CAPÍTULO IX

1

Quizá fue por la cama —que era comodísima y enorme—; quizá por sentirse completamente a salvo; quizá, simplemente, por la magnífica habitación en la que los habían alojado…; el caso es que William y Rebecca descansaron como nunca. Los habían situado en la Suite Fitzgerald, una sublime estancia ubicada en el piso 18, con unas excelentes vistas a la calle 58. La habitación recibía su nombre en honor a Francis Scott Key Fitzgerald, afamado novelista estadounidense, el cual pasaba largas estancias en el hotel. Cuando su obra más célebre —El gran Gatsby— fue adaptada al cine por Baz Luhrmann, en 2013, el Plaza decidió rendir homenaje a uno de sus huéspedes más populares y dedicarle una de sus mejores habitaciones.

La suite en sí medía la friolera de 65 metros cuadrados y era todo un ejemplo de opulencia y ostentación. Había candelabros de cristal de Odeon Fringe, de 1920; toallas y colchas bordadas con las imágenes de Jay Gatsby y su amada Daisy Buchanan; las paredes estaban cubiertas con retratos —hechos por el fotógrafo de Hollywood Douglas Kirkland— del elenco de actores de la película y de Fitzgerald y su mujer… Todo se relacionaba con el fantástico literato, con su obra más popular, con el remake hecho a partir del filme original de 1974 y con los locos años 20. Era, por decirlo de algún modo, como volver a una de las épocas de mayor bonanza y esplendor económico de la historia norteamericana.

El servicio de habitaciones acababa de llevarles el desayuno, el cual consistía en zumo de naranja natural, fresas, leche, café, un surtido inimaginable de bollería cuya textura hacía de cada pieza de repostería un manjar delicioso, tostadas y, por expreso deseo de Mathesson, huevos revueltos y bacon. Ya que estaban confinados allí y los gastos no corrían por su cuenta, qué menos que darse un pequeño festín, ¿no?

Mientras almorzaban, encendieron la televisión. En la pantalla apareció una reportera de la NBC informando acerca de los terribles asesinatos ocurridos a las afueras de la ciudad, en una de las zonas más exclusivas, donde las lujosas casas unifamiliares se organizaban formando una especie de urbanización. La periodista se encontraba en el lugar en el que habían sucedido los hechos y, a su espalda, podíanverse algunos policías custodiando la escena del crimen. Hablándole al micrófono que sostenía con la mano izquierda, comunicaba a los televidentes que se habían producido cuatro homicidios y que, entre los fallecidos, se encontraban el prestigioso abogado Charles Carroll y su esposa. También se habían hallado los cuerpos sin vida de dos agentes, los cuales llevaban a cabo labores de vigilancia y protección del matrimonio antedicho. La mujer despidió la conexión con los estudios centrales y un presentador de noticias dio paso a la sección de deportes. Inmediatamente, Rebecca cambió de canal.

—¿Cómo crees que lo hizo? —preguntó ella.

—¿El qué y quién?

—El asesino. ¿Cómo imaginas que pudo matar a Lisa y a su marido y a los dos agentes que los custodiaban?

Mathesson reflexionó un momento. En su cerebro comenzó a vislumbrar el suceso, ideando una manera que le permitiera, en el hipotético caso de que él fuese el psicópata, dejar semejante rastro de sangre.

—Supongo que primero mató a los policías. Después de eso, sospecho que para el homicida sería coser y cantar.

—Sí, la secuencia está clara —Rebecca no parecía satisfecha con aquella explicación—: los agentes del coche patrulla en primer lugar; luego, Charles y Lisa. La cuestión es: ¿cómo? Es decir, ¿los policías no vieron que se acercaba alguien dispuesto a matarles? ¿No advirtieron nada sospechoso en él? Por lo que han dicho, ni siquiera salieron del vehículo… ¿Conocían, entonces, al asesino?

William resopló. Fuera como fuese, no tenía la cabeza para aventurar hipótesis.

—No lo sé —manifestó.

Rebecca se dejó caer en el respaldo del sofá y se estiró, alargando los brazos y las piernas todo lo que pudo. Acto seguido, bostezó.

—No puedo entender cómo sigo teniendo sueño —le dijo.

—El día de ayer fue duro y muy estresante. Además, la noche anterior apenas dormimos.

—Sí, quizá sea por eso. En cualquier caso, no pienso meterme en la cama de nuevo. Me voy a la ducha —informó al tiempo que se levantaba y le plantaba un sonoro beso en los labios—. ¿No quieres venir?

Mathesson esbozó una sonrisa traviesa, sin embargo, desestimó el ofrecimiento.

—Creo que me quedaré un rato más aquí. Quiero ver cómo les ha ido a los Knicks —dijo. Seguidamente, tomó el mando y puso el canal de deportes.

—De acuerdo. Tú te lo pierdes —le espetó en un evidente tono de broma.

William volvió a sonreír mientras la veía encaminarse hacia el cuarto de baño. Incluso ataviada con un simple pijama era preciosa. La cobriza melena apenas le rozaba los hombros y se movía a un lado y a otro con cada paso que ella daba. Su figura…, ¿qué decir? Si en algún momento alguien le hubiera dicho que tendría a su lado una mujer de semejantes características físicas y psicológicas, no habría podido sino descojonarse en la cara de dicha persona. Ni Allyson, ni Kathleen, ni ninguna otra podían compararse a Rebecca. Ella estaba un escalón por encima del resto.

Los Knicks, para su desgracia, habían perdido contra los Phoenix Suns. Es más, habían recibido un doloroso correctivo. Un marcador de 112 a 88 no se podía considerar otra cosa más que una auténtica debacle. Goran Dragic, el jugador esloveno de los Suns, había fraguado una de sus mejores actuaciones y había conseguido anotar la friolera de 32 tantos. Su intervención, además, había sido determinante para alzar a su equipo con la victoria.

Mientras veía los mejores momentos de los otros partidos, William sintió que parte de la preocupación desaparecía. Aislado en aquel «búnker», con la única compañía de Rebecca y los agentes apostados en la puerta y a lo largo y ancho del hotel, sobrellevar la inquietud se convertía en algo mucho más sencillo. Se recostó en el sofá y comenzó a tragarse el resumen completo de la jornada de la NBA. Sin darse cuenta, se quedó dormido.

2

Mike Petersen había pasado la noche en vela.

Incapaz de apartar de su mente las palabras de Allyson, el amanecer le había sorprendido entre divagaciones y pensamientos que no le habían conducido a ninguna parte. Y es que nada de aquello tenía sentido.

Tras oír el final de aquella conversación telefónica que ella había mantenido con Richard, se propuso volver a seguirla y descubrir qué estaba ocurriendo. Permaneció en la comisaría como un sujeto ausente, fingiendo que consultaba algunos expedientes policiales cuando en realidad sólo elucubraba hipótesis confusas. Allyson se encontraba en la mesa contigua a la suya, redactando los informes relativos al caso de El barbero. Estaba tan ensimismada en su labor que no fue consciente de las miradas que él le dedicaba. Miradas llenas de perplejidad, de asombro, de profunda conmoción. Parecía un maniaco acosador escrutando lascivamente a la que sería su siguiente presa.

Su reloj de muñeca acariciaba la medianoche cuando Allyson decidió poner fin a su jornada laboral. Apiló las carpetas de documentos que tenía esparcidas sobre la mesa y las colocó ordenadamente junto al teclado de su ordenador. Seguidamente, se acercó al perchero y cogió su chaqueta y su bolso. Ni siquiera se despidió. Salió por la puerta como si no hubiera habido nadie más que ella en la estancia; sin dirigirle, al menos, un triste «adiós».

No perdió un segundo y, a marchas forzadas, se vistió la americana del traje. Abandonó el cuarto con aire decidido, seguro de aquello que iba a llevar a cabo. Allyson había bajado hasta el vestíbulo principal en el ascensor; él, por contra, se decantó por las escaleras. Accedía al lobby en el que unos agentes colocados tras un mostrador tenían la función de atender a las personas que acudían a la comisaría —en aquel instante estaba vacío por completo—, cuando ella ya abandonaba las dependencias policiales.

El itinerario fue exactamente el mismo que habían tomado por la mañana y las circunstancias, muy semejantes. Allyson caminaba delante de él, con la vista fija en sus zapatos de tacón, los cuales semejaban clavarse en la acera con cada paso. Petersen iba detrás, amparándose en la oscuridad de la noche y tratando de pasar lo más desapercibido posible. Aproximadamente 30 minutos después, ella atravesaba la puerta del número 73 de Thompson Street.

Mike repitió su maniobra y cruzó de acera. En esta ocasión ya no tuvo que buscar la ventana tras la que aparecería Allyson. Directamente, fijó su vista en la adecuada. El apartamento estaba en penumbra, envuelto en una negrura absoluta, asolado por una oscuridad total. Sin embargo, unos segundos más tarde, una luz se encendió e iluminó una de las estancias. La sombra de su compañera danzó frente al cristal del vano abierto en el edificio. Seguidamente, el albor de una bombilla de 100 vatios se encendió en el cuarto colindante. Allyson apareció junto a la ventana y cerró las cortinas. Seguramente se dispondría a ponerse el pijama. Tras un breve lapso de tiempo, la informe silueta tenebrosa regresó a la habitación anterior. Petersen pudo percibir que la televisión había sido encendida, pues el halo cambiante de la misma se proyectaba en una de las paredes. Nuevamente la sombra de Allyson. Abrazaba a algo o a alguien. —¿En qué momento había llegado aquella persona? ¿Había estado tan absorto que no había reparado en que un hombre había entrado en el portal?—. Fue una muestra afectuosa que duró una eternidad y que a Mike le dolió en el alma. No vio ninguna sombra además de la de ella pero supuso que aquel otro sujeto no obstaculizaba el paso de la luz y que por ello no se proyectaba su estampa. Otra vez la bombilla del cuarto adyacente. Los filamentos de wolframio se mantuvieron al rojo vivo durante unos minutos. De nuevo, la claridad se extinguió. Allyson bailando en lo que sospechó que sería el salón. Más demostraciones cariñosas. ¿De dónde había salido aquel ser? Otra punzada en el corazón. Movimiento y, de repente, quietud. Sólo la pantalla plana del televisor seguía emitiendo sus rayos multicolor.

Petersen bajó la cabeza y observó el pavimento del suelo. Había tenido suficiente; no quería mirar más. En efecto, Allyson había pasado página y había encontrado alguien con quien compartir su vida: Richard, un tipo que debía dejar de cometer asesinatos. ¿Cómo podría ella, siendo policía, acostarse cada noche junto a un criminal? Sus músculos cervicales movieron su cráneo en un gesto de negación. Es más, ¿aquel hombre era quien se hacía llamar «R» en las cartas que enviaba a sus futuras víctimas? Si atendía al momento exacto en el que se había producido la llamada —justo después de encontrar los cadáveres de Lisa y Charles Carroll además de los de sus compañeros del Cuerpo de Policía—, no podía sino creer que así era. Richard, «el juez y verdugo», el novio de Allyson Blumer que dedicaba sus ratos libres a matar gente inocente. Cuanto más lo pensaba, menos podía entenderlo.

