Capítulo 14

Capítulo Decimocuarto

Donde el relato da un giro de 180 grados

El pobre Erast Petrovich, que no comprendía nada de lo que pasaba, dio unos pasos hacia delante.

—¡Alto! —gritó el chief con gesto irritado—. Y deje de empuñar ese revólver que no está ni cargado. ¡Si le hubiera echado un vistazo al tambor lo habría visto! ¡Nunca se debe ser tan confiado! ¡Sólo hay que confiar en uno mismo!

Brilling sacó de su bolsillo izquierdo una Gerstal idéntica a la otra y tiró al suelo la aún humeante Smith & Benson, justo a los pies de Fandorin.

—¿Ve?, mi revólver sí que está cargado hasta los topes. Pronto tendrá usted la oportunidad de comprobarlo —prosiguió febrilmente Ivan Frantzevich, enfureciéndose más y más con cada palabra que pronunciaba—. La pondré en la mano del malogrado Cunningham y así parecerá que se han matado el uno al otro en el transcurso del tiroteo. Le garantizo que tendrá un entierro con honores y unos desconsolados panegíricos. Sé la importancia que concede usted a esos detalles. ¡Y no me mire de esa manera, maldito mocoso!

Fandorin entendió con horror que el chief había perdido completamente el juicio y, en un desesperado intento por despertar aquel cerebro que se había perturbado de modo tan repentino, le gritó:

—¡Pero chief, si soy yo, Fandorin! ¡Ivan Frantzevich! ¡Señor consejero de Estado!

—Consejero de Estado en funciones —sonrió Brilling con gesto torvo—. Veo que no está usted muy al tanto de la vida administrativa. Nombrado por un decreto del zar promulgado el pasado siete de junio. Una recompensa por la exitosa operación de desarticulación de la organización terrorista Azazel. Ahora sí que puede darme el trato de «su excelencia».

La silueta oscura de Brilling parecía recortada con tijeras en el fondo de la ventana y luego pegada sobre un papel gris. Las ramas muertas del olmo situado a su espalda se extendían en todas direcciones, como una siniestra telaraña. Un pensamiento atravesó de pronto la mente de Fandorin: «Araña, araña venenosa. Has tejido tu telaraña y yo he caído en ella».

El rostro de Brilling se deformó morbosamente y Erast Petrovich comprendió que el chief había llegado al máximo de su excitación e iba a dispararle. De repente, y sin saber por qué, le asaltó una idea impulsiva que se deshizo al punto en una retahíla de pensamientos deshilvanados: «La Gerstal se desbloquea con el seguro; si no lo quitas, no podrás disparar; el seguro está muy tenso; sólo dispones de medio o quizá de un cuarto de segundo; no tendrás tiempo, no podrás…».

Erast Petrovich cerró los ojos y, con un aullido desgarrador, embistió hacia delante, apuntando con su cabeza a la barbilla del chief. No les separaban más de cinco pasos. Fandorin no oyó el capirotazo del seguro, pero un disparo retumbó en el techo y los dos —tanto Brilling como Erast Petrovich— salieron volando por encima del alféizar y desaparecieron por el hueco de la ventana.

Fandorin se golpeó el pecho contra el tronco del olmo seco y, rompiendo ramas y desollándose la cara, cayó hacia abajo con estrépito. Fue tan terrible el impacto contra el suelo, que le hubiera gustado perder el conocimiento, pero su impetuoso instinto de supervivencia no se lo permitió. Erast Petrovich se levantó a gatas, mirando a todas partes como un poseso.

No se veía al chief por ninguna parte, pero sí que divisó, abandonada junto al muro, la pequeña y negra Gerstal. Desde su encogida posición, Fandorin saltó como un felino hacia la pistola, la agarró y miró a todos lados.

Brilling había desaparecido.

Erast Petrovich sólo cayó en la cuenta de que debía mirar hacia arriba cuando escuchó un trabajoso estertor.

Allí estaba Ivan Frantzevich, colgando de manera absurda y antinatural por encima del suelo. Sus brillantes polainas se mecían convulsivamente justo encima de la cabeza de Fandorin. Por debajo de la cruz de Vladimir se distinguía una mancha purpúrea que comenzaba a extenderse por la camisa almidonada, y sobresalía de allí una rama quebrada y afilada que había traspasado de lado a lado el pecho del recién nombrado general. Pero lo que más espantaba era la mirada de sus claros ojos, que mantenía fija en Fandorin.

