CAPÍTULO VII
1
Sábado.
Kate Wilson amaneció sola en la cama, tumbada boca abajo y sintiendo la boca seca tras la más que generosa ingesta de alcohol durante la noche anterior. Sí, las preocupaciones la llevaban a beber más de lo estrictamente recomendable. El aliento le apestaba a ron barato, a aquel destilado que escondía en la parte baja del mueble del salón para que cuando la visitaban sus padres no fueran conscientes de aquel vicio que tenía. Todavía era para ellos la niña buena de su infancia, aquella criaturita obediente que no decía una palabra más alta que otra. Desde luego, había cambiado muchísimo.
Buscó entre las sábanas al que era su pareja —Aaron—, pero no lo encontró. Sabía que aquella mañana tenía una reunión en el pequeño estudio de arquitectura que había montado en el West Village. Debía encontrarse con unos clientes a los que les estaba diseñando una casa de verano que se construiría en los Hamptons, el lugar de vacaciones de los más ricos, situado al este de Long Island. La gente acaudalada resultaba poco original, y muchos se dejaban llevar por las modas y costumbres para hacer patente su opulencia. Aquella zona constituía precisamente eso: una moda, un capricho en el que los más holgados de dinero se congregaban para jactarse de sus respectivas fortunas.
Tras desperezarse grotescamente, Kate se levantó. Vestía un pijama de dos piezas en cuya parte de arriba el osito Teddy recogía flores en un campo verdoso. Se frotó la cara con ambas manos y bostezó. ¿Qué hora sería? No tenía ni la más remota idea. Se dirigió al baño y expulsó de su cuerpo una abundante cantidad de orina.
Seguidamente, se encaminó hacia la cocina. Las pastillas de benzodiacepina que había mezclado con alcohol durante la madrugada parecían seguir ejerciendo su efecto hipnótico sobre su organismo. Se notaba abotagada, exhausta, soñolienta. Las piernas le respondían por mera inercia, pero casi se trataba de un movimiento inconsciente no ordenado por su cerebro. Se dejó caer en uno de los taburetes ubicados tras la barra que Aaron y ella utilizaban para desayunar, comer y cenar, y apoyó la cabeza en una de sus manos. ¿Cómo podía estar tan cansada?
Se giró sobre la banqueta que ocupaba y observó con deseo el sofá orientado hacia la televisión. Aquel día no tenía la más mínima intención de salir de casa, de modo que ¿qué importaba si aprovechaba la jornada simplemente para dormir? Objetivamente, aquello sería lo más recomendable, pero entonces recordó el mensaje de aquella carta.
La misiva descansaba sobre la mesa de centro, rodeada por unos cuantos vasos en los que todavía eran visibles los restos de las bebidas degustadas ayer. Resopló. Nunca había sido una mujer ordenada pero cuando la resaca y el Havlane[5] se daban cita, la desorganización le ponía los pelos de punta.
Decidió que un vaso de zumo de naranja le ayudaría a espabilarse un poco, así que se acercó al frigorífico e succionó una gran cantidad directamente del tetra-brick. El frío líquido provocó el conocido efecto del «congelamiento cerebral», por lo que esbozó una mueca de dolor cuando los vasos sanguíneos de sus sesos se constriñeron rápidamente.
Consultó el reloj que colgaba de una de las paredes de la cocina y se sorprendió de lo temprano que era. ¿Cuánto había dormido? ¿Tres horas? ¿Cuatro, quizá? Desde luego, no mucho más. ¿Y Aaron ya se había marchado? ¿Tan pronto? Nada de aquello le cuadró; era como si, de algún modo, alguien hubiese alterado todo lo que tenía a su alrededor. Desorientada, abrió la persiana del salón.
La lluvia continuaba cayendo y la luz del sol apenas era capaz de filtrarse entre los espesos nubarrones. El día tenía una tonalidad triste. ¿Sería una especie de señal? Según la carta, hoy moriría. Podría ser que todo el firmamento se hubiese preparado para recibir su alma en el reino de los cielos.
Desechó aquella lúgubre idea de su mente y se tumbó en el sofá. Desde luego, si alguien tenía la firme intención de matarla, tendría que atravesar los gruesos muros tras los que se guarecía. No, no había informado a la policía, ni tenía la más mínima intención de hacerlo. Las autoridades podían ser muy incompetentes. Se las arreglaría ella sola, como siempre había hecho o —más bien— como siempre le habían obligado a hacer. Jamás despertó demasiadas simpatías entre la gente mundana y sus amigos podían contarse con los dedos de una mano. ¿Eso la convertía en una mala persona? ¿En alguien que hubiera podido cometer un acto tan horrible como para «joderle la vida» a otro? Definitivamente, no.
Entonces, ¿por qué le habían remitido semejante misiva? ¿Por qué la habían amenazado con, nada menos, que con quitarle la vida? La existencia era el don más preciado de cualquier ser humano y, por tanto, también el más valioso; el asesinato, un ejercicio de total desprecio hacia ese don. No, no consentiría que nadie la barriese de la faz de la Tierra; antes, y valga la redundancia, tendría que pasar por encima de su cadáver.
2
Despertarse junto a Richard siempre era una experiencia agradable. Y no sólo por lo que eso implicaba sino por todo lo que significaba. Su relación se iba consolidando, ganaban en complicidad y entendimiento, y los sentimientos comenzaban a desbordarse. Ya ninguno se guardaba para sí una palabra afectiva, un gesto cariñoso o un arrumaco enternecedor. No; los muros que simbolizaban la reticencia y el miedo se habían desmoronado, y, en consecuencia, sus propietarios habían quedado expuestos a la indómita fuerza del amor. Pero nada de eso importaba ya. Eran felices el uno con el otro, lo cual los convertía en una pareja con un futuro prometedor.
Allyson se sentó sobre la cama y observó cómo él dormía. Su respiración acompasada daba a entender que se hallaba inmerso en un sueño placentero, un sueño en el que quizá ambos compartían una vida en común. Se habían convertido en la extensión del otro, como si fueran un todo que era imposible desligar. Con una suavidad infinita, alargó una mano y acarició su rostro. El tacto áspero de la barba de Richard llegó hasta sus receptores táctiles, pero aquel contacto, lejos de ser desapacible, le brindaba las fuerzas suficientes para afrontar un nuevo día.
Su móvil descansaba sobre la mesilla de noche. Lo cogió mientras una sonrisa bobalicona se le dibujaba en el rostro. Había vuelto a su edad adolescente, a esa edad en la que los sentimientos se magnifican y se vive la pasión como nunca se volverá a hacer. Sí, realmente, con él, sentía una regresión a los 15 años. La madurez, en esa etapa —a pesar de lo que crean los jóvenes—, no está ni medianamente desarrollada. Quizá, por eso mismo, cualquier amorío de pubertad parece ser más intenso y doler el doble en el corazón.
El reloj del teléfono indicaba que eran las 05:30 horas, en definitiva, el momento de levantarse. Con cautela y tratando de ser lo más silenciosa posible, salió de la cama y se dirigió al cuarto de baño. Cerró la puerta con tanto sigilo que ni siquiera un consumado ladrón habría podido hacerlo igual.
Encerrada en aquella estancia, con la privacidad absoluta como nota predominante, pudo ser consciente de lo que estaba construyendo: su futura familia. Tenía ya 35 años y, según sus amigos y allegados, comenzaba a pasársele el arroz. En cierto modo, tenían razón. Si quería hacer realidad su sueño de ser madre no podría demorarse mucho más. El suyo, si llegara a consumarse, sería ya un embarazo de riesgo, con toda la problemática y la aparatosidad que eso implicaba. Sin embargo, ¿importaba algo? Nada, si tenía en cuenta lo que vendría después. Y para ella, no supondría ningún inconveniente dejar su trabajo en el Cuerpo de Policía y convertirse en la típica mujer norteamericana, la mujer que se encarga de su casa y que vela, ante todo, por la seguridad de sus vástagos.
Descorrió la mampara de la ducha y abrió el grifo. El agua caliente comenzó a emitir su vaho cálido. Resultaba reconfortante sentir el inodoro, incoloro e insípido líquido ardiente recorriendo su piel desnuda. Incomprensiblemente, a tenor de la época del año en la que se encontraban, la temperatura había descendido muchísimo, y ya durante la madrugada había oído el sonido de la lluvia al caer y estrellarse contra el suelo pavimentado. Quizá aquellos que afirmaban eso del cambio climático estaban en lo cierto, quizá el mundo entero se había vuelto loco, quizá el planeta agonizaba ante sus últimos milenios de vida y esa era su manera de manifestarlo. Por eso, que el agua ardiente explorase cada rincón de su cuerpo era tan reconstituyente; por eso, sentir cómo las penurias del pasado se filtraban a través del desagüe era tan reparador.
Finalizado el baño, se secó con una limpia toalla que todavía conservaba el olor del suavizante empleado para su lavado, y se aplicó un poco del desodorante que usaba Richard. Despedir fragancia a hombre no le molestaba, sobre todo si ese aroma era el de su hombre. Si alguno de sus compañeros le decía algo a este respecto, le contestaría con la mejor versión de su dedo corazón sobresaliendo en un puño cerrado. Nadie debía entrometerse en aquella relación. Por eso no había comunicado nada a ese respecto. Ni siquiera a Mike, que quizá era, de entre todos los que la conocían, el que más la quería.
Salió del aseo desnuda y aprovechó la luz que se colaba a través del ventanuco del excusado para localizar su ropa. Los momentos de frenesí amoroso tienen estas cosas, y es que las diferentes prendas acaban desperdigadas por doquier. Recogió sus bragas, su sujetador, sus calcetines ejecutivos, su pantalón, su blusa y sus zapatos. La americana del traje recordó que estaba colgada en una de las sillas del salón. Sin más dilación, salió de la estancia no sin antes lanzar un beso al aire en dirección a Richard. Seguidamente, cerró la puerta del dormitorio y se vistió.
Abandonó la vivienda. Como había podido percibir, el amanecer estaba ya en su punto álgido. Los rayos solares —existentes a pesar de la presencia de nubosidad— se desparramaban apagadamente sobre los altos edificios e inundaban con su albor mortecino todas las esquinas de la ciudad. La fina lluvia de la noche anterior se había convertido en un chaparrón que pocas trazas tenía de parar. Las calles brillaban, las líneas del asfalto apenas se divisaban, la urbe entera parecía llorar.
Y hacía frío, un frío impropio de la primavera neoyorquina, un frío que congelaba los ánimos de las gentes convirtiéndolos en témpanos de hielo. Se puso la chaqueta. Su atuendo era del todo inapropiado para el tiempo que hacía. Era como si no hubiera prestado atención al informe meteorológico y se hubiera ataviado con lo primero que hubiera encontrado en su armario. Maldijo, además, su manía de no llevar un paraguas pequeño en el bolso. Iba a ponerse pingando.
Ya en su coche, con los efectos del aguacero impregnando su pelo y sus hombros, se encaminó hacia la comisaría.
3
Max Forell se encontraba en el depósito de cadáveres, donde Thomas Hunt, especialista en medicina forense, terminaba de practicarle la autopsia al cadáver de Bruce Adams.
—¿Y bien? —preguntó el agente.
—Poco hay que añadir al dictamen de Douglas Jefferson —dijo—. La víctima falleció debido a un impacto de bala en la zona posterior de la cabeza, más concretamente en la región del hueso occipital. El proyectil perforó el cráneo en una trayectoria descendente, destruyendo a su paso gran parte de la masa encefálica, el cerebelo y, seguidamente, el bulbo raquídeo. Como puede apreciarse —indicó mientras volteaba la cabeza del difunto— hay orificio de entrada y salida, lo cual sugiere que el arma y la munición empleadas eran extremadamente potentes. —Volvió a apoyar el cráneo sobre el soporte que se empleaba para tal fin—. No hay marcas ni laceraciones de ningún tipo, ni tampoco signos de que el asesinado se defendiera.
—¿No trató de luchar por su vida?
El forense se quitó sus gafitas y miró al policía con sus ojos pequeños pero vivos.
—Según tengo entendido, Bruce Adams estaba meando cuando lo sorprendieron por detrás. Imagínate la situación. Se quedó petrificado, lo cual es una reacción bastante normal. Se denomina «respuesta defensiva de inmovilidad» y es una constante con pocas variaciones en todas las especies de mamíferos, incluida la nuestra. Se caracteriza por el cese del movimiento voluntario y el incremento del tono muscular. ¿El resultado? Una postura tensa, congelada. Se debe a la sustancia gris periacueductal, o SGPA, un conjunto de neuronas que rodean, a la altura del cerebro medio, la cavidad por donde circula el líquido cefalorraquídeo. Dichas neuronas son las encargadas de poner en marcha las respuestas frente al miedo. En casos como este, dicha respuesta es la inmovilidad.
Forell apenas había entendido una sola palabra de aquella exposición grandilocuente, lo cual era evidente en la expresión de su rostro.
—No te has enterado de nada, ¿verdad? —inquirió el forense.
—Eso me temo.
—Bueno, no importa; sólo trataba de explicarte en términos científicos por qué nuestro cadáver no se defendió.
Thomas Hunt comenzó a recoger algunos utensilios y se limpió un pequeño resto pegajoso en el overol azul que vestía.
—La muerte se produjo de manera instantánea, sin sufrimientos. El homicida, y esto es irrefutable, sabía dónde tenía que apuntar para no fallar. ¡Bum! ¡Adiós bulbo raquídeo! ¡Bienvenida, eternidad!
El policía rodeó la mesilla metálica sobre la que descansaba el cadáver. Le resultaba completamente imposible apartar la mirada de aquel cuerpo.
—¿Una sola bala puede hacer todo esto? —preguntó señalando el rostro totalmente desfigurado de Bruce Adams.
—Si es una bala de punta hueca, y me consta que así es, sí. Este tipo de munición, después de penetrar en el cuerpo, se expande en todas direcciones y son las esquirlas de la misma las que producen gran cantidad de daños. En este caso, además, el proyectil, dada la blandura de la masa cerebral, siguió avanzando y consiguió volver al exterior. Por eso tiene la cara tan pulverizada. Lo atravesó de parte a parte.