Con un millón de dudas asaltando su cerebro, comenzó a caminar hacia su apartamento. El día había sido largo, muy largo, y demasiado intenso. Las emociones de satisfacción al haber capturado a Robert Forks se solapaban con las que ahora sentía al haber descubierto el pequeño secreto de Allyson. ¿Cómo podía haber puesto un psicópata en su vida?

Por la noche, las calles de Nueva York ofrecían un aspecto completamente distinto. Así, las zonas que por el día eran peligrosas parecían más temibles; y las que no lo eran tanto producían una alarmante inquietud. Tanteó su pistola bajo la chaqueta de su traje. Sí, allí estaba. Sus pasos resonaban en el silencio reinante. Poco a poco, fue acercándose a su hogar.

No obstante, pensó mientras se descalzaba en la soledad de su dormitorio, ¿qué había llevado a Allyson a relacionarse con un homicida como presumiblemente era aquel? ¿Su comportamiento hacia él estaba relacionado con la nueva pareja que se había buscado? ¿Podía sentirse realmente segura entre los brazos de un asesino? ¿Cómo era besar a un ser carente de piedad? ¿Acaso Allyson se había vuelto como el tal Richard? Demasiadas preguntas, demasiadas preguntas a las que no podía dar respuesta. Profirió un sonoro suspiro y se dejó caer sobre la cama con los ojos abiertos como platos.

Su estómago le alertó de que llevaba muchas horas sin comer. Por ello, se dirigió a la cocina y puso en el microondas uno de esos platos precocinados que tan solo había que calentar. «Escalopes de pollo con salsa de champiñones», rezaba el envoltorio. Cuando se sentó a la mesa, el olor que se escapaba de aquella comida prefabricada provocó que su apetito se despertase.

Sin embargo, mientras degustaba aquel «manjar» de la gastronomía industrial, más cuestiones acerca de su compañera se le fueron planteando. Por ejemplo, ¿con quién hablaba, hacía unos días, cuando la vio sola por la calle? Era cierto que se había detenido y también lo era que tenía ante sí a un hombre. ¿Ese era Richard? ¿Aquel tipo enclenque y con cara de bobo era el asesino que se había cargado a dos policías y a un matrimonio aquella misma tarde? A él le pareció que aquel individuo no conocía de nada a la mujer que le dirigía la palabra… ¿O quizá sí? Más conjeturas: mañana del día de hoy —para Petersen, un día no terminaba a las doce de la noche, sino cuando por fin se iba a la cama—. ¿Con quién había ido a la comisaría? ¿Por qué se había girado al verle en el margen opuesto de la calle? ¿Por qué, después, había esbozado aquella sonrisa de complacencia y felicidad absoluta? La imagen de la sombra de Allyson abrazando a aquel supuesto psicópata fue el equivalente a que le perforasen el pecho con un hierro candente.

En cualquier caso, algo era totalmente evidente: ella no le quería; ella se sentía atraída por un tipo que debía dejar de matar, ella amaba el olor de la sangre con la que las manos de su Richard estaban manchadas.

Ahogar las penas en alcohol nunca le había parecido una buena idea; aquella noche, sin embargo, consideró que era de una agudeza bestial. Abrió la botella de whisky que tenía bajo el fregadero y dejó caer una generosa cantidad en un vaso. A continuación, vertió unos cuantos cubitos de hielo y removió. Si su sentido del juicio estaba nublado, ahora lo turbaría un poco más. Bebió un largo trago y esbozó una mueca de repugnancia. Sí, sabía horrible.

Las horas se fueron consumiendo entre reflexiones inconexas y cavilaciones extrañas en las cuales sólo pudo llegar a una conclusión: no existía lógica en el comportamiento de Allyson. Necesitaba más información, más datos, más detalles. Sólo así podría descubrir qué estaba ocurriendo.

3

Kathleen y los niños se encontraban, camino del colegio, en el flamante todoterreno que ella había comprado con el dinero que había conseguido del divorcio. El tráfico era exorbitante pero la voz de Alesha Dixon amenizaba el lento discurrir de los vehículos que ocupaban toda la calzada. I got a man with two left feet and when he dances down to the beat I really think that he should know that his rhythms go, go, go…, decía, con rabia hacia los hombres, la cantante nacida en Hertfordshire.

Sarah y David también cantaban, pero su sentido de la afinación era tan deficiente que hubieran podido fundir tornillos con sus voces gritonas. No obstante, a Kathleen no le importó por mucho que estuvieran sufriendo sus pacientes tímpanos.

Sorprendentemente, el día había amanecido despejado. Las nubes que habían cubierto el cielo neoyorquino durante el fin de semana se habían disipado, permitiendo que un sol de justicia refulgiera con toda su fuerza.

The boy does nothing dio paso a los informativos de la mañana, hecho que provocó que sus hijos protestaran. Le pidieron que sintonizase otra emisora en la que pusieran algún éxito que ellos conociesen para poder continuar destrozando las ya de por sí pobres melodías pop. Ante la imposibilidad de encontrar nada en el dial que satisficiera la petición de sus pequeños, Kathleen apagó la radio. Ello conllevó un sonoro oooooh por parte de sus vástagos.

—¿Os apetecería ir al parque esta tarde? —les preguntó.

—¿Podemos? —inquirió David.

—¿Podemos? —repitió Sarah, más lenta que su hermano.

Su madre oteó el cielo a través del parabrisas.

—Hoy parece que hará buen día. Si no se estropea…

—¡Bien! —gritaron al unísono los niños sin darle tiempo a terminar la frase.

Kathleen aparcó el vehículo frente a la puerta del colegio y los tres ocupantes se apearon del mismo. David corrió a reunirse con unos cuantos compañeros de su clase, los cuales, haciendo un corro, hablaban sobre los incipientes pechos que le habían salido a Alice Monroe, una chica dos cursos mayor que ellos. Sarah, en cambio, esperó a que su madre la condujese directamente a su aula de educación infantil. Aprovechando la coyuntura, la tutora de la niña informó a Kathleen sobre la buena marcha de su hija, sobre lo bien que se portaba y sobre las excelentes notas que llevaría en el boletín a final de curso.

—Ojalá pudiera decirme lo mismo la profesora de mi hijo… —manifestó ella.

Salió nuevamente al patio y se aproximó al grupo de niños en el que se encontraba David. Con una seña le indicó que le diera un beso, acto que su vástago llevó a cabo a regañadientes. ¿Las madres siempre tienen que dejar a sus hijos en ridículo?, pensó el crío.

Sin más, Kathleen regresó a su coche. Puso en funcionamiento el motor y encendió nuevamente la radio. En la WNYC continuaban dando los informativos de la mañana. En aquel instante, hacían referencia a la detención de Robert Forks el pasado sábado. Kathleen subió el volumen.

El arrestado no es otro que Robert Forks, propietario de Forks Corporation. La policía se personó en su domicilio en la tarde del sábado 10 de mayo y procedió a efectuar la pertinente detención. Según ha podido saber nuestro equipo de noticias, pesan sobre el acusado varios cargos de asesinato

Kathleen estaba tan impresionada por lo que escuchaba que a punto estuvo de colisionar contra un coche que se había detenido delante de ella para dejar bajar a una persona.

A falta de la confirmación oficial del Departamento de Investigación Criminal de la Policía de Nueva York sobre la imputación del señor Forks en los homicidios, sólo podemos aventurar que la pena a la que se enfrenta el acusado es de cadena perpetua. Además y dados los delitos que se le atribuyen, el recluso no podría disponer de permisos especiales ni libertad condicional, por lo que acabaría sus días en prisión.

Si en aquel momento le hubieran dado una bofetada, Kathleen habría sido incapaz de reaccionar ni sentir nada. Detuvo el vehículo junto a la acera y trató de tranquilizarse. Notaba que las sienes le palpitaban y que el vigor con el que constreñía el cuero del volante comenzaba a pasarle factura a sus antebrazos. Soltó las manos y las dejó caer a ambos lados del cuerpo. ¿Robert detenido? ¿Su exmarido en la cárcel? Un dolor agudo recorrió sus apéndices superiores desde la muñeca hasta el codo. ¿Acusado de asesinato? Apenas podía creer lo que acababa de oír.

Sin embargo, eso explicaba algunas cosas. La carta que había recibido, por ejemplo. Sus sospechas iniciales se habían dirigido directamente hacia él. ¿Por qué? Quizá porque lo conocía demasiado. Además, si Robert era capaz de arrebatarle la vida a otro ser humano, ¿por qué no iba a ser capaz, también, de remitirle a ella una misiva amenazante? Aquello habría sido como un juego de niños; casi una nimiedad. Se lo imaginó postrado sobre su escritorio mientras tejía aquel mensaje. Su lengua aprisionada entre los labios, como solía hacer cuando algo le resultaba difícil. Realmente, redactar nunca había sido uno de sus fuertes, no obstante, tenía que reconocer que el texto había surtido su efecto. Sí, había conseguido asustarla. Quizá no se hubiera esperado que ella se plantara en su piso dispuesta a llevarse a los niños, ni siquiera que le advirtiese que, la próxima vez, notificaría aquel hecho a las autoridades. Bien, pues esa «próxima vez» ya nunca llegaría a producirse. Encarcelado, pudriéndose tras los barrotes de una oscura celda, Robert podía dar rienda suelta a su imaginación literaria si así lo deseaba. En lo que a ella concernía, las cartas que le dirigiese se irían directamente a la basura.

Recobrada parcialmente del shock inicial, Kathleen volvió a incorporarse a la circulación. La noticia sobre su exmarido había dado paso a otras de mucha menor trascendencia para ella. El conflicto entre israelíes y palestinos en la Franja de Gaza se recrudecía por momentos, un incendio en Valparaíso (Chile) había arrasado 2.100 casas y había movilizado a más de 5.000 voluntarios de emergencia, el índice de absentismo escolar alcanzaba sus mayores cotas desde 1950… Sí, muy interesantes; pero nada que se pudiera comparar con el arresto de Robert Forks.

Entonces, una gran duda se creó en su mente: ¿cómo se lo diría a los niños?, ¿cómo les informaría de que su querido padre iba a pasar lo que le quedaba de vida siendo la putita de otros presos más peligrosos en las duchas de la penitenciaria?, ¿cómo les comunicaría que, a partir de ese momento, sólo podrían verlo una vez al mes en una desangelada sala de visitas de una prisión federal? Mientras giraba a la izquierda y tomaba West End Avenue, profirió un suspiró desgarrador.

