XIV
Cuenta la historia ahora que cuando Lanzarote llegó al río Marcoise se vio encerrado por tres cosas que no le agradaban nada: por una parte estaba el bosque, que era grande y misterioso; por otra parte había dos rocas altas y viejas; por el otro lado, el río, que era profundo y negro. Estas tres cosas le llevaron a que dijera que no se movería de allí, sino que esperaría la gracia de Nuestro Señor: así permaneció hasta el anochecer. Cuando ya se había mezclado la noche con el día, Lanzarote se quitó las armas, acostándose al lado de ellas, y se encomienda a Nuestro Señor, haciendo la oración tal como la sabía y rogándole que no lo olvidase, sino que le enviara el socorro que necesitaba, como Él sabía, para el alma y el cuerpo. Después de decir esto, se duerme: su corazón pensaba más en Nuestro Señor que en las cosas terrenas. Cuando ya estaba dormido, le llega una voz que dice: «Lanzarote, levántate, toma tus armas y entra en la primera nave que encuentres». Al oír estas palabras, se sobresalta, abre los ojos y ve a su alrededor tal claridad que piensa que el día está muy avanzado; pero no tarda mucho en apagarse de manera que no supo lo que había ocurrido con ella. Levanta la mano, se persigna y, tomando las armas, se encomienda a Nuestro Señor y se las viste. Ya estaba completamente armado y tenía la espada ceñida cuando mira a la orilla y ve una nave sin velas ni remos; va hacia allí y entra en ella. Tan pronto como está dentro, le parece oler todos los buenos aromas del mundo y que está llena de los mejores alimentos que nunca probó hombre terreno. Se encuentra cien veces más a gusto que antes, pues ahora tiene, al menos eso le parece, todo lo que deseó durante su vida: por esto da gracias a Nuestro Señor; se arrodilla en la misma nave y dice: «Buen Padre Jesucristo, no sé de dónde puede venir todo esto si no es de Ti mismo, pues ahora veo a mi corazón en una alegría tan grande y en tal suavidad, que no sé si estoy en la tierra o en el Paraíso Terrenal». Entonces, se acuesta junto a la borda de la nave y se duerme con esta alegría.
Durante toda la noche durmió Lanzarote tan a gusto que le pareció que no era él mismo, sino que había cambiado. Por la mañana, al despertarse, miró a su alrededor, viendo en medio de la nave una cama muy hermosa y riquísima. En el centro de la cama yacía muerta una doncella, a la que sólo se le veía la cara. Al verla, se dirige hacia allí, persignándose y dando gracias a Nuestro Señor por haberle concedido tal compañía. Se le acerca, como quien desearía saber con gusto de quién es y a qué linaje pertenece. La mira tanto por todas partes que ve una carta bajo su cabeza. Alarga la mano, la toma y, desplegándola, encuentra unas letras que decían: «Esta doncella fue hermana de Perceval el Galés y permaneció siempre virgen en deseo y en obra. Fue ella la que cambió el tahalí de la Espada del Extraño Tahalí, que lleva ahora Galaz, hijo de Lanzarote del Lago». A continuación halla en la carta todo sobre su vida, cómo murió y cómo los tres compañeros, Galaz, Boores y Perceval, la embalsamaron tal como estaba, poniéndola en la nave por orden de la voz divina. Cuando supo la verdad de todo esto, se pone bastante más contento, pues le alegra mucho que Boores y Galaz estén juntos. Coloca de nuevo la carta en su sitio y se vuelve a la borda de la nave, rogando a Nuestro Señor que le permita encontrar a su hijo Galaz antes de que lleve a cabo esta Búsqueda y que pueda verle, hablar con él y alegrarse mutuamente.
Mientras Lanzarote rogaba así, mira y ve que la nave llega a una roca vieja y antigua; muy cerca de la roca a la que acababa de llegar la nave había una pequeña capilla y ante su puerta estaba sentado un hombre viejo y canoso. Al acercarse, le saluda de tan lejos como puede oírle. El anciano le devuelve el saludo con bastante más fuerza de la que Lanzarote creía, se levanta de donde estaba sentado y se acerca a la borda de la nave; sentándose sobre un montón de tierra, pregunta a Lanzarote qué es lo que le ha traído allí. Él le cuenta la verdad de su ser y cómo la fortuna le ha llevado a aquella parte, donde nunca había estado, según cree. Entonces le pregunta el buen hombre quién es. Él le dice su nombre. Cuando oye que es Lanzarote del Lago, se admira mucho de cómo entró en la nave y le pregunta que quién está con él.
