26
de agosto
Y llegó el domingo, 26 de agosto
(1973).
Fue otro día para la historia...
Al recibir el «cargamento», Ammān autorizó
la autopsia y la repatriación del cadáver del astronauta.
Los médicos forenses actuaron de
inmediato.
Fueron cinco: tres jordanos y dos
norteamericanos. Los de mi país pertenecían a la Navy y a la USAF.
Fueron seleccionados por Curtiss.
Según las comunicaciones llevadas a cabo por
el general, la autopsia fue iniciada a las 7 de la mañana (hora
local de Azraq).
Pasé buena parte de ese domingo en el
despacho de Domenico, pendiente del teléfono y del télex.
Los resultados llegaron a las 16.34 horas,
en un largo comunicado de los peritos médicos norteamericanos. En
el encabezamiento del informe se leían unas frases de
Curtiss.
Decían textualmente: «A la atención de
Jasón. Las diatomeas también conducen a la luz.»
¡Vaya!
Aquello me previno.
Y seguían 62 páginas.
Leí con avidez.
Era un trabajo minucioso, muy profesional,
en el que se adivinaba la mano experta y segura del forense de la
Armada.
Como referí en su momento, el código sólo
era conocido por Curtiss y por quien esto escribe.
Domenico, que también leyó el informe de los
forenses, no supo interpretar el «mensaje» de Curtiss en relación
con las diatomeas. Ni yo se lo aclaré.
El general pudo no haber enviado dicho
informe. Era confidencial. Sin embargo, todavía no sé por qué
razón, se saltó las normas y lo hizo llegar al despacho del
ayudante.
En buena hora...
Al leerlo quedé desconcertado.
Ahorraré al hipotético lector de estas
memorias las referidas 62 páginas, sembradas de términos médicos y
de descripciones tan farragosas como desagradables.
Siempre he admirado el talante y la sangre
fría de los forenses.
Haré referencia, únicamente, a los capítulos
que, en mi opinión, arrojaban luz sobre el gran dilema: ¿estábamos
ante el cuerpo del ingeniero?
A juzgar por lo descrito, y por los
resultados, los peritos contaron con el apoyo de un aparataje más
que aceptable.
La autopsia, propiamente dicha, se prolongó
durante diez horas.
Se practicaron análisis anatomopatológicos,
químicos y bacteriológicos, y se contó con la ayuda de una sala de
Rayos X.
Los forenses se guiaron por el tradicional
método de Virchow112,
que se caracteriza por el reconocimiento global de las vísceras (in
situ) y por el examen de las mismas una vez extraídas del
cuerpo.
Fue retirado el traje y se observó en él un
nombre («medio borrado») idéntico al apellido de Eliseo.
«Rasgadura en el traje a la altura de la
rodilla izquierda.»
Y el informe se centró en una inspección
detallada y minuciosa del cadáver.
En síntesis, esto era lo que decía:
«Varón. Blanco. Tipo caucásico. Edad: entre
30 y 40 años. Constitución atlética. Estatura: 1,73
metros...»
También el color del cabello era el de
Eliseo.
De momento, todo coincidía...
Los forenses insistían en algo de especial
trascendencia: el estado de putrefacción del cadáver era avanzado.
El rostro aparecía desfigurado. Ni Curtiss ni los directores
reconocieron a Eliseo.
Era un hecho registrado en el informe
pericial.
Recuerdo que lo había imaginado...
El cuerpo, como dije, fue encontrado en las
aguas del mar Muerto (costa jordana) el 11 de agosto (1973). Así
figuraba en el reverso de las fotografías. También el grupo
sanguíneo —AB negativo— era el del ingeniero.
Pero en la descripción externa del cuerpo,
de pronto, descubrí un dato que me alarmó: «... Se observa un
tatuaje —rezaba el informe— de 18 centímetros, en forma de iris,
sobre el tórax. La flor (azul) aparenta brotar del corazón.»
Hice memoria.
A Eliseo no le gustaban los tatuajes.
No tenía ninguno...
Yo lo había visto desnudo en varias
ocasiones. Lo lavé cuando contrajo aquel grave problema intestinal
en septiembre del año 25, en el vado de las Columnas113,
y también al final de nuestra aventura (últimas semanas del año 27
y primeros días de enero del 28) cuando cayó en coma114.
¡Eliseo no lucía ningún tatuaje!
¡Aquel cadáver no era el de mi
compañero!
Lo sospeché en esos instantes, pero guardé
silencio.
El instinto tocó en mi hombro.
¡Atención!
Tampoco la dentadura coincidía.
La de Eliseo era sana e impecable.
En el informe forense se hablaba de dientes
en guerrilla, y arruinados.
¿Podía deberse al impacto con el agua?
Me pareció poco probable.
A continuación leí algo que también me dejó
confuso.
Lo pensé detenidamente, pero no
cuadraba.
Los pies, rodillas, zona dorsal de la mano
izquierda y cuero cabelludo presentaban excoriaciones y heridas de
diferente consideración. Los forenses hablaban de roce del cuerpo
con las piedras y el fondo del lago.
Eso era imposible, por dos razones: porque
el cuerpo se hallaba enfundado en un traje, con el correspondiente
calzado, y porque en el mar Muerto los cuerpos flotan. Jamás se
hunden. Las heridas en cuestión no podían ser posmortales. A no ser
que...
La idea era tan descabellada que la
olvidé.
A continuación, el equipo médico entraba de
lleno en la obducción o examen interno del cadáver (la autopsia
propiamente dicha). El estudio era sistemático y en el siguiente
orden: raquis, cráneo, cuello, tórax, abdomen, aparato
genitourinario y extremidades.
La lectura no me dijo nada hasta que llegué
a la inspección de los planos profundos y de la cavidad
bucal.
Allí se presentaron los primeros signos de
sumersión (ahogamiento): las vías aéreas estaban ocupadas por la
típica espuma traqueo-bronquial. La glotis se hallaba igualmente
taponada por dicha espuma115.
Los pulmones aparecían llenos de agua y considerablemente
aumentados, dando la impresión de que no cabían en el pecho116.
El corazón se hallaba prácticamente abrazado por los
pulmones.
No salía de mi asombro.
¿Cómo era posible? El cuerpo portaba una
escafandra y un traje especialmente diseñado. Era difícil que
entrara agua.
No fueron localizadas las manchas de
Tardieu. El informe, al menos, no se refería a ellas.
Las aberturas del tórax y del abdomen
—practicadas simultáneamente y mediante una incisión única, oval y
elipsoidea— reservaban otras sorpresas...
Tras los análisis correspondientes se
procedió a la extracción (por separado) de los dos pulmones. Para
ello se llevó a cabo la sección del hilio.
El informe señalaba congestión y marcada
cianosis en el lado derecho del corazón.
Los grandes vasos venosos aparecían
distendidos y con sangre oscura.
El esófago y el estómago albergaban aire y
agua, así como barro, hierbas y otros materiales extraños.
Tomaron muestras de todo.
También hallaron arena en el líquido
bronquial.
Estaba cada vez más confuso.
El mar Muerto se encuentra enclavado en un
desierto. En sus aguas es difícil hallar hierba. ¿Cómo llegó al
estómago y a la región bronquial del supuesto Eliseo?
Las livideces cadavéricas eran típicas de un
ahogado. Resultaban más claras que en el resto de las asfixias
mecánicas.
El fenómeno hubiera sido explicable, en
parte, por la hemodilución y por la permanencia del cuerpo en aguas
frías. No era el caso. El mar Muerto mantiene temperaturas que
oscilan entre 21 y 31 grados Celsius.
No lograba entender el singular
asunto.
El cadáver presentaba igualmente el llamado
«cutis anserino», debido a la rigidez cadavérica, y una extendida
maceración cutánea, con arrugamiento generalizado de la piel de las
manos y de los pies. Dicha piel tiene el aspecto de guantes y de
calcetines, respectivamente.
Y me dije, una vez más: «Eso no es viable...
La maceración cutánea exige el contacto del cuerpo con un medio
líquido.»
A partir de ahí, las sorpresas se
encadenaron...
El agua contenida en los pulmones y en el
estómago fue analizada en los laboratorios de la base
jordana.
¡No era agua salada!
¡Era dulce!
Quedé perplejo.