Aún no sabía, cuán erróneas eran sus predicciones…

4

El nuevo equipo de investigación, casi al completo, estaba ya en la comisaría. Faltaba Maxwell, el cual, habiéndole tocado el primer turno de vigilancia, se encontraba apostado junto a la puerta de la habitación de hotel en la que Rebecca y William Mathesson permanecían aislados. En aquel instante, examinaban la escasa información de que disponían, aguardando que Thomas Hunt, el forense, les hiciese llamar para ponerles al corriente de los nuevos datos que pudiera aportar tras el análisis de los cadáveres.

Los técnicos de laboratorio de los departamentos de huellas y rastros habían emitido ya sus informes en relación a las muestras recogidas en el domicilio de Lisa Carroll. Los resultados, en cualquier caso, no pudieron ser más desalentadores. Todas las impresiones dactilares tomadas se correspondieron con las de los miembros de la familia que habitaba allí, a excepción de un juego de marcas de crestas papilares que, tras ser debidamente cotejadas, se averiguó que pertenecían a la empleada del servicio doméstico, una hispana que limpiaba la casa tres veces por semana. En cuanto a los demás indicios recogidos, se habían encontrado vestigios de pisadas que no se había podido determinar a quién correspondían; el ADN recuperado, tras haber sido comparado, indicó que pertenecía a los señores Carroll y a su hijo, Edward; también se habían hallado residuos de pólvora, sin embargo, que el asesino hubiera recogido los casquillos y hubiera empleado balas de punta hueca volvía a hacer imposible la identificación del arma del crimen… Es decir, aquel psicópata parecía conocer a la perfección los procederes empleados en criminología y semejaba saber cómo burlar el método pericial aplicado por los investigadores.

Mike Petersen, cuya cara presentaba una coloración más propia de un muerto viviente, apenas sí podía apartar los ojos de Allyson, la cual, con el rostro enterrado entre las manos, se afanaba en la lectura de las inexistentes novedades aportadas por los respectivos facultativos. Max Forell colgaba en un panel algunas de las fotografías tomadas en las escenas de los crímenes, así como otras instantáneas mucho menos agradables en las que se veían los cuerpos de los fallecidos una vez que la vida los hubo abandonado. Warren Leinn y Kenneth Brown, por su parte, departían acerca de las próximas actuaciones que se llevarían a cabo.

—¿Se ha accedido al circuito de cámaras de tráfico de la ciudad? —preguntaba Brown—. Quizá alguna haya podido filmar el rostro de nuestro asesino.

—Sí pero, para nuestra desgracia, la alcaldía no consideró oportuno instalar videocámaras en aquel distrito. Al tratarse de una zona en la que viven personalidades destacadas, se estimó que aquello podría atentar contra su derecho a la intimidad.

—¿Y qué hay de la carta? ¿Se ha podido extraer algo de ella?

—Muy poco, en realidad. El papel empleado está hecho con pulpa de celulosa y trazas de polietileno, como cualquier folio. La tinta, azul, pertenece a un bolígrafo Parker Vector, muy común y que se puede adquirir en cualquier papelería. El estudio grafológico ha determinado que la persona que escribió el texto tiende a perder fácilmente los estribos y es muy dramática en cuanto a asuntos sentimentales. Celosa, también. Además, muestra rasgos de indolencia e incapacidad para afectarse o conmoverse. Según esto —y blandió uno de los informes frente al inspector Brown—, es firme, calculador, perseverante… y, por supuesto, se trata de la caligrafía de un hombre, de eso no hay duda.

—Bueno, algo es algo…

De repente, el teléfono de la sala comenzó a sonar. Warren Leinn se apresuró a cogerlo.

—¿Inspector Leinn? —preguntó una operadora de voz gangosa.

—Sí.

—Tiene una llamada de Clarice, la secretaria de Literature of tomorrow. Dice que es importante.

—Pásemela.

—Muy bien.

Se oyó una musiquilla como de carrusel mientras se conectaban ambas llamadas. A Leinn nunca le habían gustado las ferias de atracciones, con sus tiovivos, sus montañas rusas, sus casetas de tiro, sus tómbolas, sus toros mecánicos, sus hinchables… Por alguna razón le recordaban al payaso de It. Aquella música también se lo recordó.

—¿Inspector Leinn? —inquirió con desconcierto la voz de Clarice, emulando, sin saberlo, a la señorita que le había pasado la llamada.

—Hola, Clarice.

—Hola, inspector. —Su tono revelaba que haber conseguido contactar con él suponía para ella un enorme alivio.

—¿Qué ha ocurrido?

—Le llamó porque…, porque dos personas no han venido hoy a la redacción.

Leinn permaneció a la espera de que ella continuara hablando. Al no ser así, decidió tomar la iniciativa.

—Una de ellas es William Mathesson —dijo.

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—Porque está bajo protección policial.

Clarice emitió un sonido de sorpresa.

—¿También recibió la carta?

—No puedo comentar detalles del caso, y mucho menos por teléfono. —¿Quizá había sonado demasiado tajante? Suavizó un poco sus formas a continuación—. ¿Quién es la otra persona?

—Kate Wilson.

—¿Has tratado de ponerte en contacto con ella?

—Sí. La he llamado a casa y a su teléfono móvil. No contesta. Temo que le haya podido ocurrir algo… —¿Había empezado a llorar?

—No te preocupes, Clarice, nosotros nos ocuparemos.

—Gracias, inspector. —Sí, estaba llorando.

—Gracias a ti. Has hecho lo que debías hacer.

Acto seguido, colgó.

—¿Qué ocurre? —Para Forell no había pasado inadvertida la mueca de preocupación que se había instalado en el rostro de su superior.

Leinn lo miró con consternación.

—Kate Wilson no ha ido a trabajar hoy… —le dijo.

—¿Crees que…? —No llegó a terminar la frase.

—Eso me temo. Deberíamos pasarnos por su casa para ver si está bien…

Kenneth Brown se acercó a su análogo.

—Será lo mejor —manifestó.

Leinn asintió calladamente.

—Haremos lo siguiente —prosiguió Brown—: Petersen, Forell y tú iréis hasta el depósito de cadáveres y recogeréis el informe de la autopsia. Que Hunt os dé todos los detalles. Allyson, Leinn y yo nos pasaremos por el domicilio de Kate Wilson y comprobaremos que todo está en orden. ¿Os parece? —interpeló dirigiendo su consulta especialmente hacia su equivalente.

—Sí —confirmó Leinn—; procederemos así.

—Bien, chicos, pues, manos a la obra.

5

Para Max Forell, el trayecto en coche hasta la morgue en compañía del agente Petersen fue una manera perfecta de romper con la rutina. Sentía curiosidad por conocerle ya que, aunque trabajaban en la misma comisaría, su relación se había reducido a intercambiar un par de palabras y a compartir los espacios comunes. Sí, ambos sabían que el otro existía, pero poco más.

Fue él quien rompió el silencio reinante en el interior del vehículo.

—He oído que habéis atrapado al barbero.

—Sí —confirmó Mike—. Se trataba de Robert Forks, que intentaba ajustar cuentas con el mendigo que había violado a su hermana.

—¿Lo consiguió?

—La verdad es que no. Asesinó a tres inocentes; a cuatro si tenemos en cuenta un último cadáver encontrado en el vertedero municipal y al cual todavía no ha podido realizársele la autopsia.

—Talio, ¿verdad?

Petersen le lanzó una mirada que venía a expresar que no entendía cómo él podía estar al corriente de eso.

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Las noticias vuelan —dijo amparándose en el archiconocido aforismo para no desvelar sus fuentes de información.

—Eso parece…

Forell tomó Hudson Street en dirección sur.

—El caso en el que estáis trabajando tiene pinta de ser de esos que se archivan sin resolverse —manifestó Petersen.

—La verdad es que sí. Espero que, con vuestra ayuda, todo acabe por solucionarse… —Sus ojos azules se dirigieron hacia el hombre que yacía en el asiento del copiloto en un intento por ganarse su confianza—. Seis cabezas piensan más que tres.

Mike asintió. Si estuvieras al tanto de lo que yo sé…, pensó.

El coche se detuvo en un pequeño aparcamiento en el 29 de Broadway y ambos agentes se apearon del vehículo. En cuanto puso un pie en tierra, Forell encendió uno de sus Chesterfield.

La cajetilla que los contenía estaba sumamente arrugada, por eso el cigarrillo ofrecía un aspecto curvo y trillado.

—Dame un momento, ¿quieres? Con toda esta mierda de la ley antitabaco casi no se puede fumar en ningún sitio.

Petersen aguardó a que su nuevo compañero restableciera los niveles de nicotina de su organismo. Seguidamente, se encaminaron hacia la entrada del edificio.

Una morgue no es un lugar al que uno le apetezca demasiado visitar, más si lo hace sobre una camilla metálica y tapado con una sábana. En cualquier caso, vivito y coleando tampoco es un destino demasiado agradable. Teniendo en cuenta esto, ¿era necesario aportarle a la construcción un aspecto tan sumamente lúgubre? En el interior, las paredes del complejo estaban cubiertas con cuadros en los que podían leerse mensajes que pretendían ser esperanzadores. «La muerte no nos roba a los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente»[9], rezaba uno de aquellos. «Sólo sanamos de un dolor cuando lo padecemos plenamente»[10], decía otro. «El Dios en quien yo creo no nos manda el problema, sino la fuerza para sobrellevarlo»[11], se leía en otro más. Forell opinaba que la muerte formaba parte de la vida, que era su conclusión. Esta comenzaba cuando uno nacía y terminaba cuando exhalaba su postrer aliento. Así de simple. El dogma católico, sin embargo, había mitificado mucho el triste acto de morir —comprensible, por otra parte—. Jesucristo había soportado un auténtico martirio antes de alejarse de las miserias de este mundo y, según los evangelios, lo había hecho para redimirnos de nuestros pecados. En consecuencia —y para salvaguardar la fe—, era preciso ensalzar este hecho, aportarle una dosis extra de fatalidad y sufrimiento, elevarlo al nivel de sacrificio. No obstante, ya resultaba lo suficientemente patético tener que padecer aquel último episodio vital y, por tanto, era necesario naturalizarlo. Ni espíritus, ni paraísos prometidos, ni resurrecciones…, no, sólo el regreso a la madre Tierra.

Thomas Hunt parecía estar esperándolos, pues lo encontraron de pie frente a la puerta en una burda imitación de Hannibal Lecter en el instante en el que Clarice Starling va a visitarlo por primera vez a la penitenciaria de Baltimore en El silencio de los corderos[12]. Mostraba indicios de estar agotado; quizá había pasado la noche diseccionando los cuatro cuerpos de los homicidios ocurridos en el domicilio de Lisa Carroll.

