CAPÍTULO III

1

Tres días pasan muy rápido o, al menos, eso fue lo que pensó Anne Johnson mientras se dirigía a su puesto de trabajo en uno de aquellos taxis amarillos. Y no porque hubiera tenido permanentemente presente el contenido de aquella carta que le habían enviado. En absoluto. Es más, había olvidado por completo el contenido de aquella misiva hasta que el despertador, puntual a su cita, había comenzado a emitir su pitido insoportable a las seis de la mañana. Fue en ese preciso instante cuando cayó en la cuenta de que hoy, jueves, se cumplía el letal plazo que, a través de aquel mensaje, alguien le había impuesto.

Sin embargo, la realidad era que no estaba asustada. Creía fervientemente que sólo se trataba de la bravuconería de un ente cobarde que se escondía tras el correo postal para no dar la cara, para no tener que enfrentarse con ella directamente. Además, si ese tipo hubiera querido hacerle daño, ¿no se lo habría hecho ya? ¿Qué sentido tenía remitirle un comunicado como aquel? ¿Acaso se trataba de una burda estratagema para que sufriese inclementemente las consecuencias derivadas de un estado de nerviosismo absoluto durante los días que debería haber invertido en intentar averiguar de quién se trataba? Cuanto más lo pensaba, más ilógico le parecía todo. Si había cometido algún pecado o algún acto de dudosa moralidad, ya se encargaría Dios de recriminárselo cuando su alma ascendiese hasta el reino de los cielos.

El edificio en el que se encontraba Literature of tomorrow era un mamotreto arquitectónico hecho a partir de tres elementos fundamentales: acero, cemento y cristal. La fachada, un espejo en el que se reflejaba el tráfico constante de la avenida en la que se encontraba emplazada la construcción, resultaba imponente. Parecía claro y meridiano que el alquiler o la propiedad de cualquiera de las oficinas que se ubicaban allí tendrían unos costes exorbitados, sólo al alcance de poderosos empresarios y particulares que pudiesen permitirse el lujo de dilapidar una ínfima parte de sus elevadísimos emolumentos para situar sus respectivos negocios en dicho inmueble.

Y, sí, Anne Johnson, a pesar de no ser una mujer excesivamente acaudalada, consideraba imprescindible que la redacción de la revista estuviese apostada allí. Opinaba que codearse con personalidades pudientes y elevadas le reportaría numerosos contactos, y que estos le abrirían puertas en las diversas vicisitudes adversas que le pudiesen sobrevenir. Realmente, era un pensamiento mediocre, sólo una ilusión de la hegemonía y del poder de los que no gozaba.

Cruzó las puertas que daban acceso al complejo y recorrió con paso seguro el vestíbulo principal. A aquellas horas, la actividad bullía dentro del edificio, hecho que se manifestaba con la presencia frenética de numerosos trabajadores que aguardaban con resignada paciencia al ascensor que los conduciría a las plantas en las que desarrollaban sus respectivas carreras profesionales. La ansiedad y el estrés eran las notas predominantes de la angustiosa estampa y los diversos empleados consultaban la hora en sus relojes de muñeca como si el trance de llegar un minuto tarde supusiese un enorme contratiempo para todas las cosas que tenían que hacer allí.

Uno de los elevadores abrió sus doradas puertas y escupió a un puñado de gente que salió del mismo como si de una estampida animal se tratase. Los tacones de los zapatos emitían un repiqueteo molesto al impactar contra el suelo de mármol. Las voces, que trataban de hacerse oír por encima del clamor general, llenaban la atmósfera con un batiburrillo de palabras inconexas. Un clima de agitación e inquietud lo llenaba todo, pero aquello era algo que ya entraba dentro de la normalidad.

Tuvo que aguardar unos minutos, al igual que el resto, para conseguir un sitio en uno de los ocho ascensores. Entre el gentío, reconoció a un par de peces gordos que seguramente charlaban sobre algún tema insustancial —cuando algo les preocupaba, sus caras eran de todo menos joviales— y reían con estrépito, haciendo visibles sus níveas dentaduras. Los dos hombres vestían de forma semejante —un traje negro y una camisa blanca de cuyo cuello pendía una elegante corbata— y llevaban el pelo peinado hacia atrás. Resultaba evidente que, para fijar cada mechón en su correspondiente lugar, habían empleado una más que notoria cantidad de gomina. Así pues, sus cabellos brillaban cuando la luz artificial de los fluorescentes que iluminaban el vestíbulo impactaba sobre ellos.

Ya en la redacción, saludó a todo el mundo con su típica sonrisa de falsa complacencia y se encaminó hacia su despacho. En el trayecto, vio que sobre la mesa de Lisa Carroll había sido depositado un precioso ramo de rosas rojas. Entre las flores, se asomaba un sobre blanco. Sintió la característica curiosidad de alguien que está acostumbrado a meterse en la vida de los demás y estuvo tentada a coger el pliego para descubrir quién había hecho el envío. Sin embargo, había demasiadas miradas pendientes de sus actos. Desestimó su impulso y pasó de largo.

Hoy la jornada se presentaba larga y complicada; por eso mismo, en la tranquilidad de su propio cubículo, trató de organizar sus ideas y todos sus quehaceres. Debía convocar una reunión que llevaba dilatando en el tiempo durante semanas. En ella, informaría a varios de sus redactores de que debían abandonar la revista. Sus artículos habían dejado de ser de interés para la publicación y, aunque se les había dado el toque de atención pertinente, los periodistas habían decidido hacer oídos sordos a lo que se les demandaba. Bien, pues, finalmente, las consecuencias también habían llegado.

