La señora Minette

El lunes, como estaba acordado, el señor Spanker y Julia volvieron a visitar la casa de flagelación. Encontraron a la opulenta dueña, la señora Minette, sentada en la habitación que ya hemos descrito, con una suelta bata de seda forrada de plumón de cisne. Los saludó con afecto y estrujó cariñosamente a Julia, lo que la hizo temblar de deseo.

—Necesitaré vuestra ayuda y la de mis dos criadas —dijo la lasciva celestina—, porque tendré a varias jóvenes y a un muchacho de diecinueve años, y quizá no haya más remedio que usar la fuerza para frotarlos como corresponde y hacerlos llegar al orgasmo.

El vendedor de caballos y su joven amante estaban más que dispuestos a prestar su ayuda.

—En cuanto al caballero que ha hecho lo necesario para enviar aquí a esos jóvenes —resumió la dueña de casa—, estará en la habitación de al lado y lo mirará todo por un agujero en el tabique, mientras una de mis socias, arrodillada delante de él, le chupa la polla.

Julia no sabía que el caballero era en realidad sir Clifford, el libidinoso baronet. Y nadie sabía que sir Clifford chuparía, follaría y recibiría lo mismo de parte de la socia de la señora Minette, mientras él veía como las vírgenes eran desvirgadas.

Poco después entraron las criadas, vestidas con batas y con los pechos al aire, llevando a una encantadora joven de unos diecinueve años con cuerpo de ninfa, casi de niño, caderas estrechas y pechos pequeños. Aumentaba su atractivo el aire de timidez y de modestia. La señora Minette la rodeó en seguida con el brazo.

Le dijo que ya vería que su «escuela» estaba pensada para hacerla feliz, que no debía tener miedo, que todo lo que iba a ocurrir sólo aumentaría su dicha. La joven respondió que le asustaba mucho la idea de estar en un internado, pero que no dudaba de que todo saldría bien.

La señora Minette le dio una copa de vino y un poco de tarta y siguió hablando con ella, acariciándola de vez en cuando. Empezó pasándole con suavidad una mano por la mejilla; después fueron los pechos pequeños y turgentes. Cuando terminó de tomar el vino, la joven se ruborizó. Parecía incómoda, como si por dentro tuviese alguna extraña sensación. Al ver eso, la dueña de la casa le rodeó con fuerza la pequeña y elegante cintura y aumentó las caricias.

La señora Minette apretó entonces de manera un poco más evidente los pequeños, redondos y deliciosos pechos. La atractiva muchacha, algo asustada, mostraba cierta resistencia, y entonces, Julia, que había estado mirando fascinada, se acercó por el otro lado y empezó también a acariciarla.

Por fin lograron desabrocharle el vestido y sacarle las pequeñas tetas, y cada una de ellas se puso a chuparle un rosado pezón. La joven empezó a forcejear y a gritar. El señor Spanker, enardecido por una extraña sensación de lascivia, se plantó delante de ella y le levantó las cortas enaguas.

Una virginal timidez se apoderó de la joven. Con la cara y el cuello encendidos por la vergüenza, gritaba con toda su voz y se defendía con todas sus energías. Eso no hizo más que excitar al vendedor de caballos, que le separó las piernas a la fuerza y le rasgó las bragas, dejando a la vista un maravilloso coñito rosado totalmente cubierto por un suave vello castaño claro.

Después de introducirle dos dedos en el otro orificio, el pardo y pequeño, el libertino se agachó, le agarró los muslos y le besó todo el suave vientre y el pequeño monte de Venus. Entonces apretó los labios contra la hendidura bermeja y empezó a chuparla, metiendo la lengua hasta donde podía mientras las otras dos atormentadoras la sostenían para facilitar sus operaciones.

Exhausta de miedo y de extrañas sensaciones, la dulce niña se desmayó, y la llevaron a la cama y la desnudaron del todo. Luego cogieron gruesas cuerdas de seda, le levantaron las rodillas y se las ataron debajo de los pechos, de manera que su trasero quedó bien elevado cuando la pusieron boca abajo en la cama.

La dueña de la casa le frotó entonces la carne de las encantadoras nalgas, se las separó y buscó los labios rosados del diminuto y apretado conejo. Aquel último reducto era tan suave como las nalgas. La señora Minette tocó los labios en flor de aquel simpático coño, abrumada por tan deliciosa imagen. Desde donde ella estaba, los labios sobresalían de manera espectacular.

Entonces la celestina se inclinó y se puso a chupar con fruición aquella perfumada y estrecha raja virgen. Deslizó con suavidad la experta lengua por el intacto clítoris y por el inmaculado conejo. Chupó con dulzura deseando sólo darle placer y alegría. Chupó el coño hasta que empezó a latir y a hincharse de excitación, haciendo que su propio conejo se hinchase de deseo; sosteniéndola por los hombros, le pidió a Julia que la flagelase. Era algo que la muchacha estaba deseando con desesperación, y en seguida obedeció tan agradable orden, animada por una extraña y deliciosa sensación de lujuria.

Después de descargar uno o dos punzantes golpes, la víctima recuperó el conocimiento y empezó a gritar de miedo y de dolor.

—Pégale con más fuerza —dijo la dueña de la casa.

Julia, ahora histérica, no necesitaba ningún incentivo, y azotó el suave trasero como una posesa.

—¡Ay! ¡Me estás matando! —gritó la virgen—. ¡Ay! ¡Mi culo!

Como una auténtica sacerdotisa de Venus, la señora Minette abrió con avidez los abultados labios del coño de la ninfa y le puso un dedo en el pequeño botón que tenía entre los labios de terciopelo. A medida que los movimientos de su mano se aceleraban, el perfumado aliento de la dulce criatura también se aceleraba, y sus muslos temblaban, y su flagelado trasero subía y bajaba como enseña la naturaleza.

