Capítulo 13

Capítulo Decimotercero

Donde se describen los acontecimientos ocurridos el 25 de junio

Un espléndido sol de verano cubría con cuadrados dorados el suelo de la sala de operaciones de la central de Correos de Petersburgo. Al atardecer, uno de aquellos cuadrados, transformado en un rectángulo alargado, llegó hasta la ventanilla «Correspondencia a lista de cartería», calentando en el acto el mostrador. El ambiente era soporífero y asfixiante; una mosca zumbaba quedamente y el hombre que atendía la ventanilla parecía exhausto, ya que los visitantes disminuían a un ritmo demasiado lento. Media hora más y las puertas del edificio se cerrarían al público; entonces al funcionario sólo le quedaría entregar el libro de registro y marcharse a su casa. Mientras el empleado (al que llamaremos por su nombre, Kondratii Kondratievich Shtukin, diecisiete años de servicio en el organismo de Correos y una excelente carrera administrativa que le había llevado del cargo de simple cartero al de funcionario de categoría especial) le daba un sobre estrecho, procedente de la ciudad de Reval, a un finlandés apellidado cómicamente Pirbu, levantó la vista de nuevo para comprobar si el inglés seguía sentado en su sitio.

Y, efectivamente, el inglés continuaba allí, tan fijo como una roca. Se había presentado a primera hora de la mañana, nada más abrirse las puertas de Correos, y en el mismo lugar donde se había sentado al principio, con el periódico en la mano, al lado de la pared, había permanecido todo el día, sin ausentarse una sola vez para beber, comer o hacer, pido perdón, sus más perentorias necesidades. Un auténtico majadero. Era evidente que se había citado con alguien y que ese alguien había fallado. En Rusia hay montones de situaciones como ésta, pero el británico seguía sin admitir la posibilidad: un pueblo correcto y disciplinado donde los haya, el pueblo inglés. Cuando se acercaba alguien a la ventanilla, en especial si tenía trazas de extranjero, el británico se ponía tenso e incluso se bajaba las gafas oscuras hasta la punta de la nariz. Pero siempre resultaba que el sujeto no era quien esperaba. En su circunstancia, un ruso habría perdido la paciencia hacía rato y, entre grandes aspavientos, se habría quejado en voz alta a todas las personas de su alrededor. Pero aquel inglés seguía enfrascado en su Times, sentado allí, inmóvil y sin pronunciar palabra.

Quizá el pobre hombre no tuviera adónde ir. Estaba claro que había llegado directamente desde la estación del ferrocarril —vistiendo aquel traje a cuadros y con la pequeña maleta en la mano resultaba fácil deducirlo—, confiado en que le esperarían en aquel sitio. Pero no había sido así. ¿Y qué podía hacer ahora sino aguardar? Cuando Kondratii Kondratievich regresó del almuerzo, se apiadó del inglés y mandó a Trifón, el conserje, a preguntarle si necesitaba alguna cosa. Pero el hombre del traje a cuadros movió con irritación la cabeza y, en lugar de contestar, tendió a Trifón una moneda de veinte kopecs con el gesto de que le dejase en paz. ¡Si aquél era su deseo!…

De pronto, apareció en la ventanilla un hombre tosco, un cochero de punto a juzgar por su aspecto, y le mostró al funcionario un pasaporte arrugado.

—¿Podría mirar, buen hombre, si hay algo para Krug, Nikolai Mitrofanich?

—¿De dónde espera el envío? —le preguntó Kondratn Kondratievich con voz seria, mientras revisaba su pasaporte.

La respuesta fue de lo más inopinada:

—De Inglaterra, de la ciudad de Londres.

Pero lo más sorprendente fue que, en efecto, había una carta de Londres dirigida a su nombre, sólo que el apellido no estaba escrito con la «K» cirílica, sino con la «C» latina. ¡Nadie hubiera dicho que aquel bruto era nada más y nada menos que mister Nicholas Croog! ¡Todo era posible en la sección de Lista de Correos!

—Pero ¿en verdad es usted? —preguntó Shtukin, ya no tanto en son de duda sino por simple curiosidad.

—El mismo que viste y calza —contestó toscamente el cochero, metiendo la manaza dentro de la ventanilla y agarrando un paquete amarillo en el que había estampado un sello de urgencia.

Kondratii Kondratievich le acercó el libro de registro.

—¿Sabe firmar?

—No peor que otros —respondió el zopenco, trazando un buen garabato en el apartado «Recibí».

Tras despedir al desagradable visitante con una mirada reprobadora, Shtukin, por simple reflejo mecánico, dirigió la vista otra vez en dirección al inglés, pero éste había desaparecido. Al parecer, se había cansado de esperar.

Erast Petrovich aguardaba al cochero en la calle con el corazón encogido. ¡Allí tenía a su Nicholas Croog! Cuanto más avanzaba en la resolución del caso, más incomprensible se le antojaba todo. Pero lo más importante para él era que su ininterrumpida marcha-fuga de seis días por Europa no había resultado vana. ¡Había logrado adelantarse al envío e interceptarlo! Ahora sí que tenía algo que presentarle al chief. Naturalmente, siempre que no dejara escapar a Croog. El cochero que Fandorin había contratado para todo el día dormitaba en el pescante. Aturdido después de tan larga y obligada inactividad, se regañaba a sí mismo por haberle pedido sólo cinco rublos a aquel extravagante cliente, cuando por aquel suplicio de la espera hubiera podido exigirle hasta seis. Al ver aparecer por fin a su caballero, el cochero se despabiló y, dándose aires de importancia, hizo ademán de levantar las riendas. Sin embargo, Erast Petrovich ni siquiera le miró.