Forell esbozó una mueca de asco. Le resultaba imposible comprender cómo había gente que disfrutaba despedazando cuerpos humanos, cómo había gente que encontraba placer sexual manteniendo relaciones con fallecidos, cómo había gente que se deleitaba en el hecho de comerse a sus semejantes. Cada imagen que se formaba en su mente superaba en crudeza y realismo a la anterior. Ciertamente, para ser agente de homicidios, entre otras muchas cosas, había que tener un estómago a prueba de bomba.
El forense arqueó las cejas en un gesto de escepticismo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó al agente, el cual se había quedado pasmado con los ojos clavados en el instrumental empleado para diseccionar al cadáver.
—Nada. Sólo me preguntaba qué…
El irritante sonido de un teléfono móvil interrumpió el discurso de Max Forell.
—Es el mío —dijo el facultativo al tiempo que se quitaba la mascarilla, se despojaba de los ensangrentados guantes de caucho y los arrojaba a un cubo de restos biológicos—. Discúlpame un momento. —Cogió el aparato y se alejó unos cuantos pasos para ganar algo de intimidad—. Thomas Hunt.
—…
—¡Kenneth Brown! ¡Qué sorpresa! —exclamó—. ¿Cómo vamos con el caso del El barbero?
—…
—Bueno; algo es algo.
—…
—Dime, amigo, ¿qué necesitas?
—…
—¿Qué ha ocurrido?
—…
—¿Quieres que vaya hasta allí?
—…
—Bien —dijo mientras luchaba contra la manga de su bata para mirar el reloj—. Dame sólo unos minutos y salgo hacia allá.
—…
—Hasta ahora.
—…
Thomas Hunt volvió a centrar su atención en el agente de homicidios.
—¿Decías? —preguntó tratando de retomar la conversación que había iniciado anteriormente.
—Me preguntaba que qué puede mover a alguien a cometer semejante atrocidad —contestó Forell pareciendo haber recuperado su estado normal.
—Según tengo entendido, nuestro amigo —dijo refiriéndose a Bruce Adams— recibió una carta tres días antes de morir; una carta amenazadora…
—Sí —confirmó.
—Si atendemos al contenido de la misma, se puede deducir, entonces, que la venganza es un motivo muy poderoso…
El policía asintió calladamente, sin embargo, en su fuero interno, se negaba a aceptar que un resarcimiento de los desagravios pasados pudiese justificar tamaña crueldad. Concluyó que existían mil formas distintas de hacer pagar por los daños producidos, que había mil maneras de compensar los perjuicios sufridos, que nada que la razón pudiese comprender respaldaba una maldad tal. Uno puede vengarse de muchos modos sin necesidad de llegar al asesinato, pensó.
El forense empujó la camilla en la que se encontraba el cadáver hasta la nevera que ocupaba la pared izquierda y abrió uno de aquellos nichos refrigerados. Del mismo, extrajo dos guías metálicas que ayudarían a posicionar el cuerpo en su interior.
—¿Me ayudas? —le dijo a Forell.
El agente se acercó y pudo sentir el frío mortecino que se escapaba de la oquedad. Después, y en compenetración con el facultativo, hicieron encajar la bandeja sobre la que se apoyaban los restos de Bruce Adams en las mencionadas guías. Seguidamente, impulsaron el cadáver hacia el interior y sepultaron al fallecido en su particular celda congelada. Todo había sido muy mecánico, muy impersonal. Y es que, en el mismo instante en el que se yace muerto, dejan de existir los sentimentalismos y la compasión.
4
Robert Forks aparcó su vehículo justo enfrente del 1225 de Park Avenue. En el asiento trasero, sus dos hijos jugaban a una versión renovada del tradicional Veo, veo. A pesar de la temprana hora, tanto Sarah como David estaban contentos, entusiasmados por aprovechar el día al máximo, eufóricos por ver a la persona a la que habían ido a visitar. Y es que, con todo el asunto del divorcio, a duras penas podían mantener relación, incluso, con sus familiares directos.
Se apearon del coche y corrieron a refugiarse de la lluvia bajo el toldo verde que había sido instalado a continuación de la entrada principal del edificio. Caía un aguacero asombroso, imposible de predecir. Los días de sol habían sido abruptamente sustituidos por una borrasca de dimensiones estratosféricas. Costaba recordar cuándo había sido la última vez que había llovido así. Aquello era como padecer los efectos de una tormenta sin fin. Las gotas de agua tenían un grosor sorprendente y emitían un ruido de chapoteo cuando se fracturaban al contacto con el suelo. Todo estaba mojado y teñido de una triste tonalidad gris. Parecía, en cualquier caso, que la ciudad hubiera sido infectada por la melancolía.
El vestíbulo que daba acceso a los ascensores era un enorme lobby en el que la ostentación y el relumbrón eran las notas predominantes. Sin duda, la intención del arquitecto al diseñar aquello había sido la de llamar la atención de los visitantes. Barrocas columnas con capiteles imposibles se retorcían y se elevaban hacia el techo, en el cual una moldura dorada remataba las altas paredes. Hasta el aire que se respiraba olía a fastuosidad y derroche.
Tomaron el ascensor hasta la planta dieciséis y entraron en un rellano en el que se organizaban cuatro viviendas. Giraron hacia la izquierda y llamaron al timbre de una puerta sobre la que había sido colocada una bruñida letra D. Segundos después, la hermana de Robert, Gladys Forks, les hacía pasar a su lujoso ático.
—¡Qué bien que hayáis venido! —dijo recibiendo a sus sobrinos con los brazos abiertos.
Los niños, como si formasen parte de una manada de búfalos galopando en estampida, se precipitaron al regazo de su tía.
—Mis niños preciosos…
Robert, por su parte, esperó a que sus hijos se tranquilizasen un poco para poder pasar. Tenía las pupilas clavadas en el rostro de su consanguínea, como si estuviera analizando todas y cada una de sus reacciones faciales, sacando conclusiones que más tarde debería constatar. Una vez que los niños desaparecieron del recibidor, se acercó a su hermana y la estrechó con cariño.
—¿Cómo estás? —le preguntó acercando mucho la boca a su oído.
—Mejor —contestó ella.
Sobre un hermoso mueble de madera ubicado en el hall, un jarrón contenía las rosas que Robert le había enviado a su hermana.
—Todavía tienen buen aspecto —dijo con asombro.
—¡Claro! —Gladys cerró la puerta y se volvió hacia él—. El truco está en machacar dos aspirinas y verterlas en el agua —explicó—. Así las flores duran más.
Él asintió mientras esbozaba una mueca que expresaba un no tenía ni idea.
—Ven —le dijo ella—, vayamos al salón.
Sarah y David ya habían encontrado los juguetes que su tía les había comprado y estaban arrancando el papel de regalo con el que habían sido envueltos.
—¡Hala! ¡Un camión! —grito el niño.
—Mi muñeca es más bonita —apuntó la niña con el único fin de chinchar a su hermano.
—Chicos —medió el padre—, ¿por qué no vais a la habitación de jugar mientras la tía Gladys y yo hablamos de cosas de mayores?
—Vale —dijeron al unísono.
Abandonaron la estancia el uno al lado del otro, no sin antes aprovechar para darse un empujón con la pretensión de desestabilizar al contrincante y ser el primero en llegar a la sala de juegos.
—¡Ay! —se quejó la pequeña—. ¡Eres un bruto!
Después de eso, no se les volvió a oír y los adultos pudieron centrarse en el diálogo que iban a mantener. Robert se puso muy serio, apretó los labios resignadamente y observó la cicatriz que su hermana lucía en la mejilla derecha.
—¿Cómo estás? —volvió a preguntar.
—Ya te lo dije: mejor. Con el paso del tiempo, iré olvidando ciertas cosas.
—Creo, sin embargo, que yo no podré hacerlo.
—¡Claro que sí! No digas eso.
Él asintió de forma velada.
—¿Cómo lo lleva Ted?
—Bueno… Me entiende; o, por lo menos, trata de hacerlo. Está acostumbrándose a que seamos una de esas parejas que no hacen el amor.
—Todavía es demasiado pronto… —concluyó.
—Eso es lo que intento explicarle. Y él lo comprende, de verdad. Hemos comenzado a ir a terapia de pareja y yo he encontrado a un psicólogo magnífico con el que me desahogo dos veces por semana.
—¿Te ayuda a superarlo?
—Me ayuda a racionalizarlo —puntualizó—. Existen ciertos capítulos en la vida que no se superan jamás. Se aprende a vivir con ellos. Se meten en «la zona del olvido» —dijo haciendo el gesto de introducir algo en su cabeza— y se trata de no revolver dicha área cerebral con demasiada frecuencia. Es más, no tiene ningún sentido hacerlo; no provoca más que dolor.
Él la miró con fascinación. Resultaba increíble que estuviese tan entera después de lo que había padecido. Había leído que el ser humano tendía a autoprotegerse para seguir viviendo; por eso mismo, cuando existían momentos demasiado dramáticos, el cerebro los borraba de la parte consciente. En el caso de Gladys no había sido así. Pero lo estaba llevando verdaderamente bien.
Cierto era, no obstante, que su carácter había sufrido ciertas modificaciones sustanciales. Antes era alegre y dicharachera, un auténtico terremoto imparable. Ahora, en cambio, se había vuelto más pausada, más tranquila. Además, sabía de buena tinta que reía menos y lloraba más. Pero se suponía que eso formaba parte del proceso de asimilación, pensaba para consolarse.
—No hablemos de mí —dijo ella—. Cuéntame, ¿qué tal tú?
—Voy tirando. Estoy planteándome seriamente recurrir la sentencia del juez en cuanto a la custodia de los niños. Quiero pasar más tiempo con ellos pero, con este régimen de visitas y con la madre que tienen, es absolutamente imposible. Kathleen no cede jamás y se escuda en el veredicto de la magistratura. No pido tanto tampoco: sólo ver a mis hijos.
—Sospecho que ella los utiliza para hacerte daño.
—Puede ser —manifestó él intentando convencerse de que eso no era así—. No obstante, no entiendo el porqué.
—¡Ah, Robert! Las mujeres podemos llegar a ser muy perversas. Se nos tiene por el sexo débil pero lo que no se sabe es que, realmente, somos las que tenemos la sartén por el mango…
Aquellas palabras, precisamente en su boca, sonaban del todo inverosímiles…
—… Fíjate. Desde tiempos inmemorables, la mujer ha tenido siempre un gran poder: Nefertiti, Cleopatra, Leonor de Aquitania, Juana de Arco, Isabel la Católica, Catalina de Médici, Sissi, Margaret Thatcher… Quizá, otras muchas desarrollaron su importante labor en la sombra, es cierto, pero no por ello eran menos poderosas. Reza el dicho que «detrás de un gran hombre, hay siempre una gran mujer». Mi versión del refrán es que detrás de un hombre con cualidades, hay siempre una mujer que sabe cómo explotarlas. Y Kathleen en concreto, sabe dónde golpearte para hacerte daño.
Eso sí era verdad, una verdad tan absoluta como la gravedad o como el relativismo de Einstein, una verdad incontestable. Su exmujer le tenía tomada la medida, conocía sus puntos débiles e intuía a la perfección cuál era el momento para dar un firme golpe sobre la mesa. Aquello tenía que acabarse. De hecho, pronto se acabaría.
—Ojalá la práctica fuese tan sencilla como la teoría —dijo él.
Gladys lo escrutó con fiereza, como si no entendiera esa actitud derrotista ante las dificultades de la vida.
—Es sencillo, Robert. Sólo hay que saber aprovechar las oportunidades.
Se quedaron en silencio un instante, un instante en el que la calma se tensó como una cuerda de violín, un instante en el que pudieron oír las voces apagadas de los niños dando rienda suelta a su imaginación infantil en uno de los cuartos de la casa. Aquellas paredes habían visto ya demasiado sufrimiento; era preciso revertir cuanto antes la situación.
—¿Y esa chica con la que sales? ¿Cómo se llamaba?
—Sophia —aclaró.
—¿Cómo te va con ella?
—Es una buena madre y se preocupa tanto por sus hijos como por los míos…
—¿Pero…?
—Pero no es Kathleen —manifestó él.
—Tienes que olvidarla; olvidar todo lo que te hace sufrir.
¿Y ella? ¿Ella había olvidado, acaso, todo lo que la flagelaba? Aunque, en cualquier caso, sus problemas eran de una importancia nimia al lado de los que su hermana tenía.
—Lo sé.
—Ha pasado ya mucho tiempo, Robert. Tiempo que deberías haber empleado en adaptarte a la nueva situación. —Aquello sonaba a las directrices de un loquero ávido del dinero de su paciente—. No sirve de nada que sigas fustigándote con eso.
—Debería pasar página, ¿no?
—Así es.
Tanta simpleza, tanta obviedad, comenzaban a incomodarle.
—¿Y tú? ¿Has pasado página? —inquirió a la defensiva.
—Estoy en ello —contestó habiendo percibido el amargo tono empleado para plantearle ambas cuestiones—. A diferencia de ti, yo lo estoy intentando. Puede que no lo consiga, pero, al menos, no podré decir que no puse todo mi empeño.
Aquella afirmación le caló hondo, muy hondo. Sí, ella era infinitamente más valiente que él, ella trataba de enfrentarse a los problemas y no en hacerlos a un lado. Superar una violación como la que había soportado era infinitamente más complicado que sobreponerse a una separación. Tenía mucho que aprender de su hermana…
El tema en cuestión había sido foco de atención en periódicos y revistas sensacionalistas por ser ella quien era y por estar casada con quien lo estaba. Las desgracias de las personas pudientes parece que aumentan el morbo de la plebe, por ello, los artículos mostrando la cara más cruda de aquel aciago acontecimiento se sucedían sin ton ni son. Todos los días había algo nuevo que decir, todos los días surgían datos nuevos que comunicar, todos los días era necesario remover la misma mierda.
