cadáveres presentaban restos de ropa. La mayoría no. Pensé en el fuego o en un blast (síndrome de onda explosiva)125. Era como si «algo» hubiera arrancado las vestiduras, desnudando los cuerpos.
Y la vieja idea regresó a mi mente.
¿Fue una explosión lo que derribó el C-141?
Las polifracturas, desintegraciones, aplastamientos y mutilaciones que tenía a la vista apuntaban en esa dirección.
Pero rechacé la idea. Sólo eran suposiciones.
El «detalle» de las ropas, sin embargo, me puso en alerta.
Continué la inspección y detecté otro asunto que me dejó confuso.
Volví a contar y comprobé que estaba en lo cierto.
El número de víctimas ascendía a 24, sin tener en cuenta el cadáver del supuesto Eliseo.
¿Por qué, entonces, sólo aparecían once piernas y doce pies? ¿Dónde estaba el resto?
Yo mismo me respondí: desintegrado.
¿Cómo era posible?
En un impacto contra el suelo, los cuerpos pueden quedar seriamente mutilados, pero no desintegrados.
Y pensé: «El lugar del accidente fue peinado por los soldados, y codo con codo. Era difícil que una pierna o un pie hubieran permanecido perdidos en el bosque.»
Algo no encajaba.
Faltaban 39 piernas y 38 pies...
Aquello no era normal.
Sólo recibí una respuesta: los pasajeros fueron desintegrados por un blast, y en pleno vuelo.
Eso significaba la detonación de un artefacto explosivo en el interior del C-141 o bien...
No, eso era una barbaridad.
Y olvidé la idea que acababa de llegar a mi mente: un misil.
En cuanto al féretro, con el cadáver del supuesto Eliseo, ni rastro.
Permanecí una hora más en el hangar.
El resultado fue negativo.
Como dije, no fui capaz de identificar a Curtiss, ni a los otros.
En la puerta, dos forenses comentaban:
—Son las órdenes...
Presté atención.
—No hay más remedio que «hacer boiler».
Boiler, en el argot de los forenses de la USAF, era «hacer olla carnicera» con los restos de una catástrofe. En otras palabras: llenar los féretros como fuera. No importaba mezclar los restos. Para alcanzar el peso aproximado de la víctima se cargaba el ataúd con hierro o, incluso, con los restos del avión siniestrado. El féretro quedaba sellado y nadie estaba autorizado a abrirlo; mucho menos los familiares.
Abandoné el lugar, espantado, y con una espesa duda: «¿a qué me enfrentaba en esta ocasión?»

 

* * *

 

