CAPÍTULO VI

1

—¿Qué opinas de todo este asunto? —preguntó Maxwell mientras masticaba un enorme trozo de hamburguesa de buey.

—Sinceramente, no sé qué pensar. Algo no cuadra. Un tirador apostado en una ventana frente al edificio de Literature of tomorrow; nadie vio ni oyó nada, ni siquiera los vecinos de los pisos adyacentes a aquel desde el que se produjo el disparo; los técnicos del Departamento de Investigación Criminal no encontraron huellas, ni residuos de pólvora en el apartamento, ni ningún casquillo; el encargado de mantenimiento no ha podido aportar demasiados datos acerca del sujeto en cuestión; un tiro perfecto que atraviesa un cristal de dos centímetros de grosor e impacta en la cabeza de Anne Johnson; los trabajadores de la redacción que afirman que la relación con la víctima era, cuando menos, cordial… Parece demasiado enrevesado… Es decir, todo apunta a que alguien se tomó muchas molestias en preparar este asesinato…

—Eso mismo creo yo —confirmó el agente al tiempo que se limpiaba con una servilleta los restos de ketchup que habían quedado adheridos a la comisura de sus labios—. Demasiado perfecto.

—La cuestión principal, en realidad, es el porqué. Si averiguamos eso, habremos dado un paso de gigante para la resolución de este caso.

—¿Sospechas de alguien?

—Que Bruce Adams no se haya presentado hoy en su puesto, hace que tenga mis dudas con respecto a él. Sin embargo, algo me dice que no es el culpable. La coartada que ofreció ayer, además, era sólida, y varios de sus compañeros de trabajo confirmaron que se encontraba en las oficinas de la revista en el momento en el que se produjo el homicidio. No digo que, quizá, no haya tenido algo que ver, pero que él perpetrara el crimen…

—De todos modos, deberíamos considerar otros factores —apuntó Maxwell, quien ya había reducido a nada su jugosa hamburguesa—. El disparo, por ejemplo. No es un tiro sencillo. Aparte de la distancia, habría que saber que, cuando la bala perforase el cristal, su trayectoria se desviaría. ¿Cómo consiguió, entonces, hacer un blanco tan perfecto? El tipo tiene que ser alguien entrenado, alguien que tenga acceso a armas potentes…

—¿Sugieres que investiguemos a todos los empleados de Literature of tomorrow por si alguno tiene permiso de armas?

—Eso mismo es lo que estoy diciendo. Pero no me quedaría sólo en los actuales trabajadores; iría más allá: familiares de los mismos, amigos, antiguos activos…, cualquiera que pudiera tener cierta relación con Anne Johnson o con la revista.

Leinn asintió. Sí, era mejor no dejar ningún cabo suelto.

—Asimismo —continuó Maxwell—, sabemos que la bala utilizada era del calibre 308, ¿no es así?

—En efecto.

—¿Tenemos ya el informe de balística?

—Sí, lo he recibido esta mañana.

—¿Y bien?

—El arma utilizada fue, casi con total certeza, un rifle Savage FTR.

—¡Joder! Ese tío sabía lo que se hacía…

—¿Por qué lo dices? —preguntó extrañado el inspector.

—Pues porque el Savage FTR es un rifle de alta competición diseñado para tiro de larga distancia. Tiene una precisión increíble.

—¿La suficiente como para hacer blanco a una distancia de unos 25 metros?

—¡Y tanto que sí! Durante el Campeonato del Mundo celebrado en Bisley, en 2013, los tiradores que emplearon esta arma se llevaron 14 medallas.

Leinn pareció asombrado.

—No sabía que te interesaran esas cosas… —le dijo.

—Hay muchas cosas que no sabes sobre mí —sentenció Maxwell—. Nos limitamos a hacer nuestro trabajo y casi no ponemos atención en conocer a las personas que nos rodean. —Le dedicó una mueca de resignación a su superior—. Pero, sí, me interesa todo lo relacionado con las armas.

Leinn se irguió y tomó su cartera. Cogió unos cuantos billetes y los depositó sobre la mesa.

—Pongámonos en marcha.

—¿No vas a terminarte eso? —inquirió con perplejidad su compañero señalando los restos de comida que había dejado en el plato.

—Se me ha quitado el apetito.

—Desde luego, no hay quién te entienda… —y tomó una enorme loncha de bacon con los dedos y se la metió en la boca.

2

Un cadáver tirado en los baños de un establecimiento hostelero no pasa desapercibido durante mucho tiempo; y eso mismo fue lo que le ocurrió al de Bruce Adams.

Otro cliente, que, como él, había sentido la apremiante llamada de su vejiga, fue quien encontró el cuerpo y quien alertó al dueño del local, el cual, a su vez, se puso en contacto con la policía de Kingston para notificar el suceso. Las autoridades informaron de que tardarían unos 45 minutos en llegar. Su predicción no pudo ser más acertada.

Tal y como habían exigido, nadie se había acercado al cadáver ni se había tocado nada de la escena del crimen. Los agentes, acompañados por un forense, acordonaron la zona y retiraron el cuerpo. También se tomaron algunas muestras y unas cuantas huellas pero, salvo un enorme charco de sangre y algunos fragmentos de cerebro adheridos a la pared, no había mucho que analizar.

Como es debido, se tomó declaración a todos los que estaban en el local. Ninguno había reparado en que aquel hombre nunca había llegado a salir del aseo. Es la propia individualidad del ser humano la que le hace ocuparse, tan solo, de los asuntos que le atañen de forma directa. La mayoría —por no decir todos— jamás habían visto a aquel tipo y, por lo tanto, no era más que otro individuo anónimo con el que compartían el mundo en que vivían.

Cierto era, no obstante, que aquel homicidio le venía grande al Departamento de Policía de Kingston. En la mayoría de los casos, los agentes se ocupaban de temas de muchísima menor trascendencia. Lo habitual eran riñas entre vecinos, algún robo sin importancia, los acostumbrados jaleos que organizaban los borrachos reconocidos del pueblo y algún que otro rescate de gatos que se encaramaban a un árbol y luego no sabían cómo volver a bajar. En definitiva, ser policía en una ciudad pequeña como aquella era un auténtico chollo; todo se reducía a patrullar por las calles y a atiborrarse de donuts.

Kingston está ubicado en el condado de Ulster, al sur del estado, y, por ende, los delitos que sobrepasan sus competencias se derivan a instituciones más especializadas. Así, el sheriff se puso inmediatamente en contacto con las autoridades de Nueva York para informar de lo ocurrido. Se le dijo que tomaran posiciones, que blindasen el lugar y que realizaran un examen previo; del resto se ocuparían los técnicos del DIC[1].

La camarera —ella sí le recordaba aunque sólo hubiera compartido con él unos cuantos segundos— se encontraba sentada en una silla y utilizaba una de las cartas de comidas para abanicarse. Aún no se había repuesto de la impresión. Su jefe, un hombre que se acercaba peligrosamente a la edad de jubilación, tenía apoyada una mano sobre el hombro de su empleada y trataba de que esta se tranquilizase. Un joven agente, tanto que todavía presentaba las marcas propias del acné en su rostro, anotaba en un formulario todas las respuestas que estos le iban dando.

—Recuerdo que, hace unos años, ese tipo venía mucho por aquí con su mujer —explicó el dueño del restaurante—. Creo que ella murió… o se separaron… No sé. El caso es que era un cliente simpático. Solía gastarles bromas a las camareras aunque, eso sí, siempre con respeto. Jamás le vi sobrepasarse ni ser maleducado. De un tiempo a esta parte, se dejaba caer muy de cuando en cuando, y siempre solo. Se le veía triste, como si ya no tuviera ganas de vivir. Perdió toda la chispa que tenía… Se sentaba, comía algo y se marchaba. No intercambiaba demasiadas palabras con nadie…

—¿Sabe dónde vivía? —preguntó el policía.

—Tenía una casita en las montañas… —Se llevó una mano al mentón en un inequívoco gesto de que intentaba acordarse de algo—. Sí, una cabaña. Aunque creo que su residencia habitual se encontraba en Nueva York.

—Es decir, que venía a pasar pequeñas temporadas.

—Sí. Normalmente en verano. Algunos fines de semana también.