Los gritos eran cada vez más débiles. Trataba de liberarse de la posición en la que la tenían, y por los movimientos convulsos que hacía era evidente que estaba a punto de tener el primer orgasmo de su vida. Con un movimiento final de caderas, hizo rechinar los dientes de nácar y el dedo de la dueña quedó mojado de rocío, producto del éxtasis virginal de la niña.

—Te haremos sentir mucho más que esto —dijo la señora Minette.

Por señas le pidió a Julia que dejase de azotar a la chica, orden que Julia obedeció con evidente desgana, y la libidinosa mujer cogió un pequeño consolador. Metiendo primero un dedo en la raja, que latía bajo las nalgas escarlata, empezó a acariciar de nuevo el delicioso clítoris y el virgen agujero del culo.

Retiró entonces el dedo y metió con suavidad la cabeza del consolador en la vulva carmesí; los labios del coño de la joven envolvieron seductoramente el aparato. La señora Minette empezó a moverlo hacia adelante y hacia atrás, hasta que el calor de la excitación provocó en aquel conejo otro gozoso orgasmo. En ese momento, con un brutal empujón, la señora Minette le metió la polla artificial hasta el fondo, rompiendo el himen y provocándole un delicioso dolor, en el mismo instante en que los jugos perlinos empezaban a salir del ahora adulto coño.

La niña gritaba y luchaba desoladamente, con lo que sólo conseguía excitar más a sus atormentadores, y el señor Spanker cogió a Julia y la folló salvajemente, perforándole al mismo tiempo con un dedo el arrugado agujero marrón, mientras su joven amante, ahora una fogosa puta, le apretaba las pelotas con sus delicados dedos.

Mientras tanto, la opulenta dueña de la casa metía el consolador hacia todos lados dentro del delicioso conejo que acababa de violar, para abrirlo del todo, pero antes de terminar sus operaciones no pudo contener un orgasmo y cayó en la cama al lado de su víctima, mojándose abundantemente.

Al ver eso, las dos criadas acudieron a aliviarla. Como la señora Minette tenía pechos abultados y duros con largos pezones y un ojete magnífico, una criada le chupaba un poco los pezones y otro poco el ano, mientras la otra le sacaba de la vagina hasta la última gota de licor que su amorosa lengua podía producir, enloqueciendo así de lascivia a su voluptuosa ama.

Llevaron entonces a la joven recién desflorada a otra habitación y la acostaron en una cama, donde la cuidaron con esmero para que pudiera recuperarse y participar en los más desmedidos excesos de lujuria. Después de un breve descanso hicieron pasar a otras tres vírgenes de exquisita belleza. Eran un poco mayores que la última y por ese motivo les excitaron aún más la sensualidad, hasta iniciarlas en placeres que les arrancarían ferozmente la virginidad.

Como se había acordado, dos vírgenes fueron conducidas por las criadas y la tercera por Julia y el señor Spanker hasta unas sillas, donde al sentarse entró en acción un ingenioso mecanismo que sostuvo con firmeza las manos y los pies de la ocupante.

El miedo paralizó a las hermosas ninfas; estaban impresionadas por su propia desnudez y por la amenaza de la enhiesta polla del señor Spanker. Excitados ante la idea de que los estuviesen mirando esas encantadoras muchachas, tan inocentes, los viciosos atormentadores empezaron a poner en práctica todas las perversiones imaginables.

Era evidente que cuando el experimentado grupo hubiese terminado su tarea, esas vírgenes se habrían iniciado en muchas variedades sexuales.

Julia se arrodilló delante del señor Spanker y le chupó la rampante polla mientras el vendedor de caballos mamaba a una de las criadas, que se había agachado sobre su cara y le apretaba el coño contra los labios, mientras la señora Minette, con un dedo en el conejo y otro en el ojete de la muchacha, acariciaba ambos orificios al tiempo que recibía el mismo tratamiento por parte de la otra criada.

Esos lascivos atormentadores empezaron pronto a revolcarse por el suelo en un confuso montón, ondulando en frenéticos abrazos voluptuosos, y al llegar el tembloroso orgasmo, torrentes de semen hirviente y jugos de coño fogoso corrieron por las caras y los cuerpos de una y otro, mientras se relajaban, satisfechos.

Dos de las asustadas vírgenes protestaban en voz alta; pero como no podían moverse, aquellos impúdicos disfrutaban enormemente tocándoles las partes pudendas, gozando de la impotencia de las atractivas ninfas, que tenían totalmente en sus manos. La energía que circulaba por la habitación salía de la lujuria erótica que generaban tanto los coños como las pollas. Los deseos eran incontenibles, los jadeantes pechos estaban cubiertos de húmedos y suculentos besos, y más de una de las indefensas ninfas sintió que unos ávidos dedos se equivocaban de camino y les rozaban el himen.

—Desde ahora no quiero ceremonias ni frenos —dijo la celestina—. Estamos en mi casa. Aquí podemos hacer todo lo que el amor o la lujuria nos dictan.

La tercera muchacha estaba ruborizada, y al examinarle la preciosa y hasta entonces intacta vulva, Julia la encontró mojada y palpitante, y al meter un dedo en la deliciosa vagina virgen, descubrió que entraba con facilidad. Evidentemente, la muchacha era de temperamento muy fogoso, pues a pesar del terror y de la vergüenza hizo rotar las caderas alrededor del dedo explorador de su seductora.

