La señorita Birchem
Cuando la señorita Birchem dijo que ningún caballero podía follarla, mentía. Primero había sido amante de un noble, sir Clifford, que después de haber llevado una vida voluptuosa en compañía de mujeres que lo habían secundado en todos sus caprichos y todos sus extraños deseos, había terminado exigiendo más estímulos a sus pasiones que lo que todas esas ardientes mujeres podrían ofrecer.
Al principio su deseo más extravagante era disfrutar azotando el trasero de la señorita Birchem. Ella se sometía encantada: en un primer momento para complacerlo, pero después para complacerse a sí misma, pues debajo de su apariencia correcta y modesta ardía un violento fuego.
Pronto desarrolló una pasión tan tórrida que imploraba a su amante que le administrase la vara de abedul en el ardiente trasero, satisfacción que él nunca le negaba, aunque ningún exceso de lascivia salaz era para ella suficientemente voluptuoso.
Una pasión de desmedida lujuria por las suaves y dulces flagelaciones dominó pronto a la señorita Birchem, y las sensaciones eran tan deliciosas que cuando por algún motivo no podía satisfacer sus deseos sensuales, sufría física y mentalmente.
Con el tiempo, su coño dejó de parecer suficientemente apretado para la polla de sir Clifford cuando la follaba, y eso creaba insatisfacción en el ardiente agujero del coño de la señorita Birchem. Entonces, en una ocasión, mientras estaba arrodillada en la cama ofreciendo las nalgas desnudas a su amante para que él se las flagelara y azotara, el espectáculo de esa carne desnuda llevó a sir Clifford a proponerle follarla por el provocativo ano. Para ella era algo nuevo.
Las manos y la vara de sir Clifford la habían estimulado tanto, y habían generado tanto calor en sus partes pudendas, que pensó que le daría placer recibirlo por allí, y consintió, entusiasmada. Con la polla hinchada al máximo, él se inclinó sobre aquella criatura desnuda, que tenía la cara ardiente y los pechos palpitantes casi enterrados en la cama blanda. Se untó con un poco de aceite la enhiesta verga y luego hizo lo mismo con el agujero oscuro y apretado.
Entonces, llevando la punta de la polla hasta delante del orificio que deseaba penetrar, dio un empujón inicial, y la cabeza atravesó la puerta virgen. Arremetiendo otro poco, consiguió meter buena parte de aquella herramienta en el cuerpo de la mujer. Al principio eso produjo un exquisito placer a la señorita Birchem, que alentó a su amante a seguir entrando.
Más cuando la polla le forzó más y más el agujero, entrando aparentemente con mucha dificultad, intentó alejarse. Pero él estaba demasiado excitado para detenerse, y el ardor y la sorprendente estrechez del trasero lo incitaban a seguir.
Sir Clifford había estado agarrando a su amante por los hombros, pero ahora le pasó una mano por debajo de los pechos para sentir y mover esos deliciosos globos. Metió la otra mano por debajo del vientre de la señorita Birchem y le cogió el ardiente coño.
El baronet abrió los labios aterciopelados y buscó y encontró el clítoris, que frotó suavemente con los dedos, y así la estimuló hasta convertirla en una masa de palpitante deseo sexual capaz de soportar cualquier cosa.
Acariciándola y metiéndole al mismo tiempo la polla en el ano, la señorita Birchem terminó recibiendo toda aquella enorme herramienta, con lo que disfrutaba de un doble placer. Su culo estaba deliciosamente colmado por la polla de su amante. ¡Los dos se sentían en el séptimo cielo!
El cuerpo de la señorita Birchem estaba ahora bañado de feliz sudor, y los dos se movían sincronizadamente; sus suspiros y exclamaciones de goce resonaban en la habitación, lo mismo que los jadeos de sir Clifford. De repente los movimientos de ella se aceleraron, anunciando el orgasmo.
Sir Clifford sintió que no podía contenerse un segundo más, y que fatalmente iba a derramarse en aquella apretada vaina. También ella se sentía dominada por un ardor animal mientras aquella polla le taladraba, machacaba y follaba el ahora engrasado y forzado agujero del culo. Ambos dieron rienda suelta a sus sensaciones, y el baronet disparó un chorro de leche dentro de la señorita Birchem, mientras su mano trabajaba ansiosamente para recibir los jugos que brotaban de aquel convulso y espasmódico conejo.
Desde ese momento, sir Clifford folló a su amante más de esa manera que de cualquier otra, hasta que la novedad se gastó un poco y tuvo la idea de que le gustaría ver cómo la follaba otro, mientras él observaba el efecto que eso producía en ella y en el fulano enterrado en su coño.