—Bienvenidos —les dijo. A continuación, hizo un gesto con la mano indicando que lo siguieran—. Sin rodeos, ¿verdad?

—Directos al meollo.

El forense se ubicó tras las cuatro mesas de autopsia. Seguidamente adquirió un aire ceremonial y comenzó con la narración.

—La primera víctima: Glenn Davenport, agente de policía. Murió a causa de un disparo a corta distancia en la sien izquierda. He recuperado la bala pero está tan deformada que dudo que podáis cotejarla con las muestras del sistema. Segunda víctima: John Alier, policía también. Causa de la muerte: impacto de bala en el rostro, más concretamente, en el hueso etmoides. El proyectil realizó una trayectoria ascendente. Le destrozó el cerebro. Falleció en el acto. La bala está incluso más deteriorada que en el caso anterior. Tercera víctima: Lisa Carroll. Murió instantáneamente a causa de un disparo a quemarropa en la cabeza. Se pueden ver las abrasiones que dejó el silenciador sobre la piel. He sacado una cuantas fotografías; quizá eso os de alguna pista del arma utilizada. Y cuarta y última víctima: Charles Carroll, marido de la antedicha. Dos disparos: uno en el tórax, el cual le perforó dos costillas y provocó el fallo de su pulmón derecho; y otro en la cara. Os aconsejo que no veáis esto, chicos —dijo estirando la sábana con la que el difunto permanecía cubierto para taparle completamente el cráneo—. Se desangró durante unos minutos hasta que lo tirotearon por segunda vez. Ese último disparo fue fatal. —Tomó una carpetilla de cartón que estaba sobre la encimera que tenía tras de sí y en la que estaba dispuesto todo el material, y se acercó a los policías—. Aquí figuran todos los detalles pero, básicamente, es lo mismo que os he contado.

Petersen cogió el informe y lo hojeó sin prestar demasiada atención a lo que figuraba en el mismo. Buscaba la instantánea en la que aparecía la impresión del cañón sobre el cuero cabelludo de Lisa Carroll. Finalmente la encontró y dedicó un instante a observarla con detenimiento.

—¿Qué te parece? ¿El silenciador de una Beretta, quizá?

Forell miró también la fotografía.

—Podría ser…

Los agentes se dispusieron a marcharse.

—Gracias por la premura, Thomas. Descansa; tienes aspecto de que te haya pasado un tren por encima.

—Lo haré; siempre y cuando dejéis de traerme cadáveres… Aún tengo pendiente la cabeza que Brown encontró en el vertedero… Por Dios, ¿quién dijo que esta es una profesión sin estrés?

—Algún capullo desde su despacho —apuntó Petersen.

—Eso tenlo por seguro.

De regreso en el aparcamiento, Forell volvió a echar mano de su maltrecho paquete de Chesterfield. Se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con una ansiedad impropia de alguien que ha fumado hace unos minutos. Dio una profunda calada y expelió una bocanada de humo.

—Deberías plantearte dejarlo —le dijo Mike—. El tabaco mata a casi 6.000.000 de personas al año.

Forell miró su pitillo.

—Lo sé. Puede que lo intente cuando esté algo más relajado.

—Es decir, que no lo dejarás.

—Quizá sí, Petersen. Quizá sí…

6

La puerta permanecía cerrada a cal y canto, y, por mucho que llamaban, allí nadie respondía.

Kenneth Brown y Allyson intercambiaron una mirada de desánimo. No, aquello no pintaba bien en absoluto. A no ser que Kate Wilson hubiera decidido tomarse unas vacaciones, las probabilidades de encontrarla con vida se iban reduciendo con cada minuto que pasaba.

Leinn volvió a oprimir el botón del timbre y el reverberante sonido se alzó nuevamente en la reinante quietud. Nada, ni el más mínimo signo de que hubiera nadie tras la puerta. Dirigió la vista hacia el ariete que descansaba junto a la pared y observó a los dos agentes que le acompañaban como si les estuviera pidiendo permiso para usarlo.

—¿No necesitaríamos una orden para poder entrar? —preguntó Allyson.

—En circunstancias normales, sí —terció Brown—. En este caso, creo que todos estamos de acuerdo en que se trata de una excepción.

Warren Leinn asintió. Desde que habían salido de la comisaría, todavía no había despegado los labios. Su actitud revelaba que o bien no le hacía ni puta gracia que el teniente West le hubiera endosado a aquel otro equipo de policías —poniendo de manifiesto, así, su incapacidad para resolver el caso por sus propios medios—, o que el abatimiento ya había hecho mella en su ánimo debido a la cantidad de cadáveres con la que cargaba sobre sus hombros. Fuera cual fuese la cuestión, aquel comportamiento comenzaba a resultar molesto, y eso que Kenneth Brown había tratado de no apropiarse demasiado del mando y tomar todas las decisiones conjuntamente con él.

—¿Qué crees tú, Leinn?

—Por mí, tiramos la puerta abajo.

—Muy bien.

Los dos hombres tomaron el ariete y se aproximaron a la puerta. Cuando estuvieron los suficientemente cerca, descargaron un poderosísimo golpe sobre la cerradura. La hoja de madera se combó dolorosamente, sin embargo, no cedió. Repitieron la operación, esta vez tratando de que el impacto fuese todavía más firme. Se oyó un enorme estruendo y, finalmente, la puerta se abrió.

Ni siquiera les hizo falta acceder a la vivienda para comprobar qué había ocurrido. En mitad del pasillo, yacía tirado el cuerpo sin vida de Kate; al final del mismo, el del que debía ser su actual pareja. No obstante, la imagen del novio era profundamente sobrecogedora. Le habían disparado en plena cara —aunque, más bien, parecía que le hubiera explotado una bomba frente a las narices— y sus facciones se habían desdibujado de tal modo que era perfectamente perceptible el horror de la anatomía humana cuando sufría un traumatismo brutal. Allyson apenas pudo reprimir la arcada que le sobrevino desde lo más hondo de sus entrañas, y hubo de doblarse y sujetarse el estómago para que el vómito no llegara a producirse. Kenneth Brown y Warren Leinn se quedaron totalmente pasmados. He ahí la explicación de que hoy no haya ido a trabajar, pensó el primero.

Cruzaron el umbral de la puerta. Brown en primer lugar; Leinn, en segundo; Allyson, a la zaga, tratando de dominar las náuseas. La putrefacción no había empezado a producirse, no obstante, el olor comenzaba a ser más que penetrante. Dependiendo de las condiciones ambientales que hubiese dentro del piso, la descomposición sería más rápida o más lenta. Por lo pronto, el calor era insoportable, lo cual explicaba que los cadáveres desprendiesen semejante hedor.

Kenneth Brown se puso unos guantes, se acuclilló y volteó con cuidado a Kate Wilson. Desde luego, no le hacía falta ser médico forense para adivinar la causa de la muerte: impacto de bala en la cabeza. En el medio de la frente tenía un agujero negro que parecía conducir hacia las profundidades abisales de su cerebro. No había orificio de salida. Volvió a depositar el cuerpo en el suelo.

Seguidamente se acercó al cadáver del novio.

—¿Sabemos quién es este tipo? —inquirió.

Leinn ya se estaba encargando de ello y había encontrado una cartera en la chaqueta del traje que vestía el hombre.

—Aaron Hammet —dijo contestando a la pregunta de Brown.

Depositó el billetero sobre la mesa de centro del salón, donde, casualmente, halló una misiva que le resultó familiar. En el haz del sobre podía verse el nombre de Kate Wilson garabateado con una rimbombante grafía.

—Nuestro asesino está detrás de todo esto —reveló—. Acabo de tropezar con la carta que le envío a la víctima.

A continuación, regresó junto a su análogo.

—¡Cielo santo! ¡Está totalmente desfigurado! —exclamó.

—Le dispararon desde cerca, desde muy cerca. Quizá unos 15 centímetros; no más. Seguramente encontremos residuos de pólvora en lo que le queda de cara.

Allyson recibió otro aviso de su estómago, en esta ocasión, más violento. Su sistema nervioso parasimpático ya había comenzado a incrementarle la salivación y un sudor frío le recorría la espalda. Se tapó la boca con ambas manos.

—¿Te encuentras bien? —se interesó Leinn al verla pálida como un muerto.

Segundo paso del acto de vomitar: la zona media del intestino delgado le hacía circular en sentido contrario el contenido intestinal, a través del esfínter pilórico ya relajado.

—En realidad…

Inspiración forzada con la glotis cerrada…

—…, creo…

…, aumento de la presión intraabdominal a causa de la contracción de los músculos abdominales…

—… que…

… Quimo en ascenso por el esófago…

—… voy a…

No pudo terminar la frase. Salió corriendo y vació su estómago en el rellano. El ácido clorhídrico expulsado le quemaba la garganta, algo así como si se hubiera tragado un chile habanero, uno de los pimientos más picantes del mundo y que tenía el dudoso honor de ocupar el séptimo puesto en la Tabla de Scoville[13]. El aliento le sabía a bilis y notaba el paladar y la lengua hinchados. Escupió sobre el charco que había creado en el suelo y buscó un pañuelo en el bolsillo de sus pantalones. Se limpió y recuperó la verticalidad.

—¿Estás bien?

Era la voz de Brown, de eso estaba casi segura.

—Alysson…

Alguien le abofeteaba las mejillas. Sintió que se apoyaba contra la pared. El planeta entero le daba vueltas.

—¿Allyson?

Tenía la visión borrosa pero, sí, aquella figura negra que la sujetaba era el inspector Kenneth Brown.

—Trae un poco de agua —le exigió a Leinn.

Las piernas le flaquearon y sintió que su consciencia se alejaba de allí. De pronto, un líquido le mojó la cara y los colores volvieron a recuperar su brillo habitual.

Sus pupilas enfocaron a su superior, el cual permanecía frente a ella con gesto preocupado, y notó cómo la lividez desaparecía de su rostro. Sí, sus capilares volvían a llenarse de sangre. Bajó la cabeza y las gotas con las que había sido salpicada se apostaron en su mentón como si de estalactitas se tratase. Después de respirar profundamente, pareció volver a ser la Allyson de siempre.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Brown.

—Ahora sí —contestó ella—. Me he mareado…

—Has sufrido un shock. Seguramente causado por la terrible imagen de ahí dentro —y cabeceó en dirección al interior de la vivienda.

—Creo que sí.

—¿Por qué no te vas a casa? Aquí ya no hay nada más que hacer. Llamaremos al forense y a los del laboratorio; ellos se encargarán de todo.

—Pero…

—Pero nada. Esta tarde, cuando estés recuperada, harás tu guardia en el Plaza. Espero que no haya ningún problema porque Mathesson y tú…, ya sabes…

Allyson lo escrutó con la mirada, indignada porque Brown estuviera poniendo en duda su profesionalidad.