En cuanto al barro hallado en el líquido
bronquial, tampoco pertenecía al mar Muerto.
¡Carecía de aragonito, uno de los elementos
constitutivos del barro del mar de la Sal (aragonito, sal gema y
yeso)!
¡Y qué decir de la concentración de
iones!
El potasio, calcio y magnesio aparecían en
concentraciones más bajas que las existentes en el mar
Muerto.
No podía creer lo que leía.
Lo repasé de nuevo.
Correcto.
Había leído bien.
Los análisis eran claros y determinantes: el
hombre murió por sumersión en agua dulce, aunque fue hallado
flotando en el mar Muerto, cuya salinidad oscila entre el 27 y el
27,5 por ciento117.
¡Agua dulce!
Alguien nos estaba tomando el pelo...
Y las sorpresas arreciaron.
En el examen de las vísceras surgió la
«adipocira», un marcado endurecimiento y tumefacción de las grasas
del cuerpo. La grasa se había vuelto blanca y rígida118,
adherida al tejido óseo y muscular.
Pero lo más desconcertante es que el
fenómeno de la «adipocira» exige del orden de cinco a seis meses en
el proceso de putrefacción.
Eché cuentas de nuevo.
Aquella persona pudo fallecer en febrero o
marzo (1973) y la «cuna» se precipitó al lago el 28 de junio.
En efecto: no salían las cuentas...
Para terminar de enredar el laberinto, el
informe forense señalaba la presencia de nidos de calliphora, una mosca que coloca los huevos en las
zonas húmedas de las heridas, boca y ojos, fundamentalmente. Estas
«moscardas» se reproducen a las pocas horas del óbito.
Se suponía que el cuerpo se hallaba
protegido por la escafandra y el traje hermético.
Esas moscas no tenían por qué estar
ahí...
Hice balance.
La autopsia hablaba de un varón con las
características físicas de Eliseo (incluido el grupo
sanguíneo).
Había sufrido muerte por sumersión y se
hallaba embutido en un traje del proyecto Swivel (supersecreto),
con el apellido de Eliseo cosido al pecho.
Aparentemente era el ingeniero.
Pero no...
¿Qué era lo que no encajaba?
En primer lugar el agua dulce.
La persona no había fallecido en el mar
Muerto.
Segundo: el tatuaje en el pecho.
Tercero: las heridas en los pies, rodillas,
zona dorsal de la mano izquierda y cuero cabelludo. El traje lo
protegía.
Cuarto: la «adipocira» y los nidos de
calliphora.
El individuo falleció antes de que nos
precipitáramos al mar de la Sal.
Quinto: el barro encontrado en el interior
del cadáver no era del mar Muerto.
En fin, para qué seguir...
El instinto me previno de nuevo.
No hacía falta ser muy despierto para
deducir que aquel infeliz no guardaba relación alguna con el
ingeniero.
Y me pregunté: «Si era así, ¿qué pintaba
aquel cuerpo en aquella historia? ¿Quién era realmente? ¿Por qué lo
utilizaron? ¿Quién lo lanzó a las aguas del mar de la Sal?»
En esos momentos, no sé por qué, regresaron
a la mente las imágenes de los misteriosos sobres lacrados que
había recibido en la habitación del pabellón de oficiales, en el
«avispero», y en la casa de campo de Curtiss: «Marte, alerta»,
«Blasfemia» y «Renuncia, traidor».
No hice comentarios.
Deduje que Domenico había reparado también
en aquel cúmulo de despropósitos.
Hasta un ciego lo hubiera visto...
Curtiss lo captó..., y me advirtió.
El ayudante, sin embargo, eligió el
silencio.
Un significativo silencio...
Soy un desastre.
¿Por qué no caí en la cuenta mucho
antes?
Domenico, en efecto, no era lo que
parecía...
Pero vayamos por partes.
No quiero desviarme.
El informe de los forenses había
terminado.
Fue hallada agua en el estómago, en una
cantidad superior a 500 ml.
Esto significaba que el enigmático personaje
estaba vivo cuando cayó (o lo arrojaron) al agua119.
Se detectaron hemorragias en el oído medio y
en las celdas mastoideas.
Y la autopsia fue redondeada, como decía,
con los tradicionales exámenes complementarios: radiológicos,
microscópicos, químicos y bioquímicos.
Fue así como se apreció opacidad de los
senos paranasales (indicativo de sumersión o ahogamiento
intravital: mientras el sujeto estaba vivo) y una amplia colonia de
protozoarios ciliados y diatomeas, los decisivos marcadores
biológicos a los que hacía alusión el general en el encabezamiento
del informe: «Las diatomeas también conducen a la luz.»
Los análisis, en efecto, identificaron tres
tipos de diatomeas120.
Todas ellas aparecieron en la médula de los huesos largos, así como
en la sangre cardíaca y demás órganos irrigados por la circulación
sistémica. Las pruebas se repitieron con ejemplares existentes en
el cerebro, pulmón, hígado y riñones.
No había duda.
El personaje se ahogó en plena lucha.
La respiración agitada del infeliz, tratando
de sobrevivir, arrastró aire y agua (con diatomeas). Primero fueron
bombeadas al corazón y desde allí distribuidas por el resto de los
órganos.
Según los especialistas, la identificación
de las diatomeas puede conducir al lugar exacto en el que se
registró la sumersión o ahogamiento. En otras palabras: cada
diatomea procede de un punto en el planeta.
Supuse que los forenses tenían perfecto
conocimiento del riesgo de contaminación existente en el proceso de
investigación.
Imaginé que tomaron todas las precauciones
posibles.
Di por bueno el hecho de que las diatomeas
localizadas en el interior del cadáver eran ajenas al
laboratorio.
En este caso, las diatomeas detectadas
fueron las siguientes: Scoliopleura lorami,
Opephora Mutabilis y Scoliopleura
peisonis.
En esos momentos no supe de qué lugar
procedían.
El informe tampoco hablaba de ello.
Ahí concluía el trabajo de los
peritos.
En resumen: el ahogado no había muerto en el
mar de la Sal.
Algo intentaba comunicarme el general
Curtiss, pero no estuve listo...
Me resigné.
Esperaría su regreso a Edwards.
Por cierto, del maletín ni palabra. Me
pareció raro que el informe no lo mencionara.
* *
*
Domenico habló con Curtiss a primera hora
del lunes, 27 de agosto.
El jefe del proyecto se mostró
preocupado.
El equipo había procedido al embalsamiento
del cadáver, pero el papeleo para la repatriación del cuerpo era un
asunto laborioso, casi agónico, que dependía por completo de los
jordanos.
Curtiss, harto, llamó a los árabes
mamporreros y bigardos.
Nadie sabía cuándo lograrían salir de aquel
agujero.
El Pentágono empezó a impacientarse, y con
razón.
Si los jordanos descubrían que las granadas
habían sido «diezmadas», Curtiss y el resto no saldrían con vida
del país.
Para colmo —según Domenico—, el «Galaxy» que
había transportado las armas terminó huyendo como un conejo. Se
necesitaba un transporte, con urgencia, que aterrizara en la base
aérea de Azraq y rescatara al general, al equipo, y el féretro con
el cuerpo del misterioso personaje.
Pero no era tan sencillo...
La situación en Oriente Próximo seguía
deteriorándose, tal y como preveía el siniestro plan Rapto de
Europa.
Representantes del rey jordano y del
presidente egipcio venían celebrando intensas y frecuentes
reuniones, con el fin de restablecer relaciones
diplomáticas121.
La guerra, insisto, aullaba cada vez más
próxima.
Si Jordania establecía relación con Egipto,
dada la inminencia del conflicto con Israel, la suerte de Curtiss y
los suyos podía verse seriamente comprometida. Y no eran frases
hechas.
Curtiss lo sabía. El Pentágono lo sabía.
Kissinger lo sabía. Nixon lo sabía.
La situación empeoró.
Las explicaciones secretas del gobierno USA
sobre la presencia del astronauta en el mar Muerto no fueron del
agrado de Ammān. La embajada norteamericana en Jordania cursó una
nota confidencial al rey Hussein, explicando que el fallecido era
miembro de una expedición conjunta y humanitaria entre judíos y
norteamericanos para la investigación del mosquito Anopheles (paludismo). Jordania, naturalmente, no
tragó.
Y Curtiss volvió a insultar a políticos y a
militares, llamándolos rijosos y segundones.
