XV

Cuenta ahora la historia que cuando Galaz se separó de Lanzarote, cabalgó muchas jornadas a la ventura, una vez hacia delante y otra hacia atrás, hasta que llegó a una abadía en la que estaba el rey Mordraín; cuando oyó la noticia del rey que esperaba al Buen Caballero, pensó que iría a verlo. La mañana siguiente, tan pronto como hubo oído misa, fue a donde estaba el rey; al entrar, el rey, que hacía tiempo que había perdido la vista y la fuerza del cuerpo por la voluntad de Nuestro Señor, vio claro tan pronto como se le acercó. Se incorporó rápidamente y dijo a Galaz:

—Galaz, servidor de Dios, verdadero caballero cuya venida he esperado durante tanto tiempo, abrázame y déjame descansar sobre tu pecho, de tal forma que pueda morir entre tus brazos, pues tú eres tan limpio y virgen sobre todos los demás caballeros como la flor de lis, en la que se simboliza la virginidad, que es más blanca que todas las demás. Tú eres lis en virginidad, eres rosa verdadera, auténtica flor en virtud y en color de fuego, pues el fuego del Espíritu Santo está tan prendido y encendido en ti que mi carne, que estaba completamente muerta y envejecida, ha rejuvenecido ya en virtud.

Cuando Galaz oye estas palabras, se sienta a la cabecera del rey, le abraza y se lo pone delante porque el anciano deseaba descansar así, éste se inclina hacia él y, abrazándole por el costado, empieza a apretarle diciendo:

—Buen Padre de Jesucristo, ya se ha cumplido mi voluntad. Ahora te pido que vengas a buscarme a este punto en el que estoy, pues no podría morir en un lugar tan agradable y tan a mi gusto a no ser este mismo sitio, pues en esta gran alegría, que he deseado durante tanto tiempo, no hay más que rosas y flores de lis.

En cuanto acabó esta oración a Nuestro Señor, fue evidente que Nuestro Señor había oído su ruego, pues al punto entregó su alma a Aquel a quien había servido durante tanto tiempo y murió entre los brazos de Galaz. Al enterarse los de dentro de estos hechos, vinieron al cuerpo y encontraron que todas las heridas que había soportado tanto, habían sanado: lo tuvieron como gran milagro. Prepararon el cuerpo según convenía a rey y lo enterraron allí mismo.

Galaz se quedó en aquel lugar dos días. El tercero se marchó y cabalgó muchos días hasta llegar al Bosque Peligroso, en el que encontró la fuente que hervía con grandes olas, tal como contó la historia más arriba. Tan pronto como la tocó, se alejó de aquélla el ardor y el calor, pues en él no había habido nunca calentamiento de lujuria. Los del país tuvieron esto como gran maravilla en cuanto oyeron que el agua se había enfriado. Desde entonces, perdió el nombre que tenía antes y fue llamada, en adelante, la Fuente de Galaz.

Después de llevar a cabo esta aventura, llegó a la entrada de Gorre y tal como le llevaba la fortuna llegó a la abadía en la que Lanzarote había estado antes, en la que encontró la tumba de Galaad, rey de Hoselice, hijo de José de Arimatea, y la tumba de Simeón, donde había muerto. Al entrar, miró la cripta que había bajo el monasterio: cuando vio la tumba que ardía tan admirablemente, preguntó a los frailes qué era aquello.

—Señor —le contestaron—, es algo maravilloso que sólo puede ser terminado por aquel que sobrepasará en bondad y caballería a todos los compañeros de la Mesa Redonda.

—Si os agrada —les dijo—, querría que me llevaseis a la puerta por donde se entra.

Le responden que lo harán con gusto. Le llevan a la entrada de la cripta y desciende por las escaleras. En cuanto llegó a la tumba, desapareció el fuego, y la llama, que durante mucho tiempo había sido grande y admirable, remitió por la llegada de aquel en quien no había mal calor. Se acercó a la tumba y la levantó: dentro vio el cuerpo de Simeón que había muerto; tan pronto como remitió el calor, oyó una voz que le dijo: «Galaz, Galaz, debéis dar muchas gracias a Nuestro Señor por haberos dado tan grandes virtudes, pues por vuestra buena vida podéis sacar las almas de la pena terrenal y llevarlas a la alegría del Paraíso. Yo soy Simeón, vuestro antepasado, que en el gran calor que habéis visto permanecí trescientos cincuenta y cuatro años para purgar un pecado que cometí antaño contra José de Arimatea. Y a pesar de la pena sufrida, yo me habría perdido y condenado, pero la gracia del Espíritu Santo, que actúa en vos más que la caballería terrena, me ha tenido compasión por la gran humildad que hay en vos y me ha quitado, afortunadamente, del dolor terreno y me ha llevado a la alegría de los cielos sólo por la gracia de vuestra venida».