—De acuerdo —dijo el agente—. Si se les ocurre alguna cosa más que pudiera servirnos de información, no duden en llamarnos.

—Así lo haremos.

Acto seguido, Larry, nombre al que respondía el propietario del establecimiento, se acuclilló frente a su trabajadora y le enjugó las lágrimas de los ojos. Después, expulsó con fuerza, por las fosas nasales, el aire que albergaba en su interior.

Los policías se congregaron en el pasillo que conducía hacia los sanitarios y formaron un pequeño corro. El sheriff del condado, el hombre de mayor jerarquía de todos ellos, hablaba con sus subordinados con la calma que sólo proporcionan los años de experiencia. Era el único que no semejaba estar sumido en un estado de nerviosismo o excitación. Casi cinco lustros al mando le otorgaban los conocimientos necesarios como para dominar la situación.

Poco a poco, los clientes se fueron marchando. Se les habían tomado los datos personales y, en caso preciso, se podría recurrir a ellos si las circunstancias así lo requerían. El restaurante se fue sumiendo en un silencio sepulcral, en un bypass en el devenir normal de los acontecimientos que tenían lugar allí. En unas pocas horas, aquella pesadilla se habría acabado.

3

Allyson Blumer sobrepasaba el límite de velocidad permitido en la Interestatal 87 mientras se dirigía, como una auténtica desequilibrada, hacia Poughkeepsie. Aquella noche en la que el insomnio había decidido visitarla, había estado revisando la base de datos del Departamento de Policía y había establecido una correlación entre un caso de asesinato por envenenamiento ocurrido en el 2008 y Charlton MacWrigth, uno de los cabecillas del mercado negro de sustancias ilegales. El acusado, Basil Townsend, un hombre de 64 años que debido al fallecimiento de su esposa había heredado una enorme fortuna, había citado durante el juicio a MacWrigth. Su causa, sin embargo, se desestimó por falta de pruebas. Salió absuelto. Dos días más tarde, se observó en su cuenta corriente una enorme retirada de efectivo. Quizá el dinero había servido para callar algunas bocas o, ¿quién sabe?, quizá como pago por haber cometido el error de citar a su proveedor en el litigio procesal.

Sea como fuere, Allyson había conseguido su dirección. Vivía a las afueras de aquella ciudad, en una mansión que había mandado construir justo después de haber sepultado a su cónyuge. Para justificar este acto, manifestó que, en realidad, «lo hacía en su honor; pues ella siempre había querido poseer una casa de tales magnitudes». Ahora, con unas cuantas primaveras más a las espaldas, Basil Townsend era conocido por sus múltiples excentricidades y por sus líos de faldas. Numerosas jovencitas habían visto la oportunidad de gozar de una vida mejor al lado de un anciano que, de seguir así, no duraría mucho más. De este modo, muchas de ellas habían consentido en abrirse de piernas para él.

A pesar de su dudosa reputación y de los más que cuestionables métodos con los que había conseguido su riqueza, estaba bien protegido. Contaba con los servicios de un importante bufete de abogados que no dudaba en querellarse contra cualquiera que profiriese algún comentario desafortunado en contra de su cliente. Había sabido conseguir el respeto de la gente a base de infundir miedo. Y es que, con un personaje así, o estabas con él o estabas contra él; las medias tintas no existían.

Allyson aparcó en el margen de una carretera que cruzaba un barrio residencial con viviendas al alcance de sólo unos pocos. El lujo y la opulencia podían percibirse en el aire. Se apeó del vehículo y contempló a su alrededor. Lo único que podía verse era dinero, dinero y más dinero.

Con paso seguro, se aproximó hacia la finca del señor Townsend. La propiedad estaba delimitada por un muro de piedra que cercaba el recinto. Dos columnas, rematadas en una estatua que representaba a una majestuosa águila, sostenían una imponente doble verja. Un poco antes, en el camino que conducía hacia entrada, se había instalado un video-portero a la altura de la ventanilla de un coche. Oprimió el botón de llamada y aguardó.

—Residencia del señor Townsend —dijo una voz masculina que, sin lugar a dudas, se correspondía con la figura del mayordomo—. ¿Qué se le ofrece?

—Me llamo Allyson Blumer y trabajo para el Departamento de Investigación Criminal.

—¿Es usted policía?

—Así es.

—Si el señor Townsend está acusado de algo, póngase en contacto con sus procuradores —le espetó sin miramientos.

—No, no se le imputa nada. Sólo quiero hacerle unas preguntas.

—¿Unas preguntas sobre qué?

Aquel hombre era la amabilidad personificada, pensó ella.

—Estoy trabajando en un caso y su nombre aparece relacionado con el de Charlton MacWrigth. Quisiera que me facilitara información acerca de él, que es a quien estoy investigando.

—Lo consultaré. Aguarde un momento. Pero sepa que el señor Townsend jamás habla con policías. Los odia a muerte.

Y, dicho esto, el sirviente colgó el auricular con estrépito.

Allyson aprovechó los minutos de espera para curiosear un poco. La reja se abría a un latifundio atravesado por un camino pavimentado con piedras rectangulares colocadas escrupulosamente. Aquel sendero, con total certeza, conduciría hasta la casa principal. A ambos lados del mismo, había unos parterres cuidados con esmero. El verde de la vegetación ofrecía un contraste equilibrado con el frío gris de la calzada. Todos los detalles parecían haber sido solícitamente dispuestos para que encajaran, como si algún paisajista hubiera llevado a cabo en el predio su obra culmen.

La voz del mayordomo volvió a ser audible a través del interfono.

—¿Señorita Blumer?

—Sí, aquí estoy —respondió ella acercándose al aparato.

—No lo entiendo pero el señor Townsend me ha dicho que pase. Estará encantado en dedicarle unos minutos.

—Estupendo. Muchas gracias.

—Siga la senda empedrada, da directamente a la vivienda. La esperaré fuera.

La verja emitió un chirrido agudo cuando ambas hojas comenzaron a abrirse y Allyson, con paso decidido, comenzó a recorrer el sendero. Notó bajo sus pies el trazo irregular de los adoquines. Mientras avanzaba, paseó su mirada por los jardines que se ubicaban a los lados. Sin duda, alguien muy detallista se encargaba de podar y retocar los árboles, los arbustos y las diversas plantas con flores que habían sido injertadas allí.

La casa era simplemente magistral. Una flamante construcción de tres plantas en estilo victoriano. Por alguna razón, le vino a la mente la mansión de la película The haunting (La guarida). En aquella, una jovencísima Catherine Zeta-Jones deambulaba por unos pasillos oscuros y lóbregos al tiempo que participaba en un estudio sobre la naturaleza del miedo. Por supuesto, no era su caso. Hacía mucho que había dejado de sentir pavor, exactamente desde que le habían apuntado con una pistola directamente a la cabeza cuando todavía era una agente novata e inexperta. Aquel maldito yonqui hijo de puta… Ahora, sin embargo, su sentido del pánico era mucho menos impresionable e ir con ella al cine para disfrutar de una agradable sesión de terror era el equivalente a llevar a un niño de seis años a EuroDisney. Nada la asustaba, nada hacía que su adrenalina se disparase. Se había vuelto un témpano de hielo para ciertas cosas.

Tal y como había prometido, el mayordomo se encontraba al pie de una escalera que ascendía hacia la edificación. Estaba embutido en un traje negro, el cual había combinado con una camisa de un blanco radiante. Al verla, esbozó una sonrisa de falsa complacencia y la invitó a entrar en la propiedad.

—El señor Townsend la recibirá enseguida —le dijo.

Fue consciente, entonces, de algo en lo que no había reparado anteriormente. Los ademanes y la forma de hablar de aquel sirviente eran excesivamente amanerados. No logró discernir, en cambio, si se trataba de que su tendencia sexual clamaba por expresar que se sentía atraído por otros individuos de su mismo sexo o que, sencillamente, creía que expresándose así resultaba más fino y pretencioso. En cualquier caso, aquel sujeto le importaba entre poco y nada; su verdadero objetivo, no obstante, aún no había hecho su gran aparición.

