III
Cuenta ahora la historia que cuando Melián se separó de Galaz, cabalgó hasta un viejo bosque que distaba dos jornadas; por la mañana, llegó a una pradera, a la hora de prima. En medio del camino halla un trono hermoso y rico en el que había una corona de oro bellísima; ante el trono había varias mesas llenas de suculentos manjares. Lo mira todo, pero no le apetece nada de lo que ve sino la corona, que es muy hermosa, y decide que en buena hora será nacido el que la lleve en la cabeza ante su pueblo. Entonces la toma, decidiendo llevársela; mete por medio su brazo derecho y se vuelve a internar en el bosque, pero apenas había avanzado cuando ve que detrás de él va un caballero, montado sobre un enorme caballo, que le dice:
—Señor caballero, dejad la corona, pues no es vuestra; en mala hora la cogisteis.
Cuando Melián lo oye, da media vuelta, pues se apercibe de que tendrá que luchar. Se persigna y dice:
—Buen señor Dios, ayudad a vuestro caballero novel.
El otro le ataca, hiriéndole con gran dureza, de tal forma que, atravesando el escudo y la loriga, le mete la lanza en el costado; lo derriba a tierra de manera que le quedan dentro del cuerpo el hierro y gran parte del asta. Se acerca a él el caballero, le quita la corona del brazo y le dice de nuevo:
—Señor caballero, dejad la corona, pues no tenéis derecho a ella.
Después, se vuelve al mismo lugar de donde había venido. Melián se queda, sin fuerzas para levantarse, como el que piensa que está herido de muerte. Se lamenta por no haber creído a Galaz, pues ya le ha llegado la primera desgracia.
Mientras que él estaba en esta dolorosa situación, sucedió que Galaz llegó a aquella parte porque su camino lo conducía allí. Cuando vio a Melián que yacía en el suelo lo sintió mucho, pues pensó que estaría herido de muerte. Se le acercó y le dijo:
—¡Ay!, Melián, ¿quién os ha hecho esto? ¿Pensáis que podréis sanar?
Al oírlo aquél, lo reconoce y le contesta:
—¡Ay!, señor, por Dios, no me dejéis morir en este bosque, llevadme a una abadía, donde pueda recibir los sacramentos y morir como buen cristiano.
—¿Cómo? —le pregunta Galaz—. Melián, ¿estáis tan mal herido que pensáis morir?
—Sí —le responde.
Galaz lo siente mucho y le pregunta dónde están los que le han hecho eso.
Sale de la espesura entonces el caballero que había herido a Melián y le dice a Galaz:
—Señor caballero, guardaos de mí, porque os haré todo el mal que pueda.
—¡Ay!, señor —dice Melián—, ése es el que me ha matado, pero, por Dios, guardaos de él.
Galaz no contesta una palabra, sino que se va contra el caballero que se dirigía hacia él con gran rapidez. Como venía muy deprisa, no logra encontrarlo, pero Galaz le hiere tan duramente que le mete la lanza por en medio del hombro, lo abate junto con su caballo y quiebra la lanza: Galaz resuelve así el combate. Cuando se volvía, ve venir a otro caballero armado que le grita:
—Señor caballero, ¡dejadme el caballo!
Le ataca bajando la lanza, que le rompe contra el escudo, pero no logra moverlo de la silla. Galaz le corta el puño izquierdo con la lanza y al sentirse herido, se da a la fuga, pues teme morir; Galaz no lo persigue, como quien piensa no hacerle más daño del que ya ha recibido; se vuelve hacia Melián y no mira más al caballero que había derribado.
Pregunta a Melián qué quiere que le haga, pues por él hará todo lo que pueda.
—Señor, si pudiera cabalgar, querría que me pusieseis ante vos y que me llevaseis a una abadía que hay cerca de aquí, pues bien sé que si estuviera allí, intentaría por todos los medios curarme.
Le contesta que lo hará con gusto.
—Pero pienso —continúa Galaz— que será mejor que os quite antes ese hierro.