No era la primera vez que tenía que despedir a alguien y, ciertamente, se le daba bien hacerlo. Ponía su fingida cara de decepción y comunicaba la pesadumbre que padecía por tener que anunciar a su empleado que ya no desempeñaría más su labor allí. Seguidamente, se ponía en pie, le ofrecía la mano para que este se la estrechara y le prometía todo el apoyo posible para la nueva andanza que debería emprender. Siempre había sido así: sencillo, fácil, simple incluso. Hasta que se las vio con Joseph…

Joseph Lineker (quien compartía el mismo apellido que el famoso futbolista inglés que había militado en el Leicester City, en el Everton y en el Tottenham entre otros) había sido puesto en plantilla por una mera necesidad de falta de personal. Otras publicaciones más poderosas habían contactado con varios de sus trabajadores y habían conseguido sus servicios a base de poner sobre la mesa una oferta económica irrechazable. Como es obvio y perfectamente entendible, aquellos abandonaron Literature of tomorrow. Para Anne fue como una traición, como una falta de lealtad total y absoluta hacia la empresa, como una puñalada trapera asestada con premeditación y alevosía. Sin embargo, empezó a tirar de la ingente pila de currículums que tenía archivados y a hacer entrevistas, y pronto volvió a cubrir las plazas que tenía vacantes.

Empezar de cero en cualquier lugar resulta duro. Uno debe aprender a hacer las cosas, debe tratar de integrarse en el grupo que ya hay establecido y debe ser sumiso ante aquellos requerimientos que se le puedan exigir. Joseph Lineker hizo todo esto y más. Trabajaba a destajo, siempre estaba dispuesto a echar una mano y era meticuloso y metódico con todos los artículos que redactaba. Cualquiera diría que se tratabadel trabajador perfecto, pero no Anne Johnson. La eficiencia con la que desempeñaba su labor ensombrecía las tareas de otros; otros que, dicho sea de paso, eran los lameculos oficiales de la jefa de la publicación.

Un buen día lo llamó a su despacho y le anunció la aciaga noticia. Despedido. Creyó que saldría de la sala cabizbajo, que incluso se le escaparía alguna lagrimita, que apelaría a su bondad. No ocurrió nada de eso. En cambio, sí que se levantó como un resorte de la silla que ocupaba y sí que la amenazó con golpearla y con hundirle su revista de mierda. Hubo que recurrir a los miembros de seguridad del edificio parasacarlo de allí. Desde entonces, jamás cesaba a nadie sino era en una reunión en la que hubiese más gente que pudiese interceder por ella.

¿Por qué se habría acordado de ese hombre en aquel momento?

La mente es un oscuro pozo de recuerdos que, de cuando en cuando, arroja a la luz alguna reminiscencia de hechos pasados. Concluyó que, en su caso, algo así había sucedido.

Cogió el teléfono y, mediante la línea interna, se puso en contacto con Clarice. Quería su café matutino y la correspondencia diaria. Mientras aguardaba, tomó un folio y escribió en él los diversos puntos que trataría en la reunión: la portada que llevaría el siguiente número; la sustitución del aburridísimo artículo aportado por Kate Wilson; la necesidad de conseguir más publicidad y, por ende, más dinero; los acuerdos firmados con diversas editoriales para que les facilitaran ejemplares de las últimas novedades que iban a sacar a la venta; el despido de… (¿cómo demonios se llamaban?), la…

La recepcionista interrumpió sus divagaciones e irrumpió en el despacho portando todo lo que su jefa le había pedido.

—Clarice, necesito que informes al personal de que la reunión se celebrará hoy.

—¿Hoy? —preguntó la empleada como si aquella premura fuese algo totalmente nuevo.

—Sí. A las 12:00.

—Entendido.

—Prepara la sala de juntas, ¿de acuerdo? Y diles a todos que sean puntuales; no quiero tener que esperar por ninguno…

—Muy bien.

—Lo de la última vez fue sangrante… ¿Dónde se ha visto que tenga que ser la directora quien aguarde por los demás? Que no se repita, Clarice, o te responsabilizaré de ello a ti.

La joven miró a aquella mujer con resignación. ¿Qué culpa tendría ella de que la gente se retrasase? Como no había contestación a aquella pregunta retórica, se limitó a asentir.

—¡Vamos! —le dijo en el mismo tono que un adulto estúpido emplearía para hablar con un niño. Incluso, para enfatizar su orden, dio unas palmaditas para que aquella se pusiera en funcionamiento de inmediato.

Obedeció. ¿Qué podía hacer si no?

Anne volvió a rodearse de aquel silencio y de aquella quietud que tanto la relajaban. ¿Dónde lo había dejado? Ah, sí, los puntos de la reunión. Observó sus anotaciones y consideró que con aquello tenía más que suficiente. La improvisación era uno de sus fuertes —o eso creía—, así que no había de qué preocuparse.

Dio un sorbo a su café e hizo una mueca de repulsión; aquella inútil había olvidado echarle sacarina. Cómo odiaba que sus subordinados fuesen incapaces de recordar cosas tan elementales como aquella… Maldijo para sus adentros y se levantó de su sillón. Seguidamente, se dirigió al cuarto de baño que había hecho instalar en su propio despacho y tiró la bebida al lavabo.