Encantada con la respuesta de la joven, Julia metió un poco más el dedo, y luego probó con dos, hundiéndolos hasta el fondo del útero. Furiosamente, se puso a follar con el dedo aquel coño abierto, metiendo un dedo más y ensanchando la carne virgen hasta el límite. El propio coño de Julia ardía ahora de excitación, y empezó a masajearse el hinchado pimpollo mientras sus dedos entraban y salían chapoteando del jugoso coño virgen. Al sentir que estaba a punto de correrse, se frotó su propio clítoris con furia y desenfreno y pegó la boca al ardiente y rosado pimpollo sin dejar de mover los dedos dentro del mojado coño que tan deliciosamente aceptaba sus caricias. Julia, encendida ahora de pasión, empujaba cada vez más con los dedos, hasta que finalmente el delgado himen cedió, rociándole la mano con sangre virgen mezclada con lubricante de coño. La joven se alarmó un poco ante esa inesperada y repentina desfloración; gritó con un dolor tan deleitoso que Julia se corrió. Pero siguió chupando con fuerza el clítoris que tenía en la boca, y el cuerpo de su víctima pronto se estremeció, sacudido por el indecible placer del primer orgasmo. Julia lamió el coño hasta haber bebido toda la sangre virgen y todos los jugos sexuales. Despacio, sacó los dedos del conejo y los metió en la boca de la jadeante joven.

—Prueba tu propio néctar, y los jugos de tu propia desfloración. —Los ojos de Julia brillaban de desenfrenada lujuria—. Quizá aprendas pronto a lamer tú misma un coño, y a descubrir el placer que yo misma he tenido al quitarte la flor. Tu himen ya no es un estorbo.

Dicho eso, acercó los labios perfumados de coño a los de la víctima y le metió la lengua en la boca, y la besó hasta que la pasión volvió a alcanzar otra cima. Supo entonces que tenía que recibir el mismo tipo de atención en su hirviente conejo.

Julia se unió a los voluptuosos torturadores, que, provistos de tijeras, cortaron la ropa de las otras cautivas hasta la última partícula; luego soltaron a dos sólo para atarlas a aparatos de flagelación de tal manera que sus vientres y montes de Venus quedaron en estrecho contacto, y los pechos de una apretados contra los de la otra. A la tercera, que había sido desflorada por Julia, se le permitió mirar el proceso. Una de las criadas recibió la orden de lavarle delicadamente el desflorado conejo, para estimularle el deseo sexual mientras miraba lo que les iban a hacer a sus amigas. Ningún himen quedaría intacto después del desenfrenado desmadre carnal que se produjo a continuación.

Primero la señora Minette se acercó a las dos muchachas, les examinó los coños y se los tocó un poco.

—Sí, estos dos están casi listos para experimentar lo que ni siquiera han soñado —dijo, apoyando una mano en cada conejo—. Asegurémonos de que estén bien lubricados y jugosos antes de empezar. Como celestina de esta maravillosa casa, me tocará en este caso hacer los honores.

Dicho eso, inclinó la cabeza hacia los coños vírgenes, fácilmente accesibles por su proximidad y por la postura en que estaban atadas las muchachas, y probó con delicadeza la rosada carne joven de los conejos, lamiendo alternativamente uno y otro. Pasó la lengua arriba y abajo, siguiendo los tiernos labios, metiendo la punta en el agujero del coño de vez en cuando, fascinándose con las diferencias que mostraban. Una muchacha, pequeña y de caderas estrechas, con cuerpo infantil, tenía un coño asombrosamente gordo e hinchado, con pliegues y pliegues protegiendo la puerta de la estrecha abertura. La abertura, ahora mojada y tersa, parecía muy accesible, un blanco fácil para la desfloración. La otra muchacha, también delgada y de aspecto infantil para su edad, tenía un conejo pequeño, con muy poco vello. Los labios eran tan delgados que casi no se veían. La vulva de color rosa oscuro llevaba a una pequeña —digamos minúscula— abertura. La señora Minette prestó una atención especial a las partes pudendas de esta muchacha, segura de que ese coño sería el más difícil de desflorar.

La hábil lengua hurgó en el ancho, gordo y abultado conejo, y se deslizó con facilidad por la abertura. Luego se zambulló en el coño pequeño y lo lamió ferozmente, chupando y mamando el diminuto pero creciente pimpollo y hundiendo la lengua en el pequeño agujero con delicioso frenesí. Las dos vírgenes se sentían excitadas por sensaciones que no comprendían. Las caderas se les movían siguiendo el ritmo de la lengua y los dedos de la celestina, que follaba con los dedos el conejo gordo mientras acariciaba el otro con la boca, y luego lamía el coño gordo mientras metía el dedo en el apretado agujero.

El coño de la propia señora Minette ardía de pasión mientras chupaba y penetraba deleitosamente con los dedos a las dos muchachas, y llamó por señas con la mano libre a la criada que no estaba ocupada en ese momento y le indicó que era hora de traer una selección de consoladores.

—Ay, tiene un agujero tan estrecho —dijo la dueña de la casa, encantada con el coño más pequeño— que me aprieta deliciosamente el dedo. Ojalá yo fuera un hombre con una polla enorme, para poder abrirle y desgarrarle rápidamente el himen. Necesito sentir algo dentro para poder seguir.

Dicho eso, pidió al señor Spanker que se acercara por detrás y le metiera la dura y ardiente polla en el ardiente y mojado agujero.

El vendedor de caballos la complació inmediatamente, y la señora Minette empezó en seguida a gemir, pidiéndole que la follara rápido y con fuerza mientras ella realizaba los gozosos actos sexuales con las vírgenes. El señor Spanker le clavó tanto la verga que ella creyó que le iba a salir por la garganta, y la tenía tan metida que no podía moverse hacia adelante y hacia atrás. Por su propia iniciativa, el hombre le metió la mano por delante y le tocó el pimpollo del amor; ella le respondió en unos instantes inundándole la polla entre gruñidos animales. Su ronco sonsonete —«oh, ah, ah…»— vibró en los cuerpos de las vírgenes, que estaban asustadas por lo que ocurría pero deliraban de placer.