Los de allí, que habían bajado tan pronto como la llama se extinguió, oyeron estas palabras y lo tuvieron por gran maravilla y por milagro. Galaz tomó el cuerpo y lo sacó de la tumba en la que había estado tanto tiempo y lo llevó en medio del monasterio. Después de hacer esto, los frailes lo tomaron y lo enterraron como corresponde a caballero, pues él había sido caballero; le hicieron oficios como se le debían hacer y lo enterraron ante el altar mayor. Cuando lo hubieron hecho todo, fueron a Galaz, mostrándole una honra tan grande que no se podía más; le preguntaron de dónde era y de qué gente. Él les contó la verdad.

La mañana siguiente, después de oír misa, Galaz se marchó encomendando los frailes a Dios; tomó el camino y cabalgó así cinco años completos hasta llegar a la casa del Rey Tullido. Y durante los cinco años le acompañó Perceval por todas partes. En este tiempo llevaron a cabo todas las aventuras del reino de Logres que venían sucediendo por manifestación maravillosa de Nuestro Señor. Y en ninguno de los lugares a los que fueron, por mucha abundancia de gente que hubiera, se desconfortaron, ni desmayaron, ni tuvieron miedo.

Un día, al salir de un gran bosque admirable, encontraron en el camino a Boores, que cabalgaba completamente solo. En cuanto lo conocieron, no preguntéis si se pusieron alegres y contentos, pues habían estado sin él mucho tiempo y deseaban verle en gran manera. Se alegran, honran y felicitan mutuamente. Después, le preguntan cómo le ha ido; él les cuenta todo y cómo se ha comportado: dice que hace fácilmente cinco años que no se ha acostado más de cuatro veces en cama ni en hostal en el que hubiera gente, sino en bosques desconocidos y en montañas alejadas, en las que habría muerto más de cien veces de no haber sido por la gracia del Espíritu Santo que le reconfortaba y sostenía en todas sus desdichas.

—Y ¿encontrasteis algo de lo que vamos buscando? —preguntó Perceval.

—Ciertamente —le respondió—, no; pero creo que no nos separaremos antes de haber dado con el motivo por el que esta Búsqueda comenzó.

—¡Que Dios nos lo otorgue! —dijo Galaz—. Y así me salve Dios, no sé de nada que me pueda alegrar tanto como vuestra venida, pues la quería y la deseaba mucho.

Así reunió el destino a los tres compañeros a los que el destino había separado. Cabalgaron mucho tiempo, hasta que un día llegaron al castillo de Corbenic. Cuando estuvieron dentro, que el rey los reconoció, se produjo una gran alegría, pues sabían que con esta llegada terminarían las aventuras del castillo, que habían durado tanto tiempo. La noticia fue por todas partes, hasta que todos acudieron a verlos. El rey Pelés llora sobre Galaz, nieto suyo, y lo mismo hacen todos los demás que lo conocían desde niño.

Cuando se hubieron desarmado, Eliezer, hijo del rey Pelés, trajo ante ellos la Espada Rota, de la cual ya ha hablado la historia, que fue aquella que hirió a José en medio del muslo. La desenvaina y les cuenta cómo se rompió; entonces, Boores la toma por si puede unirla, pero no pudo ser. Al ver que ha fracasado, la entregó a Perceval, y dijo:

—Señor, intentad a ver si este hecho será llevado a fin por vos.

—Con gusto —le responde.

Toma la espada tal como estaba y junta los dos trozos, pero no se unieron de ninguna forma. Cuando ve esto, dice a Galaz:

—Señor, nosotros hemos fracasado en esta aventura. Ahora conviene que vos lo intentéis y si vos también fracasáis, pienso que no será llevada a cabo por hombre mortal.

Entonces toma Galaz los dos pedazos de la espada y los ajusta: se unen de manera tan perfecta que no hay hombre en el mundo capaz de reconocer la ruptura anterior, y ni siquiera de que estuvo rota.

