4 de
julio
Aquel miércoles, 4 de julio (1973), todo
volvió a oscurecerse.
El dolor regresó, y sin piedad.
La hematemesis (vómito de sangre) se hizo
intensa. Fue una sangre negra, de claro origen gástrico, precedida
por una tos sospechosa y extraña. Las heces también eran negras,
como el alquitrán.
No tuve dudas.
La sangre estaba siendo digerida.
El diagnóstico, a mi entender, parecía
claro: era víctima de una hemorragia digestiva.
Mal asunto...
Si era lo que suponía, y si deseaba salir
con vida, no tenía otra alternativa que ponerme en manos de los
médicos, y con urgencia.
Lo vi claro en cuestión de minutos...
Para cumplir el gran objetivo, si pretendía
escribir sobre lo que habíamos vivido en la Palestina de Jesús de
Nazaret, era necesario que volviera a la base de la Fuerza Aérea en
Edwards (California). Tarde o temprano se enterarían de que me
hallaba vivo...
Además, estaba el asunto de la «perla». Para
desencriptar y conocer el contenido no tenía más remedio que acudir
a la tecnología de Caballo de Troya. Sólo así podría «abrir» el
«DR».
En Edwards, por supuesto, podía ser atendido
por los mejores médicos y especialistas.
Eso haría.
Y me pregunté: ¿por qué sentía temor? ¿Por
qué me preocupaba el ingreso en Mojave?
Traté de serenarme.
Yo había cumplido mi parte. Nadie podía
reprocharme nada.
Contaría la verdad...
Y el Destino, supongo, sonrió,
burlón...
Marcos y los beduinos no tardaron en
percatarse de mi precaria situación. No fue posible evitar los
vómitos de sangre. Me sentía nuevamente débil. Casi no me tenía en
pie.
Y el árabe hizo los preparativos. Me
trasladaría de inmediato a un hospital.
Digo yo que el cielo me iluminó y conseguí
convencerlo para que, antes que nada, me permitiera hablar con la
embajada de mi país en Ammān, la capital de Jordania. Marcos
aceptó. Eso nos pillaba de camino hacia el hospital.
No hizo preguntas.
Lo agradecí.
Y a media mañana, a lomos de mulas,
divisábamos la población de Mathlūtha. No hubo forma de contactar
con la legación norteamericana. El único teléfono de los badu no funcionaba. Marcos decidió. Nos
desplazaríamos, en vehículo, hasta Ammān. Era lo más sensato. Allí
hablaría con la embajada.
En Mādabā tuvimos que cambiar de transporte.
La vieja camioneta, alquilada en Mathlūtha, era un suplicio
añadido. Se detenía cada kilómetro...
Finalmente, bien entrada la tarde, nos
detuvimos frente a la embajada USA en Ammān. Simulé que me hallaba
mejor y rogué a Marcos que regresara al Mujib. En la embajada me
atenderían.
Fue una despedida breve y emotiva. Y
comprendí mejor al Maestro: las despedidas no son buenas...
«Regresaré», le dije.
El buen árabe asintió con la cabeza. Quiso
sonreír, pero no lo logró. Dio media vuelta, entró en el vehículo y
arrancó a toda velocidad.
En esos instantes no imaginaba que Marcos se
convertiría en un hombre clave a la hora de la transmisión de mi
legado. Pero eso sucedería algún tiempo más tarde...10
El pulso aceleró. Y la frecuencia superó los
110. No supe si se debía a la pérdida de sangre o a la lógica
agitación, al responder a las preguntas del policía militar que me
interrogó.
Mostré la placa metálica. Me identifiqué y,
tras un par de llamadas telefónicas, la maquinaria USA se puso en
movimiento. El mismísimo embajador se colocó al frente de la
operación de rescate de aquel explorador. Dean era discreto y
eficaz. Había sido cónsul en el Congo Belga y embajador en Senegal
y Gambia. Sabía qué hacer...
Vereker, la esposa, se desvivió por aquel
compatriota enfermo y perdido...
Siempre estaré en deuda con ellos.