¿Por qué se habría acordado de Joseph Lineker?

Se miró en el espejo y la imagen que este le devolvió pareció satisfacerla. Su pelo rubio, su maquillaje caro, sus joyas de oro, su chaqueta… todo funcionaba, como los engranajes de una compleja máquina trabajando en perpetua armonía.

¿Tendría algo que ver su antiguo empleado con aquella carta que había recibido? ¿Estaría él detrás de aquella explícita amenaza de muerte?

Accionó el interruptor y apagó la luz del aseo. Volvió al despacho. La magnífica cristalera le ofrecía unas imponentes vistas de la ciudad, hecho que se acrecentaba al haber ubicado la redacción en uno de los pisos más elevados. Durante un instante, se recreó en la magnificencia del ser humano y en cómo había conseguido transformar una naturaleza aburrida en un hermoso paisaje urbanístico.

¿Sería Joseph Lineker el juez y el verdugo que firmaba aquella carta?

2

—¡Talio! —exclamó.

—¿Talio? ¿Qué demonios es eso? —preguntó Kenneth Brown, el inspector a cargo de la investigación de los homicidios de los mendigos.

Mike Petersen y Allyson Blumer acompañaban al antedicho en aquella demostración magistral de medicina forense que Thomas Hunt les estaba ofreciendo.

—El talio es un metal blando y maleable que, en ocasiones, tiende a ser confundido con el estaño. Es muy tóxico y suele emplearse como rodenticida y como insecticida.

—¿Cómo rodenticida?

—Sí; es decir, como pesticida para matar, eliminar, controlar, prevenir, repeler o atenuar la presencia de roedores.

—¡Caramba!

—Su uso, sin embargo, ha disminuido mucho en los últimos años.

—¿Se sabe por qué?

Hunt enarcó una ceja en un gesto de soberbia, como si con la simple formulación de aquella interpelación se hubiesen cuestionado sus conocimientos acerca del tema.

—Por supuesto. Es un compuesto cancerígeno y, aunque no se conoce bien su mecanismo de acción, se sabe que produce una grave intoxicación a nivel celular.

—¿Eso fue lo que le mató?

—Eso y el fallo masivo de su corazón.

Brown se paseó por la sala de autopsias con la mirada fija en el cadáver que descansaba sobre la camilla. Se trataba de la última víctima, un hombre que no había llegado a los 50 años.

—¿Por qué no reveló nada de esto el examen toxicológico? —inquirió el inspector.

—Bueno, el envenenamiento por talio no es algo demasiado común. Es necesario pedir una prueba específica para detectarlo. De hecho, lo hemos descubierto de casualidad… —el forense se ajustó sus gafitas en el puente de la nariz—. No había reparado en la razón por la que el asesino les afeitaba la cabeza.

—¿Y cuál es esa razón?

—Ocultar todavía más la presencia del talio. La alopecia es uno de los efectos secundarios que produce. Los rasuraba para que no se notara la ausencia de pelo —se aproximó hasta la cabeza del fallecido y acercó una gran lupa que estaba sujeta a un complejo mecanismo que colgaba del techo—. ¿Veis? Carencia de cabello. —La imagen ampliada era clara a ese respecto. Movió aquel artefacto hacia otra zona del cráneo—. Y aquí, pelo de nuevo.

En efecto. El aumento que aquella lente ofrecía no dejaba lugar a dudas. En unas áreas se podía advertir la presencia del tallo capilar cortado al ras del cuero cabelludo por la acción de una hoja afilada. En otras, por el contrario, era completamente invisible. Con total certeza, la pregunta de qué habría ocurrido con aquellos pelos había sido el desencadenante de que Thomas Hunt exigiese un análisis más específico en busca de aquella sustancia.

El inspector Kenneth Brown parecía no comprender cómo se les había podido pasar algo así.

—¿Tan difícil resulta descubrir la presencia del talio?

—En realidad, sí. Diluido en agua como talio iónico univalente, muestra muchísimas similitudes con los cationes de los metales alcalinos, especialmente con el potasio. También tiene alta afinidad con los enlaces de sulfuro y puede atacar a las proteínas que tengan altos niveles de cisteína y ferredoxina. Es complicado llegar a verlo, sí.

Mike Petersen hizo su primera intervención.

—¿Debemos deducir, entonces, que fue el agua lo que le mató?

El forense lo miró con sus pequeños ojos grises.

—Sí y no. Sí en cuanto a que el talio sólo produce estos efectos —y señaló al fiambre que descansaba sobre la mesa de autopsias— diluido en agua; y no en cuanto a que, por sí sola, el agua no les hizo esto.

—¿Existe algún antídoto o cura?

—El azul de Prusia (hasta tiene nombre de piedra preciosa) —dijo Hunt con un entusiasmo que contrastaba enormemente con la tristeza que se derivaba de la profesión a la que se dedicaba—. Es un pigmento empleado en pintura que fue descubierto accidentalmente por el químico Heinrich Diesbach. Durante el siglo XVIII fue el colorante utilizado en la tinción de las telas con las que se hacían los uniformes militares prusianos. De ahí que se le denomine con esa nomenclatura —hizo una pausa y continuó—. De todos modos, dada la altísima dosis de talio administrada, dudo mucho que el contraveneno hubiese podido hacer algo.