—¡Mierda!… —exclamó el chief de forma audible, haciendo unas muecas que no eran de dolor sino de asco—. ¡Mierda!… —Y luego, con una voz ronca y desconocida, susurró—: A-za-zel…

Fandorin sintió que un escalofrío intenso y prolongado le recorría el cuerpo. Brilling dio estertores durante medio minuto más y luego calló.

Tras la esquina, como si hubieran estado esperando aquel desenlace, resonó el golpeteo de unos cascos de caballo y un rechinar de ruedas. Era la calesa de los gendarmes, que llegaba al lugar de autos.

El general-edecán de campo Lavrentii Arkadevich Mizinov, jefe de la Tercera Sección y del Cuerpo de Gendarmes, se frotó los ojos enrojecidos por el cansancio. Las doradas charreteras de su uniforme de gala repiquetearon sordamente. En las últimas veinticuatro horas no había tenido tiempo ni para cambiarse de ropa; mucho menos de dormir. Un correo urgente le había sacado la noche anterior del baile que celebraba el gran duque Serguei Aleksandrovich en su onomástica. Y allí había comenzado todo…

El general lanzó una mirada hostil al joven que, sentado de perfil y mesándose el cabello, hundía una nariz llena de rasguños en los papeles que analizaba. Llevaba dos noches sin dormir, pero estaba fresco como un pepinillo de Yaroslav.

Y se comportaba como si se hubiera pasado toda la vida sentado en los altos despachos del gobierno. Pues que siguiera esmerándose. Pero ¡y Brilling! ¡Lo sucedido seguía sin caberle en la cabeza!

—¿Qué, Fandorin, tardará mucho? ¿O es que se ha distraído con otra de sus ideas? —le preguntó secamente el general, sintiendo que, tras la noche pasada en vela y el día agotador que le había seguido, ya era imposible que a él mismo le surgiera alguna idea más.

—Un minuto, su excelencia, un minuto —farfulló el mocoso—. Cinco notas más y acabo. Ya le advertí que la lista estaría cifrada, y se trata de una clave muy complicada. No he podido descifrar la mitad de las palabras y tampoco me acuerdo ya de todos los nombres que leí en el documento… ¡Ajá, éste es el director de Correos de Dinamarca, sí, el mismo! Bien, ¿y aquí qué tenemos? La primera letra no sé cuál puede ser: una crucecita. La segunda tampoco: otra crucecita. La tercera y la cuarta son dos emes. Después otra crucecita. Después «N». Después una «D» dudosa. Y las últimas dos letras están omitidas. Así que resulta «++MM+ND(¿) ++».

—¡Menudo disparate! —suspiró Lavrentii Arkadevich—. ¡Brilling lo habría descifrado todo en un abrir y cerrar de ojos! Entonces, ¿está seguro de que no fue un repentino ataque de locura? ¿No cabría la posibilidad de que…?

—Completamente seguro, su excelencia —repitió por enésima vez Erast Petrovich—. Además, le oí pronunciar con toda claridad: «Azazel»… ¡Un momento! ¡Ahora recuerdo! En la lista de la Beyetzkaya aparecía un commander. Supongo que se tratará de él.

Commander es un rango de las flotas de guerra británica y norteamericana —explicó el general—. En Rusia se correspondería con un capitán de segundo rango —añadió mientras se paseaba irritado por el despacho—. Azazel, Azazel, ¡cuántas amenazas más nos tendrá reservadas esa maldita Azazel! Porque, a fin de cuentas, aún no sabemos nada de ella en absoluto. ¡Las investigaciones de Brilling en Moscú no valen nada! ¡Puede que todo sean mentiras, pura ficción, un absurdo: los terroristas, el posible atentado contra el zarevich!… ¿Así que intentó borrar todas las pistas? ¡Colocándonos unos cuantos cadáveres! ¿O sacrificaría de verdad a algunos de esos idiotas nihilistas? Todo se lo ha llevado a la tumba, era un hombre muy capaz, muy capaz… Malditos sean, ¿cuándo nos informarán de los resultados del registro? ¡Llevan un día entero husmeando ahí!

Justo en ese momento la puerta se entreabrió lentamente y en el hueco apareció un hombre delgado y enjuto con unas gafas doradas.

—Su excelencia, el capitán de gendarmes Bielozerov.

—¡Diablos, por fin! ¡Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma! ¡Que pase!

Un maduro oficial de gendarmes, a quien Erast Petrovich ya había visto la noche anterior en la casa de Cunningham, entró en el despacho con los ojos entornados por el cansancio.