Decidí visitar también los restos del C-141, el avión de carga de la USAF, estrellado en la noche del 28 de agosto.
La policía militar me escoltó hasta un segundo hangar, no demasiado lejos del primero, igualmente en desuso, en el que fueron almacenados los restos del tetramotor a reacción.
La vigilancia era superior a la que había visto en la improvisada morgue.
Un sargento de la PM se cuadró al recibirme y se brindó a acompañarme.
Parte del equipo de Hansen trabajaba entre los restos.
Vestían monos blancos y gafas especiales (probablemente de visión infrarroja).
Iban y venían, examinando aquella ruina.
Lo que restaba del aparato aparecía disperso por el suelo del recinto.
Los militares habían situado pequeños carteles entre la chatarra retorcida y calcinada, identificando las diferentes partes del avión.
Algunos tomaban fotografías.
Otros medían, hacían anotaciones, y aproximaban aparatos a los restos. Parecían contadores «geiger-müller».
Y me pregunté: «¿Por qué buscaban radioactividad?»
Un oficial de la AFI se presentó ante mí y se puso a mi disposición:
—¿Qué desea ver, mayor?
No supe qué responder.
Tampoco sabía qué demonios buscaba en aquel hangar...
La loca idea del misil seguía navegando en mi mente.
No fui capaz de rechazarla.
Y dejé que el Destino hiciera su trabajo.
Adopté la postura de la docilidad.
Y, sin mediar palabra, inicié otra exhaustiva exploración, siempre bajo las atentas miradas del oficial y del PM.
El C-141 se hallaba desmigado y consumido por el fuego.
El impacto contra el terreno fue más violento de lo que suponía.
¡Pobre Curtiss! ¡Pobre gente!
Y siguiendo la costumbre hice una primera evaluación general. Después pasé a los detalles.
El tren de aterrizaje, tres de los motores, y la cola en forma de «T» eran reconocibles. El resto —fuselaje y planos— era una constelación de fragmentos negros y retorcidos, difíciles de identificar.
Caminé un buen rato sin rumbo fijo y sin saber dónde posar la mirada.
¿Qué buscaba realmente?
¿Me hallaba ante la consecuencia de una lamentable serie de errores humanos, como aseguraba el teniente coronel Hansen?
Las versiones de Ray, el superviviente, y de los testigos del accidente (vecinos de Hueva) no apuntaban en esa dirección.
Y la incómoda idea siguió instalada en mi cabeza: «¿Pudo tratarse de un atentado? ¿Fue un misil? ¿Por qué? ¿Quién deseaba la muerte de Curtiss?»
Se me ocurrieron más de uno y más de dos nombres.
Nixon y Kissinger destacaban en la lista.
Y estaba el cadáver del supuesto Eliseo. Un cuerpo igualmente incómodo, que exigía muchas aclaraciones.
Sí, había razones para el atentado, y muchas.
Y «alguien» dirigió mis pasos, una vez más.
Quiero creer que, en un primer momento, llamó mi atención porque era lo único que medio se sostenía en el hangar.
Sí y no...
Los cielos, como digo, estaban atentos.
Me aproximé y la rodeé lentamente.
La cola del avión o empenaje era idéntica a la que había visto en mi sueño.
Se salvó en parte.
El estabilizador vertical tenía cinco metros de altura. Se hallaba casi intacto. También los horizontales permanecían en su lugar126.
Examiné la unidad auxiliar de energía.
No parecía haber sufrido daños de importancia.
El timón de dirección, en cambio, había volado.
Lo mismo sucedía con los de profundidad.
El oficial y el PM observaban mis movimientos con curiosidad.
Fue entonces cuando acerté a descubrir aquellos agujeros en mitad de la bandera norteamericana que lucía, estampada, en la parte superior del estabilizador vertical.
La cola descansaba sobre el estabilizador horizontal derecho. De haber sido al revés, la zona de los boquetes hubiera quedado oculta.
¡Cosas del cielo!
El caso es que captó mi atención.
Me incliné sobre el referido estabilizador vertical y verifiqué que la bandera, en efecto, se hallaba perforada por seis orificios de una pulgada de diámetro cada uno.
Los vigilantes conversaban entre ellos, distraídamente, a cosa de cinco pasos. No se percataron de mis maniobras.
Pasé los dedos, disimuladamente, sobre la bandera y comprobé que los cráteres se dirigían de fuera al interior del aparato.
Traté de medirlos.
Calculé tres centímetros.
Eran idénticos.
Parecía un impacto múltiple; como si la cola hubiera sido ametrallada.
¡Qué extraño!
Repasé, intrigado, el resto del estabilizador vertical y descubrí otros orificios, muy similares.
Una serie —conté doce agujeros— se distribuía por encima de la mencionada bandera.
No guardaban orden.
El diámetro de los boquetes era algo mayor (alrededor de cinco centímetros).
También los cráteres eran similares a los de la bandera (de fuera hacia dentro).
Una tercera oleada de «impactos» (?) aparecía sobre el número del cuatrimotor —21072—, pintado en mitad de la cola.
Estos agujeros eran más pequeños que los anteriores.
Sumé 35.
Me incorporé y contemplé el estabilizador vertical en su conjunto.
El oficial y el PM continuaban hablando, ajenos a quien esto escribe.
Revisé igualmente los perfiles de los orificios situados sobre el «21072» y estimé que tenían el mismo origen que los anteriores. Los cráteres se dirigían de fuera hacia dentro.
Sumé el número de boquetes (53) e intenté reflexionar sobre lo que tenía ante mí.
No supe qué pensar.
Parecían impactos de proyectiles, dirigidos a tres áreas de la cola. Pero ¿por qué de diferentes diámetros?
¿Fue el C-141 ametrallado desde el aire? ¿Quizá desde tierra?
Supuse que los investigadores los habían localizado. Sin embargo no se hallaban señalizados.
Y pensé también: «¿Podían ser impactos naturales, consecuencia del choque con el terreno o con los árboles?»
Y en ésas me hallaba —cavilando— cuando se presentó ella...
Vestía la vaporosa túnica azul, deliciosamente transparente.
Llegó de puntillas.
Sorteó al oficial y al PM y avanzó hacia quien esto escribe.
Sonrió y me susurró al oído:
—Regresa al pueblo y busca...
Percibí un intenso y amabilísimo aroma a jazmín.
Después se alejó.
¡Qué increíble trasero!
Continué en el hangar el resto de la tarde.
Repasé el C-141minuciosamente.
El oficial y el PM terminaron agotados y sentados en un rincón.
Pude observar el aparato a mi antojo, pero no hallé ningún otro impacto sospechoso ni nada relevante que consignar.
Y regresé a la residencia de pilotos, convencido de que los 53 orificios en la cola del avión era un asunto inquietante.
Lo sé. Él me enseñó: «Nada es lo que parece.»