Cuando los compañeros observan esto, dicen que Dios les ha mostrado un buen comienzo y que bien creen que fácilmente terminarán con los demás hechos, pues esta aventura ha podido ser llevada a fin. Los de allí, al ver que la aventura de la espada ha concluido, manifiestan una admirable alegría. La entregaron a Boores y le dijeron que no podría ser mejor empleada, pues era un caballero bueno y sensato.

A la hora de vísperas, empezó a oscurecer y a cargarse el cielo y se levantó un viento fuerte y grande que golpeaba en la misma sala: era tan cálido que la mayoría de ellos pensaron estar ardiendo y algunos cayeron desmayados por el gran miedo que tenían. Entonces oyeron una voz que dijo: «Los que no deben sentarse en la mesa de Jesucristo que se vayan, pues ahora serán saciados con el alimento del cielo los verdaderos caballeros».

Al oír estas palabras, salieron todos sin esperar más, a excepción del rey Pelés, que era muy buen hombre y de santa vida; de Eliezer, su hijo, y una doncella, descendiente del rey, que era lo más santo y religioso que se conocía en la tierra. Con estos tres se quedaron los tres compañeros, por ver qué manifestación quería hacerles Nuestro Señor. Al poco rato vieron venir por la puerta a nueve caballeros armados, que se quitan los yelmos y las armaduras y se acercan a Galaz; se inclinan ante él y dicen:

—Señor, mucho nos hemos apresurado para estar con vos a la mesa en la que se repartirá la Alta Comida.

Éste les responde que han llegado a tiempo, pues tampoco hace mucho que llegaron ellos. Se sientan todos en medio de la sala; Galaz les pregunta de dónde son; tres contestan que son de Gaula, otros tres dicen que son de Irlanda y los demás que son de Dinamarca.

Mientras hablaban así, ven salir de una de aquellas habitaciones un lecho de madera, traído por cuatro doncellas. En el lecho yacía un anciano enfermo al parecer, que llevaba una corona de oro a la cabeza. Al llegar al centro de la sala, lo dejan y se marchan. Aquél levanta la cabeza y dice a Galaz:

—Señor, ¡sed bienvenido! He deseado mucho veros y he esperado largo tiempo vuestra llegada en tal pena y angustia que cualquier otro no lo habría podido soportar; pero, si Dios quiere, ha llegado ahora el momento en que mi dolor se aliviará y en que yo moriré tal como me fue prometido hace tiempo.

Mientras hablaba de este modo, oyeron una voz que decía: «El que no haya sido compañero en la Búsqueda del Santo Grial que se vaya, pues no tiene derecho a permanecer más».

Tan pronto como fueron pronunciadas estas palabras, salieron el rey Pelés, su hijo Eliezer y la doncella. Cuando la sala quedó vacía, sólo con los que se sentían como compañeros en la Búsqueda, les pareció a los que habían permanecido que de la parte del cielo bajaba un hombre vestido a semejanza de obispo, con una cruz en la mano y mitra a la cabeza; lo llevaban cuatro ángeles en una silla riquísima y lo sentaron junto a la mesa sobre la que estaba el Santo Grial. El que había sido traído con figura de obispo tenía unas letras en su frente que decían: «HE AQUÍ A JOSOFES, EL PRIMER OBISPO DE LOS CRISTIANOS, EL MISMO A QUIEN NUESTRO SEÑOR CONSAGRÓ EN LA CIUDAD DE SARRAZ, EN EL PALACIO ESPIRITUAL». Los caballeros que ven esto y saben de letras, se extrañan mucho, pues este Josofes del que hablan las letras había muerto hacía más de trescientos años. Les habla diciéndoles:

—¡Ay!, caballeros de Dios, servidores de Jesucristo, no os admiréis si me veis ante vos tal como estoy con este Vaso Santo, pues del mismo modo que yo le serví en la tierra, así soy su siervo en espíritu.