—Lo hemos encontrado, su excelencia —anunció suavemente—. Dividimos la casa y el jardín en una cuadrícula estrecha, cavamos allí y allá y lo escudriñamos todo sin ningún resultado. Ya habíamos perdido las esperanzas, cuando el sargento Eilenzon, un agente con un olfato policial magnífico, sugirió que golpeáramos las paredes del «esthernado». ¿Y qué cree usted que sucedió, Lavrentii Arkadevich? Pues que descubrimos una cámara oculta, una especie de laboratorio fotográfico. Dentro encontramos veinte cajas, en cada una de las cuales había doscientas fichas llenas de unos signos parecidos a los de la escritura jeroglífica, pero diferentes a los utilizados en la carta. He trasladado las cajas aquí y ahora toda la sección de Cifrado está trabajando en ellas. Acaban de empezar.

—¡Bravo, Bielozerov, bravo! —le alabó el general, ya de mejor humor—. Proponga una condecoración para ese policía del olfato. Bueno, vamos a ver al responsable de Cifrado. Fandorin, venga conmigo, seguro que a usted también le interesa. Luego terminará con eso, ya no tenemos tanta prisa.

Subieron dos pisos y comenzaron a recorrer rápidamente un interminable pasillo. Al doblar un recodo, un funcionario salió a su encuentro agitando desesperadamente los brazos.

—¡Una desgracia, su excelencia, una desgracia! ¡La tinta desaparece ante nuestros propios ojos y no sabemos por qué!

Mizinov echó a correr con una velocidad que resultaba impensable en un cuerpo tan pesado como el suyo. El canutillo de oro de su charretera comenzó a balancearse como las alas de una mariposa. Pero Bielozerov y Fandorin, adelantándose irrespetuosamente a su excelencia, fueron los primeros en cruzar las altas puertas blancas.

En aquella inmensa habitación, en la que había mesas por todas partes, reinaba un pánico de órdago. Una decena de funcionarios se afanaba sobre una pila de fichas blancas, agrupadas cuidadosamente sobre las mesas en unos pequeños montoncitos. Erast Petrovich cogió una de ellas y observó unos caracteres, muy similares a los de los jeroglíficos chinos, que ya apenas se distinguían. Los ideogramas se volatilizaban a ojos vista y, un segundo después, la tarjeta quedó completamente en blanco.

—¡Pero qué maleficio es éste! —exclamó acalorado el general—. ¿Algún tipo de tinta simpática?

—Temo que algo mucho peor, su excelencia —le respondió un civil con trazas de profesor, mirando al trasluz una de las tarjetas—. Capitán, ¿no dijo usted que la cartoteca estaba escondida en una especie de desván fotográfico?

—Así es —confirmó respetuosamente Bielozerov.

—¿Y recuerda qué tipo de iluminación tenía la habitación? ¿Quizá un farolillo rojo?

—Sí, exacto, un farolillo eléctrico de luz roja.

—Me lo imaginaba. ¡Ay, Lavrentii Arkdevich!, entonces la cartoteca se perderá sin remedio y resultará imposible recuperarla.

—¡¿Pero cómo?! —inquirió el general, echando humo por las orejas—. No puede ser, señor consejero colegiado, algo se le ocurrirá… Usted es un maestro en su oficio, una eminencia…

—Cierto, su excelencia, pero no soy ningún mago. Estas fichas fueron tratadas con una solución líquida especial para que sólo se pudiera trabajar con ellas bajo una iluminación rojiza. Ahora, la capa sobre la que estaban representados los signos se ha revelado. Muy hábil por su parte, hay que reconocerlo. La primera vez que me encuentro con algo semejante.

El general arqueó sus peludas cejas y se puso a resoplar con aire amenazador. En la habitación se hizo un silencio pesado: amenazaba tormenta. Pero el trueno no llegó a estallar.

—Venga conmigo, Fandorin —dijo el jefe de la Tercera Sección con voz apocada—. Tiene usted que acabar su trabajo.

Las dos últimas anotaciones en clave resultaron indescifrables: correspondían a las cartas recibidas el último día, el 30 de junio, que Fandorin no llegó a ver y, por tanto, tampoco pudo identificar. Era hora, pues, de sacar conclusiones.