—¡Ay!, señor —le responde—, yo no trataría ese asunto hasta después de confesar, pues temo morir cuando me lo saquen. Pero llevadme.
Entonces lo toma con todo el cuidado que puede y lo coloca delante de él, abrazándolo para que no caiga, pues lo ve muy débil. Emprenden la marcha y vagan hasta llegar a una abadía.
Cuando estuvieron a la puerta, llamaron. Los frailes, que eran hombres de bien, les abrieron, recibiéndolos con deferencia y llevando a Melián a una habitación tranquila. Después de quitarse el yelmo, pidió a su Salvador y se lo trajeron; confesó, dio gracias y, entonces, recibió el Corpus Domini. Tras comulgar, dijo a Galaz:
—Señor, venga ahora la muerte, pues ya estoy bien preparado contra ella. Ahora podéis intentar extraer el hierro de mi cuerpo.
Galaz coge la punta y la saca fuera con toda el asta y el herido se desmaya del dolor. Galaz pregunta si allí hay alguien que sepa curar las heridas del caballero y le responden que sí. Hacen venir a un monje anciano que había sido caballero y le enseñan la herida. Él la contempla y dice que en un mes lo dejará sano. Galaz se alegra mucho con esta noticia; se hace desarmar y dice que permanecerá allí todo el día y la mañana siguiente hasta saber si Melián podrá sanar.
Allí estuvo tres días, al cabo de los cuales le preguntó a Melián cómo estaba; éste le contestó que iba curándose.
—Entonces —le dijo— podré irme mañana.
—¡Ay! Señor Galaz —responde afligido Melián—, ¿me vais a abandonar aquí? Soy el hombre que en este mundo más desea vuestro acompañamiento, si lo pudiera mantener.
—Señor —le dice Galaz—, yo no os sirvo para nada aquí; tengo que hacer cosas más necesarias que descansar y tengo que seguir mi camino en busca del Santo Grial.
—¿Cómo? —dice uno de los frailes—, ¿ha empezado ya la Búsqueda?
—Sí —le responde Galaz—, y nosotros dos somos compañeros en ella.
—Por mi fe —dice el fraile—, señor caballero enfermo, esta desdicha os ha venido por vuestros pecados. Si me dijerais vuestras andanzas desde que comenzó la Búsqueda, os señalaría por qué pecado os sucedió.
—Señor —respondió Melián—, os lo contaré todo.
Entonces le cuenta Melián cómo Galaz lo nombró caballero, las letras que encontraron en la cruz prohibiendo ir por el camino de la izquierda, cómo entró en él y todo lo que le sucedió. El buen hombre, que era de vida santa y de grandes conocimientos, le dijo:
—Ciertamente, señor caballero, estas aventuras son propias del Santo Grial; me habéis dicho una cosa de gran importancia y os la voy a explicar.
»Cuando ibais a ser nombrado caballero, fuisteis a confesaros, de forma que entrasteis en la orden de caballería limpio y purgado de todas las suciedades y de todos los pecados de los que os sentíais culpable; y así iniciasteis la Búsqueda del Santo Grial, en la forma en que debíais; pero cuando el diablo vio esto, lo sintió mucho y pensó vejaros tan pronto como llegara su momento. Así lo hizo, y os diré cuándo fue: cuando os alejasteis de la abadía en la que habíais sido nombrado caballero; el primer encuentro que tuvisteis fue la señal de la verdadera Cruz: ésta es la señal de la que más debe fiarse un caballero; pero había aún algo más. Había unas palabras que os indicaban dos caminos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Por el de la derecha debíais entender el camino de Jesucristo, el camino de piedad, en el que los caballeros de Nuestro Señor vagan noche y día, de día según el alma, y de noche siguiendo el cuerpo. Por el de la izquierda debéis entender el camino de los pecadores, en el que llegan grandes peligros a los que se meten en él. Como no era tan seguro como el otro, el letrero prohibía la entrada a cualquiera que no fuera mejor que los demás, es decir, si no estaba tan seguro en el amor de Jesucristo que no pudiera caer en pecado. Cuando viste el letrero te preguntaste admirado qué podía ser; entonces te hirió el Enemigo con uno de sus dardos. ¿Sabes con cuál? Con el del orgullo, pues pensaste que saldrías del paso con tu valor. Y así fuiste engañado por el entendimiento, pues el escrito hablaba de la caballería celestial y tú interpretaste de la secular, por lo que fuiste orgulloso y por eso caíste en pecado mortal.
