Capítulo 12
Capítulo Duodécimo
Donde el héroe descubre que un aura le rodea la cabeza
Pero el tiroteado no perdió el conocimiento, ni tampoco sintió ningún dolor. Sin comprender nada, Erast Petrovich comenzó a bracear en el agua. ¿Qué le había pasado? ¿Estaba muerto o vivo? Y si estaba muerto, ¿por qué estaba todo tan mojado?
La cabeza de Zurov asomó en aquel momento por encima del borde del malecón. Fandorin no se extrañó lo más mínimo. En primer lugar, porque en aquellos momentos difícilmente podía extrañarse de cualquier cosa que le ocurriera; y, en segundo lugar, porque en el mundo de ultratumba (si realmente era allí donde se encontraba) todo resultaba posible.
—¡Erasm!, ¿estás vivo? ¿Te ha rozado la bala? —le preguntó la cabeza de Zurov desgañitándose—. ¡Dame la mano!
Erast Petrovich sacó la mano derecha del agua y, con un único y potente tirón, fue izado a tierra firme. Lo primero que vio allí fue a un hombre pequeño, tumbado boca abajo en el suelo, con una mano extendida que empuñaba todavía un pesado pistolón. Por entre los pelillos ralos de su nuca se vislumbraba un agujero negro, y un charquito oscuro se iba extendiendo bajo su cuerpo.
—¿Estás herido? —inquirió Zurov preocupado, mientras giraba al empapado Erast Petrovich y le palpaba por todas partes—. No comprendo cómo ha podido suceder. Sería un caso de… révolution dans la balistique! No, no puede ser.
—Zurov, ¿es usted? —preguntó Fandorin con voz ronca, asimilando al fin que aún se encontraba en este mundo y no en el otro.
—No me trates de usted. Tutéame. Cruzamos nuestras copas en un brindis de amistad, ¿ya no te acuerdas?
—Pero ¿pa-para qué? —preguntó Erast Petrovich, empezando de nuevo a perder la chaveta—. ¿Quiere usted rematarme con sus propias manos? ¿Acaso ese Azazel suyo le ha prometido una recompensa? Pues ¡dispare, dispare, malditos sean! ¡Ya estoy harto de esta sopa de sémola que cada vez sabe peor!
Lo de la sopa de sémola se le escapó de repente, sin venir a cuento, posiblemente de algún pasaje de su infancia olvidado hacía tiempo. Erast Petrovich se dispuso aun a desgarrarse la camisa, un gesto de «¡Aquí tiene mi pecho desnudo! ¡Ande, dispare!». Pero Zurov le sacudió por los hombros sin ningún miramiento.
—¡Deja ya los delirios, Fandorin! ¿De qué Azazel me hablas? ¿Qué sopa de sémola ni qué tonterías? Ven aquí, que te voy a ayudar a recobrar el sentido de una vez. —Y rápidamente le propinó al extenuado Fandorin dos sonoras bofetadas—. Soy yo, Ippolit Zurov. La verdad es que no sería raro que con tantas desventuras te hubiera fermentado el cerebro. ¡Apóyate en mí! —añadió, cogiendo al joven por los hombros—. Ahora mismo te llevaré al hotel. Tengo ahí uncido mi caballito, el droski de ese tunante. —Y empujó con la pierna el cuerpo inmóvil de Piyov—. ¡Llegaremos volando, en un periquete! Entras en calor, te bebes un ponche y me aclaras lo que está ocurriendo en este circo ambulante.
Pero Fandorin apartó al conde de un empujón.
—¡Nada de eso! ¡Tú eres el que debe aclararme un par de cosas! ¿Cómo has, hip, llegado hasta aquí? ¿Por qué motivo me has seguido? ¿Estás confabulado con ellos?
Zurov, confundido, se retorció el negro bigote.
—No se puede explicar así, en dos palabras.
—No importa, hip, tengo todo el tiempo del mundo. ¡No me moveré de aquí!
—A tu elección. Escucha, pues.
Y he aquí lo que contó Ippolit.