Las autoridades, además, habían mostrado su ineptitud y su ineficacia a la hora de llevar a cabo la investigación policial. Fueron totalmente incapaces de resolver el caso y archivaron el expediente a la espera de la venida del espíritu santo para que les susurrara al oído la identidad del culpable. Movieron cielo y tierra lo estrictamente necesario, sin despeinarse mucho. Y eso enfadó a Robert de un modo inimaginable. Que violasen a una mujer en plena calle había pasado a formar parte de la normalidad, de lo cotidiano. Seguramente, si la víctima de aquel depravado hubiera sido la hija de alguno de los agentes, se hubieran apretado el culo bastante más.
Pero de nada servía reconcomerse ahora; sólo quedaba una salida: aceptarlo. Y en ello estaban, aunque ella le llevaba bastante más ventaja a él.
Llamó a los niños y se dispusieron a marcharse. Hoy era del día de estar con ellos; a su hermana podía venir a visitarla siempre que le apeteciese. Si había accedido a ir hasta allí había sido sólo porque ella se lo había pedido y, en aquellos lances, él no se encontraba en disposición de decirle que no a nada. Satisfechas todas las demandas, era el momento de irse.
—Despedíos de la tía Gladys —les dijo a los pequeños.
Estos se acercaron a ella y le propinaron un enorme abrazo y sendos besos en la mejilla. Verla sonreír era como un regalo de Dios. Accedieron al rellano y se montaron en uno de los ascensores. Cuando las puertas del mismo se cerraron, Robert Forks entró en un universo completamente distinto.
5
Kenneth Brown se encontraba en el vertedero municipal, una enorme extensión de basura desparramada en una enorme extensión de terreno, con montículos de inmundicia humana desperdigados por doquier y con unas vistas incomparables al río Hackensack. Desde la cima de uno de los altozanos hechos a partir de desperdicios, divisaba la inmensidad del basurero mientras custodiaba algunos fragmentos humanos que habían sido encontrados por los operarios de la sentina. Las máquinas trituradoras no habían tenido piedad y habían convertido en pedacitos minúsculos lo que antes había sido un cuerpo. Todavía no se habían recuperado todas las partes pero los empleados del complejo trabajaban a destajo para dar con ellas. En concreto, tenía ante sí una cabeza afeitada, un cráneo que mostraba las innegables evidencias de haber sido rasurado apresuradamente. ¿Sería una coincidencia o se trataría de la última víctima del asesino que estaba poniendo en jaque a su pequeño equipo de policías?
Había pasado la noche en vela, intentando sonsacarle algo de información a Charlton MacWrigth y pagando con él su frustración tratándolo de una manera que no se podría considerar como la más adecuada. Él insistía en que ya había hablado con Allyson y que existía una especie de acuerdo entre ellos. ¡Valiente estúpido! ¿De verdad creía que se tragaría eso? Sólo quería datos que procesar, datos que le hiciesen avanzar en alguna dirección. No obstante, lo que de verdad le preocupaba no era el nombre o la identidad del asesino —aunque, obviamente, sabiéndolo lo tendrían mucho más fácil a la hora de echarle el guante—, sino el móvil. ¿Por qué estaba El barbero llevando a cabo ese exterminio indiscriminado de indigentes? ¿Qué era lo que lo movía a actuar de aquel modo? Las ignominias se agolpaban en su mente hasta prácticamente colapsarla.
Dio unos pasitos y se acercó a la cabeza cercenada. La muerte desproveía de personalidad a los individuos y los transformaba en entes amorfos que poco tenían que ver con el alma que habían sido cuando todavía estaban vivos. Por decirlo de alguna forma, los desnaturalizaba. El tránsito hacia la eternidad hacía que perdieran su apariencia humana convirtiéndolos, únicamente, en organismos inertes. Y así era en aquel caso también. El hombre que hubo sido aquel cadáver no aparecía representado en sus restos mortales, no expresaba absolutamente nada de la idiosincrasia de aquella persona. Por un instante, sintió miedo de sí mismo cuando llegase la visita de la postrera sombra.
Con las manos enfundadas en unos guantes de látex, se acuclilló junto al cráneo y lo observó con detenimiento. La cara en sí misma no presentaba ningún daño. Las cuchillas de la trituradora habían sido benévolas en cuanto a ese respecto y tan sólo habían sesgado el cuello, el cual revelaba un feo corte que había terminado de separarlo del cuerpo al que pertenecía. Con cuidado, abrió la boca del fallecido y contempló su interior. Salvo unas más que incipientes caries y las manchas propias que se adhieren a los dientes debido a una deficiente higiene, no había nada que llamase su atención. De una de las fosas nasales salió un gusano, un insecto en la segunda fase de su desarrollo. Kenneth Brown lo cogió y lo aplastó con sus fuertes dedos afroamericanos. En cualquier caso, por mucho que se preocupara por desproveer la cabeza de larvas, los restos estarían tan contaminados que resultaría difícil practicarles la necropsia.
Recuperó la verticalidad. La lluvia, a pesar de haberse puesto un impermeable plástico, lo había empapado por completo, y de su nariz y de sus orejas colgaban gotas que hacían equilibrios por no caer. Se quitó los guantes y los arrojó a un lado. ¿Qué importaba un poco más de mierda en aquel lugar? Se frotó la cara y sacudió la mano con la que lo había hecho, intentando deshacerse de la humedad. Vana tentativa. Seguidamente, tomó el teléfono móvil que descansaba en el bolsillo interior de su chaqueta y marcó unos cuantos números. Después, se llevó el aparato al oído.
—…
—Buenos días, Thomas.
—…
—Avanzando muy lentamente… Ayer detuvimos a Charlton MacWrigth. Creemos que él puede aportarnos información acerca de la identidad del asesino —dijo a sabiendas de que eso sería raro que sucediese.
—…
—Sí; algo es algo… —Volvió a escurrirse el rostro.
—…
—A ti.
—…
—Estoy en el vertedero municipal. Han encontrado otro cuerpo. Por los restos que han hallado creo que estamos ante el mismo homicida.
—…
—Así es.
—…
—Perfecto. Te espero, entonces.
—…
—Hasta ahora.
Kenneth Brown miró al cielo como buscando una señal de que aquel aguacero se detendría, sin embargo, la suerte no parecía estar de su lado. No podía mover la cabeza ni llevársela a ninguna parte hasta que llegase el forense, de modo que más le valía llenarse de paciencia. Contempló sus zapatos, sus preciosos zapatos de Prada… Tendría que tirarlos en cuanto llegase a casa. ¡Qué pena!; apenas hacía un par de meses que los había estrenado.
Mientras aguardaba, aprovechó aquellos instantes de maloliente soledad para pensar en todo lo que había sido su vida. Tener que deshacerse de unos zapatos de marca porque la lluvia los hubiese estropeado era algo que jamás se habría imaginado cuando todavía era un chaval del Bronx que luchaba por no caer en la criminalidad. Pertenecía a una familia pobre, una de esas familias de negros que tenían que apretarse el cinturón cada día para poder llegar a fin de mes. Resultaba triste que, en pleno siglo XX —ahora ya tenía 54 primaveras—, en un país del primer mundo como Estados Unidos, todavía hubiese gente que se tambaleara en el umbral de la pobreza. Aunque —¡qué coño!—, lo que realmente era triste era que hubiese gente pobre, fuese de donde fuese e independientemente de la época que le hubiese tocado vivir. Pero a eso había conducido la codicia: primeramente al trueque y después al dinero. El capitalismo, como lo llamaban ahora, no era sino el ansía de tener más, de pretender más, de ambicionar más. La avaricia elevada a la enésima potencia. Y ello provocaba, indiscutiblemente, que pocos tuviesen mucho más de lo que necesitaban y muchos no tuviesen absolutamente nada.
Él, sin embargo, podía considerarse afortunado. Había crecido en un piso diminuto que compartía con sus padres y tres hermanos más, peronunca le había faltado un plato que llevarse a la boca. Eso no evitó, sin embargo, que, en ocasiones —y sobre todo desde que su padre perdiera el puesto en la fábrica en la que trabajaba—, pasara hambre. Los adolescentes necesitan pitanza para desarrollarse: sus huesos lo piden, sus músculos lo demandan. Y, aunque fuese poco, podía decir que no había pasado un solo día sin comer.
La pubertad puso en su camino otras opciones de vida: la droga y la delincuencia. Muchos de sus amigos cayeron en ellas; niños que, en verdad, eran buenas personas. La necesidad les arrastró a ello, decían para consolarse. Él, sin embargo, había elegido el buen sendero. Se afanó en sus estudios y terminó el instituto; después ingresó en la Academia de Policía. ¿Quién se lo iba a decir a él? Un negro pobre del Bronx siendo todo un inspector de homicidios; con un buen sueldo mensual —suficiente para mantener a toda la familia y para darse un caprichillo como aquellos zapatos—, una pistola en la cartuchera y licencia para disparar siempre que lo considerase necesario, y una reputación que sus años le había costado ganarse. Y había salido de allí, de la misma inmundicia sobre la que ahora se apoyaba. Era, cuanto menos, para sentirse realizado y orgulloso.
¿Cuánto tardaría el forense en llegar?
Una suave brisa le azotó el rostro y levantó unos cuantos papeles que se elevaron como gaviotas buscando las corrientes de aire sobre las que transportarse. Soplaban vientos de cambio; lo percibía. Esperaba, no obstante, que esos cambios fueran para bien.
6
—¡Esto es inadmisible! —gritaba Gerald Ickmann, abogado de Charlton MacWrigth, al cual se le había notificado, esa misma mañana, que su cliente permanecía en dependencias policiales desde la tarde del día de ayer—. ¡Ustedes hacen lo que les sale de las narices!
Mike Petersen, en ausencia de su superior, aguantaba el chaparrón estoicamente y permanecía en silencio mientras el letrado descargaba toda su furia. De cuando en cuando, trataba de apaciguar al jurista, sin embargo, ante la imposibilidad de conseguirlo, consideró conveniente dejarlo hablar hasta que la garganta se le secara o hasta que no tuviera nada más que decir.
—Malos tratos, tortura, prácticas para desquiciar a mi cliente, privación del sueño, ausencia de descanso, acuerdos absurdos… ¿Quiénes cojones se creen que son? ¡La justicia está por encima de ustedes! —Puso mucho énfasis en esta última frase, como sintiéndose parte de ese estamento por la mera profesión que desempeñaba—. Pienso actuar en consecuencia, se lo advierto. Les voy a endosar una demanda que se van a acordar de mí y de mi cliente para el resto de sus días —dijo mientras señalaba al policía con un dedo índice en el que era evidente una cuidada manicura.
—¿Por qué no tratamos de tranquilizarnos un poco? —sugirió Mike.
—¿Tranquilizarnos? ¡Yo estoy muy tranquilo!
—Pues no lo parece, señor Ickmann.
—Lo que le parezca a usted me trae sin cuidado. Le informo de que el señor MacWrigth y yo nos vamos. No pueden retenerle por más tiempo.
—Se equivoca, letrado.
Si las miradas pudiesen matar, la que el abogado Ickmann le dedicó a Petersen era una de esas.
—¿Cómo dice? —En su tono había un atisbo de chulería, un indicio de prepotencia, un rastro de bravuconería sin igual. El pecho del orondo abogado se hinchó como el de ciertos anfibios para demostrar su autoridad. Resultaba hasta grotesco.
—Podemos retener al señor MacWrigth durante 24 horas —sentenció el agente.
—¿En base a qué cargos?
—Se le comunicaron a su cliente en el momento de su arresto.
Gerald Ickmann se rio de modo histriónico.
—¿Narcotráfico? ¿Mercado negro?
—Así es.
—Le recuerdo que no se puede acusar dos veces a alguien del mismo delito. Y menos aún, cuando ya ha salido impune de un proceso judicial.
—No, si se han hallado nuevas pruebas que puedan determinar que ese veredicto era erróneo.
El abogado se cruzó de brazos y dejó colgando su maletín negro frente a su enorme barriga. La valija se movía de un lado a otro, de un lado a otro, como el péndulo de un reloj.
—¿Y cuáles son esas supuestas pruebas?
—Lamento decirle que yo no estoy autorizado a informarle de ellas —respondió Petersen.
Ickmann elevó la mirada al techo como si le estuviera solicitando a alguna divinidad que le otorgase una dosis añadida de paciencia. Seguidamente, exhaló un suspiro con el que puso de manifiesto que no se encontraba en posición de continuar aguantando aquello.
—Muy bien, agente —le dijo con indignación.
El abogado dio media vuelta y volvió a meterse en la estancia en la que se encontraba su cliente. Charlton MacWrigth se había dejado caer sobre la fría mesa metálica y en su rostro era perceptible una expresión aburrida y hastiada.
Mike Petersen, por su parte, se frotó los ojos y puso rumbo hacia el cuarto anexo a la sala de interrogatorios, desde el cual podía observar todo lo que ocurría en la misma. Aquella noche no había dormido nada bien y notaba sus sentidos embotados. Se dejó caer pesadamente en una silla y bostezó. Estaba que no se tenía en pie.
En ese momento, Allyson hizo su aparición. Se la veía relajada, descansada, contenta incluso. Había en su mirada algo difícil de discernir, algo que era complicado catalogar, algo así como un aura de felicidad. Mike la observó con curiosidad. Quizá ha rehecho su vida, pensó él; sin embargo, como su relación de amistad había comenzado a deteriorarse sin que existiera un motivo aparente, resultaba peliagudo buscar una explicación al cambio de conducta de su compañera. La gente varía sus comportamientos y sus convicciones sin molestarse en informar de ello al resto; y esto, consecuentemente, provoca un desconcierto atroz en los más allegados.
—Buenos días —lo saludó ella mientras se deshacía del bolso y colgaba su chaqueta en un perchero de pie que había tras la puerta.
—Por decir algo —dijo él como respuesta.
—¿Alguna novedad?
