Prólogo

Carta de sir Clifford Norton a su amiga, la señorita Clara Birchem

Mi querida Clara:

Un episodio de mi juventud pasa esta noche por mi mente, vibrante, creando una imagen panorámica; y mientras mis pensamientos regresan por el accidentado sendero de cuarenta años, que han salpicado mi pelo de gris y llenado mi vida de espinas y azahares, hasta un mes que dejó su huella en toda mi vida, desearía tener el poder de reproducir el cuadro con todos sus colores y hacer justicia a la tarea que, a petición tuya, emprendo esta noche. Lamento que el favor que me solicitas me obligue a escribir sobre mí mismo; y espero, mientras lees esto, que tus ojos se fijen lo menos posible en el desagradable personaje que soy.

Nací bajo un sol cálido y un cielo agradable, donde una mezcla de perfume de magnolia y jazmín cargaba el aire, intensificando los sentidos, donde todo echaba brotes y flores casi al nacer, donde la soñadora languidez de la voluptuosidad parecía inherente a todo, y la chispa sexual esperaba nada más que el contacto para arder en todo su esplendor.

Mi introducción a los placeres y misterios siempre relacionados con el lecho del Amor no fue confiada a una principiante, a una tímida adolescente que da sus primeros pasos hacia el conocimiento de la ilusión de placeres prohibidos, sino a una mujer, una mujer de treinta años que, tras un largo tiempo aprendiendo de las expertas manipulaciones y enseñanzas de un marido, se había convertido en una maestra en todos los delicados detalles que rodean las delicias del amor.

¡Con qué claridad la veo esta noche! Con qué intensidad aprecio su maravillosa anatomía, que el tiempo graba cada vez más profundamente en mi memoria: el patrón por el que desde entonces he medido todas las perfecciones femeninas. ¡Ah, la vuelvo a tener delante, y esta vez desnuda! ¡Mírala! ¿No es hermosa? Fíjate en el porte de su cabeza, de la que cae destellando su abundante cabello rubio. Fíjate en esos ojos ambarinos, esos labios rojos y húmedos, tan maravillosamente cincelados, las mejillas pálidas teñidas por su reflejo.

Mira esos hombros de forma perfecta y exquisita, moldeados de la misma manera que los abultados y hermosos pechos, de pezones tan puntiagudos y rosados. ¿Qué vientre, espalda y caderas tuvieron alguna vez curvas tan elegantes? ¿Qué brazos redondeados, qué muslos carnosos y blancos podrían colmar tanto mis sentidos? Con el recuerdo de esos cálidos y adorables placeres vuelvo a sentirla esta noche. Pero su lasciva forma y su lasciva sensación sólo existen en la memoria, pues el molde se rompió al quedar terminado. Su carne nunca más volvió a tocar mi carne.

Mi iniciadora me arrancó de aquel pequeño paraíso con deliciosas promesas y me llevó por un invernáculo de pasión, donde cada bonita flor estaba impregnada de un veneno sutil que destrozaba los nervios, minaba la vida y aturdía el cerebro; y ese dulce día de verano en el que Cupido se quitó las ropas de seda, mostrándome bellezas que ni siquiera había soñado, selló mi destino.

Nos sentamos bajo la sombra de un árbol, en un sitio a donde no podían llegar los rayos del sol. Después de quitarme el sombrero y acariciarme el cabello con las delicadas manos blancas apoyó mi cabeza en su regazo, me apretó contra el jadeante pecho y apoyó sus hermosos labios en los míos y los tuvo allí, con los ojos cerrados, hasta que sentí que me quedaba sin aliento; entonces apartó la cara mientras los ojos le relucían y su rostro se ruborizaba.

En todo eso había algo que me gustaba, porque le pedí que me lo hiciese de nuevo; y ella, exclamando «Vaya, mi hombrecito», volvió a apretarme contra su cuerpo y a besarme hasta que sus labios dejaron mojados mis labios y mi cara. Cada ataque, cada presión, parecía crear para mí nuevas y deliciosas sensaciones que nunca había conocido; y entonces, allí delante, en el sitio donde me abotonaba los pantalones, sentí dolor y un bulto grande que me molestaba. Inocente, se lo conté.

—A ver —dijo, cariñosa; y una de sus manos, la que tenía muchos anillos bonitos en los dedos, bajó y me desabrochó los pantalones.

Y entonces, lo que nunca había visto de más de cinco centímetros de largo y blando como carne de bebé, estaba allí asomando doce o trece centímetros, hinchadísimo. Lo que vi, y el dolor, me asustaron mucho, pero ella me cogió la polla caliente en la mano, la besó cuatro o cinco veces y la mordisqueó con suavidad, diciéndome que no pasaba nada, y en seguida me sentí bien.

Pero yo seguía totalmente pasivo en manos de mi bella seductora, y tuve que soportar que me quitase los pantalones y me echase hacia atrás sobre la hierba. Su mano blanca como la nieve subía y bajaba con entusiasmo, ciñéndome la polla, dejando al descubierto la encendida cabeza y estirándome el frenillo. Se inclinó y su lengua acarició la punta de mi pene, mientras su otra mano me hacía esas cosquillas mágicas (que los franceses llaman patas de araña) en las pelotas y por la uretra.

