4 de julio

Aquel miércoles, 4 de julio (1973), todo volvió a oscurecerse.
El dolor regresó, y sin piedad.
La hematemesis (vómito de sangre) se hizo intensa. Fue una sangre negra, de claro origen gástrico, precedida por una tos sospechosa y extraña. Las heces también eran negras, como el alquitrán.
No tuve dudas.
La sangre estaba siendo digerida.
El diagnóstico, a mi entender, parecía claro: era víctima de una hemorragia digestiva.
Mal asunto...
Si era lo que suponía, y si deseaba salir con vida, no tenía otra alternativa que ponerme en manos de los médicos, y con urgencia.
Lo vi claro en cuestión de minutos...
Para cumplir el gran objetivo, si pretendía escribir sobre lo que habíamos vivido en la Palestina de Jesús de Nazaret, era necesario que volviera a la base de la Fuerza Aérea en Edwards (California). Tarde o temprano se enterarían de que me hallaba vivo...
Además, estaba el asunto de la «perla». Para desencriptar y conocer el contenido no tenía más remedio que acudir a la tecnología de Caballo de Troya. Sólo así podría «abrir» el «DR».
En Edwards, por supuesto, podía ser atendido por los mejores médicos y especialistas.
Eso haría.
Y me pregunté: ¿por qué sentía temor? ¿Por qué me preocupaba el ingreso en Mojave?
Traté de serenarme.
Yo había cumplido mi parte. Nadie podía reprocharme nada.
Contaría la verdad...
Y el Destino, supongo, sonrió, burlón...
Marcos y los beduinos no tardaron en percatarse de mi precaria situación. No fue posible evitar los vómitos de sangre. Me sentía nuevamente débil. Casi no me tenía en pie.
Y el árabe hizo los preparativos. Me trasladaría de inmediato a un hospital.
Digo yo que el cielo me iluminó y conseguí convencerlo para que, antes que nada, me permitiera hablar con la embajada de mi país en Ammān, la capital de Jordania. Marcos aceptó. Eso nos pillaba de camino hacia el hospital.
No hizo preguntas.
Lo agradecí.
Y a media mañana, a lomos de mulas, divisábamos la población de Mathlūtha. No hubo forma de contactar con la legación norteamericana. El único teléfono de los badu no funcionaba. Marcos decidió. Nos desplazaríamos, en vehículo, hasta Ammān. Era lo más sensato. Allí hablaría con la embajada.
En Mādabā tuvimos que cambiar de transporte. La vieja camioneta, alquilada en Mathlūtha, era un suplicio añadido. Se detenía cada kilómetro...
Finalmente, bien entrada la tarde, nos detuvimos frente a la embajada USA en Ammān. Simulé que me hallaba mejor y rogué a Marcos que regresara al Mujib. En la embajada me atenderían.
Fue una despedida breve y emotiva. Y comprendí mejor al Maestro: las despedidas no son buenas...
«Regresaré», le dije.
El buen árabe asintió con la cabeza. Quiso sonreír, pero no lo logró. Dio media vuelta, entró en el vehículo y arrancó a toda velocidad.
En esos instantes no imaginaba que Marcos se convertiría en un hombre clave a la hora de la transmisión de mi legado. Pero eso sucedería algún tiempo más tarde...10
El pulso aceleró. Y la frecuencia superó los 110. No supe si se debía a la pérdida de sangre o a la lógica agitación, al responder a las preguntas del policía militar que me interrogó.
Mostré la placa metálica. Me identifiqué y, tras un par de llamadas telefónicas, la maquinaria USA se puso en movimiento. El mismísimo embajador se colocó al frente de la operación de rescate de aquel explorador. Dean era discreto y eficaz. Había sido cónsul en el Congo Belga y embajador en Senegal y Gambia. Sabía qué hacer...
Vereker, la esposa, se desvivió por aquel compatriota enfermo y perdido...
Siempre estaré en deuda con ellos.
Ya anochecido, una ambulancia, fuertemente escoltada, me trasladaba a la frontera con Israel. Allí, en el puente Allenby, fui sedado. Mis recuerdos son confusos...
Nos dirigimos al sur. Vi los carteles de la ciudad de Be’er Sheva. Después nada. Quedé dormido.
Cuando desperté me hallaba en la cama de un hospital.
Interrogué a las enfermeras que entraban y salían, pero ninguna respondió. Sólo lo hacían con interminables sonrisas.
Después lo averigüé.
Había ido a parar al desierto del Negev, al sur. En esos momentos no supe si al centro nuclear de Dimona o a la base de Nevatim. Ambos se encontraban relativamente próximos y hacia el este.
Pero ¿qué importaba dónde me hallaba?
El dolor remitió, merced a la medicación suministrada en la embajada, en Ammān. Continuaba débil y con la mente confusa.
Y allí empezó una nueva e inquietante aventura...