Después de decir esto, se dirige hacia la mesa de plata; se acoda y arrodilla ante el altar y después de estar allí un gran rato presta atención y oye que se abre la puerta de la habitación y que da un golpe muy fuerte. Mira hacia aquella parte y los demás hacen lo mismo: ven salir a los ángeles que habían traído a Josofes, de los cuales dos llevaban sendos cirios; el tercero una tela de jamete rojo y el cuarto una lanza que sangraba tan abundantemente que las gotas caían en un recipiente que llevaba en la otra mano. Colocaron los dos cirios sobre la mesa; el tercero puso la tela junto al Santo Vaso y el cuarto sostuvo la lanza completamente recta sobre el mismo recipiente, de tal forma que caía dentro de él la sangre que corría por el asta abajo. Nada más hacer esto, se levantó Josofes y retiró un poco la lanza de encima del Santo Vaso y lo cubrió con la tela.

A continuación hizo como que iba a comenzar el sacramento de la misa. Después de permanecer así un rato, tomó de dentro del Santo Vaso una oblea que estaba hecha a semejanza de pan. Al elevarla, descendió del cielo una figura como de niño, cuyo rostro era tan rojo y ardiente como el fuego; se metió en el pan, de tal modo que los que estaban en la sala vieron sin dificultad que el pan tenía forma de hombre de carne. Después de haberlo sostenido un buen rato, Josofes lo volvió a meter en el Santo Vaso.

Después de hacer lo que el sacerdote hace en el servicio de la misa, se acercó a Galaz, lo besó y le dijo que besara a sus hermanos. Así lo hizo. A continuación les dijo:

—Servidores de Jesucristo, que os habéis esforzado y habéis sufrido por ver una parte de las maravillas del Santo Grial, sentaos en esta mesa: quedaréis saciados con la mejor comida que nunca degustó ningún caballero, repartida por la mano misma de vuestro Salvador. Podréis decir que en buena hora os esforzasteis, pues hoy recibiréis la más alta recompensa que nunca recibió caballero.

Tras decir esto, Josofes desapareció de entre ellos, de tal forma que no supieron qué había sido de él. Se sentaron a la mesa con gran tristeza y comienzan a llorar con tal amargura que sus rostros se mojan.

Miran entonces los compañeros y ven salir del Santo Vaso a un hombre desnudo, con las manos, los pies y el corazón sangrando, que les dijo: «Caballeros y servidores míos y de mi leal hijo, que en vida mortal habéis llegado a ser espirituales, que me habéis buscado tanto que no puedo ocultarme a vosotros durante más tiempo, es necesario que veáis parte de mis secretos y de mis misterios, pues habéis hecho tantas cosas que ya estáis sentados a mi mesa, a la cual no comió ningún caballero desde los tiempos de José de Arimatea. Los restantes tuvieron lo que tienen los servidores: es decir, los caballeros actuales y muchos otros han sido saciados con la gracia del Santo Vaso, pero nunca estuvieron como vosotros estáis ahora. Tomad y recibid el alto alimento que habéis deseado durante tanto tiempo y por el que habéis trabajado tanto».

Entonces Él mismo tomó el Santo Vaso y se acercó a Galaz; éste se arrodilla cuando le da su Salvador. Lo recibe gozoso con las manos juntas y lo mismo hace cada uno de los demás, y no le pareció a ninguno que no le metiera en la boca el trozo semejante a pan. Cuando todos hubieron recibido el alto alimento, que les parecía tan dulce y maravilloso que creían que todas las suavidades que se pueden pensar con el corazón estaban dentro de su cuerpo, Aquel que así les había saciado dijo a Galaz:

—Hijo, tan limpio y puro como hombre terreno puede ser, ¿sabes qué tengo entre mis manos?

—De ninguna manera —le contestó—, si no me lo decís vos.

—Es —le dijo— la escudilla en la que Jesucristo comió el cordero el día de Pascua con sus discípulos. Es la escudilla que ha servido a todos aquellos que he encontrado en mi servicio; es la escudilla que no vio ningún hombre de poca fe sin que le pesara mucho. Y porque ha servido abundantemente a todos, debe ser llamada el Santo Grial. Ya has visto lo que tanto querías y deseabas ver, pero aún no lo has visto tan al descubierto como lo verás. ¿Sabes dónde tendrá lugar esto? En la ciudad de Sarraz, en el palacio espiritual: por eso debes irte de aquí en compañía de este Santo Vaso que esta misma noche se alejará del reino de Logres de tal forma que no volverá a ser visto y que no volverá a haber más acontecimientos extraños. ¿Sabes por qué se va? Porque no es servido y honrado por los de esta tierra como le corresponde, pues se han vuelto a peor vida y más mundana aquellos que fueron saciados antaño por la gracia de este Santo Vaso. Y ya que lo han recompensado tan mal, les desvisto de los honores que les había concedido. Por eso quiero que mañana por la mañana vayas al mar, donde encontrarás la nave en la que tomaste la Espada del Extraño Tahalí; para que no vayas solo, quiero que lleves contigo a Perceval y a Boores. No deseo que te marches de esta tierra sin que el Rey Tullido haya sanado; por eso, tomarás sangre de esta lanza y se la untarás en las piernas: con esto quedará sano; ninguna otra cosa podrá curarle.