Paseando de un lado a otro por el despacho, el fatigado general Mizinov comenzó a razonar en voz alta:

—Bien, recopilemos lo pocos datos de que disponemos. Existe una organización internacional, conocida con el nombre supuesto de Azazel, que, a juzgar por el número de tarjetas encontradas, y que ya nunca podremos estudiar, contaría exactamente con tres mil ochocientos cincuenta y cuatro afiliados. Ahora bien, sí poseemos algunos datos sobre cuarenta y siete de ellos o, para ser más exactos, sobre cuarenta y cinco, porque las dos últimas tarjetas no han podido ser descifradas. Sabemos algo, pero muy poco: tan sólo la nacionalidad y el puesto o cargo administrativo que ocupaban. En cambio, desconocemos sus nombres, edades y direcciones… ¿Algo más? Sí, los nombres de dos afiliados de la organización, muertos recientemente: Cunningham y Brilling. También sabemos que otro miembro de la organización, Amalia Beyetzkaya, se encuentra en Inglaterra. Eso si su amigo Zurov no la ha matado todavía, si no ha abandonado el país y si ella, efectivamente, se llama así… Azazel opera de una manera muy agresiva y es de suponer que no se dará por satisfecha con unas cuantas muertes. Evidentemente, persigue un objetivo global. ¿Pero cuál? No es una organización masónica, porque yo mismo soy miembro de una logia, precisamente un miembro destacado, no del montón, y… ¡Ejem!… Bueno, Fandorin, considere que no ha escuchado esto último.

Erast Petrovich bajó la vista con sumisión.

—Tampoco se trata de la Internacional Socialista —continuó Mizinov—, porque los señores comunistas no gastan un hilo tan fino. Además, Brilling de ninguna manera era un revolucionario. Esa posibilidad está terminantemente excluida porque, fueran cuales fueran esas actividades secretas suyas, es cierto que mi querido ayudante siempre se empleó en serio en la caza de los nihilistas. Una tarea en la que obtuvo, por cierto, muy buenos resultados. Entonces, ¿qué persigue verdaderamente Azazel? ¡Esa es la cuestión! ¡Pero es que no tenemos nada donde agarrarnos! Cunningham está muerto y Brilling también. Nicholas Croog es un simple ejecutor, un mero peón. El canalla de Piyov también está muerto. Todos los hilos de esa posible trama están cortados… —Lavrentii Arkadevich agitó los brazos con indignación—. ¡Nada, decididamente no comprendo nada! Conocía a Brilling desde hacía más de diez años. ¡Guie su carrera! ¡Descubrí su talento! Juzgue usted mismo, Fandorin. Cuando era gobernador general en Jarkov, promoví todo tipo de concursos entre los estudiantes y los alumnos de gimnasios de la ciudad para fomentar los sentimientos patrióticos de la joven generación y alentarla en la lucha por unas reformas útiles para nuestro país. Fue entonces cuando me presentaron a un muchacho delgado y algo desmañado, de la última promoción del gimnasio, que había escrito un trabajo muy sensato y apasionado titulado «El futuro de Rusia». Créame, por su biografía y su espíritu aquel joven parecía un auténtico Lomonosov. Sin familia ni parientes, huérfano de padre y madre, había terminado sus estudios sin tener un céntimo, aprobando directamente los exámenes de séptimo curso del gimnasio… ¡Un talento nato! Le acogí bajo mi protección, le concedí una beca y le matriculé en la Universidad de Petersburgo. Después le tomé a mi servicio en puestos administrativos y jamás tuve la más mínima queja sobre su trabajo. ¡Fue el mejor de mis colaboradores, mi hombre de confianza! ¡Su carrera era brillantísima, tenía todas las puertas abiertas! ¡Qué genio tan preclaro y paradójico, qué iniciativa, qué determinación! ¡Dios, si hasta pensaba en entregarle por esposa a mi propia hija! —exclamó el general, llevándose la mano a la frente.

Erast Petrovich mantuvo un silencio condescendiente y respetuoso con los sentimientos de su jefe y luego tosió educadamente.

—Su excelencia, he estado pensando sobre este asunto y… Cierto, disponemos de pocas pistas, pero algo sí que tenemos.

El general sacudió la cabeza, como ahuyentando aquellos recuerdos inútiles, y se sentó detrás de la mesa.

—Le escucho. Hable, Fandorin, hable. Nadie conoce este caso mejor que usted.

—Me refiero a lo siguiente… —Erast Petrovich miró de nuevo la lista y subrayó algo con lápiz—. Aquí hay cuarenta y cuatro personas. A dos ya las hemos descubierto. Y al consejero de Estado en activo, es decir, a Ivan Frantzevich, también lo hemos borrado de la lista. De los que restan, ocho son bastante fáciles de identificar. Juzgue usted mismo, su excelencia. ¿Cuántos jefes de su guardia personal puede tener el emperador del Brasil? O el número 47F, el director de departamento belga, enviado el once de junio y recibido el quince del mismo mes. La identificación de esa persona de ninguna manera puede resultar difícil. Y ya son dos. El tercero: número 549F, el vicealmirante de la flota francesa, enviado el quince de junio y recibido el diecisiete del mismo mes. El cuarto: número 1007F, el flamante baronet inglés, enviado el nueve de junio y recibido el diez. El quinto: número 694F, el ministro portugués, enviado el veintinueve de mayo y recibido el siete de junio.