—¿Piensas que te facilité la dirección de Amalia sin ningún motivo? Claro que no, hermano Fandorin. Utilicé en mi decisión un tratado entero de psicología. Me caíste muy bien cuando te conocí, Fandorin, Dios, qué bien me caíste. Tú tienes algo peculiar… No sé, una especie de sello en la cara, o algo similar. Para la gente como tú tengo mucho olfato, huelo a esas personas al pasar. Es como si tuvieran un halo encima de la cabeza, una especie de brillo vaporoso. Las personas que lleváis el halo sois gente muy particular, el destino os protege, os libra de todos los peligros. Para qué, ni el mismo elegido lo sabe. Con alguien así no puedes batirte en duelo, porque serás tú quien muera. Tampoco juegues nunca dinero a las cartas, porque te arruinarás, saques de la manga los comodines que saques. Yo te vi el nimbo cuando me dejaste sin blanca y también después, cuando me obligaste a jugarnos el suicidio a suertes. Es muy raro encontrar a individuos como tú. Mira, en nuestro destacamento, cuando íbamos por los desiertos del Turquestán, había un teniente apellidado Ulich. Se metía en todas las peleas y salía siempre indemne y con una sonrisa en los labios. No lo creerás, pero una vez, cerca de la ciudad de Jiva, vi con mis propios ojos cómo los guardias del kan le disparaban una descarga cerrada. ¡Pues no recibió ni un rasguño!… Pero un buen día se bebió un trago de kumis con la leche cortada, y ¡ahí se acabó! Allí mismo, en la arena, cavamos la tumba de Ulich. ¿Para qué le protegería Dios en tantos combates? ¡Un misterio! Pues bien, Erasm, tú eres una de esas personas, puedes creerme. Me gustaste, en aquel preciso instante me gustaste, cuando cogiste la pistola y apretaste el gatillo sin la más mínima vacilación. Sólo que mi amor y mi admiración, hermano Fandorin, son materia delicada. No puedo querer a nadie que sea menos que yo, y al que vale más lo envidio a muerte. Y yo te envidié. Sentí celos de tu halo, de tu extraordinaria fortuna. Compruébalo tú mismo: hoy has salido del agua sin mojarte un pelo. ¡Ja, ja! Quiero decir que estás empapado, por supuesto, pero vivo y coleando, sin un rasguño. Y, sin embargo, a primera vista no pareces más que un muchacho, un cachorro, nada especialmente importante.
Mientras Ippolit hablaba, Erast Petrovich le escuchó con mucho interés. Se sonrojó al escuchar los halagos y hasta dejó de temblar durante bastante rato. Pero el calificativo de «cachorro» no le agradó precisamente; puso mala cara y hasta hipó dos veces de despecho.
—No te ofendas, te lo digo amistosamente —reaccionó Zurov, palmeándole el hombro—. Entonces saqué esta conclusión: el destino me lo envía. Me dije, seguro que Amalia pica el anzuelo con un tipo así. En cuanto le conozca más, caerá en sus redes. Así me libraré de una vez para siempre de su encantamiento satánico. Me dejará en paz, cesará de martirizarme, de llevarme encadenado como a un oso de feria. A partir de ahora, que sea este mozalbete el que sufra sus suplicios egipcios. Y por eso te di aquella pista, para que llegaras a ella. Sabía que no retrocederías… ¡Anda! Échate la capa y bebe un trago de esta cantimplora.
Con unos dientes como castañuelas, Fandorin bebió ron jamaicano de una cantimplora, a grandes tragos, hasta dejarla completamente vacía. Mientras, Ippolit le puso sobre los hombros su elegante capa negra con forro de satén rojo. Luego empujó con los pies el cadáver de Piyov hasta el borde del malecón, lo alzó por encima de la baranda y lo tiró al agua. Un chapoteo sordo…, y del secretario provincial, del traidor, sólo quedó aquel charquito oscuro sobre las baldosas de piedra.
—¡Señor, concede reposo eterno al alma de tu siervo «co-mo-se-llame»! —rezó Zurov piadosamente.
—Pi-Piyov —hipó de nuevo Erast Petrovich, aunque ahora, gracias al ron, ya no le castañeteaban los dientes—. Porfiri Martinovich Piyov.
—Bah, no seré yo quien le eche de menos —dijo Ippolit, encogiendo los hombros con indolencia—. Que se lo lleve el diablo. Una basura de hombrecillo en todos los aspectos. Mira que querer dispararle a un joven desarmado… Puff… Porque él quería matarte, Erasm. Así que ya sabes, te he salvado la vida. ¿Lo comprendes, verdad?