De pronto salió el sospechoso. Bajó la escalinata de la oficina de Correos, se encasquetó la gorra azul y se encaminó hacia una berlina que se hallaba aparcada cerca de allí. Fandorin le siguió sin apresurarse. El objetivo se detuvo junto al carruaje, se quitó la gorra de nuevo y, tras una respetuosa inclinación, le ofreció a alguien el paquete amarillo. Una mano masculina, enfundada en un guante blanco, asomó por la ventanilla de la berlina y tomó el bulto.

Entonces Fandorin aligeró el paso con la intención de ver el rostro del extraño. Y lo logró.

Un caballero pelirrojo, con unos penetrantes ojos verdes y un rostro pálido sembrado de pecas, miraba al trasluz los sellos de lacre de la carta, sentado cómodamente en el interior del carruaje. Erast Petrovich lo reconoció al instante: por supuesto, se trataba de mister Gerald Cunningham en persona, el brillante pedagogo, filántropo de huérfanos y mano derecha de lady Esther.

A Kondratii Kondratievich aún le esperaba otra sorpresa: el inglés regresó de nuevo. Pero ahora parecía tener mucha prisa. Corriendo, se acercó a la sección de telegramas, metió la cabeza por la ventanilla y comenzó a dictar un mensaje a Mijail Nikolaich con toda premura. Y, para asombro del experimentado funcionario, Mijail Nikolaich se aplicó a la tarea de inmediato, algo muy poco característico en él, pues su colega siempre era muy parsimonioso en su cometido.

A Shtukin le picó la curiosidad. Como ya no tenía clientes en la cola, se levantó de su sitio y, fingiendo que estiraba las piernas, se dirigió hacia el otro extremo de la sala, donde estaba instalado el telégrafo. Se detuvo junto a su compañero Mijail Nikolaich, que se hallaba completamente concentrado en la tarea de transcripción e, inclinándose ligeramente sobre sus hombros, leyó lo que había garabateado a toda prisa minutos antes:

A la Dirección de la Policía Secreta en Moscú. Extremadamente urgente. Para el consejero de Estado, señor Brilling. He regresado. Le pido que se ponga en contacto conmigo inmediatamente. Espero respuesta junto al telégrafo. Fandorin.

Ajá, todo estaba claro. Shtukin observó detenidamente al «inglés», pero ahora de un modo completamente distinto. Así que un detective a la caza del malhechor… ¡Vaya, vaya, así que ésas teníamos!

El inglés comenzó a pasearse de un lado a otro de la sala. No habían pasado más de diez minutos, cuando Mijail Nikolaich, que se había quedado a esperar junto al telégrafo, le hizo una señal con la mano y le alargó la cinta con el telegrama de respuesta.

Kondratii Kondratievich leyó directamente de la cinta:

AL SEÑOR FANDORIN. EL SEÑOR BRILLING SE ENCUENTRA EN SAN PETERSBURGO. DIRECCIÓN: KATENINSKAYA, CASA SIVERS. EL FUNCIONARIO DE GUARDIA LOMEIKO.

Por algún motivo, el hombre de la chaqueta de cuadros se alegró enormemente con aquella información. Incluso dio unas palmadas de contento. Luego, más calmado, le preguntó al curioso mirón Shtukin:

—¿Dónde está la calle Kateninskaya? ¿Queda lejos?

—En absoluto —le respondió, cortésmente, Kondratii Kondratievich—. Desde aquí se llega fácilmente. Suba al coche de pasajeros y bájese en la esquina de la avenida Nevsky con la calle Liteinaya. Luego…

—Ah, bueno, no importa, tengo un carruaje de alquiler le interrumpió el inglés, dejando al funcionario con la palabra en la boca, y, echándose al hombro la bolsa de viaje, corrió hacia la salida.

La calle Kateninskaya agradó mucho a Erast Petrovich. Se parecía extraordinariamente a las calles más respetables de Berlín o de Viena por el pavimento asfaltado, los modernos faroles eléctricos y los imponentes edificios de varios pisos. En una palabra, como en la misma Europa.

La casa Sivers, decorada con unos caballeros de piedra en el frontón y con la entrada vivamente iluminada, pese a que aún no había anochecido, era el edificio más elegante de la calle. ¿En qué otra casa podía vivir un hombre como Ivan Frantzevich Brilling? Resultaba imposible imaginarle como inquilino de uno de aquellos decrépitos hotelitos, con un patio polvoriento y un jardín con manzanos. Un portero muy servicial tranquilizó a Erast Petrovich al informarle de que el señor Brilling se encontraba en casa: «Ha llegado hace cinco minutos». Aquel día todo le salía a Fandorin a las mil maravillas, a pedir de boca.

Saltando los escalones de dos en dos, subió a toda velocidad al segundo piso y llamó a un timbre eléctrico que relucía como los chorros del oro. Le abrió la puerta el mismo Ivan Frantzevich. Todavía no había tenido tiempo de cambiarse de ropa y sólo se había quitado la levita, pero por debajo del alto cuello almidonado sobresalía, como un esmalte irisado, una cruz de Vladimir recién estrenada.