—Sobre este último le puntualizo un detalle —le interrumpió el general, que le escuchaba con mucha atención—. En mayo hubo un cambio de gobierno en Portugal, así que todos los ministros del actual gabinete son nuevos.

—¿Sí? —preguntó, consternado, Erast Petrovich—. Bueno, entonces no son ocho sino siete. El quinto es el norteamericano: número 852F, vicepresidente de un comité del Senado, enviado el diez de junio y recibido el veintiocho del mismo mes. La Beyetzkaya lo anotó en mi presencia. El sexto: número 1042F, Turquía, el secretario personal del príncipe Abdulhamid, enviado el uno de junio y recibido el veinte.

Este último dato interesó especialmente a Lavrentii Arkadevich.

—¿Es cierto lo que dice? ¡Oh, esa información es de suma importancia! ¿Precisamente el uno de junio? Vaya, vaya. Sepa que el pasado treinta de mayo hubo un golpe de Estado en Turquía. El sultán Abdulaziz fue defenestrado y el nuevo hombre fuerte, el pachá Midhat, elevó al trono a Murad V. ¿Y al día siguiente va y nombra un nuevo secretario para Abdulhamid, el hermano pequeño de Murad? Cuánta prisa, ¿no? Es un dato muy relevante. ¿No significará eso que el pachá Midhat está organizando otro plan para librarse ahora de Murad y sentar en el trono a Abdulhamid? ¡Vaya, vaya!… Bueno, olvídelo, Fandorin, eso no es asunto suyo. Identificaremos a ese secretario en un periquete. Hoy mismo telegrafiaré a Nikolai Pavlovich Gnatiev, nuestro embajador en Constantinopla. Somos antiguos amigos. Siga usted.

—Y, por último, el séptimo: número 1508F, Suiza, el prefecto de la Policía Cantonal, enviado el veinticinco de mayo y recibido el uno de junio. La identificación de los demás resultará mucho más difícil y, en algunos casos, supongo, será del todo imposible. Pero si desenmascaramos al menos a esos siete y los ponemos bajo estrecha vigilancia…

—Deme esa lista —alargó la mano el general—. Ordenaré que envíen mensajes cifrados a las embajadas pertinentes de forma inmediata. Resulta obvio que deberemos cooperar con los servicios secretos de todos esos países. A excepción de Turquía, quizá, donde tenemos nuestra propia red de informadores, muy efectiva por cierto… ¿Sabe, Erast Petrovich?, he sido muy brusco con usted, pero no se ofenda por eso… Valoro la importancia de su colaboración y todo lo demás…, pero es que estoy muy afectado… por Brilling… Usted se hará cargo…

—Le comprendo, su excelencia. En cierto sentido, estoy tan afectado como usted…

—Perfecto. Bien, usted trabajará a mis órdenes. Debemos desenmascarar a Azazel. Formaré un grupo especial de investigación y escogeré para él a las personas más experimentadas. Tenemos que librarnos de esa organización a toda costa.

—Su excelencia, ¿qué le parece si fuera a Moscú?…

—¿Para qué?

—Para entrevistarme con lady Esther. Siendo como es una persona más celestial que terrenal —Fandorin sonrió—, no creo que estuviera informada de las verdaderas actividades de Cunningham. Pero ella conocía a ese hombre desde su infancia y, sin duda, podría aportarnos alguna valiosa información. ¿Qué le parece si accediéramos a ella por vía extraoficial, sin utilizar a la gendarmería? Tengo la fortuna de conocer personalmente a milady, así que no se alarmará con mi visita. Además, domino el inglés. ¿Y si tuviéramos suerte y descubriéramos una nueva pista? Quizá podamos llegar a algún sitio rastreando el pasado del desaparecido Cunningham.

—De eso se trata. Bien, vaya usted, pero le concedo un solo día, ni uno más. Y ahora márchese a dormir. Mi edecán le asignará un apartamento. Mañana viajará a Moscú en el expreso de la noche. Si hay suerte, quizá para entonces recibamos las primeras respuestas cifradas de nuestras embajadas. El veintiocho por la mañana estará usted en Moscú, se entrevistará con lady Esther y por la noche hágame el favor de regresar. Preséntese ante mí con su informe en el acto. A la hora que sea, ¿está claro?

