Capítulo 9
Capítulo Noveno
Donde a la carrera de Fandorin se le abren fabulosas perspectivas
—Y éste es Momo, es decir, el loco —aclaró Ippolit, regodeándose en la frase—. Ah, pero llega tarde. ¿Qué, beberá algo de champaña para infundirse valor o prefiere salir inmediatamente al patio?
Erast Petrovich permanecía sentado con la cara muy roja. Le ahogaba la rabia, pero no contra el conde sino contra sí mismo, por ser tan idiota. Un tonto como él no merecía vivir.
—Prefiero hacerlo ahora, aquí mismo —masculló en un arranque de furor, decidiendo que al menos le ensuciaría la casa a su anfitrión—. Y que ese criado suyo tan hábil friegue luego el suelo. En cuanto al champaña, permítame rechazarlo, me da dolor de cabeza.
Y, con la misma gravedad, intentando no pensar en nada, Fandorin cogió el pesado revólver, levantó el percutor y, tras dudar un segundo en qué sitio sería mejor pegarse el tiro —aunque eso poco importaba—, se metió el cañón en la boca y, contando mentalmente «tres, dos, uno», apretó el gatillo con tanta fuerza que se aplastó la lengua con el cañón del arma. Pero ésta no se disparó, tan sólo se oyó un chasquido seco. Sin comprender muy bien lo que pasaba, Erast Petrovich apretó otra vez el gatillo, y de nuevo se oyó el chasquido, sólo que en esta ocasión el cañón le rechinó en los dientes.
—¡Bueno, basta, ya es suficiente! —dijo Zurov, que le quitó la pistola de las manos y le palmeó la espalda con fuerza—. ¡Qué chico tan valiente! ¡Ha apretado el gatillo sin tomar siquiera un trago para infundirse ánimos, sin la menor histeria! Qué excelente generación es ésta que nos viene pisando los talones, ¿eh, señores? ¡Jean, sirve champaña a nuestros invitados! ¡Fandorin y yo brindaremos con nuestras copas en señal de amistad!
Embargado por una extraña abulia, Erast Petrovich le hizo caso. Bebió con indolencia el líquido burbujeante hasta apurar la copa y, con la misma apatía, se besó con el conde, quien le pidió que a partir de entonces le llamara simplemente Ippolit. Los presentes gritaban y reían alborozados, pero sus voces llegaban a Fandorin de una manera un poco confusa. El gas del champaña le hacía cosquillas en la nariz y se le saltaron las lágrimas.
—¡Vaya con Jean! —rio el conde a carcajadas—. No ha necesitado más que un minuto para suprimir todas las asperezas. Menudas mañas se gasta, ¿eh, Fandorin?
—Sí, es un verdadero talento —convino Erast Petrovich con displicencia.
—¡Bueno, bueno! ¿Y tú cómo te llamas?
—Erast.
—Ven conmigo, Erast de Rotterdam, acompáñame a mi despacho a brindar con coñac. ¡Ya estoy harto de ver a estos jetas de aquí!
—Erasmo —corrigió mecánicamente Fandorin.
—¿Cómo, qué dices?
—Que no es Erast, sino Erasmo.
—¡Ah, perdona! No lo había oído bien. ¡Venga, vamos, Erasm!
Fandorin, obediente, se levantó y siguió a su anfitrión. Tras recorrer un largo pasillo que dejaba a los lados varias habitaciones, llegaron por fin a un despacho de planta circular. Allí reinaba un caos enorme: chibuquíes, pipas de fumar y alguna que otra botella vacía tirada en el suelo; unas espuelas de plata enseñoreándose de la mesa, y, en un rincón, una elegante silla de montar inglesa, arrumbada allí por alguna razón inexplicable. Erast Petrovich no comprendía por qué motivo el conde había bautizado aquel cuarto con el nombre de «despacho», puesto que por allí no se veía ningún libro ni pertenencia personal relacionada con la escritura.
—Bonita silla de montar, ¿eh? —alardeó Zurov—. La gané ayer en una apuesta.