El general —según Domenico— se subía por las
paredes.
Yo dividí mi tiempo entre el «avispero», en
la revisión de los diarios, y las consultas en el Dryden sobre la
naturaleza y el origen de las diatomeas aparecidas en el
cadáver.
En el Centro de Investigación de Vuelos de
NASA no sabían gran cosa. Y me remitieron a los departamentos
oceanográficos de las universidades.
Lo único que saqué en claro en aquellos
momentos es que las referidas diatomeas procedían de Hungría, Texas
y Baja California Sur.
Mi confusión se multiplicó.
¡Aquel infeliz se había ahogado a miles de
kilómetros del mar Muerto!
El ayudante interrumpió las primeras
investigaciones sobre las diatomeas.
Tenía una buena noticia. Mejor dicho,
dos.
Al fin...
El Pentágono había sobornado a los militares
jordanos con una buena suma de dinero y el papeleo para la
repatriación del «astronauta» se agilizó milagrosamente.
La segunda buena noticia fue el avión de
carga C-141, que volaba ya hacia la base de Azraq. Domenico no supo
decirme dónde lo habían localizado. Supuse que podía proceder de
una de las bases USA en Turquía. Llegaría a Jordania esa misma
noche.
Según el ayudante, nada más aterrizar, el
C-141 cargaría el féretro y el equipo escaparía del lugar, rumbo a
Atenas. Allí debían recoger a otros norteamericanos y hacer una
nueva escala en la base de utilización conjunta de Torrejón, en
Madrid (España).
Si todo marchaba bien, para el 30, jueves,
Curtiss y el resto se hallarían de regreso en Edwards.
Si todo marchaba bien...
* *
*
Y todo fue perfecto, o casi...
El avión partió de la base de Azraq y tomó
tierra sin novedad en Atenas.
Curtiss se comunicó con su ayudante.
El general aparecía más relajado.
Pocas horas después, el C-141 se dirigía
hacia España.
Domenico anunció:
—El general tiene una sorpresa para
ti...
No dijo más. Curtiss, probablemente, no le
informó sobre el particular.
¿Una sorpresa?
No me gustaban las sorpresas de
Curtiss.
Y me la dio; ya lo creo que me la
dio...
En Atenas se unieron al grupo los familiares
de una serie de pilotos norteamericanos. Regresaban también a
USA.
Yo me encerré en el «avispero» y me dediqué
a lo mío.
Pero, hacia las 15 horas de ese 28 de
agosto, llamaron a la puerta.
Era Walter.
Domenico volvía a reclamarme en su despacho,
en el hangar rojo.
¿Qué tripa se la había roto esta vez?
Encontré al ayudante desplomado en su sillón
y pálido como la cera.
Sujetaba el rosario con ambas manos, con
fuerza, y lo besaba sin cesar.
Me vio, pero no me vio.
De vez en cuando suspiraba y decía:
—¡Dios!... ¡Dios!... ¡Dios!...
No logré que respondiera a mis
preguntas.
Besaba y besaba la crucecita y, de pronto,
se desmayó.
Solicité ayuda.
¿Qué le ocurría?
Acudieron dos tenientes y trataron de
reanimarlo.
Buscaron agua.
Fue inútil.
Domenico estaba privado del todo.
Pregunté.
¿Qué pasaba?
Los tenientes parecían mudos.
Comprendí. Ocultaban algo.
No me miraron.
Finalmente entró un capitán. Traía un télex
en las manos.
Observó la escena y se dirigió a uno de los
teléfonos, ordenando el envío de una ambulancia.
Y dejó el papel sobre la mesa del
ayudante.
No insistí.
Nadie deseaba hablar.
Al poco llegaron los sanitarios y se
llevaron a Domenico.
Se le cayó el rosario.
Me agaché y lo recogí, con el propósito de
devolvérselo, pero el ayudante ya no estaba.
Fue entonces, al quedarme solo, y cerca de
la mesa, cuando reparé en el télex que había traído el
capitán.
Dejé el rosario sobre el escritorio y
«algo», más fuerte que yo, me empujó a leer el texto.
Tuve que leerlo por segunda vez.
¡Dios!
No supe qué hacer...
Y comprendí el porqué del desmayo de
Domenico y el silencio de los tenientes.
Tenía que haber un error...
Salí del despacho y busqué al capitán.
Pensé que me hallaba en mitad de uno de mis
sueños... Pero no.
Interrogué al capitán y el hombre bajó la
cabeza.
Y asintió con el silencio.
¡Era cierto!
El C-141, en el que viajaba el general
Curtiss, había desaparecido a las 22.50 (hora local de
España).
Tuve que sentarme.
El télex era claro e implacable: «Un avión
de carga Lockheed C-141A-10-LM Starlifter, de la USAF, perdió el
contacto con la torre de control de la base conjunta
hispano-norteamericana de Torrejón, cerca de Madrid, cuando se
hallaba en aproximación a la misma...»
¡Dios mío! ¡Otra vez...!
El capitán fue suministrándome nuevos
informes.
El avión se había estrellado en una zona
boscosa, cerca de la localidad de Pastrana.
No había duda.
Era el C-141 en el que viajaban los tres
directores de Caballo de Troya, el féretro con el «astronauta», los
forenses y Curtiss, así como los familiares de los pilotos que
regresaban de un viaje turístico por Grecia.
Las primeras noticias no hablaban de
supervivientes.
Alguien, caritativo, me sirvió un
güisqui.
Como digo, todo era confuso.
Los teletipos repiqueteaban información sin
cesar, pero, en ocasiones, contradictoria.
Hablaban de 24 víctimas.
Nunca mencionaron el féretro.
Número de registro del C-141: 63-8077.
¿Y qué importaba el registro?
Número de serie: 300-6008.
El capitán lo verificó. Correcto.
Tripulación: 7. Ocupantes: 18.
Eso hacía un total de 25... ¿Por qué
hablaban de 24 fallecidos?
Número de horas voladas por el C-141:
14.372.
Y un dato que me dejó perplejo: nadie sabía
en qué año fue construido (!).
No lograba entender lo ocurrido...
El avión podía ser viejo, pero la
tripulación (dos pilotos y dos ingenieros) era excelente. Los
conocía.
Curtiss era un tipo peligroso. Yo no
comulgaba con sus ideas, pero tampoco le deseaba una muerte
así.
Sentí una enorme tristeza.
Y pensé en Estrella, la generala. ¿Le habían
dado la noticia? El capitán dijo que no sabía. Era mejor esperar.
Estuve de acuerdo. Convenía confirmarlo todo.
Y noté cómo el corazón aceleraba.
Los teletipos gotearon hasta bien entrada la
noche.
El hangar rojo estaba patas arriba.
Todos conocían (y odiaban) a Curtiss.
El C-141 llevaba una carga de ocho
toneladas; muy poco. Disfrutaba de cuatro motores Pratt-Whitney
TF-33-P-7, con 91 caballos de empuje cada uno. El peso máximo de
despegue (autorizado) era de 147 toneladas.
Tras una escala en Torrejón, el avión tenía
previsto continuar a la base de McGuire, en Nueva Jersey, y de allí
a Edwards.
Domenico no regresó.
A las tres de la madrugada se facilitó la
lista de fallecidos, así como la identidad del único superviviente.
Curtiss y el resto aparecían en el télex. El ocupante con vida era
el navegante: William H. Ray. Los vecinos de un pueblo cercano al
lugar del siniestro lo habían rescatado de entre los hierros
retorcidos y humeantes. Al parecer fue trasladado al hospital más
cercano.
El aparato —decían— perdió altura en la
aproximación y fue a estrellarse contra los olivos. El C-141 se
partió en dos y se incendió.
De madrugada empezaron a llegar fotografías
del siniestro.
Me sentí hundido...
Los restos del avión se hallaban esparcidos
entre encinas y olivos. Algunos bomberos procedían al apagado de
los rescoldos.
¡Dios mío!
El aparato aparecía boca abajo.
Qué extraño...
El impacto tuvo que ser muy violento. Los
télex hablaban de 250 nudos (463 kilómetros por hora) al chocar con
el monte.
Y, no sé por qué, me vino a la mente un
sueño tenido en la casa de campo de Curtiss. En él vi los restos de
un avión y las pieles de la Callas, de Puccini, de Onassis y de
Kempis colgadas de los árboles.