 

* * *

 

Tras el ingreso en el hospital de la base judía (?), todo fue de «primera clase»: rápido, positivo y amable.
Fui sometido a las correspondientes analíticas y a primera hora de la tarde del jueves, 5 de julio, entraba en quirófano. No disponía de historia clínica y eso complicó, al principio, el diagnóstico diferencial. Los médicos sospechaban cuál era el problema, pero no tenían una seguridad total. Podía tratarse de una úlcera péptica o quizá de varices esofágicas.
Un médico joven y negro quiso tranquilizarme. «Estas intervenciones —susurró— las hacemos doscientas veces al día... ¡Ánimo!»
Mentía, pero lo agradecí.
Mis últimos pensamientos, antes de caer en el pozo de la anestesia, fueron para Él y para ella...
Horas después despertaba en una habitación pequeña, soleada y espartana. La única compañía era un suero. Brillaba en lo alto.
Una ventana, timidísima, me enseñó el desierto del Negev. Allí pasaría casi una semana.
Esa misma noche, el cirujano negro —nunca supe su nombre— se presentó en la habitación y me puso al día.
La intervención fue un éxito.
No se trataba de un síndrome de Mallory-Weiss, afortunadamente11. Eso hubiera complicado las cosas...
También fue descartado un origen respiratorio de los vómitos de sangre (hemoptisis).
El problema se hallaba en una úlcera péptica que estaba dañando la arteria gastroduodenal y ocasionando hemorragias digestivas preocupantes12. En definitiva, el clorhídrico, al perforar la mucosa, provocaba aquel intenso dolor.
La intervención (una vagotomía troncular con piloroplastia) fue limpia y relativamente cómoda. La úlcera era oval, con un diámetro de 1,2 centímetros.
El cirujano no habló sobre el origen de la úlcera. Podía ser múltiple, pero intuí que la causa se hallaba en el estrés provocado en el proceso de inversión de masa de los swivels y también, con seguridad, en la excitación vivida durante el tercer «salto» en el tiempo.
Por supuesto guardé silencio sobre dicha sospecha.
Lo que interesaba es que el mal había sido conjurado.
Sea como fuere, debía mantenerme alerta. No era bueno abusar de determinados medicamentos. La úlcera podía aparecer de nuevo13. Tendría que vigilar las dosis de antioxidantes...
El postoperatorio fue bueno y tranquilo. Miento: fue todo menos tranquilo, pero por razones ajenas a la operación quirúrgica...
Veamos.
Debo seguir narrando, pero con orden...
No se produjeron nuevos episodios de dolor, o de vómitos de sangre. Recuperé la normalidad en la presión sanguínea, el pulso se estabilizó, y la anemia fue remitiendo. Tampoco se registró recurrencia de heces alquitranadas.
Al poco, ante la satisfacción del equipo médico, empecé a dar cortos paseos, y a ingerir alimentos no irritantes (especialmente leche y dosis de antiácidos). Los israelitas me proporcionaron hidróxido de aluminio, con un laxante que contenía, creo, hidróxido de magnesio (el hidróxido de aluminio, como es sabido, es susceptible de originar un impacto o impacción fecal tras el desarrollo de una hemorragia gastrointestinal).
Esa noche del jueves, 5 de julio, fui sedado con fenobarbital, a razón de 15 miligramos por dosis.
Dormí plácidamente...
Y llegó el viernes, día 6, con otra sorpresa...