Ya anochecido, una ambulancia, fuertemente
escoltada, me trasladaba a la frontera con Israel. Allí, en el
puente Allenby, fui sedado. Mis recuerdos son confusos...
Nos dirigimos al sur. Vi los carteles de la
ciudad de Be’er Sheva. Después nada. Quedé dormido.
Cuando desperté me hallaba en la cama de un
hospital.
Interrogué a las enfermeras que entraban y
salían, pero ninguna respondió. Sólo lo hacían con interminables
sonrisas.
Después lo averigüé.
Había ido a parar al desierto del Negev, al
sur. En esos momentos no supe si al centro nuclear de Dimona o a la
base de Nevatim. Ambos se encontraban relativamente próximos y
hacia el este.
Pero ¿qué importaba dónde me hallaba?
El dolor remitió, merced a la medicación
suministrada en la embajada, en Ammān. Continuaba débil y con la
mente confusa.
Y allí empezó una nueva e inquietante
aventura...
* *
*
Tras el ingreso en el hospital de la base
judía (?), todo fue de «primera clase»: rápido, positivo y
amable.
Fui sometido a las correspondientes
analíticas y a primera hora de la tarde del jueves, 5 de julio,
entraba en quirófano. No disponía de historia clínica y eso
complicó, al principio, el diagnóstico diferencial. Los médicos
sospechaban cuál era el problema, pero no tenían una seguridad
total. Podía tratarse de una úlcera péptica o quizá de varices
esofágicas.
Un médico joven y negro quiso
tranquilizarme. «Estas intervenciones —susurró— las hacemos
doscientas veces al día... ¡Ánimo!»
Mentía, pero lo agradecí.
Mis últimos pensamientos, antes de caer en
el pozo de la anestesia, fueron para Él y para ella...
Horas después despertaba en una habitación
pequeña, soleada y espartana. La única compañía era un suero.
Brillaba en lo alto.
Una ventana, timidísima, me enseñó el
desierto del Negev. Allí pasaría casi una semana.
Esa misma noche, el cirujano negro —nunca
supe su nombre— se presentó en la habitación y me puso al
día.
La intervención fue un éxito.
No se trataba de un síndrome de
Mallory-Weiss, afortunadamente11.
Eso hubiera complicado las cosas...
También fue descartado un origen
respiratorio de los vómitos de sangre (hemoptisis).
El problema se hallaba en una úlcera péptica
que estaba dañando la arteria gastroduodenal y ocasionando
hemorragias digestivas preocupantes12.
En definitiva, el clorhídrico, al perforar la mucosa, provocaba
aquel intenso dolor.
La intervención (una vagotomía troncular con
piloroplastia) fue limpia y relativamente cómoda. La úlcera era
oval, con un diámetro de 1,2 centímetros.
El cirujano no habló sobre el origen de la
úlcera. Podía ser múltiple, pero intuí que la causa se hallaba en
el estrés provocado en el proceso de inversión de masa de los
swivels y también, con seguridad, en la
excitación vivida durante el tercer «salto» en el tiempo.
Por supuesto guardé silencio sobre dicha
sospecha.
Lo que interesaba es que el mal había sido
conjurado.
Sea como fuere, debía mantenerme alerta. No
era bueno abusar de determinados medicamentos. La úlcera podía
aparecer de nuevo13.
Tendría que vigilar las dosis de antioxidantes...
El postoperatorio fue bueno y tranquilo.
Miento: fue todo menos tranquilo, pero por razones ajenas a la
operación quirúrgica...
Veamos.
Debo seguir narrando, pero con
orden...
No se produjeron nuevos episodios de dolor,
o de vómitos de sangre. Recuperé la normalidad en la presión
sanguínea, el pulso se estabilizó, y la anemia fue remitiendo.
Tampoco se registró recurrencia de heces alquitranadas.
Al poco, ante la satisfacción del equipo
médico, empecé a dar cortos paseos, y a ingerir alimentos no
irritantes (especialmente leche y dosis de antiácidos). Los
israelitas me proporcionaron hidróxido de aluminio, con un laxante
que contenía, creo, hidróxido de magnesio (el hidróxido de
aluminio, como es sabido, es susceptible de originar un impacto o
impacción fecal tras el desarrollo de una hemorragia
gastrointestinal).