—Sí, perfectamente. Pero sigue contándome.
—Bien, continúo. Al día siguiente de darte la dirección de Amalia me arrepentí. Me embargó una melancolía tan grande que espero que Dios no me castigue con ella nunca más. Bebí sin parar, visité a prostitutas, perdí más de cincuenta mil rublos a las cartas… Pero nada, el mal humor no cedía. Ni dormía ni comía. Sólo podía beber. Te imaginaba acariciando a Amalia, y a los dos riéndoos de mí. O lo que era peor, sin acordaros en absoluto de mi existencia. Estuve así diez días hasta que comprendí que iba a perder la cabeza. ¿Recuerdas a Jean, mi lacayo? Bueno, pues está en el hospital. Un día intentó aconsejarme y yo le rompí dos costillas y le machaqué la nariz. ¡Qué vergüenza, hermano Fandorin! Lo mío era una fiebre devoradora. Pero al undécimo día reaccioné. Y tomé una decisión; me dije: «Mataré a los dos y luego me cortaré el cuello. De todas formas, nada puede estar peor de lo que está». Que me castigue Dios si miento, pero no recuerdo ni cómo crucé Europa. Bebía como un camello del desierto. En Alemania arrojé a dos prusianos del vagón, o me lo pareció. La verdad es que no lo recuerdo muy bien; quizá lo esté imaginando. No recobré la conciencia hasta llegar a Londres. Lo primero que hice aquí fue ir al hotel, pero allí no os encontré ni a ti ni a ella. Además, el establecimiento era una pocilga. Resultaba impensable que Amalia pudiera hospedarse en un lugar así. El conserje era un animal, no sabía una palabra de francés. Y yo en inglés sólo sé decir «battl visky» y «muv yor as». Lo aprendí de un alférez de navío: «Una botella de whisky» y «Date prisa». Pues bien, le pregunté al conserje, a ese monicaco inglés, por miss Olsen. Él me refunfuñó algo en su idioma, meneó la cabeza y señaló con el dedo hacia atrás, como diciendo: «La señora se ha ido. ¿Adónde?, no tengo ni idea». Entonces probé contigo: «Fandorin —le dije—, Fandorin, “muv yor as”». Entonces (por favor, no te ofendas), abrió los ojos como platos. Por lo visto, tu apellido suena a algo indecente en inglés. En suma, que no llegué a entenderme de ninguna manera con aquel imbécil. No había nada que hacer, sólo esperar en aquel nido de chinches. De modo que me fijé el siguiente orden del día: a primera hora de la mañana bajaba y le preguntaba al conserje: «¿Fandorin?». Él me dedicaba una inclinación y me respondía: «Móning, ser». Como si dijera: «Aún no ha llegado». Entonces yo salía a la calle y me iba a la taberna de enfrente. Allí establecí mi punto de observación. No puedes imaginar qué aburrimiento. Sólo había personas deprimidas a mi alrededor. Menos mal que el «battl visky» y el «muv yor as» me sacaron de apuros. Al principio, el tabernero me miró con suspicacia, pero luego se acostumbró y me recibía como a uno más de la familia. Por otro lado, su negocio mejoró bastante por mi causa, pues la gente acudía al local para verme trasegar vasos de licor de un trago. Eso sí, temían acercarse demasiado y me miraban desde lejos. También aprendí algunas palabras nuevas: «gin», que es nuestro vodka de enebro, «ram», que es ron, y «brandy», una especie de coñac malísimo. Resumiendo, que habría esperado allí, en aquel puesto de observación, hasta caer en el delirium tremens, si no llega a ser porque, gracias a Alá, al cuarto día apareciste tú. Te vi llegar vestido como un petimetre, con bigotes y en un carruaje laqueado. A propósito, has hecho mal en afeitártelos porque te rejuvenecen. Al verte, me dije: «¡Mira qué pavo real, abriendo la cola como un abanico! ¡Pues cuando pregunte por miss Olsen, va a quedarse alelado!». Pero el bellaco del conserje te trataba de manera diferente a como me trataba a mí. Decidí entonces permanecer a la expectativa y aguardar a que tú me pusieras sobre la pista. Una vez en ella, ya me encargaría yo de dejarte frito. Te seguí con cautela por las calles, como si fuera un soplón de la policía. ¡Puff! ¡No estoy diciendo más que tonterías! Cuando te pusiste de acuerdo con el cochero, también yo tomé mis precauciones: alquilé un caballo en el establo y le envolví los cascos con varias toallas del hotel para que no hicieran ruido. Es una táctica de los chechenos antes de iniciar un ataque por sorpresa. Claro que no emplean toallas de hotel, sino el primer trapo que tienen a mano, ya me entiendes.