 

* * *

 

Tras el desayuno me vi sorprendido con la visita del general Curtiss, jefe de Caballo de Troya. Vestía de uniforme. Lo acompañaban dos directores del proyecto y un tercer hombre, de paisano, al que no conocía.
Permanecieron unos segundos en la puerta, desconcertados.
Comprendí.
Aquel mayor no era el que habían despedido el 10 de marzo (1973), cuando se llevó a cabo el segundo «salto» en el tiempo14.
Lo sabía bien. Mi aspecto era el de un anciano.
Caminaron despacio hacia la cama, sin dar crédito a lo que tenían a la vista.
No sonreí. No lo merecían.
Curtiss, probablemente, fue el más afectado.
Y allí continuaron durante un par de espesos segundos, sin saber qué decir.
No los ayudé.
El general estaba pálido. Quiso hablar, pero no supo por dónde empezar.
Me miraban como si fuera un fantasma; un viejo fantasma con el cabello blanco y la piel arrugada como una momia chilena.
—¿Qué ha pasado? —acertó a balbucear uno de los directores.
Respondí con la verdad. No lo sabía.
—Pero ¿cómo es posible? —estalló Curtiss.
Los directores solicitaron calma. El tercer individuo permanecía mudo e impasible, contemplándome desde los pies de la cama.
Insistí. No sabía qué había ocurrido en los últimos minutos, cuando la «cuna» se precipitó en las aguas del mar Muerto. En realidad no sabía nada desde mucho antes. Pero me limité a comentar lo estrictamente necesario. No me fiaba.
—... La nave hizo estacionario —recordé— y mi compañero terminó empujándome... No me hallaba bien...
Guardaron un tenso silencio.
—... Entonces caí y me hundí... La intensa salinidad terminó lanzándome hacia la superficie... Fue cuando vi el módulo. Se hundía...
—¿Y Eliseo?
—No sé nada de él... No llegué a verlo en el interior de la nave... Supongo que saltó...
—¿Supones?
La pregunta del general era pura dinamita. Pero me mantuve frío:
—No llegué a verlo —repetí—. Después fui arrastrado por las corrientes y aparecí cerca del wadi Mujib, en la costa oriental...
Curtiss, enojado, no me permitió terminar:
—Sabemos dónde está el Mujib...
E insistió:
—¿Qué ocurrió con tu copiloto?
—No era yo quien pilotaba —repliqué con frialdad—. Me hallaba medio inconsciente... Era Eliseo quien volaba la «cuna»...
Uno de los directores terció, conciliador:
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué te hallabas medio inconsciente?
—No lo sé... No consigo recordar...
—¡Mientes!
El general bramaba.
—¡Calma! —exigió el director que acababa de preguntar—. Así no llegaremos a ninguna parte...
Tenía razón.
Y todos intentamos serenarnos.
—Es posible que las hemorragias internas —aclaré— me debilitaran...
Eso lo sabían. Curtiss y el resto estaban al corriente de la intervención quirúrgica.
—... Después me recogió un grupo de beduinos...
—¿Por qué no llamaste de inmediato?
Me excusé, refugiándome en mi precario estado. Creo que no logré convencerlos.
No importaba. La verdad, como relaté, es que en aquellos momentos iniciales no deseaba volver. No me interesaba el proyecto y, mucho menos, el general y su gente.
—Hemos perdido un tiempo precioso...
El lamento de Curtiss no fue dirigido a nadie en particular. Caminó hacia la ventana y allí permaneció, abstraído. Dudo que se fijara en las dunas amarillas del Negev...
En esos instantes no acerté a comprender el auténtico significado de las últimas palabras de Curtiss: «Hemos perdido un tiempo precioso...»
Después se volvió hacia quien esto escribe y siguió contemplándome, muy serio.
Esta vez fui yo quien preguntó:
—¿Qué sabéis de Eliseo?
No hubo respuesta por parte de nadie.