»Cuando te separaste de Galaz, el Enemigo, que te había encontrado débil, fue contigo y pensó que poco había hecho aún si no te hacía caer en otro pecado, para meterte en el infierno haciéndote pecar dos veces. Entonces te preparó una corona de oro, haciéndote caer en la envidia tan pronto como la viste. Al cogerla caíste en dos pecados mortales, orgullo y envidia. Al ver que también habías caído en envidia, y que te llevabas la corona, se convirtió en caballero pecador e intentó hacerte tanto daño como si ya fueras suyo y deseaba matarte. Te atacó enfilándote con la lanza, y te hubiera matado, pero la señal de la cruz que hiciste te salvó. De todas formas, Nuestro Señor te puso en el miedo de morir porque te habías salido de su servicio y para que otra vez te fiaras más de la ayuda de Nuestro Señor que de tu fuerza. Para que tuvieras pronto socorro, te envió a Galaz, el santo caballero, contra los dos caballeros que significaban los dos pecados que se habían albergado en ti y que no pudieron resistirse ante él, pues estaba sin pecado mortal. Ya os he explicado por qué motivo os han ocurrido estos sucesos. Ellos dicen que la causa es hermosa y digna.
Hablaron mucho aquella noche el hombre bueno y los dos caballeros acerca de las aventuras del Santo Grial. Galaz se lo rogó tanto a Melián, que éste acabó dándole permiso para que se fuera a la hora que quisiera. Y puesto que se lo había otorgado, le dijo que se iría. Por la mañana, tan pronto como Galaz hubo oído misa, se armó y encomendando a Dios a Melián, se fue y cabalgó muchas jornadas sin encontrar aventuras dignas de mención. Pero un día salió de casa de un vasallo sin haber oído misa y erró hasta llegar a una alta montaña, en la que había una vieja capilla. Se dirigió a aquel lugar para oír misa, pues no quería dejar de asistir un día al servicio de Dios. Cuando llego allí, no encontró ni un alma, todo estaba desolado; no obstante, se arrodilló y rogó a Nuestro Señor que le aconsejara. Al terminar su oración, le dijo una voz: «Escucha, caballero venturoso, vete al Castillo de las Doncellas y acaba con las malas costumbres que hay allí».
Al oír esto, da gracias a Nuestro Señor por haberle enviado su mensaje; monta inmediatamente y se va. A lo lejos ve, en un valle, un castillo, fuerte y bien situado; corre por medio un gran río, rápido, llamado Severn. Se dirige hacia allí y cuando ya está más cerca, se encuentra con un anciano pobremente vestido, que le saluda con afabilidad. Galaz le devuelve el saludo y le pregunta cómo se llama el castillo.
—Señor —le contesta—, Castillo de las Doncellas; es un castillo desdichado y son desdichados todos los que allí hablan: toda piedad está fuera de él y todo sufrimiento esta dentro.
—¿Por qué? —pregunta Galaz.
—Porque se afrenta a todos los que entran en él; por eso os aconsejaría, señor caballero, que os volvieseis; pues de seguir adelante, sólo recibiréis afrenta.
—Que Dios os guíe, buen hombre —le dice Galaz—, pues no me volvería por mi voluntad.
Mira sus armas, comprueba que no le falta nada y cuando ve que lo lleva todo se dirige aprisa al castillo.
Encuentra entonces a siete doncellas, ricamente montadas, que le dicen:
—Señor caballero, ¡habéis pasado los límites!