—¡Chief, soy yo! —exclamó Fandorin con alegría, disfrutando del efecto que provocaba.

Y, ciertamente, el efecto era mucho mayor de lo que podía imaginarse.

Ivan Frantzevich se quedó petrificado y luego hizo un ademán de susto con los brazos, como queriendo apartar al recién llegado como si fuese una visión.

Erast Petrovich se echó a reír.

—No me esperaba, ¿verdad, chief?

—¡Fandorin! ¿De dónde sale usted? ¡Yo ya no le tenía en el mundo de los vivos!

—¿Por qué? —se interesó el recién llegado con un tono no exento de coquetería.

—¡Qué otra cosa podía pensar!… Desapareció usted sin dejar rastro. Le vieron por última vez el veintiséis de junio, en París, y nadie pudo confirmarme que hubiera regresado de Londres. Le pedí información a Piyov, pero en la oficina me respondieron que él también había desaparecido sin dejar rastro y que la policía estaba intentando localizarle.

—Le envié una carta a la Dirección de la Policía Secreta desde Londres. Ahí le cuento detalladamente lo ocurrido con Piyov y todo lo demás. Seguramente le llegará hoy, puede que mañana. No sabía que estuviese usted en Petersburgo.

Preocupado, el chief frunció el entrecejo:

—¡Tiene usted una cara famélica! ¿Está enfermo?

—Para serle franco, lo que estoy es muerto de hambre. He pasado todo el día de guardia en la central de Correos y aún no he probado bocado.

—¿Ha estado usted de vigilancia en la central de Correos? Bueno, no me lo cuente ahora. Mire, antes de nada, voy a servirle un té con pastelillos. Mi criado Semien, el muy miserable, lleva tres días de borrachera, así que se lo tendré que preparar yo mismo, pero bueno. Suelo comprar los bombones y los pastelillos en la casa Filípov. A usted le gustarán los dulces, ¿verdad?

—Mucho —afirmó Erast Petrovich con vehemencia.

—A mí también. Imagino que es un reflejo condicionado por la penuria que pasé en mi huérfana infancia. ¿Le importa que los tomemos en la cocina, como hacen los solteros?

Mientras andaban por el pasillo, Fandorin observó el piso de Brilling. No era muy grande y estaba amueblado de modo detallista y práctico: tenía todo lo necesario, y nada superfluo. Al joven le llamó especialmente la atención un cajón barnizado que colgaba de la pared, con dos tubos metálicos de color negro.

—Un portento de la ciencia moderna —le aclaró Ivan Frantzevich al ver que lo miraba—. Lo llaman «el aparato de Bell». Me lo ha enviado recientemente uno de mis agentes desde América. Allí vive ese inventor extraordinario, mister Bell, gracias al cual es posible mantener una conversación incluso a verstas de distancia. El sonido viaja por los hilos, como en la telegrafía. Lo que ve es un modelo de prueba. La fabricación de estos aparatos no se ha puesto aún en marcha. Que yo sepa, existen dos líneas en toda Europa: una conecta mi casa con la secretaría del jefe de la Tercera Sección, y la otra está en Alemania, y une los despachos del Káiser y del canciller Bismarck. Como ve, Rusia no se está quedando fuera del progreso.

—¡Increíble! —se entusiasmó Erast Petrovich—. ¿Y se oye bien?

—No mucho, pero es posible entenderse. A veces el tubo chirría demasiado… Ahora que lo pienso, ¿no preferiría usted naranjada en lugar de té? ¿Sabe?, es que no manejo el samovar muy bien.

—¡Por supuesto que lo prefiero! —aseguró Erast Petrovich a su chief y Brilling, como un mago benefactor, colocó delante de él, sobre la mesa de la cocina, una botella de naranjada y una fuente con pasteles y canutillos de crema, bizcochos ligeros de mazapán y unos bollitos rellenos de crema de naranja.

—¡Pues a devorarlos! —exclamó Ivan Frantzevich—. Mientras come, le pondré al corriente de nuestros asuntos. Luego, cuando acabe, le llegará a usted el tumo de explicarse.

Fandorin aceptó la propuesta con un movimiento de cabeza, pues ya tenía la boca llena y la barbilla ligeramente cubierta de un polvillo azucarado.

—Veamos —comenzó el chief—. Si mal no recuerdo, usted salió hacia Petersburgo para coger el correo diplomático el día veintisiete de mayo, ¿no es cierto? Pues bien, justo después de irse usted sucedieron unos acontecimientos muy interesantes. Tanto, que lamenté haberle dejado marchar, pues todos mis agentes estaban ocupados en algún asunto. Por nuestro servicio de información logré averiguar que hacía poco tiempo se había constituido en Moscú una pequeña pero activísima célula de revolucionarios radicales, un puñado de insensatos. Si los terroristas comentes se imponen como objetivo la aniquilación de «quienes tienen las manos manchadas de sangre», esto es, los altos dignatarios del Estado, esos radicales habían colocado su punto de mira sobre «los señoritos licenciosos y los que se limitan a hablar sin hacer nada».

—¿Sobre quiénes, sobre quiénes? —no comprendió al pronto Fandorin, atareado como estaba en saborear un delicado pastel de crema.