Mensaje recibido.
El silencio confirmó mis suposiciones. El ingeniero no había dado señales de vida. ¿Se ahogó en el mar de la Sal?
—¿Eliseo?... Acabas de decir que se hundió con la «cuna»...
Rectifiqué al general. Yo no había dicho eso. La nave desapareció en las profundidades, pero no alcancé a distinguir en el interior a mi compañero.
—¿En qué lugar se hundió?
La súbita irrupción de una enfermera, con el termómetro en la mano, interrumpió la conversación.
Guardaron silencio.
Cuando la joven cerró la puerta y desapareció, Curtiss hizo suya la pregunta de uno de los directores:
—¿Dónde pudo caer la nave? ¿Lo recuerdas?
El tono se había dulcificado. El general era listo, muy listo...
—Estimo que la vi desaparecer no muy lejos del Mujib...
—El mar tiene casi 17 kilómetros de anchura... ¿No puedes ser más concreto?
Entendí.
El de paisano —el tipo que no conocía— sacó entonces una pequeña libreta de tapas negras y se dispuso a escribir.
Lo contemplé, intrigado. ¿Quién era?
Pero regresé a lo que importaba...
—No estoy seguro —dudé—. Estaba anocheciendo...
Hice cálculos, aunque un poco absurdos.
—Tuvo que ser a menos de una milla del wadi...
—Bien, eso es algo —replicó el general—. Una milla, o menos, al oeste del Mujib...
Asentí con la cabeza, y añadí:
—Más o menos...
El de la libreta garrapateó la ubicación que acababa de proporcionar y siguió mirándome, con la pluma en el aire. Parecía aguardar más información.
Se quedó con las ganas...
—Esperamos en la «piscina» hasta el último momento —declaró uno de los directores.
—Lo sé...
—¡Dios mío!... —clamó Curtiss—. ¡Tanto esfuerzo..., para nada!
Y musitó, casi para sí:
—¡No tenemos nada...!
Creí adivinar el porqué de sus lamentos.
¡Maldito bastardo!
Y me alegré de la «pérdida» del cilindro de acero, con las muestras de sangre y de cabellos del Maestro y de los suyos.
No dije nada. Elegí el silencio.
En esos momentos regresó la enfermera. Consultó el termómetro y sonrió, satisfecha. La temperatura era correcta. Saludó y se retiró.
Y el silencio volvió a espesarse.
Hice como si no recordara y pregunté por segunda vez por mi compañero, el ingeniero.
Se miraron, perplejos.
Uno de los directores apuntó:
—Te lo hemos dicho: no sabemos nada de él. Pensamos que tú podrías informarnos... Desde que nos retiramos de Masada, a finales de marzo, todo ha sido angustia y desconcierto... Os dimos por muertos o perdidos en aquel «ahora».
También lo deduje mientras permanecía con Marcos, en el cauce seco del Arnon.
En cuanto a la «angustia», me permití dudar. Las intenciones de algunos eran otras...
La visita terminó y yo continué con la mirada perdida en las dunas del Negev. E intenté ordenar los pensamientos.
La maquinaria militar había echado a rodar...
Eliseo era listo. Me costaba aceptar que hubiera cometido la torpeza de quedar atrapado en la «cuna». Algo me decía que el ingeniero se hallaba vivo. Pero ¿dónde? ¿Qué sucedió realmente? Y si había sobrevivido, ¿por qué no dio señales de vida? Disponía de los recursos necesarios para contactar con Edwards.
Eliseo era más despierto que yo...
Algo no cuadraba.
No debía olvidar —bajo ningún concepto— que Eliseo era un «oscuro»15. En otras palabras, un indeseable con un extraordinario coeficiente intelectual. No importaba lo que hubiera sucedido. No importaba que hubiera sido curado por el Galileo. El ingeniero era un dark-darn, un «oscuro del infierno» hasta la muerte, y quizá más allá.
¿O me estaba precipitando, una vez más?
¿Y si hubiera muerto?
No podía descartar ninguna posibilidad...