De repente mis muslos se endurecieron. Temblaba con violencia y tenía una extraña sensación. Creía que iba a desmayarme cuando el chorro blanco brotó de mi hinchado glande, rociándole las mejillas y la lengua con perlas líquidas y cayó salpicándome el vientre; ella, mientras tanto, me miraba la polla con ojos excitados.

Entonces, descuidadamente, se desabrochó la camisa, y vi lo que nunca había visto hasta ese momento: dos hermosos pechos. Qué bonitos parecían, tan blancos y redondos.

Jadeando y suspirando me frotó con ellos la cara y los labios, y me pidió con un susurro que se los mordiese. Y cuando mis labios apretaron las puntas pequeñas y duras, el aliento de ella casi me quemó la cara, y sentí una nueva alegría y noté que volvía a hincharme.

Entonces sentí que una de sus cálidas manos bajaba y me cogía la polla, mientras que con la otra me agarraba la mano y me la frotaba contra sus suaves muslos y luego contra la cosa más suave y bonita que había sentido en toda mi corta vida, donde me la dejó. Ay, qué juguete había encontrado, tan suave, rizado y jugoso; y cuando mi mano encontró una delicada abertura, la mujer saltó como si yo le hubiera hecho daño. Entonces sentí que abría bien las piernas y me susurraba pidiéndome que me pusiese encima de ella, cosa que hice.

Me levantó la camisa y sentí mi vientre desnudo apretado contra el suyo, que también estaba desnudo porque también tenía la camisa abierta. Ah, cómo me abrazó y me besó, y qué agradables eran sus brazos desnudos en mi cara y en mi cuello. Pensé que me iba a quebrar el cuerpo. Diciéndome en el oído que hiciese lo que me pedía, estiró la mano y me cogió el motor que me estaba matando de dolor y lo puso donde yo tenía el dedo cuando pensé que le había hecho daño. «Ahora métemela», susurró, y levantó el cuerpo con el mío encima, y cuando se volvió a apoyar en el suelo mi polla estaba dentro.

Soltó un gran suspiro, y luego me apretó y me mordió y fue como si me estuviera meciendo en un nuevo tipo de cuna. Aferrándome por las caderas, me subía y me bajaba, sin permitir que mi cosa escapara del nido en el que ella la había metido, y mientras un cosquilleo me recorría los dedos de las manos y de los pies y me subía y bajaba por la espalda, ella empezó a mover la cabeza de un lado a otro exclamando: «¡Oh, oh, oh!».

De repente mi iniciadora me rodeó con las piernas; entonces arqueó la espalda y se quedó así un instante, jadeando, tratando de llegar a mis labios, hasta que me dio un largo y apasionado beso en la boca. En ese momento me abandoné y todo se volvió borroso; sentí que derramaba algo dentro y encima de aquel maravilloso juguete con el que me había estado divirtiendo durante diez minutos. Los brazos y las piernas de ella dejaron de apretarme y rodé hacia un lado, temblando como una hoja; pero ella me besó, y me dijo al oído que me sentiría mejor en unos minutos, y tenía razón.

Luego me abrazó y me dijo que nunca contase lo que había pasado; y mientras me preguntaba si no me había parecido muy agradable me volvió a besar varias veces, me hizo besarla y allí, con la cabeza entre sus bonitos pechos, entramos en un embriagador éxtasis. «¿No te ha parecido maravilloso?». Bueno, me parecía que sí; el pequeño paraíso que yo había creado acababa de ser derribado por el que ella me había creado. Sonrío cuando pienso en mi inocencia; qué poco sabía, aunque era un fornido joven de dieciocho años.

Imagina, amiga Clara, lo excitante que es para una mujer de treinta años con un bonito cuerpo y experiencia, lo excitante que es, digo, apretar contra sus abundantes pechos el delgado cuerpo de un púber; apretar el tupido bosque rubio de rizos y los carnosos labios del coño contra la polla y las pelotas de un muchacho; mirar el primer placer de él, ver como se endurece y rechina los dientes de perlas al alcanzar el éxtasis de la primera corrida, mientras está perdida en un lujurioso deleite sintiendo el semen que le inunda el coño completamente desarrollado y le empapa los tupidos rizos. Es ese placer lo que llevó a mi hermosa seductora a enseñarme esa exquisita felicidad.

Sí, ése fue un día que selló mi destino. Por la tarde salimos a pasear por el bosque. Durante un rato ella no habló; luego, volviéndose hacia mí, dijo: —Eso que hicimos es lo que hacen las personas casadas. Mi marido está enfermo, y hacía meses que me moría de necesidad por sentir el placer que tu cuerpo tan tiernamente me dio. —Me apretó contra su pecho y me besó rápidamente—. Este tesoro que tengo entre las piernas ha estado muy solo, y sentí que contigo podía compartir las riquezas del sexo. ¡Ah, me has satisfecho muy bien!

Al oír eso me sentí muy orgulloso, e inmediatamente le pregunté si podría hacerlo de nuevo; me besó sonriendo y dijo que no me preocupara.

Yo tenía un extraño deseo de ver más.