—Es una referencia a los versos de Nekrasov: «Apártame de los que llevan una vida alegre, de los que hablan sin hacer nada, de los que tienen sus manos manchadas de sangre, y condúceme al campamento de los que están dispuestos a morir por el glorioso anhelo del amor». Pues bien, esos que «están dispuestos a morir por el glorioso anhelo del amor» se han organizado por especialidades. El órgano directivo de los terroristas se encarga de los «manchados de sangre», es decir, ministros, gobernadores, generales… Y esta fracción moscovita ha decidido ocuparse del resto, o sea, de los «licenciosos» o, como dicen también, «los rollizos y bien alimentados». Por un agente infiltrado pudimos averiguar que la fracción había tomado el nombre de Azazel como alusión a su demoníaca y temeraria conducta. Tenían planeada toda una serie de asesinatos contra los miembros de la juventud dorada, ésos a los que llaman «parásitos» y «disolutos vitales». También la Beyetzkaya parece simpatizante de Azazel, pese a que, a juzgar por los indicios, es una emisaria de la organización anarquista mundial. El suicidio o, mejor dicho, el asesinato fáctico de Piotr Kokorin, planeado por ella, fue la primera acción de Azazel. Pero, bueno, supongo que usted tendrá cosas más interesantes que contarme a propósito de la Beyetzkaya. La siguiente víctima fue Ajtirtzev, quien al parecer interesaba mucho más a los conspiradores que Kokorin, por ser nieto de nuestro canciller, el príncipe Korchakov. Verá, mi joven amigo, que el plan de los terroristas parece completamente insensato, pero en verdad está diabólicamente calculado. Han llegado a la conclusión de que es mucho más fácil atentar contra los vástagos de los personajes importantes del Estado que contra éstos mismos, y de que el golpe contra la jerarquía estatal sigue siendo igual de potente. El príncipe Mijail Aleksandrovich, por ejemplo, está tan destrozado por la muerte de su nieto que ha abandonado prácticamente todas sus obligaciones y se está planteando seriamente la dimisión. ¡Ese hombre eminentísimo, que tan activamente ha participado en la definición de nuestra Rusia contemporánea!

—¡Cuánta maldad! —Y Erast Petrovich se indignó tanto que dejó a un lado un sabroso bizcocho de mazapán que había empezado a comer.

—Cuando descubrí que el objetivo final de los activistas de Azazel no era otro que la muerte de nuestro zarevich…

—¡Imposible!

—¡Imposible! Imposible pero cierto. Como le decía, cuando todo ese plan quedó al descubierto, recibí la orden de recurrir a medidas más expeditivas. Y tuve que obedecer, aunque yo personalmente era partidario de aclarar la situación antes de actuar. Pero, como comprenderá, cuando está en juego la vida misma de su Alteza Imperial… Ejecutamos la operación, pero los resultados no fueron del todo satisfactorios. Los terroristas habían convocado una asamblea para el día primero de junio, en una dacha de Kuzminki. ¿Recuerda que le comenté algo de eso? Aunque en ese momento usted estaba completamente imbuido de sus propias teorías… ¿Y cómo ha ido? ¿Ha logrado descubrir algo?

Erast Petrovich quiso decir algo con la boca llena y comenzó a tragar a toda prisa un trozo de pastel de crema a medio masticar. Entonces Brilling se excusó, un poco avergonzado:

—Bueno, bueno, no se preocupe, ya hablará más tarde. Siga comiendo. Pues bien, como le decía, rodeamos completamente la dacha. Me vi obligado a emplear únicamente a mis agentes de Petersburgo, pues no pedí ayuda a la policía ni a la gendarmería de Moscú para evitar que alguien pudiera informar a los terroristas de nuestro plan. —Ivan Frantzevich suspiró con enfado—. Y ahí estuvo mi fallo, pequé de una prudencia excesiva. El asalto fracasó por falta de efectivos. Comenzó el tiroteo y dos de mis agentes resultaron heridos y uno murió. Nunca podré perdonármelo… No atrapamos a nadie con vida. En el bando de los terroristas hubo cuatro muertos; y, por cierto, uno de ellos coincide bastante con su hombre de «ojos blancos», a juzgar por la descripción que usted nos hizo. Aunque ojos no le quedaron muchos, porque el sujeto se levantó la tapa de los sesos con la última bala que le quedaba. En el sótano de la dacha descubrimos una especie de laboratorio para la elaboración de objetos explosivos y algunos papeles. Pero, como le digo, la mayoría de los planes y de las conexiones internas de Azazel siguen siendo un secreto, y mucho me temo que, por ahora, un secreto irresoluble… Pese a ello, tanto el zar como el canciller y el jefe de la gendarmería valoraron muy positivamente nuestra operación de Moscú. Yo le hablé a Lavrentii Arkadevich también de usted porque, aunque no participó en la culminación del operativo, sí que contribuyó en gran medida al desarrollo de nuestras investigaciones. Así que, si usted no se opone, seguiremos trabajando juntos en el futuro. Tomo su destino en mis manos… Qué, ¿ha recuperado fuerzas? Entonces, cuénteme cómo le ha ido en Londres. ¿Pudo dar con la pista de la Beyetzkaya? ¿Y qué asunto es ése tan incomprensible de Piyov? ¿Cómo?, ¿que está muerto? Cuéntemelo todo con orden, con orden y sin olvidarse de ningún detalle.

El relato de lo ocurrido en Moscú suscitó la admiración y la envidia en Erast Petrovich, que pensó que sus aventuras, de las que hasta hacía poco se enorgullecía, quedaban marchitas y deslucidas. ¡Un atentado contra el zarevich! ¡Un tiroteo! ¡Un laboratorio de explosivos! El destino le había jugado una mala pasada. Le había hecho una señal que él interpretó como una oportunidad para alcanzar la gloria, pero en realidad sólo le había llevado por un camino vecinal y le había desviado de la carretera general.