 

* * *

 

Al día siguiente, sábado, Curtiss regresó a la habitación. Esta vez lo hizo en solitario y de paisano. Aparecía más calmado.
Solicitó disculpas por el tono y por la agresividad de la visita anterior y se interesó por mi salud.
Sonreí brevemente y con desconfianza. Él sabía bien cuál era mi estado...
Ambos, creo, odiábamos los enfrentamientos.
El general traía un sobre, color naranja, de gran tamaño.
Se sentó a mi lado, en el filo de la cama, y me observó durante un rato. Sé que intentó penetrar en mis pensamientos, pero no lo logró. Curtiss no era Él...
El instinto me previno.
Curtiss era portador de malas noticias. No sé cómo lo supe, pero lo supe...
Por último me entregó el sobre, animándome para que lo abriera.
Dudé.
El general se alzó y caminó hacia la ventana. Allí permaneció, en silencio.
Algo me decía que no abriera el sobre...
Y seguí dudando.
El militar no se inmutó. Tenía la vista fija en aquel paisaje árido y amarillo.
¿Contenía las pruebas de la muerte de Eliseo?
Entorné los ojos y me negué a abrirlo.
Así transcurrieron dos o tres minutos.
El general me miró y comprobó que el sobre no había sido abierto.
También dudó.
Finalmente se aproximó y procedió a extraer el contenido.
Cerré los ojos.
Curtiss sabía que no dormía, y comentó:
—Echa un vistazo...
Negué con la cabeza.
—Por favor... —insistió el general—. Es importante.
No tuve opción.
Las repasé varias veces.
Curtiss observaba, pendiente del menor movimiento.
No dije nada.
—¿Y bien?
—No sé interpretarlas... —mentí.
Eran fotografías, tomadas por el satélite KH II, también conocido como «Big Bird» (Gran Pájaro). Eran imágenes recibidas en la estación de Masada, a 34 kilómetros de donde me hallaba.
Al pie se leían las coordenadas, la altitud, el día y la hora, con los minutos y segundos en los que fue efectuada cada una de las tomas. El Big Bird había fotografiado la totalidad del mar Muerto en una órbita de 120 kilómetros y en franjas que barrían el lago longitudinalmente. Cada barrido examinaba una zona de veinte mil metros16. El satélite fue direccionado y descendido a la órbita ya mencionada. Daba una vuelta a la tierra cada noventa minutos. La resolución era espectacular: fotografiaba el número de serie grabado en la culata de un fusil.
«Se han dado prisa», pensé.
Las fotos eran del día anterior, viernes, 6 de julio...
La última fue tomada a las 21 horas, 5 minutos y 32 segundos; es decir, poco antes del ocaso.
Curtiss insistió. Sabía que yo estaba entrenado para «leer» esta clase de imágenes aéreas.
—¿Qué opinas?
—No estoy seguro —volví a mentir—. Hace mucho que...
Y sentí un escalofrío.
«Aquello» era...
Supongo que palidecí.
El general lo captó. Sonrió, condescendiente, tomó una de las fotografías y señaló la mancha naranja que yo había detectado.
No era posible...
Curtiss intentó anular las dudas de un plumazo. Ése era su estilo:
—La nave puede estar ahí...
Era un punto cercano a la costa del wadi Mujib.
Y añadió:
—La profundidad ha sido estimada en 330 metros...
¡Dios mío!
Inspeccioné de nuevo la fotografía. No había duda. La mancha aparecía en una de las dos grandes fosas existentes en el mar de la Sal17. El resto eran tonalidades verdes, azules, negras y violetas, correspondientes a las temperaturas lógicas del lago en esos momentos. Nada sobresaliente.