—Eso fue hace mucho tiempo —sentenció ella.

—Vale. Discúlpame si te ha parecido mal, pero lo más importante es mantener la integridad del caso.

—Puedes estar tranquilo a ese respecto.

Kenneth Brown soltó los hombros de su compañera y comprobó que efectivamente se mantenía en pie por sí misma. Seguidamente, le hizo un gesto con la mano invitándola a marcharse.

—Largo —le dijo tratando de esconder la broma bajo una apariencia de seriedad.

Con pasitos lentos, Allyson comenzó a bajar las escaleras. Oyó que Leinn le comentaba algo a Brown pero no pudo distinguir el qué. Quizá le estuviera diciendo que debían llamar al forense para proceder al levantamiento de los cadáveres… Daba igual; lo principal era reponerse y estar a punto para el cambio de turno en el hotel. Por el momento, su jornada había terminado.

7

Kathleen ya había recogido a Sarah y a David en el colegio y, como tantas otras «buenas madres» de nuestro siglo, había considerado conveniente y apropiado ofrecerles una «nutritiva» comida en McDonald’s, en concreto en el que estaba situado en el 2271 de Broadway, a tiro de piedra Central Park.

El día continuaba siendo soleado y, aunque se había levantado una ligera brisa —la cual ayudaba a sobrellevar el intenso calor que azotaba en ese momento la ciudad—, el tiempo parecía haberse estabilizado, y en el cielo no había presencia alguna de nubes. Por tanto y cumpliendo con lo prometido, llevaría a sus vástagos a pasar la tarde en el parque; ella, mientras tanto, aprovecharía para darse a la lectura, un placer que, durante los últimos meses, había abandonado un poco.

Después de que los niños ingirieran —más bien, engulleran— dos «sabrosos» McMenús Infantiles (con sus debidas raciones de patatas grasientas y excesivamente saladas, y su medio litro de Coca-Cola) y ella se conformara con una Cuarto de libra con queso, pusieron rumbo hacia Central Park. El paseo ayudó a asentar un poco la comida y también a que tanto Sarah como David se relajaran. Estaban realmente excitados, nerviosos, como si dejarse caer por un tobogán o columpiarse fuesen actividades fascinantes. Por el momento, pensó, todavía es fácil contentarlos; veremos dentro de unos años… Sí, quizá cuando la adolescencia les tocara de pleno, hacerlos sentir así se volvería mucho más tedioso.

Los niños salieron disparados en cuanto tuvieron delante de su punto de mira el parque infantil. Kathleen, por su parte, se limitó a sentarse en un banco desde el que podía controlarlos y a coger su eBook del bolso. Sin quererlo, se topó con la carta que Robert le había remitido. ¿Por qué estaba allí? No recordaba haberla metido en el bolso. Miró en derredor y encontró una papelera. Convirtió la misiva en una bola de papel y encestó desde una distancia de casi dos metros. Todavía conservaba la buena muñeca de su juventud, aquella que la había alzado hasta el puesto de capitana del equipo femenino de baloncesto en el instituto. Recordar aquel hecho la hizo sonreír. Regresó al banco y encendió el dispositivo. «Cargando», le decía la pantalla de su libro electrónico mientras, más abajo, una barra se iba coloreando poco a poco. Había comprado algunos títulos en su afán por retomar aquella buena costumbre de leer: clásicos de la novela negra, especialmente. Dudó entre Disparen sobre el pianista, de David Goodis y Un extraño en mi tumba, de Margaret Millar. ¿Qué le podría apetecer más: Eddie ayudando a su hermano a escapar de dos matones o los sueños recurrentes de Daisy Fielding Harker? Se decantó por la obra de Millar y pulsó en la pantalla sobre el título correspondiente.

Sarah y David reían como nunca y, aunque ya habían dado con sus rodillas en el suelo, jugaban a ver quién era capaz de llegar más alto columpiándose.

—Tened cuidado —les dijo Kathleen desde el banco.

Si la oyeron, no le hicieron el más mínimo caso.

Bajó la vista hasta el eBook y comenzó a leer. Los tiempos de terror no comenzaron en mitad de la noche, cuando el silencio y la oscuridad hacen que el terror nos parezca una cosa natural, sino una soleada y susurrante mañana de la primera semana de febrero. Inquietante, pensó. En ese momento, su teléfono comenzó a sonar.

Dejó el libro electrónico sobre el asiento y rebuscó en el bolso su móvil. Lo encontró. El identificador de llamadas no le aportó ninguna información sobre la persona que trataba de ponerse en contacto con ella; sólo decía NÚMERO OCULTO. Estuvo tentada a no descolgar. Con total certeza sería alguno de esos comerciales ofreciéndole unas condiciones inmejorables en su tarifa de Internet. De todos, la curiosidad pudo con ella.

—¿Sí?

—Hola, Kathleen.

—Hola. ¿Quién es?

—Ah, eso ya deberías saberlo.

Era una voz masculina, al menos eso le pareció. Ligeramente aflautada quizá; pero indudablemente pertenecía a un hombre.

—Pues lamento decirle que no tengo ni idea.

—¿Has pensado en la carta? ¿En mi carta?

Se quedó tan patitiesa que casi se le cayó el teléfono al suelo. ¿No había sido Robert quien le había enviado la misiva? Su cerebro estaba sufriendo un cortocircuito.

—¿Quién es usted? —preguntó asustada.

—Alguien de tu pasado, alguien a quien decidiste joder de un modo inimaginable, alguien a quien le truncaste la vida sin importarte cómo ni cuándo…

—Vete a la mierda —dijo mascando con odio cada palabra.

—¿Cómo dices?

—¡Que te vayas a la mierda, puto psicópata!

Colgó. Esperaba no haber alzado demasiado la voz. Lo último que quería era que sus propios hijos la escuchasen hablando así. Los miró. Seguían a lo suyo, subiendo y bajando, subiendo y bajando, inmersos en un movimiento pendular sempiterno. El teléfono volvió a sonar. Kathleen lo apretó entre sus manos. ¿Qué se suponía que debía hacer? Dejó que la alegre melodía que tenía como tono de llamada se extinguiera y, una vez lo hubo hecho, respiró aliviada. Sin embargo, su consuelo no duró mucho. El teléfono volvió a emitir su eufórica cantinela, insistentemente, apremiantemente. Era como si, de algún modo, estuviese escuchando la música de su propio funeral.

8

—¿Puedo hacerte una pregunta?

Rebecca siempre comenzaba las conversaciones delicadas así: pidiendo permiso para alterar el orden normal de los ánimos. Quizá era porque sabía que, tras tratar aquel —por el momento— incógnito asunto, las cosas no volverían a ser igual. Por ello, primeramente requería del beneplácito de Mathesson; concedido este, después venía lo difícil.

—Claro. ¿Qué ocurre?

—Es algo un poco personal, así que, si no quieres, no tienes por qué contestarme.

—Dispara.

Ella se arremolinó en el sofá. La televisión continuaba encendida y, en aquel preciso instante, Humphrey Bogart se enamoraba perdidamente de la novia de su hermano fallecido —papel interpretado por la maravillosa Lizabeth Scott— en la película, de 1947, Callejón sin salida. Rebecca también era maravillosa, de una belleza sencilla pero sublime, con unos profundos ojos castaños que invitaban a ser contemplados más de cerca. Tras la ducha, se había puesto un pantalón de chándal y una camiseta blanca de tiras. No llevaba sujetador y los pezones de sus pechos se constreñían contra la lycra haciéndose visibles bajo la tela. Sí, encontrarla había sido para William el equivalente a descubrir el Santo Grial o la Piedra Filosofal. Jamás habría podido imaginar que una mujer de sus características hallase en su persona la compañía perfecta para envejecer bajo las mareas del tiempo.

—¿Qué pasó entre vosotros? —preguntó—. Entre Allyson y tú.

Mathesson esbozó una pequeña sonrisa antes de responder. ¿Podría ser que el ego de Rebecca se hubiese sentido empequeñecido al haberse topado, frente a frente, con una de las mujeres con las que había compartido su pasado?

—Como ya te dije, no tienes que contestar. Es sólo curiosidad.

¿Curiosidad?, se preguntó William. La curiosidad es un comportamiento instintivo natural que describe un número desconocido de mecanismos del comportamiento psicológico que tienen el efecto de impulsar a los individuos a buscar la información y la interacción con su ambiente natural y con otros seres de su alrededor. Y aquello que ella le planteaba, por mucho que se empeñase, no era sólo «curiosidad»; era el deseo de conocer por qué se había terminado su relación para, así, evitar que la que ahora mantenía con él adoleciese de los mismos males.

—Lo cierto es que me enamoré de otra mujer. Ya lo sabes…

—De Kathleen.

—En efecto.

Rebecca se quedó pensativa un momento, como si estuviese procesando la ínfima cantidad de datos que acababa de recibir. Es decir, no había pasado nada, no habían discutido, ni se habían peleado, ni… No; simplemente Mathesson había dejado de sentir aquello que sintiese por Allyson.

—Creo que saliste perdiendo con el cambio —comentó—. Allyson es realmente guapa y parece una chica interesante.

—Equivocarse también forma parte de la conducta humana… —se defendió él.

—Ya, pero… ¿por qué complicarte la vida cuando ya lo tenías todo hecho?

—A veces, Rebecca, lo simple y lo fácil terminan por aburrir; lo perfecto, por cansar; y lo correcto, por causar rebeldía. Llámalo inmadurez, antojo, deseo… Puedes utilizar el término que más te guste. El caso es que dejé de quererla y me encapriché de otra.

—Todavía no sé si lo que llamó tu atención fue Kathleen en sí o el reto de conseguirla. Estaba casada, tenía dos hijos, una estabilidad… ¿Te das cuenta de que tú alteraste todo eso?

—Yo tiendo a pensar que no hay pelea si dos no quieren.

Sí, en aquello tenía razón. Si Kathleen hubiese estado realmente enamorada de su marido, no se habría fijado en otro hombre; si a Kathleen no le hubiese faltado nada en casa, no habría ido a buscarlo fuera; si Kathleen hubiese sido realmente feliz, no habría tratado de encontrar esa placidez fuera del matrimonio. Sin embargo, el adulterio y la infidelidad eran acciones totalmente reprobables que, en ningún caso, justificaban sus respectivos comportamientos. Deberían haber actuado de otra forma, los dos, pero eso ya carecía de importancia.

En la pantalla del televisor Loewe, Bogart contactaba con los gangsters de San Luis, ciudad en la que trabajaba como taxista. Desde luego, no era el arquetipo de héroe. Sus buenas acciones se veían ensombrecidas por otras de dudosa moralidad. La vida en estado puro, pensó Mathesson: ni los buenos son tan buenos, ni los malos son tan malos.