—¡Ay! Señor —dijo Galaz—, ¿por qué no permitís que vengan todos conmigo?

—Porque no lo quiero así —le contestó—, sino que lo hago a semejanza de mis Apóstoles; pues del mismo modo que comieron conmigo el día de la cena, igualmente coméis vosotros ahora conmigo en la mesa del Santo Grial y ya sois doce, como doce fueron los Apóstoles. Y yo soy el decimotercero, por encima de vosotros, que debo ser vuestro maestro y vuestro pastor. Y del mismo modo que yo los separé y los hice ir por el universo mundo a predicar la verdadera ley, igualmente os separo a unos de los otros. Y todos moriréis en este servicio a excepción de uno.

Les da la bendición y se desvanece de tal forma que no supieron qué había sido de él y sólo lo vieron ir hacia el cielo.

Galaz se acercó a la lanza que estaba puesta encima de la mesa, tocó la sangre y después se dirigió al Rey Tullido y le untó con ella las piernas en donde había sido herido. Éste se vistió al momento y salió del lecho sano y salvo. Dio gracias a Nuestro Señor por haberle curado tan súbitamente; después vivió mucho tiempo, pero no fue en el siglo, sino que se entregó a una orden de monjes blancos. Por su amor hizo muchos milagros hermosos Nuestro Señor, de los que no habla aquí la historia porque sería una gran tarea.

Alrededor de medianoche, después de orar un buen rato a Nuestro Señor, que por su piedad los condujera a la salvación de sus almas fuesen a donde fuesen, bajó una voz entre ellos que les dijo: «Hijos míos, y no hijastros míos, amigos míos, y no guerreros míos, salid de aquí y marchad a donde penséis que podréis hacer lo mejor, según os lleve el destino». Al oír esto, responden todos a la vez:

—Padre de los cielos, bendito seas Tú que te dignas a tenernos como hijos y amigos. Bien nos damos cuenta ahora de que hemos terminado con nuestras penas.

En esto, salen de la sala y descienden al patio, encontrando armas y caballos; se preparan y montan. Cuando ya están sobre los caballos, abandonan el castillo mientras se preguntan quiénes son, para conocerse los unos a los otros. Resulta que de los tres que había de Gaula, uno era Claudín, hijo del rey Claudas, y los otros, fueran del lugar que fuera, eran bastante gentiles y de elevado linaje. A la hora de marchar, se besaron como hermanos, lloraron con ternura y todos dijeron a Galaz:

—Señor, sabed que en verdad nunca tuvimos una alegría semejante a la que tuvimos en el momento en que nos enteramos de que os acompañaríamos, y nunca hubo un dolor tan grande como el que tenemos al separarnos de vos tan pronto; pero vemos bien que esta separación agrada a Nuestro Señor y por eso conviene que nos dejemos sin hacer duelo.

—Buenos señores —dijo Galaz—, si amasteis mi compañía, tanto más amé yo la vuestra; pero bien podéis ver que es imposible seguir de compañeros. Por eso, os encomiendo a Dios y os ruego, si vais a la corte del rey Arturo, que me saludéis a Lanzarote, mi padre, y a los de la Mesa Redonda.

Le responden que, si van hacia allá, no lo olvidarán.

Así se separan unos de otros. Galaz toma el camino con sus compañeros y cabalgan los tres juntos hasta llegar al mar en menos de cuatro días; y hubieran llegado aun antes, pero no seguían el camino recto, como quienes no conocen demasiado bien los caminos.