Esa noche del jueves, 5 de julio, fui sedado
con fenobarbital, a razón de 15 miligramos por dosis.
Dormí plácidamente...
Y llegó el viernes, día 6, con otra
sorpresa...
* *
*
Tras el desayuno me vi sorprendido con la
visita del general Curtiss, jefe de Caballo de Troya. Vestía de
uniforme. Lo acompañaban dos directores del proyecto y un tercer
hombre, de paisano, al que no conocía.
Permanecieron unos segundos en la puerta,
desconcertados.
Comprendí.
Aquel mayor no era el que habían despedido
el 10 de marzo (1973), cuando se llevó a cabo el segundo «salto» en
el tiempo14.
Lo sabía bien. Mi aspecto era el de un
anciano.
Caminaron despacio hacia la cama, sin dar
crédito a lo que tenían a la vista.
No sonreí. No lo merecían.
Curtiss, probablemente, fue el más
afectado.
Y allí continuaron durante un par de espesos
segundos, sin saber qué decir.
No los ayudé.
El general estaba pálido. Quiso hablar, pero
no supo por dónde empezar.
Me miraban como si fuera un fantasma; un
viejo fantasma con el cabello blanco y la piel arrugada como una
momia chilena.
—¿Qué ha pasado? —acertó a balbucear uno de
los directores.
Respondí con la verdad. No lo sabía.
—Pero ¿cómo es posible? —estalló
Curtiss.
Los directores solicitaron calma. El tercer
individuo permanecía mudo e impasible, contemplándome desde los
pies de la cama.
Insistí. No sabía qué había ocurrido en los
últimos minutos, cuando la «cuna» se precipitó en las aguas del mar
Muerto. En realidad no sabía nada desde mucho antes. Pero me limité
a comentar lo estrictamente necesario. No me fiaba.
—... La nave hizo estacionario —recordé— y
mi compañero terminó empujándome... No me hallaba bien...
Guardaron un tenso silencio.
—... Entonces caí y me hundí... La intensa
salinidad terminó lanzándome hacia la superficie... Fue cuando vi
el módulo. Se hundía...
—¿Y Eliseo?
—No sé nada de él... No llegué a verlo en el
interior de la nave... Supongo que saltó...
—¿Supones?
La pregunta del general era pura dinamita.
Pero me mantuve frío:
—No llegué a verlo —repetí—. Después fui
arrastrado por las corrientes y aparecí cerca del wadi Mujib, en la costa oriental...
Curtiss, enojado, no me permitió
terminar:
—Sabemos dónde está el Mujib...
E insistió:
—¿Qué ocurrió con tu copiloto?
—No era yo quien pilotaba —repliqué con
frialdad—. Me hallaba medio inconsciente... Era Eliseo quien volaba
la «cuna»...
Uno de los directores terció,
conciliador:
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué te hallabas medio
inconsciente?
—No lo sé... No consigo recordar...
—¡Mientes!
El general bramaba.
—¡Calma! —exigió el director que acababa de
preguntar—. Así no llegaremos a ninguna parte...
Tenía razón.
Y todos intentamos serenarnos.
—Es posible que las hemorragias internas
—aclaré— me debilitaran...
Eso lo sabían. Curtiss y el resto estaban al
corriente de la intervención quirúrgica.
—... Después me recogió un grupo de
beduinos...
—¿Por qué no llamaste de inmediato?
Me excusé, refugiándome en mi precario
estado. Creo que no logré convencerlos.
No importaba. La verdad, como relaté, es que
en aquellos momentos iniciales no deseaba volver. No me interesaba
el proyecto y, mucho menos, el general y su gente.
—Hemos perdido un tiempo precioso...
El lamento de Curtiss no fue dirigido a
nadie en particular. Caminó hacia la ventana y allí permaneció,
abstraído. Dudo que se fijara en las dunas amarillas del
Negev...