—Azul de Prusia… —comentó Brown dejando las palabras flotando en el aire.

—Ese mismo…

El inspector se llevó una mano al mentón en una señal clara de que se encontraba dándole vueltas a algo en el interior de su cabeza.

—¿Sabemos algo más de esta toxina?

—Si hacemos caso a las referencias literarias, el talio figura como la causa del crimen en una de las más famosas novelas de Agatha Christie. Ella describió con gran exactitud los síntomas que resultan de una intoxicación por este metal —se detuvo un instante como tratando de recordarlos—: primeramente parece una vulgar gripe, quizá una gastroenteritis; luego se sufren fuertes dolores en la piel y en las articulaciones; después, fallos respiratorios y parálisis; finalmente, la muerte. Sin embargo, la manifestación más llamativa es que el pelo se cae a puñados, tal y como le ocurrió a nuestra víctima.

—¿Se había utilizado anteriormente?

—Se cree que sí, pero es difícil de demostrar. Se dice que era el arma favorita de los servicios secretos de Sadam Husein y del KGB.

—¿Es fácil de conseguir? —consultó Allyson.

—No. Se trata de una sustancia peligrosa. En los últimos tiempos, incluso los laboratorios farmacológicos han limitado mucho su uso.

—¿En el mercado negro, quizá?

—Sería la única opción. Dicen que en Internet se encuentra de todo…, ¿quién sabe si no se podrá encontrar talio también?

Los investigadores centraron su atención, entonces, en el cadáver de aquel indigente.

—¿El cuerpo mostraba algún daño?

—Si exceptuamos estas marcas, no —dijo al tiempo que le daba la vuelta al brazo del fallecido y mostraba a sus interlocutores unos puntitos rojos situados en la cara interna del codo.

—¿Era drogadicto?

—Con total seguridad. Estos cardenales son la seña característica de una aguja hipodérmica —y señaló con su dedo enfundado en látex cada uno de los puntitos—. Además, hemos encontrado trazas de heroína en su organismo.

—¿Algo más?

—Sí, estos pequeños cortes en el cuero cabelludo. Pero se produjeron post mortem; seguramente mientras los afeitaba.

—Debió darse prisa —apuntó Petersen.

El inspector Brown trataba de interconectar en su mente toda la información que iba recibiendo. Sin embargo, los hechos y los indicios que le iban notificando no apuntaban hacia ningún móvil. La frustración era evidente en cada uno de sus movimientos.

—El siguiente paso será averiguar de dónde salió el talio… —indicó Allyson—. Me pondré con ello enseguida.

—Mike, tú investigarás a los fallecidos y elaborarás una lista de posibles sospechosos. No te dejes a nadie. Familiares, amigos, cualquier persona que hubiera podido tener relación con las víctimas, incluso antes de su vida en la calle —decretó Kenneth Brown.

Tras despedirse del forense, salieron de la sala de autopsias. La morgue estaba envuelta en un silencio absoluto, un silencio que sólo se rompía cuando las sierras con las que se cortaban los diferentes huesos comenzaban a emitir su ruido agónico. Era el silencio que preludiaba el futuro mutismo en el que morarían los fallecidos.

Recorrieron el frío pasillo sin dirigirse la palabra, como si cada uno de ellos estuviese repasando todos los datos que había recibido. El caso en sí, con aquella pequeña aportación del forense Hunt, había avanzado ligeramente. Por lo menos, ahora tenían un camino que seguir, un camino que esperaban que no les condujese a una nueva encrucijada. Se detuvieron a pocos pasos de la puerta.

—¿Qué sentido tiene envenenar a unos mendigos? —inquirió el hombre responsable de aquella investigación.

—Eso mismo me estaba preguntando yo —señaló Allyson, quien, de repente, se había empezado a encontrar mareada.

Mike, por su parte, parecía excitado ante la presencia de nuevas pistas. Él funcionaba así. Le encantaba husmear, seguir el rastro como un sabueso.

—Alguna explicación tiene que haber —apuntó.

—Sí, pero, por el momento, no tenemos nada. Espero que estos hechos nos sitúen en la dirección correcta. —La seriedad que se reflejaba en el rostro de Brown era tan marcial como la de un dictador ultraderechista antes de cometer un genocidio masivo.

La agente se agarró el estómago; parecía que acababa de tragarse una piedra y esta fuera un nutriente demasiado pesado como para ser digerido. Las entrañas le pesaban como si tuviera una bola de bolos alojada en su interior.

—¿Te encuentras bien, Allyson? —dijo Petersen—. Estás pálida…

—Es este olor…

—Olor a muerto —bromeó el antedicho.

Los dos varones rieron aquella broma; ella se limitó a esbozar una sonrisa y a tratar de respirar acompasadamente.

—Con el paso de los años, lo irás soportando mejor —concluyó Kenneth Brown.

—¿Tú crees?

No llegó a decir nada más pues una nausea le sobrevino desde lo más hondo de sus tripas. Como alma que lleva el diablo, salió disparada en dirección al servicio. Vomitó el desayuno, bilis y lágrimas. Seguidamente, se enjuagó la boca, se lavó la cara y miró su reflejo en el espejo. Ciertamente su color no era muy distinto del blanco…

Tras tomar una toallita con la que se secó las manos, volvió junto a sus compañeros, quienes permanecían plantados en el mismo lugar en el que los había dejado.