Cuando llegaron al mar, encontraron a la orilla la nave, aquella en la que había sido hallada la Espada del Extraño Tahalí, y vieron al costado de la nave las letras que decían que no entrara en ella nadie si no era firmemente creyente en Jesucristo. Al acercarse a la borda y mirar dentro, vieron que en medio del lecho que había en la nave estaba la mesa de plata que habían dejado en casa del Rey Tullido; el Santo Grial estaba encima, cubierto con un jamete bermejo, hecho a semejanza de tela. Cuando los compañeros ven esto, se lo fueron mostrando unos a otros y decían que habían tenido suerte, pues lo que más querían y deseaban ver les acompañaría hasta donde tuvieran que quedarse. Se persignan entonces y se encomiendan a Nuestro Señor al entrar en la nave. Tan pronto como penetraron, el viento, que antes estaba en calma y sereno, dio sobre la vela con tal fuerza que hizo que la nave se alejara de la orilla y la empujó a alta mar. Comenzó entonces a ir muy deprisa, tal como el viento la llevaba, cada vez con más y más fuerza.

De tal forma vagaron por el mar mucho tiempo, sin saber a dónde les llevaba Dios. Siempre que se acostaba y levantaba, Galaz rogaba a Nuestro Señor que le permitiera abandonar la vida en el momento en que se lo pidiese. Tantas veces hizo este ruego, por la mañana y por la noche, que la voz divina le dijo: «No desmayes, Galaz, pues Nuestro Señor hará tu voluntad en lo que le pides: en el momento en que le pidas la muerte de tu cuerpo, la tendrás y recibirás la vida del alma y el gozo eterno». Este ruego que Galaz había hecho tantas veces, lo había oído Perceval, y se preguntaba extrañado por qué lo pedía: le suplicó por la amistad y la fe que entre ellos debía haber que le dijera por qué rogaba tal cosa.

—Os lo diré —le contestó Galaz—. Anteayer, cuando vimos parte de las maravillas del Santo Grial que nos mostro Nuestro Señor por su santa piedad, mientras yo contemplaba los misterios que no se descubren a todos, sino solamente a los ministros de Jesucristo, entonces mientras yo veía aquellas cosas que un corazón humano no podría pensar, ni lengua alguna describir, estaba mi corazón en tan gran arrobamiento y en un gozo tan grande que, si hubiera abandonado esta vida en aquel momento, sé bien que ningún hombre habría muerto en ocasión tan feliz como yo, si hubiera muerto, pues había ante mí tal cantidad de ángeles y tal abundancia de cosas espirituales que yo hubiera sido trasladado entonces de la vida terrena a la vida celestial, a la alegría de los gloriosos mártires y de los amigos de Nuestro Señor. Y porque pienso que aún estaré en semejante punto o en mejor que en el que estuve entonces viendo aquella gran alegría, por eso hago este ruego que habéis oído. Así deseo abandonar la vida, por la voluntad de Nuestro Señor, viendo las maravillas del Santo Grial.

Así anunció Galaz a Perceval la llegada de la muerte, tal como le había prevenido la respuesta divina. Y según os he contado, perdieron los del reino de Logres por sus pecados el Santo Grial, que tantas veces les había alimentado y saciado. Y del mismo modo que Nuestro Señor lo envió a Galaad a José y a sus descendientes, por su bondad, así se lo quitó a los malos sucesores de aquéllos por la perversidad y la negación que encontró en ellos. Y por esto se puede apreciar de forma clara que los malos descendientes perdieron por su maldad lo que los buenos habían mantenido con su valor.

Mucho tiempo permanecieron en el mar los compañeros; un día dijeron a Galaz: «Señor, no os habéis acostado nunca en esta cama que, según dice la inscripción, fue hecha para vos. Y debéis acostaros, pues la carta afirma que descansaréis en ella». Él respondió que se echaría a descansar. Se acuesta y duerme un buen rato. Al despertarse, mira ante sí y ve la ciudad de Sarraz. Entonces llegó una voz a ellos que les dijo: «Salid de la nave, caballeros de Jesucristo; tomad entre los tres esta mesa de plata y llevadla a la ciudad tal como está y no la dejéis hasta que hayáis llegado al palacio espiritual en el que Nuestro Señor consagró a Josofes como primer obispo».