Él contesta que los límites no le detendrán y que irá al castillo. Avanza durante todo el día, hasta que encuentra un criado que le dice que los del castillo le prohíben seguir adelante hasta que no sepan lo que quiere.
—No quiero más que la costumbre del castillo.
—Ciertamente —le dice aquél—, ésa es cosa que deseáis en mala hora; la tendréis de tal modo que ningún caballero la podrá acabar. Esperadme aquí y recibiréis lo que buscáis.
—Vete pronto —dijo Galaz—, y date prisa con lo que necesito.
El criado entra en el castillo; apenas había pasado un momento cuando Galaz ve salir de allí a siete caballeros que eran hermanos y que le gritan:
—Señor caballero, guardaos de nosotros, pues no os dejaremos hasta que estéis muerto.
—¿Cómo? —pregunta—, ¿queréis todos vosotros juntos luchar contra mí?
—Sí —le responden—, pues tal es la aventura y la costumbre.
Cuando oye esto, les deja avanzar con la lanza enfilada, hiriendo al primero, de tal forma que lo derriba a tierra y casi le rompe el cuello. Todos los demás le atacan a la vez, golpeándole sobre el escudo, pero no pueden moverlo de la silla, aunque por la fuerza de las lanzas detienen al caballo en plena carrera y casi lo tiran. En este encuentro se quebraron todas las lanzas y Galaz derribó a tres con la suya. Desenvainó la espada y atacó a los que estaban delante de él y lo mismo hicieron ellos: comienza así una gran pelea peligrosa. Mientras tanto, los que habían caído han vuelto a montar; la pelea es aún mayor ahora que antes. El mejor de todos los caballeros se esfuerza tanto que les hace perder terreno; les golpea con la cortante espada con tal vigor que no hay armadura que les pueda proteger y que impida que les salga la sangre del cuerpo. Lo encuentran tan fuerte y tan rápido que no creen que sea hombre mortal: no hay hombre en el mundo que pueda resistir la mitad de lo que él ha resistido. Ellos desfallecen, pues ven que no lo pueden mover del lugar y lo encuentran con la misma fuerza que al principio. Y es verdad, como lo atestigua la historia del Santo Grial, que en hechos de armas no hubo nadie que lo viera cansado.
La batalla duró hasta el mediodía. Los siete hermanos eran de gran valor, pero cuando llegó esta hora se encontraron tan cansados y tan malparados que no tenían fuerzas para defender su cuerpo. Y Galaz, que nunca se confesó vencido, los fue derribando de los caballos. Cuando ellos ven que no podrán resistir más, se vuelven huyendo. Al verlos, Galaz no los persigue, sino que se dirige al puente por donde se entraba al castillo, en donde encuentra a un hombre cano vestido con hábito de religión que le da las llaves de dentro diciéndole:
—Señor, tomad estas llaves; ahora podéis hacer del castillo y de los que están en él lo que queráis, pues habéis hecho tanto que el castillo es vuestro.
Él toma las llaves y entra en el castillo. Tan pronto como está dentro ve por entre las calles a muchas doncellas, tantas que no sabe cuántas son. Todas le dicen:
—Señor, sed bienvenido. Mucho hemos esperado nuestra liberación; bendito sea Dios que os ha traído aquí, pues de otra manera no habríamos sido libradas nunca de este doloroso castillo.
Él les contesta que Dios las bendiga y entonces le toman el caballo por el freno y lo llevan a la gran fortaleza haciéndole desarmar casi por la fuerza, pues él decía que aún no era tiempo de albergar; una doncella le dice:
—¡Ay!, señor, ¿qué es lo que decís? Ciertamente, si vos os vais así, los que han huido por vuestro valor volverán esta misma noche y volvería a empezar la dolorosa costumbre que han mantenido durante tanto tiempo en este castillo, y así vuestro trabajo hubiera sido en vano.
—¿Qué queréis que haga? Estoy dispuesto a hacer vuestra voluntad siempre y cuando yo vea que es conveniente hacerlo.