—El abogado de MacWrigth se ha presentado esta mañana en la comisaría. Un tipo muy agradable —manifestó con ironía al tiempo que la instaba a mirar al sujeto en cuestión a través del cristal—. Está muy cabreado; lo cual es comprensible. Brown no ha jugado limpio esta vez. Anoche se comprometió a ponerse en contacto con el bufete que lo representa pero, visto lo visto, lo ha dejado correr hasta hoy…
Allyson tenía la vista clavada en las facciones de MacWrigth, en sus ademanes, en sus movimientos. Trataba de descubrir si su lenguaje corporal le revelaba algo acerca de los pensamientos que pudieran cruzar por su cabeza. Asimismo, se preguntó si ella estaría jugando limpio al haberle ofrecido un acuerdo extraoficial.
—El señor Ickmann insiste en que no tenemos nada para retener a su cliente. Quiere sacarlo de aquí cuanto antes. Y, sinceramente, no creo que podamos hacer nada para impedírselo.
El silencio que se erigió a continuación fue la única contestación que obtuvo Mike. Él la escrutaba a ella, y ella escudriñaba a MacWrigth. Parecía que se encontraba inmersa en un profundo estado de reflexión, como si intentara dilucidar una manera de que todos sus esfuerzos no se vieran abocados al desastre. Entonces, dijo:
—Ya veremos…
Acto seguido, abandonó la estancia y se adentró en la sala de interrogatorios ante la estupefacta mirada de su compañero y de los dos presentes en la misma.
—Señor MacWrigth, me gustaría hablar con usted —indicó con decisión.
Ickmann se adelantó a su defendido y le espetó sin contemplaciones.
—Mi cliente no tiene nada más que decir.
—En ese caso, ¿por qué no deja que me lo diga él, letrado?
El abogado ojeó a su defendido.
—Está bien, Gerald. Hablaré un momento con la agente Blumer.
—Pero…
—He dicho que hablaré un momento con la agente Blumer —manifestó con el mismo tono que emplearía un padre para expresarle a uno de sus vástagos que no habría otro aviso.
—Como quieras…
El jurista recogió sus cosas y las devolvió al interior del maletín. Seguidamente, se puso en pie y abandonó el cuarto dando un portazo.
Allyson tomó asiento frente a su detenido y los ojos de ambos se entrelazaron en un juego de miradas intensas en el que semejaban estar midiendo sus respectivas fuerzas. Algo había cambiado, algo había provocado que ella ya no sintiese que tenía el control de la situación. La figura de MacWrigth se le antojaba como inaccesible. ¿Quién sabía? Quizá había quemado demasiado pronto todos sus cartuchos.
—Me ha mentido, agente. Y por dos veces, nada menos. Si quiere que confíe en usted, este no es el mejor modo de hacerlo —dijo aquel.
Ella bajó la cabeza con resignación. Sí, sus sospechas se confirmaban: estaba perdiendo su única baza para atrapar al asesino de indigentes.
—Primeramente me engañó con su identidad. Lucinda Harrison… ¿Cómo pude ser tan estúpido? —MacWrigth negó como si no pudiera dar crédito de haber caído en tan burda estratagema—. En cualquier caso, reconozco que fue ocurrente. Sin embargo, lo que me ha hecho replantearme mis opciones, como dijo ayer, ha sido que yo le pregunté si habían avisado a mi abogado y usted me contestó que sí. Imagínese mi sorpresa cuando descubro que no es verdad.
Allyson buscó una contraofensiva que le permitiese recuperar la confianza de aquel hombre, un argumento lo suficientemente sólido como para que él lo considerase incuestionable. Sin embargo, no logró encontrar nada. Concluyó que lo más acertado sería agachar las orejas y admitir que, en efecto, no había sido todo lo sincera que debería.
—Tiene razón —dijo—. No voy a tratar de excusarme ni a exponerle un pretexto absurdo. Las cosas son como son, ¿no es así?
—En efecto.
—Lo que sí me gustaría decirle es que mi oferta sigue en pie. Aunque, si lo desea, puede marcharse, nadie tratará de disuadirle. Eso sí, me ocuparé personalmente de que vuelva a esta misma sala con unos cargos firmes pesando contra usted. Por el contrario, puede colaborar conmigo y salir de la comisaría como un hombre totalmente libre.
—¿Me ha parecido percibir una ligera amenaza en su voz? —preguntó MacWrigth.
—Le he avisado de qué ocurrirá si no coopera.
—Entonces, dígame, ¿cómo puedo fiarme de usted? ¿Cómo sé que, en esta ocasión, no me está mintiendo?
Ahí estaba la sombra de la duda cerniéndose sobre ambos cuerpos, el espectro de la incertidumbre, la silueta de la incredulidad.
—No puede, señor MacWrigth —sentenció ella—. Esto es como apostar en la ruleta: quizá la bola se detenga en el número que ha elegido…, quizá no…
—¿Y pretende que yo participe en un acuerdo así?
—Ya le comenté los términos del mismo. En su mano está aceptarlos o no…
MacWrigth valoró las palabras de Allyson. Sí, en aquel momento, él todavía tenía el poder de decidir, la autoridad para determinar si quería o no formar parte de un pacto de tamañas condiciones. Sin embargo, una vocecita interior le susurraba al oído que, de no aceptarlo, se vería sumido en una continua e imparable investigación policial. Aquella mujer parecía ser totalmente obstinada, muy perseverante, completamente testaruda; no se detendría hasta que pudiera imputarle unos cargos que llevaran su culo de narcotraficante hasta el interior de una gélida y oscura celda.
—De acuerdo —dijo.
Tras la conversación, Allyson abandonó la comisaría como alma que lleva el diablo.
7
Kathleen Rutherford se había levantado tarde, muy tarde, y estaba enfadada, muy enfadada. La ira recorría todas las secciones de su cuerpo del mismo modo que su propia sangre transportaba oxígeno a todas y cada una de sus células. Casi podía respirar el odio que sentía hacia Robert. Y es que no era para menos. Después de haber recibido aquella carta firmada con una churrigueresca R mayúscula y tras haberse repuesto del susto inicial, había considerado que él había llegado demasiado lejos. Amenazarla con quitarle la vida era algo que excedía todos los límites imaginables. Y, sí, ella le había hecho daño en el pasado, pero nada justificaba que él le hubiera remitido una nota intimidatoria con el único fin de devolverle todo el dolor que ella hubiera podido infligirle.
Mientras engullía un parco desayuno, trazó la estrategia a llevar a cabo. Se presentaría en su casa, sin avisarle, empleando el factor sorpresa como medio para desconcertarle. Cogería a los niños y le lanzaría la misiva a la cara. ¿Quería asustarla? Perfecto. Cada cual debía recoger los frutos de sus actos, y él iba hacerlo aquella misma mañana mientras se tragaba su malogrado ego. ¡Vaya si lo haría!
Depositó la taza en el fregadero y corrió a vestirse con lo primero que encontró en el armario. Ni siquiera se había duchado pero dado a quien iba a visitar, tampoco es que le importara demasiado tener o no buen aspecto o desprender o no un agradable olor corporal. Sus poros rezumaban rencor, y eso era lo que él debía percibir. Su Kathleen hacía tiempo que se había marchado, hacía tiempo que le había olvidado, hacía tiempo que ya no le recordaba sino para arrepentirse de haber contraído matrimonio con él. ¿En qué había finalizado todo? En aquello que estaba sintiendo: aborrecimiento, antipatía y profunda animadversión.
Cogió las llaves del coche y salió de la vivienda. Cerró la puerta y se dirigió hacia el ascensor. El panel situado sobre las puertas del mismo le indicó que el elevador más cercano se encontraba cinco pisos por encima del suyo. Oprimió el botón de llamada y aguardó. Los segundos se consumían lentamente, como si, de alguna manera, el tiempo hubiera querido dilatarse por un mero capricho de voluntad.
Una vez en el garaje, se encaminó hacia su vehículo: un todoterreno que había comprado con el dinero que había conseguido en el divorcio. Anteriormente, ya había tenido un 4x4 de características semejantes, pero Robert había decidido venderlo para adquirir un monovolumen familiar. Decía que ese coche pegaba más con su función de madre. ¡Menuda estupidez! Del mismo modo que el hábito no hace al monje, aquel vehículo no la convertía en mejor o peor progenitora. ¡Qué poco echaba de menos aquellas ideas de bombero de su «querido maridito»!
Arrancó y salió del aparcamiento a gran velocidad. En el exterior, dada la hora que era —casi el mediodía—, el tráfico no era excesivo. Se incorporó sin dificultades a la circulación y encendió la radio. Beyoncé cantaba If I were a boy, una melodía que ella había relacionado con William Mathesson y a la cual había conferido la categoría de su canción, la de los dos. Las reminiscencias de lo vivido volaron hasta su cerebro envolviéndola en gestos de cariño, besos impetuosos y furtivos encuentros llenos de pasión. Resultaba agradable exhumar una etapa de su vida en la que, a pesar de las dificultades, había sentido el amor como una fuerza capaz de todo. Sí, por aquel entonces, creía que los sentimientos auténticos podían mover montañas, calmar mares embravecidos e imponerse a cualquier vicisitud que el voluble destino decidiese asignar. A día de hoy, en cambio, su opinión había variado mucho. Las esperanzas vanas eran para los débiles de espíritu, para los frágiles de corazón. Y, no, ella ya no era uno de aquellos.
Aparcó el vehículo en uno de los márgenes de la calle y se apeó del mismo con decisión. Llevaba en su mano la carta, aquella carta maldita que el gilipollas de Robert había decidido enviarle. La apretaba con tanta fuerza que el laxo papel se arrugaba entre sus dedos sin oponer resistencia alguna. Sus pasos, rápidos y firmes bajo la lluvia, la conducían hacia el portal del edificio en el que su antiguo cónyuge vivía con otra mujer. Quizá añoraba la vida en pareja y por eso se había buscado a aquella fulanita que tenía dos hijos de un matrimonio anterior, quizá quería volver a sentirse el padre que era, quizá sólo trataba de buscar un sustitutivo que le hiciese extrañar menos aquello que había tenido y que ya no tenía. En cualquier caso, a Kathleen le resultó patético.
Cruzó la puerta de entrada y se dirigió directamente a las escaleras. Se notaba demasiado alterada, demasiado acalorada, por lo que creyó oportuno quemar algunas de sus energías en aquellos escalones. Su respiración ganaba en intensidad y se hacía más profunda, como si, de algún modo, su organismo tratase de aportarle a sus músculos la dosis necesaria de aire. Sin embargo, a medida que ascendía, más enojada se sentía. Estaba totalmente dispuesta a decirle todo lo que llevaba en su interior, estaba totalmente resuelta a dejarle patente todo el desprecio que albergaba hacia él, estaba totalmente determinada a limpiar de hiel su alma y devolvérsela al causante de la misma. Así, mientras llamaba al timbre y aguardaba a que alguien abriera la puerta, apretó los dientes con un ahínco indómito.
Sophia fue quien apareció en el umbral. Vestía un chándal y una camiseta blanca que dejaba entrever el sostén rojo que llevaba debajo. Además, aderezaba el conjunto con unas pantuflas y un delantal que mostraba a un risueño cocinero satisfecho con el plato que acababa depreparar. Kathleen no pudo evitar pensar que no se podía ser más hortera.
—¿Qué quieres? —le preguntó la pareja de su exmarido.
—¿Está Robert? Necesito hablar urgentemente con él.
Sophia se volvió hacia el interior y elevó la voz para llamar al demandado, el cual apenas sí tardó unos pocos segundos en presentarse en el lugar en el que se le requería. También eso había cambiado. Con ella, Robert había sido el tipo más calmado del planeta. Si se le necesitaba, se tomaba una eternidad para manifestarse. Podría ser que aquella mujer no fuese tan paciente como lo había sido ella en el pasado.
—¡Kathleen! —exclamó sorprendido—. ¿Ocurre algo?
Sophia desapareció para proporcionarles intimidad.
Aquella mueca de no haber roto un plato, aquel gesto de no saber por qué había podido aparecer allí, aquel mohín sandio le hizo perder los estribos.
—¡Esto ocurre! —dijo mientras le lanzaba la carta directamente al rostro.
Robert reaccionó a tiempo y alzó las manos para defenderse de aquel proyectil que le había arrojado. Sin embargo, una de las esquinas del sobre impactó muy cerca de uno de sus ojos.
—¿Qué coño es esto? —inquirió agachándose para recoger la misiva del suelo.
—¿Y tú me lo preguntas? ¡Qué huevos tienes, Robert! ¡Qué huevos!
Él desplegó la solapa y extrajo la nota del interior. A continuación, comenzó a leer. La extrañeza empezó a tomar posesión de todos y cada uno de sus músculos faciales.
—No tengo ni la más remota idea de qué es esto, Kathleen —dijo tendiéndole la carta.
—Ya —acometió ella sin dar crédito a sus palabras—. Mira, puedes meterte tus amenazas por donde te quepan. Eso sí, como vuelva a recibir algo así, iré directa a la policía.
—Yo no te he enviado esto —se defendió él.
—¿Aún lo niegas? ¿Aún tienes la santa cara de negármelo? ¡R!, ¿lo ves? —gritó mientras señalaba en la nota la rúbrica que se encontraba al final del escrito—. ¡R, de Robert!
Él dio un paso atrás. Jamás había visto a su exmujer así, en aquel estado de nerviosismo e ira. El elevado tono empleado por la misma provocó que uno de los hijos que tenían en común brotase de la nada para presentarse allí.
—¿Qué pasa? —preguntó el pequeño David—. ¡Mamá! —exclamó corriendo hacia los brazos de su madre.
—Vuelve dentro —ordenó su padre interponiéndose en su camino.
—¡Nada de eso! —Kathleen ya no pudo contenerse más y apartó a Robert para hacerse con la criatura. Unos efluvios que emanaban desde la cocina llegaron hasta su nariz. ¿Cuánto hacía que ella no preparaba una comida casera en condiciones? La imposibilidad de responder a aquella cuestión interior le hizo sentirse culpable. Quizá, después de todo, sus hijos no estuvieran tan mal allí; por lo menos podían gozar de un almuerzo en toda regla y no contentarse con unos cuantos nuggets congelados. Sin embargo, en aquella ocasión, no iba a permitirlo. Estaba demasiado enfadada—. ¡Me los llevo!, ¿me oyes? ¡Me llevo a los niños!