—Señorita B… —dije—, tiene unas piernas muy bonitas. ¿Puedo verlas mejor?

—Sí, por supuesto —respondió ella—. Por ti haría cualquier cosa.

Se agachó, cogiendo el dobladillo de la falda y lo levantó por encima de la cara. ¡Dios! Qué cuadro; los calcetines apretados, las ligas azules por encima de las rodillas y los muslos blancos desnudos. Entonces volvió a bajar la falda, pero la imagen quedó en mi mente.

Ella, que con tanta delicadeza me había quitado la virginidad, conocía el poder que sus hermosas piernas tenían sobre mí, y mientras regresábamos aprovechó cuanta oportunidad se le presentaba para mostrármelas; y cuando le pregunté si podía tocarle aquel sitio, dijo: —Sí, pero hazlo rápido.

Cumplí su orden, y a ella le gustó tanto como a mí. Levantar la susurrante falda y meter la mano en aquel musgoso encanto me produjo la misma intensa emoción que todavía siento en situaciones similares.

Espié otra vez debajo de la falda y vi los muslos blancos y desnudos que con tanta fuerza me habían apretado. Qué hermosa y fascinante era cuando se agachó para desatarse los zapatos; se quitó las medias de las encantadoras piernas y luego volvió a levantarse.

—Me gusta —le dije en voz baja.

—Pícaro —exclamó ella—, ¿me has estado mirando todo este tiempo?

Incliné la cabeza y le dije que me parecía muy agradable y bonita.

—¿De veras lo crees? —canturreó—. Dios te bendiga.

Le aseguré que sí, y le pedí que por favor se desnudara.

Me miró un segundo, encogió los preciosos hombros, y la blusa se le deslizó hasta los pies; entonces la vi completa, desde el cuello hasta los pies, vi lo que más quería ver: aquel remolino de vello rubio que casi me había matado de alegría.

—¿Estás satisfecho ahora? —preguntó, y se inclinó hacia mí, casi apoyándome los pechos en la cara.

Y mientras los cogía como si fuera a quedarme con ellos, la mujer volvió a ponerse la blusa para quitársela luego de nuevo.

Mi iniciadora era una magnífica mujer de treinta años, con unos pechos inmensos, ojos que irradiaban deseo y lujuria, muslos y nalgas bien formados y unos rizos rubios en el coño que casi le llegaban al ombligo. Se echó boca arriba en la hierba y de repente abrió del todo las piernas, dos dedos entre los carnosos labios de la larga raja de coral; levantó las nalgas, dobló una pierna y se introdujo otro dedo en el jugoso coño; a continuación se lo metió por el fruncido agujero pardo del trasero. El dedo desapareció rápidamente en aquel apretado orificio.

Entonces empezó a mover los dedos hacia dentro y hacia fuera, dentro de los dos agujeros. Pronto se descontroló del todo, y sus dientes rechinaron mientras se estremecía de lujuria de la cabeza a los pies; su mano se movía con creciente energía y pronto brotaron de sus labios las palabras más obscenas.

—¡Ay, Dios…! ¡Ayyy…! ¡Qué manera de follar…! ¡Ay, qué fuego tengo en el coño, cómo me arde el culo! —gritó, y entonces, con un gemido, arqueó el cuerpo estremeciéndose mientras se corría. Sus ojos, clavados en el follaje que tenía encima, se pusieron brillantes y se agrandaron—. ¡Dios mío, qué orgasmo! —exclamó. Entonces sacó los dedos de los jugosos agujeros, de los que brotaron torrentes de líquido que le resbalaron por los muslos.

¡Dios! ¡Qué felicidad! Ahora sabía lo que quería ella y lo que quería yo. Sí, se había roto el hielo. Yo era un buen alumno, y el fuego secreto de mi juventud acababa de estallar con toda su furia. Me eché sobre ella como un perro en celo, ansiando probar y provocar cada una de sus partes. Le lamí los brazos, el vientre, las piernas; le mordí y le chupé los rosados pezones; la besé de la cabeza a los pies; le acaricié aquella belleza cubierta de rizos; entré y salí de ella; metí la cabeza entre sus ardientes muslos, que la apretaron hasta que me pareció que iban a romperla; la recorrí de las rodillas a los labios en un salvaje delirio de éxtasis recién descubierto: su aliento me quemaba las mejillas cada vez que, para descansar, le apoyaba la cabeza en las palpitantes tetas.

Entonces, mientras me abrazaba con fuerza, mi hermosa seductora puso fin a mis juegos; metió la mano y cogió a su amiguito, que había alcanzado su máximo tamaño y no era ningún holgazán, me hizo acostarme boca arriba, se inclinó encima y empezó a mordisquear mi carne viril con ardientes labios rojos, que estaban húmedos y calientes y se esmeraban deliciosamente en mi verga. Luego se echó al suelo boca arriba, arrastrando mi cuerpo, y me levantó y me colocó sobre ella con brazos de acero.