—¡Ay, me corro! —chilló la señora Minette; el avanzado estado de excitación la llevaba a follar con pasión el apretado agujero de un coño mientras chupaba con frenesí el clítoris del otro.

En el momento en que ella iba a correrse, el señor Spanker sacó la herramienta y le disparó su semen en el trasero; luego le completó la tarea frotándola por delante con la palma de ¡la mano.

La señora Minette le dio las gracias y lo despidió en seguida, para poder seguir con lo que estaba haciendo —llevar a las vírgenes al borde del orgasmo—, y asegurarse de que durante las actividades posteriores los dos coños vírgenes estuvieran tan locos de pasión que no pudiese haber ninguna protesta.

En sus ojos no se veía más que lujuria, y sin duda estaba encantada con toda la carne de conejo que tenía a su disposición. Sacó el dedo del agujero del coño más pequeño y se concentró en el otro, lamiendo los labios gordos y abultados y volviendo a hurgar con la lengua en la jugosa abertura de la muchacha. Cuando logró llevarla a un alto grado de pasión, apartó la boca y pasó a la otra virgen.

—Espérame, querida mía, que ya vuelvo —dijo.

Pasó de nuevo al coño más apretado, que empezaba a perder el resistente precinto que lo cerraba.

—Sería un privilegio desgarrar este coño con una polla grande y dura —le dijo a la muchacha—. Una polla grande y dura lo derretiría de placer.

En el momento en que ella decía esas palabras, sir Clifford, en su escondite, sin saberlo ninguno de los que estaban en la habitación, metía su imponente polla en la boca de la «socia» encargada de entretenerlo mientras miraba aquellas frenéticas desfloraciones. Le apretaba la cabeza con tanta fuerza que la mujer estaba a punto de ahogarse, pero su pasión hervía, y en lo único que podía pensar era en sacarla del cuerpo y derramarla en el orificio que tan expertamente lo chupaba mientras él miraba aquella impúdica escena. Cuando se produjo la eyaculación, arqueó la espalda y lo derramó todo en la boca de la mujer. Ella le apretaba las nalgas, clavándole las uñas; cuando empezó a salir el semen, sir Clifford le ordenó que le metiese un dedo en el seco ojete. El dolor agudo acompañado por el intenso placer casi le hizo desmayarse. Pero la sumisa puta siguió mamándolo hasta dejarlo flojo, débil y exhausto.

La señora Minette tenía en cuenta que estaban actuando para un buen cliente, e imaginaba que ya habría tenido varios orgasmos mientras observaba aquellas actividades. Siguió acariciando a la virgen más estrecha y entonces se levantó un poco para ver bien el estado de cada coño. El gordo estaba tan mojado que goteaba por el muslo; el apretado también estaba muy caliente, y la señora Minette sabía que su trabajo había servido para agrandar el apretado agujero y hacerlo más accesible.

Desde su ventajosa posición veía el coño y el culo de las dos vírgenes, y vigilaba la colección de consoladores que descansaban en una bandeja que acababa de traer la criada. Todos, en la habitación, trataban de adivinar las futuras decisiones de la dueña de la casa, esperando ser incluidos. La criada que había estado lavando y masajeando el último coño desflorado recibió la orden de quedarse a un lado, junto a la otra criada. Los demás fueron invitados a acercarse.

—Julia, escoge un instrumento para este coño carnoso —dijo la señora Minette— y méteselo por la mojada abertura.

Para esa muchacha, Julia eligió un consolador de cuero de unos dieciocho centímetros de largo y muy grueso. Separó los labios del conejo y empezó despacio a meterle la cabeza en el agujero. La muchacha se retorció y gritó, pues la pasión se había transformado en dolor. La otra muchacha, a la que todavía no habían tocado, empezó a gritar, asustada.

—¡Por favor, no me hagáis eso! —suplicó—. ¡Dios mío, se está muriendo de dolor!

—Estimulala, pero no la desflores —insistió la celestina—. Eso ya vendrá. Ahora voy a elegir la herramienta adecuada para este delicioso agujerito.

Dicho eso, escogió un consolador pequeño, de los que se usan en el ano, para aclimatar el encantador conejo a la dureza del objeto. Apoyó la pequeña cabeza en el pequeño agujero y empujó despacio, sin escuchar las súplicas de la muchacha. Al mismo tiempo frotaba el pequeño pimpollo del clítoris, aflojando la tensión y creando otra vez una sensación placentera. Le pidió a Julia que hiciese lo mismo con la virgen del coño gordo. El señor Spanker, con la polla otra vez dura, miraba sin decir nada, esperando instrucciones.

—Ahora vamos a meter estos consoladores sólo lo necesario para que los sientan, no para desgarrarlas —dijo la señora Minette.

Cuando los lubricados instrumentos estuvieron bien colocados, después de meterse entre los labios de terciopelo hasta la puerta de cada capilla, la señora Minette escogió unas pequeñas ramas de abedul y las distribuyó entre los invitados y las criadas.

—Os vais a turnar, y al principio tocaréis apenas la piel; después las flagelaremos de esa manera eficaz que todos conocemos y que produce el más intenso placer.

Todos se turnaron, probando en un culo y luego en el otro, dejando que las ramas de abedul besasen los temblorosos traseros; eso llevaba a las muchachas a frotarse una contra la otra, tratando de evitar los golpes, y los movimientos hacían que los consoladores se enterrasen cada vez más en los coños.

—Ahora, todos juntos, vamos a flagelarlas cuanto nos dé la gana; no hay que hacerlas sangrar, pero vamos a dejarlas bien rojas y obligarlas a que nos pidan clemencia… o algo más. |

Dicho eso, los participantes eligieron a su víctima y atacaron los culos desnudos hasta que las muchachas gritaron de angustia y dolor, y suplicaron que no las castigaran más; mientras tanto, la fricción de teta contra teta, de vientre contra vientre, y el efecto de los consoladores enterrándose cada vez más en sus coños estimulaban su energía y su deseo sexual hasta límites de los que ni siquiera eran conscientes.