Sarah no tardó en hacer su aparición al oír las voces de sus progenitores.
—No puedes hacer eso, Kathleen. Este fin de semana les toca estar conmigo. Así lo dictamina la orden del juez.
—¡Me importa una mierda la sentencia! ¡Me importa una mierda el régimen de visitas! ¡¡¡Me importas una mierda tú!!!
La cólera por la que estaba dominada hizo que de su boca brotasen unas gotas de saliva que impactaron en el semblante de su exesposo.
—Kathleen, no hagas esto; no compliques todo aún más.
Ella le devolvió una mirada tan fría que él temió incluso que pudiera agredirle en aquel momento.
—Soy su madre y haré lo que tenga que hacer. Y en cuanto a ti, como vuelvas a enviarme una carta como esta —y blandió el sobre frente a sus ojos—, no seré yo quien se persone en tu casa; será la policía con una orden de alejamiento. ¿Entendido?
—Yo no te he mandado eso —le dijo él mientras la veía alejarse con sus hijos por el corredor que conducía hacia los ascensores—. ¡Yo no te he mandado eso!
Pero Kathleen ya no se molestó en replicar. Se limitó a seguir avanzando, a continuar con su vida, a ponerle un punto y final a aquel episodio irracional. Tenía lo que quería, a sus pequeños, y no consentiría que ningún descerebrado pusiese en peligro su integridad. Y menos que nadie, él, Robert, con sus dementes deseos de venganza. Por lo que a ella respectaba, podía ahogarse en su absurda malevolencia.
8
Kate había vuelto a dormirse pero su sueño había estado infestado de imágenes cruentas, imágenes en las que la sangre se derramaba por doquier, imágenes en las que sufría de un modo inimaginable. Su subconsciente le había regalado una pesadilla en toda regla, una fantasía en la que sus temores más profundos se hacían realidad. En ella, se vio corriendo hacia la puerta, cuando Aaron regresó de su reunión, dispuesta a saludarle, a cubrirle de besos y a demostrarle de la manera más carnal posible cómo la pasión que sentía por él la invadía por completo. Sin embargo, este no la recibió con los brazos abiertos sino que levantó un arma y la apuntó con ella. Se percibió asustada, sobrecogida, aterrada por aquella extraña reacción. Comenzó a retroceder hasta que su espalda dio con la pared del pasillo. Sin salida, atrapada como una alimaña en una trampa mortal. El corazón se le disparó y las pulsaciones semejaban cercanas a las de un infarto letal. Sí, sentía la palpitación de su propio plasma en la carótida, inflando y desinflando una de sus arterias principales. El terror la había asediado sin piedad.
La figura onírica de Aaron se fue acercando más y más. Seguía sosteniendo en alto aquella pistola, de un modo amenazador. Kate sintió que la vida se le escapaba por la boca sin ser capaz, siquiera, de exhalar un suspiro. Casi podía percibir el olor de la pólvora contenida en cada una de las balas.
La efigie de su pareja le sonrió y, al hacerlo, un líquido macilento se le escapó de entre los labios. La arcada que le sobrevino fue tan real que, por un instante, dudó de si aquello era un sueño o no. Aaron apoyó el cañón del arma en su vientre y, al dirigir la vista hacia allí, vio con asombro que estaba embarazada. Una redondez extraña abombaba su estómago, una prominencia que evidenciaba que un futuro ser se gestaba en su interior. Las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas y notó que estas le quemaban la piel a su paso. Era como si sus ojos hubieran vertido ácido clorhídrico sobre su dermis.
Entonces, aquel ente que se parecía a Aaron pero que no era él, se inclinó hacia ella y la besó. Notó cómo aquella sustancia viscosa le humedecía la lengua y dejaba en su boca un sabor repugnante. Trató de sobreponerse a aquello, convencida de que así salvaría su vida y la del hijo que llevaba dentro. Entonces, un dolor agudo y penetrante le hizo abrir los ojos exorbitantemente, un dolor que provenía de su abdomen, un dolor tan profundo que semejaba que le hubiesen perforado la matriz. Se cubrió la herida con las manos y descubrió que la pistola humeaba. Aaron le había disparado. Horrorizada, intentó comprobar que su futuro vástago estaba bien, pero ya no sentía aquel flujo de vida que percibía momentos antes. Sí, su primogénito había muerto antes de nacer, asesinado por su propio padre, sacrificado por aquel que había plantado su semillita en mamá.
Se desplomó como un títere inerte, como un muñeco de trapo, sin fuerzas. La sangre le manchaba las manos y se le escapaba entre los dedos salpicando el parqué. Había leído en alguna parte que morir a causa de un disparo en el estómago era un sufrimiento que podía prolongarse durante mucho tiempo además de…
Entonces, llegó ese «además».
Un dolor tan intenso como no recordaba la abordó haciéndole esbozar una mueca desgarradora y provocando que se doblara sobre sí misma. Seguramente, la bala habría trepanado la cavidad estomacal y los ácidos gástricos se estarían liberando y empapando otros órganos. Casi no podía pensar; sólo sentía un suplicio intensísimo. La figura de Jesús de Nazaret crucificado en el monte Calvario se le apareció ante los ojos. Como él estaba padeciendo el martirio de morir. «Perdónale(s), Padre, porque no sabe(n) lo que hace(n)».
Poco a poco, se fue notando más y más débil y, de repente, dejó de sentir dolor. Un sueño reparador quiso vencerla, un descanso eterno en los brazos del Altísimo. Se dejó llevar. Una luz cegadora le deslumbró y una escalera celestial se dispuso ante ella. Recorrió los escalones hasta la cima y desde allí vislumbró la magnificencia de Dios. Nada había por encima de Él, nada…
* * *
Se despertó sobresaltada, presa de un pánico que no había sentido los días posteriores a recibir la carta. Algo no marchaba bien; algo estaba tomando un rumbo caótico. Lo percibía, podía intuirlo.
Se levantó del sofá y cerró la persiana del salón. A Anne Johnson le habían disparado desde el edificio de enfrente y ella no permitiría que le ocurriera lo mismo; no si podía evitarlo.
De este modo, la oscuridad la envolvió con su velo tenebroso. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Seguidamente, encendió la luz.
De pronto, saber que estaba sola le hizo experimentar el miedo de una forma completamente distinta a como lo había advertido hasta ahora. Su vida era lo que estaba en juego, su existencia, su propio espíritu. Nadie más que ella debía decidir cuándo expiraría su último aliento y, sin embargo, aquella era una resolución que ya estaba tomada. Sí, «R» así lo había determinado.
Permanecería allí, a la espera de Aaron, enclaustrada tras las paredes de su propia seguridad, confinada tras el baluarte de su desesperanza.
9
Cuando el forense y los técnicos de laboratorio llegaron al vertedero municipal, la imagen de Kenneth Brown era la de un hombre que hubiera sufrido en carnes propias las inclemencias de un ciclón en toda regla. Estaba literalmente empapado. La tela del chubasquero, incapaz de contener más agua, había comenzado a filtrar la humedad hacia las prendas interiores. En consecuencia, comenzó a sentir el traje que llevaba frío y mojado.
Parecía increíble que la climatología hubiera cambiado tanto en tan poco tiempo. Apenas unos días atrás, la ciudad de Nueva York gozaba de un sol espléndido y unas temperaturas más que agradables. Sin embargo, desde la noche anterior, las nubes se habían conjurado para descargar un aguacero sin precedentes. Estaban en mayo, con la primavera más que asentada y ofreciendo el preámbulo de un verano que se antojaba seco y caluroso. Ahora, ni los mismos meteorólogos se atrevían a ofrecer un pronóstico de lo que podría ocurrir.
Thomas Hunt se acercó al lugar en el que se apostaba. Se cubría con un paraguas negro que casaba a la perfección con las lúgubres actividades profesionales que llevaba a cabo. La muerte y los tonos sombríos siempre habían sido primos hermanos. Avanzó con dificultad hasta ubicarse a su lado.
—¡Qué maravilla de mañana! —exclamó con ironía el especialista.
—Sí —confirmó Brown siguiéndole la broma—. De hecho estaba pensando en traerme una silla de playa para disfrutar de este sol de justicia.
El forense rio ávidamente y dedicó unos minutos a pasear la vista por la lontananza. El río Hackensack, que bordeaba uno de los laterales de la extensión en la que había sido dispuesto el vertedero, mostraba un aspecto amenazador.
—Bueno, ¿qué tenemos? —preguntó el forense.
—Esto —dijo el inspector de homicidios mientras señalaba con su pie la cabeza cercenada que tenían ante sí.
Thomas Hunt se acuclilló y comenzó a inspeccionar el cráneo.
—La lluvia habrá destruido gran parte de las pruebas que pudiera contener, sin embargo, haré todo lo que pueda…
—¿Te has fijado en que le han rasurado el cuero cabelludo?
—¡Cómo para no hacerlo! Resulta evidente… —El perito hizo girar la cabeza en sus manos—. ¿Estás pensando en El barbero?
—Últimamente, es lo único que ocupa mi mente.
—Deberías tratar de tomártelo todo con calma. No por obsesionarte más con el asesino lo atraparás antes.
En aquello tenía razón. Siempre había sostenido que, si uno perseveraba en su obstinación, conseguiría con mayor prontitud los resultados. Obviamente, eso tenía una contrapartida importante, y es que, durante ese período de insistencia, se sufría de una manera asombrosa. Y así le ocurría también a Kenneth Brown quien, desde el hallazgo del primer cuerpo, apenas había conseguido dormir, apenas comía y apenas se acordaba, incluso, de ir al baño.
—Los mismos cortes que en las otras víctimas —indicó Hunt—. Cortes hechos con una navaja de afeitar. He estado investigando un poco y, por la forma, el tamaño y el ángulo de las incisiones, podría afirmarse que se trata de una navaja de la marca Böker.
El inspector pareció impresionado. Seguidamente, se restregó la mano derecha por la cara intentando —inútilmente— secársela un poco.
—Me llevaré esto al depósito —dijo el forense—. ¿Se han recuperado algunos pedazos más?
—Por el momento, no. Tengo a los empleados del vertedero trabajando a destajo pero, con la cantidad de basura que procesan diariamente, es complicado saber adónde ha podido ir a parar el resto del cuerpo.
Thomas Hunt abrió una caja de plexiglás en la que introdujo el cráneo. A continuación, metió la caja en una funda diseñada a la medida de la misma.
—Será complicado determinar si fue el talio lo que le provocó la muerte a este tipo —dijo el especialista—. Únicamente si, al analizar la poca sangre que pueda quedar en la cabeza, los niveles son exorbitantemente elevados. Si pudiera examinar, al menos, el tórax, podría emitir un juicio más acertado.
—No te puedo prometer nada. El cadáver pasó por la trituradora junto con el resto de desperdicios. Cuando alguien reparó en la cabeza seccionada ya era demasiado tarde…
—Está bien.
El forense, acompañado del inspector de homicidios, comenzó a descender del montículo de inmundicia sobre el que se encontraban. El hedor en aquel lugar era totalmente repugnante; para que luego hablasen de los cuerpos en descomposición… Al menos, en sus casos, la putrefacción se originaba por causas naturales, debido a la fermentación anaerobia de los microorganismos del aparato digestivo.
Los CSI se encontraban revolviendo toneladas de residuos en busca de los demás miembros. Aquella batida, no obstante, tardaría varios días en completarse. A pesar de que los encargados del vertedero acumulaban en zonas preestablecidas la basura recibida, la superficie a cubrir era enorme y nadie sabía qué cantidad de excrementos tendrían que remover para dar con las secciones que faltaban del cuerpo del fallecido.
Kenneth Brown, por su parte, se sintió mucho mejor cuando pudo abandonar las instalaciones de aquel estercolero. La peste a podredumbre se le había quedado impregnada en las fosas nasales, por lo que determinó que irse a casa, darse una buena ducha, cambiarse de ropa y perfumarse abundantemente era una idea excelente. Necesitaba quitarse de encima aquella hediondez, y una buena sesión de higiene personal constituiría una magnífica terapia para hacerlo. De este modo, se subió a su coche, abrió las ventanillas y condujo bajo la lluvia sin prestar demasiada atención a la carretera. Sólo deseaba sentirse limpio otra vez.
10
Rebecca insistió en ir a comer fuera, proposición a la que Mathesson se opuso en un primer momento. Realmente no le apetecía hacer nada. Sólo quería quedarse en casa disfrutando de un buen libro mientras veía la lluvia caer a través de la ventana del salón. Así esperaba recuperarla calma que había perdido en los últimos días debido a los fatídicos acontecimientos acaecidos.
Y es que no era para menos. La muerte le había rozado de cerca, muy de cerca; tanto que se había llevado hacia los rincones más indómitos del inframundo la vida de dos de sus compañeros de trabajo. Y aunque no fuese precisamente simpatía lo que les profesaba, eso no le eximía de sentirse un tanto asustado. De este modo, el plan de permanecer encerrado tras los muros de su propia vivienda se le antojaba perfecto, mucho mejor que cualquier otro que nadie —incluida Rebecca— pudiese ofrecerle.
Sin embargo, en una escala del 1 al 100 en testarudez, la puntuación de Rebecca sería de 500 aproximadamente. Era terca y obstinada, y cuando algo se le metía entre ceja y ceja, poco o nada se podía hacer para disuadirla. Por eso mismo, William había tenido que ceder y, a regañadientes, había comenzado a prepararse para salir.
Eso sí, pactaron no ir a un sitio demasiado concurrido. A Mathesson siempre le habían agobiado las grandes aglomeraciones de gente y, en aquellas lindes en las que se encontraba su alma, las muchedumbres no contribuirían sino a acrecentar su estado de ansiedad. Necesitaba tranquilidad, el calor de un recinto acogedor, la familiaridad que sólo lo manido y lo conocido podían ofrecerle. Así, el Co. Restaurant se erigió como la mejor alternativa posible.