A pesar de todo, expuso su epopeya con todo detalle. Sólo en lo referente a las circunstancias de la pérdida del portafolios azul, su narración se hizo algo confusa. Hasta se sonrojó un poco, detalle que no pasó desapercibido para Brilling, quien escuchó todo el relato con aire hosco y en completo silencio. Cuando se aproximaba ya su conclusión, Erast Petrovich cobró nuevos bríos, volvió a animarse y no pudo evitar poner cierto efectismo en sus últimas palabras:

—¡Y logré ver a ese hombre! —exclamó, llegando a la escena que se había desarrollado poco antes en la central de Correos—. ¡Sé quién es la persona que posee el contenido del portafolios y que también maneja los hilos de la organización! ¡Azazel sigue con vida, Ivan Frantzevich, pero ahora está en nuestras manos!

—¡Termine de una vez, maldita sea! —le gritó el chief—. ¡Déjese de niñerías! ¿Quién es ese hombre? ¿Y dónde está ahora?

—Aquí, en Petersburgo —respondió Fandorin, tomándose la revancha y saboreándola—. Se trata de un tal Gerald Cunningham, el principal ayudante de lady Esther, la benefactora a quien tantas veces intenté que prestara usted atención. —Erast Petrovich aprovechó el momento para carraspear ligeramente—. Ahora veo claro todo lo relacionado con el testamento de Kokorin. Y también por qué motivo la Beyetzkaya dispuso que la voluntad de sus admiradores se orientara precisamente en dirección a los «esthernados». El pelirrojo lo había organizado bien. Era un excelente camuflaje. Huérfanos pobres, filiales por todo el mundo, un patronazgo altruista al que se le abrían todas las puertas… ¡Una persona muy astuta, hay que reconocerlo!

—¿Cunningham? —preguntó alarmado el chief—. ¿Gerald Cunningham? Pero si yo conozco perfectamente a ese hombre, ¡somos miembros del mismo club! —exclamó, moviendo los brazos—. Es una persona muy interesante, nunca podría imaginar que estuviera relacionado con los nihilistas y, mucho menos, que fuera capaz de matar con sus propias manos a los consejeros de Estado en activo.

—¡No los mata! —exclamó Erast Petrovich—. Eso fue lo que pensé yo al principio, que los que aparecían en la lista eran las víctimas, pero no se trata de eso. Se lo he contado así para que usted siguiese la orientación de mis pensamientos. En una interpretación apresurada, no comprendí bien el significado de esa lista. Pero, después, cuando regresaba por Europa, bamboleándome en los trenes, todas las cosas quedaron en su sitio. Veamos, si en esa lista se anotara a las futuras víctimas, ¿qué necesidad habría de escribir fecha alguna? ¡Y mucho menos fechas pasadas! Sería algo absurdo. No, Ivan Frantzevich, ¡el significado de esa lista es otro muy distinto!

Y Fandorin pegó un salto en la silla, hasta tal punto se dejaba influir por sus febriles pensamientos.

—¿Otro significado, dice? ¿Qué otro significado puede tener? —preguntó Brilling, entrecerrando sus ojos claros.

—Creo que esa lista es la relación de los miembros de una potente organización internacional. Sus terroristas de Moscú representan solamente el último y más pequeño eslabón de toda una gran cadena. —Al oír aquellas palabras, el rostro del chief se descompuso de tal modo que Erast Petrovich no pudo reprimir una indigna malevolencia; de la que se avergonzó al instante, por supuesto—. La figura central de esa organización, cuyo objetivo final aún desconocemos, es precisamente Gerald Cunningham. Tanto usted como yo le conocemos, y los dos estamos de acuerdo en que es un personaje poco común. Y miss Olsen, papel que viene desempeñando Amalia Beyetzkaya desde el pasado mes de junio, sería una especie de registro central de la organización, algo así como una dirección de cuadros. Ella es la que recibe los datos procedentes de todo el mundo, relacionados con los cambios que se producen en los cargos y la situación administrativa de los miembros de la organización. Y también miss Olsen es quien, una vez al mes, se los comunica regularmente a Cunningham, aquí, en Petersburgo, donde éste tiene fijada su residencia desde el año pasado. Ya le conté que la Beyetzkaya tenía una caja fuerte secreta en su propio dormitorio. Con toda seguridad, también tendrá allí guardada la relación completa de los miembros de Azazel, por lo visto, nombre de esta organización. Aunque también puede que utilicen esa palabra como eslogan, como un conjuro. La he escuchado dos veces y en las dos ocasiones la emplearon justo antes de intentar matar a alguien. En conjunto, esta organización posee una estructura muy similar a una sociedad masónica. Lo único que no comprendo es qué pinta aquí el ángel caído. Creo también que su filiación es más numerosa que la de los masones. Si no, fíjese en este dato: ¡cuarenta y cinco cartas en tan sólo un mes! ¡Y no hablamos de gente cualquiera, sino de un senador, un ministro, varios generales…!

El chief miraba pacientemente a Erast Petrovich esperando que continuara, pues estaba claro que el joven aún no había acabado su discurso. Ahora Fandorin, con la frente arrugada y aire de concentración, parecía darle vueltas a otra cuestión.