Llenó las copas con un vino de color castaño, escanciando directamente de una panzuda botella. Luego se sentó al lado de Fandorin y, con voz muy seria, íntima incluso, comenzó a perorar:
—¡Oye, perdóname por la broma que te he gastado! Me aburro, Erasm. Siempre hay mucha gente a mi alrededor, pero ningún hombre de verdad. Tengo veintiocho años, Fandorin, pero me pesan como sesenta. Sobre todo por las mañanas, al despertarme. Las tardes y las noches, bueno, se pueden soportar más o menos: monto un poco de ruido, hago algunas calaveradas. Pero la verdad es que me siento asqueado. Antes no me pasaba, pero ahora todo me resulta cada vez más desagradable. ¿Me creerías si te dijera que hace un rato, cuando sacábamos las cartas, pensé de pronto que estaría bien eso de pegarme un tiro de verdad? Aunque así, entiendes, ha sido más emocionante… ¿Por qué sigues tan callado? Olvídalo, Fandorin, no sigas enfadado conmigo. No sabes cuánto me gustaría que dejaras de guardarme rencor. ¿Qué puedo hacer para que me perdones, eh, Erasm?
Erast Petrovich, con una voz estropajosa pero perfectamente nítida, le espetó al instante:
—Háblame de ella. De la Beyetzkaya.
Zurov se apartó de la frente un mechón de pelo.
—¡Ah, sí, me había olvidado! ¡Tú también formas parte de la cola del vestido!
—¿De qué, dices?
—Bueno, así es como lo llamo yo. Amalia es una auténtica reina, ya sabes, y siempre necesita tener una buena cola. De hombres, me refiero. Cuanto más larga, mejor. Deseo darte un buen consejo: quítatela de la cabeza si no quieres perderte. Olvídate de ella.
—No puedo —respondió honestamente Erast Petrovich.
—Todavía eres un niño de pecho y Amalia es muy capaz de llevarte a la fosa, como ya ha hecho con tantos. Quizá por eso se haya encaprichado de mí, porque no me dejo arrastrar. Y es que yo no necesito a nadie para cavarme mi propia sepultura. Seguro que no sería tan profunda como la de ella, pero no importa, bastaría para mí.
—¿Tú la amas? —preguntó abiertamente Erast Petrovich con el derecho de una persona ofendida.
—Más bien le tengo miedo —sonrió, lúgubremente, Ippolit—. La temo más que la quiero. Además, no creo que a eso se le pueda llamar amor. ¿Has fumado opio alguna vez?
Fandorin negó con la cabeza.
—Si lo pruebas, ya nunca lo sueltas. Pues ella es como el opio. ¡No me suelta! Sé que me desprecia, que me tiene por poca cosa, pero también sé que ha visto algo en mí. ¡Para mi desgracia! ¿Sabes?, me alegro de que se haya ido. ¡Con Dios y muy buenas! A veces he llegado a pensar en matar a esa bruja. Sería capaz de ahogarla con mis propias manos, así dejaría de mortificarme. Y ella lo sabe perfectamente, porque ¡hermano mío, Amalia es muy lista! Quizá por eso me quiera: porque sabe que juega con fuego; ahora lo apago, ahora lo enciendo. Y siempre tiene muy presente que si el fuego se convierte en un incendio, ella también perderá la cabeza. ¿Si no, qué otra cosa podría querer de mí?
Erast Petrovich pensó con envidia que el hermoso Ippolit, aquel loco temerario, tenía muchas cosas que interesaban a las mujeres sin necesidad de ningún incendio. Estaba seguro de que a un hombre como él nunca le faltaría la compañía femenina. ¿Por qué poseerían ese don los hombres calavera? Pero esa reflexión no tenía nada que ver con sus pesquisas. Su deber consistía ahora en hacer preguntas que ayudaran a resolver el caso.
—¿Quién es ella realmente? ¿De dónde viene?