George, que así se llamaba, la condujo hacia una estancia que semejaba desempeñar las funciones de despacho. El suelo estaba cubierto por una descomunal alfombra. En la pared derecha se había dispuesto una ordenada librería; en la izquierda, sin embargo, sólo unos cuantos cuadros. Pero lo que de verdad centraba la atención del visitante y gobernaba el cuarto era el fantástico escritorio de madera situado frente a un grandísimo ventanal. El mueble estaba ricamente ornamentado con tallas hechas a mano. Tras él, un sillón de cuero aguardaba para ofrecer comodidad a las nalgas de su poseedor; delante, unas sillas menos gratas parecían estar destinadas para los convidados.

—Puede sentarse si lo desea —le dijo el mayordomo—. El señor Townsend tardará sólo un momento.

Aceptó la oferta y ocupó una de las sillas menos cómodas.

—¿Desea tomar algún refrigerio?

—No, gracias, así estoy bien.

—Como quiera.

Basil Townsend no se hizo esperar y cruzó el umbral de la puerta con unos andares completamente prepotentes. Vestía una elegante indumentaria y llevaba un pañuelo en el cuello en lugar de la acostumbrada corbata. A pesar de su edad, conservaba buen aspecto físico, como si el paso del tiempo no hubiera hecho demasiada mella en el colágeno de su piel. Eso sí, se notaba que estaba bien alimentado.

—¿De verdad que no quiere tomar nada? Le aseguro que los éclairs[2] que prepara George son una auténtica delicia.

—Se lo agradezco, pero no.

—Bien, pues usted dirá —comentó el anciano mientras tomaba asiento frente a ella en su sillón—. Sepa que no recibo a mucha gente en mi casa —mintió— y menos aún a policías —esto, en cambio, era una verdad como un templo.

—Nuevamente, le agradezco la deferencia que ha tenido.

—Mi mayordomo me ha comentado que su visita tiene que ver con Charlton MacWrigth, ¿es correcto?

—Así es.

—¿Y qué es lo que yo puedo aportarles al respecto?

Allyson meditó un instante sobre cómo plantearle aquel asunto. Debía tratar de evitar referirse al juicio por el supuesto homicidio de su esposa, pero… ¿Cómo explicarle, entonces, por qué se encontraba allí?

—Señor Townsend, hace unos cuantos años, a usted se le relacionó, quizá erróneamente, con ese hombre.

—¿Se me relacionó? —preguntó con incredulidad—. ¡Ustedes lo dieron por hecho! —le espetó con ira.

—Cierto, tiene toda la razón. Entienda, en cualquier caso, que, en ocasiones, se cometen errores.

—¡Oh, no!, señorita… He olvidado su nombre…

—Blumer. Allyson Blumer.

—Eso no fue un error, señorita Blumer. ¡Fue un complot en toda regla!

Basil Townsend iba encolerizándose por momentos. Si quería obtener aquella información, debería ser más cuidadosa.

—Lamento mucho todos los conflictos que eso le haya podido causar. Sin embargo, no he venido a remover el pasado.

Aquella muestra de buena voluntad, en cambio, pareció calmar un poco al septuagenario. No obstante, era perceptible cierto escepticismo en él.

—Continúe, se lo ruego, y disculpe mis modales. Este asunto saca lo peor de mí.

Allyson asintió con la cabeza, haciéndole ver que le entendía. Ser empático siempre era una buena táctica.

—Como le decía, su nombre y el del señor MacWrigth aparecen relacionados en un antiguo informe policial. Sabemos, además, y sin lugar a equívoco, que ese tipo es uno de los cabecillas del mercado negro de sustanciales ilegales. Actualmente trabajamos en un caso que tiene mucho que ver con él. ¿Le suenan de algo los crímenes de El barbero, el asesino de mendigos?

—Por supuesto que sí. La prensa, sobre todo las publicaciones más sensacionalistas y amarillas, se han hecho eco de esos homicidios y no han dudado en recrearse en los detalles más escabrosos. Ahora mismo, diría que es una noticia de interés nacional… Pero…, ¿no creerán que ese asesino de indigentes es Charlton MacWrigth?

—No, claro que no. Pero sospechamos que es él quien le facilitó al criminal el talio con el que envenenó a sus víctimas.

—¿Talio?

—¿Sabe algo acerca de esta sustancia?

Basil la miró con suspicacia. Semejó escoger bien las palabras antes de hablar.

—Bueno, sé que es la toxina con la que se cargaron a Alexander Livtinenko.

—¿El espía ruso del KGB?

—Ese mismo —confirmó el anciano antes de proseguir con su disertación acerca de sus conocimientos sobre la materia—. El sulfato de talio es fácilmente soluble en agua y, dadas sus propiedades incoloras, inodoras e insípidas, se convierte en un arma muy atractiva para cometer un asesinato sin dejar pruebas…

La agente pensó, mientas el hombre exponía toda su sapiencia con respecto a aquel componente, que mucho sabía sobre venenos como para no haber tenido nada que ver en la muerte de su esposa. Sin embargo, ese tema sería mejor dejarlo al margen.

—… Antiguamente, se empleaba también como raticida, pero dada su toxicidad y que es cancerígeno para el ser humano, su uso se ha prohibido en los últimos años.

—¡Impresionante! —manifestó ella.

—No, señorita Blumer; no se impresione tan fácilmente. Hoy en día, en Internet se puede encontrar información sobre cualquier cosa…

¡Qué curioso que precisamente él se hubiera interesado por esa información en concreto!

—Eso es incuestionable —ratificó—. Señor Townsend, aunque me resulta muy grato charlar con usted, si no le importa, me gustaría centrar un poco más nuestra conversación en Charlton MacWrigth…

—¡Claro! Disculpe mis devaneos. La edad hace que pierda de vista el tema principal.

—No se preocupe.

—Bien, ¿qué es lo que necesita?

El momento álgido de la conversación había llegado, y Allyson lo sabía. En su habilidad retórica estaba salir de allí con los datos que precisaba o irse con las manos vacías. Decidió lanzarse a por todas.

—¿Cómo puedo encontrarle?

—¿A MacWrigth?

—Sí.

—¿Y por qué cree usted que yo sé cómo hacerlo?

¡Mierda!, maldijo para sí. Estaba cerrándose en banda, estaba defendiendo aquella declaración que había dado cuando le habían arrestado como posible sospechoso del asesinato de su mujer, estaba protegiendo la clandestinidad y la inmunidad de aquel detestable traficante de sustancias prohibidas. ¿Tan grande era el poder que tenía aquel tipo?

—Porque considero que Charlton MacWrigth no se portó bien con usted. —El anciano aguardó en silencio a que aquella mujer terminase de exponer sus argumentos—. Durante el juicio, usted cometió un pequeño desliz: le mencionó. Después de que saliera absuelto, en su cuenta corriente figura una importante retirada de efectivo. Ese dinero era para pagarle, ¿no es cierto? Le amenazó con contarlo todo si no le entregaba esos 250.000 dólares, ¿verdad? Le impuso ese castigo por haber dicho su nombre durante la vista, ¿no es así?

Basil Townsend la miró fijamente. En sus ojos, sin embargo, no había ni el más mínimo atisbo de miedo o pesar. Es más, parecía deslumbrado por la pericia de aquella agente.

—Señorita Blumer, no es tan estúpida como en un primer momento pudiera parecer…

—¿Debo tomarme eso como un cumplido? —preguntó ella.

—Por supuesto; lo es.

El anciano se levantó y paseó por el espacio que había frente al ventanal. Dirigió su vista hacia el exterior, hacia la lontananza. Carraspeó bruscamente antes de proseguir.

—¿Qué me propone? —Su tono de voz había cambiado radicalmente: ya no tenía aquel matiz amable y solícito.

—Un trato.

Basil dedicó un instante a estudiarla. ¿De verdad le estaba hablando en serio aquella cría?

—Soy todo oídos —dijo al fin.

Allyson sonrió para sus adentros. Cuando expuso los términos del acuerdo, no le tembló el pulso ni lo más mínimo.

—Usted me indica cómo encontrar a MacWrigth y yo hago desaparecer el informe que le relaciona con él.

—¿Puede hacer eso?

—Señor Townsend, no sea ingenuo. Soy policía; puedo hacer lo que me plazca. Además, se pierden papeles todos los días, ¿no es verdad?