Me estremecí.
¿Por qué en la ensoñación no se veían los
restos de Curtiss?
El Destino tocó en mi hombro de nuevo, pero
no caí en la cuenta... Me hallaba demasiado espeso como para andar
con sutilezas.
Y seguí pensando en Estrella.
¡Pobre mujer!
Sus palabras sonaron «5 por 5» en mi
cerebro:
—Curtiss teme por su vida...
Pero me enredé en las fotografías y en las
informaciones que seguían proporcionando los teletipos y olvidé, de
momento, los temores de la generala.
¡Dios bendito!
En poco más de un mes habían muerto cinco
directores y el jefe del proyecto Swivel...
¿No era extraño?
Bien entrada la mañana del miércoles, 29,
intenté localizar a Domenico.
No lo conseguí.
Me dijeron que había abandonado la base, en
la compañía de Estrella.
Supuse que el ayudante se había
recuperado.
Me pareció una buena idea. La generala
necesitaba ayuda y compañía.
Imaginé que estaban viajando hacia la casa
de campo.
Tenía que llamarla y darle el pésame.
Pero deseaba hacerlo en persona.
Lo dejé para más adelante...
Y llegó un momento en el que todo estaba
dicho sobre el accidente. Eso pensé...
Decidí retirarme.
El hangar rojo y el personal destinado en el
proyecto Swivel era un caos. Tras la muerte de Curtiss, nadie sabía
qué hacer y, lo que era peor, a nadie le importaba.
Hablé con el capitán y manifesté que deseaba
tomar unos días libres.
Asintió y comprendió.
Tomó nota y nos despedimos.
Y fui a refugiarme en el bar de Joco.
El japonés entendió mi silencio y se limitó
a llenar el vaso de buen güisqui. Fue lo único que le pedí.
La base estaba consternada.
Fue allí, en el bar, donde supe que se
preparaba un vuelo especial para trasladar a Madrid a los expertos
de la UAAI122.
Eran lo mejor de lo mejor entre los
investigadores de accidentes aéreos.
Debían proceder al examen de los restos del
C-141 y a intentar esclarecer las causas del siniestro.
En el aparato —según Joco— volaría también
una unidad de la AFI 91-204, otro grupo altamente especializado en
accidentes de «clase A» (aquellos en los que hay muertos, invalidez
permanente, pérdida del aparato y daños a la propiedad del gobierno
por un valor superior a dos millones de dólares). Eran los
investigadores que investigaban a los investigadores. Algo así como
«asuntos internos» de la UAAI. Uno de los jefes de la AFI era el
teniente coronel Hansen, viejo conocido.
El vuelo despegaría de Edwards a las 6 de la
mañana del viernes, 31 de agosto (1973).
Fue entonces cuando la vi entrar en el
local.
¡Vaya!
¡Qué hermosa era! Parecía una
apache...
Lucía la hermosa melena oscura, hasta la
cintura, y la túnica azul, transparente.
Se hizo el silencio.
Se detuvo un instante junto a quien esto
escribe y susurró:
—¡Adelante!
Y la bella intuición desapareció de mi
vista.
El bar recuperó el latir habitual y Joco me
guiñó el ojo, malicioso. El japonés la conocía. En cierta ocasión
le dejó un sobre con una nota...
Pero creo que sobre esto ya he
hablado.
* *
*
No lo dudé.
Hice caso a la bella y el viernes, a las 5
de la mañana, poco antes del alba, me dirigí al KC-130F, el
cuatrimotor que trasladaría a los expertos a la base de utilización
conjunta de Torrejón.
Me presenté a Hansen y el hombre,
comprendiendo, me abrazó.
No tuve que dar muchas explicaciones.
Deseaba colaborar en el esclarecimiento del suceso.
Me facilitó el ingreso al KC-130F y me
brindó la ayuda de su equipo... «para lo que fuera
necesario».
Dijo sentirse orgulloso de mí.
No entendí por qué.
La verdad es que aquella actitud, tan
generosa, terminaría favoreciéndome, ¡y de qué forma!
Lo que conseguí en España se debe, en buena
medida, al teniente coronel Paul M. Hansen.
Me acomodé y traté de relajarme.
Por delante aparecía un viaje de dieciséis
horas.
Y organicé, lápiz y papel en mano, lo que
debería ser mi investigación.
Primero trataría de conversar con el
superviviente, el teniente Ray. Después visitaría la zona del
siniestro e interrogaría a los testigos, si es que los había.
Mi castellano estaba un poco oxidado.
No importaba.
El Padre Azul cuidaría de los
detalles...
Después, ya veríamos.
Y en un momento del viaje, súbitamente, como
si todo estuviera mágica y minuciosamente calculado, acudió a mi
mente el recuerdo de unos singulares sueños, todos relacionados con
Curtiss.
Quedé asombrado.
Ahora, sabiendo lo que sabía, dichas
ensoñaciones cobraron un valor muy especial.
La «perla» de los sueños...
El primero, como relaté en su momento, tuvo
lugar en febrero del 26, en plena aventura.
En la ensoñación, quien esto escribe se
hallaba en Saidan, en el «palomar». Miraba por la ventana. Era una
noche estrellada, preciosa. De pronto, en el sueño, alguien tocó mi
hombro derecho, y lo hizo un par de veces. Me volví pero no había
nadie. Entonces oí una voz desconocida que decía (en arameo): «Ya
es hora de que vuelvas a la realidad.»
No comprendí y retorné a la ventana.
Al poco, sin embargo, alguien volvió a tocar
en el hombro (esta vez en el izquierdo) y por tres veces. Me volví,
asustado, pero el «palomar» seguía vacío. Y aquella voz sonó de
nuevo en mi cabeza («5 por 5»): «Deja de mirar por la ventana y
regresa a la realidad.»
En esta oportunidad la voz lo hizo en
inglés.
Y en eso llamaron a la puerta de la
habitación.
Era el Maestro.
Sonrió, alargó el brazo izquierdo, y me
entregó una de las ampolletas de barro, utilizadas por quien esto
escribe en la visita a Caná123.
En el interior descubrí un pequeño pergamino. ¡Estaba escrito en
inglés! Decía: «Curtiss te precederá en el reino de los cielos
(Isaías 29, 8).» Algo más abajo se leía: «¡Alerta, pero ten calma!
No temas, ni desmaye tu corazón (Isaías 7, 3).»
Fin del sueño.
Recuerdo que hice consultas.
Las referidas citas de Isaías no me dijeron
nada.
Tampoco entendí lo de Curtiss; no en esos
instantes.
Isaías (29, 8) habla de «sueños», pero no
caí en la cuenta...124
En cuanto a la segunda parte (Isaías 7, 3),
«Santa Claus» confirmó lo que sospechaba: se trataba de un error
(?). La frase «¡Alerta, pero ten calma! No temas, ni desmaye tu
corazón...» no correspondía al versículo 3 sino al 4.
Quedé intrigado y sorprendido por el sueño,
pero ahí quedó la cosa.
Curtiss tenía dos nombres de pila en la vida
real. Uno era Isaías...
Y fue durante el vuelo, cuando, papel en
mano, me puse a jugar con los números de las citas bíblicas.
Después de lo vivido con el código me
pareció normal...
Era noche cerrada sobre el Atlántico.
Me quedé hipnotizado.
Miraba los números, pero no daba
crédito.
¡Era mágico! ¿Cómo era posible?
Isaías 29, 8 e Isaías 7, 3 podía ser leído
de otra forma: ¡29-8-73!
¡Dios santo!
¡Era la fecha en la que había muerto el
general!
Claro...
¡Curtiss (Isaías) te precederá en el reino
de los cielos!
Quedé lívido.
Y creí entender la segunda parte de lo
soñado: «¡Alerta, pero ten calma! No temas, ni desmaye tu
corazón.»
Alerta, sí...
El Destino me reservaba nuevas e importantes
sorpresas.
No temería, pasase lo que pasase. No
desmayaría mi corazón.
El Maestro estaba conmigo...
Y recordé otro de los consejos (en realidad
una orden) del general: «Pase lo que pase, y veas lo que veas, no
renuncies...»
Mensaje recibido.
* *
*
El segundo y no menos extraño sueño, también
relacionado con Curtiss, me dejó perplejo, pero no supe
interpretarlo; no en esos momentos.