Tomaron un taxi hasta el 230 de la Novena Avenida. Apenas había tráfico y el trayecto fue mucho más corto de lo esperado. Las precipitaciones que habían comenzado a descargar su aguacero sobre la ciudad habían ahuyentado a las masas, las habían confinado en sus casas y habían convertido ese día en una jornada íntima y hogareña. No así para ellos dos. Rebecca estaba convencida de que aquella ruptura de los hábitos del fin de semana le vendría bien a su pareja; que supondría una distracción necesaria que proporcionaría, al menos, unas cuantas horas en las que el cerebro de William no estaría divagando acerca de los asesinatos de Anne Johnson y Bruce Adams; que ayudaría a interiorizar y asumir lo ocurrido. Por eso había sido tan pertinaz, tan plomiza incluso; porque veía que el ser a quien ella más quería se hundía en los lodos de la preocupación como si de arenas movedizas se tratase.
El establecimiento en cuestión era un local no demasiado grande cuya oferta gastronómica ofrecía multitud de posibilidades. Desde pizzas a platos muy elaborados, uno podía escoger prácticamente lo que quisiese. El sabor de los mismos, además, era excelente, y el precio, más que asequible. Quizá, por todo ello, ese mismo año habían recibido un Certificado de Excelencia más que merecido. Jim Lahey, el dueño del restaurante, esbozó una enorme sonrisa al verlos.
—¿Cómo está mi pareja favorita? —preguntó el propietario a modo de saludo.
—Muy bien, Jim —contestó Rebecca.
—¿Mesa para dos?
—Sí, por favor.
El empresario hizo una seña a uno de los camareros y este los condujo hacia una mesa situada frente a un ventanal que se abría a la calle. A continuación, entregó a cada uno de los comensales una carta.
—¿Les traigo algo de beber?
—Coca-Cola Ligth —pidió Mathesson.
—Lo mismo para mí.
El empleado se retiró para atender la demanda y, de paso, proporcionarles algo de tiempo para elegir la comida.
—Creo que esto te vendrá bien —manifestó Rebecca asomándose tras el menú.
—¿El qué?
—Airearte un poco, romper la rutina.
—Sabes que, para mí, la rutina es sinónimo de estabilidad.
—Sí, pero con todo lo que ha pasado estos días, me parecía oportuno hacer algo distinto.
—Y aquí estamos —dijo él de una manera que no sonó todo lo bien que debería.
Ella cabeceó afirmativamente en silencio. Después, alargó una mano y acarició la de William, que descansaba sobre la superficie de la mesa.
—Estoy preocupada por ti —indicó Rebecca.
—No tienes por qué. Me encuentro perfectamente.
—Sí…, perfectamente intranquilo —puntualizó ella.
Mathesson dejó la carta y la miró con los ojos muy abiertos.
—No voy a mentirte ni a decirte que todo esto no me esté afectando. Es evidente que no es así.
—Ya.
—Pero creo que entra dentro de la normalidad que me sienta ansioso y preocupado. Si a las llamadas de Kathleen…
¿Llamadas? ¿En plural?, pensó Rebecca.
—… le sumamos los homicidios de Anne y Bruce, el resultado es este —e hizo un movimiento de arriba abajo con las manos como señalándose a sí mismo—. Los agentes que están llevando el caso no son demasiado amables. Es más, cada vez que te interrogan parece que te acusan de ser el asesino.
—William, ellos sólo hacen su trabajo.
—Lo sé, lo sé, y puede que yo esté más susceptible de lo normal. —Suspiró—. Tengo ganas de que todo esto termine…
—Verás como pronto darán con el psicópata…
Mathesson asintió, aunque no porque creyera en realidad lo que le decía Rebecca, sino porque poco podía hacer él para acelerar dicho proceso.
Ella, en cambio, fue consciente de que había algo más.
—Cuéntamelo todo, anda. Prefiero saber las cosas que devanarme los sesos con la incertidumbre.
Él miró a través del ventanal. En aquel instante pasaba un autobús en cuyo lateral podía verse un cartel publicitario de cerveza Heineken. El tono fluorescente y verdoso del mismo captaba la atención incluso de los más distraídos.
—Lo que no se me quita de la cabeza es ese asunto de las cartas —dijo él finalmente—. ¿Quién puede ser tan frío y calculador como para remitir una misiva en la que se indique con exactitud el día en que va a morir una persona; en concreto, la persona que la recibe?
—Seguramente estamos hablando de un sujeto enfermo, quizá afectado por alguna psicopatología grave —manifestó Rebecca.
William apretó los labios antes de responder.
—Loco o no, me parece de una crueldad sublime.
—No tiene por qué tratarse de un demente. Según mis escasos conocimientos, la mente puede desarrollar dolencias que convierten a una persona normal en una máquina de matar.
—Eso no me consuela.
—¡Claro que no! Pero si tratamos de buscarle una explicación a algo que no la tiene, tendremos que aceptar ciertos preceptos aunque nos parezcan totalmente irracionales.
El camarero había vuelto, hecho que provocó que ambos interrumpieran su diatriba acerca de la psique humana.
—¿Saben ya que van a comer? —les preguntó.
En realidad no lo habían decidido, pero rápidamente eligieron algunos platos del menú. Ir con cierta asiduidad a aquel lugar les proporcionaba la capacidad de resolver prontamente cuál sería su pitanza.
—Muy bien. En unos minutos estará todo listo.
Les recogió las cartas y volvió a alejarse por el mismo camino por el que había venido.
—La psicopatía es un trastorno antisocial de la personalidad —expuso él—. No existen, a pesar de la creencia popular y de la mitificación de la enfermedad que se ha hecho en películas y libros, unos comportamientos únicos y definidos que permitan decir si una persona es psicópata o no. Algunas características generales son una marcada conducta antisocial, una escasa empatía con el resto de sus semejantes, un bajo nivel de remordimientos y un carácter desinhibido. Si atendemos a esto, cabría decir que cualquier ser humano puede presentar rasgos psicopáticos.
—¿Y eso es lo que te preocupa? ¿Que cualquiera haya podido remitir esas cartas y haber llevado a cabo los asesinatos?
Rebecca había dado en el clavo; eso precisamente era lo que le aterrorizaba: el hecho de que nadie estuviera exento de poder cometer actos así.
—En efecto —corroboró él.
Ella le sonrió con ternura. Sí, quizá hacía poco que salían juntos pero, en ese tiempo, ella había sabido calarlo desde el primer momento. De nada le servían ya su armadura de ironía, su escudo de vanidad y su lanza de sarcasmo. Con ella, no. Rebecca estaba en un nivel superior en cuanto a conocerlo personalmente.
—Sólo te pido que te relajes, que disfrutes de la comida, que pasemos una tarde estupenda. Después podemos volver a casa y dejarnos caer en el sofá. Si quieres, puedes sumergirte en la lectura de esa novela que tienes sobre la mesilla de noche; si no, podemos ver alguna serie de esas que te gustan. Cálmate un poco, William… Por favor…
Mathesson respiró profundamente y convino que aquello sería lo más adecuado. Decidió olvidarlo todo por un instante y concentrarse en la maravillosa mujer que tenía ante sí. Desde luego, ella era lo diametralmente opuesto a Kathleen; y eso le encantaba. Todavía no entendía como aquella había pretendido volver a tener algo con él. Con lo que ambos habían vivido ya había tenido más que suficiente; no había necesidad de recrearse más en el dolor. Cada uno debía continuar su andanza por el mundo, por carreteras separadas, por senderos que jamás volverían a cruzarse. Habían compartido un segundo en el transcurso de sus vidas pero, como lo que era, ese segundo se había esfumado en el imparable devenir del tiempo. Rebecca, eso era lo único que debía importarle.
Sin que ella lo esperara, se levantó de la silla que ocupaba y la besó.
11
Agazapado, como un tigre acechando a su presa, el asesino aguardaba. Sabía quién sería su próxima víctima, sin embargo, necesitaba un medio para acceder a ella. Su plan de venganza marchaba viento en popa, no obstante, debería seguir siendo cuidadoso y prestar especial atención a los pequeños detalles si no quería dejar pistas que la policía pudiese utilizar para capturarle. Por ello empleaba balas de punta hueca, por ello recogía los casquillos de cada disparo que realizaba, por ello se mantenía en la sombra. Cierto era que cada vez le costaba más concebir y ejecutar los homicidios; pero aquello formaba parte del juego, ¿no? Era el prófugo, el criminal, la oveja negra descarriada que era necesario sacar del redil para sepultarla tras los barrotes de una fría celda. Aquello no ocurriría; estaba al tanto de todo lo que tenía que hacer para que esa circunstancia no se diera.
La terraza de la cafetería en la que estaba apostado le ofrecía una buena perspectiva de la calle, más que suficiente para vislumbrar a su objetivo secundario. Sí, en ocasiones se producían daños colaterales, y aquella sería una de ellas. Había planificado todo con una prudencia extrema y le había resultado imposible dilucidar una opción en la que aquella futura muerte no fuese estrictamente necesaria. Y era innegable que esa persona no lo merecía pero, como decía su madre, «la vida es injusta».
Su recurso de acceso surgió de la boca de metro. Vestía un traje barato y se guarecía de la lluvia mediante un paraguas. En la cara, lucía una media sonrisa bobalicona, fruto de que alguno de sus insignificantes negocios estaba a punto de llegar a buen puerto. El asesino se preparó para actuar. Depósito sobre la mesa una cantidad más que suficiente para cubrir el coste del café que se había tomado y se puso en pie. El pulso no le temblaba lo más mínimo.
El hombre del traje cruzó la calle y pasó a situarse delante de él. Sus zapatos emitían un sonido ahogado cada vez que el tacón de los mismos impactaba sobre la acera. Caminaba rápido, como si estuviera deseando llegar a casa. El asesino se apresuró a colocarse en su retaguardia, haciendo caso omiso del aguacero que caía. Notaba la adrenalina recorriendo su cuerpo, preparándole para la contienda, disponiéndolo para matar.
La distancia entre perseguido y perseguidor se redujo notoriamente, tanto que si el que iba a la zaga alargaba un brazo podría tocar al que ocupaba la cabeza. Comprobó que tenía la pistola a mano y se dispuso a cogerla. Casi estaban ya en la entrada del edificio; era el momento de proceder.
Con una rapidez extrema, extrajo el arma y apoyó el cañón en la espalda del hombre de traje.
—Haz todo lo que te diga si no quieres que desparrame tus sesos por la acera —le dijo.
El hombre del traje se quedó estupefacto, notando cómo aquel tipo apretaba su pistola contra él. El pánico le paralizó un instante pero quien le estaba amenazando le obligó a avanzar.
—¿Qué quiere? —preguntó—. ¿Dinero? Le daré todo lo que tengo.
El asesino no contestó. Se limitó a darle otro empujón y a forzarle a entrar en el portal.
—Diga. ¿Qué quiere? —volvió a inquirir.
—Pronto lo sabrás —le dijo—. Ahora, ¡camina!
Cruzaron el vestíbulo y se dirigieron a los ascensores. El hombre del traje todavía llevaba el paraguas abierto. El asesino se lo arrebató de las manos y lo tiró a un lado.
—¿Adónde vamos?
—A tu casa.
—¿A mi casa? —Aquella interpelación sonó desesperada, como si hubiera algo en su vivienda que quisiera proteger por encima de cualquier cosa—. No, por favor.
¿Había empezado a llorar? El homicida no pudo sentir más que asco.
—Podemos hacer esto por las buenas o por las malas. Tú eliges —efectuó una pausa en la que saboreó el placer que le proporcionaba suscitar miedo—. Por las buenas, vamos a tu piso y charlamos tranquilamente. Por las malas, te pego un tiro aquí mismo, me follo a tu querida Kate y ya veremos qué pasa después… Dime, ¿qué prefieres?
El hombre del traje no fue capaz de articular palabra; el pavor se lo impedía. Accedieron al ascensor.
—Al quinto, por favor —solicitó educadamente el asesino.
El hombre trajeado pulsó el botón correspondiente y evaluó la situación. No tenía nada con qué defenderse, tan solo sus manos, y en lo que a fuerza física se refería no era que estuviera muy sobrado precisamente. Aunque quizá podría intentarlo… Un ataque inesperado podría provocar desconcierto en su contrincante… Sus músculos se tensaron.
Entonces, el criminal le descargó un poderoso golpe en la cabeza con la culata de la pistola. El dolor fue inmediato y la sangre comenzó a correrle entre los cabellos tiñéndole de rojo el cráneo y el cuello. En eso mismo había pensado él, en lo imprevisible. Desde luego, poco podría hacer contra aquel tipo.
El ascensor abrió sus puertas y les dio paso a un corredor aséptico. Si el hombre del traje iba a intentar algo, aquella era su última oportunidad. Volvió a percibir el cañón del arma constriñendo sus vértebras. Seguidamente, el aliento del asesino acarició su oído.
—Camina.
Le condujo hacia la entrada de su vivienda, de su hogar, de la morada que él y Kate habían decidido comprar aun a sabiendas de que era demasiado pequeña para ellos dos. No obstante, no podían permitirse nada mejor, así que bienvenido era el sentirse apretujados. Y, ahora, alguien iba a profanar su refugio, alguien iba a corromper su zona de confort. Cogió las llaves e introdujo la oportuna en la cerradura. Después la giró.
Cuando el asesino franqueó la puerta, vio cielo abierto para actuar.
12
Kenneth Brown acababa de llegar a la comisaría —después de haber pasado por su casa para darse una más que abundante ducha y cambiarse de traje— y no daba crédito a lo que veían sus ojos. Más concretamente, a lo que no veían.