—Sí, así es. Y, en ocasiones, hasta se agradece que esas cosas ocurran…

Un silencio de expectativas se irguió entre los dos, un silencio capaz de atenazarle el alma al ser más impío.

—¿Qué? ¿Sellamos nuestro pacto? —preguntó al tiempo que le ofrecía la mano para que él se la estrechara.

El septuagenario dudó un segundo más, sólo un segundo. Luego correspondió al gesto que ella le brindaba.

—Tome buena nota de lo que voy a decirle porque sólo se lo contaré una vez.

Aquella tarde, Basil Townsend cantó como un pajarito. No quedó un detalle por explicar ni una duda por resolver. Por fin se había podido quitar aquel peso moral con el que su conciencia cargaba día tras día. Se sentía liberado, aliviado por haber dicho la verdad, descansado por no tener que seguir mintiendo. Sí, aquella mujer había sabido llevarlo a su terreno, había sabido cómo atraparlo en su telaraña de oratoria. Pero no le importó. Allyson Blumer le pareció un ser tan despreciable como pudiera serlo él mismo. A fin de cuentas, acababa de hacer un pacto con el mismísimo diablo.

4

Tras casi tres horas de trayecto, Forell por fin había llegado a la cabaña de Bruce Adams. Ya era media tarde y el sol comenzaba a retirarse escondiéndose tras las montañas Catskill.

Aparcó el vehículo frente a la casa y se apeó de él. No parecía haber nadie. Dedicó, entonces, unos minutos a inspeccionar los alrededores y a comprobar que, como bien le habían comentado algunas amistades, aquel paraje ofrecía unas vistas espectaculares. El mutismo que se extendía por toda la superficie no podía ser más absoluto y la tranquilidad que se podía respirar semejaba ser capaz de apaciguar incluso los corazones más acelerados.

La vivienda estaba enclavada en la superficie más elevada de una inmensa pradera cubierta en toda su longitud por hierbas bajas. Se acercó a la misma. Subió los escalones del porche y llamó a la puerta con los nudillos. Sin respuesta. Repitió la operación. Mismo resultado. Seguidamente, miró por la ventana que se abría al soportal. Calculó que no serían más de 40 m2 distribuidos en una única estancia. Se aproximó de nuevo a la puerta y sacó del bolsillo de su pantalón un juego de ganzúas. La cerradura no opuso demasiada resistencia y, finalmente, cedió. Forell pensó que la gente era poco diligente instalando aquellos pobres y vanos sistemas de cierre. Cualquier ladrón, al igual que él, hubiera podido forzarlo.

Accedió al interior y sus conjeturas se confirmaron. Se trataba de una superficie pequeña y rectangular en la que, en la parte derecha, se había colocado un sofá para dos frente a una chimenea de piedra. En la misma y sujeta por unos colgadores, había una escopeta de caza que había visto sus mejores tiempos en un pasado muy lejano. Al fondo, se había instalado una reducida cocina con una mesa de madera que servía como elemento separador de ambientes. Cuatro sillas se apostaban alrededor de la misma. En la parte izquierda, se había dispuesto una cama de matrimonio con dos mesillas de noche a ambos lados. Junto a esta, había una pequeña librería con los títulos más conocidos de los autores norteamericanos más relevantes. Más allá y separado por un pequeño tabique, se encontraba el baño.

Forell revisó los muebles de la cocina y confirmó que estaban vacíos. No había absolutamente nada que comer. Creyó que, en caso de que Bruce Adams decidiera quedarse allí algunos días, debería comprar algo que llevarse a la boca. Aunque, ¿quién sabía? Quizá era uno de esos sibaritas que desayunan, almuerzan y cenan fuera de casa porque no son capaces, siquiera, de freírse un huevo. Si ese era el caso, aquel hombre no tardaría demasiado en volver.

Paseó su mirada por la vivienda y reparó en la pequeña maleta que descansaba sobre la cama. Se acercó a ella y la abrió. Unas cuantas camisetas, algún jersey, varias mudas de ropa interior… Lo que se dice viajar ligero de equipaje. Sin embargo, lo que captó poderosamente su atención fue el sobre con el nombre de Bruce Adams escrito en el anverso del mismo. Lo tomó cuidadosamente y desplegó la solapa, que no había sido pegada ni rasgada. A continuación, extrajo la nota que albergaba en su interior.

Al leer el contenido de aquella misiva escrita con letra más propia del período gótico, sus ojos se abrieron en una circunferencia estratosférica. ¡Aquello era una incuestionable amenaza! Pudiera ser, entonces, que aquel trabajador de Literature of tomorrow no se hubiera presentado en la redacción por una simple cuestión de miedo, y no por otros motivos más oscuros. Dejó la carta sobre la mesa y, con su teléfono móvil, sacó una fotografía de la misma. Puso especial cuidado en que la instantánea fuese nítida y el mensaje, perfectamente legible. Seguidamente, accedió a su cuenta de correo electrónico y envió la imagen a Warren Leinn. ¿Y si Anne Johnson había recibido también una misiva como aquella? Si así era, aquel caso se iba a complicar manifiestamente.

La llamada de su superior no se hizo esperar.

—¿Qué coño me has enviado? —le espetó Leinn sin saludarlo previamente.

—Antes de responder a tu pregunta, adivina dónde estoy.

—No tengo ni la más remota idea.

—En la cabaña de Bruce Adams. La fotografía que te he enviado es de una carta que he encontrado en su maleta. Parece que nuestro amigo ha venido a pasar una temporada a los Catskill. ¿Quizá por temor a que le ocurriera lo mismo que a su jefa?

Leinn pareció meditar en silencio. Finalmente, preguntó:

—¿Crees que ambas cosas están relacionadas?

—Podría ser, aunque, no estoy seguro.

Otro instante de ausencia conversacional.

—¿Sabes dónde está el Point Lookout Mountain Inn?

—No, pero el GPS sabrá llevarme hasta allí.

—Es un restaurante situado a unos 25 kilómetros de donde te encuentras.

—De acuerdo.

—Hace un rato, hemos recibido la llamada del sheriff de Kingston —explicó—. Han encontrado el cuerpo de Bruce Adams.

—¿Lo han asesinado?

—Así es. Un tiro a quemarropa en la parte trasera del cráneo.

—¿Lo han asesinado en el propio restaurante?

—No en el salón de comidas, si es eso a lo que te refieres. Lo hicieron en los aseos del mismo. Al parecer, estaba meando cuando alguien se le acercó por detrás y… ¡adiós! Lo sospechoso del asunto es que nadie oyó el disparo…

—Quizá, el homicida utilizó un silenciador para mitigar la detonación.

—¿Y salió de allí sin que nadie lo viera?

Forell contestó con otra cuestión.

—¿Con cuánta gente te cruzas a lo largo del día y no reparas en ella? Los seres humanos somos poco observadores, Warren…

Se oyó una profunda respiración.

—¿Puedes hacerte cargo?

—Claro. Iré enseguida.

—El forense ya ha levantado el cadáver. Deberías pasarte por la morgue y hacer todo el papeleo correspondiente para que trasladen el cuerpo hasta aquí.

—Me ocuparé de ello también, no te preocupes.

—En lo que a Maxwell y a mí respecta, pasaremos por la revista y trataremos de averiguar si Anne Johnson o alguno de los empleados ha recibido una carta como esta.

—Perfecto. Estamos en contacto.

Colgó. Definitivamente, aquel caso se estaba enrareciendo por momentos: misivas amenazantes firmadas por un tal o una tal R, homicidios en los que nadie veía ni oía nada, un asesino inmisericorde dispuesto a cobrarse su personal venganza… Todo resultaba demasiado retorcido, demasiado enrevesado. Podría ser que el Departamento de Investigación Criminal de Nueva York estuviese ante el psicópata más preparado de todos los tiempos.

***

La amable y dulce secretaria que había encontrado el cadáver de su jefa en medio de un ingente charco de sangre fue quien respondió al teléfono.

Literature of tomorrow. Buenas tardes. Al habla Clarice. ¿En qué puedo ayudarle?

—Soy Warren Leinn, el inspector a cargo de la investigación del homicidio de Anne Jonhson.

—Hola, inspector. ¿Precisa alguna cosa?

—En realidad, sí. Necesito que retenga a todo el personal en la redacción hasta mi llegada.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó asustada.