Era lógico.
Las cosas llegan cuando tienen que
llegar...
Sabía que el Destino observaba con
atención.
A lo que voy: esa segunda ensoñación tuvo
lugar en la noche del 26 de julio, en mi habitación, en el pabellón
de oficiales.
En el sueño vi a un niño desnudo, boca
abajo. Tenía la cara de Curtiss. Una mujer le abría la espalda con
un cuchillo y sacaba algo negro. Lo introducía en un frasco de
cristal y me lo mostraba. Pensé que se trataba de pólvora. Lo
probé. No era pólvora.
Desperté cuando una nube palpitante se me
echaba encima.
El tercer sueño —igualmente referido— me
dejó no menos atónito.
En la ensoñación (registrada el sábado, 11
de agosto, en la casa de Curtiss, en la bahía de Pablo) se
produjeron dos hechos, a cuál más asombroso.
El primero fue el recado de la bella
intuición, depositado en un sobre, en el bar de Joco. En una
cartulina blanca, contenida en el interior, se leía: 29 DE
AGOSTO.
En el sueño sumé los días que faltaban para
ese misterioso 29 DE AGOSTO: 17. Y me dije: «1 + 7 = 8 ¡Vaya! El
«8» es el número de la muerte, según Eliseo.»
El segundo y alarmante suceso (contemplado
dentro del sueño) fue la aparición de unas fotografías. En ellas vi
los restos humeantes de un avión, esparcidos por el monte.
Al principio pensé que era «Rayo
negro».
Nada de eso...
Era un avión, con la cola en forma de
«T».
Curtiss no se hallaba entre los fallecidos
que colgaban de las ramas de los árboles.
Yo, al menos, no vi su piel.
Verdaderamente, los sueños son el patio de
atrás de los cielos...
El resto del viaje fue sosegado.
Pensé mucho y hablé con el teniente coronel
Hansen.
* *
*
El 1 de septiembre, sábado, a las 7 de la
mañana (hora local), aterrizamos en la base aérea de Torrejón de
Ardoz, a poco más de 10 kilómetros al este de Madrid.
Nos trasladaron a los pabellones y Hansen,
con buen criterio, permitió descansar a sus hombres.
Por la tarde, aunque era fin de semana,
iniciarían el trabajo.
Dejé las escasas pertenencias en la
habitación de la residencia de pilotos y opté por iniciar la
investigación de inmediato.
Me sentía extrañamente nervioso.
Algo iba a suceder. Lo sabía...
Y a las nueve, tras un par de consultas, me
presenté en la habitación 109 del hospital militar.
Allí encontré al teniente y navegante
William H. Ray, único superviviente del accidente aéreo.
No observé vigilancia alguna.
¿Y por qué tenía que haberla?
Ray era joven.
Se hallaba solo y aburrido.
Presentaba la pierna derecha
escayolada.
Se extrañó al ver a un anciano, de uniforme,
y con el cabello blanco.
Intentó saludar, pero hice un gesto,
tranquilizándolo.
Después, conforme fuimos hablando, Ray se
sinceró. En un primer momento pensó que era otro de los oficiales
que lo acosaban a todas horas.
Estaba harto.
En dos días lo habían interrogado treinta
veces.
Por allí pasaron médicos, pilotos,
ingenieros, policías militares, inspectores, controladores y hasta
gente de la CIA. Lo habían fotografiado y grabado, y le hicieron
firmar una declaración de confidencialidad. No podía hablar del
suceso ni con la familia.
Lo tranquilicé.
—Estoy aquí —le dije— porque cuatro de los
pasajeros eran compañeros míos...
Me contempló, desolado, y expliqué quiénes
eran esos amigos.
—El general —replicó—, lo recuerdo. Era un
pez gordo.
—Muy gordo...
—Al aterrizar en Atenas solicitó permiso
para bajar y estirar las piernas...
Deposité la mano izquierda sobre la frente
del joven y comprobé que no tenía fiebre.
Sonreí y el muchacho se sintió
agradecido.
Con este gesto, creo, terminé
conquistándolo.
Y me habló con franqueza.
No sabía qué había ocurrido.
Todos muertos menos él...
Se le saltaron las lágrimas.
La verdad es que tuvo suerte. Mejor dicho,
así estaba programado...
Ray sufrió contusiones múltiples, sin mayor
trascendencia, y fractura del fémur y del peroné derechos.
Se recuperaba bien.
Y el teniente procedió a contar lo que
sabía. No fue mucho, pero mereció la pena...
Se hallaban en plena aproximación a la base
de Torrejón cuando sucedió «aquello»...
—Faltaban poco más de cinco minutos para la
toma de tierra —continuó—. Todo iba bien... Ya sabe... De primera
clase...
Entendí. Todo en el C-141 funcionaba a la
perfección.
Lo dejé hablar.
Yo no tomaba notas. Eso le
tranquilizó.
—Recuerdo que estábamos viendo las luces de
la base, al fondo... Fin del vuelo —pensé—. Otra tripulación nos
relevaría... Entonces escuchamos aquellas palabras... Se colaron en
nuestra frecuencia... Todos las oímos... Los cuatro que íbamos en
cabina...
—¿Qué palabras?
—Zorro dos...
—¿Zorro dos?
—Así es... El que las pronunció era
norteamericano. El acento era muy tejano...
Estaba desconcertado.
Nada de esto figuraba en los teletipos que
había leído en Edwards.
—Las palabras —agregó Ray— fueron
pronunciadas con lentitud y seguridad... Y las repitió varias
veces.
—¿Cuántas?
—Quizá cuatro.
Y pensé: «Esto tendría que estar grabado en
la caja negra...»
Pero no quise interrumpir.
—En esos momentos sentimos cómo el aparato
se estremecía... Escuchamos un ruido en la parte de atrás del
avión... Fue como una explosión... El C-141 vibró y caímos...
No pude contenerme y pregunté:
—¿Saltaron las alarmas?
—Negativo. Saltaron después, tras aquel
ruido...
—¿Y antes de la explosión?
—Negativo. Todo era «sin banderas», como le
dije. Tras la detonación, el panel panic
se volvió loco.
Guardé silencio.
En mi mente se instaló una imagen
aterradora.
—Los pilotos consiguieron enderezar el
aparato, pero sólo fue un espejismo... Oíamos gritos... Se había
declarado un incendio... Las señales luminosas y acústicas
convirtieron la cabina en un manicomio... No sabíamos qué hacer ni
adónde acudir... Todo fue espantosamente rápido...
El teniente hizo una pausa.
Los recuerdos dolían como metralla.
—Nos precipitamos contra el terreno... El
golpe fue muy violento... Volábamos a 250 nudos (casi 500
kilómetros por hora)... Todo empezó a dar vueltas... Seguían los
gritos... ¡Había fuego!... El capitán gritaba: «¡Mierda,
mierda!»... Entonces dejamos de dar vueltas... Yo estaba cabeza
abajo, sujeto por los cinturones... Me solté como pude y caí... Los
pilotos y el otro ingeniero estaban muertos... Destrozados... Se
escuchaban gemidos... Había humo y fuego por todas partes... La
pierna derecha me dolía... Olía a carne quemada...
Ray se detuvo, agotado.
Le proporcioné agua.
En eso entró una enfermera. Me miró de
arriba abajo. Dejó una medicación sobre la mesilla, sonrió, y
desapareció a la misma velocidad que había llegado.
Tenía que darme prisa, pero no debía forzar
al voluntarioso Ray. Bastante estaba haciendo...
—No podía mover la pierna derecha
—continuó—. Y empecé a gritar con desesperación... Las llamas me
rodeaban... Creí llegada mi hora... Quise rezar, pero estaba
aterrorizado... Después apareció aquel hombre... Me habló en
español... No lo entendía... Se jugó la vida... Llegó hasta mí y
trató de levantarme. No pudo... Finalmente lo consiguió. Me agarré
a su cuello con desesperación. Entonces me sacó del lugar...
Llegó un segundo hombre... Hablaron entre
ellos... Gritaban... Finalmente se pusieron de acuerdo y cargaron
conmigo... Un minuto más y las llamas me hubieran devorado...
Eso era todo, y no fue poco...