La severidad de los golpes las excitó más todavía, hasta que se pusieron a gritar muy fuerte. La señora Minette pidió a todo el mundo que interrumpiera su tarea un momento.

—Vamos a ver el efecto de nuestra obra —dijo—. Comprobemos el estado de estos coños como consecuencia de la flagelación y el roce entre ellas y el movimiento de los consoladores.

Cuando cesaron los latigazos, las muchachas siguieron frotándose una contra la otra, clavándose cada vez más los consoladores en d coño, sin darse cuenta. El grupo miró asombrado como los traseros rosados, casi carmesíes, giraban y se rozaban. La señora Minette metió una mano entre los inquietos muslos y sintió la lubricación del amor que corría entre las dos muchachas; todavía no se habían corrido, pero sus cuerpos habían soltado el potente rocío que cae antes de estallar el volcán. Les acarició los muslos y les estimuló los labios del conejo hasta que las dos muchachas empezaron a besarse y a lamerse, apretándose una contra la otra en un esfuerzo quizá desesperado por generar su propia explosión. Miró con atención, como todos los demás, los temblorosos músculos de los coños de las muchachas; la conclusión fue que esas muchachas estaban experimentando un intenso placer erótico, y que era hora de que entrasen en el mundo de quienes ya no soportan la carga de la virginidad.

Con Julia a un lado y el señor Spanker al otro, empezaron a flagelar a las muchachas, despacio al principio y después con fuerza, mientras la señora Minette colaboraba ayudando a meter en su sitio las pollas de imitación. Un momento más tarde ya no tuvieron dudas de que esas muchachas estaban experimentando una extraña sensación; trataban de detener el roce de sus cuerpos, pues eso les clavaba cada vez más los consoladores, pero no podían controlar los movimientos involuntarios cuando recibían los azotes en las nalgas. La señora Minette escogió en seguida un consolador más grande, de unos quince centímetros de largo y mucho más grueso que el anterior, y tras sacar el pequeño consolador anal del coño más estrecho, metió hasta donde pudo el nuevo consolador por el mismo apretado agujero. Los atormentadores recibieron entonces la orden de coger el látigo y flagelar a las muchachas sin piedad. Los gritos llenaron la habitación. Al mismo tiempo, sus movimientos —y el dedo de la señora Minette— clavaban los consoladores lo más adentro posible; la falsa polla de mayor tamaño estaba casi enterrada del todo en la vagina más grande y más elástica. Y al descargar Julia un latigazo especial en el trasero carmesí, el consolador consiguió por fin desgarrar el himen; saltaron unas gotas de sangre virgen y el aparato se enterró hasta el fondo de aquella capilla interior. La muchacha chilló al notar esa extraña sensación, pero al darse cuenta de que su coño estaba ahora ocupado por esa vara antes tan temida, comprendió lo deliciosa que puede llegar a ser una herramienta como ésa. Apretó el conejo todo lo posible contra el aparato, y su estado de ánimo pasó del miedo a la gozosa lujuria.

Su compañera no estaba nada cómoda. El consolador grande que había reemplazado al pequeño y agradable había entrado sólo a medias, y su resistente himen aún no había cedido del todo; ese estado intermedio, entre virgen y no virgen, le producía un considerable dolor, y sumado a los latigazos en el trasero, era un tormento difícil de soportar. Cuando estaba a punto de desmayarse, la señora Minette detuvo a la jauría. A la muchacha desflorada, que seguía apretándose contra el consolador, le quitaron las ataduras y la entregaron a Julia y al señor Spanker, que en seguida la acostaron en una cama y empezaron a hacer con ella cosas deliciosas. Julia se arrodilló delante de ella y la chupó con gran placer, antes de acercar su propio coño a los labios de la muchacha y enseñarle con gran entusiasmo a lamerle y mamarle el excitado conejo. El señor Spanker, agradecido de que Julia hubiese apartado la boca de aquel coño ex virgen, se puso en seguida a golpearle la puerta con una polla dura como una piedra. Entró sin ninguna dificultad, deslizándose dentro de la muchacha hasta las pelotas, pues sin el precinto de seguridad del himen el jugoso coño era ancho y provocativo, y sus pensamientos estaban llenos de lujuria insatisfecha. Todavía no se había corrido, y fue la inmensa polla del señor Spanker, sumada al excitante sabor del coño de Julia, lo que la llevó al borde del orgasmo.

Pero faltaba penetrar un coño estrecho y difícil, y la señora Minette quería tener el placer de destruir el molesto himen. Eligió de la bandeja un consolador doble de unos ocho centímetros de largo y bastante delgado. Se agachó para meter uno de los lados en su propio coño y cogiendo un cinturón especial, introdujo la otra punta por un orificio que había en el cuero y se lo ató a la cintura. Quitaron las ataduras a la muchacha y la acostaron boca arriba en la mesa. La señora Minette la montó poniéndole el consolador en la puerta del coño, mientras le rozaba las tetas con las suyas. Comenzó a besar ardientemente a la joven metiendo la lengua en la boca de la muchacha para volver a despertarle la pasión. Luego le chupó y lamió y acarició las tetas, y cuando la muchacha empezó a responder y a apretarse contra su cuerpo, la señora Minette, con un vigoroso movimiento de caderas, clavó el pequeño consolador en la capilla virgen de la muchacha. La primera embestida llevó al consolador hasta la mitad del camino e hizo que la muchacha soltase un grito. La señora Minette insistió, y un momento más tarde, con un brusco empujón de caderas, hundió el consolador en el coño virgen. El himen cedió, y las dos pudieron follar hasta que la muchacha, con las caderas y las piernas y el cuerpo temblando, empezó a correrse sobre el falso pedazo de hombre. La señora Minette atizó y atizó hasta que terminó de salir la última gota. Insatisfecha con la pequeñez del aparato, sacó el consolador del conejo de la muchacha, se desabrochó el cinturón y quitó la parte que tenía metida en su propio coño; inmediatamente saltó a la cara de la muchacha.