—Señor —dice Lanzarote—, venid a verlo si queréis.
Entra en la nave y se encuentra a la doncella y la carta: tras leerla de cabo a rabo, al oír hablar de la Espada del Extraño Tahalí, dice:
—¡Ay, Lanzarote, creía que no viviría tanto como para saber el nombre de esta espada! Bien puedes decir que eres desdichado, pues no llevarás a término la alta aventura en la que has estado y en la que están los tres nobles, que alguna vez se consideraron menos valientes que tú. Pero ahora es sabido por todos que son santos hombres y verdaderos caballeros, más de lo que tú has sido hacia Nuestro Señor Dios. Pienso que si te quieres guardar de ahora en adelante del pecado mortal y de ir contra tu Creador, aún podrías encontrar piedad y misericordia, por todo lo que hayas hecho antes, en Aquel en quien habita toda compasión y que te ha llamado al camino de la verdad. Pero cuéntame ahora cómo entraste en esta nave.
Él se lo cuenta. El anciano le contesta llorando:
—Lanzarote, debes saber que Nuestro Señor te ha mostrado una gran benevolencia al llevarte en compañía de una doncella tan elevada y tan santa. Procura ser casto en pensamiento y en obra desde ahora en adelante, de tal forma que tu castidad concuerde con su virginidad y así podrá durar la compañía de vosotros dos.
Él promete de todo corazón que no hará nada que piense que vaya en contra de su Creador.
—Vete, pues ya no tienes por qué quedarte. Si Dios quiere, con el tiempo llegarás a la casa a la que tanto deseas ir.
—Y vos, señor —pregunta Lanzarote—, ¿os quedaréis aquí?
—Sí —le contesta—, pues así tengo que hacerlo.
Mientras hablaban de este modo, el viento dio sobre la nave e hizo que se alejara de la roca. Al ver que uno se separa del otro, se encomiendan mutuamente a Dios y el buen hombre regresa a su capilla. Pero antes de marcharse de la roca comenzó a gritar:
—¡Ay, Lanzarote!, servidor de Jesucristo, por Dios, no me olvides; ruega a Galaz, el verdadero caballero, que estará con el tiempo en tu compañía, que pida a Nuestro Señor que por su piedad tenga compasión de mí.
Así gritaba el buen hombre a Lanzarote, que estaba muy contento con las noticias que le había dado de que Galaz estaría pronto en su compañía. Se acercó a la borda de la nave, acodándose en ella y poniéndose de rodillas, rogó y pidió a Nuestro Señor que lo condujera a un lugar donde pudiera hacer algo que le agradase.
Así estuvo Lanzarote un mes —y aún más— en la nave, sin salir nunca de ella. Si alguno preguntara de qué vivió en este tiempo, pues no había encontrado comida en la nave, la historia responde que el Alto Señor que dio de comer maná en el desierto al pueblo de Israel y que hizo salir agua de la roca para que bebieran, lo mantuvo de tal forma que todas las mañanas, al acabar su oración, después de pedir al Alto Maestro que no lo olvidara, sino que le enviase su pan como cualquier padre debe hacer con su hijo, al momento de hacer esta oración, se encontraba tan lleno, tan saciado y repleto de la gracia del Espíritu Santo que le parecía haber comido de todas las buenas viandas del mundo.
Después de permanecer mucho tiempo así, sin salir de la nave, le sucedió que una noche llegó al lindero de un bosque. Prestó atención y oyó que un caballero venía por el bosque a caballo produciendo un gran estrépito. Al llegar a la salida y ver la nave, bajó del caballo y le quitó la silla y el freno, dejándolo ir por donde quisiera. Él se acercó a la nave, se persignó y entró dentro armado con todas las armas.