Mientras separaba los temblorosos muslos, mi lasciva preceptora me dejó bajar lentamente. Cogió con la mano el pequeño animal que tan impaciente estaba por cumplir con su deber, separó con dulzura el dorado vello del coño y metió allí a mi rampante amigo. Me rodeó el cuerpo con los brazos, me besó y, levantando las nalgas del suelo, empujó hacia arriba; mi vientre desnudo se acopló a su suave y carnoso montículo. Yo empujé hacia abajo, metiéndome en la húmeda y anhelante raja. Ella apoyó la cabeza en el suelo con una sonrisa en los labios y las mejillas encendidas.

Ahora yo sentía que podía realizar sin ayuda los movimientos en los que ella me había iniciado, y en cuanto la monté trató de besarme y me dijo al oído: —Muy bien, mi amor. Así, así…, ¡clávame!

Le temblaba tanto la voz que creí que se estaba ahogando. Había encontrado el secreto de su ardiente pasión, y quizá mi mayor orgullo: ¡su placer era el mío! Recuerdo que mientras la excitaba con mi dura arma, moviéndola enérgicamente y luego con suavidad, soltó un grito contenido, sofocado, que —lo sé ahora— era el colmo de la felicidad. Pero me cansé y me dormí allí en sus brazos; sin embargo, acoplados en el sueño y el descanso, la felicidad siguió y siguió de una manera deliciosa, palpitante, que casi no se puede expresar en palabras.

—¡Más! ¡Más! —dijo de repente mi fogosa compañera, y yo, que la amaba hasta el punto de estar dispuesto a hacer por ella lo que fuese, empecé otra vez a moverme con suavidad—. Me encanta cómo me llenas con ese instrumento. ¡Es tan grande, tan duro, tan delicioso!

Pero el éxtasis me estaba volviendo sordo y ciego.

—Me voy a correr —le susurré al oído—. Me voy a correr… por ti.

Ella estiró las blancas piernas, las juntó, apretó su vientre contra el mío y aflojó los brazos.

—¡Vamos —jadeó—, derrama todo eso en mi vientre, hasta la última gota!

La vista se me nubló, sentí como salía el ardiente chorro y todo terminó. Me desplomé sobre el cuerpo de ella, gozando de aquella carne cálida que me abrazaba pecho contra pecho.

—Ay, qué maravilloso eres —dijo mi bonita viciosa mientras me apretaba contra los labios y me besaba y me mordisqueaba juguetonamente el cuello—. No sabes lo feliz que me has hecho, hasta qué punto has satisfecho mi turbulenta y ardorosa fiebre.

Rebosante de felicidad, le fui recorriendo con la mano todos los encantos, acariciándole el montículo de vello rubio, subiendo hasta las Iotas, que mordisqueé un rato hasta que finalmente, con un beso de ella en los labios, me dormí mientras me pasaba los dedos por el cabello y por el vello pegajoso que tenía más abajo. El sol que brillaba entre las ramas iluminó su hermosa piel de terciopelo con tintes losados, y los dos disfrutamos del calor durante varias horas.

Después de comer salimos a dar un paseo en bote. Ella me hablaba mientras yo remaba con los ojos clavados en su cuerpo. Al notar que de vez en cuando echaba una ojeada a sus pequeños pies, pareció darse cuenta de cuáles eran mis pensamientos y apartó lo que ocultaba aquello que yo quería ver. De manera provocadora, y luego sin reservas, se levantó la falda para mostrarme sus carnes. El espectáculo hizo que me sonrojara.

—Amor mío —dijo, bajándose la falda y sonriendo tímidamente con aquellos dientes blancos y hermosos—, si remas hasta algún sitio bonito y tranquilo, donde no haya nadie, podremos estar solos y me levantaré la falda y abriré las piernas para que puedas meterte entre ellas y apoyar tu carne contra la mía.

Remé, y llegamos en seguida a un lugar cubierto de césped, donde nos sentamos sobre un delgado chal que ella extendió en el suelo.

—Ay, ¿no te parece maravilloso? —dijo—. Qué bien lo vamos a pasar aquí solos, en esta encantadora sombra.

Me rodeó con un brazo y se dejó caer hacia atrás en el chal, arrastrándome con ella. Estábamos los dos boca arriba, mirando entre las hojas verdes. Pronto me apretó contra ella y me preguntó qué deseaba; le respondí apoyándole una mano en la pechera de la blusa y ella empezó a desabrochársela desde el cuello, bolón por botón, hasta que le vi asomar las puntas de las tetas, muy blancas y redondas. Entonces se desabrochó el corsé.

A esas alturas estaba muy excitado, y metí las manos y le saqué las tetas. Luego me inclino y las besé, mordisqueé y chupé con suavidad, sintiendo que daría con gusto la vida por consumirlas en la boca. Tenía una magnífica sensación en todo el cuerpo cuando me apretó contra ella y me besó de una manera nueva, cubriéndome toda la boca como si estuviera tratando de devorarme. Me acariciaba la lengua y me la chupaba como si quisiera arrancármela de la boca, y me mordía los labios.

Entonces sentí que su lengua se me metía en la boca casi hasta la garganta, mientras su aliento ardoroso me golpeaba la cara y sus tetas subían y bajaban acompañando sus exasperados suspiros de pasión. Miré hacia abajo y vi que tenía la falda por encima de las rodillas, y al estirar la mano para levantarla más y deleitar mis ojos, sentí que su mano se metía en mi bragueta y me acariciaba los huevos, que parecían a punto de estallar de pasión no consumada.