—Clarísimo, su excelencia.

En el pasillo del vagón de primera clase del expreso San Petersburgo-Moscú, un arrogante señor ya entrado en años, con unos bigotes y unas guías realmente envidiables y un alfiler de brillantes en la corbata, fumaba un puro mientras miraba con indisimulada curiosidad la puerta cerrada del compartimento número uno.

—¡Eh, querido! —exclamó, señalando con un dedo regordete al interventor que, justo en aquel momento, aparecía por allí.

Éste se acercó con rapidez al majestuoso pasajero y se inclinó respetuosamente:

—¡Dígame, señor!

El caballero cogió elegantemente el cuello del uniforme del interventor con dos dedos y le preguntó en voz muy baja:

—¿Quién es ese muchacho que va en primera clase? ¿Lo conoces? Es tan joven…

—He sido el primero en sorprenderme —le contestó el funcionario en un susurro—. Todos sabemos que la primera clase se reserva especialmente para las personas importantes. Ni siquiera todos los generales pueden entrar aquí, sólo los que viajan por un asunto gubernamental crucial y urgente.

—Ya lo sé —dijo el caballero, soltando una bocanada de humo—. Yo también viajé una vez de esa manera, en una inspección secreta que hice a Novorossia. Pero ese viajero es demasiado joven. ¿No será hijo de algún alto cargo del gobierno? ¿Un representante de eso que llaman la «juventud dorada»?

—No, no puede ser. Los hijos de sus excelencias tampoco están autorizados a viajar en primera. Hay instrucciones muy severas al respecto. La única excepción son los hijos de los grandes duques. Si le digo la verdad, el muchacho me ha llamado la atención desde el principio, y por eso —el interventor bajó aún más la voz y susurró, con aire confidencial— me he permitido echar una miradita a la lista de viaje del jefe de tren.

—Pues ¡dígame! —pidió el intrigado caballero, metiendo prisas al hombre.

Saboreando una cercana y sustanciosa propina, el funcionario se llevó un dedo a los labios:

—De la Tercera Sección. Instructor para asuntos especialmente importantes.

—¡Ah, «especialmente»! Ya comprendo. A los que son instructores de asuntos sólo «importantes» no se les reserva billete en primera clase. —Y el caballero hizo una pausa significativa—. ¿Y de quién se trata?

—Desde que se encerró con llave en su compartimento no ha salido una sola vez. En dos ocasiones le he ofrecido té, pero no me ha hecho ni caso. Está trabajando en unos documentos y ni siquiera levanta la cabeza de los papeles. ¿Recuerda que la salida de Petersburgo se retrasó veinticinco minutos? Pues fue por su culpa. Tuvimos que esperar a que llegara.

—¡Vaya! —exclamó el pasajero con admiración—. ¡Resulta inaudito!

—Ocurre a veces, aunque la verdad es que muy raramente.

—¿Y no aparece su apellido en esa lista de viaje?

—No. Ni el apellido ni el cargo.

* * *

Erast Petrovich leía y leía, poniendo toda su atención en los parcos párrafos de aquel informe. Pero mientras lo hacía se mesaba nerviosamente los cabellos y un nudo de incompresible angustia le atenazaba la garganta.

Poco antes de que saliera hacia la estación del ferrocarril, el edecán de Mizinov se presentó en el apartamento gubernamental donde Fandorin había dormido un día entero, sumido en un profundo sueño, y le ordenó esperar porque acababan de llegar los tres primeros despachos de las embajadas. Los estaban descifrando y enseguida se los enviarían. Tuvo que aguardar casi una hora. Erast Petrovich temía perder el tren, pero el edecán le había tranquilizado sobre esa contingencia, asegurándole que se le esperaría.

Nada más entrar en el enorme compartimento que le habían reservado, tapizado por entero en terciopelo verde, con un escritorio, un cómodo diván y dos sillas de madera de nogal con las patas atornilladas al suelo, Fandorin abrió el paquete que le habían entregado y se sumió en su lectura.

Se habían recibido tres despachos, enviados desde Washington, París y Constantinopla. El encabezamiento de los tres era idéntico: «Urgente. Para su excelencia Lavrentii Arkadevich Mizinov, en respuesta a su telegrama del 26 de junio de 1876, con número de salida 13476-8Y». Firmaban los informes los ministros plenipotenciarios en persona. Y ahí se acababan las similitudes entre ellos. Los textos decían así:

27 de junio (9 de julio) de 1876, 12.15, Washington.