Cuando Lanzarote vio venir al caballero, no corrió en absoluto a armarse, pues pensaba que se trataba de lo que le había prometido el anciano acerca de Galaz: que estaría con él y le acompañaría durante algún tiempo. Se puso en pie y le dijo:
—Señor caballero, sed bienvenido.
El recién llegado se admira al oírle hablar, pues pensaba que no había un alma allí dentro; asustado, le contesta:
—Señor, tened buena ventura y, si puede ser, por Dios, decidme quién sois, pues deseo mucho saberlo.
Le dice su nombre y que se llama Lanzarote del Lago.
—En verdad, señor, sed bienvenido. Por Dios, os deseaba ver y teneros por compañero sobre todos los del mundo, y bien debía ser así, pues sois mi origen.
Entonces el caballero se quita el yelmo de la cabeza y lo pone en medio de la nave. Lanzarote le pregunta:
—Ay, Galaz, ¿sois vos?
—Señor —le contesta—, en verdad soy yo.
Al oírlo, va hacia él corriendo con los brazos abiertos y empiezan a besarse. Tienen tal alegría, que no os puedo contar una mayor.
Entonces se preguntan por su situación y cada uno cuenta las aventuras tal como le habían sucedido desde que se alejaron de la corte. Estuvieron tan entretenidos con estas palabras que apareció el día y el sol se levantó. Cuando el día estaba bello y claro, se vieron, reconociéndose y recomenzando la gran alegría admirable. Cuando Galaz vio a la doncella que yacía en la nave, la reconoció al momento, pues ya la había visto en otra ocasión. Preguntó a Lanzarote si sabía quién era aquella joven.
—Sí —contestó—, bien lo sé, pues la carta que hay a su cabecera cuenta de manera clara la verdad. Decidme, por Dios, si habéis llevado a cabo la aventura de la Espada del Extraño Tahalí.
—Señor —le responde—, sí. Y si nunca visteis esa espada, hela aquí.
Cuando Lanzarote la mira, piensa que sin duda es la misma; la toma por el puño y comienza a besar la cruz, la vaina y la hoja. Ruega entonces a Galaz que le cuente cómo la encontró y dónde. Éste le explica cómo era la nave que la mujer de Salomón mandó construir en otro tiempo, cómo eran las tres maderas y cómo Eva, la primera madre, había plantado el primer árbol, cuyas tablas eran, por naturaleza, blancas, verdes y rojas. Después de haberle hablado de la forma de la nave y de las letras que encontraron en ella, dijo Lanzarote que nunca había llegado a ningún caballero una aventura tan alta como la que les había sucedido.
Lanzarote y Galaz permanecieron en aquella nave medio año y más, de tal manera que no había ninguno que no pensara servir a su Creador de todo corazón.
Muchas veces llegaron a islas extrañas, alejadas de la gente, en las que no vivían más que animales salvajes, en las que encontraron sucesos maravillosos que llevaron a cabo por su propio valor y por la gracia del Espíritu Santo, que siempre les ayudaba. La historia del Santo Grial no hace mención de todas ellas, pues sería necesario que se demorara mucho en ello quien quisiera contar todo lo que les sucedió.
Después de Pascua, con el tiempo nuevo que trae el verdor a todas las cosas, cuando los pájaros cantan por el bosque su dulce canto por el comienzo de la dulce estación, que todo está más dispuesto a la alegría que en otro tiempo, en esta época les sucedió que un día llegaron a la hora de mediodía ante una cruz, en el lindero de un bosque. Entonces vieron salir del bosque a un caballero armado con armas de color blanco, montado con mucha riqueza y llevando a la diestra un caballo blanco. Cuando vio la nave que había llegado, fue hacia allá lo más rápidamente que pudo y saludó a los dos caballeros de parte del Alto Maestro y dijo a Galaz:
—Señor caballero, habéis estado ya bastante con vuestro padre. Salid de esta nave y montad sobre el caballo, que es bien hermoso y blanco; marchad allí donde os conduzca la ventura en búsqueda de las hazañas del reino de Logres y acabad con ellas.