Erast Petrovich recordó la noche de la que hablaba Ippolit. Había temido tanto perder de vista a Morbid, que ni se le había pasado por la cabeza mirar atrás. Y resulta que también le seguían a él.
—Cuando te vi trepar a la ventana de Amalia, un volcán hizo erupción en mi interior —dijo Ippolit, continuando el relato—. Me mordí la mano hasta hacerme sangre. Mira esto. —Y puso a un centímetro de la cara de Fandorin una mano fuerte y bien proporcionada, donde aún era visible la huella de un mordisco, una media luna casi perfecta entre los dedos índice y pulgar—. «Ahora ya tengo suficientes pruebas —me dije—. Ahora mismo, y de una sola vez, tres almas van a echar a volar: una irá al cielo (y pensaba en la tuya), y las otras dos, derechas al infierno…». Pero por alguna razón te demoraste mucho rato junto a la ventana, hasta que, parece que reuniendo la osadía suficiente, te introdujiste en la habitación. Me quedaba una sola esperanza: que ella te echara de allí. Porque a Amalia no le gusta que la asalten de esa manera, siempre quiere llevar la iniciativa. Esperé con las piernas temblando. De pronto la luz se apagó, escuché su grito y luego el disparo. «¡Ay! —pensé—, el loco de Erasm la ha matado. Seguro que ella ha ido demasiado lejos con su dominación y sus burlas». De pronto, Fandorin, hermano mío, me sentí muy triste, como si me hubiera quedado completamente solo en este mundo y ya no tuviera ninguna razón para vivir… Siempre había sabido que ella acabaría mal, y hasta había pensado a veces en matarla con mis propias manos, pero… Me viste cuando pasaste corriendo delante de mí, ¿no? Me había quedado de piedra, como si estuviera paralítico, por eso ni siquiera intenté llamarte. Me sentía como sumergido en las tinieblas… Después ocurrió algo extraño, que a medida que pasaba el tiempo más extraño parecía… Lo primero que percibí fue que Amalia seguía viva. Sin duda, en la oscuridad fallaste el tiro… Ella gritaba y blasfemaba en voz tan alta que hasta las paredes vibraban. Luego comenzó a dar órdenes en inglés y los criados se pusieron a correr de un lado para otro, registrando el jardín de cabo a rabo. Yo me escondí entre los arbustos. Tenía un lío tremendo en la cabeza. Me sentía muy estúpido, como uno de esos tontos del preferance, en ese momento en que todos sueltan los naipes y alguno se queda ahí solo, esperando el descarte. «Pues no va a ser a mí al que enganchen», me dije. Zurov no ha sido pelele en su vida. En el jardín había una caseta de madera del tamaño de dos casetas de perro. Arranqué una tabla y me metí dentro, en silencio. Estoy acostumbrado a situaciones similares. Me puse al acecho, afilé la vista y agudicé el oído. Como el sátiro espiando a Psique. Allí se había organizado un auténtico alboroto, el frenesí que se vive en el Estado Mayor de un ejército cuando se espera la revista del general supremo. Los criados entraban y salían de la casa, Amalia increpaba a todos y los carteros entregaban más y más telegramas. Y yo allí, sin comprender nada, me pregunté: «¿Qué follón habrá montado Erasm? ¡Con lo educado que parecía!…». Anda, dímelo ahora, ¿qué le hiciste? No me dirás que sólo le miraste la azucena que llevaba prendida en el hombro… Porque Amalia nunca se prende ninguna azucena, ni en el hombro ni en ninguna parte. ¡Cuéntamelo, no me martirices más!