En esos instantes no acerté a comprender el
auténtico significado de las últimas palabras de Curtiss: «Hemos
perdido un tiempo precioso...»
Después se volvió hacia quien esto escribe y
siguió contemplándome, muy serio.
Esta vez fui yo quien preguntó:
—¿Qué sabéis de Eliseo?
No hubo respuesta por parte de nadie.
Mensaje recibido.
El silencio confirmó mis suposiciones. El
ingeniero no había dado señales de vida. ¿Se ahogó en el mar de la
Sal?
—¿Eliseo?... Acabas de decir que se hundió
con la «cuna»...
Rectifiqué al general. Yo no había dicho
eso. La nave desapareció en las profundidades, pero no alcancé a
distinguir en el interior a mi compañero.
—¿En qué lugar se hundió?
La súbita irrupción de una enfermera, con el
termómetro en la mano, interrumpió la conversación.
Guardaron silencio.
Cuando la joven cerró la puerta y
desapareció, Curtiss hizo suya la pregunta de uno de los
directores:
—¿Dónde pudo caer la nave? ¿Lo
recuerdas?
El tono se había dulcificado. El general era
listo, muy listo...
—Estimo que la vi desaparecer no muy lejos
del Mujib...
—El mar tiene casi 17 kilómetros de
anchura... ¿No puedes ser más concreto?
Entendí.
El de paisano —el tipo que no conocía— sacó
entonces una pequeña libreta de tapas negras y se dispuso a
escribir.
Lo contemplé, intrigado. ¿Quién era?
Pero regresé a lo que importaba...
—No estoy seguro —dudé—. Estaba
anocheciendo...
Hice cálculos, aunque un poco
absurdos.
—Tuvo que ser a menos de una milla del
wadi...
—Bien, eso es algo —replicó el general—. Una
milla, o menos, al oeste del Mujib...
Asentí con la cabeza, y añadí:
—Más o menos...
El de la libreta garrapateó la ubicación que
acababa de proporcionar y siguió mirándome, con la pluma en el
aire. Parecía aguardar más información.
Se quedó con las ganas...
—Esperamos en la «piscina» hasta el último
momento —declaró uno de los directores.
—Lo sé...
—¡Dios mío!... —clamó Curtiss—. ¡Tanto
esfuerzo..., para nada!
Y musitó, casi para sí:
—¡No tenemos nada...!
Creí adivinar el porqué de sus
lamentos.
¡Maldito bastardo!
Y me alegré de la «pérdida» del cilindro de
acero, con las muestras de sangre y de cabellos del Maestro y de
los suyos.
No dije nada. Elegí el silencio.
En esos momentos regresó la enfermera.
Consultó el termómetro y sonrió, satisfecha. La temperatura era
correcta. Saludó y se retiró.
Y el silencio volvió a espesarse.
Hice como si no recordara y pregunté por
segunda vez por mi compañero, el ingeniero.
Se miraron, perplejos.
Uno de los directores apuntó:
—Te lo hemos dicho: no sabemos nada de él.
Pensamos que tú podrías informarnos... Desde que nos retiramos de
Masada, a finales de marzo, todo ha sido angustia y desconcierto...
Os dimos por muertos o perdidos en aquel «ahora».
También lo deduje mientras permanecía con
Marcos, en el cauce seco del Arnon.
En cuanto a la «angustia», me permití dudar.
Las intenciones de algunos eran otras...
La visita terminó y yo continué con la
mirada perdida en las dunas del Negev. E intenté ordenar los
pensamientos.
La maquinaria militar había echado a
rodar...
Eliseo era listo. Me costaba aceptar que
hubiera cometido la torpeza de quedar atrapado en la «cuna». Algo
me decía que el ingeniero se hallaba vivo. Pero ¿dónde? ¿Qué
sucedió realmente? Y si había sobrevivido, ¿por qué no dio señales
de vida? Disponía de los recursos necesarios para contactar con
Edwards.
Eliseo era más despierto que yo...
Algo no cuadraba.
No debía olvidar —bajo ningún concepto— que
Eliseo era un «oscuro»15.