Como de costumbre, el noble la había desnudado por completo y, para variar, la había acostado sobre sus piernas, en una posición que le permitía azotarle las maravillosas nalgas con la suave y dulce vara de abedul. Cada vez que la vara golpeaba las nalgas carmesíes, la señorita Birchem gritaba: —¡Oh, cielos! ¡Mi culo, mi trasero! ¡Azótalo, vapuléalo, castígalo, flagélalo, amado mío! Soportaré todo lo que puedas dar a tu amada. Ay, después de esto tienes que meterme tu encantadora verga.
Locamente excitado por esos gritos y esos ruegos, sir Clifford dijo:
—¡Pues sí, claro que sí! —Tiró la vara y cogió a la señorita Birchem en brazos, acostándola en la cama. Ella se puso boca arriba, con los muslos separados y el coño palpitante, con los labios mostrando tanta vibrante actividad muscular que él se excitó al máximo.
El baronet saltó a la cama y se acostó sobre ella, vientre contra vientre. Entonces, boca contra boca y lengua contra lengua, su polla maravillosa penetró aquel coño anhelante y ella le rodeó la cintura con las piernas y el cuello con los brazos. Demasiado llena de felicidad para hablar por un tiempo, de vez en cuando ella retiraba la lengua de la boca de sir Clifford y preguntaba: —¿Te gusta follarme así?
—Muchísimo, amor mío.
—Qué no haría yo por darte placer. Cualquier cosa, todo lo que me pidieras, porque tu polla es tan divina…, pero te corres demasiado rápidamente —dijo la señorita Birchem, al sentir la ardiente leche.
—¡No puedo evitarlo! Ay, Dios, eres tan bonita, y tu coño palpita tanto…
—Pero quiero que me folles hasta que me corra —lo animó la lujuriosa mujer, deseando complacerse en la más embriagadora lascivia.
—¿Permitirás que un criado te folle mientras soy testigo del placer que le das?
—Cualquier cosa que nos produzca placer —contestó su fogosa amante.
Sir Clifford se levantó y se vistió, mientras ella seguía en la misma postura que cuando él la había gozado, con las piernas abiertas, jugando con los pezones rosados —ahora abultados y duros— de los encantadores pechos.
Después de ponerse la chaqueta, sir Clifford se detuvo primero a besarle la boca de cereza, luego, por un momento, a chuparle los encantadores pechos y finalmente a lamerle el fascinante coño, que levantó buscando la caricia. Entonces la tapó con una sábana y salió de la habitación.
El baronet volvió pronto acompañado por un joven guapo y apuesto. Lo había llamado a la biblioteca cuando partió a cumplir su misión, y le preguntó cómo andaba con las criadas y si había desvirgado a alguna de ellas.
El joven, ruborizándose como una virgen, dijo que nunca les había hecho nada, y tampoco ellas a él.
—Entonces, William —dijo su amo—, ¿te gustaría estar con una mujer desnuda? Una mujer que disfrutarías mucho y que te devoraría la polla. ¿Gozarías con su conejo si te dejara follarla?
William no sospechó que el baronet se refería a la señorita Birchem, que unos años antes había sido su amante. Pero la polla empezaba a abultarle en el pantalón, así que el baronet lo llevó adonde estaba ella, que durante todo ese tiempo había seguido estimulándose el coño para no perder la excitación.
Sir Clifford cerró la puerta y condujo a William hasta la cama, le cogió una mano y se la metió despacio debajo de la sábana, pasándola por las piernas y los muslos, y la dejó en el conejo mojado por tanta estimulación.
Al ver que la sangre del joven se encendía de deseo, su amo levantó despacio la sábana, hasta los pechos de su amante, dejando sólo la cara oculta. William temblaba como una hoja, y su polla parecía haber crecido hasta el doble de su tamaño; tenía una extraña sensación.
Totalmente pasivo en manos de su amo, el muchacho permitió que sir Clifford le bajase los pantalones hasta los pies, dejándolo listo para saltar a la cama. El libidinoso baronet cogió entonces la polla del joven criado, que estaba hinchada y tiesa, y dijo: —Acuéstate sobre ella, William. Pondré tu polla en su coño, y si es cierto que no has andado follando con las criadas, ¡tendrás una gran resistencia cuando te metas en ese conejo!
La señorita Birchem no habló para que no la delatara la voz, pero cuando sintió que el joven se metía entre sus temblorosos muslos, levantó el coño hacia él. En un instante William le clavó lo que parecía una barra de hierro candente, tan espantosamente tieso y ardiente estaba su miembro viril.
Llevado por sus propias y agudas sensaciones, William comenzó a arremeter espasmódicamente, y en cuanto tuvo toda la verga metida supo, debido a la intensidad de su placer, que podrían hacerle cualquier cosa y él no sería capaz de defenderse.