Al oír estas palabras, corre hacia su padre, le besa con mucha dulzura y le dice llorando:
—Buen dulce señor, no sé si os volveré a ver. Os encomiendo al verdadero corazón de Jesucristo, que os mantenga en su servicio.
Entonces comienzan ambos a llorar. Nada más salir Galaz de la nave y al montar sobre el caballo, vino a ellos una voz que les dijo: «Cada uno piense ahora en hacer lo mejor, pues ya no os volveréis a ver hasta el gran día espantoso en que Nuestro Señor mostrará a cada cual sus faltas: será el día del Juicio». Cuando Lanzarote oye estas palabras, dice a Galaz llorando:
—Hijo, ya que me separo de ti para siempre, ruega al Alto Maestro por mí, que no me deje alejarme de su servicio, sino que me proteja de tal forma que sea su servidor terrenal y espiritual.
—Señor —responde Galaz—, ninguna oración vale tanto como la vuestra y por eso os lo recuerdo.
Al momento se separan el uno del otro. Galaz entra en el bosque; el viento sopla a la nave con tal fuerza y vigor que en poco tiempo alejó mucho a Lanzarote de la orilla.
Así se quedó Lanzarote completamente solo en la nave, con el cuerpo de la doncella. Erró más de un mes por el mar, de manera que dormía poco y velaba mucho, rogando a Nuestro Señor entre lloros con mucha amargura que le llevase a un lugar en el que pudiera ver alguna cosa del Santo Grial.
Un día, alrededor de medianoche llegó a un castillo que era muy rico, hermoso y resistente; por detrás del castillo había una puerta que abría hacia el río y que permanecía abierta durante todo el día, por la mañana y por la noche. En aquella parte no tenían puestos guardias, pues había dos leones que custodiaban la entrada, de tal forma que no se podía entrar si no era pasando entre ellos dos, si es que alguien quería entrar por aquella puerta. Cuando llegó la nave a aquel lugar, brillaba la luna con tal claridad que se podía ver bien a lo lejos y de cerca. Entonces oyó una voz que le dijo: «Lanzarote, sal de la nave y entra en el castillo, en el que encontrarás gran parte de lo que buscas y que tanto deseabas ver». Al oír esto, corre a sus armas y las toma, sin dejar nada de lo que había traído. En cuanto salió, se acercó a la puerta, en la que encuentra a los dos leones, piensa que, sin duda, no podrá escapar sin pelea. Toma la espada y se prepara para defenderse. Tan pronto como Lanzarote cogió la espada, mira hacia arriba y ve venir una mano ardiendo que le golpea en medio del brazo con tanta fuerza que le hizo volar la espada del puño. Entonces oyó una voz que le dijo: «¡Ay! Hombre de poca fe y de mala creencia, ¿por qué te fías más de tu mano que de tu Creador? ¡Eres muy desdichado, pues piensas que Aquel en cuyo servicio te has metido no vale más que tus armas!».
Lanzarote se asusta tanto por estas palabras y por la mano que le golpeó que cae al suelo completamente aturdido y cuando vuelve en sí no sabe si es de día o de noche. Al cabo de un rato se endereza y dice:
—¡Ay! Buen Padre de Jesucristo, os doy gracias y adoro porque os dignáis en reprenderme por mis errores. Ahora me doy cuenta de que me tenéis por servidor, pues me mostráis señales de mi poca fe.
Entonces Lanzarote vuelve a tomar la espada, la mete en la vaina y dice que no será sacada de allí por él en lo que queda de día, sino que se colocará bajo la compasión de Nuestro Señor. «Y si a Él le agrada que yo muera, será para salvación de mi alma. Y si resulta que me salvo, recibiré un gran honor». Hizo entonces el signo de la cruz en medio de su frente, se encomienda a Nuestro Señor y se acerca a los leones. Al verlo venir, aquéllos se sientan y no muestran ninguna intención de hacerle daño. Él pasa entre los dos, de tal forma que no le tocan; llega a la calle mayor y continúa subiendo hasta el castillo, de manera que llega a la fortaleza: ya estaban todos acostados dentro del castillo, pues bien podía ser medianoche; llega a las escaleras y las sube, hasta entrar en la gran sala, completamente armado. Cuando estuvo arriba, mira por todas partes, pero no ve ni hombres ni mujeres, por lo que se admira mucho, pues pensaba que un palacio tan bello y unas salas tan hermosas como las que veía no podrían estar nunca desiertas. Continúa avanzando decidido a no detenerse hasta que encuentre a alguien que le diga a dónde ha llegado, pues no sabe en qué país está.