—Queremos —dice la doncella— que convoquéis a los caballeros y vasallos de la comarca que tienen sus feudos por este castillo y que les hagáis jurar a ellos y a los demás que nunca más mantendrán esta costumbre.
Él se lo otorga, y cuando ellas le hubieron llevado hasta la dependencia principal, descabalga, se quita el yelmo y sube después al palacio. Allí salió una doncella de una cámara que llevaba un cuerno de marfil recubierto muy ricamente de oro. Se dirige a Galaz y le dice:
—Señor, si queréis que vengan los que a partir de ahora han de tener esta tierra por vos, tocad este cuerno que se puede oír sin dificultad a diez leguas.
Él contesta que lo hará porque lo considera conveniente. Se dirige a un caballero que estaba delante de él que toma el cuerno y lo hace sonar con tanta fuerza que se puede oír en los extremos más alejados del país. Después de hacer esto se sientan todos alrededor de Galaz, él pregunta al que le había dado las llaves si era sacerdote y le contesta que sí.
—Decidme, pues —le ruega—, la costumbre de aquí y dónde fueron apresadas todas estas doncellas.
—Con gusto lo haré —contesta el sacerdote.
»Es cierto que hace más de diez años los siete caballeros a los que habéis vencido llegaron a este castillo por casualidad y se albergaron en casa del duque Lynor, que era el señor de todo este país; era el hombre más noble que se conoció. Por la noche, después de cenar, se produjo una disputa entre los siete hermanos y el duque por una hija del duque que los siete hermanos querían poseer a la fuerza. En la disputa el duque murió y también un hijo suyo, mientras que la hija, por la que había comenzado la pelea, fue apresada. Después de hacer esto, los hermanos se adueñaron del tesoro del castillo y convocaron caballeros y servidores para comenzar la guerra contra los de este país. Lucharon tanto que los vencieron, recibiendo de ellos sus feudos. Cuando la hija del duque vio esto, se entristeció mucho y dijo casi adivinándolo:
»—Ciertamente, señores, aunque ahora tengáis el dominio de este castillo, es nuestro, pues de la misma manera que lo tenéis por culpa de una mujer, también lo perderéis por una doncella, y los siete seréis vencidos y derrotados por el valor de un solo caballero.
»Tomaron todo esto a despecho y dijeron que lo que ella acababa de decir no ocurriría nunca, pues no habría doncella que pasara delante del castillo que no fuera detenida hasta que llegara el caballero que los derrotaría. Y así lo han estado haciendo hasta ahora, y por eso el castillo se llama Castillo de las Doncellas.
—Y la doncella por la que empezó la pelea ¿vive aún? —pregunta Galaz.
—No, señor, ha muerto. Pero una hermana suya más joven está aquí.
—Y ¿cómo estaban las doncellas? —pregunta Galaz.
—Señor, estaban muy a disgusto.
—Pues ahora quedan libres —dice Galaz.
A la hora de nona comenzaron a llegar gentes que conocían las nuevas de que el castillo había sido reconquistado. Celebraron grandes fiestas en honor de Galaz, como si hubiera sido el señor. Él invistió a la hija del duque con el castillo y con todo lo que de él dependía. Y procuró que todos los caballeros de la comarca se hicieran vasallos de la doncella; les hizo jurar a todos que no volverían a mantener nunca más esta costumbre y, después, cada doncella se fue a su país.
Galaz permaneció todo el día allí y le rindieron muchos honores. A la mañana siguiente llegó la noticia de que los siete hermanos habían muerto, y Galaz preguntó quién los había matado.
—Señor —le responde un criado—, ayer cuando se alejaron de vos, encontraron a Galván, a su hermano Gueheriet y a Yvaín. Se atacaron los unos a los otros y la desdicha cayó sobre los siete hermanos.
Galaz se admira por este acontecimiento; pide sus armas, se las llevan, y cuando ya está armado se va del castillo. Los criados le acompañan un buen trecho, hasta que les hace volver, él toma su camino y cabalga totalmente solo.
Aquí deja la historia de hablar de él y vuelve a Galván.