—¿Mejor?

—Sí, aunque creo que sería conveniente que me tomara un té —dijo ella—. El estómago todavía me da vueltas…

—Me parece una buena idea —opinó Petersen.

—Os veré luego en la comisaría.

—De acuerdo —convino Brown. Luego se dirigió a Allyson al tiempo que apoyaba sus enormes manazas sobre los hombros de esta—. Recupérate; os necesito a los dos para poder atrapar a ese cabrón.

3

Robert Forks se despertó sintiéndose un hombre nuevo. Tras el incidente con Kathleen y tras pasar por la floristería, se había dirigido a casa, al amparo de la compañía de Sophia. Habían hablado sobre lo sucedido y, después, habían cenado y hecho el amor. Perderse en el voluptuoso y exuberante cuerpo de ella le hizo olvidar los últimos acontecimientos. Por supuesto, seguía echando de menos a sus hijos pero mientras echaba un polvo, ciertamente, estos no habían estado demasiado presentes en su cerebro.

Hacía tres días de lo ocurrido pero, con cada minuto que pasaba, mejor se percibía. Estaba radiante, feliz como no lo había estado en mucho tiempo. Era un cuarentón rejuvenecido, un madurito ido a más.

Cierto era, sin embargo, que el afortunado devenir de los últimas circunstancias acaecidas habían propiciado aquella nueva actitud suya frente a la vida. Enfrentarse a su exmujer tal y como lo había hecho le había demostrado que podía plantarse ante ella para no permitir que siempre se hiciese lo que le viniera en gana. Y sí, Kathleen todavía tenía la sartén por el mango porque la sentencia judicial le había otorgado la custodia de sus dos vástagos, no obstante, aquella sentencia podía recurrirse; sólo había que disponer los medios adecuados para ello, y estos no tardarían demasiado en estar en su poder. Aquel asunto que lo mantenía ocupado pronto llegaría a su final, aquella venganza necesaria por fin se consumaría. Después, podría centrarse en recuperar a las dos razones de su existencia.

Se encontraba en la cocina, con un vaso de zumo de naranja en la mano derecha y una tostada caliente en la izquierda. La televisión estaba encendida y emitía un informe acerca de las finanzas del país. Le interesaba aquello pues había invertido un capital considerable en la compra de unas acciones que, durante las pasadas semanas, habían perdido gran parte de su valor. Ahora parecían recuperarse. Decidió que, en cuanto sobrepasasen el precio que había pagado por las mismas, se desharía de ellas con la máxima prontitud posible.

Dio un sorbo al zumo y notó cómo la fría bebida refrescaba su gaznate. Una buena inyección de vitaminas, pensó. Apuró el contenido del mismo y no desestimó la pulpa que se había acumulado en el fondo de aquel vaso de tubo. Luego, se terminó la tostada.

El día había amanecido con la misma climatología de las últimas jornadas. Hacía calor y un sol de justicia comenzaba a tomar posesión del azulado cielo. Consultó la hora en el móvil y concluyó que ya era momento de acicalarse y poner rumbo hacia la oficina. Además, antes de salir, tenía una llamada que hacer.

Mientras se duchaba, dejó que sus pensamientos vagasen libremente. Aquella información que le había suministrado la destinataria de las flores lo había situado en la senda correcta. Por supuesto, todavía tenía que seguir buscando pero, por lo menos, ahora sabía qué buscaba. En consecuencia, era adecuado y conveniente agradecer aquel gesto: por eso las flores y por eso la futura llamada.

Utilizó una toalla de baño para secarse y, seguidamente, se aplicó una generosa cantidad de desodorante en spray. Se dirigió hacia el armario y comprobó la ingente retahíla de trajes que colgaban de las diferentes perchas. Hoy no se pondría ninguno de ellos. Se decantó por un atuendo más informal a la par que más deportivo. No le apetecía sentir la soga de la corbata cerrándose alrededor de su cuello. Tras aplicarse unas gotas de colonia y atusarse el pelo, por fin estuvo listo.

El piso en el que vivía —un dúplex situado en una de las mejores zonas de Manhattan— era una vivienda cómoda y moderna. Bajó las escaleras y se encaminó hacia la cocina. El televisor seguía parloteando y arrojando datos y más datos acerca de la economía y de cómo la crisis se estaba cebando con las pequeñas y medianas empresas. Suerte que la mía no sea ni pequeña ni mediana, se dijo. Cogió el teléfono y buscó en la agenda de contactos el nombre de la persona a la que quería llamar. Se trataba de una mujer. Una mujer que había formado parte de su pasado y que ahora formaba parte de su presente. Una mujer que no era Sophia y a la que había enviado un enorme ramo de rosas rojas.

4

Cuando llegó a la redacción, Lisa Carroll no pudo creer lo que veían sus ojos. ¿Quién le había enviado aquellas preciosas flores? Oteó a su alrededor tratando de descubrir si alguno de sus compañeros había tenido algo que ver en el asunto. Muchos de ellos le devolvieron la mirada, pero sólo porque la curiosidad los devoraba. Estaban pendientes de su reacción, de lo que provocaría aquel bouquet en su persona.

Dejó el bolso sobre la mesa y colgó la americana en el respaldo de la silla. Después, se aproximó al ramo y cogió una de las rosas entre sus dedos. La olió. La fragancia era magnífica, totalmente embriagadora.