—Ivan Frantzevich, estoy pensando en Cunningham… Como ciudadano británico que es, creo que no va a resultar fácil llegar a él con una simple orden de registro, ¿verdad?

—Admitamos que sea así. ¡Siga! —animó el chief a Fandorin.

—Es que mientras usted recibe la autorización para proceder al registro, él tendrá tiempo suficiente para ocultar el paquete. Así que cabe la posibilidad de que no encontremos ni podamos demostrar nada. Hemos de actuar con una prudencia muy especial en esta cuestión. ¿No sería mejor dedicarnos primero a la estructura rusa de la organización e ir tirando de ella eslabón a eslabón?

—¿Y cómo lo haríamos? —inquirió Brilling con vivo interés—. ¿Siguiéndolos en secreto? Creo que es lo adecuado.

—Sí, se podría organizar una vigilancia, pero a mi juicio hay otro método más fiable.

Ivan Frantzevich caviló un momento y luego alzó los brazos al aire, dándose por rendido. Adulado, Fandorin insinuó con mucho tacto:

—¿Qué me dice de ese consejero de Estado, al que ascendieron a su nuevo puesto exactamente el siete de junio?

—¿Está insinuando que revisemos los ucases de nombramiento dictados por el zar? —cayó en la cuenta Brilling propinándose un golpe en la frente—. ¿Por ejemplo, los firmados durante los primeros diez días de junio? ¡Bravo, Fandorin! ¡Bravísimo!

—Exacto, chief. Pero no hace falta revisar los diez días, bastaría con examinar los firmados entre el lunes y el sábado, es decir, del día tres al ocho. Un general recién nombrado difícilmente mantiene en secreto mucho tiempo una noticia tan feliz. ¿Cuántos nuevos consejeros de Estado se nombran en nuestro país en una semana?

—Dos, quizá tres si esa semana es especialmente fértil. La verdad es que nunca me he interesado por la cuestión.

—Pues bien, podríamos establecer una vigilancia estrecha sobre ellos, estudiar a las personas que están a su servicio y su círculo de amistades. Y Azazel caería en nuestras manos como un bendito casi sin notarlo.

—¿Y dice que me ha enviado por correo, a nuestra Dirección de la Policía en Moscú, toda la información que consiguió? —preguntó Brilling a destiempo, algo no habitual en él.

—Sí, chief. Hoy o mañana llegará el envío. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Sospecha de alguno de los cargos de la policía de Moscú? Resalté a propósito la importancia de la carta y escribí en el sobre: «Para su excelencia, el consejero de Estado Brilling, en mano, y en caso de ausencia para el ilustrísimo jefe de la Policía». Así que no creo que se atrevan a abrirla. Sin duda, cuando el jefe la lea, se pondrá inmediatamente en contacto con usted.

—Tiene razón —respondió Ivan Frantzevich, aprobando la iniciativa.

Luego calló un buen rato mirando hacia la pared, mientras su rostro se ponía cada vez más y más sombrío.

Erast Petrovich esperaba sentado, conteniendo la respiración, porque sabía que su chief estaba sopesando todo lo que había escuchado y que dentro de un momento le comunicaría la decisión que, a juzgar por su rostro, tan difícilmente estaba meditando.

Brilling suspiró ruidosamente y luego sonrió con un rictus amargo.

—Está bien, Fandorin, me encargaré personalmente de todo. Hay enfermedades que sólo pueden sanar si se aplican métodos quirúrgicos. Y así vamos a actuar nosotros. El asunto es importantísimo, vital para el Estado, y en tales casos estoy autorizado a saltarme todas las trabas formales. Vamos a detener a Cunningham. Inmediatamente, con las manos en la masa, es decir, con la carta. ¿Cree usted que el mensaje estará cifrado?

—Sin ninguna duda. La información es demasiado relevante. Además, la han enviado por correo ordinario, aunque con el sello de urgente. Como si les diera igual que cayera en otras manos o que se extraviara. Seguro que está cifrada, Ivan Frantzevich, a esa gente no le gusta arriesgar nada sin necesidad.

—Tanto mejor. Eso significa que Cunningham tendrá que descifrarla, leerla y luego copiar los datos en su fichero. ¡Debe tener un fichero a la fuerza! Mucho me temo que la Beyetzkaya, en una nota explicativa suplementaria, también le haya puesto al corriente de las aventuras que usted protagonizó en Londres, y Cunningham, que es un hombre inteligente, supondrá enseguida que usted nos envió un informe a Moscú. Tenemos que apresarlo de inmediato. También resultará interesante leer el contenido de esa nota explicativa. Por otra parte, el asunto de Piyov no me deja tranquilo. ¿Y si hubieran sobornado a alguien más en nuestras filas? Informaremos a la embajada inglesa cuando hayamos acabado, seguro que nos lo agradecerán. ¿Está usted seguro de que en esa lista figuraban también algunos súbditos de la reina Victoria?

—Sí, casi una docena —asintió Erast Petrovich con la cabeza, contemplando admirativamente a su chief—. Estoy de acuerdo en que coger rápidamente a Cunningham sería lo mejor, pero… ¿Y si llegamos allí y no encontramos nada? Nunca podría perdonarme que usted, por mi culpa… Quiero decir que estoy dispuesto, al nivel que sea, a…

—Déjese de tonterías —se enfadó Brilling, levantando enérgicamente la barbilla—. ¿Piensa usted que, en caso de fracasar, intentaría descargarme de mi culpa como un niño de seis años? Yo confío en usted, Fandorin, y con eso basta.