—Hemos descubierto nuevas pruebas de las que es preciso informar a todos los trabajadores.

—Está bien, señor Leinn. Trataré de que nadie se vaya.

—Es de vital importancia, Clarice. Puede que alguien más esté en peligro.

Sin más dilación, en compañía de Maxwell, se puso en camino.

5

Entrar en Nueva York a última hora de la tarde puede llegar a constituir todo un ejercicio de paciencia, y Allyson Blumer lo estaba comprobando en primera persona.

Con la información que Basil Townsend le había proporcionado, se dirigía hacia Bedford Street, una calle situada en el Lower Manhattan y cuya esquina con Grove se había convertido en un centro de peregrinación para los diversos turistas debido a su aparición en una conocida serie de televisión. Así, entre el tráfico y los descuidados peatones que cruzaban la calzada por cualquier lugar —además de los visitantes que trataban de conseguir la mejor instantánea de aquella intersección en cuestión—, apenas avanzaba un metro por minuto. Decidió que lo más inteligente sería aparcar el coche y continuar el resto del camino a pie.

Tuvo suerte y encontró un sitio relativamente próximo al lugar al que se dirigía. En un par de maniobras, su flamante Audi estuvo estacionado correctamente. Sin embargo —y sólo por si acaso—, dejó colgada del espejo retrovisor interior la acreditación del gobierno que, como policía que era, le permitía dejar su vehículo en cualquier lugar que quisiese.

Resultaba curioso que Charlton MacWrigth viviese concretamente en aquel barrio. Se lo había imaginado residiendo en Queens o en el Bronx, boroughs[3] que parecían casar más con su índole criminal. Aunque, visto de otro modo, tampoco era un criminal en sí mismo. Podría decirse que era una especie de mafioso, un capo que había sabido establecerse en la ciudad y prosperar a base de su buen hacer. Jamás se le veía y era difícilmente localizable. Por eso Allyson había tenido que recurrir al señor Townsend, porque, actualmente, nadie sabía dónde encontrarle.

Siguiendo el protocolo indicado por el anciano, le había llamado por teléfono. Su negocio funcionaba por recomendación, por lo que ella arguyó que un antiguo cliente suyo había sido quien le había facilitado su número. Él pareció satisfecho al oír aquello pues, según decía, su máxima era que un comprador complacido siempre traía a otro comprador. Obviamente, le pidió su nombre, requerimiento que ella denegó aduciendo que prefería permanecer en el anonimato.

—Lo comprendo, señorita —le había dicho—, pero comprenda que no es un trato justo. Usted conoce a la persona a la que se dirige; yo, no. Además, si finalmente llegamos a un acuerdo, también sabrá dónde resido. ¿No le parece improcedente que yo no tenga constancia, siquiera, de con quién estoy tratando?

A la postre, hubo de ceder en su ruego.

—Me llamo Lucinda Harrison —mintió. Había empleado como seudónimo el nombre de una antigua víctima de asesinato. Si se le ocurría investigarla, no podría establecer una relación entre ella y la policía.

—Muy bien, Lucinda. Me alegro de que haya acudido a mí. ¿Puedo saber quién le ha facilitado el contacto?

Allyson revolvió en su memoria en busca de algún sospechoso de haber colaborado con Charlton MacWrigth. Los informes que había estado consultando durante la noche se alzaron en su mente con una claridad meridiana.

—Lucas Chanderland.

—¡El bueno de Lucas! Un gran tipo, sí señor. Envíele saludos de mi parte.

Ella no pudo sino sentir un asco extremo hacia aquel ser. Lucas Chanderland había sido investigado por narcotráfico. MacWrigth conseguía la droga y él se dedicaba a venderla por ahí. Muchos menores de edad habían caído en sus redes, menores que, en la actualidad, eran cocainómanos y yonquis reconocidos.

—¿Cómo puedo encontrarle? —preguntó.

—Vivo en un apartamento en el 84 de Bedford Street. En el último piso.

—¿Podría verle hoy mismo?

—Claro, Lucinda, por supuesto. Mi negocio está abierto las 24 horas.

—Llegaré a eso de las 20:00.

—Perfecto. Aquí la espero.

Tras la llamada, se había comunicado con Kenneth Brown y con Mike Petersen para ponerles al corriente de todo el asunto. Ellos se habían encargado, entonces, de preparar un enorme dispositivo policial en la zona. Los agentes, vestidos de paisano, deambulaban por la calle como si fuesen ciudadanos de a pie o simples turistas. Realmente, ni el ojo más experto hubiese podido asegurar que la mayoría de los allí presentes eran policías.

Ya en el lugar acordado, mantuvo una breve conversación con sus dos compañeros y establecieron el procedimiento a seguir. Debía ser una operación rápida y que no despertase las sospechas de nadie. Con total certeza, Charlton MacWrigth tendría esbirros protegiéndole, por lo tanto, las medidas de seguridad debían ser extremas.

Puestos todos los puntos sobre las íes y preparado todo el personal, se encaramó hacia el portal de aquel pequeño bloque de apartamentos. Algunos agentes se habían apostado en su interior y fingían realizar tareas de mantenimiento en el vestíbulo de acceso. Llevaban monos de trabajo y habían salpicado sus caras con pintura blanca como si se hubieran manchado mientras hacían su labor. Otros, se encontraban en las escaleras o en los rellanos de cada planta. Todos tenían su papel bien aprendido y lo desempeñaban con la misma profesionalidad que actores consumados. Era cuanto menos tranquilizador saber que todos aquellos policías estaban allí para custodiarla.

La última planta se correspondía con un quinto piso. El edificio no contaba con ascensor, por lo que tuvo que subir a pie. A medida que avanzaba, los operativos iban abandonando sus puestos para seguirla. Poco a poco, toda una recua de agentes se fue organizando tras ella.

Cuando se encontró por fin en el piso en cuestión, notó que los nervios la asaltaban. No era para menos: se disponía a llevar a cabo el arresto de un prófugo criminal. Su corazón bombeaba sangre con celeridad, a un ritmo que cualquier cardiólogo hubiese calificado como insano. Se obligó a tranquilizarse y avanzó a pasitos lentos pero seguros.

Frente a la puerta, respiró hondamente y llamó. Los policías tomaron posiciones a ambos lados de la misma, siendo completamente invisibles para la persona que, a través de la mirilla, intentase averiguar de quién se trataba. Transcurrió un segundo, dos segundos, tres segundos… Finalmente, alguien desde el interior preguntó:

—¿Quién es?

—Soy Lucinda Harrison. Hablé con el señor MacWrigth hace un rato… —dijo acercándose a la hoja de madera para que su voz fuese más audible.

El hombre de la vivienda pareció buscar la confirmación de su jefe de que, en efecto, era la persona a la que estaba esperando. Descorrió una infinidad de pestillos y abrió la puerta. Fue entonces cuando se formó el caos.

Los agentes irrumpieron en el domicilio con una violencia extrema y una presteza sin igual. Se oyeron algunos disparos y las voces de varios sujetos que se dolían de las heridas recibidas. Los policías fueron asegurando, una a una, todas las estancias de la morada hasta que la figura de Charlton MacWrigth quedó indefensa ante los puntos de mira de sus respectivas armas. El hombre alzó los brazos en señal de rendición y les dedicó una sonrisa estúpida.

—¡Vaya, hombre! Ya empezaba a creer que no me encontrarían nunca…

Allyson Blumer, Kenneth Brown y Mike Petersen accedieron a la vivienda y se dirigieron directamente hacia su sospechoso. Sólo él podía facilitarles la información que necesitaban para atrapar a aquel asesino de indigentes, sólo él tenía acceso a compuestos como el sulfato de talio, sólo él comercializaba venenos tan letales como aquel. Si se habían equivocado, volverían al mismo callejón sin salida del que habían partido.

—Con que Lucinda Harrison —le espetó con desdén MacWrigth en cuanto la vio aparecer.

—¿Charlton MacWrigth? —preguntó ella haciendo caso omiso a sus palabras.

—Para servirle a Dios y a usted —dijo mientras agachaba la cabeza como si estuviera haciendo algún tipo de reverencia.

—Queda detenido por tráfico ilegal de estupefacientes y otras sustancias.