La persona por la que se interesa, John Pratt Dobbs, fue nombrado vicepresidente del Comité del Senado para Asuntos Presupuestarios el 9 de junio de este año. Es un hombre muy conocido en Norteamérica, un millonario de esos que llaman aquí self-made man. Edad: 44 años. No se poseen datos sobre su infancia, lugar de nacimiento ni procedencia. Cuentan que se enriqueció en los años de la fiebre del oro en California. Se le tiene por genio empresarial. Durante la guerra civil entre el Norte y el Sur fue consejero del presidente Lincoln para asuntos financieros. Algunos opinan que fueron precisamente los esfuerzos de Dobbs, y no la valentía de los generales federales, los que hicieron que el Norte capitalista consiguiera la victoria sobre el Sur conservador. En 1872 fue elegido senador por el Estado de Pensilvania. Fuentes bien informadas aseguran que Dobbs está propuesto para ministro de Finanzas.

9 de julio (27 de junio) de 1876, 16.45, París.

Gracias a nuestra agente Cocó, a la que usted también conoce, se ha logrado averiguar a través del Ministerio de la Guerra que Jean Intrepide, nombrado recientemente comandante de la flota de Siam, fue ascendido el pasado 15 de junio al grado de vicealmirante. Hace veinte años, en alta mar, cerca de la isla Tortuga, una fragata francesa avistó una chalupa a la deriva con un muchacho a bordo, quien, al parecer, había logrado salvarse del naufragio de su buque. A causa de la conmoción, el adolescente había perdido por completo la memoria y no podía recordar su nombre, ni tampoco su nacionalidad. Al enrolarse como grumete, recibió el apellido de la fragata que le había encontrado y salvado de una muerte segura. Hizo una carrera brillantísima. Participó en multitud de guerras y expediciones coloniales. Se distinguió especialmente durante la guerra de México. Jean Intrepide causó una gran sensación en París el año pasado al casarse con la hija mayor del duque de Roganne. En un próximo informe le enviaré más detalles sobre la hoja de servicios de esta persona por la que usted tanto se interesa.

* * *

27 de junio de 1876, 14.00, Constantinopla.

Querido Lavrentii, te confieso que tu petición me sorprendió enormemente, porque el efendi Anwar, por el que muestras un interés tan urgente, se encuentra sometido en los últimos tiempos a mi más intensa vigilancia. Según los datos que obran en mi poder; este personaje, favorito del pachá Midhat y Abdulhamid, es una de las figuras centrales del complot que en estos momentos está madurando en palacio. Se espera un pronto derrocamiento del actual sultán y la consiguiente coronación de Abdulhamid. De producirse esto, el efendi Anwar se convertiría en una figura de influencia extraordinaria. Se trata de un individuo muy inteligente, educado a la europea y que domina una gran cantidad de lenguas, tanto orientales como occidentales. Por desgracia, no poseemos información detallada sobre su vida. Se sabe, eso sí, que no tiene más de 35 años de edad y que nació en algún lugar de Serbia o de Bosnia. Su origen es oscuro y no tiene parientes conocidos. Un hecho éste que resulta muy prometedor para Turquía si, llegado el momento, fuese nombrado visir de este país. ¡Imagínate a un visir sin una horda de parientes ambiciosos! Casos así resultan aquí de una rareza excepcional. Anwar es la mano derecha del pachá Midhat y un miembro muy activo del partido Los Nuevos Otomanos… ¿He saciado tu curiosidad? Si es así, satisface tú ahora la mía. ¿Por qué te interesas tanto por mi efendi Anwar, justo en este momento? ¿Qué sabes de él? Contéstame cuanto antes, porque tus datos pueden resultarnos de suma utilidad.

Tras releer por enésima vez estos informes, Erast Petrovich subrayó en el primero el párrafo siguiente: «No se poseen datos sobre su infancia, lugar de nacimiento ni procedencia». En el segundo informe subrayó: «No podía recordar su nombre, ni tampoco su nacionalidad». Y en el tercero: «Su origen es oscuro y no tiene parientes conocidos». Había algo siniestro en todo aquello. ¡Parecía que los tres individuos habían surgido de ninguna parte! Como si, en un momento determinado y por arte de birlibirloque, los tres hubieran emergido de la nada y comenzado a trepar hacia lo más alto de la escala social con una tenacidad verdaderamente inhumana. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Miembros de una secta secreta? ¡Ay!, ¿y si no fueran seres humanos, sino seres llegados de otro mundo? Por ejemplo, ¿mensajeros del planeta Marte? O incluso algo peor, ¿engendros creados por brujería? A Fandorin se le erizaron los cabellos al recordar su encuentro nocturno con el «espectro de Amalia». Porque, y ahora caía en la cuenta, el origen de aquella individua, es decir, de la Beyetzkaya, también era desconocido. Por si fuera poco, también estaba por medio aquel conjuro demoníaco: «Azazel». ¡Ay, allí había algo que olía a azufre!…

En ese instante, alguien llamó a la puerta con mucha delicadeza, y Erast Petrovich pegó un respingo. Se llevó la mano a la pistolera que tenía oculta a la espalda, hasta rozar la empuñadura acanalada de la Gerstal.