—Se trata de una fuente de calor, como sabes...
Asentí.
Los sensores en el infrarrojo térmico y los microondas pasivos del Big Bird habían localizado un «cuerpo» (?) capaz de emitir energía calorífica. El naranja rojizo era inconfundible. «Aquello» desprendía calor.
—Pero eso es imposible —balbuceé sin demasiado convencimiento—. En el lecho del mar Muerto no hay vida. Nada puede emitir calor y mucho menos en esa cantidad...
—La resolución de los sensores —argumentó Curtiss, con razón— es buena...
Lo sabía. Los infrarrojos térmicos alcanzaban en aquel tiempo del orden de ≈ 1 km.
Curtiss indicó de nuevo la mancha naranja y admitió:
—Tenías razón. Se encuentra a 500 metros de la costa jordana, casi frente a la desembocadura del Mujib.
Y preguntó:
—¿Fue ahí donde cayó la nave?
—Eso creo...
Noté como la boca se secaba. Puro miedo. E intenté aclarar la cuestión clave:
—¿La «cuna» sigue activa?
El general no respondió de inmediato. Caminó de nuevo hacia la ventana, meditó la respuesta, y comentó sin apartar la mirada del Negev:
—No lo sabemos... Necesitamos más información... Hay que comprobar...
Regresó, recogió las fotografías y las guardó en el sobre.
Me miró en silencio. Estaba lívido.
Pensé a gran velocidad.
El hundimiento de la «cuna» se produjo al atardecer del 28 de junio. Las imágenes eran del 6 de julio. Habían transcurrido ocho días...
—No es posible —titubeé—. Esa fuente de calor no pertenece al módulo...
—¿Y por qué?
El jefe del proyecto conocía la respuesta mejor que yo. Pero se la di:
—El motor principal no ha podido permanecer encendido bajo el agua...
Curtiss siguió atento.
—Además, cuando hicimos estacionario, apenas quedaba combustible...
—La fuente de calor —cortó el general— no tiene por qué proceder del J85.
—¿Qué insinúas?
—Hay otras fuentes de energía en la nave, y lo sabes.
Cierto. La pila atómica era una de ellas. Su capacidad teórica era de diez años. Si Eliseo había logrado sobrevivir era posible que hubiera mantenido activa la SNAP 27.
Percibí fuego en mi interior.
—Si eso es así —repliqué—, Eliseo estaría vivo...
Curtiss se encogió de hombros, e insistió:
—Especulaciones...
Me rebelé, e intenté incorporarme, al tiempo que clamaba:
—¿Es que no comprendes?... ¡Puede estar vivo!... ¡Hay que bajar y sacar la «cuna»!
Curtiss solicitó calma.
—No es tan fácil...
—Yo me pondré al frente...
—No es tan sencillo. Lo sabes...
Protesté.
—La situación —redondeó el general— sigue empeorando...
—¿A qué te refieres?
—Deberías saberlo. Ese maldito Nixon quiere arrastrarnos a la tercera guerra mundial... Y cuenta con el apoyo de los rusos...
Curtiss se incendió.
—¡Malditos comunistas!
Tenía idea de lo que estaba comentando, pero no me desvié del asunto capital: el rescate de la «cuna».
El general lo repitió una sola vez:
—En estos momentos no es viable una operación así en el mar Muerto, y mucho menos en el lado jordano...
Y finalizó, rotundo:
—Se prepara una guerra... No lo olvides.
Ahí concluyó la conversación.
Curtiss, en efecto, había hablado demasiado.
—Mejórate —fue su última frase—. Te espero en casa la semana próxima.
No volvería a verlo hasta mi regreso a la base de Edwards, en el desierto de Mojave.