Insistí en el asunto de las alarmas
luminosas y acústicas del avión y Ray se ratificó en lo ya
mencionado: antes de la explosión todo funcionó correctamente. No
hubo aviso de nada. Fue a raíz del «estremecimiento» del C-141
cuando se precipitaron a tierra.
Ray confirmó que la altitud del aparato, en
el momento de la «explosión» (?), era de 3.000 pies (mil
metros).
Abandoné la habitación a las 12 horas y 10
minutos.
Me sentía profundamente desazonado.
La terrible imagen seguía en pie en mi
mente.
Y no lo había visto todo en aquella
dramática historia...
* *
*
El fin de semana hice lo mejor que podía
hacer.
Lo sé: los cielos me protegieron.
Me cambié de ropa y ese mismo sábado, día 1,
alquilé un vehículo.
Pregunté cómo llegar al lugar del accidente
y, de paisano, me presenté en Hueva.
Eran las 14 horas y 13 minutos.
Hueva era un pueblo pequeño y sosegado,
escondido entre encinas y olivos.
El viaje fue plácido. Apenas 35 kilómetros
desde Torrejón.
Me detuve antes de entrar en la población y
dudé.
¿Buscaba la zona del siniestro?
Hueva se halla enclavado entre lomas.
Miré a mi alrededor.
Eran hectáreas y hectáreas de bosques.
Hubiera necesitado mucho tiempo para
encontrar el punto de impacto.
A cosa de cinco kilómetros, hacia el oeste,
se alzaba un monte más encopetado. En las cartas lo denominan
Carabo, de 928 metros.
¿Era el lugar que buscaba?
Hice cálculos —a vuelapluma— y estimé que
Ray llevaba razón: a partir de aquel pueblo, a razón de 250 nudos,
el C-141 hubiera necesitado 5 minutos y 25 segundos para aterrizar
en la base.
Finalmente se impuso el sentido común.
Entraría en el pueblo y solicitaría ayuda.
Los vecinos, con seguridad, sabían del paraje en el que se estrelló
el avión.
Y así lo hice.
Recorrí las diez o doce calles, conversé con
cuantos hombres y mujeres me salieron al paso, y terminé sentado
entre ellos, bebiendo un excelente vino.
Fueron amables y comunicativos.
Todos lamentaron el triste suceso.
Y la totalidad de los que interrogué
coincidió en un par de asuntos; uno de ellos de especial
importancia, desde mi punto de vista: el aparato volaba a baja
altura y envuelto en llamas.
Insistí en lo de las llamas y —repito— todos
estuvieron de acuerdo.
La tragedia tuvo lugar poco antes de la once
de la noche.
La gente salió de sus casas y vio al C-141
cuando se dirigía hacia Torrejón.
«El ruido era enorme —decían—. El aparato
caía y lo hacía envuelto en llamas rojas y azules...»
Después oyeron un estruendo.
Y salieron hacia el cementerio. Pensaron que
el avión se había estrellado.
Pero, con la precipitación, corrieron en
sentido equivocado.
El fuego los alertó y se dirigieron entonces
al punto correcto: el Serrano, una zona de bosques.
Aquella gente, como la de la región, conoce
los aviones militares. Torrejón está cerca. Sin embargo, lo de las
llamas azules y que el aparato volase «rozando los tejados», me
pareció una exageración.
Sí y no...
«Fue una noche horrible.»
Tras el choque, los restos del avión
quedaron diseminados en un radio superior a un kilómetro.
«Fue espantoso —declaraban—. Cuando
llegamos, todo era fuego y humo... El aparato se partió en dos y
quedó boca abajo.»
Logré conversar con Antonio Beas y Víctor
Martínez, dos vecinos que participaron activamente en el rescate
del teniente Ray. En realidad, todo el pueblo se volcó.
Llevaron en brazos al navegante y lo
introdujeron en un automóvil, trasladándolo al hospital de
Guadalajara, a 38 kilómetros. Allí fue asistido por el servicio de
guardia. Poco después viajaba al hospital militar de
Torrejón.
Esa noche se montó un perímetro de
protección alrededor del C-141 y, al alba, el personal militar
norteamericano (exclusivamente) procedió a retirar los cadáveres y
los restos del avión.
La PM prohibió el paso a los civiles.
Hubo sus más y sus menos...
Aquello es propiedad del pueblo y, sin
embargo, nadie pudo traspasar el perímetro policial.
Tras la retirada de los restos, los
militares formaron una cadena y, «codo con codo», peinaron el
lugar. Se llevaron hasta el último vestigio del desastre.
Utilizaron la carretera de Fuentelencina.
«Cargaron bolsas y bolsas...»
En cuestión de horas, el bosque se hallaba
«limpio».
El domingo, 2 de septiembre (1973), regresé
a Hueva, y con más calma.
La gente, amabilísima, me guió a la zona del
accidente, a dos kilómetros al este, y cerca de la carretera de
Pastrana a Fuentelencina. Concretamente en las coordenadas 40° 27’
49” N y 2° 55’ 55” O. Allí aparecieron los restos de la cabina, a
954 metros de altitud. Más al oeste, a 114 metros, fue hallado el
resto del avión, a 949 metros de altitud y a 2,210 kilómetros de
Hueva. El tren de aterrizaje fue catapultado algunos metros hacia
el oeste, a 930 metros de altitud.
Allí permanecí toda la mañana,
inspeccionando.
No saqué nada en claro.
Las encinas y olivos aparecían mutilados y
calcinados.
La PM hizo un buen trabajo...
Un extraño silencio gobernaba el
lugar.
* *
*
El lunes, 3, no me moví de la base.
Cambié impresiones con el teniente coronel
Hansen, pero no hablé de Ray ni de mi visita al lugar del
accidente.
Al parecer, según las primeras
investigaciones, el siniestro se debía a una serie de lamentables
errores de los pilotos.
Quedé estupefacto.
No era eso lo que contaba el
navegante...
Y el instinto tocó en mi hombro, una vez
más.
¡Atento!
Alguien no decía la verdad.
Pregunté si estaba autorizado a ver los
restos de los pasajeros, y del C-141, y Hansen dijo que sí,
brindándose, incluso, a acompañarme.
Aquélla fue una jornada igualmente
angustiosa...
Los restos mortales de los 24 fallecidos
habían sido depositados en una improvisada morgue, en uno de los
hangares no utilizados habitualmente. La policía militar vigilaba
el exterior.
Me asombró el despliegue.
Los muertos no precisan vigilancia...
El espectáculo era desolador.
Largos tableros blancos, con pies en forma
de tijera, hacían de mesas.
Formaban una «U».
Alguien, sensible y respetuoso, situó un
cristo de madera entre los brazos de la «U».
Al pie del crucificado ardía una vela y una
cuarta de incienso.
Lo agradecí...
No supe por dónde empezar.
El teniente coronel permaneció en la puerta
del hangar, en conversación con algunos oficiales de la 401
Tactical Fighter Wing.
Me hizo un gesto para que avanzara e
inspeccionara.
Hansen estaba pálido.
Comprendí.
Supuse que la visita no era de su
agrado.
No le faltaba razón.
Ni siquiera sabía qué buscaba en aquel
lugar.
Intenté tranquilizarme.
Deseaba reconocer los restos del general
Curtiss, o quizá los de los directores que lo acompañaban.
Llevé a cabo una primera y rápida
inspección. Miré por encima, sin entrar en detalles.
¡Aquello era un caos!
Después paseé despacio frente a los
tableros, tratando de hallar algo familiar.
Imposible...
¡Aquello era una masacre!
Los cuerpos —mejor dicho, lo que quedaba de
ellos— aparecían troceados y carbonizados. La polifragmentación era
extrema y muy severa.
Sentí náuseas...
Tenía delante un amasijo informe, negro y
retorcido en el que se adivinaban las formas (sólo eso: se
adivinaban).
Los cuerpos se hallaban decapitados, sin
miembros, salvajemente mutilados y con las vísceras al aire,
calcinadas.
Aun siendo médico, la visión de semejante
mortandad me encogió el alma.
En un extremo de la «U» fueron alineados los
brazos y las manos (insisto: lo que quedaba de ellos). Cerca se
hallaban los pies y los restos de las piernas.
Me detuve frente a varias de las
cabezas.
Aparecían trituradas.
No reconocí a Curtiss, ni tampoco a los
directores.