—Gracias —dijo Erast Petrovich quedamente.

Ivan Frantzevich le hizo una inclinación sarcástica.

—No tiene nada que agradecerme. Y dejémonos ya de sensiblerías. ¡Manos a la obra! Conozco la dirección de Cunningham, vive en la isla Aptekarsky, en un ala del «esthernado» de Petersburgo. ¿Va usted armado?

—Sí, me compré un revólver Smith & Benson en Londres. Lo tengo en la chaqueta de viaje.

—Enséñemelo.

Fandorin fue al vestíbulo y regresó con una pesada arma. Le gustaba enormemente por su solidez y consistencia.

—¡Vaya basura! —respondió desabridamente el chief después de sopesar el revólver en la palma de una mano—. Esto está bien para los cowboys norteamericanos, cuando están borrachos y quieren chamuscar a alguien en el saloon. Pero para un agente secreto no vale. Se lo confisco. A cambio le entregaré algo mejor.

Salió un momento y volvió con un arma compacta y tan pequeña que prácticamente cabía en la palma de la mano.

—Aquí tiene una Gerstal de seis tiros, de fabricación belga. Una novedad, un encargo especial. La puede llevar en la espalda, debajo de la levita o en una funda. Una herramienta imprescindible en nuestro oficio. Es ligera, no tiene mucho alcance y tampoco demasiado calibre, cierto, pero es automática y eso le garantiza una gran rapidez de disparo. Porque nosotros no tenemos que matar a una liebre de un tiro en el ojo, ¿verdad? Un agente escapa vivo de un tiroteo si es él quien dispara primero y más de una vez. En lugar de percutor tiene un seguro: este botoncito de aquí. Se quita el seguro, se toca ligeramente el gatillo y dispara seis balas casi de un tirón. ¿Lo ha comprendido?

—Está tan claro como el agua —respondió Erast Petrovich echándole un vistazo a aquel juguete tan ligero.

—Ya lo contemplará después, ahora no tenemos tiempo —dijo Brilling empujándole hacia la puerta.

—¿Vamos a arrestarle sólo nosotros dos? —inquirió Fandorin con entusiasmo.

—No diga tonterías.

Ivan Frantzevich se detuvo junto al «aparato de Bell», descolgó un tubo en forma de cuerno, pegó la oreja a él y empezó a darle vueltas a una especie de manubrio. El aparato soltó un gruñido y dentro se oyó un pitido corto. Entonces Brilling acercó la oreja al otro auricular que colgaba de la caja barnizada y algo allí empezó a piar. A Fandorin le pareció oír una vocecita aguda que habría pronunciado, de manera bastante cómica, la palabra «oficial de guardia» y luego otra más, «despacho».

—Novgorodtzev, ¿es usted? —se puso a gritar Brilling por el auricular—. ¿Está su excelencia en su despacho? ¿No? ¡No le oigo! No, no, no es necesario. ¡Le digo que no es necesario! —El chief acumuló en el pecho una buena cantidad de aire y empezó a gritar aún más alto—. ¡Una orden de detención inmediata! ¡Envíela inmediatamente a la isla Aptekarsky! ¡Ap-te-kars-ky! ¡Exacto! ¡Al ala del «esthernado»! ¡«Es-ther-na-do»! ¡No importa lo que significa, allí se aclararán! ¡Y que manden también un equipo de registro! ¿Qué dice? Sí, yo estaré allí en persona. ¡Pero apresúrese, mayor, apresúrese! —Colgó el auricular en su sitio y se secó el sudor de la frente—. Confío en que mister Bell perfeccione un poco más su aparato, porque de lo contrario mis vecinos estarán al tanto de todas las operaciones secretas de la Tercera Sección.

Erast Petrovich se encontraba aún bajo los efectos de la magia que acababa de producirse ante sus ojos.

—¡Parece Las mil y una noches! ¡Un auténtico milagro! ¡Y todavía habrá gente que esté contra el progreso!

—Ya hablaremos del progreso por el camino. Por desgracia, despedí a la berlina oficial, así que deberemos alquilar un coche. ¡Pero deje de una vez su equipaje! ¡Venga, vamos! ¡Rápido!

Mas no llegaron a teorizar sobre el progreso, pues el viaje hasta la isla Aptekarsky transcurrió en el silencio más absoluto. Erast Petrovich, que temblaba de excitación, intentó en varias ocasiones entablar conversación con su chief pero fue inútil: Brilling tenía un humor de perros porque, a pesar de todo, se arriesgaba mucho al organizar aquella arbitraria operación.

La pálida noche ártica apenas se dibujaba sobre la extensión ilimitada del río Neva. Fandorin pensó que la noche blanca les iba muy a propósito porque de todas formas iban a pasarla en vela. Tampoco la noche anterior, de viaje en el tren, había logrado pegar ojo, sin dejar de pensar si podría o no interceptar la carta… El cochero azuzaba continuamente su alazán, intentando ganarse con honestidad el rublo que le habían prometido, y pronto llegaron a su destino.

El «esthernado» de Petersburgo, un hermoso edificio amarillo que antes había pertenecido al cuerpo de ingenieros del ejército, era más pequeño que el de Moscú, pero estaba inundado de verdor. Parecía un auténtico paraíso, rodeado por completo de jardines y lujosas dachas.