 

* * *

 

Esos días, en el hospital militar, creí volverme loco.
Si la información era exacta, la «cuna» se hallaba a 330 metros de profundidad, en la fosa sur del mar de la Sal ¡y activa!
¡Dios de los cielos! ¡Y no podía hacer nada!
Cabía la posibilidad de que mi hermano estuviera en el interior de la nave, ¡y vivo!
Hice mis cálculos.
Me puse en su lugar... ¿Qué hubiera hecho de haberme visto encerrado en la «cuna» y en el fondo del mar Muerto?
Pensé en el oxígeno.
Imposible calcular la reserva. Ignoraba si la nave había sufrido algún desperfecto. De no ser así, «Santa Claus» administraría la mezcla. El ingeniero disponía de oxígeno para un par de semanas, como máximo.
¡Dios...! ¡Habían transcurrido ocho días!
¿Pudo accionar la escotilla hidráulica y escapar?
La presión lo hubiera reventado...
No, ése no era el camino.
Evalué otros parámetros.
¿Se hallaba la «cuna» preparada para resistir la formidable salinidad del mar Muerto?18. La alta concentración de iones de calcio era otro gran enemigo...
Me tranquilicé. El blindaje resistiría. El módulo fue fabricado con una especialísima aleación de torio (al 4 por ciento), aluminio y otros materiales «clasificados». La totalidad de la nave fue bañada en una consistente solución de óxido de aluminio (Al2O3), que multiplicaba la capacidad de anticorrosión19. La conductividad térmica y eléctrica eran elevadas (80 a 230 W/mK y entre 34 y 38 m (Ω mm2), respectivamente). El punto de fusión a 933 grados Kelvin era otro dato a tener en cuenta. La nave era casi indestructible desde el punto de vista de una agresión química.
En cuanto a los contenidos de oxígeno y azufre del lago, sinceramente, no me preocupé20. Respecto a la concentración de iones de magnesio (44,2 gramos por litro: altísima) sí me pareció comprometida, en relación a la «membrana» protectora de la «cuna». La estructura de la misma, como detallé en su momento, era extremadamente compleja y delicada21.
Por cierto, al estudiar el factor azufre, caí en la cuenta de algo: ¿era el hidrógeno sulfuroso, existente en el fondo del lago, el causante de la emisión de calor que había detectado el satélite artificial? No tardé en rechazar la idea. Si el H2S hubiera sido responsable de tales emisiones, parte del fondo del mar Muerto se convertiría en un permanente emisor de calor. Yo sabía que eso no es así.
Y, de pronto, en aquella locura de cálculos y más cálculos, me vino a la mente un «detalle» que había pasado inadvertido: el cinturón gravitatorio que protegía la «cuna», como si de un viento huracanado se tratase. Como ya expliqué en su momento, los pilotos, o «Santa Claus», estaban capacitados para activar una emisión de ondas gravitatorias (algo sólo intuido hoy por los científicos civiles), que partía de la mencionada «membrana» exterior, siendo proyectada, a voluntad, tanto en distancia como en intensidad. El cinturón gravitatorio envolvía el módulo como una invisible esfera o media naranja, según los casos.
«Si Eliseo o el ordenador central hubieran activado el “viento huracanado” —pensé—, la nave habría terminado flotando en mitad del lago...»
Era elemental.
Las ondas gravitatorias habrían hecho de «salvavidas».
Pero yo sabía que eso no había sucedido. La «cuna» no retornó a la superficie del mar Muerto. El ingeniero pudo haber activado la referida defensa, pero, lamentablemente, no fue así...
Y volví a caer en el abatimiento.
¿Había muerto Eliseo? ¿Por qué no activó el cinturón gravitatorio? ¿Por qué no permitió que el fiel «Santa Claus» llevara a cabo la maniobra? Hubiera sido tan fácil...
Y las cábalas se sucedieron con idéntico y frustrante resultado: no sabía nada...
Me repuse físicamente, sí, pero el corazón siguió anegado por la tristeza y la incertidumbre.
No podía hacer nada por Eliseo...