 

* * *

 

Seguí el consejo de la bella intuición, por supuesto.
El martes, 4 de septiembre, lo dediqué por entero a Hueva y a sus habitantes.
Los vecinos recordaban bien a aquel anciano de cabellos nevados, tan curioso como tenaz, y con un castellano zurcido con alfileres.
Volví a conversar con los mismos, y con alguno más.
Recorrí el pueblo de arriba abajo.
Paseé por la calle Detrás de la Iglesia, por la del Tropiezo, por la travesía del Norte, por el paseo de San Roque y por la de la Cuesta, entre otras.
Como dije, Hueva era una aldea de poco más de cien almas.
Allí era difícil guardar un secreto.
Y confié en los cielos.
No sabía qué buscar, pero ellos (los vecinos y los cielos) me ayudarían.
Y así fue...
Repasé los hechos de aquella funesta noche desde el principio y cada cual ofreció su versión; la misma que ya había oído.
Nada cambió, sustancialmente.
Escucharon ruido. Vieron el avión a baja altura. Ardía. Después se estrelló. Después rescataron a Ray. Después llegaron los soldados. Después nada...
Por la tarde, con el regreso al pueblo de la mayoría de los hombres, la cosa se animó.
Y, de pronto, en una de las tertulias, una de las mujeres mencionó algo que me puso en guardia.
Había oído bien, pero lo repitió a petición de quien esto escribe.
Se trataba de un pastor.
Fue testigo del impacto cuando se hallaba no muy lejos del pueblo.
Al parecer recogió algo del suelo y se lo guardó.
No supieron decirme si ese «algo» pertenecía al C-141.
No supieron o no quisieron...
Traté de localizar al pastor. No fue posible.
«Anda por las cuestas —explicaron los vecinos—. Regresará al anochecer.»
Y esperé, naturalmente.
El pastor —cuya identidad no debo desvelar por razones de seguridad— era un tipo joven, de unos 30 años, parco en palabras, y desconfiado.
Aceptó mi presencia a regañadientes.
Después, al ver cómo asomaban algunos dólares en mi billetera, se fue haciendo más y más comunicativo...
Nos quedamos solos y le ofrecí cien dólares.
Mano de santo.
Respondió a todas mis preguntas. Mejor dicho, a casi todas.
Confirmó la versión de la vecina. Esa noche, él se hallaba cerca del lugar donde se estrelló el aparato. Lo vio volar muy bajo. Procedía de la zona del embalse de Entrepeñas. Sobrevoló el cercano pueblo de Valdeconcha y fue a estrellarse a cosa de 300 metros de la carretera comarcal 200, al este de Hueva.
El aparato —según el pastor— volaba con una lengua de fuego en la cola.
«Eran llamas azules...»
Después se estrelló contra el suelo y recorrió más de 700 metros, envuelto en una bola de fuego.
Por último, el C-141 se vio sujeto a varias explosiones.
Al preguntar si vio otros aviones en los alrededores, se encogió de hombros, y desvió el tema y la mirada.
Presentí que ocultaba algo.
Sirvió vino y queso y cayó en un significativo mutismo.
Comprendí.
Ofrecí otros cien dólares y el individuo exclamó:
—Por ese precio no recuerdo nada de nada...
¡Maldito zorro!
Me interesé por el objeto que había hallado en el lugar del siniestro y el pastor se apresuró a negar nuevamente.
Él no recogió nada. Así se lo hizo ver a los militares que lo interrogaron.
Extraje otro billete y repetí la pregunta:
—¿Robaste algo en el lugar del accidente?
El pastor palideció.
Me arrebató el dinero y proclamó —por lo más santo— que él no había robado nada. Y añadió:
—Ni siquiera lo encontré donde se estrelló el avión...
Cayó en su propia trampa. Y no tuvo más remedio que aclarar que fue en otro paraje donde encontró «aquello».
—¿Aquello?
—Las barras...
—¿Qué barras?
Se encogió de hombros de nuevo.
Esta vez fue sincero. El pastor no sabía de qué se trataba.
Rogué que las mostrara.
Sonrió, pícaro, e hizo el gesto internacional del dinero.
Me rendí.
Ofrecí otros cien dólares y el tipo desapareció de mi presencia.
Al poco regresaba con un pequeño envoltorio.
Lo depositó sobre la mesa y procedió a desenvolverlo con gran misterio.
Y a la luz de la humilde bombilla quedaron al descubierto dos barras de 5 y 8 centímetros de longitud por unos 8 milímetros de grosor. Eran blancas y brillantes.
Pregunté si podía tocarlas.
Hizo un gesto afirmativo y tomé una de ellas.
Era metal. Mejor dicho, una aleación...
Pesaba y parecía especialmente dura.
Creí saber de qué se trataba...
El pastor aseguró que las había hallado en el bosque, a cierta distancia del punto en el que se estrelló el avión.
Insistí en el asunto y se mantuvo firme: no las encontró entre los restos del C-141. Fue más al este...
Y propuse algo.
Le compraba las barras por otros cien dólares, siempre que aceptara llevarme al lugar exacto donde las halló.
Lo pensó cinco segundos.
Reclamó mil dólares y sólo por la barra más corta.
Regateamos como verduleras.
Finalmente llegamos a un acuerdo.
Me quedé con la barra pequeña y por 500 dólares.
Me hizo jurar que no diría nada a nadie.
Y así ha sido.
A la mañana siguiente, al alba, me guiaría hasta el paraje en el que descubrió las barras.
Nos dimos la mano y cerramos el trato.
¿Podía confiar en él?
No demasiado, pero no tenía alternativa...
Entrada la noche regresé al turismo de alquiler. Allí, en el interior, examiné la barra de metal e intenté atar cabos.
¡Malditos bastardos!
Y la vieja idea prosperó: el C-141 había sido derribado...