Una punzada en el corazón le hizo pensar en Charles, su marido. Aquel hombre había sido todo un punto de inflexión en su vida. Provenía de una familia opulenta y no había tenido el menor reparo en compartir con ella toda la riqueza que había heredado. Así fue cómo había conseguido pertenecer a la clase alta; aunque, por supuesto, haciendo gala siempre de sus humildes orígenes.

Realmente no le hacía falta trabajar; su sustento y el de su hijo estaban más que garantizados con el salario de su cónyuge. Sin embargo, le gustaba mantener esa independencia de mujer libre. Además, la ambición era algo que la gobernaba. Quería conseguir más logros, llegar más alto, tener más dinero. Más, más, más… ¿Y para qué? Simplemente, para su propia vanagloria.

De nuevo en la realidad del momento presente, tomó la carta que se escondía entre las flores y se sentó. Se trataba de un ligero sobre cuadrado de una blancura inmaculada y celestial. Su nombre, escrito con una grafía elaborada, aparecía al frente. Lo volteó; quizá, en la parte trasera, también se incluyese el de su remitente. Para su desdicha, no fue así.

Rasgó la solapa. El corazón le palpitaba como si fuese una adolescente inmadura, como una quinceañera que acabase de recibir la invitación para acudir al baile del instituto acompañando al chico por el que todas suspiraban. La expectación era tal que apenas sí conseguía respirar.

Extrajo del interior una nota pulcramente doblada. La desplegó. De nuevo, aquella escritura barroca y recargada. Creyó que debía importarle mucho a alguien para que este se tomase las molestias de redactar un mensaje con aquellos churriguerescos caracteres. Comenzó a leer.

Estimado conciudadana:

¿Conciudadana?, se preguntó para sí.

Usted ha jodido mi vida. No se ha contentado con ser una persona mediocre sino que ha decidido compartir su inmundicia con el resto de sus semejantes y, de modo más particular, conmigo.

Yo nunca le hice nada, jamás traté de perjudicarle en lo más mínimo… Usted, sin embargo, no ha obrado de la misma manera. Con sus actos me ha faltado al respeto y, lo que es peor, ha destruido todo aquello por lo que yo había luchado. Bien, pues, lamentablemente, ha llegado el momento de pagar.

En tres días usted morirá y no podrá hacer nada para impedirlo. Escóndase si quiere, huya, desaparezca si se cree capaz…; en cualquier caso, la muerte acudirá puntualmente a su encuentro. Su única posibilidad de salvación se reduce a adivinar qué fue lo que me hizo. Sólo entonces, quizá pueda apiadarme de su alma.

Su juez y verdugo

R

Si en algún momento había creído que la vida podía ser maravillosa, ese apotegma se diluyó en aquel mismo instante.

¿Iba a morir? Según lo que rezaba aquella carta, sí. En tres días; sólo tres malditos días.

Ahora, todo el trabajo que habría propiciado garabatear aquellas líneas con aquella caligrafía le pareció la obra de un demente, no de alguien que sintiese una consideración especial por ella, ni por su vida.

Se estremeció. Una lágrima de terror se deslizó por sus mejillas excesivamente maquilladas. Tenía miedo; tenía un miedo atroz.

Sin ser plenamente consciente de sus actos, su boca se abrió con la intención de proferir un grito desgarrador, un grito que, de haberse producido, habría provocado que los mismísimos ángeles del Apocalipsis se sobrecogiesen ante el horror que se hubiera derivado de aquel escalofriante alarido.

5

Cuando Rebecca se despertó hacía ya un buen rato que William se había ido al trabajo. Aquel día tenía turno de tarde, lo cual le permitía disponer libremente de la mañana para todos aquellos quehaceres que pudiera tener pendientes. Sin embargo, a pesar de esta circunstancia, se había levantado enfadada. ¿Por qué? Resultaba evidente, ¿no? Pues porque, a medida que transcurría el tiempo, más enojada se sentía debido a aquellas inoportunas llamadas de Kathleen.

La relación que aquella había mantenido con Mathesson había terminado hacía ya muchos meses; y no precisamente de la mejor manera —según tenía ella entendido—. Él había salido profundamente herido de aquel adúltero idilio amoroso. Sí, ambos habían engañado a sus respectivas parejas, lo cual, no era algo de lo que poder sentirse demasiado orgulloso. No obstante, después lo habían vuelto a intentar y, sin terceras personas de por medio, el resultado no había sido mucho mejor. Existen romances que, simplemente, no pueden ser. Quizá fuera por la mano divina del Altísimo, quizá por la bienaventurada providencia…; el caso es que no salió bien. El destino une y desata a las personas sin remitirles una explicación al porqué de sus acciones. Ocurre y ya está, y no hay que darle más vueltas.

Ya en la cocina, con una taza de humeante café Nespresso frente a sí, encendió un cigarrillo. Le gustaba la combinación aromática y sabrosa que conformaban la excitante bebida y el nicotinoso humo. Se recreó en cada calada, permitiendo que el tabaco inundase su organismo con su efecto reparador. Estaba totalmente encolerizada.

¿Acaso le resultaba tan difícil entender que William ya no quería estar con ella? La gente se cansa y se aburre de ciertos comportamientos humanos, y sabía de buena tinta que a Mathesson le había ocurrido aquello con la zorra de Kathleen.