Erast Petrovich se limitó a agitar la mano con impaciencia, expresando que no tenía tiempo que perder en tonterías.
—Total, pusiste de cabeza la casa entera. Ese muerto tuyo —y Zurov movió la cabeza en dirección al río, hacia donde Porfiri Martinovich había encontrado su última morada— llegó a la casa en dos ocasiones. La segunda vez, poco antes de anochecer.
—¿Pero es que estuviste escondido allí toda la noche y todo el día siguiente? —preguntó Fandorin, sorprendido—. ¿Sin comer ni beber?
—Yo puedo aguantar mucho sin comer si tengo algo con qué mojarme el gaznate. —Y Zurov dio una palmada a su petaca—. Naturalmente, tuve que racionarme la bebida, dos tragos cada hora. Resultó duro, pero durante el asedio de Majrám lo pasé peor, ya te contaré. Con el fin de hacer algo de ejercicio y de estirar las piernas, salí un par de veces de mi escondrijo a atender a mi caballo. Lo había dejado atado a la valla de un jardín cercano. Arrancaba un poco de hierba para él, le hablaba un rato para que no se aburriera, y vuelta a mi puesto de guardia. En Rusia roban un caballo que está a la intemperie en un abrir y cerrar de ojos, pero aquí la gente parece menos atrevida, menos resuelta. Ni se les pasa por la cabeza hacer algo así. Por cierto, que, al atardecer, mi caballito bayo me fue de gran utilidad. Cuando ese fiambre —de nuevo Zurov señaló el río con la cabeza— llegó a la casa por segunda vez, todos tus enemigos se pusieron en marcha. Imagínatelo: delante, en vanguardia, como un auténtico Bonaparte, iba Amalia en su berlina junto a dos jóvenes corpulentos sentados en el pescante; a continuación iba el fiambre en un droski, después dos lacayos en una calesa y, por último, a distancia, este servidor tuyo, en las tinieblas de la noche, como otro Denis Davidov con su caballito bayo, sólo que cabalgando con cuatro toallas envueltas en los cascos. —Ippolit soltó una carcajada y miró fugazmente la franja roja del amanecer, que empezaba a extenderse por encima del río—. Llegamos, de este modo, a un lugar que parecía una guarida de cucarachas, algo así como el barrio de Ligovka en Moscú: casas miserables, almacenes y barro por todas partes. El fiambre subió a la berlina de Amalia, al parecer para celebrar consejo y decidir la estrategia final. Yo amarré el caballo a la valla de un patio y me quedé esperando acontecimientos. El fiambre entró en una casa, con una especie de tablilla en la mano, y permaneció allí alrededor de media hora. Justo entonces comenzó a estropearse el tiempo. En el cielo retumbó un cañoneo de truenos y empezó a llover a cántaros. Me estaba calando hasta los huesos, pero aguanté a la intemperie porque me interesaba muchísimo todo lo que ocurría allí. Luego apareció otra vez el fiambre y entró rápidamente en el coche de Amalia. «Estarán celebrando otro consejo», me dije. Yo tenía el cuello del abrigo completamente empapado, y la cantimplora casi vacía. Ya estaba pensando si no sería mejor organizar una especie de aparición de Jesucristo ante el pueblo, dispersar a aquella pandilla de cofrades y exigirle una aclaración a Amalia, cuando, de pronto, la puertecilla de la berlina se abrió y vi algo que… ¡líbreme Dios!
—¿Un fantasma? —preguntó Fandorin con interés—. ¿Con un débil resplandor?