En otras palabras, un indeseable con un extraordinario coeficiente
intelectual. No importaba lo que hubiera sucedido. No importaba que
hubiera sido curado por el Galileo. El ingeniero era un dark-darn, un «oscuro del infierno» hasta la
muerte, y quizá más allá.
¿O me estaba precipitando, una vez
más?
¿Y si hubiera muerto?
No podía descartar ninguna
posibilidad...
* *
*
Al día siguiente, sábado, Curtiss regresó a
la habitación. Esta vez lo hizo en solitario y de paisano. Aparecía
más calmado.
Solicitó disculpas por el tono y por la
agresividad de la visita anterior y se interesó por mi salud.
Sonreí brevemente y con desconfianza. Él
sabía bien cuál era mi estado...
Ambos, creo, odiábamos los
enfrentamientos.
El general traía un sobre, color naranja, de
gran tamaño.
Se sentó a mi lado, en el filo de la cama, y
me observó durante un rato. Sé que intentó penetrar en mis
pensamientos, pero no lo logró. Curtiss no era Él...
El instinto me previno.
Curtiss era portador de malas noticias. No
sé cómo lo supe, pero lo supe...
Por último me entregó el sobre, animándome
para que lo abriera.
Dudé.
El general se alzó y caminó hacia la
ventana. Allí permaneció, en silencio.
Algo me decía que no abriera el
sobre...
Y seguí dudando.
El militar no se inmutó. Tenía la vista fija
en aquel paisaje árido y amarillo.
¿Contenía las pruebas de la muerte de
Eliseo?
Entorné los ojos y me negué a abrirlo.
Así transcurrieron dos o tres minutos.
El general me miró y comprobó que el sobre
no había sido abierto.
También dudó.
Finalmente se aproximó y procedió a extraer
el contenido.
Cerré los ojos.
Curtiss sabía que no dormía, y
comentó:
—Echa un vistazo...
Negué con la cabeza.
—Por favor... —insistió el general—. Es
importante.
No tuve opción.
Las repasé varias veces.
Curtiss observaba, pendiente del menor
movimiento.
No dije nada.
—¿Y bien?
—No sé interpretarlas... —mentí.
Eran fotografías, tomadas por el satélite KH
II, también conocido como «Big Bird» (Gran Pájaro). Eran imágenes
recibidas en la estación de Masada, a 34 kilómetros de donde me
hallaba.
Al pie se leían las coordenadas, la altitud,
el día y la hora, con los minutos y segundos en los que fue
efectuada cada una de las tomas. El Big Bird había fotografiado la
totalidad del mar Muerto en una órbita de 120 kilómetros y en
franjas que barrían el lago longitudinalmente. Cada barrido
examinaba una zona de veinte mil metros16.
El satélite fue direccionado y descendido a la órbita ya
mencionada. Daba una vuelta a la tierra cada noventa minutos. La
resolución era espectacular: fotografiaba el número de serie
grabado en la culata de un fusil.
«Se han dado prisa», pensé.
Las fotos eran del día anterior, viernes, 6
de julio...
La última fue tomada a las 21 horas, 5
minutos y 32 segundos; es decir, poco antes del ocaso.
Curtiss insistió. Sabía que yo estaba
entrenado para «leer» esta clase de imágenes aéreas.
—¿Qué opinas?
—No estoy seguro —volví a mentir—. Hace
mucho que...
Y sentí un escalofrío.
«Aquello» era...
Supongo que palidecí.
El general lo captó. Sonrió,
condescendiente, tomó una de las fotografías y señaló la mancha
naranja que yo había detectado.
No era posible...
Curtiss intentó anular las dudas de un
plumazo. Ése era su estilo:
—La nave puede estar ahí...
Era un punto cercano a la costa del
wadi Mujib.
Y añadió:
—La profundidad ha sido estimada en 330
metros...
¡Dios mío!
Inspeccioné de nuevo la fotografía. No había
duda. La mancha aparecía en una de las dos grandes fosas existentes
en el mar de la Sal17.