Sin más dilación, lo esposaron y lo sacaron de allí sin que él opusiera la más mínima resistencia.

6

Robert Forks se preguntó si sus hijos comprenderían, en algún momento de sus vidas, por qué estaba haciendo aquello. Consideró que, para la mente de un adulto, era fácilmente procesable el hecho de que se viera en la necesidad de restablecer el equilibrio, de castigar a los que habían destrozado su estado de bienestar, de aprovechar las oportunidades en el momento en el que estas aparecían; sin embargo, para unos niños pequeños, unos niños de la edad de los que él tenía, estos planteamientos lógicos eran mucho más complicados y, sobre todo, mucho menos entendibles. Por eso, mientras tomaba el ascensor que lo conducía hasta el piso de Kathleen, la culpabilidad por desatender el dictamen del juez en cuanto al régimen de visitas lo azotó con toda su furia.

¿Qué pensaría ella? ¿Qué opinaría de aquella decisión su obstinada exmujer? Con total certeza, comunicaría que él no estaba cumpliendo con el acuerdo impuesto en la sentencia judicial y, muy probablemente, aprovecharía aquella coyuntura para tratar de arrebatarle por completo a sus retoños. Bien, Kathleen debería jugar sus cartas como creyese oportuno; no obstante, también debería atenerse a las consecuencias de sus actos y a las represalias que él tomaría en cuanto hubiese dado por concluido aquel turbio asunto.

Sarah y David parecían extrañados, como si aquello que estuviera sucediendo fuese demasiado complejo como para ser discernido por sus pequeños e inmaduros cerebros. Se limitaban a permanecer en silencio, sorprendidos, completamente desconcertados. Ella se miraba en el espejo del elevador y se colocaba un mechón de pelo rubio tras la oreja; él, con la vista fija en el suelo, semejaba barajar las posibles opciones que habría para explicar aquel insólito suceso.

Cuando el ascensor se detuvo en la planta deseada, los ocupantes del mismo abandonaron el pequeño habitáculo y torcieron hacia la derecha. Una enorme letra C se ubicaba sobre la puerta de la vivienda. Los recuerdos del pasado volvieron a la memoria de Robert con una fuerza inusitada y es que, aun con un divorcio de por medio, resultaba difícil desquitarse de las viejas costumbres y de los viejos hábitos. Aquella también había sido su morada, el lugar al que le había gustado volver después de un largo día de trabajo para atender a las personas que conformaban su familia. Hoy en día, sin embargo, tenía algo parecido a una familia y ejercía las funciones de algo parecido a un padre de unos hijos que no eran suyos. Pero así es la vida, así de cruel; pasas de tenerlo todo a no tener nada. Hay que saber adaptarse, pensó.

Llamó al timbre y este emitió su acostumbrado sonido agudo. Dejó pasar unos cuantos segundos y repitió la operación. Nadie respondió al otro lado. Tomó su teléfono móvil y trató de ponerse en contacto con su exesposa una vez más. Recibió como contestación la misma respuesta que en las otras ocasiones: El número al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde. Farfulló algo para sí y devolvió el aparato al interior del bolsillo de su pantalón.

—¿Mamá no está en casa? —le preguntó su hija.

—No, cariño. Mamá debe de haber salido —le dijo al tiempo que le acariciaba su dulce tez.

—¿Vamos a volver con ella?

—Eso pretendía. —Le dedicó una sonrisa apesadumbrada antes de proseguir—. Papá tiene mucho trabajo que hacer.

Los niños, por su condición natural —y al igual que los borrachos—, están programados genéticamente para decir siempre la verdad. Y en el caso de Sarah, aquella afirmación acerca de la absoluta sinceridad infantil no pudo ser más demoledora.

—¡Bieeeeen! —exclamó la pequeña dando saltitos.

Aquello le dolió. Es más, fue como si su hijita lo hubiese apuñalado deliberadamente con el cortante cuchillo de la espontánea franqueza. Por un instante la odió, la aborreció, la detestó con toda su alma. Buscó consuelo en su primogénito y le pasó un brazo por encima de los hombros.

—¿Tú también quieres estar con mamá? —le preguntó.

Este le miró con los ojos muy abiertos, quizá habiéndose dado cuenta del daño que su hermana le había causado.

—A mí me da igual —manifestó.

Robert asintió con la cabeza antes de instar a sus hijos a volver por donde habían venido. Sí, quizá aquella empresa que había acometido estaba deteriorando la buena relación que hasta entonces había mantenido con sus vástagos. Sin embargo, ahora no podía detenerse; ahora no podía parar. El carrusel de la venganza se había puesto en marcha y no se apagaría hasta que todo hubiese llegado a su fin. Quedaba poco, cada vez menos, no obstante, habría que acelerar el curso de los acontecimientos si no quería perder por completo a dos de las razones por las que todavía seguía luchando. No había tiempo que perder; era necesario terminarlo todo cuanto antes.

7

Cuando Warren Leinn y Maxwell llegaron a la redacción, la sala de juntas de Literature of tomorrow estaba llena hasta la bandera. La dulce Clarice, atendiendo eficientemente a la demanda del inspector de homicidios, había impedido que los trabajadores se marchasen a sus casas para disfrutar de un más que merecido fin de semana de descanso, y, es más, había congregado al personal en la estancia en la que se solían celebrar las pertinentes reuniones previas a la publicación de cada uno de los números de la revista con el fin de que todos pudiesen ser informados acerca de los nuevos hallazgos que el Departamento de Investigación Criminal había conseguido en relación al caso del asesinato de Anne Johnson.

Comprensiblemente, la extrañeza era la nota predominante en los rostros de los empleados. Estos, buscando una respuesta que satisficiera su ávida curiosidad, se miraban los unos a los otros. Nadie parecía saber qué estaba ocurriendo, nadie parecía saber por qué habían sido citados allí. Era como si un aura de perplejidad hubiera descendido sobre sus vulnerables cuerpos, como si la incertidumbre hubiese asolado sus descompuestas almas. Todos callaban, todos permanecían envueltos en el más absoluto silencio. Y es que, al fin y al cabo, sólo aguardaban una explicación que esclareciese la gran duda que se cernía sobre sus cabezas como una amenazante espada de Damocles.

Los agentes accedieron a la sala con gesto serio. Resultaba evidente, en cualquier caso, que no eran portadores de buenas noticias. Se apostaron en la cabecera de la enorme mesa que gobernaba la zona central del cuarto y dedicaron un instante a evaluar los ánimos de aquellas personas que los aguijonaban con sus pupilas como si de un ejército de abejas asesinas se tratase. Warren Leinn respiró profundamente antes de tomar la palabra.

—Señoras, señores, lamento comunicarles que hemos encontrado el cuerpo sin vida de Bruce Adams —dijo sin paños calientes.

Las reacciones no se hicieron esperar y, aunque algunas de las mujeres allí presentes estallaron en un llanto incontrolable, la mayoría esbozó una mueca de asombro absoluto ante lo que acababa de oír.

—Su cadáver ha sido hallado en el Point Lookout Mountain Inn, un restaurante situado en la zona de los Catskill, donde sabemos que el fallecido era dueño de una pequeña propiedad. La causa de la muerte ha sido un disparo a quemarropa en la parte trasera del cráneo. Ya hemos enviado algunos efectivos al lugar de los hechos y el forense se encargará de practicar la pertinente autopsia en las próximas horas. Esperamos disponer de más información en breves.

Los empleados de la revista permanecían patidifusos, incapaces por completo de creer aquello que les estaban narrando.

—Entre las escasas pertenencias del difunto, hemos descubierto una carta amenazadora que alguien le remitió…

Lisa Carroll y Kate Wilson se revolvieron nerviosas en el asiento que ocupaban. ¿Podría ser, finalmente, que su destino fuese acabar en una fosa alimentando a los gusanos por el resto de la eternidad? Sus respectivas respiraciones se entrecortaron y sus corazones, como habiendo sido paralizados por una fuerza superior, se detuvieron en el interior de sus cavidades torácicas.

—Todavía no poseemos demasiados datos acerca de la misiva aparte de su contenido. Los técnicos del laboratorio la analizarán en cuanto la tengan en su poder. Sin embargo, me gustaría leerles el mensaje que transmite y, por supuesto, si alguno de ustedes dispone de cualquier tipo de información o ha recibido algún escrito de características semejantes en los últimos días, les ruego nos lo comuniquen enseguida.