—Exacto, eso mismo. Brrr. Un escalofrío helado me erizó la piel. Tardé un rato en darme cuenta de que aquel espectro era Amalia. La farsa se ponía de nuevo interesante. Amalia empezó a comportarse de un modo extraño. Primero se acercó a la puerta de la casa donde antes había entrado el fiambre, después desapareció en el patio contiguo, estuvo allí unos minutos y luego regresó y entró en la casa. Los dos criados la siguieron. Al cabo de un rato, los dos hombres sacaron en brazos una especie de saco. Más tarde comprendí que eras tú al que llevaban allí dentro, pero en ese instante ni se me pasó por la cabeza. Luego el ejército se dividió: Amalia y el fiambre se subieron a la berlina y el droski fue tras ellos. Los dos lacayos partieron con el saco en la calesa hacia otra dirección. Yo pensé: «Bueno, con el saco no tengo nada que ver. Lo que me interesa es sacar a Amalia del lío en que se ha metido». Así que seguí a la berlina y al droski con mi caballo bayo galopando sordamente con sus cascos: tap-tap, tap-tap. Pero de pronto, un poco más adelante, los carruajes se detuvieron. Yo iba a buen paso y tuve que sujetar a mi caballo por las quijadas para que no relinchara. El fiambre saltó de la berlina y dijo (la noche era muy silenciosa y pude oírlo a distancia): «De todas maneras, querida, será mejor que lo compruebe con mis propios ojos. Mi corazón no está completamente tranquilo. Ese mozalbete parece excesivamente listo. Si me necesita para algo, querida, ya sabe dónde buscarme». Al pronto, aquellas palabras me sacaron de quicio. ¡Qué «querida» ni qué gaitas, inmunda criatura! Pero entonces fue cuando lo comprendí todo: «¿No estará hablando de Erasm?». —Ippolit movió la cabeza con satisfacción, mostrando lo orgulloso que se sentía de su perspicacia—. Lo que ha ocurrido después ya puedes imaginártelo. El criado que conducía el droski saltó al pescante de la berlina y yo seguí al fiambre. Al llegar me he apostado allí, mira, detrás de ese almacén. Antes de entrometerme en nada, he querido saber qué jugada le habías hecho para que te tratara así. Pero como hablabais tan bajo, no he podido escuchar ni media palabra. Créeme, no quería dispararle. Además, estaba demasiado oscuro para acertar en el blanco. ¡Pero es que iba a matarte!, me he dado cuenta simplemente viéndole de espaldas. Tengo muy buena vista para estas cosas. ¡Qué disparo tan bueno, madre mía! Dime ahora si Zurov pierde el tiempo cuando practica el tiro con monedas de cinco kopecs… A cuarenta pasos y en el mismísimo cráneo… Y no lo olvides, con poquísima luz…
—Supongamos que no son cuarenta —observó distraídamente Erast Petrovich, pensando en otra cosa.
—¿Cómo que no son cuarenta? —se enfadó Ippolit—. ¡Anda y cuéntalos! —Y se puso a marcar los pasos (la verdad sea dicha, haciéndolos algo cortos) hasta que Fandorin le detuvo.
—¿Adónde vas ahora?
Zurov se sorprendió:
—¿Qué quieres decir? Primero, pretendo que recuperes una traza relativamente humana para que me cuentes con detalle en qué consiste todo este alboroto. Después iremos a desayunar juntos y me marcharé a ver a Amalia. Creo que voy a dispararle en serio a esa mujer. ¡Que se vaya al diablo de una vez o la colgaré de una soga! Pero, antes que nada, respóndeme: ¿eres mi aliado o mi enemigo?
—Veamos —frunció el entrecejo Erast Petrovich, frotándose los ojos con aire cansado—. Punto uno. No necesito tu ayuda. Punto dos. No voy a informarte de lo que está pasando. Punto tres. Eso de matar a Amalia no estaría mal, pero será muy difícil que salgas indemne de su casa. Y punto cuatro y último. No soy tu rival amoroso; se me revuelve el estómago sólo de pensar en ver a Amalia.
—Entonces, quizá lo mejor sea matarla —repuso Zurov, pensativo—. Adiós, Erasm. Ya nos veremos, si Dios quiere.
Tras todas aquellas conmociones nocturnas, el día que acababa de transcurrir, con su extraordinaria acumulación de acontecimientos, se le antojaba a Erast Petrovich bastante convulso, una sucesión de fragmentos aislados sin ninguna trabazón entre sí. Pese a que Fandorin se había comportado con mucha más sensatez que otras veces, había tomado decisiones juiciosas y actuado conforme a ellas, todo se había desarrollado por su propia inercia, fuera de cualquier argumento previo. El último día del mes de junio quedaba impreso en la memoria de nuestro héroe como una sucesión de imágenes muy vivas, pero hilvanadas en un tremendo vacío.