—No tengo ni idea. No le gusta dar explicaciones. Sólo sé que creció en algún lugar del extranjero. En Suiza, creo, en un internado, o algo parecido.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Erast Petrovich sin hacerse demasiadas ilusiones.
Pero Zurov tardó bastante en responder, y a Fandorin se le heló la sangre aguardando.
—¿Tan atrapado te tiene? —se interesó hoscamente el conde, y una mueca, pasajera y hostil, descompuso su bello y caprichoso rostro.
—¡Sí!
—Está claro, la mariposa que se siente atraída por la luz de la vela no puede evitar quemarse…
Ippolit comenzó a buscar algo en la mesa, entre barajas de cartas, pañuelos arrugados y facturas de tiendas.
—¿Dónde se habrá metido, demonios? ¡Ah, ya recuerdo!… —Abrió un cofrecito japonés barnizado que presentaba una mariposa nacarada en la tapa—. Toma. Llegó por correo.
Con manos temblorosas, Erast Petrovich cogió un sobre estrecho, donde con trazo oblicuo e impetuoso aparecía escrito: «Para su excelencia el conde Ippolit Zurov, callejón Jakov-Apostolsky, residencia privada». A juzgar por el matasellos, la carta había sido enviada el 16 de mayo, el mismo día de la desaparición de la Beyetzkaya.
En su interior había una nota, corta y sin firma, escrita en francés:
Me veo obligada a partir sin despedirme de ti. Escríbeme a Londres, Gray Street, hotel Winter Queen, a la atención de la señorita Olsen. Espero noticias. Y no te atrevas a olvidarme.
—¡Ya lo creo que me atreveré! —aseguró Ippolit en un tono ardiente y amenazador que se desvaneció de inmediato—. Al menos, por intentarlo que no quede… Puedes llevártela, Erasm. Haz con ella lo que quieras… Pero ¿adónde vas?
—Me marcho —contestó Fandorin, guardándose el sobre en el bolsillo—. Tengo prisa.
—Como desees. —El conde movió compasivamente la cabeza—. Adelante, vuela hacia el fuego. Es tu vida, no la mía.
Una vez en el patio, Jean alcanzó a Erast Petrovich con un paquetito en la mano.
—Tome, señor, se lo olvidaba.
—¿Qué es? —le miró enfadado un Fandorin con prisas.
—¿Bromea? Son sus ganancias. Su excelencia me ordenó que le alcanzara sin falta y se lo entregara.
Erast Petrovich tenía un sueño muy extraño.
Estaba sentado ante su pupitre, en la clase de su gimnasio provincial. A menudo le asaltaban sueños inquietantes y desagradables como aquél. Todavía era un estudiante «navegando a merced de la tormenta», delante de la pizarra, en la clase de física o de álgebra. Pero esta vez no se trataba de un simple sueño melancólico, sino de algo verdaderamente espantoso. Fandorin no podía comprender la causa del miedo que le atenazaba. Porque ahora no estaba de pie, junto a la pizarra, sino sentado a su pupitre y rodeado por sus compañeros de curso: Ivan Frantzevich; Ajtirtzev; un joven agraciado de frente alta y pálida, ojos castaños y mirada insolente (Erast Petrovich reconoció en él a Kokorin); otros dos estudiantes con sus mandiles blancos, y alguien más, que estaba vuelto de espaldas. Fandorin temía a este último y procuraba no mirarle. En cambio, volvía continuamente la cabeza para ver a las dos muchachas que también se encontraban en el aula: una era morena y la otra rubia. Estaban sentadas a sus pupitres, con sus delicadas manos colocadas modosamente hacia delante. Una de las jóvenes era Amalia, y la otra, Lizanka. La primera le observaba con sus ojitos negros y ardientes, y le sacaba la lengua, mientras la segunda le sonreía con timidez, entornando sus sedosas pestañas.
Erast Petrovich advirtió de pronto que la persona que estaba de pie, junto a la pizarra, era lady Esther, y al instante lo comprendió todo: era aquel nuevo método pedagógico inglés que permitía a los chicos y a las chicas estudiar juntos.