Por la abertura de la puerta apareció el amable rostro del interventor.

—Estamos llegando a una estación. ¿No le gustaría a su señoría desentumecer las piernas? La estación dispone de cantina.

Erast Petrovich hinchó el pecho ante el tratamiento de «señoría» y se miró de reojo en el espejo. ¿Realmente podían tomarlo por un general?… No le pareció mal la posibilidad de estirar las piernas y pasear por el andén. Una nebulosa idea le daba vueltas en la cabeza desde hacía un buen rato, pero se le escabullía siempre sin tomar forma, sin entregarse. Sin embargo, aún no había perdido la esperanza de apresarla y pensaba: «Busca, sigue escarbando».

—Quizá lo haga. ¿Cuánto tiempo estaremos detenidos?

—Veinte minutos, pero usted no se preocupe y pasee a gusto. —El interventor soltó una carcajada—. El tren no continuará el viaje sin usted.

Erast Petrovich bajó por la escalerilla del tren al andén, que estaba bañado por el resplandor de las farolas de la estación. Algunos pasajeros que habían decidido descabezar un sueño habían apagado ya la luz en varios compartimientos. Fandorin estiró el cuerpo suavemente y se colocó los brazos a la espalda, disponiéndose a realizar un ejercicio gimnástico ligero que le ayudara a recuperar la agilidad mental. Pero en ese preciso momento, y de su mismo vagón, se apeó un señor de buena presencia, con bigotes y sombrero de copa, que después de dirigirle una mirada llena de curiosidad, se volvió para tender la mano a la joven que le acompañaba. Al ver el fresco y encantador rostro de la joven, Erast Petrovich se quedó como alelado, y la muchacha, con el semblante alegre, exclamó en voz alta:

—¡Pero papá, si es él, el señor de la policía! ¿No recuerdas que te hablé de él? ¡Sí, el que nos interrogó a Fraulein Pful y a mí!

La palabra «interrogó» fue pronunciada con sincera satisfacción y sus claros ojos grises miraron a Fandorin con un interés no disimulado. Había que reconocer que los vertiginosos acontecimientos de las últimas semanas habían amortiguado la impresión que le había causado aquella muchacha, a quien Erast Petrovich llamaba para sí «Lizanka» y, a veces, en los minutos de especial ensoñación, «mi tierno ángel». Al contemplar de nuevo a aquel ser querido, el fuego que había incendiado en su día el corazón del pobre funcionario, flameó de nuevo con un calor tan intenso, que hasta los pulmones parecieron quemársele entre ardientes pavesas.

—Bueno, en realidad no soy de la policía —musitó Erast Petrovich, confundido y con el rostro encendido—. Me apellido Fandorin, funcionario para misiones especiales ante…

—Lo sé todo, je vous le dis tout cru —le interrumpió el bigotudo con cierto secreto, mientras el brillante de su corbata centelleaba—. Un asunto de Estado, no tiene por qué entrar en detalles. Entre nous sois dit, también yo, en el ejercicio de mis funciones, me hallé en situaciones semejantes a ésta en la que se encuentra usted. Así que me hago cargo perfectamente. —Y, levantando ligeramente su sombrero de copa, continuó—: Sin embargo, permítame presentarme. Aleksander Apollodorovich von Evert-Kolokoltsev, consejero en activo, presidente del Juzgado Provincial de Moscú. Mi hija Liza.

—Llámeme mejor «Lizzi», es más sencillo. No me gusta el nombre de «Liza», suena casi lo mismo que «tiza» —le pidió la joven dama. A continuación, admitió con encantadora ingenuidad—: Me he acordado muchas veces de usted. ¿Sabe?, le gustó usted mucho a Emma. Y también recuerdo su nombre y su patronímico: Erast Petrovich. «Erast», qué nombre tan bonito.

A Fandorin le pareció que dormía y tenía un sueño maravilloso. Debía evitar cualquier movimiento brusco, porque si lo hacía, Dios no lo quisiera, se despertaría.