Y bien, he aquí que comienza un nuevo día. Primeras horas de la mañana a la orilla del Támesis, en la zona portuaria. Hace un tiempo soleado y apacible. Erast Petrovich está sentado, en camiseta y calzoncillos, sobre el tejado metálico de un almacén algo destartalado. Junto a él, tendidas al sol, están su ropa y sus botas mojadas. Las costuras de la caña de una de éstas se han descosido. También su pasaporte y varios billetes de banco están puestos a secar. Las ideas que cruzan por la cabeza del recién salvado de las aguas se embrollan, se confunden, aunque después vuelven a su cauce invariablemente.
«Uno. Ellos creen que he muerto, pero estoy vivo. Dos. Piensan que nadie sabe que existen, pero yo sí lo sé. Tres. He perdido el portafolios azul. Cuatro. Si contara esta historia, nadie me daría ningún crédito. Cinco. Si contara esta historia, me meterían directamente en un manicomio.
»No, empecemos otra vez. Uno. Ellos no saben que estoy vivo. Dos. En consecuencia, dejarán de perseguirme. Tres. Transcurrirá cierto tiempo antes de que adviertan la ausencia de Piyov. Cuatro. Ahora sí que podría ir tranquilamente a la embajada y mandarle desde allí un telegrama cifrado al chief.
»No. A la embajada, de ningún modo. ¿Y si hay más judas además de Piyov? Amalia se enteraría y todo comenzaría de nuevo. No, descartado. No debo poner a nadie al corriente de esta historia. A nadie, salvo al chief. Y un telegrama no es el medio adecuado… Pensará que Fandorin ha perdido el juicio por recibir tantas impresiones nuevas en su viaje por Europa. ¿Y si enviara una carta a Moscú? Sí, eso sería posible, pero tardaría demasiado en llegar.
»¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? Dios mío, ¿qué puedo hacer?
»Según el calendario occidental, estamos a 30 de junio, último día del mes. Amalia pondrá hoy punto final a su particular contabilidad mensual y enviará un nuevo paquete a Petersburgo, otro más destinado a Nicholas Croog. El primero en morir será el benemérito consejero de Estado en activo, junto con sus hijos. Vive en Petersburgo y apenas tardarán en encontrarle. Desde luego, parece un poco estúpido por su parte eso de enviar una carta desde Petersburgo a Londres para luego remitir la respuesta otra vez a Petersburgo. Los dispendios de una conjura. Y eso quiere decir que las ramas de la organización secreta no saben dónde se encuentra su cuartel general. ¿O quizá el cuartel general sea itinerante y se desplaza de un país a otro? Hoy está en Petersburgo y dentro de un mes en cualquier otra parte. ¿Y si no tuvieran un cuartel general sino un solo jefe? ¿Quién, Croog? Si fuera así, todo resultaría demasiado fácil. De cualquier modo, habría que detener a Croog con el paquete en las manos.
»Pero ¿cómo interceptar el envío?
»De ninguna forma. Es imposible.
»¡Un momento! ¡Alto! Quizá sea imposible interceptarlo, pero sí que podría adelantarme a su llegada. ¿Cuántos días tardará en llegar una carta a Petersburgo?».
* * *
La acción que sigue tiene lugar varias horas más tarde en el despacho del director de Correos del sector centro-este de la ciudad de Londres. El director se siente muy halagado —Fandorin se ha presentado como un príncipe ruso— y se dirige a Erast con los tratamientos de Prince y Your Highness, pronunciándolos con una evidente satisfacción. Erast Petrovich viste una elegante levita y balancea un ligero bastón, sin el cual sería impensable imaginar a un verdadero prince.
—Lo siento mucho, prince, pero me temo que va usted a perder su apuesta. —Es la tercera vez que el director de la oficina postal intenta explicarle el asunto a este ruso algo memo—. Su país es miembro de la Unión Postal General, fundada hace dos años y constituida por veintidós países con una población conjunta de más de trescientos cincuenta millones de personas. En este espacio común se aplican los mismos reglamentos y las mismas tarifas. Si usted ha enviado su carta hoy, día treinta de junio, desde Londres y por correo urgente, no tiene ninguna posibilidad de llegar antes que ella a su destino: dentro de seis días, exactamente en la mañana del seis de julio, la carta estará en San Petersburgo. Bueno, no el día seis, ¿qué fecha sería según el calendario ruso?