Ha caminado tanto Lanzarote que ha llegado a una habitación cuya puerta estaba cerrada y bien atrancada. La toca y piensa que podrá abrirla, pero no lo consigue; se esfuerza mucho, pero nada le vale para entrar dentro. Presta atención entonces y oye una voz que cantaba con tanta dulzura que no parece que sea voz de cosa mortal, sino espiritual. Le parecía que decía: «Gloria, alabanza y honor a Ti, Padre de los cielos». Cuando Lanzarote oye lo que la voz decía, se le enternece el corazón; se arrodilla ante la cámara, pues piensa que el Santo Grial está dentro, y dice llorando: «Buen y dulce Padre de Jesucristo, si alguna vez hice algo que te agradara, buen Señor, por tu piedad, no me desprecies hasta el punto de no mostrarme de alguna manera lo que voy buscando».
Nada más decir esto, Lanzarote mira ante sí y ve la puerta de la habitación abierta, y al abrirse salió una claridad tan grande como si el sol tuviera allí su aposento. Por el gran resplandor que salía, se iluminó tanto la casa como si todos los cirios del mundo se hubieran encendido. Cuando vio esto le entra tal alegría y tal deseo de ver de dónde venía aquella gran claridad que olvida todas las cosas; se acerca a la puerta de la habitación y pretende entrar cuando una voz le dice: «Huye, Lanzarote, no entres, pues no debes hacerlo. Si a pesar de esta prohibición entras, te arrepentirás». Al oír esto, Lanzarote retrocede muy dolorido, porque habría entrado con gusto, pero se retuvo por la prohibición que había oído.
Mira dentro de la cámara y ve sobre una mesa de plata el Vaso Santo cubierto con un jamete bermejo; a su alrededor ve ángeles que servían al Vaso Santo, de manera que unos sostenían incensarios de plata y cirios encendidos, mientras que otros tenían una cruz y los adornos del altar y no había ninguno que no hiciera nada. Ante el Vaso Santo estaba sentado un anciano, vestido como sacerdote y parecía que estuviera en el sacramento de la misa. Cuando debía elevar el Corpus Domini, le pareció a Lanzarote que sobre las manos del viejo, arriba, había tres hombres: dos de ellos colocaban al más joven entre las manos del sacerdote y éste lo elevaba, haciendo semblante de mostrarlo al pueblo.
Lanzarote, que ve esto, no se admira poco, pues ve al sacerdote tan cargado con la figura que sostiene que piensa que se le caerá al suelo; al verlo, quiere ir a ayudarle porque le parece que ninguno de los que están con él quiere socorrerle. Tiene tantas ganas de ir que no se acuerda de la prohibición que le había sido hecha de que no pusiera el pie dentro. Se acerca a la puerta rápidamente y dice: «¡Ay! Buen Padre de Jesucristo, no me sea vuelto en pena ni en condena el que yo quiera ayudar a este anciano que lo necesita». Entra entonces y se dirige hacia la mesa de plata. Cuando se acerca, nota un soplo de viento tan cálido, así le parece, como si estuviera mezclado con fuego y que le golpea en el rostro con tal fuerza que creyó que se le había quemado la cara. No le queda vigor para avanzar más, como aquel que hubiera perdido la fuerza del cuerpo, del oído y de la vista y no le queda ningún miembro del que se pueda valer. Entonces, nota varias manos que lo cogen y lo llevan. Después de zarandearlo, lo echan fuera de la habitación y lo abandonan allí.