Sí, para ella no existían otros adjetivos con los que calificarla. Zorra, puta, perra…; cualquiera de los antedichos —y otros de peor calaña— le valían. Le tenía un odio visceral, un odio que iba más allá de lo entendible, un odio que sacaba la peor versión de Rebecca a la luz. Pero debía disimular; debía tratar de permanecer tranquila mientras él estaba delante aunque la rabia le hiciese desear lo peor para aquella otra mujer. ¿Cómo podía haberle llamado para ofrecerle otra oportunidad? Desde luego, la soberbia de la que hacía gala era impresionante. Al final, iba a ser cierto todo lo que él le había contado sobre ella…

Y por eso mismo, sus actos le parecieron acertados. Las mujeres tienen una intuición especial para con los hombres, y la suya le decía que William era el adecuado. Debía defender su terreno, su zona de confort, su actual felicidad. Dicen que una madre es capaz de hacer cualquier cosa por sus hijos; pues bien, en su caso, ella era capaz de hacer cualquier cosa por Mathesson. Lo que fuera, sin importar lo más mínimo por encima de quien tuviera que pasar, sin tener en cuenta que otras personas pudiesen sufrir dolor. No iba a permitir que nadie le quitase aquello que le pertenecía.

La ducha sirvió para calmar un poco sus ánimos; pero sólo un poco. Mientras el agua corría por la tez morena de su cuerpo, su cerebro pareció hallarse en la situación idónea para racionalizarlo todo. Sí, estaba haciendo lo correcto.

Se vistió con un vaporoso vestido verde que le habían regalado los padres de él, y completó el conjunto con unas cómodas bailarinas. Cogió una chaqueta, también, por si la temperatura refrescaba por la noche. Ya no iba a volver por casa; no le iba a dar tiempo.

Cogió su bolso y se marchó.

La calle bullía de viandantes que se desplazaban con movimientos rápidos y agónicos. El estrés, pensó, ¡qué daño está haciendo a nuestra sociedad! Y era cierto. Recordó que, durante su niñez, la gente trabajaba tanto o más que ahora. Las jornadas laborales eran maratonianas, realmente duras, pero nadie se quejaba porque los jefes valoraban el esfuerzo de sus empleados para sacar sus respectivos negocios adelante. Sin embargo, en la actualidad, estos mismos jefes se habían vuelto unos resultadistas, como si sólo les importase la cantidad de efectivo que se ingresaba a fin de mes. Sí, quizá un buen economista calificaría esta postura como acertada; pero cualquier ser humano diría que por encima del dinero estaban las personas y sus actos.

Actos como el que ella había urdido…

En efecto, se podría considerar improcedente que hubiese cogido el iPhone de William y hubiese copiado algunos números de su agenda de contactos; en efecto, se podría considerar como un abuso de confianza; en efecto, era una maniobra de vileza. Pero tenía sus motivos, motivos que iban más allá de lo que la moralidad pudiese contemplar como adecuado, motivos que ni la ética ni la razón podían entender. La realidad era muy distinta al paraíso que las religiones y los movimientos filosóficos pintaban. Dependía de uno mismo, sólo de sus propias causas.

El edificio que tenía ante sí era una construcción imponente. Las vigas que lo sustentaban parecían alargarse infinitamente y extender sus miembros en dirección al cielo. Vio su reflejo proyectado en la cristalera de la fachada, un espejo que mostraba al mundo su taxativa imagen corpórea.

No había vuelta atrás…

Se encaminó hacia la entrada y tomó su teléfono entre las manos.

6

El silencio en el que se hallaba inmersa se rompió con la jubilosa melodía de su móvil. Las notas de aquella música, una sucesión caótica de sonidos, se repetían perpetuamente como si de un bucle armonioso se tratase. Al haber elegido aquel motivo cadencioso como tono de llamada pretendía ilustrar el carácter jovial y abierto que creía tener. Nada más lejos de la realidad, ni menos cierto que una mentira.

Estaba mirando por la ventana, contemplando el paisaje que se presentaba ante sus ojos. Una gran ciudad, cemento, coches, tráfico… Rebuscó en aquel bolso que tenía y que estaba muy por encima de sus posibilidades económicas, y cogió el teléfono. La pantalla no arrojó luz acerca de quién la reclamaba; sólo rezaba el siguiente mensaje: NÚMERO OCULTO.

Estuvo tentada a no contestar pues, casi con total certeza, se trataría de algún comercial pretendiendo venderle algún nuevo producto financiero o unas mejores condiciones para su seguro de coche y hogar. No necesitaba nada de aquello; estaba muy contenta con su banco y más que satisfecha con las cláusulas y el precio que pagaba por tener asegurados el medio de transporte de su marido y la vivienda que compartía con él. La cancioncilla del aparato, sin embargo, insistía en su propósito.

—Está bien —dijo en voz alta.

Y descolgó.

No era una voz lo que respondió al otro lado, sino un susurro. Un susurro proveniente de la garganta de un alguien de sexo no definido. El corazón se le detuvo en el pecho y la respiración pareció ahogarla en su propio oxígeno. No podía creerlo.

—La muerte ha venido a buscarla, señora Johnson —canturreó el murmullo.

Se quedó inmóvil, petrificada, convertida en una estatua de sal.

—¿Quién es? —preguntó haciendo acopio de valor.

El susurro rio divertido.

—Soy su juez y verdugo. La persona que va a arrancarle la vida.