Se encontraba en el cuartito anexo a la sala de interrogatorios, y en esta no había ni el más mínimo rastro de Charlton MacWrigth ni de su abogado defensor, individuo con el que, rompiendo por completo con el protocolo, se había puesto en contacto aquella misma mañana y no durante la tarde del día de ayer. ¿Era posible que a aquel jurista le hubiese llevado tan solo unas horas sacar a su cliente de allí? Por el tono que había percibido en su voz cuando habían hablado por teléfono, había deducido que se trataba de un hombre implacable, un perfecto profesional del Derecho y excelente conocedor de las leyes por las que se regían los Estados Unidos de América. Así que, en consecuencia, era posible que eso hubiera sido lo que había ocurrido.
Salió al pasillo y se dirigió a la estancia en la que su equipo de agentes llevaba a cabo las investigaciones de los casos que estaban en curso. El barbero, en aquel momento, era la única prioridad. Encontró a Mike inclinado sobre la pantalla de su ordenador, leyendo los informes forenses de las víctimas del asesino de indigentes.
Brown ni siquiera se molestó en saludar a su subordinado.
—¿Dónde está MacWrigth? —preguntó autoritariamente.
Petersen levantó la vista y dirigió su mirada hacia la persona que le estaba hablando.
—Allyson lo soltó hace apenas una hora.
—¿Cómo dices? —Si la rabia podía ser visible, esta estaba perfectamente dibujada en el rostro iracundo del inspector de homicidios.
—Sí. Me comentó que había llegado a un acuerdo con él: su libertad a cambio de la identidad de nuestro asesino.
—¿Sabemos quién es, entonces?
—Sólo lo sabe ella —indicó el agente.
Kenneth Brown se paseó por la habitación. Tenía las manos metidas en los bolsillos pero, a través de la tela, era perfectamente visible que sus puños estaban firmemente cerrados. Quizá, así, conseguía calmar sus nervios, apagando su propia frustración con una enorme descarga de energía contenida.
—¿Y Allyson dónde está? —Su voz sonaba más grave de lo normal, casi como si se tratase de una voz de ultratumba. Parecía la fonética de alguien que estuviese al borde de un ataque de nervios.
—Se marchó. Dijo que necesitaba poner en claro unos asuntos antes de proceder con el arresto.
—¿Poner en claro unos asuntos? —La indignación de Brown crecía por momentos.
—Sí. Comentó algo acerca de que pediría refuerzos cuando se dispusiese a realizar la detención; por lo que pudiera pasar…
El inspector expulsó el aire de sus pulmones con un soplido, como si aquello formara parte de un ejercicio de relajación indicado por algún terapeuta. Después miró el enorme panel sobre el que se habían colocado las fotografías de los fallecidos, las pistas de que disponían y las conjeturas a las que habían llegado mientras analizaban el caso punto por punto.
—No me gusta su forma de actuar —comentó Brown—. Es demasiado indisciplinada —dijo refiriéndose a Allyson.
—Opino lo mismo… Está tan cambiada de un tiempo a esta parte…
—¿Sabes si le ha ocurrido algo?
—No. Últimamente no habla demasiado conmigo.
—¿Pero…?
—Sí, éramos amigos —puntualizó Petersen.
—Y, ¿qué pasó?
—Que yo sepa, nada. Simplemente, comenzó a alejarse y a poner distancia entre nosotros.
Kenneth Brown hizo una mueca de desconcierto con los labios, un mohín que expresaba un ni puta idea, tío. Mike volvió a centrarse en los informes que tenía abiertos en la pantalla de su ordenador.
—¿Algún dato nuevo? —preguntó el inspector.
—No. He repasado esta mierda un millón de veces y no hay nada que me haga avanzar en ninguna dirección.
—Quizá deberíamos esperar a que Allyson contacte con nosotros.
Petersen le lanzó una mirada molesta.
—Sí, quizá…
13
En cuanto oyó el sonido de la puerta al abrirse, Kate Wilson corrió rauda al encuentro de Aaron. Deseaba verlo, abrazarlo y, sobre todo, dejar de sentirse sola. La soledad le había hecho saber que era vulnerable, débil, extremadamente frágil. Sin embargo, cuando vio aparecer aquella figura masculina tras él, cayó presa de un inmovilismo total. De repente, todo lo que había leído en la carta cobró la apariencia de una verdad incontestable, de un postulado tan axiomático del que nadie podría rehusar jamás. Efectivamente, la muerte había acudido puntual a su cita; es más, estaba allí mismo, dispuesta a despedazar su vida poco a poco.
Las conjeturas que había barajado en cuanto a la identidad del autor o autora de la misiva, se desmoronaron por su propio peso. Aquel individuo, obviamente, no era Kathleen Rutherford. Entonces, ¿quién había escrito aquella nota? Su cerebro comenzó a rememorar todas sus malas acciones, buscando entre sus recuerdos a alguien a quien ella hubiera podido haber herido de un modo sin igual.
El hombre, que lucía una barba perfectamente delineada, empujó a Aaron hacia ella y, seguidamente, cerró la puerta. En una de sus manos portaba una pistola y dejó patente que estaría dispuesto a usarla apuntando hacia ellos. A continuación, se rascó profusamente la cara, como si aquel vello facial le picase molestamente.
—Kate, querida, me alegro de verte —le dijo esbozando una sonrisa—. Imagino que habrás pensado mucho en mí; al menos, eso es lo que deberías haber hecho. —Su tono adquirió un matiz sombrío, un matiz que evidenciaba el profundo desprecio que le profesaba.
Kate, en un primer momento, no pudo reaccionar. Su mente trabajaba a una velocidad vertiginosa, valorando miles de hipótesis y opciones. Decidió, sin embargo, echarle valor al asunto. ¿Acaso podía empeorar la situación más?
—Sí —confirmó ella—, he pensado en ti. —Aaron le lanzó una mirada desconcertada, una mirada propia de alguien que no tenía ni la más remota idea de qué estaban hablando—. Pero no pienso arrepentirme de lo que te hice.
El hombre volvió a frotarse la barba, esta vez con más ahínco.
—Quizá necesites algo de ayuda…, un pequeño estímulo…
Sus ojos se cruzaron fugazmente, como si estuvieran midiendo sus respectivas fuerzas.
—Quizá —convino ella.
Entonces, sin tiempo para oponerse, el asesino disparó a Aaron. La bala perforó su rodilla y este cayó al suelo incapaz de sostenerse en pie. El alarido que salió de su boca fue tan desgarrador que a Kate se le sobrecogió el alma. Sin embargo, ella no se movió lo más mínimo.
—He ahí tu pequeño incentivo —dijo el asesino elevando el mentón en dirección a Aaron.
Kate notó cómo unas lágrimas descendían por sus mejillas. Estaba que ardía de rabia. Sólo quería abalanzarse sobre aquel hombre y descuartizarlo con sus propias manos, lentamente, recreándose en el dolor que le causaría. Pero nada de eso sería posible; estaba en desventaja. Aquel tenía un arma y ella…; ella, sólo la voluntad de hacer daño.
—¿Piensas arrepentirte ahora? —preguntó el hombre.
Aaron se retorcía en el suelo y se agarraba su articulación rotuliana con ambas manos. Bajo su pierna se había formado un charco de sangre de dimensiones monstruosas.
—¿Arrepentirte de qué, Kate? —le preguntó él.
Ella lo contempló con lástima, con compasión. Sí, le había ocultado lo de la carta y, aunque la había dejado en el salón, sobre la mesa de centro, él había sido sumamente respetuoso y nada entrometido, y no había curioseado la nota que se escondía en su interior. Quizá debería haberle contado todo; quizá, si así lo hubiera hecho, él no estaría ahora en aquella circunstancia, con la rodilla desgajada y la vida pendiendo de un hilo.
—No me digas que él no sabía nada —dijo el asesino con asombro.
No, él no sabía nada. ¿Y qué? ¿Acaso hubiera cambiado algo? Probablemente sí.
—¿Recuerdas la carta que recibí el miércoles?
—Sí —afirmó él—. Creí que era una invitación para algún evento.
El hombre de la pistola rio ávidamente.
—Sí, Aaron; era una invitación para un funeral —le dijo aquel tipo que volvía arañarse la barba—. Para su funeral.
Ella cabeceó, como dando por buena aquella explicación. Notaba toda la culpabilidad aguijonando su conciencia.
—Se acaba el tiempo, Kate, y me debes una respuesta —señaló el asesino—. Una respuesta que puede mantenerte con vida o… —e hizo un gesto con el dedo índice simulando cercenarse el cuello.
Pero Kate no sabía qué debía contestar, no sabía qué demonios le había hecho a aquel hombre como para que se hubiera visto obligado a tomar medidas tan crueles, no sabía cuál de sus actos había sido el desencadenante de tamaña reacción.
En su mente, entonces, sólo se alzó una opción: luchar. Preparó su espíritu y cargó sus músculos con toda la energía que fue capaz de acumular. La distancia que la separaba del hombre constituía todo un hándicap, sin embargo, no existía otra alternativa. Recorrería el espacio lo más rápido posible y dejaría que fuera su subconsciente quien decidiese sus futuras acciones. La esperanza, a la sazón, le pareció una virtud demasiado irreal, demasiado vana, demasiado insustancial. No obstante, debía encomendarse a ella.
Sin darse tiempo para pensarlo más, se arrojó contra aquel. Sus piernas surcaron el pasillo con una celeridad impropia, como si sus extremidades inferiores hubieran sido poseídas por un vigor irracional. La sorpresa y el estupor se reflejaron en el rostro del asesino quien, atónito por el reflejo de Kate, no pudo acertar en el blanco cuando oprimió el gatillo. El proyectil se estrelló contra el parqué, dejando un orificio imperfecto de forma circular.
Kate, por su parte, notó cómo la sangre bombeada corría por sus venas tan rápido como lo hacía ella. Ya estaba muy próxima a él. Utilizando todo el atrevimiento del que estaba haciendo gala, se propulsó con los pies hacia el asesino. El salto fue espeluznante, completamente disconforme con un ser de sus características. Percibió cómo sus brazos se cerraban alrededor del cuerpo del homicida y cómo ambos caían debido a la inercia del impacto. Entonces, un dolor inimaginable brotó de la boca de su estómago.
Con gran dificultad, se puso en pie y observó su vientre. La sangre manaba abundantemente. Se tapó la herida con ambas manos pero fue una maniobra demasiado inútil como para contener la hemorragia. Sus dedos estaban manchados de su propio plasma, de su propio líquido vital que se escapaba de su cuerpo sin que ella pudiese hacer nada para impedirlo.
El asesino recuperó la verticalidad y la observó. Jamás habría supuesto que Kate Wilson actuaría así. Recuperó la pistola, que había caído junto a la puerta, y le apuntó directamente a la cabeza.
—Respuesta errónea —dijo.
Seguidamente, disparó.
El cuerpo de Kate se desplomó inerte, en bloque, flexionando primero las rodillas para luego estamparse contra el suelo de madera emitiendo un sonido doloroso. Aaron abrió los ojos totalmente abrumado, notando que el amor que le profesaba la mujer que quería se desvanecía como polvo de estrellas.
El hombre de la barba se aproximó a él y lo miró con desdén. Aaron dirigió también la vista hacia el que sería su verdugo. El homicida le descargó una poderosa patada en la cara con el talón de sus zapatos. La nariz se le fracturó al instante. Sin embargo, a las puertas de la muerte, ya no sintió dolor.
—Hazlo de una vez —le dijo al asesino, el cual levantó el arma.
—Hágase, pues, tu voluntad.
Y sin más, lo aniquiló.
14
Rebecca había tenido razón y aquellas horas de distracción le habían sentado de maravilla a William. Alejarse de los problemas, así lo denominaba ella. Él, en cambio, prefería torturarse con las contrariedades hasta que conseguía dar con una solución a las mismas. En definitiva, no era más que una forma distinta de enfrentarse a las dificultades —ni mejor ni peor—, simplemente, diferente.
La comida en el Co. había sido, como de costumbre, fabulosa. Además, el propietario, Jim Lahey, había sido especialmente atento con ellos y había tenido la deferencia de no cobrarles el postre e invitarles a un licor tras los cafés.
Ahora, tras haberse apeado del taxi en las proximidades de su domicilio, recorrían las mojadas calles con pasitos cuidadosos mientras iban cogidos de la mano. Hacía un instante que había dejado de llover, sin embargo, la borrasca que se estaba generando amenazaba con descargar un aguacero incluso más violento que el anterior.
—¿Estás mejor? —le preguntó ella.
—Por lo menos, he olvidado momentáneamente lo que me preocupaba —dijo él.
—Bueno; con eso me conformo.
Un resplandor fugaz destelló en el cielo y, segundos después, escucharon el consecuente trueno. El sonido fue tal que los mismos pilares de la Tierra parecieron temblar. El universo clamaba infausto ante las injusticias del cosmos y mostraba su cara más agresiva a la humanidad. Desde luego, parecía cierto que el planeta se estaba volviendo loco; ni siquiera las estaciones eran ya lo que se estudiaba en los libros de texto.
Accedieron al edificio en que vivían con cierta premura. Las tonalidades grisáceas y plomizas del firmamento advertían que no tardaría demasiado en caer un verdadero diluvio. Según el registro de precipitaciones del NWS[6] —el cual había comenzado a medir la cantidad de chubascos en 1869—, el mes más lluvioso de la historia había sido agosto de 2010. Mayo de 2014 (aquel en el que se encontraban) apuntaba maneras también y se perfilaba como un digno sucesor del antedicho.
Tras subir los cuatro escalones que conducían hacia el vestíbulo en el que se encontraban los ascensores, Rebecca oprimió el botón de llamada. William, por su parte, aprovechó los instantes de espera para comprobar si había correspondencia en el buzón.
—¿Correo un sábado? —preguntó ella al verle sacar dos cartas.
Se trataba de dos sobres blancos, inmaculados, totalmente níveos. En el haz de los mismos podían leerse sus respectivos nombres garabateados con una caligrafía recargada y ornamentada, la misma que unos escribanos del siglo XVI hubieran podido emplear para redactar un texto de carácter formal. En el dorso, sin embargo, no figuraba dato alguno acerca del remitente.