—Ahora aprenderás a chupar con la misma destreza que te hemos enseñado —dijo la señora Minette—. Ábreme y mámame, y luego chúpame el clítoris hasta que mis perlinos jugos te salpiquen la cara. Empieza ya, si no quieres que vuelva a flagelarte con más fuerza todavía.

La muchacha obedeció, y después de abrir aquel coño bastante usado exploró los pliegues y el agujero con lengua inexperta; por una u otra razón, a la hora de chupar la muchacha parecía tan cómoda como una experta, y la señora Minette no tardó en frotarse el inflamado coño contra los juveniles labios, acelerando el orgasmo, que le sacudió el cuerpo y mojó la cara de la muchacha.

Después las criadas recibieron la orden de dejar las varas, y las instrucciones generales fueron que cada uno hiciera lo que le viniese en gana. Allá atrás, mientras la orgía continuaba, sir Clifford estaba ahora enterrado en el ojete de la mujer que atendía todas sus necesidades mientras observaba ese frenético espectáculo de sexo. Estaba a punto de derramar otra vez la simiente en el momento en que el señor Spanker, clavado en el gordo e hinchado coño de la primera ex virgen, y Julia, con el conejo pegado a la boca de la muchacha, llegaban al borde del orgasmo. La joven, que también estaba a punto de correrse, chupaba y follaba con tantas energías que no entendió qué era lo que pasaba cuando el clímax la sacudió desde dentro, estallando como un terremoto.

A continuación hubo una contienda sexual en la que participaron todos. La primera en la lista para ser follada fue la muchacha que Julia había desflorado con los dedos; estaba muy dispuesta, pues se había visto obligada a mirar cómo desfloraban a sus amigas vírgenes mientras una bonita criada le lavaba el coño. El primero en acercarse a ella fue el señor Spanker, que había terminado con la virgen del coño gordo. Le separó bien las piernas para mirarle el conejo; el sitio donde había estado el himen seguía rojo y en carne viva, pero el agujero estaba mojado y caliente. El único problema que tenía el vendedor de caballos era que había derramado su simiente en la otra muchacha y necesitaba que lo chupasen para volver a estar listo. Ésa era una tarea nueva para la muchacha, que ávidamente envolvió con los labios la arrugada herramienta hasta devolverle la vida, mientras él le indicaba cómo tenía que pasar la lengua hacia arriba y hacia abajo y alrededor de la verga mientras le chupaba la cabeza. La muchacha le retiraba la piel hacia atrás mientras lo mamaba, y por un rato sintió hasta el fondo de la boca y de la garganta aquella cosa dura, hasta que él decidió hacerle probar por primera vez el sabor de la polla en el agujero.

Levantando las caderas de la muchacha hacia su pelvis, el señor Spanker penetró la húmeda raja. La ex virgen se retorció un poco a causa del dolor en ese instante inicial, pero pronto entraron en un desorbitado frenesí, rodando por toda la habitación hasta que ella terminó sentada encima de él, mientras desde abajo el vendedor de caballos le hundía la enorme polla hasta las pelotas. Mientras subía y bajaba por ese poste engrasado, la muchacha perdió un poco más de sangre virgen, demostrando que no había sido desflorada del todo durante las acciones perpetradas por Julia. El señor Spanker estaba encantado de tener la polla metida en un coño todavía virgen. Estiró la mano y, cogiendo el hinchado clítoris entre el pulgar y el índice mientras follaban, lo pellizcó y acarició hasta que una espesa profusión de jugos sexuales le rociaron la ingle, excitándolo aún más. Mientras esos jugos hervían y se derramaban, el coño latió apretando la verga, provocándole éxtasis pero también angustia porque no podía correrse después de haberse descargado tantas veces.

—Ahora, para llegar a la cumbre del placer, necesito otro agujero virgen —le susurró a la muchacha—. Levántate y ponte de rodillas, como una perra, y deja que te la meta por detrás.

Un acto aparentemente tan poco natural parecía asustarla un poco, y le suplicó que repensase esa decisión; pero él quería el ojete, y estaba dispuesto a hacer lo que fuese para conseguirlo. La muchacha aceptó de mala gana, y estaba como él le había pedido cuando se acercó por detrás y le rozó la suave piel del culo con la dura polla. Desde atrás, el vendedor de caballos le cogió las tetas y se las acarició hasta que se endurecieron y la lubricación del placer empezó a hincharle otra vez el conejo. La ex virgen se sorprendió al sentir que él se la metía en el coño, pero pronto descubrió que sólo buscaba engrasarse para emprender el ataque a la puerta trasera. Le folló el conejo durante un rato, y después sacó el pene mojado y lo apoyó en el arrugado agujero de atrás. Asustada, la muchacha empezó a corcovear y a defenderse, lo que le dio a él la oportunidad de hundirse más. La cabeza había atravesado el virgen portal del culo antes de que pudiera darse cuenta; unos instantes más tarde la estaba follando con todas sus energías, ayudado por la lubricación que llegaba hasta el apretado y espasmódico fondo del culo. Mientras bombeaba una y otra vez, clavando la dura y colosal verga en el estrecho ojete, le acariciaba el botón del clítoris y le tocaba el jugoso coño, llevándola al borde del orgasmo en el momento en que él llegaba al suyo; con una enorme y profunda embestida, derramó la simiente y se desplomó sobre el suave hombro de la muchacha; la mordió con deliciosa severidad mientras ambos se corrían y la ingle se les empapaba de jugos del amor.