Y estaba muy bien. Pero lady Esther, como si hubiera leído sus pensamientos, sonrió sombríamente y dijo: «No, esto no es un curso mixto, sino una clase de huérfanos. Todos ustedes son huérfanos y mi obligación es conducirlos por el buen camino». «Perdone, señorita —intervino Fandorin, sorprendido—, pero a mí me consta que Lizanka no es huérfana, sino la hija de un consejero en activo». «¡Ah, my sweet boy! —sonrió la dama, con una expresión aún más afligida—. Cierto, pero es una víctima inocente, y eso es lo mismo que quedarse huérfano». Fue entonces cuando aquel alumno terrorífico, el que se sentaba más adelante y le daba la espalda, se volvió poco a poco y, mirándole fijamente a los ojos, le susurró: «Me llamo Azazel y yo también soy huérfano. —Le guiñó los ojos con complicidad y, ya completamente desatado, continuó, ahora con la voz de Ivan Frantzevich—: Por eso, mi joven amigo, me veo obligado a matarle, muy a mi pesar… ¡Eh, Fandorin, no se quede ahí sentado como un bobo! ¡Fandorin!».
—¡Fandorin! —alguien zarandeó por el hombro a Erast Petrovich, que seguía sumido en aquella torturadora pesadilla—. ¡Despierte, que ya es de día!
Erast se sobresaltó, dio un respingo y giró la cabeza. Sí, se había quedado dormido en el despacho del chief, en la silla y apoyando la cabeza sobre la mesa, completamente rendido. Las cortinas estaban descorridas y una radiante luz matutina entraba a raudales por la ventana. De pie, a su lado, se hallaba Ivan Frantzevich, que por alguna razón iba vestido como un pequeño burgués: gorra con visera de tela, caftán fruncido y unas botas de fuelle, por cierto, completamente manchadas de barro.
—¿Qué, no ha podido esperarme y se ha dormido como un ceporro? —preguntó alegremente el chief—. Perdóneme el disfraz, pero tuve que ausentarme repentinamente por un asunto impostergable. Venga, lávese un poco y reaccione de una vez. ¡Rápido!
Camino del lavabo, Fandorin comenzó a recordar los sucesos de la noche anterior y cómo, tras abandonar apresuradamente la casa de Ippolit, brincó a una calesa y ordenó al somnoliento cochero que le condujera a la calle Miasnitzkaya. Estaba impaciente por comunicarle al chief el éxito obtenido, pero no encontró a Brilling en su despacho. Hizo una gestión urgente y luego se sentó a esperar en la oficina. Pero poco a poco, sin apenas advertirlo, se quedó completamente dormido.
Cuando regresó al despacho, Ivan Frantzevich ya se había cambiado de ropa: ahora vestía un traje claro y bebía un té con limón. Otro vaso humeaba en un portavasos de plata frente a él, y a su lado, también sobre la mesa, había una fuente con rosquillas y unos bollitos de pan.
—Desayunemos mientras hablamos —propuso el chief. Ya estoy al tanto de sus aventuras de anoche, pero tengo algunas preguntas que formularle.
—¿Quién le ha informado? —preguntó compungido Erast Petrovich, que ya se había hecho la agradable idea de contárselo todo, omitiendo, eso sí, algunos detalles.
—Había otro de mis hombres en la casa de Zurov. He vuelto hace más de una hora, pero me dio pena despertarle, o sea, que me he sentado a leer el informe del otro agente. Una lectura verdaderamente entretenida. Tanto, que ni me he acordado de cambiarme de ropa.
A continuación, golpeó con la mano unas hojas rellenas con letra menuda.
—Es un oficial muy sensato, pero redacta con un estilo terriblemente florido. Se tiene por un talento literario; escribe en los periódicos con el pseudónimo de «Máximus Perspicaz» y sueña con hacer carrera de censor. Escuche esto, verá qué interesante. Vamos a ver, ¿dónde está?… ¡Ah, aquí!