La mañana siguiente, cuando amaneció el día hermoso y claro, y los de allí se levantaron, encontraron a Lanzarote que yacía ante la puerta de la habitación y se preguntaron admirados qué podría ser. Le invitan a levantarse, pero no da muestras de oírles y tampoco se mueve. Al ver esto, dicen que está muerto: lo desarman pronta y rápidamente y le miran por todas partes para ver si está vivo. Encuentran que no está muerto, sino lleno de vida, pero no puede hablar ni decir palabra: es como un montón de tierra. Lo toman y se lo llevan en brazos a una de las habitaciones y lo acostaron en un lecho muy rico, lejos de la gente, para que el barullo no le haga daño. Lo cuidan en lo que pueden y permanecen todo el día a su lado, dirigiéndole muchas veces la palabra para saber si puede hablar, pero él no contesta ni hace muestras de haber hablado nunca. Le toman el pulso, miran las venas y se admiran por el caballero, pues está vivo y no puede hablar con ellos; otros dicen que no saben a qué puede deberse, a no ser por venganza o manifestación de Nuestro Señor.
Todo aquel día permanecen ante Lanzarote y también el tercer y el cuarto día. Unos decían que estaba muerto y otros que estaba vivo.
—En el nombre de Dios —dijo un anciano que estaba allí y que sabía mucho de física—, os digo que, en verdad, no está muerto, antes bien está tan lleno de vida como el más fuerte de nosotros; por eso aconsejo que sea guardado bien y con riqueza hasta que Nuestro Señor le devuelva la salud que tuvo alguna vez: entonces sabremos la verdad sobre él, quién es y de qué tierra. Ciertamente, si yo supe alguna vez algo, creo que éste ha sido uno de los buenos caballeros del mundo y lo será aún si quiere Nuestro Señor, pues no tiene trazas de morir, según me parece; pero no digo que no pueda permanecer mucho tiempo en el estado en que está ahora.
Así habló de Lanzarote el anciano, como quien era muy sabio y prudente: nunca señaló nada que no fuera verdad, tal como había predicho. Lo acompañaron así, pues, durante veinticuatro días y veinticuatro noches, sin que bebiera ni comiera, no salió una palabra de su boca, ni movió un pie, ni una mano, ni ningún miembro, ni hizo semblante de estar vivo por nada que apareció allí dentro. Y, sin embargo, daba pena a todos, que veían que estaba vivo y se lamentaban mucho, diciendo: «¡Dios, qué tristeza que este caballero que parecía tan valiente y noble y que era tan hermoso haya sido puesto por Dios en tal punto y en tal extremo!».
Así decían de Lanzarote muchas veces los de dentro y lloraban; pero no sabían tanto que pudieran identificarlo. Y, sin embargo, había allí muchos caballeros que lo habían visto tantas veces que deberían conocerlo bien.
En tal forma yació Lanzarote veinticuatro días y los de allí no esperaban más que la muerte. El día vigésimo cuarto, hacia mediodía, abrió los ojos y al ver a la gente comenzó a hacer un gran duelo diciendo:
—¡Ay! Dios, ¿por qué me habéis despertado tan pronto? Estaba tan a gusto como no volveré a estar. ¡Ay! Buen Padre Jesucristo, ¿quién podrá ser tan bienaventurado y tan noble que pueda ver abiertamente las grandes maravillas de vuestros misterios y todas aquellas cosas en las que fueron cegadas mi mirada pecadora y mi vista sucia por las inmundicias terrenas?
Cuando los que había alrededor de Lanzarote oyeron estas palabras, tuvieron una gran alegría y le preguntaron qué había visto.
—He visto —contestó— unas maravillas tan grandes y tan felices que mi lengua no os las podría descubrir de ninguna forma y mi mismo corazón no las podría pensar de lo grandes que son, pues no ha sido una cosa terrena, sino espiritual; y si no hubiera sido por mis grandes pecados y mi gran desdicha, aún hubiera visto más, pero perdí la vista de mis ojos y la fuerza del cuerpo por la gran deslealtad que Dios había visto en mí.
Y dirigiéndose a los que estaban allí, les dijo Lanzarote:
—Buenos señores, me extraño de cómo me hallo en este lugar, pues no recuerdo cómo fui puesto en él, ni de qué forma.