—Rápido, levántate y quítate los pantalones —dijo, en cuanto le toqué con lujuria el rubio nido.

Al levantarme, tuve una maravillosa vista de sus encantos. ¡Esos muslos desnudos, tan intensamente invitadores, y el corte que se escondía detrás del vello, un tesoro que mi duro y ardiente dardo de amor trataría de descubrir una y otra vez! Ya sin los pantalones, me acerqué a ella y me quedé allí de pie mirándola, con el pequeño soldado enhiesto y orgulloso. Ella estiró una mano y lo cogió, y entonces se incorporó hasta que pudo tocarlo con los labios. Ay, cómo lo apretó y mordió y chupó y lamió y acarició, hasta que tuve la certeza de que le explotaría en la cara.

Entonces mi bella iniciadora se apartó de un salto, apoyó las manos en un tronco y se arrodilló en el suelo, levantando las caderas y el trasero en el aire, mostrando totalmente, de la manera más lasciva, todo el lado inferior de su anatomía. Yo me arrodillé entre sus piernas separadas. El magnífico culo me quedó directamente delante de la cara, invitándome a saborearlo, tocarlo y bucearlo. Me deleité mirando y oliendo el arrugado agujero pardo, rodeado por pequeños rizos de vello, los gruesos labios de terciopelo que asomaban del coño enormemente desarrollado. Perfectamente situado, apoyé la cara contra la roja carne del delicioso conejo, le metí la lengua y me puse a chuparlo con indecible pasión. Mi meta: devorarla.

Su pasión escandalosamente lasciva pronto se manifestó; unos temblores convulsivos le estremecían el cuerpo; su coño carmesí se abría y se cerraba apretándome la lengua. Completaba mis esfuerzos frotándose el botón rubí que tenía delante. Le faltaba poco para llegar al orgasmo.

—Polla…, coño…, follar…, correrse —oí que murmuraba, hasta que finalmente, con una espasmódica contracción de las nalgas, soltó un chorro de líquido cremoso y espeso, como una eyaculación masculina, que me corrió por la cara y el pecho y a ella por los muslos. Lo lamí sin perderme ni una gota.

Dejé la cabeza entre las blancas piernas de ella, y le besé los pequeños labios del placer hasta que dio media vuelta, se puso boca arriba y dijo que no lo podía soportar más.

—¡Ahora! ¡Vamos…, ahora! —suplicó—. Por favor, dámela ahora.

Abrió las piernas, me metí entre ellas y apoyé todo mi peso en su vientre. Entonces, de repente, sentí sus calientes dedos en mi carne, haciendo cosas, y supe que había puesto mi endurecida, presta y rampante espada entre los deliciosos pliegues de su coño. Sentí que la tenía entre los mojados rizos del conejo, deslizándose con suavidad hasta que quedó incrustada del todo en aquel jugoso agujero y nuestros cuerpos apretados uno contra el otro.

¡Ay!, qué placer follarla tan profundamente. Parecía que con los labios del coño hacía lo mismo que con los otros en el momento de besarme. La persuasiva carne del conejo me engullía la vara y sentí que me iba a tragar hasta el corazón, con el cuerpo y todo, mientras murmuraba: —Ay, qué polla más agradable. Lléname con tu polla enorme y maravillosa; dámela entera.

Sacaba y metía rápida y suavemente la rampante polla, repitiendo el movimiento hasta que sentí un vértigo de lujuria y un deseo intenso de hundirme en ella y no salir nunca más.

Noté que su cuerpo se retorcía debajo del mío moviendo las nalgas de una manera nueva, que yo nunca había sentido y que resultaba muy electrizante para los dos; ella estaba tan mojada y suave entre las piernas que yo me perdía en su resbaladiza copa de amor. Pronto empezó a levantar y a estirar las piernas, apretándose las tetas con las manos mientras movía la cabeza a un lado y a otro, soltando suaves quejidos por los labios entreabiertos.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Ya! ¡Ya! —gritó, mientras abría los ojos y empezaba a levantar las caderas para ir vigorosamente al encuentro de mi polla.

Desfallecido de placer, me puse inmediatamente a arremeter contra aquella jugosa puertecita. Cuando ella me rodeó la espalda con las piernas, apretándome tanto que no podía moverme, tuve una salvaje, fogosa sensación de placer, y un segundo más tarde sus labios de terciopelo sorbían el chorro ardiente de mi juvenil pasión. Sus brazos cayeron exánimes a los lados de su cuerpo; sus piernas se deslizaron bajando de mi espalda y la sonrisa de su hermoso rostro decía más que las palabras.

¡Ay!, esa mujer, ese día, cómo había entrado en mi vida. Yo le pertenecía en cuerpo y alma; ella era mi sol, mi vida; no pensaba nada que no fuera para ella, no hacía nada que no fuera para sacarle una sonrisa. Podía mirarla a la cara y a los ojos durante horas sin cansarme. Poco sabía entonces de los asuntos del corazón; lo que podía sufrir; lo que podía soportar; sin embargo, qué poco tiempo faltaba para que el mío fuese puesto a prueba. Los días iban y venían, pero mi deseo de ver sus encantos no disminuía, de conocer una y otra vez la deliciosa embriaguez que encontraba en sus brazos.