Rebecca pareció satisfecha con la pequeña charla y, seguidamente, se acurrucó junto a él. William la recogió en sus brazos, rodeándola con ellos, haciéndole sentir que ella era la única mujer con la que quería estar. Habían comido hacía un par de horas —unos deliciosos entrecots de buey salpicados con salsa de pimienta verde y regados con un vino tinto cuya calidad no se correspondía con el precio que tenía la botella— y el efecto de los manjares en sus respectivos estómagos comenzó a advertirse en sus organismos. Los ojos empezaron a cerrárseles y sus respiraciones se volvieron más profundas y acompasadas. Bogie disparaba a los malos, a esos que quizá no lo eran tanto. Las balas corrían por el plató del estudio de grabación como pájaros volando en despavoridas bandadas. También hablaba, al más puro estilo de la «Screwball Comedy»[14], atropellando los diálogos y desvelando, poco a poco, el eje central de la historia. Lizabeth Scott estaba estupenda, rubia como siempre y con aquella voz grave que provocaba que se te pusieran los pelos de punta cuando cantaba en aquel tugurio de mala muerte en el que se jugaba de forma clandestina. Pero William y Rebecca ya no vieron nada de eso; sus subconscientes los condujeron hacia la zona muerta de los sueños, hacia aquel rincón onírico en el que cualquier cosa podía ser real, por insólita que pareciese. Sí, dormirían aquella tarde; quizá fuese la última vez que lo hicieran.

9

Reiterativo, porfiado, tremendamente testarudo. Así era el motivo musical que su teléfono repetía una y otra vez, una y otra vez. Resonaba en el ambiente como un eco perpetuo, como un estertor de expiación. La pantalla le revelaba la misma falta de información: NÚMERO OCULTO, NÚMERO OCULTO, NÚMERO OCULTO, parecía repetir con cada tono. Sin poder sobreponerse a aquella incesante melodía, descolgó.

—¡¡¡Como vuelvas a colgarme el teléfono, te juro por Dios que le meto una bala en el cerebro a uno de tus putos hijos!!! ¿Me has entendido? Por cierto, se les ve muy contentos en los columpios…

El corazón se le detuvo, es más, sufrió un infarto de miocardio y volvió desde el más allá para seguir viviendo aquella pesadilla. ¿Dónde estaba aquel tipo? Si podía verles, no debía estar muy lejos. Se revolvió en el banco mirando en todas direcciones.

—Ni lo intentes —dijo la voz—; no me encontrarás.

Aquello sonó como una verdad categórica, como un principio tan irrefutable como la primera ley de Newton.

—¿Quién eres? —Se percibió asustada. ¡Claro!, en realidad estaba muerta de miedo.

—En eso deberías haber pensado. En eso y en lo que me hiciste. Creo que fui muy claro en mi carta.

—Mira, no sé cómo pude ofenderte tanto. En cualquier caso, lo siento mucho. —La voz le temblaba; sí, de hecho estaba a punto de echarse a llorar.

Se oyó un suspiro al otro lado de la línea telefónica.

—Respuesta equivocada.

Entonces, Kathleen Rutherford supo qué sería lo que vendría a continuación. De algún modo, su cerebro se lo estaba mostrando, como si de repente poseyera una increíble capacidad de percepción extrasensorial, como si de pronto se hubiera convertido en una clarividente capaz de ver el futuro. Ni siquiera hizo el amago de moverse; sabía que no tenía escapatoria. El destino se había presentado ante sus ojos y el porvenir que le deparaba era del todo aterrador. Las lágrimas habían comenzado a rodarle por las mejillas y miró a sus hijos por última vez. En silencio, les dirigió una despedida, la más tierna despedida que una madre puede expresarle a sus retoños. Ya no habría más fiestas de cumpleaños, ni más abrazos mañaneros, ni más sonrisas melladas… Tampoco les vería crecer ni convertirse en un hombre y una mujer de provecho. Su paso por la Tierra terminaría allí, en un banco de Central Park, con el móvil agarrado en una mano y las esperanzas convertidas en cenizas. ¿Quién cuidaría de David y Sarah? ¿Quién le daría el beso de «buenas noches»? ¿Quién les consolaría cuando la vida fuese injusta con ellos? Con un padre en la cárcel y una madre asesinada, serían carne fresca para los Servicios Sociales, carnaza para unos posibles padres adoptivos, despojos para una sociedad corrompida. ¿Qué sería de ellos? Sed fuertes, les dijo, hacedlo por la madre que siempre os querrá. El paraíso que prometía la Biblia le pareció, entonces, el más fatídico de los infiernos.

El dolor duró un segundo, quizá menos. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Se desplomó sobre el polvo del camino, dispuesta a formar parte de ese mismo polvo del que provenía. Sus ojos no se cerraron y en sus retinas podía verse la imagen de los que ya no eran sus hijos corriendo hacia ella. Gritaban desesperadamente, clamaban por su progenitora. Se arrodillaron junto a su cadáver y lo zarandearon esperando que volviera a la vida. No, eso no se produciría. Algunas personas que caminaban por el parque se quedaron mirando la cruda estampa; otros pasaron de largo, creyendo que se trataría de alguna madre alcohólica o drogadicta cuyo organismo no había podido soportar más dosis de whisky o cocaína; los menos, se acercaron a los niños y los retiraron del cuerpo con suavidad. La perforación que había producido la bala en la parte posterior del cráneo indicó a los diligentes adultos que no había nada que hacer. Una chica de unos veintitantos años llamó a la policía. Otro, un hombre de pelo cano y bien vestido, requirió una ambulancia. En cualquier caso, el fin había llegado, y había sido tan inesperado como el principio.

10

Cuando Allyson llegó para sustituir a Maxwell —respuesta ya del shock sufrido en el domicilio de Kate Wilson—, este tenía una expresión de hastío y aburrimiento extremo estampada en el rostro. Hacía rato que se le había acabado la batería del móvil —estaba enganchado a uno de esos jueguecitos en los que había que conseguir tres figuras iguales para que estas explotaran y sumaran puntos— y eso provocó que no hubiera tenido nada con que entretenerse durante las primeras horas de la tarde. Verla aparecer fue para él como si le hubiera tocado la lotería. ¡Por fin se había terminado aquel tedio insoportable!

—¿Vienes a revelarme? —preguntó por si sus esperanzas eran vanas.

—Sí.

—Todo tranquilo —informó—. No han salido de la habitación en todo el día.

¿Acaso podían hacerlo?, se cuestionó Allyson.

Maxwell se levantó de la silla que ocupaba y estiró sus músculos lumbares doblándose hacia atrás. Las vértebras le crujieron lastimosamente debido al largo tiempo sentado.

—Bueno, espero que se te haga más llevadero que a mí —le dijo a modo de despedida.

—Es una cuestión mental —y se tocó la sien derecha con el dedo índice—. Todo consiste en saber abstraerse debidamente.

—Pues no te abstraigas mucho, no vaya a ser que tengamos que traerte de vuelta del «País de Nunca Jamás».

Allyson rio la broma de Maxwell. En el fondo, parecía que aquel tipo podía ser hasta simpático.

Mientras le veía alejarse por el largo corredor de la planta 18, se apoltronó en la silla que anteriormente había soportado el peso de las nalgas del agente. El asiento todavía estaba caliente. Introdujo su mano entre la chaqueta y la blusa y desabotonó la cartuchera que contenía su arma. Convenía tener la pistola a punto por si acaso fuese necesario usarla. Se apoyó contra la pared. Desde el interior de la suite, llegaron hasta sus oídos las populares voces de Humphrey Bogart y Lizabeth Scott. Callejón sin salida, se dijo y, seguidamente, se congratuló de haber adivinado la película que sus protegidos estaban viendo con sólo haber escuchado unos cuantos diálogos. Luego, la mueca de satisfacción se trocó en melancolía, y la melancolía en tristeza. Todo tenía su porqué.

En el pasado, William y ella habían disfrutado muchas noches de filmes antiguos como aquel. Les encantaba sentarse en el sofá y poner algún DVD de James Cagney, Alan Walbridge Ladd, Claire Trevor o Veronica Lake. Sí, gustaban de películas del «Cine negro» en las que las enrevesadas tramas y los sorprendentes desenlaces los mantenían pegados a la pantalla hasta el final. Después, siempre hacían algún comentario sobre el argumento o agasajaban las ocurrencias de los guionistas y directores en algún momento determinado del film. En otras ocasiones, simplemente se iban a la cama y daban rienda suelta a su frenesí sexual. Resultaba fácil vivir con él, entenderse con él, simpatizar con él. De hecho, resultaba tan sencillo que parecían ser dos almas gemelas. Recordó, entonces, uno de esos habituales textos que le habían enviado por Facebook, uno de esos párrafos profundos que no conseguían más que hundir al destinatario del mismo un poquito más en su propia mierda. Venía a decir algo así: «La gente cree que un alma gemela es la persona con la que encajas perfectamente, que es lo que quiere todo el mundo. Pero un alma gemela auténtica es un espejo, es la persona que te saca todo lo que tienes reprimido, que te hace volver la mirada hacia dentro para que puedas cambiar tu vida. Una verdadera alma gemela es, seguramente, la persona más importante que vayas a conocer en tu vida, porque te tira abajo todos los muros y te despierta de un portazo. Pero ¿vivir con un alma gemela para siempre? Ni hablar. Se vive demasiado mal. Un alma gemela llega a tu vida para quitarte un velo de los ojos y se marcha»[15]. Sí, quizá por eso mismo Mathesson se había marchado —con otra mujer—, quizá por eso mismo ella había empezado a ver el mundo de otro modo —cruel y oscuro—, quizá por eso mismo su confianza en el amor verdadero se había desmoronado —hasta que hubo conocido a Richard—. Se frotó los ojos y se forzó a que los recuerdos se desvanecieran. Lamentablemente, no lo consiguió.

Todo tránsito por las distintas etapas de la vida humana tiene sus momentos buenos, sus momentos insustanciales, sus momentos malos y sus momentos muy malos. Allyson había pasado de los buenos a los muy malos en un solo segundo. Todavía se repetían en sus oídos las palabras que William había empleado para mandarla a paseo. No le había devuelto el anillo de compromiso; se había limitado a sepultarlo en una cajita que yacía en el fondo de uno de los cajones de su mesilla de noche. La cajita de «Mi tránsito por el mundo», una colección de reminiscencias y evocaciones que, vistas en perspectiva, se percibían como un triste pasado.

Pero todo eso ya había quedado atrás, muy atrás. Había enterrado su dolor en la fosa más profunda de su cementerio emocional y había echado tierra encima hasta que se hubo formado un montículo sobre la misma. Allí no podría hacerle más daño, allí se perdería en el abismo del olvido absoluto, allí se quedaría hasta que la muerte viniese a buscarla cuando el dios en el que creía tuviese a bien llamarla al reino de los cielos.