Descripción del objetivo. Nombre: Erasm von Dorn o von Doren (oído al vuelo). Edad: no más de veinte años. Descripción física: altura, 1,77 metros; constitución corporal, delgada; cabello, liso y moreno; sin barba ni bigote, y tampoco parece que se los haya afeitado; ojos de color azul muy vivo, demasiado próximos a la nariz, algo oblicuos en los vértices; la piel, blanca y limpia; la nariz, fina y proporcionada; las orejas, pequeñas, bien pegadas atrás, con los lóbulos cortos. Un detalle característico: tiene las mejillas siempre ruborizadas. Impresiones personales: un típico representante de nuestra depravada y licenciosa, excelsa joven generación, con un instinto poco común en un novato como él. Después de los acontecimientos ya mencionados, se retiró en compañía del jugador al despacho de este último. La entrevista duró veintidós minutos. Hablaron en tono calmo, con algunas pausas. Detrás de la puerta resultaba casi imposible escuchar nada, pero pude distinguir claramente la palabra «opio» y, después, algo más referente a un «fuego». Consideré absolutamente necesario someter a seguimiento a Von Doren, pero éste, al parecer, advirtió mi presencia y, con gran habilidad, supo desembarazarse de mí tomando una calesa. Propongo que…
—El resto carece de interés —dijo el chief mirando con curiosidad a Erast Petrovich—. Bueno, dígame, ¿de qué opio hablaron allí? Ande, no me torture más, estoy en ascuas…
Fandorin resumió brevemente lo tratado en la entrevista con Ippolit y después le mostró la nota manuscrita. Brilling le escuchó concentrado y con suma atención, le hizo algunas preguntas esclarecedoras y luego permaneció en silencio, de pie junto a la ventana. Calló un buen rato, un minuto más o menos. Erast Petrovich aguardó sentado, también en silencio, temiendo interrumpir el razonamiento mental de su chief pese a que tenía algunas observaciones que hacer.
—Estoy muy satisfecho de usted, Fandorin —manifestó al fin el chief abandonando su ensimismamiento—. Ha demostrado una eficacia impresionante. Veamos, en primer lugar, está claro que Zurov no tiene relación alguna con el crimen y que tampoco ha sospechado lo más mínimo de su verdadera identidad. De otra manera, ¿cree que le habría facilitado la dirección de Amalia? Eso, por tanto, nos permite desechar completamente nuestra tercera hipótesis. En segundo lugar, ha dado usted pasos de gigante en la versión relativa a la Beyetzkaya. Ahora ya sabemos dónde encontrar a nuestra dama. ¡Bravo! Pondré a trabajar a todos los agentes que han quedado libres, incluido usted mismo, en la investigación de la cuarta teoría, que ahora sí parece la más importante. —Y apuntó con un dedo en dirección a la pizarra, allí donde, rodeadas por un círculo, las iniciales «ON» destacaban con el blanco de la tiza.
—Pero ¿qué dice? —preguntó, inquieto, Fandorin—. Chief, si me permite…
—Esta noche he seguido una pista muy interesante que me ha llevado a una dacha de las afueras de Moscú —informó Ivan Frantzevich, sin poder ocultar su satisfacción (ahora se explicaba por qué tenía las botas manchadas de barro)—. Era el punto de reunión de un grupo de revolucionarios y, ciertamente, de los más peligrosos. Por lo visto, incluso Ajtirtzev estaba conectado con el grupo. Trabajaremos sobre esa pista. Todos los agentes de que pueda disponer serán pocos. A mi entender, a la variante Beyetzkaya le falta toda perspectiva. Al menos, no será la que nos conduzca al éxito de esta operación. Pediremos a nuestros colegas ingleses, por vía diplomática, que retengan a esa señorita Olsen para conseguir algunas aclaraciones, y ahí acabará todo.
—¡De ninguna manera! ¡Precisamente eso es lo que no hay que hacer! —gritó Fandorin, y lo hizo con tanta vehemencia que dejó a Ivan Frantzevich con la boca abierta.
—¿Y por qué no?