Le cuentan todo lo que habían visto de él y cómo había permanecido con ellos veinticuatro días, de tal forma que no sabían si estaba vivo o muerto. Al oír estas palabras, comienza a meditar por qué había permanecido tanto en ese estado, hasta que llegó a la conclusión de que había servido al Enemigo durante veinticuatro años y por eso Nuestro Señor le impuso la penitencia de perder durante veinticuatro días la fuerza del cuerpo y de los miembros. Entonces miró Lanzarote ante sí y vio el sayal que había llevado casi durante medio año y del que estaba desnudo ahora: le pesa mucho, pues le parece que con esto ha roto su juramento. Le preguntan qué tal está y él les contesta que sano y salvo, gracias a Dios.
—Pero, por Dios —les pregunta—, decidme en dónde estoy.
Le responden que está en el castillo de Corbenic.
Entonces se acercó una doncella a Lanzarote, trayéndole un vestido de lino limpio y nuevo; pero él no quiere ponérselo, sino que cogió el sayal. Cuando los que había alrededor vieron esto, le dijeron:
—Señor caballero, podéis dejar el sayal, pues vuestra búsqueda ha terminado; en vano trabajaréis más para hallar el Santo Grial; sabed que no veréis más de lo que ya habéis visto. Ahora nos traerá Dios a los que deben ver más.
A pesar de estas palabras, Lanzarote no quiso dejar nada, antes bien, tomó el sayal y se lo vistió y después se puso el vestido de lino por encima y además una túnica de tela roja que le trajeron. Cuando ya estaba vestido y preparado, vienen a verle todos los de allí, que tienen por gran maravilla lo que Dios ha hecho con él. Apenas le han mirado, cuando lo reconocen y le dicen:
—¡Ay! Señor Lanzarote, ¿sois vos?
Él les dice que así es. Comienza entonces una alegría enorme allí. Las noticias van y vienen de unos a otros de tal forma que el rey Pelés oye hablar del suceso, pues le dice un caballero:
—Señor, os puedo contar maravillas.
—¿De qué? —pregunta el rey.
—Por mi fe, el caballero que ha yacido tantos días como muerto se ha levantado ahora sano y salvo: sabed que es Lanzarote del Lago.
Al oír esto, el rey se alegra mucho y va a verlo. Cuando Lanzarote lo ve venir, se pone en pie, le dice que sea bienvenido y le muestra un gran júbilo. El rey le da noticias de su hermosa hija que había muerto, aquella en quien Galaz había sido engendrado. A Lanzarote le pesa mucho, porque era una gentil dama, de alto linaje.
Allí se quedó Lanzarote cuatro días, durante los cuales el rey le mostró una gran alegría, pues había deseado mucho tenerle consigo. El quinto día, cuando se iba a sentar para cenar, les sucedió que el Santo Grial había servido las mesas de tal forma que ningún hombre podría pensar en mayor abundancia. Mientras cenaban, les ocurrió un suceso que tuvieron como gran maravilla, pues vieron que las puertas del palacio se cerraban sin que nadie las tocara y se admiraron mucho de esto. Un caballero armado con todas las armas y montado sobre un gran caballo llegó a la puerta principal y comenzó a gritar: «¡Abrid, abrid!», y los de dentro no le quisieron abrir. Aquél continuó gritando y les molestó tanto que el mismo rey dejó de comer, se levantó y se acercó a una de las ventanas del palacio que daban a la parte donde estaba el caballero. Le miró y al verlo esperando delante de la puerta, le dijo:
—Señor caballero, no entraréis; nadie, que esté montado tan alto como vos estáis, entrará mientras el Santo Grial permanezca dentro. Iros a vuestro país, pues ciertamente no sois uno de los compañeros de la Búsqueda, sino que sois de los que han abandonado el servicio de Jesucristo y se han puesto al servicio del Enemigo.
Cuando el caballero oye estas palabras, se desazona mucho y le entra una tristeza tan grande que no sabe qué hacer. Entonces se vuelve; el rey lo llama y le dice:
—Señor caballero, ya que habéis venido aquí, os ruego que me digáis quién sois.
—Señor —le contesta—, soy del reino de Logres y me llamo Héctor de Mares; soy hermano de Lanzarote del Lago.