Tomó el teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta y accedió a su cuenta de correo electrónico. Seguidamente, abrió el mensaje que Forell le había remitido.

«Estimado conciudadano: Usted ha jodido mi vida. No se ha contentado con ser una persona mediocre sino que ha decidido compartir su inmundicia con el resto de sus semejantes y, de modo más particular, conmigo. Yo nunca le hice nada, jamás traté de perjudicarle en lo más mínimo… Usted, sin embargo, no ha obrado de la misma manera. Con sus actos me ha faltado al respeto y, lo que es peor, ha destruido todo aquello por lo que yo había luchado. Bien, pues, lamentablemente, ha llegado el momento de pagar. En tres días usted morirá y no podrá hacer nada para impedirlo. Escóndase si quiere, huya, desaparezca si se cree capaz…; en cualquier caso, la muerte acudirá puntualmente a su encuentro. Su única posibilidad de salvación se reduce a adivinar qué fue lo que me hizo. Sólo entonces, quizá pueda apiadarme de su alma. Su juez y verdugo. R».

Depositó el aparato sobre la mesa y recorrió con su mirada sagaz los rostros de los allí presentes. Ninguno se atrevió a decir nada, ninguno despegó sus labios para dejar salir algún vocablo inteligible. El silencio reinante era tal que aquello parecía más un velatorio. De repente, una mano se alzó en la quietud dominante.

Lisa Carroll era quien la había levantado y en su cara eran visibles unas ardientes lágrimas que erosionaban el maquillaje con el que trataba de embellecer su maltrecha piel facial. Tenía los ojos clavados en el suelo y semejaba estar haciendo un esfuerzo sobrehumano por controlarse. Leinn la observó con el alma constreñida en un puño.

—¿Qué ocurre, señora Carroll? —le preguntó con voz queda.

Pero ella no respondió inmediatamente. Respiraba con dificultad, como si estuviese siendo víctima de un ataque cardíaco o de una angina de pecho. Su cuerpo temblaba y parecía que sus cuerdas vocales se habían atenazado de tal forma que le resultaba completamente imposible articular una sola palabra. Luchaba por imponer algo de orden en sus impulsos más primarios. Finalmente, su vista se centró en la figura delinspector de homicidios y la imagen que se colaba por sus retinas se enfocó a pesar de las lágrimas. Luego, exhaló un suspiro ahogado.

—A mí me han enviado una carta igual —manifestó.

Los empleados de Literature of tomorrow se quedaron estupefactos, paralizados por completo, como si, de alguna extraña manera, se hubieran convertido en estatuas de sal. Era tal el estupor que los asolaba que si alguien les hubiese seccionado algún miembro con un bisturí eléctrico apenas sí habrían sentido dolor.

Warren Leinn, por su parte, notó cómo el peso del mundo caía sobre sus hombros. En su cerebro se dibujó el retrato de Atlas, el joven titán condenado por Zeus a soportar los pilares que mantenían a la Tierra separada de los cielos. Aquel caso se le complicaba por momentos. Definitivamente, él y el cuerpo de policía de Nueva York no se estaban enfrentando a un cualquiera. En absoluto. Aquel asesino sabía lo que se hacía y lo había planificado todo con una precisión milimétrica. Por un instante, un miedo irracional tomó posesión de todo su cuerpo.

—No se preocupe, señora Carroll —dijo con el tono más tranquilo que pudo—; nosotros nos encargaremos de custodiarla.

Pero ¿era eso posible? ¿Podrían impedir que un psicópata llevase a cabo el macabro plan que tenía en mente? Por el momento, ya le había arrancado la vida a dos personas, y su lista no parecía terminarse ahí. ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Cuál era el motivo que le empujaba a cometer tales atrocidades?

—¿Cuándo recibió usted la misiva? —preguntó Maxwell abriendo el informe del caso y disponiéndose a tomar nota de todos los datos que considerase importantes.

—El día que asesinaron a Anne —dijo Lisa entre sollozos.

—Eso quiere decir —y contó con ayuda de los dedos— que su muerte debería ocurrir pasado mañana, ¿no es así?

—En efecto. —Al confirmar aquello, toda la fortaleza espiritual de la que se vanagloriaba se vino abajo. Siempre había demostrado ser una mujer fuerte, una mujer a la que nada le venía grande. En aquel instante, la niña asustada que llevaba en su interior salió a la luz con toda impunidad.

—Tranquilícese, por favor —le rogó Leinn—. Tiene mi promesa de que no le sucederá nada. —Tragó saliva como si le costara creer lo que iba a exponer a continuación—. Nos hemos enfrentado anteriormente a otros casos de similar índole y podemos decir con orgullo que nuestros protegidos siempre han salido indemnes. En esta ocasión, no resultará de otro modo.

Un tipo de semblante adusto intervino sin aguardar su turno.

—¿Existe alguna relación entre el asesinato de Anne Johnson y el de Bruce Adams? —preguntó.

El inspector sopesó su respuesta. ¿Podría ser? ¿Podría haber alguna analogía entre ambos crímenes?

—Es demasiado pronto para establecer algún paralelismo entre los dos homicidios —explicó—. Sin embargo, no recusamos ninguna posibilidad.

—¿Recibió Anne una misiva como la que usted nos ha leído? —inquirió nuevamente el hombre haciendo gala de su afán periodístico.

—No hemos encontrado nada que nos indique que así fuera. Es más, de haberlo hecho, no informó de ello a ninguno de sus allegados.

—Pero, no se descarta la hipótesis… —planteó.

—Señor, por ahora, no se descarta nada. La investigación no ha hecho más que empezar así que es pronto para arrojar teorías al respecto. Nuestro modo de actuar no se basa en suposiciones, sino que son las pruebas las que nos llevan a atrapar al culpable.

—Entiendo…

Nuevamente, el silencio se adueñó de todos y cada uno de los rincones de aquella sala. De alguna manera, la evidencia de los hechos ocurridos era tan aplastante y tocaba tan de cerca a los hacinados allí que no existía otra forma de expresar la pesadumbre que los afligía que manteniendo un respetuoso mutismo. Un terrorífico pensamiento se instauró en las atenazadas voluntades de los presentes, un pensamiento atroz. Y es que, ante la inminente acechanza de la muerte, no pudieron sino empezar a temer por su propia seguridad personal.

Sin embargo, una persona se resistía a poner en conocimiento de las autoridades que también se encontraba bajo la misma amenaza, una persona que, por sus distintivas características, todavía se creía en posesión de su propio hado y se negaba a admitir que nadie pudiera arrancárselo de las manos mientras su organismo se mantuviese latente. Esa persona no era otra que Kate Wilson, la mujer cuyas sospechas se centraban en Kathleen Rutherford. Aquella no había salido de las mejores formas de la redacción pero…, ¿es que acaso creía que podría liarse con otro empleado sin que los demás se hiciesen eco del asunto? ¿Acaso pretendía conservar su puesto de trabajo cuando el que por entonces era su marido se había presentado en las instalaciones de la revista con el fin de obtener información acerca de lo que le estaba sucediendo a su mujer? ¿Acaso era tan inocente? De todos modos, inocente o no, ingenua o no, idealista o no, si había llegado tan lejos como para asesinar a dos de sus compañeros, ¿qué le impediría, entonces, hacerle lo mismo a ella? Una contestación proporcionada a su forma de ser se alzó frente a sus ojos como una verdad incontestable: ella, Kate, sabía cómo trataría de perpetrar el crimen, y eso le proporcionaba una ventaja táctica considerable. Por eso mismo, no informó de nada y guardó para sí el hecho de haber recibido una carta como la de Bruce y como la de Lisa. La diferencia estaba, no obstante, en que ella sabría cómo pararle los pies a aquella zorra.

Aquella reunión llegó a su fin y los diversos asistentes a la misma enfilaron la salida con una lentitud exasperante. Sin duda alguna, estar al corriente de lo ocurrido había hecho mella en sus inquebrantables ánimos. Poco a poco, la estancia se fue vaciando y sólo quedaron en ella los dos policías y Lisa Carroll quien, después de haberse enjugado las lágrimas por enésima vez con aquel kleenex raído, lucía un aspecto del todo menos atractivo. Los agentes la miraban con fascinación, y ella, presa de un pánico sin igual, se limitaba a devolverles el vistazo con una mueca desconsolada en el rostro.