Entonces, ¿por qué la vida había tenido la crueldad de volver a plantarle a Mathesson frente a los ojos?, ¿por qué la hostigaba obligándola a ver que él era feliz junto a otra persona?, ¿por qué le metía el dedo en la llaga del mismo modo que hizo Tomás con Jesús resucitado?

Suspiró. Todavía existían preguntas para las que no tenía respuesta.

Su turno de guardia finalizaba a medianoche, momento en el que Max Forell la sustituiría. Por alguna extraña razón, deseó que las horas se consumiesen con la misma facilidad con la que una llama quema un papel. Sí, cuanto más lejos se mantuviese de William Mathesson, menos sufriría. Se arrellanó en la pequeña silla plegable y esperó a que las manecillas de su reloj se aprestasen en dar las doce. En ocasiones, la supuesta relatividad del tiempo era una verdad incuestionable.

11

Warren Leinn y Kenneth Brown recibieron la llamada de un agente de la policía local en el preciso instante en el que regresaban a la comisaría. Decía encontrarse en Central Park —la función de «manos libres» y el tráfico de la calle hacían complicado entender algunas partes de la conversación—, junto al cuerpo sin vida de una mujer. La había identificado y, además, había encontrado una extraña carta amenazadora en una papelera cercana, una carta de iguales características a las que estaban recibiendo las víctimas del caso de Leinn. Brown pensó que intentar que una información fuese secreta en el Departamento de Policía de Nueva York era el equivalente a publicar la fotografía de un desnudo de uno mismo en una revista de cotilleos de tirada nacional y esperar que ningún conocido se enterase.

—¿Quién es la difunta? —preguntó el inspector al cargo.

—Kathleen Rutherford —respondió el agente.

Los ojos de Kenneth Brown no pudieron abrirse en una circunferencia mayor.

Finalizada la llamada, Leinn se dirigió a su equivalente negro.

—¿Quién es esa mujer? He visto la sorpresa en tu rostro al oír su nombre… —le dijo dándole a entender que no tenía forma de rehuir su interpelación.

—Todavía me cuesta creerlo… —manifestó—. Kathleen Rutherford es… era —se corrigió— la exesposa de Robert Forks.

—¿Piensas que ambos casos podrían estar relacionados?

—No, pero resulta inquietante, ¿no te parece?

—Hoy en día, ya nada me asombra. La ciudad está loca, el mundo entero se ha vuelto loco. Ni siquiera sé por qué debería existir una institución policial…

¿Para que hombres como tú y como yo tengamos trabajo?, inquirió Brown calladamente.

Sin más, volvieron a subirse al coche y pusieron rumbo hacia Central Park.

Cuando llegaron, Thomas Hunt ya se encontraba arrodillado junto al cuerpo de la víctima. La media melena rubia de la fallecida le caía sobre la cara, y tenía la boca abierta en una mueca aterradora. Un pequeño charco de saliva se le había formado bajo el mentón y manchaba la tierra de la senda que rodeaba el parque infantil. El brazo derecho había quedado aprisionado bajo el torso, en una postura completamente antinatural; el izquierdo yacía extendido perpendicularmente al hombro que lo hubo sostenido. Tenía las piernas recogidas, casi como si hubiera adoptado una posición fetal. El teléfono móvil que debía estar utilizando se encontraba a unos cincuenta centímetros del cuerpo.

Algunos técnicos del laboratorio tomaban instantáneas del cadáver; otros recogían muestras de la arenilla del camino; algunos más departían sobre la oleada de homicidios que estaba sacudiendo la metrópoli; y los menos ubicaban unos medidores que servirían para establecer la escala de los objetos fotografiados. Se movían en una coreografía perfecta, fruto de años y años de forzosa práctica, sin molestarse lo más mínimo los unos a los otros. El flash de la cámara réflex, a pesar de que el día era soleado, emitía sus haces de luz intermitentes acompañados por aquel sonido característico del disparador. El forense se rascaba la barbilla con sus brazos peludos —las manos, obviamente, las tenía enfundadas en unos guantes para no corromper las pruebas que pudieran hallarse en el cuerpo— y, de cuando en cuando, entre dientes, musitaba alguna onomatopeya ininteligible. Era la música con que Thomas Hunt acompañaba su labor, la banda sonora de la medicina forense. Cumplida su faena, se irguió y se acercó a Brown y a Leinn.

—¿Acaso no pensáis darme el más mínimo descanso? —les preguntó fingidamente indignado.

—Si de nosotros dependiera, estarías en Las Bahamas disfrutando de un agua de coco con leche y ginebra —dijo el inspector Brown.

—Me conformaría con que dejaseis de llenar mi mesa de autopsias durante una temporada. Aunque, ¿qué coño?, Las Bahamas suenan cojonudamente bien.

Hunt se quitó los guantes. En los dedos se le habían quedado adheridos restos del talco que facilitaba la puesta de aquellas fundas de látex blanco.

—¿Causa de la muerte?

—Pues, a falta de analizar el cadáver, impacto de bala en la parte trasera del cráneo.

—¿A quemarropa?

—No lo creo. No he encontrado abrasiones en el cuero cabelludo. Además, por el orificio abierto por el proyectil y por la penetración del mismo, creo poder decir que el disparo se efectuó desde cierta distancia.

—¿Cierta distancia? —inquirió Leinn—. ¿Cuánta distancia?

—La respuesta depende de muchos factores: el arma utilizada; la munición, aunque ya puedo adelantaros que se trata de una bala de punta hueca —Kenneth Brown y Warren Leinn se miraron—; el viento… Muchos factores.

—¿Qué ha sido de los hijos de la fallecida? —preguntó Brown.

—Los Servicios Sociales ya se han hecho cargo de ellos. Imagino que buscarán a algún familiar que quiera quedárselos…; quizá la hermana de Forks… No lo sé. Es triste que unos niños tengan que ver algo así.

—¿Y la carta?

Hunt hizo una seña a uno de los peritos forenses para que les acercara la misiva. Seguidamente, se la tendió a los inspectores.

—Misma grafía, misma expresión, mismas palabras… —decía Leinn mientras leía la nota que había sido colocada en el interior de una bolsa de plástico transparente—. Es de nuestro asesino.

Brown también quiso constatar este hecho y tomó aquella hoja de papel. Sus labios apenas sí se despegaban a medida que avanzaba por las líneas del texto.

—R —masculló—. ¿Quién cojones será «R»?

El forense levantó los brazos como si le estuvieran apuntando con un arma.

—Eso ya es cosa vuestra, chicos —dijo—. Si no me necesitáis para nada más, me llevaré el cadáver a la morgue. Todavía tengo trabajo pendiente, ¿sabes, Kenneth?

—¿La cabeza del vertedero?

—Además de eso. He abierto este mediodía a Kate Wilson y a su novio… Por cierto, ¿no han encontrado el resto del cuerpo?

—Por el momento, no. De todos modos, quizá tarden aún unos días; la extensión a cubrir era enorme.

—Cuando lo tengan, ya sabéis dónde encontrarme.

Y, dicho esto, se alejó.

Brown apoyó las manos en la cintura y miró sus zapatos polvorientos; Leinn, por su parte, se limitó a dirigir la vista hacia la lontananza, recreándose en la magnificencia territorial de Central Park. ¿Qué más se podía decir? Un nuevo cadáver había hecho su aparición y, visto lo visto, el asesino había vuelto a cumplir a raja tabla con su horario de decesos. Era como si se fueran cumpliendo, inexorablemente, las predicciones de una pitonisa de feria.

Los inspectores de policía se dispusieron a marcharse. El cuerpo ya había sido retirado y estaban introduciéndolo en la furgoneta que lo llevaría hasta el depósito. Los técnicos, en cambio, seguían afanados en reunir más y más pruebas. Las embolsaban, las etiquetaban, las registraban y las metían en sus maletines de plástico negro. Una y otra vez, una y otra vez. Si hubieran acompañado su cometido con un cántico ininteligible, habrían parecido miembros de alguna tribu africana recogiendo los frutos de la cosecha. Estos, en cambio, actuaban en silencio mientras se recocían en sus trajes blancos bajo el calor insoportable de un sol abrasador.

—¿Te has enterado? —preguntó Leinn—. El entierro de los agentes Davenport y Alier se celebrará mañana. Sus mujeres no han querido alargar más esto y prefieren que el funeral se oficie cuanto antes. Los altos mandos del Departamento han estado de acuerdo.

—Comprensible. Cuanto antes se sepulte este suceso, antes se podrá pasar página.

—¿Irás? —volvió a cuestionar el primero como si no hubiera oído el comentario mordaz de su compañero.

—Sí.

—Seremos unos cuantos. Todo el mundo quiere rendirles su particular homenaje.

Brown bufó para sus adentros.

—En este puto país siempre pasa lo mismo: hay que morirse para que a uno le reconozcan algo.

—Sabes que es así.

—Por desgracia…

12

Faltaban pocos minutos para las doce de la noche y Mike Petersen aguardaba apostado frente a la puerta principal del Plaza. No hacía demasiado frío, aunque la temperatura había descendido notoriamente en relación a la tarde. Cuando exhalaba, una nube de vaho se erigía frente a sus ojos durante un segundo; después desaparecía con la misma facilidad con la que se había formado. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y trató de calentárselas. Notaba los dedos entumecidos por la acción de aquella fresca brisa que se había mantenido durante todo el día. A aquellas horas, sin embargo, lo que antes resultaba fresco y agradable se convertía en gélido y destemplado. Volvió a mirar su reloj; Allyson tenía que estar a punto de salir. No obstante, aún no había visto llegar a Forell, que era quien debía sustituirla. Respiró hondamente. Si iba a volver a seguir a su querida compañera debía mantenerse tranquilo. Pero ¿y si ella ya se había marchado? ¿Y si el agente de aspecto nórdico se había presentado antes de lo convenido? Negó con la cabeza. No, eso no podía haber sucedido. Llevaba ya un buen rato en la acera opuesta al complejo hotelero y por allí no había pasado Forell. No, de eso estaba completamente seguro.

La imponente fachada de piedra del hotel se alzaba majestuosamente en la negrura de la noche. Iluminado indirectamente por una ingente cantidad de focos de luz amarillenta, parecía una vela encendida en mitad de un cuarto anegado por la oscuridad. Y no porque Nueva York fuese una ciudad tenebrosa precisamente. Sin embargo, la magnificencia del Plaza era tal que empequeñecía —incluso— a los rascacielos que lo circundaban.

El sonido de las campanas de la Iglesia Baptista del Calvario —en la actualidad, realmente no eran los carrillones de la torre los que repicaban sino una grabación que se amplificaba a través de unos altavoces— alertó a Petersen de que la medianoche se cernía sobre la gran urbe. ¿Dónde demonios se había metido Forell? No había terminado de plantearse aquella cuestión cuando lo vio aparecer doblando la esquina de la 58 con Grand Army Plaza. Se situó tras unos puestos en los que se vendían perritos calientes, pretzels y kebab, y notó cómo el pulso se le aceleraba.