Mientras tanto, la señora Minette, que había terminado sus gozosas tareas de desfloración, estaba preparada para probar las delicias del desenfreno sexual con Julia, cuyo coño guardaba todavía la humedad del reciente cunilingus.

—Ven a mis rodillas, Julia —ordenó la dueña de la casa—. Tengo un placer que quiero darte a ti sola.

Julia se puso a horcajadas, como una niña, sobre las rodillas de la mujer mayor, y se acariciaron y se besaron hasta que no hubo duda de que no eran más que una masa de coños mojados, clítoris duros y pezones tiesos que suplicaban sexo. Al tenerla así sentada en las rodillas, el ojete de Julia se frotaba contra el monte de Venus de la señora Minette; y Julia sentía el ardor del deseo sexual que le entraba por el trasero. Quería que le explorasen y le adorasen aquel agujero.

—Date media vuelta, querida, y acuéstate sobre mis piernas —le indicó la señora Minette.

Julia, después de tomarse un instante para un último y lujurioso beso de lengua con la dueña de la casa, obedeció entusiasmada, y se colocó boca abajo para que su coño quedase cerca del de la señora Minette y su ojete estuviese bien accesible… para lo que fuese. Unas cosquillas de emoción le recorrieron la columna vertebral al sentir los dedos de la mujer que le recorrían el trasero como si estuvieran tocando un piano, hasta que buscaron el ojete y separaron las nalgas.

—Ah, qué deliciosamente estrecha eres —dijo la señora Minette—, y cuánto vas a disfrutar lo que te tengo reservado.

Mientras decía eso, la celestina le puso un dedo en la entrada, y empujó muy, muy despacio, y de repente la otra mano descargó una fuerte y dolorosa palmada en el trasero de Julia. El golpe la hizo saltar y mover el culo de tal manera que el dedo se le clavó del todo.

—Ahí está, bien metido, para que te abras y te prepares para lo que viene —dijo la celestina, volviendo a azotar a Julia todavía con más fuerza y empezando al mismo tiempo a estimularle el resbaladizo agujero del culo.

Los azotes siguieron, y Julia ni siquiera se dio cuenta del cambio cuando la mujer, después de meter y sacar el dedo cuatro o cinco veces, lo reemplazó por un bien aceitado y enorme consolador.

—Ay, ¿qué has hecho? ¡Algo me está rompiendo el culo! —gritó Julia, aferrándose con fuerza a la pierna de la mujer, esperando el golpe siguiente.

Pero lo que siguió fue una serie de pequeñas y deliciosas palmadas, acompañadas por el enorme y mojado consolador. Julia consiguió separar los muslos lo suficiente como para apoyar su coño contra el de la señora Minette, y se frotó contra aquella carne hasta que el orgasmo empezó a acercarse. Sintiendo que faltaba poco, la celestina metió una mano en el mojado coño de Julia y se lo folló con el dedo mientras el consolador le entraba hasta el fondo del ano. Con un estremecimiento y un grito, Julia empezó a correrse. La celestina empujó el consolador todo lo que pudo y lo dejó allí, y entonces descargó una feroz palmada en el trasero carmesí de Julia, haciéndole soltar un torrente de jugos mientras se retorcía como un animal salvaje; con el dedo metido en el coño y el ojete ocupado por un enorme consolador, su dique del deseo no resistió más. El húmedo rocío de su conejo goteó sobre la señora Minette. La celestina dejó que los espasmos de la muchacha terminaran y entonces le acarició con suavidad las apetitosas nalgas.

Julia levantó la cabeza y rogó a la dueña de la casa que le permitiera ofrecerle el mismo placer, y en seguida se arrodilló y enterró la cara en el coño de la mujer, lamiendo la raja excitada y jugosa. Chupó el clítoris hasta que la sangre de la señora Minette empezó a hervir de pasión, y entonces cambiaron de posición. Ahora Julia tenía a la celestina acostada sobre las rodillas y le azotaba seriamente las nalgas mientras le hurgaba en el ojete. Usaron de nuevo el ensuciado consolador.

—Ni siquiera lo lubriques —suplicó la dueña de la casa—. Por favor, fóllame con fuerza y desgárrame. Hazme daño mientras me das placer.

Julia obedeció y clavó la dura y falsa polla en la mujer mientras le acariciaba el coño; entonces le clavó el consolador hasta el fondo del ano, todavía estrecho, y lo dejó allí mientras empezaba a golpear, pellizcar y azotar el trasero de la señora Minette. Frenética de lujuria, la celestina se frotó el coño contra la pierna y el conejo de Julia hasta que no pudo negar más el orgasmo. Cuando terminó de correrse, se levantó, subió a la silla, poniendo los pies a los lados de Julia y apretó el ardiente coño contra la cara de la muchacha.

—Lame lo que me hiciste, y házmelo de nuevo —exigió—. Chúpame el clítoris y sácame más jugos. Quiero, viciosa, correrme en tu cara. Quiero correrme…, quiero correrme…, quiero…

Julia no tardó en complacerla, y en seguida terminó de chupar la copiosa eyaculación de la voluptuosa celestina, sintiendo la alegría de haber logrado semejante éxito con alguien tan experimentado.

Este encantador espectáculo enloqueció a las criadas, que se arrojaron una en los brazos de la otra, y se acariciaron y chuparon de todas las maneras imaginables, hasta quedar en la posición del sesenta y nueve, con las caras enterradas en los abundantes rizos, los vientres apretados contra los voluminosos pechos mientras las lenguas buscaban las delicadas rajas escarlata de los ardientes coños hasta que el mismo placer las dominó, y se desplomaron en un confuso montón, mareadas de tantos excesos de lascivia satisfecha.