—Pero ¿por qué razón la carta puede llegar ese día y yo no? —sigue sin comprender el «príncipe»—. ¿Acaso va a ir volando por el aire?
El director se lo explica otra vez, dándose aires de importancia.
—Mire usted, alteza, los envíos con el sello de urgencia se entregan en cada etapa del trayecto sin un minuto de retraso. Supongamos que usted cogiese hoy en la estación de Waterloo el mismo tren que transporta el correo urgente, en Dover el mismo vapor, y que también llegase a tiempo a la estación del Norte de París…
—Sí, supongámoslo, ¿dónde estaría el problema?
—¡Pues en que no hay nada más rápido que el correo urgente! —explica el director con solemnidad—. Sí, usted ha llegado a París, pero tendrá que coger el tren de Berlín y también comprar el billete, porque, como usted mismo dice, no lo ha reservado de antemano. Por tanto, tendrá que alquilar un coche de caballos y dirigirse hacia la otra estación cruzando todo el centro de la ciudad. Y allí tendrá que esperar al tren de Berlín, que sale una sola vez al día. Y ahora volvamos de nuevo a la ruta que seguirá esa carta enviada por correo urgente. Desde la estación del Norte, en un convoy de servicio y por una vía de ferrocarril de circunvalación de uso interno, la carta llega a la otra estación, donde es entregada al primer tren que sale en dirección este. Que no tiene por qué ser necesariamente un tren de pasajeros; un tren de mercancías con un vagón especial de correos sirve igualmente.
—Pero ¡también yo puedo hacer lo mismo! —exclama, excitado, Erast Petrovich.
El patriota del servicio postal inglés responde a la observación con un gesto severísimo.
—Quizá le permitan eso en Rusia, mi querido señor, pero en Europa desde luego que no. Hummm, bueno, a lo mejor podría usted sobornar al funcionario francés, pero en Berlín es seguro que no podrá: los funcionarios alemanes de Correos y de ferrocarriles tienen fama de incorruptibles.
—Entonces, ¿todo está perdido? —le pregunta en ruso un Fandorin completamente desesperado.
—Perdón, alteza, no le comprendo.
—Piensa usted que tengo definitivamente perdida la apuesta, ¿no? —repite la pregunta en inglés el desalentado «príncipe».
—¿A qué hora exacta dice que ha salido la carta?… Bueno, eso ya no tiene la más mínima importancia. Aunque saliera corriendo ahora mismo para la estación, ya no llegaría a tiempo de coger el tren.
Paradójicamente, las desalentadoras palabras del funcionario inglés producen en el aristócrata ruso un efecto mágico.
—¿A qué hora, pregunta?… ¡Pues claro! ¡Cómo no se me ha ocurrido antes! ¡Hoy es el último día de junio! ¡Morbid recogerá a las diez de esta noche el correo que llegue al hotel! Y ella tendrá que copiar el contenido… ¡Y también ponerlo en clave! ¿O es que va a enviar la carta así, con una redacción comprensible? Naturalmente, tendrá que cifrarlo. ¡Y eso significa que el paquete no podrá salir hasta mañana! Por lo tanto, no llegará el día seis, sino el siete. ¡Es decir, el veinticinco de junio, según el calendario ruso! ¡Tengo un día de ventaja!
—Perdone, prince, pero no comprendo nada en absoluto —dice el director abriendo los brazos, mas Fandorin ya ha abandonado su despacho y la puerta acaba de cerrarse tras él.
A sus espaldas se oye:
—¡Pero, your highness, se olvida usted el bastón!… ¡Ah, estos boyardos rusos!
Por fin llega la noche de este día fatigoso, nebuloso y crucial. El último atardecer de junio se despliega majestuosamente sobre el mar. El vapor Conde de Gloucester mantiene el rumbo hacia Dunquerque. De pie, en la proa, está Fandorin, vestido al más puro estilo británico con quepis, traje a cuadros y esclavina escocesa. Mira sólo en una dirección, hacia la costa francesa, que va aproximándose muy poco a poco, lenta y penosamente. Ni una sola vez vuelve la vista atrás, hacia los acantilados de creta de Dover.
Sus labios balbucean: «Si ella retrasara el envío hasta mañana, si esperara…».