Aquella carta volvió a su mente, aquel ultimátum, aquella sentencia de muerte. Finalmente, parecían hacerse realidad. Pero…, ¿cómo? En aquel despacho estaba completamente sola, nadie amenazaba su integridad física. Racionalizar las cosas y las circunstancias le dio una nueva perspectiva del asunto. Comenzó a relajarse.

—Dígame, ¿ha tenido en consideración lo que le escribí? ¿Ha reflexionado sobre sus acciones? —preguntó aquel ser.

—No hay nada sobre lo que tenga que reflexionar —respondió ella con arrojo.

Un silencio se erigió en la línea telefónica, un silencio que quizá preludiaba un arranque de furia sin igual, un silencio que parecía ser el comienzo de su propio fin.

Se oyó un suspiro de resignación…

—Bien, señora Johnson, usted lo ha querido… —comenzó a decir.

—¿Qué es lo que he querido? ¿De qué narices me está hablando? Usted ha sido quien ha decidido empezar con esta estupidez. Dígame quién es de inmediato.

El susurro volvió a reír, decepcionado, como si hubiera previsto aquella reacción por parte de la que sería su víctima.

—En este teatro, señora Johnson, los hilos los muevo yo. —Cada vez que decía aquello de señora Johnson, su sibilante tono se cargaba de un odio y de un desprecio sin precedentes, como si tener que referirle el término señora fuese un tratamiento de respeto muy superior al que realmente merecía—. Mis manos son las que sacuden a las marionetas, las que hacen que se agiten y se meneen. Y, en su caso, la función ha terminado, ha llegado a su fin. Es el momento de cortar sus hilos, de devolverla a las tenues manos del Creador. ¿Ha preparado ya su alma?

Si atendía a sus palabras, la directora de Literature of tomorrow debería concluir que su ciclo vital estaba en las postrimerías de su existencia. Sin embargo, nada hacía presagiar que pudiera ocurrirle algo. Anduvo por el despacho, con el teléfono pegado a la oreja, intentando (ahora sí) averiguar quién era aquel ser. Decidió dejarse guiar por su intuición, por su perspicacia, por aquel presentimiento insólito e inexplicable que la había asaltado momentos antes.

—¿Eres tú, Lineker?

De nuevo, el silencio, aquella ausencia total de sensación auditiva, aquel vacío desgarrador. Y una pregunta flotaba en el aire, una pregunta que, según las amenazas de su interlocutor, suponía la diferencia entre la realidad empírica y el sueño eterno.

—¿Y qué si lo fuera? —contestó el susurro.

—¿Lo eres? —insistió.

Una risotada fue la única respuesta que recibió. Semejaba —o, al menos, así se lo parecía— que aquel ente estaba disfrutando con todo aquello.

—No —confesó la voz.

Sus ridículas e ínfimas esperanzas se desvanecieron por completo. Negó con la cabeza como si aquella conversación incoherente escapara a su raciocinio.

Entonces, ¿por qué no colgaba el teléfono?

—Déjeme en paz —le espetó con el mejor tono autoritario que fue capaz de emitir—. Váyase a la mierda. Métase sus putos problemas por donde le quepan. Espero que…

Pero no pudo terminar aquella frase… El susurro atajó aquel rosario léxico con la efectividad de un cáncer terminal.

—¡Cállese! ¡Cállese, joder!

Anne no pudo sino obedecer. La imagen de una indefensa niña siendo abroncada por sus progenitores viajó hasta su cerebro desde algún recóndito lugar de su imaginación. Así sentía: desamparada, desguarnecida, completamente asolada.

—Ha desperdiciado estos tres días, no ha tomado en consideración mi carta y no ha reparado en los agravios que ha cometido contra las personas que la rodean o la rodeaban. Le di una oportunidad, una oportunidad única para seguir respirando, para seguir abrazando a sus seres queridos. Y la ha desperdiciado, ¡la ha desperdiciado! Es usted una maldita ingrata…

Aquello ya había ido demasiado lejos, exageradamente lejos, de hecho. A ella nadie le hablaba así; ahora ya no. Sin pensárselo dos veces, apartó el móvil de su pabellón auricular, miró la pantalla de cristal y apoyó su dedo índice sobre el icono de finalizar la llamada. Se había terminado; no iba a aguantar ningún tipo de desconsideración más.

Se dio la vuelta y, entonces, sucedió. Sin esperarlo, su cuerpo se desvaneció como una pluma; inerte, completamente exánime. No sintió dolor, ni miedo, ni pesar; no hubo tiempo para nada de eso. La luz cegadora de la que hablaban no apareció y la película de su vida no pasó ante sus ojos. Tampoco recorrió el túnel que conducía hacia el horrible final ni cruzó el Lete perdiendo por completo la memoria. Definitivamente, la muerte había acudido puntual a su cita.

Sin embargo, en la incorpórea irrealidad en la que se hallaba, su espíritu lamentó no haber sido más digno, más condescendiente, mejor, en definitiva. El tribunal de las almas aguardaba para dictar sentencia, una sentencia irrevocable, una sentencia condenatoria para el resto de la eternidad. Como le ocurrió a Ticio, a Sísifo o a Prometeo… Padecer hasta el final de los tiempos se antojaba demasiado insoportable. Con las manos entrelazadas, elevó la última plegaria para que la ira de Dios no abrasase su alma en los fuegos fatuos del infierno.