—Por el nombre de Dios —dice el rey—, ahora sé bien quién sois; lo siento bastante más que antes, pues antes no me preocupaba y ahora sí que me preocupa por amor a vuestro hermano que está aquí dentro.
Cuando Héctor oye que su hermano está allí, que era el hombre del mundo al que más admiraba por lo mucho que le quería, dijo:
—¡Ay! Dios, ahora se dobla mi vergüenza y crece más y más. Ya no seré nunca tan atrevido como para ir ante mi hermano, pues he fracasado en aquello en lo que los nobles y verdaderos caballeros no fracasarán. ¡Ciertamente me dijo verdad el anciano de la colina cuando nos aclaró a mí y a Galván el sentido de nuestros sueños!
Héctor se marchó entonces del patio, yéndose del castillo lo más deprisa que podía su caballo. Cuando los del castillo lo ven huir así, le gritan, le dan voces y maldicen la hora en que nació; le llaman mal caballero y cobarde; él tiene tan gran dolor que quisiera estar muerto. Huye hasta salir fuera del castillo; entonces se dirige al bosque, hacia la parte por donde lo ve más tupido. El rey Pelés vuelve al lado de Lanzarote y le cuenta las noticias de su hermano; aquél lo siente tanto que no sabe qué debe hacer: no puede ocultar su dolor sin que se den cuenta los de dentro, pues le ven correr las lágrimas por el rostro. Por esto se arrepiente mucho el rey de habérselo dicho y no lo hubiera hecho de ninguna forma si hubiera sabido que Lanzarote se entristecería tanto.
Después de cenar, Lanzarote pidió al rey que le trajeran las armas, pues querría ir al reino de Logres, a donde no había ido hacía más de un año.
—Señor —dijo el rey—, os ruego por Dios que me perdonéis por haberos dado noticias de vuestro hermano.
Él le dijo que se lo perdonaba con gusto; entonces pide el rey que le traigan las armas: se las traen y las toma. Cuando ya está preparado, que no le falta más que montar, el rey hace que le lleven al patio un caballo fuerte y rápido; le dice que monte y él así lo hace. Cuando está montado, que ya ha obtenido licencia de todos, se marcha y cabalga largas jornadas por tierras extrañas.
Una noche se albergó Lanzarote en una abadía blanca, en la que los frailes le hicieron un gran honor, por ser un caballero andante. La mañana siguiente, después de oír misa, cuando iba a irse del monasterio, miró hacia la derecha y vio una tumba muy rica y hermosa, que estaba recién hecha al parecer. Se vuelve hacia aquella parte para ver qué era; cuando ya estaba cerca, la encontró tan bella que bien le parecía que en ella debe yacer un rico príncipe. Mira la cabecera y ve unas letras que dicen: «AQUÍ YACE EL REY BANDEMAGUS DE GORRE, A QUIEN MATÓ GALVÁN, EL SOBRINO DEL REY ARTURO». Al oír esto, lo siente mucho, pues tenía un gran amor al rey Bandemagus y si hubiera sido otro que Galván el que lo mató, no escaparía a la muerte. Llora amargamente y hace un duelo digno de admiración diciendo que ésta es una calamidad muy luctuosa para los de la casa del rey Arturo y para muchos otros nobles.
Aquel día permaneció Lanzarote allí muy apenado y entristecido por amor al noble rey que le había hecho muchos honores. La mañana siguiente, después de armarse, montó en su caballo y encomendó a los frailes a Dios, volviendo a tomar su camino. Erró muchas jornadas, según le llevaba la ventura; así llegó a las tumbas en las que las espadas estaban derechas. Tan pronto como vio esto, se dirigió hacia allá a caballo y contempló las tumbas. Después se alejó del lugar y vagó hasta llegar a la corte del rey Arturo, donde todos mostraron una gran alegría nada más verle, pues deseaban mucho que vinieran él y los demás compañeros, de los que habían vuelto muy pocos y los que habían vuelto no habían conseguido nada de la Búsqueda, por lo que estaban muy avergonzados. La historia deja aquí de hablar de todos ellos y vuelve a Galaz, el hijo de Lanzarote del Lago.