Por un instante, creyó que aquel lo había visto también. El policía rubio y de ojos claros esbozó una sonrisa y alzó una mano en una clara señal de saludo. La respiración se le entrecortó. ¿Cómo justificaría su presencia allí? Para su tranquilidad, no se dirigía a él sino a un hombre extremadamente obeso que acababa de adquirir nada menos que tres perritos calientes en el tenderete tras el que se escondía.

—¿Quiere algo? —le preguntó de malos modos el dependiente.

—No, gracias. Sólo estaba mirando.

—Pues a mirar a otro sitio. Me está espantando a la clientela.

Petersen sintió el deseo de sacar su placa y plantársela frente a las narices a aquel desagradable tendero. Sería divertido ver cómo los cojones se le ponen de corbata, pensó. No obstante, no hizo nada de eso. Se limitó a moverse ligeramente sin perder de vista a Forell, el cual ya ponía rumbo hacia el interior del hotel.

Los instantes siguientes transcurrieron con una lentitud exasperante.

Había una muchedumbre alrededor de los puestos de comida y cada vez le resultaba más complicado mantener el contacto visual. La gente pasaba riendo por delante de su mirada, haciendo algún comentario chistoso o regodeándose en la cantidad de bolsas que una incesante jornada de compras le había proporcionado. Una familia de israelíes se fotografiaba con el hotel como fondo y el muchacho al que le habían pedido que sacara la instantánea los alentaba a que mostraran su mejor sonrisa. Click, foto hecha. El grupo de hebreos se disolvió y dejó espacio para que otros turistas los emularan. Varios taxis estacionaron en la zona de aparcamiento que el Plaza les había proporcionado. Un enorme autobús, uno de esos que ofrecen recorridos por las áreas más representativas de la ciudad, se detuvo frente al magnífico edificio del hotel para que sus ocupantes pudieran hacer crepitar sus flashes. Esto provocó el abucheo de los turistas que se estaban retratando con aquella construcción de 1907 como fondo.

—Tranquilos, muchachos —dijo animadamente el guía desde el vehículo—; será sólo un momentito.

El momentito se convirtió en momento, y el momento, en minutos. Algunos desistieron de su propósito; otros permanecieron inmóviles esperando a que aquel mamotreto se fuera. Cuando el autobús arrancó, se alzó un clamor entre la multitud.

—Saludad a nuestros amigos —solicitó el guía a los usuarios de su servicio.

Pero Petersen, para quien todo esto no había pasado inadvertido, comenzó a sentirse realmente inquieto. No había focalizado toda su atención en la entrada del hotel y eso provocó que el desasosiego tomase posesión de todos y cada uno de los rincones de su cuerpo. Su cabeza se movía a un lado y a otro, a un lado y a otro. Sólo esperaba que Allyson no hubiese salido aún.

Y así fue. Su figura apareció atravesando las imponentes puertas que dos trajeados empleados mantenían abiertas. A Mike el corazón le dio un vuelco. Ella se dirigió hacia uno de aquellos taxis apostados en las proximidades del complejo. Se subió en el primero de la fila e indicó su destino. El vehículo arrancó y se puso en movimiento. Petersen, por su parte, cruzó la calle a toda prisa, obviando por completo el tráfico y exponiéndose a ser dolorosamente atropellado. Tomó el taxi siguiente, que ahora ocupaba el primer lugar.

—Siga a ese coche —le dijo al conductor mientras señalaba el vehículo amarillo ocupado por Allyson y que se alejaba en dirección a la 5ª Avenida.

Si la calma a la hora de actuar era una virtud, aquel tipo era un verdadero virtuoso en la materia. Con toda la tranquilidad del mundo puso en marcha el taxímetro y se incorporó a la circulación.

—Dese prisa, por favor. Es muy importante que no lo pierda.

El taxista le dirigió una mirada airada a través del espejo retrovisor.

—Oiga, amigo. Acabo de ver a una rubia subirse a ese coche. Si es su novia, se han peleado y ahora quiere hacer las paces con ella, es su problema, no el mío.

El cerebro de Petersen le imaginó mostrándole su identificación a aquel chófer, sacándolo de vehículo con formas destempladas y dejándolo en la cuneta. Sin embargo, en lugar de hacer todo eso, dijo:

—Le pagaré el triple del coste de la carrera si es capaz de seguirlo.

Aquello supuso todo un acicate para el taxista que, sin previo aviso, hundió el pie en el acelerador. Pocas manzanas después, ya se habían colocado tras la senda del taxi que llevaba a Allyson.

Cuando ya se acercaban al 73 de Thompson Street —el nuevo lugar de residencia de su compañera—, Mike le indicó al chófer —que respondía al nombre de Tom y estaba casado con una mujer afroamericana que tenía un carácter de mil demonios pero que le había obsequiado con dos maravillosos churumbeles— que detuviera el vehículo. Le pagó 150 dólares, una cantidad más que suficiente para cubrir el coste del trayecto, incluso triplicando el precio.

—¿Podría esperar un poco antes de bajarme? —preguntó Petersen.

—¡Claro!

Mike se acercó al cristal de separación y observó a través del parabrisas a Allyson. Acababa de apearse del vehículo y caminaba en dirección a su nueva casa. En el momento en el que desapareció en el portal, Petersen salió del taxi.

—Muchas gracias, Tom.

—A usted.

Tom y su taxi se pusieron en tránsito, dispuestos a recoger —y timar— a otros transeúntes necesitados de sus servicios. Giró a la izquierda y tomó Broome Street. Mike comenzó a tomar posiciones frente al edificio de Allyson.

Tuvo que haberlo previsto; de hecho, debió haberle llamado la atención que el taxi que ella había utilizado no se hubiera marchado ya. Sin embargo, estaba tan abstraído en su propósito que no fue así. De este modo, cuando ya se apostaba en el lugar que le ofrecía la mejor perspectiva, Allyson apareció frente a él.

Fue un instante, quizá un segundo, quizá menos, el caso es que sus miradas quedaron suspendidas en el aire, clavándose las pupilas de la una en el otro y del otro en la una. La extrañeza apareció en el rostro de ella; el terror, en el de él. Seguidamente, la expresión de Allyson cambio de modo instantáneo y adquirió un rictus severo y malhumorado. Llevaba unos cuantos billetes de cinco dólares en la mano derecha, pulcramente doblados; en la izquierda, las llaves, las cuales tintineaban al chocar entre ellas. Ni siquiera tenía el bolso consigo. Había ocurrido algo muy simple: Allyson no llevaba encima suficiente dinero para pagar.

Se aproximó al taxi y abonó el importe total de la carrera. Dejó, también, una pequeña propina para el taxista, por haber sido tan comprensivo y por haber confiado en que ella regresaría para amortizar lo que debía. Luego el vehículo se marchó y Allyson se dirigió hacia Petersen con la ira contenida en todos y cada uno de sus músculos faciales.

—¿Qué coño haces aquí? —le preguntó.

Mike guardó silencio, sosteniéndole la mirada con la que ella parecía atravesarlo.

—¿Me estabas espiando?

Bajó la cabeza. Confirmación explícita de culpabilidad.

—No puedo creerlo —dijo ella—. ¿Y se puede saber por qué?

En esta ocasión, Petersen sí encontró las palabras para contestar.

—Estoy preocupado por ti.

Aquella respuesta la sorprendió —así lo indicó su lenguaje corporal—; no obstante, estaba demasiado enfadada como para entender sus supuestas buenas intenciones.

—Pues no tienes por qué estarlo. Me encuentro perfectamente.

—Eso no es cierto; y tú lo sabes.

—¿Qué cojones sabrás tú lo que es cierto y lo que no? No me conoces, Mike, ni tampoco me conocerás. No eres alguien que me interese ni como amigo.

Aquella sentencia le dolió, sin embargo, Petersen se obligó a seguir adelante.

—Tú no estás bien, Allyson. —Ella hizo el amago de interrumpirle, pero él la cortó con un gesto con la mano—. Te conozco, aunque no lo creas o no lo quieras creer, y, de un tiempo a esta parte, tu comportamiento ha cambiado mucho.

—Sigo siendo la misma de siempre —se defendió.

—Mientes. Antes eras agradable, simpática, divertida… Ahora…

—Ahora, ¿qué?

—Ahora eres todo lo contrario.

—¿Y qué te importa a ti eso? Soy como quiero ser.

Mike cabeceó afirmativamente, dando a entender que la había comprendido a la perfección.

—¿Quién es Richard? —preguntó él.

Allyson se quedó de piedra, muda ante lo que acababa de oír, completamente asombrada. ¿Cómo sabía él nada sobre Richard?

—Nadie.

—Nadie no. ¿Es tu novio?

—¿Y qué si lo es? ¿Y qué si me dedico a follarme al barrio entero? ¿Y qué si pasan por mi cama todos los hombres de la ciudad? —Había empezado a gritar.

Petersen, en cambio, apaciguó su tono.

—Lo que hagas, con quien salgas o con quien te acuestes, sólo te concierne a ti. Sin embargo, desde que ese hombre apareció en tu vida, has cambiado muchísimo.

—No he cambiado, Mike. Dices eso porque querrías ser tú quien se metiese en la cama conmigo todas las noches. —Escupía cada palabra con odio, con rabia, con profunda animadversión.

—Te equivocas. —Apretó los labios antes de proseguir—. Sí, un tiempo atrás me hubiera encantado ser el hombre que estuviese a tu lado; ahora ya no. La Allyson que tengo ante mí sólo es el reflejo de la verdadera Allyson.

—La Allyson que tienes delante es la misma Allyson de siempre. Que tú no te hubieras querido dar cuenta ya es otro tema.

Petersen suspiró, luego volvió a asentir, después volvió a suspirar.

—Como quieras… —le dijo mientras se daba media vuelta y echaba a andar.

Allyson apretó los dientes con tanta fuerza que sus maseteros se tensaron hasta hacerse visibles bajo la piel. Detestaba a Mike por haberla seguido, lo aborrecía por haber intentado espiarla, le repugnaba su mera presencia. ¿Estaba preocupado por ella?, preguntó su cabeza con una inflexión burlona. ¿Dónde estaba él cuando ella lloraba noche tras noche por la ruptura con Mathesson? ¿Dónde estaba él mientras caía en una espiral de autodestrucción? ¿Dónde estaba él cuando ya no pudo soportar más el peso de la vida? No, no había sido Mike Petersen quien había estado a su lado, en absoluto; había sido Richard, su Richard, el único Richard. Si a alguien le debía algo, era a él…

A Richard…