Cuando ya iban a sacar la mesa, miraron hacia alta mar y vieron venir la nave en la que habían puesto, hacía mucho tiempo, el cuerpo de la hermana de Perceval. Al ver esto, se dijeron: «En nombre de Dios, bien ha mantenido esta doncella su promesa, pues nos ha seguido hasta aquí». Toman entonces la mesa de plata y la sacan fuera de la nave, Boores y Perceval van delante y Galaz detrás; y comienzan a subir hacia la ciudad. Cuando llegaron a la puerta, Galaz estaba ya muy cansado por el peso de la mesa, que no era nada ligera. Ve entonces a un hombre con muletas que estaba junto a la puerta, que esperaba la limosna de los transeúntes, quienes a menudo le hacían el bien por amor a Jesucristo. Cuando Galaz estaba más cerca, lo llamó y le dijo:

—Buen hombre, ven a ayudarme a llevar ahí arriba, al palacio, esta mesa.

—¡Ay! Señor, por Dios —le contestó—, ¿qué es lo que decís? Hace más de diez años que no puedo caminar sin la ayuda de otro.

—No te preocupes —le responde—, levántate y no temas, pues estás curado.

Al decirle esto Galaz, intenta ponerse en pie; mientras lo intenta, se encuentra tan sano y salvo como si no hubiera padecido ningún mal en su vida. Corre entonces hacia la mesa y la coge por el mismo lado que Galaz. Cuando entra en la ciudad, va diciendo a todos los que encuentra el milagro que Dios le había realizado.

Al llegar arriba, al palacio, vieron la silla que Nuestro Señor construyó antaño para que se sentara Josofes. Mientras tanto, acuden corriendo todos los de la ciudad a ver al hombre tullido que se había enderezado de nuevo. Cuando los compañeros hubieron hecho lo que se les había encomendado, volvieron a la orilla y entraron en la nave en la que estaba la hermana de Perceval. La toman con todo su lecho y la llevan al palacio, enterrándola con tanta riqueza como corresponde a hija de rey.

Cuando el rey de la ciudad, que se llamaba Ezcorant, vio a los tres compañeros, les preguntó de dónde eran y qué habían traído en aquella mesa de plata. Ellos le dijeron la verdad de cuanto les preguntó, las maravillas del Grial y el poder que en él puso Dios; pero el rey era desleal y cruel, como perteneciente al maldito linaje de los paganos: no creyó nada de lo que le contaron y les dijo que eran desleales traidores. Esperó a que se desarmaran y entonces los hizo apresar por sus gentes y encarcelarlos; los tuvo un año en la prisión sin que salieran nunca. Pero ellos tuvieron suerte, pues tan pronto como fueron encarcelados, Nuestro Señor, que no los olvidaba, les envió el Santo Grial para que les hiciera compañía, por su gracia fueron alimentados todo el tiempo que estuvieron en la cárcel.

Al cabo del año, Galaz se quejó a Nuestro Señor diciéndole: «Señor, creo que ya he permanecido bastante tiempo en esta vida: si os agrada, sacadme pronto». Aquel mismo día, Ezcorant yacía en el lecho, enfermo de muerte. Los llamó ante sí y les pidió perdón porque los había tratado mal sin razón. Ellos se lo perdonaron con gusto, y al punto murió.

Una vez enterrado, los de la ciudad se entristecieron mucho, pues no sabían a quién podían nombrar rey. Tomaron consejo mucho tiempo y los que estaban en el consejo oyeron una voz que les dijo: «Tomad al más joven de los tres compañeros; él os protegerá bien y os dará buenos consejos mientras esté con vosotros». Cumplieron la orden de la voz; tomaron a Galaz, lo nombraron señor de todos ellos, quisiese o no, y le pusieron la corona en la cabeza. A él le pesó mucho, pero como vio que era necesario hacerlo aceptó, pues si no lo hubieran matado.

Al ser nombrado señor de la tierra, Galaz mandó construir, por encima de la mesa de plata, una arca de oro y de piedras preciosas que cubriera el Santo Vaso. Todas las mañanas, tan pronto como se levantaba, iba con sus compañeros ante el Santo Vaso y hacían allí sus ruegos y sus oraciones.