Pero mi amante no siempre complacía mis deseos, pues sabía que para su placer, para igualar su pasión, yo tenía que recuperarme, pero siempre era cariñosa y dulce, y fuera del acto nunca me negaba lo que yo deseaba ver o tocar. Sí, el molde se rompió después de conocer esas caderas y esas piernas tan bien formadas. Nos entreteníamos practicando ciertos juegos lascivos. A veces, cuando estábamos de pie, me permitía agacharme y meterme debajo de su falda, y mientras le rodeaba las caderas con los brazos me permitía enterrarle la cara entre los hermosos muslos y apretar la boca contra el rosado palacio del placer hasta que casi me asfixiaba.

Entonces ella se agachaba un poco, doblando las rodillas para que yo pudiese pasarle la mano entre las piernas y tocarle con un dedo el botón rubí enmarcado en seda rubia; mi otra mano se metía por debajo de los muslos e introducía un dedo en el agujero del coño, que, como un tajo escarlata, se abría entre los rizos dorados. Luego se producían unos movimientos enérgicos y ella tenía en seguida un orgasmo. Yo veía como brotaban las perlinas gotas del amor mientras su cuerpo se estremecía de lujuria. Cuando todo había terminado, ella se tendía en el suelo y se quedaba boca arriba con la cabeza echada hacia atrás, los encantadores muslos separados, y entre los hinchados labios de su raja bermellón brotaba un chorro de líquido cremoso.

Yo estaba perdidamente enamorado de esa voluptuosa y ardiente mujer, que se me entregaba sin reservas, complacía todos mis caprichos sexuales y conocía todos mis antojos y fantasías. Sus besos eran de fuego; sus ágiles piernas eran puertas al paraíso; sus besos me recorrían el cuerpo entero; sus dedos, con sus toques mágicos en mi polla, mis pelotas, mi trasero, me enloquecían de lujuria; su coño, caliente, húmedo, velludo y generoso, me chupaba el alma y el corazón. A menudo desfallecía entre sus suaves muslos, pero sus diestros toques nunca dejaban de despertarme y ponerme de nuevo en acción.

¿Qué mujer podría igualar a mi lasciva seductora, que me montaba, hundía mi polla en su conejo y la exprimía y succionaba con convulsos latidos de suprema lujuria, siempre dispuesta a hacer vibrar aquel bonito y redondo trasero y arrancarme chorros de semen? ¿O quién, poniéndose encima de mí, podría frotar una dulce raja de rizos dorados contra mi boca, reanimándome al mismo tiempo con las manos y los labios la decaída polla, hasta hacerle lanzar los tesoros contra la ágil lengua? Tendido boca arriba, con el voluptuoso coño de ella en la cara, y su lengua y sus labios en mi polla, me provocaba aquella felicidad líquida que los otros labios quizá no habían logrado darme.

En medio de esas voluptuosas sesiones, a veces me balbuceaba palabras indecentes que me excitaban más.

—¡Folla! ¡Folla! ¡Córrete! ¡Mastúrbame! ¡Oh, sí, fóllame! —decía, excitándome para que eyaculase.

Finalmente, cuando mi polla anhelaba campos nuevos y pastos más verdes, ella me ofrecía el trasero de suaves curvas, y separándose las nalgas con los dedos me mostraba la rosada y arrugada puerta de Sodoma, en cuyas apretadas profundidades yo disparaba mi semen.

Ay, cuántas veces le abría las carnosas nalgas y le inspeccionaba el fruncido orificio, metiéndole primero los dedos y luego penetrándolo con la lengua antes de hundir la dura y caliente polla en el agujero sagrado. La alegría de ser chupado por un sitio tan apretado, por una seductora tan bonita, era más de lo que podía soportar. Los deliciosos músculos que me apretaban y estrujaban me arrancaban el iodo del placer a los pocos instantes de entrar en aquel sitio especial.

Debido a sus grandes e hinchados pechos, mi bonita rubia también era una experta en el arte de «follar con las tetas». Se acostaba boca arriba y yo le ponía la dura y encendida polla en lie los globos y ella los apretaba desde los lados para dejar a mi pene completamente encerrado en el blanco pliegue. Entonces yo me movía adelante y atrás, arriba y abajo, mientras la cabeza morada aparecía y desaparecía ante aquellos ojos extasiados hasta que se producía el dulce orgasmo, y el chorro de semen saltaba y le inundaba los pechos. A esas alturas olla estaba tan excitada que con meterle un poco un dedo o pasarle la punta de la lengua por la tórrida vagina ya se le desbordaba la mágica fuente del néctar de la felicidad.

En pocas palabras, mi lasciva amante era de lo más complaciente, y nada la detenía. Hasta me permitía, con gran placer, que le penetrase el conejo en esas fechas periódicas de su ciclo femenino en las que «ondeaba la bandera roja», fechas en las que las mujeres tienen el doble de ganas y aman al hombre que no se fija en los obstáculos.