El resto eran tonalidades verdes, azules, negras y violetas,
correspondientes a las temperaturas lógicas del lago en esos
momentos. Nada sobresaliente.
—Se trata de una fuente de calor, como
sabes...
Asentí.
Los sensores en el infrarrojo térmico y los
microondas pasivos del Big Bird habían localizado un «cuerpo» (?)
capaz de emitir energía calorífica. El naranja rojizo era
inconfundible. «Aquello» desprendía calor.
—Pero eso es imposible —balbuceé sin
demasiado convencimiento—. En el lecho del mar Muerto no hay vida.
Nada puede emitir calor y mucho menos en esa cantidad...
—La resolución de los sensores —argumentó
Curtiss, con razón— es buena...
Lo sabía. Los infrarrojos térmicos
alcanzaban en aquel tiempo del orden de ≈ 1 km.
Curtiss indicó de nuevo la mancha naranja y
admitió:
—Tenías razón. Se encuentra a 500 metros de
la costa jordana, casi frente a la desembocadura del Mujib.
Y preguntó:
—¿Fue ahí donde cayó la nave?
—Eso creo...
Noté como la boca se secaba. Puro miedo. E
intenté aclarar la cuestión clave:
—¿La «cuna» sigue activa?
El general no respondió de inmediato. Caminó
de nuevo hacia la ventana, meditó la respuesta, y comentó sin
apartar la mirada del Negev:
—No lo sabemos... Necesitamos más
información... Hay que comprobar...
Regresó, recogió las fotografías y las
guardó en el sobre.
Me miró en silencio. Estaba lívido.
Pensé a gran velocidad.
El hundimiento de la «cuna» se produjo al
atardecer del 28 de junio. Las imágenes eran del 6 de julio. Habían
transcurrido ocho días...
—No es posible —titubeé—. Esa fuente de
calor no pertenece al módulo...
—¿Y por qué?
El jefe del proyecto conocía la respuesta
mejor que yo. Pero se la di:
—El motor principal no ha podido permanecer
encendido bajo el agua...
Curtiss siguió atento.
—Además, cuando hicimos estacionario, apenas
quedaba combustible...
—La fuente de calor —cortó el general— no
tiene por qué proceder del J85.
—¿Qué insinúas?
—Hay otras fuentes de energía en la nave, y
lo sabes.
Cierto. La pila atómica era una de ellas. Su
capacidad teórica era de diez años. Si Eliseo había logrado
sobrevivir era posible que hubiera mantenido activa la SNAP
27.
Percibí fuego en mi interior.
—Si eso es así —repliqué—, Eliseo estaría
vivo...
Curtiss se encogió de hombros, e
insistió:
—Especulaciones...
Me rebelé, e intenté incorporarme, al tiempo
que clamaba:
—¿Es que no comprendes?... ¡Puede estar
vivo!... ¡Hay que bajar y sacar la «cuna»!
Curtiss solicitó calma.
—No es tan fácil...
—Yo me pondré al frente...
—No es tan sencillo. Lo sabes...
Protesté.
—La situación —redondeó el general— sigue
empeorando...
—¿A qué te refieres?
—Deberías saberlo. Ese maldito Nixon quiere
arrastrarnos a la tercera guerra mundial... Y cuenta con el apoyo
de los rusos...
Curtiss se incendió.
—¡Malditos comunistas!
Tenía idea de lo que estaba comentando, pero
no me desvié del asunto capital: el rescate de la «cuna».
El general lo repitió una sola vez:
—En estos momentos no es viable una
operación así en el mar Muerto, y mucho menos en el lado
jordano...
Y finalizó, rotundo:
—Se prepara una guerra... No lo
olvides.
Ahí concluyó la conversación.
Curtiss, en efecto, había hablado
demasiado.
—Mejórate —fue su última frase—. Te espero
en casa la semana próxima.
No volvería a verlo hasta mi regreso a la
base de Edwards, en el desierto de Mojave.
* *
*
Esos días, en el hospital militar, creí
volverme loco.