A Mathesson se le detuvo el corazón en el pecho. Algo le decía que aquellas misivas eran las mismas que Bruce Adams y Lisa Carroll habían recibido. Bruce yacía ya muy lejos de las miserias de este mundo; Lisa… ¿Qué sería de ella? El tiempo pareció detenerse, como si alguien le hubiera quitado la pila a su reloj vital. Semejaba que se encontraba en un cosmos paralelo al nuestro.
—William…
Pero él no escuchaba. Sus oídos, su vista, todos sus sentidos se habían insensibilizado repentinamente. Creyó flotar sobre el abismo del temor, sobre el foso del desasosiego. Bajo sus pies, criaturas monstruosas aguardaban para hincar los dientes en su carne blanda y laxa. Era una visión de una realidad imposible, de un hábitat inexistente, pero que ejemplificaba a la perfección cómo se sentía: como un funámbulo caminando hacia la muerte, que bien se encontraba al final del cable o bien se encontraba en la profundidad sobre la que yacía suspendido. Así de cruel.
—¡William!
La voz de Rebecca sonaba insistente, premurosa, urgente. Quizá, también algo alterada. De repente, ella se acercó y le agarró del brazo.
—¡Eh! ¿Te encuentras bien?
¿Se encontraba bien? Era complicado responder a aquella cuestión. Físicamente no le ocurría nada, al menos, de momento. Tal vez, en tres días, sus cenizas campasen libremente en las aguas del río Hudson. Psicológicamente, decir lo mismo ya era otro cantar. Con las manos temblorosas, desplegó la solapa del sobre y extrajo la nota que había en su interior. Al ver las dos primeras palabras le pareció que un ente invisible le arrancaba el alma de cuajo: Estimado conciudadano.
Rebecca se arrimó a él y juntos leyeron la totalidad del mensaje.
Estimado conciudadano:
Usted ha jodido mi vida. No se ha contentado con ser una persona mediocre sino que ha decidido compartir su inmundicia con el resto de sus semejantes y, de modo más particular, conmigo.
Yo nunca le hice nada, jamás traté de perjudicarle en lo más mínimo… Usted, sin embargo, no ha obrado de la misma manera. Con sus actos me ha faltado al respeto y, lo que es peor, ha destruido todo aquello por lo que yo había luchado. Bien, pues, lamentablemente, ha llegado el momento de pagar.
En tres días usted morirá y no podrá hacer nada para impedirlo. Escóndase si quiere, huya, desaparezca si se cree capaz…; en cualquier caso, la muerte acudirá puntualmente a su encuentro. Su única posibilidad de salvación se reduce a adivinar qué fue lo que me hizo. Sólo entonces, quizá pueda apiadarme de su alma.
Su juez y verdugo
Seguidamente, ella le quitó la carta que llevaba su nombre y procedió a comprobar si rezaba lo mismo. Así era.
Se miraron a los ojos, asustados, con el miedo tiñendo las circunferencias de sus respectivos iris. La crueldad les había golpeado con su enorme mazo de hierro inmisericordemente, inclementemente. Acababan de entrar a formar parte de un juego en el que conservar la vida era el único premio para el vencedor.
15
Allyson se encontraba en Chambers Street, una de las calles más caras del barrio de TriBeCa[7] y una de las zonas más lujosas de todo Manhattan. En concreto se hallaba frente al número 54, el cual se correspondía con un edificio de piedra, de seis plantas. Era sabido que personalidades del mundo de la música, la televisión y el cine vivían en aquel distrito. Por ello, cada inmueble parecía desprender un empalagoso aroma a ostentosidad.
Había detenido su vehículo junto al City Hall Park, una majestuosa extensión de naturaleza verde y bien cuidada, en cuyo centro se alzaba solemne el ayuntamiento de la ciudad. Ante la prohibición de aparcar en aquella zona, había recurrido a su autorización gubernamental como policía, la cual había dejado bien visible, colgada del espejo retrovisor del interior, para evitar una posible multa o que algún agente decidiese inmovilizarle el coche hasta que llegase la grúa. Desde luego, dado lo que iba a hacer, era lo último que necesitaba.
Cruzó la calle y accedió al vestíbulo de la construcción. El portal estaba abierto. En el interior, un conserje examinaba a todos los individuos que se adentraban en sus dominios. Al verla, se puso en pie como un resorte y exigió saber quién era ella. No tuvo, sin embargo, que despegar los labios ni decir una sola palabra; bastó con enseñarle su placa policial. El bedel volvió tras el mostrador situado en la parte derecha del recibidor, y procedió a sentarse en una silla y a continuar con su lectura de la prensa diaria.
Allyson se encaminó hacia los ascensores. Las paredes y los suelos de aquel lobby estaban cubiertas de mármol travertino, como si hubiese sido necesario despilfarrar ingentes cantidades de dinero sólo para demostrar que las personas que moraban allí pertenecían a una clase más que acomodada. Era como una necesidad innata que tenían los ricos: manifestar que efectivamente lo eran. Cuando el elevador abrió sus puertas, ella penetró en su interior.
Su futuro detenido vivía en la última planta, en un deslumbrante ático al alcance de muy pocos. Por lo que poco que sabía de él, los negocios le habían marchado bien y su empresa de construcción se encontraba entre las mejor valoradas del país. Había acometido obras importantes y se había ganado el favor del alcalde y otras figuras de la política al haber dispuesto de mano de obra y maquinaría gratis para retirar los escombros de las Torres Gemelas tras el atentado del 11 de septiembre de 2001.
El ascensor se detuvo en el piso solicitado y Allyson salió a un rellano tan fastuoso como el hall en el que se había encontrado hacía un momento. Motivos geométricos se dibujaban en el suelo e invitaban a caminar en dirección hacia las diferentes viviendas. Ella comenzó a recorrerlo mientras notaba una especie de orgullo al percibirse a pocos segundos de realizar una detención que, con total seguridad, sería primera plana en los periódicos locales y nacionales. No todos los días se atrapaba a un asesino en serie y, en el caso de El barbero, este había causado un gran revuelo mediático. Quizá había sido por la incongruente decisión de cargarse indigentes, quizá por su modus operandi, quizá por el hecho de afeitarles la cabeza a sus víctimas, quizá por el morbo que despertaba el haber encontrado los cadáveres desnudos. ¿Sería un depravado? Por las fotos que había visto de él en los medios de comunicación, parecía un tipo bastante normal. Acaudalado, eso sí; pero normal. ¿Por qué demonios habría empezado a matar mendigos?
Encontró la vivienda en cuestión y se apostó frente a la puerta. Su órgano aórtico galopaba como un caballo desbocado corriendo un importante derby. Sístole-diástole, sístole-diástole; frenético, incansable, impetuoso. Desabrochó el cierre de su cartuchera y quitó el seguro de su arma. Era preferible estar preparada por lo que pudiera pasar. Respiró profundamente, buscando tranquilizarse un poco. Imposible. Sin más, golpeó la puerta con los nudillos.
—¿Quién es? —preguntó una voz masculina al otro lado.
—¡Policía! ¡Abra!
La hoja de madera comenzó a abrirse y, tras ella, apareció un hombre vestido elegantemente. ¡Era él! Reconoció sus facciones de las imágenes que había visto en los diarios y en la televisión. Si alguna vez había estado tan nerviosa como en ese momento, fue incapaz de recordarla.
—¿Robert Forks?
—Soy yo.
—Queda detenido por los asesinatos de Nigel Blunt, Christopher Dorn y Jeff Collins. Dese la vuelta y junte las manos tras la espalda, por favor.
16
Kenneth Brown mudó de aburrido a asombrado cuando vio aparecer, por el pasillo central, a Allyson Blumer con Robert Forks esposado. La agente condujo al detenido a la sala de interrogatorios y le invitó a sentarse en una de las sillas que había apostadas alrededor de la mesa metálica. Seguidamente, abandonó la estancia y cerró la puerta al salir. A continuación, se reunió con su superior y con Mike Petersen en el cuarto en el que llevaban a cabo la investigación del caso del asesino de mendigos.
—¿Robert Forks es El barbero? —inquirió Brown.
Petersen levantó la vista de la pantalla de su ordenador y observó a su compañera plantada en el centro de la sala. Tenía aspecto de estar cansada, y unas formidables ojeras habían hecho aparición bajo sus párpados inferiores. Sin embargo, en su rostro había pintada una especie de sensación de orgullo, de vanagloria; la típica sensación de quien sabe que, gracias a sí mismo, acababan de ponerle punto y final a una serie de asesinatos que les habían mantenido en jaque durante demasiado tiempo. Una punzada de envidia se le clavó en lo más profundo del alma.
—Yo jamás lo habría imaginado tampoco —manifestó ella—. Pero MacWrigth fue muy claro al respecto y admitió haber sido él quien suministró el talio a Forks.
Brown se levantó del asiento que ocupaba y estiró su espalda situando las manos sobre los riñones y escorzándose hacia atrás. Sus vértebras crujieron lastimosamente.
—¿Estás totalmente segura? —le preguntó.
Allyson apretó los labios y dejó escapar una notoria cantidad de aire por sus fosas nasales.
—Estoy bastante segura, pero no al 100 por 100. Quizá sería necesario posponer el interrogatorio hasta que los técnicos del laboratorio hayan registrado la vivienda de nuestro sospechoso.
—¿Forks ha dado su consentimiento? —cuestionó el inspector.
—No. —Allyson esbozó una mueca divertida—. Ahora es cuando tu amistad con el juez Thompson nos sería de gran ayuda.
Kenneth Brown y el juez Thompson solían jugar al golf con frecuencia. Ambos eran negros y habían sabido sobreponerse a las adversidades que la vida les había ido planteando por el mero hecho de que el color de su piel fuese un tanto más oscuro. Contaban con una edad similar y habían labrado sus respectivas carreras a base de sudor y de demostrar que eran personas más que competentes. Normalmente se retaban en el campo del Randall’s Island Golf Center, un complejo deportivo en el que tanto se podía disfrutar de una buena sesión de golpes como de una más que aceptable cerveza. Brown acostumbraba a dejarse ganar; convenía mantener contento al juez por si en algún momento necesitaba de favores como el que estaba a punto de pedirle. Consultó su reloj.
—¿Pretendes que le llame a estas horas para solicitarle una orden de registro?
—Así es —confirmó ella.
El inspector de homicidios se paseó por la estancia pensando en cómo plantearle la cuestión a su colega.
Vacilante, cogió el teléfono, marcó su número y activó el altavoz.
Mike y Allyson se acercaron a la mesa sobre la que había depositado el aparato.
Se escucharon varios tonos antes de que la voz del juez Thompson irrumpiese a través del artefacto.
—¡Hombre, Kenneth! ¿Cómo estás, viejo cabrón?
Petersen y Allyson rieron calladamente ante el insulto que acababan de proferirle a su superior.
—Buenas tardes, Harald. Bien, gracias. ¿Qué tal tú?
—Hasta los cojones. Acabo de llegar del despacho; un imbécil me ha retenido allí hasta las tantas.
—¿Algo importante?
—Chorradas, básicamente. —El juez se aclaró la garganta—. Dime, ¿cómo va el caso de los mendigos?
—De eso era precisamente de lo que quería hablarte.
—¿Qué ha pasado?
—Tenemos un posible sospechoso.
—¿«Posible»? ¿Cómo de «posible»?
—Bastante posible.
—¿Es algún pez gordo? Odio a esos hijoputas que se creen por encima de todo.
Thompson todavía conservaba esa jerga de los barrios bajos llena de tacos, palabras malsonantes y expresiones de lo más variopinto.
—Lo cierto es que sí.
—¡Joder! Si entiendo a esos tíos que me corten las pelotas. Lo tienen todo y se ponen a delinquir. Las fortunas son aburridas, Kenneth; no te hagas rico jamás; no me gustaría tener que enchironarte. —El magistrado se carcajeó ante su ocurrencia—. Dime, ¿quién es?
—Robert Forks.
—¡No me jodas! ¿Robert Forks? —repitió como si no terminara de creerlo.
—El mismo.
—¿Necesitas algo? —preguntó adquiriendo un tono más ceremonioso.
—Una orden de registro.
—¿Para cuándo?
Brown miró a Allyson, quien le indicó mediante gestos que «para ya».
—Para hoy.
—¿Para hoy? Tío, acabo de ponerme el pijama. ¿Vas a hacerme salir otra vez?
—No te lo pediría si no fuese absolutamente necesario.
—Está bien. Pásate por mi despacho en media hora. Tendré listo el documento cuando llegues.
—Mil gracias, Harald.
—¡Vete a tomar por culo! Me debes una cerveza, ¿eh? Y no una de esas que ponen en el Randall’s; una de verdad.
—Dalo por hecho.
—Nos vemos en un rato.
El juez colgó y Brown suspiró aliviado. Había conseguido lo que necesitaba; ahora, sólo quedaba esperar que los CSI encontrasen restos de sulfato de talio en la vivienda de Forks. Si así era, el caso estaría resuelto y él podría relajarse por fin y tomarse esas vacaciones que llevaba demasiado tiempo posponiendo.
Petersen, sin embargo, parecía algo confundido.
—¿Qué hacemos con el sospechoso? —preguntó.
—Que se ponga en contacto con su abogado y prepare su testimonio de mañana. No quiero que nos tiren abajo el caso por mala praxis. Seguiremos el protocolo a raja tabla.
—Muy bien.
Mike abandonó el cuarto y se dirigió a la sala de interrogatorios. Segundos después, salía con el detenido en dirección al teléfono más cercano.
—Espero que todo lo que te contó MacWrigth sea cierto y no una estratagema para desviar nuestra atención sobre él —le dijo con recelo Brown a Allyson.
Ella le miró con circunspección.
—No lo creo —alegó—. Fue muy preciso en sus explicaciones y aportó numerosos datos acerca de sus encuentros, de dónde se produjo la entrega del veneno, del pago por el mismo…
Brown asintió.
—Por cierto, ¿a qué clase de acuerdo llegaste con él? —El rostro del inspector mostraba ahora una seriedad manifiesta.
—Ya hablaremos de eso cuando todo esto termine…
Seguidamente, Allyson recorrió de nuevo el pasillo con el firme propósito de irse a casa.