La identificación de las víctimas —aceptando
que se hiciera— era un trabajo lento y casi humanamente imposible.
El deterioro y, sobre todo, la fragmentación y quemado de los
cadáveres, complicaba mucho la tarea de los médicos forenses.
Necesité una hora para medio acomodarme al
lugar.
Hansen, aburrido, terminó haciéndome una
señal y se retiró.
Como digo, no fui capaz de reconocer los
restos de Curtiss, ni los de ningún otro.
El cristo miraba al suelo, con razón.
Aquello sólo era muerte y tristeza.
Y, no sé por qué, continué la
búsqueda...
¿Búsqueda?
¿Qué era lo que esperaba encontrar?
No tenía ni idea...
Pero seguí paseando ante los restos.
De vez en cuando me inclinaba sobre una
pierna o sobre un tórax e intentaba «leer».
¿Qué había sucedido? ¿Por qué el C-141 se
estrelló?
Y el cielo me guió; estoy seguro.
Fue en una de las minuciosas inspecciones
cuando reparé en algo que me llamó la atención. Algunos cadáveres
presentaban restos de ropa. La mayoría no. Pensé en el fuego o en
un blast (síndrome de onda
explosiva)125.
Era como si «algo» hubiera arrancado las vestiduras, desnudando los
cuerpos.
Y la vieja idea regresó a mi mente.
¿Fue una explosión lo que derribó el
C-141?
Las polifracturas, desintegraciones,
aplastamientos y mutilaciones que tenía a la vista apuntaban en esa
dirección.
Pero rechacé la idea. Sólo eran
suposiciones.
El «detalle» de las ropas, sin embargo, me
puso en alerta.
Continué la inspección y detecté otro asunto
que me dejó confuso.
Volví a contar y comprobé que estaba en lo
cierto.
El número de víctimas ascendía a 24, sin
tener en cuenta el cadáver del supuesto Eliseo.
¿Por qué, entonces, sólo aparecían once
piernas y doce pies? ¿Dónde estaba el resto?
Yo mismo me respondí: desintegrado.
¿Cómo era posible?
En un impacto contra el suelo, los cuerpos
pueden quedar seriamente mutilados, pero no desintegrados.
Y pensé: «El lugar del accidente fue peinado
por los soldados, y codo con codo. Era difícil que una pierna o un
pie hubieran permanecido perdidos en el bosque.»
Algo no encajaba.
Faltaban 39 piernas y 38 pies...
Aquello no era normal.
Sólo recibí una respuesta: los pasajeros
fueron desintegrados por un blast, y en
pleno vuelo.
Eso significaba la detonación de un
artefacto explosivo en el interior del C-141 o bien...
No, eso era una barbaridad.
Y olvidé la idea que acababa de llegar a mi
mente: un misil.
En cuanto al féretro, con el cadáver del
supuesto Eliseo, ni rastro.
Permanecí una hora más en el hangar.
El resultado fue negativo.
Como dije, no fui capaz de identificar a
Curtiss, ni a los otros.
En la puerta, dos forenses comentaban:
—Son las órdenes...
Presté atención.
—No hay más remedio que «hacer boiler».
Boiler, en el
argot de los forenses de la USAF, era «hacer olla carnicera» con
los restos de una catástrofe. En otras palabras: llenar los
féretros como fuera. No importaba mezclar los restos. Para alcanzar
el peso aproximado de la víctima se cargaba el ataúd con hierro o,
incluso, con los restos del avión siniestrado. El féretro quedaba
sellado y nadie estaba autorizado a abrirlo; mucho menos los
familiares.
Abandoné el lugar, espantado, y con una
espesa duda: «¿a qué me enfrentaba en esta ocasión?»
* *
*
Decidí visitar también los restos del C-141,
el avión de carga de la USAF, estrellado en la noche del 28 de
agosto.
La policía militar me escoltó hasta un
segundo hangar, no demasiado lejos del primero, igualmente en
desuso, en el que fueron almacenados los restos del tetramotor a
reacción.
La vigilancia era superior a la que había
visto en la improvisada morgue.
Un sargento de la PM se cuadró al recibirme
y se brindó a acompañarme.
Parte del equipo de Hansen trabajaba entre
los restos.
Vestían monos blancos y gafas especiales
(probablemente de visión infrarroja).
Iban y venían, examinando aquella
ruina.
Lo que restaba del aparato aparecía disperso
por el suelo del recinto.
Los militares habían situado pequeños
carteles entre la chatarra retorcida y calcinada, identificando las
diferentes partes del avión.
Algunos tomaban fotografías.
Otros medían, hacían anotaciones, y
aproximaban aparatos a los restos. Parecían contadores
«geiger-müller».
Y me pregunté: «¿Por qué buscaban
radioactividad?»
Un oficial de la AFI se presentó ante mí y
se puso a mi disposición:
—¿Qué desea ver, mayor?
No supe qué responder.
Tampoco sabía qué demonios buscaba en aquel
hangar...
La loca idea del misil seguía navegando en
mi mente.
No fui capaz de rechazarla.
Y dejé que el Destino hiciera su
trabajo.
Adopté la postura de la docilidad.
Y, sin mediar palabra, inicié otra
exhaustiva exploración, siempre bajo las atentas miradas del
oficial y del PM.
El C-141 se hallaba desmigado y consumido
por el fuego.
El impacto contra el terreno fue más
violento de lo que suponía.
¡Pobre Curtiss! ¡Pobre gente!
Y siguiendo la costumbre hice una primera
evaluación general. Después pasé a los detalles.
El tren de aterrizaje, tres de los motores,
y la cola en forma de «T» eran reconocibles. El resto —fuselaje y
planos— era una constelación de fragmentos negros y retorcidos,
difíciles de identificar.
Caminé un buen rato sin rumbo fijo y sin
saber dónde posar la mirada.
¿Qué buscaba realmente?
¿Me hallaba ante la consecuencia de una
lamentable serie de errores humanos, como aseguraba el teniente
coronel Hansen?
Las versiones de Ray, el superviviente, y de
los testigos del accidente (vecinos de Hueva) no apuntaban en esa
dirección.
Y la incómoda idea siguió instalada en mi
cabeza: «¿Pudo tratarse de un atentado? ¿Fue un misil? ¿Por qué?
¿Quién deseaba la muerte de Curtiss?»
Se me ocurrieron más de uno y más de dos
nombres.
Nixon y Kissinger destacaban en la
lista.
Y estaba el cadáver del supuesto Eliseo. Un
cuerpo igualmente incómodo, que exigía muchas aclaraciones.
Sí, había razones para el atentado, y
muchas.
Y «alguien» dirigió mis pasos, una vez
más.
Quiero creer que, en un primer momento,
llamó mi atención porque era lo único que medio se sostenía en el
hangar.
Sí y no...
Los cielos, como digo, estaban
atentos.
Me aproximé y la rodeé lentamente.
La cola del avión o empenaje era idéntica a
la que había visto en mi sueño.
Se salvó en parte.
El estabilizador vertical tenía cinco metros
de altura. Se hallaba casi intacto. También los horizontales
permanecían en su lugar126.
Examiné la unidad auxiliar de energía.
No parecía haber sufrido daños de
importancia.
El timón de dirección, en cambio, había
volado.
Lo mismo sucedía con los de
profundidad.
El oficial y el PM observaban mis
movimientos con curiosidad.
Fue entonces cuando acerté a descubrir
aquellos agujeros en mitad de la bandera norteamericana que lucía,
estampada, en la parte superior del estabilizador vertical.
La cola descansaba sobre el estabilizador
horizontal derecho. De haber sido al revés, la zona de los boquetes
hubiera quedado oculta.
¡Cosas del cielo!
El caso es que captó mi atención.
Me incliné sobre el referido estabilizador
vertical y verifiqué que la bandera, en efecto, se hallaba
perforada por seis orificios de una pulgada de diámetro cada
uno.
Los vigilantes conversaban entre ellos,
distraídamente, a cosa de cinco pasos. No se percataron de mis
maniobras.
Pasé los dedos, disimuladamente, sobre la
bandera y comprobé que los cráteres se dirigían de fuera al
interior del aparato.
Traté de medirlos.
Calculé tres centímetros.
Eran idénticos.
Parecía un impacto múltiple; como si la cola
hubiera sido ametrallada.
¡Qué extraño!