Si la información era exacta, la «cuna» se
hallaba a 330 metros de profundidad, en la fosa sur del mar de la
Sal ¡y activa!
¡Dios de los cielos! ¡Y no podía hacer
nada!
Cabía la posibilidad de que mi hermano
estuviera en el interior de la nave, ¡y vivo!
Hice mis cálculos.
Me puse en su lugar... ¿Qué hubiera hecho de
haberme visto encerrado en la «cuna» y en el fondo del mar
Muerto?
Pensé en el oxígeno.
Imposible calcular la reserva. Ignoraba si
la nave había sufrido algún desperfecto. De no ser así, «Santa
Claus» administraría la mezcla. El ingeniero disponía de oxígeno
para un par de semanas, como máximo.
¡Dios...! ¡Habían transcurrido ocho
días!
¿Pudo accionar la escotilla hidráulica y
escapar?
La presión lo hubiera reventado...
No, ése no era el camino.
Evalué otros parámetros.
¿Se hallaba la «cuna» preparada para
resistir la formidable salinidad del mar Muerto?18.
La alta concentración de iones de calcio era otro gran
enemigo...
Me tranquilicé. El blindaje resistiría. El
módulo fue fabricado con una especialísima aleación de torio (al 4
por ciento), aluminio y otros materiales «clasificados». La
totalidad de la nave fue bañada en una consistente solución de
óxido de aluminio (Al2O3), que multiplicaba la capacidad de
anticorrosión19.
La conductividad térmica y eléctrica eran elevadas (80 a 230 W/mK y
entre 34 y 38 m (Ω mm2), respectivamente). El punto de fusión a 933
grados Kelvin era otro dato a tener en cuenta. La nave era casi
indestructible desde el punto de vista de una agresión
química.
En cuanto a los contenidos de oxígeno y
azufre del lago, sinceramente, no me preocupé20.
Respecto a la concentración de iones de magnesio (44,2 gramos por
litro: altísima) sí me pareció comprometida, en relación a la
«membrana» protectora de la «cuna». La estructura de la misma, como
detallé en su momento, era extremadamente compleja y
delicada21.
Por cierto, al estudiar el factor azufre,
caí en la cuenta de algo: ¿era el hidrógeno sulfuroso, existente en
el fondo del lago, el causante de la emisión de calor que había
detectado el satélite artificial? No tardé en rechazar la idea. Si
el H2S hubiera sido responsable de tales emisiones, parte del fondo
del mar Muerto se convertiría en un permanente emisor de calor. Yo
sabía que eso no es así.
Y, de pronto, en aquella locura de cálculos
y más cálculos, me vino a la mente un «detalle» que había pasado
inadvertido: el cinturón gravitatorio que protegía la «cuna», como
si de un viento huracanado se tratase. Como ya expliqué en su
momento, los pilotos, o «Santa Claus», estaban capacitados para
activar una emisión de ondas gravitatorias (algo sólo intuido hoy
por los científicos civiles), que partía de la mencionada
«membrana» exterior, siendo proyectada, a voluntad, tanto en
distancia como en intensidad. El cinturón gravitatorio envolvía el
módulo como una invisible esfera o media naranja, según los
casos.
«Si Eliseo o el ordenador central hubieran
activado el “viento huracanado” —pensé—, la nave habría terminado
flotando en mitad del lago...»
Era elemental.
Las ondas gravitatorias habrían hecho de
«salvavidas».
Pero yo sabía que eso no había sucedido. La
«cuna» no retornó a la superficie del mar Muerto. El ingeniero pudo
haber activado la referida defensa, pero, lamentablemente, no fue
así...
Y volví a caer en el abatimiento.
¿Había muerto Eliseo? ¿Por qué no activó el
cinturón gravitatorio? ¿Por qué no permitió que el fiel «Santa
Claus» llevara a cabo la maniobra? Hubiera sido tan fácil...
Y las cábalas se sucedieron con idéntico y
frustrante resultado: no sabía nada...
Me repuse físicamente, sí, pero el corazón
siguió anegado por la tristeza y la incertidumbre.
No podía hacer nada por Eliseo...