Un día, mi bella libertina quiso viajar a la ciudad y regresar por la noche, y me pidió que la acompañase. Lo primero que hicimos al llegar fue ir a un hotel, donde nos dieron una confortable habitación. Apenas acabábamos de echar las cortinas cuando ella empezó a desnudarse, quitándose la ropa prenda a prenda, mientras yo, maravillado, la miraba con ojos muy abiertos. Fue deshaciéndose de una y otra cosa hasta que sólo le quedaron las medias y la blusa. Pareció dudar un segundo, y entonces se quitó también eso y a continuación caminó como una reina hasta la cama y se acostó poniéndose las manos sobre la cabeza.

Qué dulce era.

—Vamos, amor, quítate tú también la ropa —dijo—. Desnúdate para mí y ven a acostarte conmigo.

Sentí una gran alegría. Iba a estar otra vez en el paraíso, y para eso lo único que tenía que hacer era seguir el consejo de ella y quitarme la ropa. Primero me deshice el nudo de la corbata y se la arrojé. Luego me quité la chaqueta. Me desabroché la camisa, me quité los pantalones y me quedé allí en ropa interior y calcetines. Me di cuenta de que me había desvestido en la mitad del tiempo que había emitiendo ella, y ya tan desnudo como mi amante subí a la cama y me acosté junto a ella. Por fin tenía la oportunidad de follarla en un cómodo hotel, un sitio célebre por los retozos de los amantes. Pero dolorosa y sorprendentemente no pude, al principio, cumplir con mi deber en esa ocasión especial.

Por supuesto, me metí en la cama con ella, pero cuando llegó el momento de clavarle la rampante vara fracasé por completo, en parte, estoy seguro, a causa de un exceso de ansiedad y en parte a causa de los nervios. Mi amante fingió no percatarse de mi fláccido tronco, pero mediante algunos toques astutos y muchas caricias, y la exhibición en innumerables posturas de su encantador cuerpo desnudo, procuró quitar importancia a lo que no era más que una situación pasajera, producida por un deseo demasiado intenso de complacerla.

Cogió su juguete, mi espada, con la suave y blanca mano, y la acarició y la torturó deliciosamente mientras la veía fortalecerse y crecer. Después de mordisquearme un poco en el vientre y lamerme la piel tirante y suave de la polla, las pelotas y la parte interior de los muslos me rodeó con los brazos y me apretó contra ella en la cama, cubriéndome de besos. En cuanto aflojó el abrazo me metí en la boca uno de los pezones de aquellos pechos níveos (ahora recuerdo que eso me hizo correr una chispa eléctrica por todos los cables del cuerpo; todavía hoy la siento).

Le había puesto la mano sobre el carnoso conejito que tenía entre los suaves muslos, y a medida que mi dedo iba entrando, despacio, pareció que las dos sensaciones simultáneas la excitaban. Con las mejillas cada vez más encendidas, me cogió la polla, que, finalmente, encantadoramente, había recuperado todo su tamaño, y vibraba en la mano de ella. Entonces juntó las dos almohadas en la cama y me dijo cómo quería que me acostase. Una vez cumplidas las instrucciones, la polla que ella anhelaba tener clavada entre los musgosos labios se erguía dura y orgullosa.

Entonces insistió en acostarse de lado en la cama, frente a mí, que estaba un poco de lado y boca arriba. A continuación levantó la pierna, y yo acerqué la cara al muslo que se apoyaba en la cama y vi la preciosa raja de vello rubio, y le apliqué los labios y la lengua. Como ella seguía con la pierna levantada, mientras lamía vi los encantadores rizos que iban hacia atrás y le rodeaban el ojete. Eso me permitía usar la mano para frotarle enérgicamente el inflamado clítoris, lo que la excitaba con locura y la llenaba de lujuria. Mientras me acariciaba las pelotas con aquella mano suave pronto llegó al orgasmo, y su ardiente muslo me cayó en la cara. Vi cómo le latía el ojete mientras el roño le vibraba corriéndose copiosamente, lanzando pequeños chorros que me empaparon el brazo. Aquel glorioso orgasmo era la excitada eyaculación del coño fogoso de una mujer voluptuosa y apasionada.

En cuanto se recuperó, se me colocó encima, en posición de follar. Sentía como sus manos hambrientas asían mi duro pedazo de carne y lo metían entre los labios calientes y aterciopelados del carnoso coño. Tras un suave movimiento de su parte, un ligero empujón hacia arriba, lo tuvo todo dentro. Mi polla, en toda su gloria, había entrado fácilmente en su jugoso palacio del placer y se deslizaba entrando y saliendo entre las engrasadas paredes, buscando la culminación. Ella jadeaba sintiendo mi dura máquina de perforar. Levantaba las caderas para empujarme con la entrepierna. Debo decir que parecía realmente encantada con lo que tenía dentro.

—¡Me follas deliciosamente! —dijo, con una mezcla de alegría y orgullo.

Y entonces empezó a subir y a bajar, frotándose contra mi polla de una manera muy especial que nunca más volví a conocer; sus pechos, saltando sobre mí con cada movimiento, parecían transmitir fuego a mis venas y a mi cerebro. Éramos un solo y palpitante órgano sexual.