—¿Pero es que no ve usted que en este caso todo confluye hacia un mismo punto? —repuso Erast Petrovich, hablando rápidamente para evitar que le interrumpiera—. Es cierto que no tengo mucha idea sobre los nihilistas esos, y comprendo que se trata de algo muy importante. Pero la variante Beyetzkaya también tiene su importancia, también es una cuestión de estado. Mire, Ivan Frantzevich, vea en qué situación nos encontramos. Punto uno. La Beyetzkaya ha huido a Londres. —Ni él mismo se daba cuenta de hasta qué punto había asimilado la forma de expresarse de su chief—. Su mayordomo, también de nacionalidad inglesa, tiene una pinta de lo más sospechosa: un tipo como ése es capaz de degollar a cualquiera sin pestañear siquiera. Punto dos. El hombre de los ojos blancos, el que mató a Ajtirtzev, hablaba con acento extranjero y también tenía el aspecto físico de un inglés. Punto tres. Y por último, punto cuatro. Lady Esther es sin duda una buenísima persona, pero también es inglesa, y, dígase lo que se diga, ¡se ha hecho con toda la herencia de Kokorin! ¡Porque resulta evidente que la Beyetzkaya inclinó intencionadamente a sus admiradores a testar en favor de la baronesa!
—Stop, stop… —Brilling frunció el entrecejo—. ¿Adónde quiere llegar usted? ¿A un asunto de espionaje?
—¡Está clarísimo! —Erast Petrovich pegó una palmada—. Chanchullos ingleses. Usted sabe perfectamente cómo están en la actualidad nuestras relaciones con Inglaterra. No quiero decir que lady Esther esté implicada en esto. Seguramente no sabrá nada. ¡Pero pueden estar utilizando su institución como tapadera, como un caballo de Troya para penetrar en Rusia!
—Pues claro —sonrió irónicamente el chief—. Como la reina Victoria y el señor Disraeli han conseguido tan poco oro en África y tan pocos diamantes en la India, deberemos darles como limosna la fábrica de paños de Petrusha Kokorin y las tres mil desiatinas de tierra de Nikolenka Ajtirtzev.
Fue entonces cuando Fandorin descubrió el as que guardaba en la manga:
—¡Ni fábrica ni dinero! ¿Recuerda usted el inventario de sus propiedades? ¡Al principio tampoco yo caí en la cuenta!
Kokorin era dueño, entre otras muchas empresas, de un astillero en Libava, y allí van muchos de los pedidos militares del gobierno. Me he informado sobre el asunto.
—¿Y cuándo ha tenido tiempo para eso?
—Mientras le esperaba. Pedí informes por telégrafo al Ministerio de la Marina. Allí también hacen guardia por la noche.
—Bueno, ¿y qué más?
—Pues que Ajtirtzev, además de esas desiatinas de tierra, varias casas y otros capitales, también posee una explotación petrolífera en Bakú, que heredó de su tía. Y he leído en los periódicos cuántas ganas tiene Inglaterra de echarle el guante al petróleo del Caspio. ¡Y por esa vía lo conseguirán, y por los medios más legales! Lo habían planeado para no perder de ningún modo: o el astillero de Libava o el petróleo del Caspio. ¡Resultara como resultara, los ingleses se llevaban algo! Usted haga lo que quiera, Ivan Frantzevich, para eso es el chief —se acaloró Fandorin—, pero yo no pienso dejar este asunto así como así. Cumpliré todas las tareas que usted me encomiende, pero en mi tiempo libre seguiré escarbando en esta hipótesis. ¡Y escarbaré hasta verificarla!
El chief se acercó otra vez a la ventana y su silencio fue entonces todavía más prolongado. Erast Petrovich sentía los nervios a punto de estallar, pero se mantenía firme en su actitud.
Por fin, Brilling suspiró y comenzó a hablar lentamente, titubeando, como si aún estuviera pensando qué decisión debía tomar.