Al cabo de un año, el mismo día que Galaz se había ceñido la corona, se levantó muy temprano con sus compañeros. Fueron al palacio que se llamaba espiritual y al mirar delante del Santo Vaso vieron a un hermoso hombre vestido como obispo, arrodillado ante la mesa y que golpeaba su pecho; a su alrededor había tal cantidad de ángeles como si fuera el mismo Jesucristo. Después de estar un buen rato de rodillas, se levantó y comenzó la misa de la gloriosa Madre de Dios. Al llegar a la consagración, cuando quitó la patena de encima del Santo Vaso, llamó a Galaz y le dijo: «Ven, servidor de Jesucristo, verás lo que tanto tiempo has deseado ver». Avanza y mira dentro del Santo Vaso. Tan pronto como lo hubo mirado comienza a temblar mucho, pues la carne mortal había contemplado asuntos espirituales. Entonces tiende Galaz sus manos hacia el cielo y dice:

—Señor, te adoro y doy gracias por haber cumplido mi deseo, pues ahora veo con toda claridad lo que ninguna lengua podría describir y ningún corazón pensar. Aquí veo el principio de los grandes atrevimientos y el motivo del valor; aquí veo la maravilla de todas las demás maravillas. Y ya que es así, buen dulce Señor, pues habéis cumplido mi voluntad de dejarme ver lo que siempre deseé, os ruego ahora que igual que estoy, con este gran gozo, permitáis que pase de la vida terrena a la celestial.

Nada más hacer esta petición a Nuestro Señor, el anciano que estaba ante el altar vestido como obispo tomó el Corpus Domini de encima de la mesa y lo ofreció a Galaz. Éste lo recibió con mucha humildad y con gran devoción. Apenas había comulgado, el anciano le dijo:

—¿Sabes quién soy?

—Señor, no, si no me lo decís.

—Sabed que soy Josofes, el hijo de José de Arimatea, enviado por Nuestro Señor para hacerte compañía. ¿Sabes por qué me ha mandado antes que a ningún otro? Porque te has parecido a mí en dos aspectos: porque has visto las maravillas del Santo Grial, como yo las vi, y porque has sido virgen como yo soy; es justo que un virgen acompañe a otro.

Después de decirle estas palabras, Galaz va hacia Perceval y le besa, y después a Boores y le dice:

—Boores, saludadme a Lanzarote, mi padre, tan pronto como lo veáis.

Entonces se volvió Galaz a la mesa y se humilló apoyando en el suelo los codos y las rodillas; apenas había estado un momento cuando cayó de boca sobre el pavimento del palacio, pues su alma ya estaba fuera del cuerpo: los ángeles se la llevaron con gran gozo y dando gracias a Nuestro Señor.

Nada más morir Galaz sucedió algo maravilloso, pues los dos compañeros vieron que una mano venía del cielo, pero no vieron el cuerpo al que pertenecía la mano: descendió directamente al Santo Vaso y lo tomó y también la lanza y se los llevó al cielo, de tal forma que no hubo nadie desde entonces tan osado que se atreviera a decir que había visto el Santo Grial.

Cuando Perceval y Boores vieron que Galaz había muerto, lo sintieron más que nadie y, si no hubieran sido tan buenos y de vida tan santa, pronto habrían caído en la desesperación por el gran amor que le tenían. La gente del país hizo un duelo muy grande y se entristeció mucho. En el mismo sitio donde murió se le hizo la fosa y, tan pronto como fue enterrado, Perceval se metió en una ermita a las afueras de la ciudad, tomando hábitos de religión. Boores marchó con él, pero nunca cambió la ropa de seglar, pues aún debía volver a la corte del rey Arturo. Perceval vivió en la ermita un año y tres días, y después abandonó la vida; Boores hizo que lo enterraran con su hermana y con Galaz en el palacio espiritual.

Cuando Boores vio que se había quedado completamente solo en tierras tan lejanas como eran las de aquella parte de Babilonia, se marchó de Sarraz completamente armado, fue al mar y entró en una nave. Tuvo tanta fortuna que en muy poco tiempo llegó al reino de Logres. Al llegar al país, cabalgó varias jornadas hasta alcanzar Camaloc, donde estaba el rey Arturo. Nunca hubo una alegría tan grande como la que tuvieron por él, pues bien pensaban haberlo perdido para siempre jamás, porque había estado mucho tiempo fuera de aquella tierra.

Después de comer, el rey hizo venir a los clérigos que escribían las aventuras de sus caballeros. Cuando Boores terminó de contar los hechos del Santo Grial, tal como los había visto, fueron puestos por escrito y guardados en los armarios de Salesbieres, de donde los sacó Maestro Gautier Map para hacer su libro del Santo Grial por amor al rey Enrique, su señor, quien hizo trasladar la historia del latín al francés. Aquí calla la historia y no dice nada más de las Aventuras del Santo Grial.