Sentía que me mojaba todo por donde estábamos unidos, pero la sensación era también ardiente y deliciosa; y mientras seguía moviéndose, vi que cogía sus pechos y se los masajeaba con una fuerza erótica tan fuerte que temí que se los aplastase. De repente sus movimientos se aceleraron; sus labios se hincharon; cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Adelantó los brazos y los encogió de nuevo, y todo su cuerpo empezó a temblar. En el instante en que ella llegaba al borde del placer, mi propio placer alcanzó su cima; y mientras mi mensajero del amor abría las alas y volaba, el orgasmo de ella me inundó de jugosa crema. Cayó sobre mí con todo su peso, casi aplastándome los huesos, y la abracé, disfrutando de su conejo mojado contra mi polla y mi ingle empapadas, y de la carne de su cuerpo.

Se quedó un rato jadeando y respirando entrecortadamente, y cuando saltó al suelo vi que la polla que tanto consuelo le había dado tenía unas delicadas manchas carmesí, que también estaban en mi vientre. Al verlas se ruborizó profundamente, y dijo que no tenían ninguna importancia. Me lavó con una esponja y luego me puse la camisa, y me quedé acostado de cara a la pared, como ella me había pedido. Pronto volvió con la blusa puesta, y me cogió en sus brazos; le apoyé la cabeza en el blanco pecho y nos dispusimos a dormir. Me dormí con un sentimiento de asombro: se me había permitido compartir el misterio de una mujer, y compartir sus partes femeninas durante el más femenino de todos los momentos.

Después de despertar y estampar un lujurioso beso en la cresta de mi polla, mi salaz amante, que se había excitado un rato con el dedo corazón, se me puso encima, hasta quedar arrodillada a horcajadas sobre mi cara. Entonces, agachándose un poco y echándose hacia adelante, ofreció a mi encantada vista su magnífico trasero, con el apretado y arrugado ojete rosa rodeado de rizos diminutos; y abajo vi la espléndida raja coralina de su encantador coño, con los labios interiores bien abiertos, esperando con lujuria expectante, y la gloriosa mata dorada de vello que le cubría el monte de Venus y se le extendía hacia arriba, como ya describí antes, hasta el ombligo. ¡Qué delicioso plato de lujuria habían puesto a mi alcance!

Mi fogosa iniciadora apretó entonces su coño delicioso contra mi ávida boca, y mi lengua se deleitó en la húmeda y perfumada abertura y mis labios chuparon el bulto carmesí de su clítoris, que era de un tamaño inmenso a causa de sus muchas experiencias de amor y lujuria. Le chupé realmente todo el trasero, lamiendo, mamando, saboreando. La verdad es que ella tampoco se quedaba quieta. Se metió toda la cabeza de mi polla en la boca. Allí estábamos los dos, acostados, vientre contra vientre, devorándonos, besándonos, lamiéndonos mutuamente los tesoros sexuales; cada uno con un dedo metido en el ojete de su amante, yo con una mano palpándole las tetas desde abajo, ella a mí las pelotas.

Nos complacimos en la más embriagadora lascivia, pero eso no podía durar mucho tiempo. Nuestros cuerpos se retorcían; su rampante coño parecía agrandarse y tragar la mitad de mi cara; mi inflamado pene parecía estar completo dentro de su boca. Con un grito sofocado, nos corrimos los dos, y el semen blanco le salió burbujeando de las comisuras de los labios en pulsantes latidos, mientras sus espesos y viscosos jugos inundaban mi rostro. Los dos tragamos y sorbimos la eyaculación del otro, y luego nos separamos, jadeando con intenso placer. Pero, como Mesalina, mi lujuriosa amante estaba lassata sed non satiata, cansada pero todavía insatisfecha. Después de un último beso, nos levantamos y nos vestimos, y a las nueve estábamos en la cabaña.

El último éxtasis que conocí metido entre sus voluptuosos muslos fue ese día que me llevó con ella a la ciudad; y esa noche mi joven corazón conoció los primeros dolores y los primeros problemas. Dos días más tarde me besó dulcemente en la puerta, diciendo que nunca más me olvidaría. (Eso ha sido mutuo). En esa despedida me apretó entre sus brazos níveos, me dejó que le tocara y palpase con toda libertad los pechos, pero me disuadió de cualquier intento de meterle la mano debajo de la blusa; en realidad, cuando intenté tocar de nuevo la carne que me había llegado a resultar tan familiar como la mía propia, ella me apartó la mano, diciendo: —No, ya no.

Mi cerebro febril esbozó y volvió a esbozar la figura bella, lozana, que había desvelado a mis ojos ávidos, la chispa que había descubierto y alentado con mi ardiente deseo.

Después de unas largas semanas me sentí de nuevo vencedor, y al recuperar las fuerzas volví al estudio. Pero en esos días de lujuria, mi impúdica seductora me había inyectado en las venas un dulce veneno que ha seguido ahí durante años; por eso he sacrificado salud y ambición. Confiando en que la lectura de estas palabras, estimada Clara[1], te recompense con todas las agradables emociones que esperabas, quiero que sepas, por favor, que aunque he vivido para la lujuria, sé que hay un tiempo y un lugar para todo, y jamás intentaría amar a alguien demasiado joven para entender las consecuencias de sus actos.