—¡Qué será de los niños! —suspiró Fandorin con tristeza.

—No les ocurrirá nada —respondió Ivan Frantzevich de manera hostil—. Milady nombrará a otro director y ahí se acabará el asunto.

El ala del «esthernado» resultó ser una imponente villa construida en los tiempos de la zarina Catalina, que daba a una calle agradable y frondosa. Erast Petrovich reparó en un olmo carbonizado por un rayo, que alargaba sus ramas muertas hasta las ventanas iluminadas del elevado segundo piso. En la casa reinaba un imponente silencio.

—¡Estupendo, los gendarmes no han llegado todavía! —dijo el chief—. Ni nosotros los vamos a esperar, porque lo más importante es no asustar a Cunningham. Yo hablaré, usted quédese callado. Y esté preparado para cualquier imprevisto.

Erast Petrovich se metió la mano por debajo del faldón de la chaqueta y notó la frialdad tranquilizadora de la Gerstal. El corazón le oprimía el pecho, pero no de miedo, porque con Ivan Frantzevich no tenía nada que temer, sino de impaciencia. ¡Había llegado el momento decisivo!

Brilling llamó con fuerza con la campanilla de bronce y se oyó un tintineo agudo y modulado. A la llamada, una cabeza pelirroja se asomó por la ventana abierta de par en par en el piso principal.

—¡Abra, Cunningham! —gritó el chief—. ¡Tengo un asunto importante que tratar con usted!

—Brilling, ¿es usted? —se sorprendió el inglés—. ¿Qué ocurre?

—Ha ocurrido un suceso extraordinario en nuestro club y tengo que advertirle.

—Un minuto y bajo a abrirles. Mi lacayo tiene el día libre. —La cabeza desapareció.

—¡Ajá! —susurró Fandorin—. Se ha desembarazado del lacayo a propósito. ¡Seguro que está ocupado con sus papeles!

Nervioso, Brilling comenzó a golpear rítmicamente la puerta con los nudillos. Cunningham no se daba ninguna prisa en abrir.

—¿Y si decide escapar? —se sobresaltó Erast Petrovich—. Por la puerta trasera, ¿qué me dice? ¿No sería mejor que yo rodeara la casa y vigilara el otro lado?

Pero justo en aquel instante escucharon pasos y la puerta se abrió.

En el umbral apareció Cunningham, vestido con una bata. Sus punzantes ojos verdes se detuvieron un instante en el rostro de Fandorin y sus párpados temblaron de una manera casi imperceptible. ¡Le había reconocido!

What’s happening? —preguntó alerta el inglés.

—Vayamos a su despacho —le respondió Brilling en ruso—. Es algo muy importante.

Cunningham dudó un segundo, pero después, con un gesto, les franqueó el paso. Subieron por una escalera de madera de roble y, ya arriba, el señor de la casa y sus huéspedes no invitados entraron en una habitación elegante pero no destinada al ocio. Las paredes estaban cubiertas por completo con anaqueles llenos de libros y carpetas y, junto a la ventana, cerca de un escritorio inmenso de madera de Karelia, se veía una cómoda con cajones, con una etiqueta dorada en cada uno de ellos.

Sin embargo, no fueron ni mucho menos aquellos cajones los que llamaron la atención de Erast Petrovich (no creía que Cunningham fuera de los que guardan sus papeles secretos a la vista de todos), sino los documentos que estaban sobre la mesa, que Cunningham cubrió a toda prisa con un número reciente del Boletín de la Bolsa.

Al parecer, Ivan Frantzevich tuvo la misma intuición, porque cruzó el despacho y se quedó de pie junto a la mesa, de espaldas a una ventana abierta de par en par, con el alféizar demasiado bajo. Una brisa vespertina comenzó a mecer suavemente la cortina de tul.

Comprendiendo perfectamente la maniobra del chief, Fandorin permaneció junto a la puerta. Así Cunningham no tenía ninguna vía de escape.

El inglés comenzó entonces a sospechar que algo iba mal.

—Se comporta usted de una manera extraña, Brilling —dijo, en un ruso perfecto—. ¿Y qué hace aquí con este hombre? Ya le he visto antes: es un policía.

Ivan Frantzevich miró a Cunningham de reojo, manteniendo las manos en los bolsillos de su ancha levita.

—Sí, es un policía. Y dentro de unos minutos habrá más, así que no me resta tiempo para explicaciones.

El chief sacó la mano derecha del bolsillo y Fandorin se sorprendió al ver que esgrimía su Smith & Benson. Pero no había tiempo para sorpresas, así que él también sacó su revólver. ¡Empezaba la acción!

Don’t…! —comenzó a decir el inglés levantando la mano, y en aquel preciso instante sonó un disparo.

Cunningham cayó de espaldas. Erast Petrovich, que se había quedado petrificado en su sitio, contempló sus ojos verdes, vivos aún e inmensamente abiertos, y el perfecto agujero oscuro que se abría en el centro de su frente.

—¡Dios mío, chief!, ¿por qué lo ha hecho? —preguntó Fandorin, volviéndose hacia la ventana.

Entonces se dio cuenta de que el negro cañón apuntaba ahora directamente a su cabeza.

—¡Le ha matado usted! —exclamó Brilling con una voz poco natural—. Es usted un detective demasiado bueno. Por eso, mi joven amigo, me veo obligado a matarle. Lo lamento sinceramente.