No conforme con su goce sexual, una criada cogió el consolador que había caído del ano de la celestina y enterró esa magnífica herramienta de excelente forma y tamaño en el coño de la otra criada, hasta que quedó completamente metido en el húmedo agujero, y se puso a moverlo constantemente hacia adentro y hacia afuera, produciendo un efecto evidente en la otra mujer: ojos brillantes, mejillas encendidas, pechos palpitantes, y abultamiento y humedad en los labios del coño grande y delicioso. La criada frotó ferozmente a su compañera hasta que los ojos se le cerraron y todos los músculos se le endurecieron y, con un aullido de gozo, se corrió en una agonía de placer.

Cuando el último espasmo orgásmico terminó de recorrerle el cuerpo, la criada que había recibido el placer sexual empezó a darlo, y cogió el consolador y lo enterró en el mojado y ardoroso coño de la compañera follándola como un hombre en celo. Se inclinó para besar y chupar el bonito conejo y el abultado clítoris, y en seguida una formidable explosión sacudió el ágil cuerpo de la mujer. Las criadas volvieron a caer una encima de la otra, en un montón, apretadas pecho contra pecho y coño contra coño mientras recuperaban el aliento y se reponían.

Es casi imposible contar el éxtasis que experimentaron, sobre todo en aquel momento especial en el que los hímenes de las muchachas fueron desgarrados, algunos por sus propios e involuntarios movimientos, entre gritos y forcejeos y jugosidades. El señor Spanker, que había derramado tanta simiente, sentía que iba a desmayarse; le temblaban todos los músculos y le latía la polla después de tanta actividad.

Al final de la erótica sesión, todas las vírgenes fueron bañadas y acostadas sobre la cama, y exhibidos sus jóvenes coños y sus arrugados ojetes para placer de sir Clifford, que en su escondite estaba casi delirando, exhausto de lujuria. Para provecho del cliente que estaba entre bastidores, y también para todos los que estaban en la habitación, la celestina se acercó a los coños abiertos, uno por uno, y les separó aún más los labios, detallando verbalmente las heridas que habían sufrido en su desgarrada virginidad.

Metiendo un dedo en el primer coño, comentó:

—Y aquí vemos como ha sido separado el himen de los labios del coño, y la pequeña herida de donde hemos sacado la sangre virginal.

Exploró la siguiente y la otra y la otra, y cuando llegó al conejito estrecho que ella misma había desflorado, se detuvo ante el preciado coño y describió y relató en detalle todo el trabajo que había dado romper aquel himen.

—Tan resistente y ajustada era la protección de este coño, que tuve que abrirlo y ensancharlo usando tres consoladores diferentes para poder perforar ese trozo de piel virgen. Y después se lo tragó todo como una puta, suplicando que le llenase el coño. Y miradla: sigue tan estrecha como el cuello de una botella, con un agujerito soplapollas que cualquier hombre podría disfrutar como si nunca hubiera entrado nadie ahí.

Mientras decía eso, separó los labios del conejo de la ex virgen, mostrando el pequeño y oscuro agujero. Sir Clifford, imaginando lo que sería chupar y lamer tan magnífico bocado, ordenó a su atenta compañera que le pusiese el coño en la boca. La lengua del noble se metió entre los labios hinchados y exhaustos y resucitó el bonito conejo hasta el punto de llevarlo al borde del orgasmo; lamió dentro de la raja y luego la lengua rodeó el clítoris hasta que la mujer empezó a mover la cabeza de un lado a otro, calentando los jugos casi hasta el punto de ebullición.

La dueña de la casa invitó a todos los que estaban en la habitación a explorar y tocar los traseros de las otras vírgenes, mientras ella iba directamente a su favorita personal, cuyo dulce conejo se exhibía allí ante sus ojos. A continuación empezó una voluptuosa orgía de placeres lascivos en la que todo el mundo chupaba coños, frotaba traseros y acariciaba ojetes, llevando a las vírgenes al colmo de la felicidad. Cuando todos terminaron de correrse se lamió todo el semen y todos los jugos y volvieron a sacar las varas de abedul para ensayar otro final. Todas fueron colocadas boca abajo, con el trasero al aire, para recibir los latigazos que silbaban en el aire e iban aterrizando en los culos, uno por uno. Sir Clifford, con los ojos fijos en la escena, estaba ahora sentado en una silla con la polla otra vez increíblemente hinchada entre las tetas de su compañera, que lo follaba con la ayuda de un aceite, levantando y bajando el escote. Al ver que aquellos traseros adquirían un rosado cada vez más oscuro, exigió que la mujer le cogiese la verga con la boca, cosa que ella hizo hasta arrancarle otra vez un chorro de semen.

A esas alturas todos los participantes estaban bastante agotados, y la celestina sabía que había allí más de un trasero y un mentón y un ojete que tendrían que descansar y reponerse antes de poder volver a jugar con el sexo. Dio por cerrada la sesión e hizo que las criadas acompañasen a las vírgenes recién desfloradas a darse unos baños reparadores y a meterse lo antes posible en la cama; y desde donde estaba sugirió de manera indirecta que también se retirase sir Clifford. A las criadas se les dijo que se tomaran libre el día siguiente, a la mujer que tan hábilmente había complacido a sir Clifford también un buen período de descanso, y los invitados, el señor Spanker y Julia, se vistieron y salieron de la casa de flagelación. Cuando se iban, el señor Spanker cogió la mano a la celestina y se la besó, agradeciéndola todo el placer que le había dado ese día. Julia, todavía enamorada de la habilidad y el talento de la mujer mayor, le besó los labios con notable pasión y le dijo que esperaba verla de nuevo. Deslizando la lengua dentro de la boca de Julia mientras le rodeaba el cuerpo con los brazos, la celestina dijo: —Ven a poner tu cabeza entre mis piernas y tu mano en mi culo cuando quieras, mi cielo. Aquí siempre encontrarás placer.