—Estoy convencido de que es un disparate. Edgar Allan Poe, Eugène Sue. Coincidencias sin sentido. Pero tiene usted razón en algo: no vamos a dirigir petición alguna a los ingleses… Ni tampoco a nuestra representación diplomática, a la embajada rusa en Londres. Si está usted en un error, y estoy seguro de que lo está, quedaremos ante ellos como unos tontos de remate. Y suponiendo que estuviese usted en lo cierto, nuestra embajada tampoco podría hacer nada: los ingleses ocultarían a la Beyetzkaya o mentirían. Además, nuestros representantes consulares tienen las manos atadas: son personajes importantes, nunca podrían pasar desapercibidos… ¡Ya está! ¡Decidido! —resolvió Ivan Frantzevich, levantando enérgicamente el puño—. Usted me vendría de perlas aquí, en casa, pero, como dice el refrán, nadie te va a querer a la fuerza… He leído su expediente. Sé que, además del francés y el alemán, también domina usted el inglés. ¡Que Dios le acompañe! ¡Marche a Londres y busque a su femme fatale! No le pondré trabas con instrucciones concretas, confío en su intuición. En nuestra embajada hay un empleaducho de escasa envergadura: se apellida Piyov. Ocupa un modesto puesto de escribiente, parecido al que tenía usted aquí antes de mi llegada, pero también se encarga de otros asuntos. Aunque en el Ministerio de Asuntos Exteriores figura como secretario provincial, por nuestra línea, la de la Policía Secreta, tiene una graduación de mayor trascendencia. Es un hombre de talento, muy polifacético. Cuando llegue allí, vaya a verle inmediatamente, se las sabe todas. Pero, créame, estoy convencido de que va a Londres para nada. Mas, al fin y al cabo, se ha ganado usted el derecho a equivocarse. Eche un vistazo a Europa y dése una vueltecita por ahí a cuenta del erario público. Aunque, según mis informes, ahora dispone usted de cierta fortuna personal, ¿no es así? —El chief señaló con la cabeza el paquetito que estaba sobre la mesa.
Todavía aturdido por la propuesta del chief, Erast Petrovich se sobresaltó.
—¡Oh, perdone! Sí, es lo que gané en el juego. Nueve mil seiscientos rublos. Los he contado. He querido entregarlo en la caja, pero estaba cerrada.
—¡Váyase al cuerno! —rechazó Brilling—. ¿Está usted en sus cabales? ¿Qué imagina que va a anotar el cajero en el libro de ingresos? ¿«Ganancias obtenidas por el funcionario de registro Fandorin en el juego del stosh»?… Pero, humm, aguarde un momento. La verdad es que resultaría bastante sospechoso enviar al extranjero por razones de servicio a un simple escribiente.
Se sentó en la mesa, mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir, leyendo al mismo tiempo en voz alta:
—Veamos. «Telegrama urgente. Al canciller Mijail Aleksandrovich Korchakov en persona. Una copia para el general-edecán Lavrentii Arkadevich Mizinov. Excelentísimo señor, en interés del asunto que usted ya conoce, y también en reconocimiento a los servicios excepcionales prestados, solicito que, fuera del sistema de promoción administrativa y sin considerar los períodos necesarios de servicio, ascienda al funcionario de registro Erast Petrovich Fandorin al puesto de consejero titular. Solicito también que Fandorin sea adscrito temporalmente al Ministerio de Asuntos Exteriores en el puesto de correo diplomático de primera categoría». Esto es para que no lo retengan en la frontera —aclaró Brilling—. Bueno. Fecha y firma. Por cierto, tendrá usted que distribuir efectivamente el correo diplomático a su paso por Berlín, Viena y París. Así mantendrá su misión en secreto y no levantará sospechas indeseables. ¿Y bien? ¿Alguna objeción? —Los ojos de Ivan Frantzevich brillaban con picardía.
—Ninguna, señor —balbuceó Erast Petrovich, todavía incapaz de asimilar el curso de los acontecimientos.
—Desde París viaje hasta Londres de incógnito. ¿Cómo diablos se llama ese hotel que ha mencionado?
—Winter Queen, «Reina de Invierno».