Sir Clifford separó las piernas del chico y las puso a ambos lados de los muslos de su amante. Inmediatamente, la señorita Birchem rodeó a William con las piernas, reteniéndole así firmemente la polla. Acomodando un cuerpo al otro, pronto disfrutaron del goce más voluptuoso y salaz imaginable.
Inclinado sobre la cama, sir Clifford miró con lascivia cómo iba y venía la polla del joven dentro de los pliegues húmedos del coño de su amante. El vientre de la mujer ardía buscando recoger cada centímetro de aquella tiesa vara. Hacía girar las caderas, moviendo convulsamente el coño.
El éxtasis sexual se apoderó de todos los que estaban en la cama. Los jugos del coño rezumaban con cada embestida, y cuando llegaron al orgasmo, la mutua eyaculación lo desbordó todo.
Tras una breve pausa y para su gran placer, el criado empezó de nuevo a follar el encantador y palpitante cuerpo que tenía debajo. Sir Clifford estaba bastante satisfecho de su propio y magnífico instrumento, y había creado, con la forma de su polla, un consolador perfecto. Fabricado con una goma cubierta de vello negro rizado, era un modelo exacto del tieso y glorioso miembro del baronet.
El amo engrasó con esmero la polla perfectamente formada y pintada, con pelotas y todo, y al encontrar una oportunidad metió el consolador en el culo de su amante, sobre quien tuvo un electrizante efecto. Retorciéndose y contoneándose locamente, la señorita Birchem embriagó de placer al joven criado.
Como en muchas otras mujeres lujuriosas, la relación tuvo un poderoso efecto en la naturaleza erótica de la señorita Birchem, y su amante le prometió repetir la escena a la tarde siguiente, cuando ella se destaparía la cara y se mostraría. Al día siguiente, cuando se sentaron en el salón, ella le recordó la promesa.
—Querida —dijo el baronet—, anoche me agotaste tanto que temo que mi polla no pueda levantarse.
—¿En serio? —exclamó ella—. Entonces tengo que azotarte hasta que lo logre.
Y metiendo la mano debajo del sofá en el que estaba sentada, sacó una formidable vara de abedul.
—Venga aquí, caballero —dijo, y la fornicadora comenzó a desabotonarle los pantalones—. Túmbese sobre mis rodillas —agregó, cuando terminó de desabrocharlo, mientras se levantaba las enaguas por encima del coño para que el vientre, la polla y las pelotas de sir Clifford estuviesen en contacto con sus muslos desnudos.
Incluso mientras le apartaba la camisa para que el contacto íntimo no tuviese impedimentos, la polla de su amante empezó a levantarse sola; y cuando por fin se tumbó sobre sus rodillas y la polla se acercó al conejo, estaba tan dura que con un poco de ayuda la inflamada cabeza anidó entre el vello suave que la cubría.
Entonces, mientras la señorita Birchem lo azotaba, la excitación de su amante aumentó tanto que empezó a embestirla, empujando con el pene de lado hasta que logró enterrarlo del todo y mezclar su vello con el de ella.
Mientras su amante lo azotaba con furia, el baronet le folló el conejo hasta que supo que no podía contener más la eyaculación, y le suplicó que parase. Ella obedeció, y sir Clifford se levantó y se acomodó rápidamente la ropa.
La lujuriosa mujer pronto se tiró sobre la cama en actitud voluptuosa, con el vestido suficientemente desordenado para mostrar la belleza de sus piernas y abierto por delante para revelar el encanto de sus pechos.
Sir Clifford tocó entonces la campanilla, y apareció William.
—Cierra la puerta y ven aquí —dijo el baronet.
William obedeció, y después de cerrar la puerta se acercó a la cama. Estaba encantado de ver a su primera seductora, la señorita Birchem.
El amo le indicó por señas que se acercase a la cama, y su salaz amante abrió los brazos para recibirlo. William no tardó en enterrar su hermoso rostro entre los suaves pechos. Entretanto, el amo le sacó la polla y también le bajó los pantalones, y empezó a besar y acariciar el culo, las pelotas y la polla del joven, ante la lujuriosa mirada de la señorita Birchem.
William sintió en seguida la agonía de la lujuria, aumentada por el cuerpo de la mujer y las acciones del hombre. Ella no hacía nada por interferir en la seducción del baronet, pero su coño ardía mientras William, cuya polla estaba ahora en la boca del hombre mayor, le chupaba las tetas.
El trío siguió follando durante largo tiempo, hasta que sir Clifford quiso cambiar de nuevo y la señorita Birchem deseó agrandar su campo de experiencia vital y atender su carrera.
Se le dio una escuela, que dirigía en el momento en que transcurre la acción.