Repasé, intrigado, el resto del
estabilizador vertical y descubrí otros orificios, muy
similares.
Una serie —conté doce agujeros— se
distribuía por encima de la mencionada bandera.
No guardaban orden.
El diámetro de los boquetes era algo mayor
(alrededor de cinco centímetros).
También los cráteres eran similares a los de
la bandera (de fuera hacia dentro).
Una tercera oleada de «impactos» (?)
aparecía sobre el número del cuatrimotor —21072—, pintado en mitad
de la cola.
Estos agujeros eran más pequeños que los
anteriores.
Sumé 35.
Me incorporé y contemplé el estabilizador
vertical en su conjunto.
El oficial y el PM continuaban hablando,
ajenos a quien esto escribe.
Revisé igualmente los perfiles de los
orificios situados sobre el «21072» y estimé que tenían el mismo
origen que los anteriores. Los cráteres se dirigían de fuera hacia
dentro.
Sumé el número de boquetes (53) e intenté
reflexionar sobre lo que tenía ante mí.
No supe qué pensar.
Parecían impactos de proyectiles, dirigidos
a tres áreas de la cola. Pero ¿por qué de diferentes
diámetros?
¿Fue el C-141 ametrallado desde el aire?
¿Quizá desde tierra?
Supuse que los investigadores los habían
localizado. Sin embargo no se hallaban señalizados.
Y pensé también: «¿Podían ser impactos
naturales, consecuencia del choque con el terreno o con los
árboles?»
Y en ésas me hallaba —cavilando— cuando se
presentó ella...
Vestía la vaporosa túnica azul,
deliciosamente transparente.
Llegó de puntillas.
Sorteó al oficial y al PM y avanzó hacia
quien esto escribe.
Sonrió y me susurró al oído:
—Regresa al pueblo y busca...
Percibí un intenso y amabilísimo aroma a
jazmín.
Después se alejó.
¡Qué increíble trasero!
Continué en el hangar el resto de la
tarde.
Repasé el C-141minuciosamente.
El oficial y el PM terminaron agotados y
sentados en un rincón.
Pude observar el aparato a mi antojo, pero
no hallé ningún otro impacto sospechoso ni nada relevante que
consignar.
Y regresé a la residencia de pilotos,
convencido de que los 53 orificios en la cola del avión era un
asunto inquietante.
Lo sé. Él me enseñó: «Nada es lo que
parece.»
* *
*
Seguí el consejo de la bella intuición, por
supuesto.
El martes, 4 de septiembre, lo dediqué por
entero a Hueva y a sus habitantes.
Los vecinos recordaban bien a aquel anciano
de cabellos nevados, tan curioso como tenaz, y con un castellano
zurcido con alfileres.
Volví a conversar con los mismos, y con
alguno más.
Recorrí el pueblo de arriba abajo.
Paseé por la calle Detrás de la Iglesia, por
la del Tropiezo, por la travesía del Norte, por el paseo de San
Roque y por la de la Cuesta, entre otras.
Como dije, Hueva era una aldea de poco más
de cien almas.
Allí era difícil guardar un secreto.
Y confié en los cielos.
No sabía qué buscar, pero ellos (los vecinos
y los cielos) me ayudarían.
Y así fue...
Repasé los hechos de aquella funesta noche
desde el principio y cada cual ofreció su versión; la misma que ya
había oído.
Nada cambió, sustancialmente.
Escucharon ruido. Vieron el avión a baja
altura. Ardía. Después se estrelló. Después rescataron a Ray.
Después llegaron los soldados. Después nada...
Por la tarde, con el regreso al pueblo de la
mayoría de los hombres, la cosa se animó.
Y, de pronto, en una de las tertulias, una
de las mujeres mencionó algo que me puso en guardia.
Había oído bien, pero lo repitió a petición
de quien esto escribe.
Se trataba de un pastor.
Fue testigo del impacto cuando se hallaba no
muy lejos del pueblo.
Al parecer recogió algo del suelo y se lo
guardó.
No supieron decirme si ese «algo» pertenecía
al C-141.
No supieron o no quisieron...
Traté de localizar al pastor. No fue
posible.
«Anda por las cuestas —explicaron los
vecinos—. Regresará al anochecer.»
Y esperé, naturalmente.
El pastor —cuya identidad no debo desvelar
por razones de seguridad— era un tipo joven, de unos 30 años, parco
en palabras, y desconfiado.
Aceptó mi presencia a regañadientes.
Después, al ver cómo asomaban algunos
dólares en mi billetera, se fue haciendo más y más
comunicativo...
Nos quedamos solos y le ofrecí cien
dólares.
Mano de santo.
Respondió a todas mis preguntas. Mejor
dicho, a casi todas.
Confirmó la versión de la vecina. Esa noche,
él se hallaba cerca del lugar donde se estrelló el aparato. Lo vio
volar muy bajo. Procedía de la zona del embalse de Entrepeñas.
Sobrevoló el cercano pueblo de Valdeconcha y fue a estrellarse a
cosa de 300 metros de la carretera comarcal 200, al este de
Hueva.
El aparato —según el pastor— volaba con una
lengua de fuego en la cola.
«Eran llamas azules...»
Después se estrelló contra el suelo y
recorrió más de 700 metros, envuelto en una bola de fuego.
Por último, el C-141 se vio sujeto a varias
explosiones.
Al preguntar si vio otros aviones en los
alrededores, se encogió de hombros, y desvió el tema y la
mirada.
Presentí que ocultaba algo.
Sirvió vino y queso y cayó en un
significativo mutismo.
Comprendí.
Ofrecí otros cien dólares y el individuo
exclamó:
—Por ese precio no recuerdo nada de
nada...
¡Maldito zorro!
Me interesé por el objeto que había hallado
en el lugar del siniestro y el pastor se apresuró a negar
nuevamente.
Él no recogió nada. Así se lo hizo ver a los
militares que lo interrogaron.
Extraje otro billete y repetí la
pregunta:
—¿Robaste algo en el lugar del
accidente?
El pastor palideció.
Me arrebató el dinero y proclamó —por lo más
santo— que él no había robado nada. Y añadió:
—Ni siquiera lo encontré donde se estrelló
el avión...
Cayó en su propia trampa. Y no tuvo más
remedio que aclarar que fue en otro paraje donde encontró
«aquello».
—¿Aquello?
—Las barras...
—¿Qué barras?
Se encogió de hombros de nuevo.
Esta vez fue sincero. El pastor no sabía de
qué se trataba.
Rogué que las mostrara.
Sonrió, pícaro, e hizo el gesto
internacional del dinero.
Me rendí.
Ofrecí otros cien dólares y el tipo
desapareció de mi presencia.
Al poco regresaba con un pequeño
envoltorio.
Lo depositó sobre la mesa y procedió a
desenvolverlo con gran misterio.
Y a la luz de la humilde bombilla quedaron
al descubierto dos barras de 5 y 8 centímetros de longitud por unos
8 milímetros de grosor. Eran blancas y brillantes.
Pregunté si podía tocarlas.
Hizo un gesto afirmativo y tomé una de
ellas.
Era metal. Mejor dicho, una
aleación...
Pesaba y parecía especialmente dura.
Creí saber de qué se trataba...
El pastor aseguró que las había hallado en
el bosque, a cierta distancia del punto en el que se estrelló el
avión.
Insistí en el asunto y se mantuvo firme: no
las encontró entre los restos del C-141. Fue más al este...
Y propuse algo.
Le compraba las barras por otros cien
dólares, siempre que aceptara llevarme al lugar exacto donde las
halló.
Lo pensó cinco segundos.
Reclamó mil dólares y sólo por la barra más
corta.
Regateamos como verduleras.
Finalmente llegamos a un acuerdo.
Me quedé con la barra pequeña y por 500
dólares.
Me hizo jurar que no diría nada a
nadie.
Y así ha sido.
A la mañana siguiente, al alba, me guiaría
hasta el paraje en el que descubrió las barras.
Nos dimos la mano y cerramos el trato.
¿Podía confiar en él?
No demasiado, pero no tenía
alternativa...
Entrada la noche regresé al turismo de
alquiler. Allí, en el interior, examiné la barra de metal e intenté
atar cabos.
¡Malditos bastardos!
Y la vieja idea prosperó: el C-141 había
sido derribado...