—¿Sabe su marido algo acerca de lo que nos ha contado hoy aquí? —preguntó Leinn.

—No, no he querido preocuparle más. Bastante alterado está ya con el asesinato de Anne. Quiere que abandone mi puesto en la redacción y me quede confinada en casa…

—Quizá, hasta que atrapemos al homicida, eso sea lo más prudente —declaró Maxwell.

Ella asintió, pero su expresión corporal realmente no transmitía nada.

—Sé que sobreponerse a algo así resulta complicado —prosiguió el antedicho—, pero, como ya le dijo el inspector Leinn, no es la primera vez que nos encontramos con un caso de estas magnitudes. Las amenazas, directas o indirectas, son el pan nuestro de cada día. Además, con todo lo relativo a las redes sociales, estas se han multiplicado de un modo inimaginable. Dispondremos para usted de una patrulla que se apostará frente a su casa y vigilará que nada le ocurra. Es el procedimiento habitual y, hasta ahora, siempre ha dado buenos resultados. —Apoyó su pesada mano en el antebrazo de Lisa y le dio un pequeño apretón para confortarle tranquilidad—. Intente calmarse, se lo ruego, no tiene nada de qué preocuparse.

Esta se preguntó si aquellos agentes se habrían enfrentado, alguna vez, a un psicópata como aquel, si alguna vez se habrían visto sobrepasados por las circunstancias que se derivaban de una investigación policial, si alguna vez habrían sentido el mismo miedo que a ella le corría ahora por las venas. Pese a ello, calló. La situación ya era lo suficientemente complicada; no convenía echar más leña al fuego.

—Señora Wilson —dijo el inspector—, permítame que le haga una pregunta más.

—Claro. Adelante.

—¿Sabe quién podría ser «R»?

Lisa trató de revolver sus recuerdos, de poner patas arriba su memoria con tal de dar con la identidad de aquel homicida. Su esfuerzo, no obstante, fue en vano.

—No.

Leinn esbozó una sonrisa alentadora, como si así pudiera infundirle a aquella una dosis extra de esperanza.

—Está bien —comentó al tiempo que se ponía en pie y devolvía su teléfono móvil al interior del bolsillo de la chaqueta de su traje—. Tenga por seguro que todo saldrá bien —señaló.

Mientras abandonaban las oficinas de Literature of tomorrow, trató de convencerse a sí mismo de que así sería, de que, en efecto, todo saldría bien. Nada hacía prever lo contrario.

Sin embargo, aún no sabía, cuán equivocado estaba…

8

Kathleen Rutherford volvía de su jornada en los Catskill sintiéndose una mujer nueva. Nada mejor que dejar el pasado atrás para afrontar con nuevos bríos el presente y el futuro, pensó. Y así era, en efecto.

Aquel día había supuesto un punto y aparte en su vida, el cierre de un capítulo que contaba ya con demasiadas páginas. Había aprovechado la oportunidad que le brindaba el no tener que ocuparse de sus hijos para reflexionar sobre todo lo que había ocurrido y sobre cómo había cambiado su existencia desde que cierta persona se hubo cruzado en su camino. Aquel ser, sin duda, era el culpable de todo, el causante de que todos sus logros se hubieran consumido con la misma facilidad que lo haría un simple papel arrasado por las llamas. Y, sí, tenía nombre y apellidos; no era otro más que William Mathesson.

Ciertamente, la vida antes de conocerle le resultaba cómoda: estaba casada con el hombre de sus sueños, había forjado una preciosa familia, vivía rodeada de comodidades y lujos al alcance de muy pocos… Sin embargo, llegó un momento en que nada de eso fue suficiente. La compañía de Robert comenzó a volverse molesta y los instantes de placer sexual se espaciaban en el tiempo sin que ello supusiese para Kathleen un motivo para la desazón o para la tristeza. Realmente, además, que él no mostrase demasiado interés en acostarse con ella constituía todo un alivio pues, a medida que transcurrían los años, más duro se le hacía el tener que abrirse de piernas para brindarle a su marido un rato de éxtasis conyugal. No obstante, a pesar de esto, se sentía feliz, realizada y plena.

Entonces apareció él, Mathesson, con sus aires de tipo duro y aquella actitud de quien no se doblega ante nada ni ante nadie. Era tan distinto a Robert… Tanto… Semejaba darle a las cosas la importancia justa y jamás se enervaba aunque los acontecimientos fuesen lo suficientemente adversos. Lucía un halo de tranquilidad que le confería la apariencia de estar por encima de todos sus congéneres, como si con la ayuda de su notable inteligencia pudiese resolver cualquiera de los problemas que asolaban a los demás con sólo darle unas cuantas vueltas al asunto. Era mordaz e irónico, y su lengua semejaba una espada afilada dispuesta a despedazar a todos aquellos que osasen desafiarle. De alguna manera, era de esas personas que sobresalen del resto, de esos individuos que, sólo con su mera presencia, son capaces de generar miedo en todos los que le rodean.

Y ella le había tenido. Sí, le había tenido tan cerca que casi se había quemado con el fuego que desprendía. Le había dicho que la quería, que haría cualquier cosa por permanecer a su lado… ¿Cómo había podido ser tan ingenua de haberle creído? Mathesson le había presentado unpróspero porvenir, le había dibujado una posteridad maravillosa e inimaginable, le había creado las esperanzas más fantásticas…, pero todo había sido mentira, una falacia de unas magnitudes inconmensurables. La embaucó con todas sus armas, se burló de ella frente a sus propias narices…, y, aun así, ella no había podido olvidarle. Hasta ahora. Aquella jornada le había permitido poder cavilar cuidadosamente acerca de sus sentimientos, le había permitido analizar la situación desde un punto de vista frío y distante, le había permitido conocer en profundidad a la persona a la que casi había entregado su corazón y su alma. La deducción de tales divagaciones fue un total chasco, una absoluta decepción. Mathesson no constituía nada que ella quisiese en su vida. De modo que, que él hubiese desestimado la tan tentadora oferta que le había plantado ante los ojos, se convirtió en un alivio extremo.

Una vez que hubo llegado a tales conclusiones, su fuero interno se tranquilizó. Dedicó buena parte del día a recorrer caminando las serpenteantes laderas de los montes Catskill, a inocularse una notoria cantidad de aire puro y fresco en el organismo y a sentir cómo la suave brisa primaveral se llevaba las penas que la habían atormentado en los últimos tiempos. El esfuerzo que le causaba tener que arrastrar todo ese lastre se había esfumado, había desaparecido por completo. De alguna manera, era como si hubiera vuelto a nacer.

Había comido en un pequeño restaurante que se valía de saludables ingredientes locales para preparar deliciosas ensaladas, sopas, wraps[4] y batidos. La habían situado en una mesa ubicada en un diminuto salón en el que había podido gozar de la adorable soledad como única compañera. Las vistas de las que disfrutaba a través de las ventanas del local, sin embargo, eran absolutamente sobrecogedoras. Después, ya con el estómago lleno, había buscado un rinconcito aislado en mitad de la silvestre naturaleza y se había tumbado en la hierba salvaje para disfrutar de la agradable luz del sol. Los rayos de la fulgurante estrella diurna parecieron mecerla dulcemente y conducirla hacia un sueño reparador. Sí, algo tan primitivo y tan simple como dormir al aire libre supuso el comienzo de lo que sería su nueva vida. Escucharía más a su cerebro y menos a su corazón pues, en definitiva, es el cerebro quien, con su incuestionable coherencia, hace que funcionen los demás órganos, y no al revés. Más cabeza y menos sentimientos, se dijo; así te irá mucho mejor.

Y ahora, conduciendo por la Interestatal 87 de regreso a Nueva York, se dio cuenta de la belleza que la rodeaba. Ella formaba parte de esa hermosura con la que estaba engalanado casi todo y no debía renunciar a ella por nada. Vivir saboreando cada minuto como si fuese el último, dejándose atrapar por la fastuosidad mundana, parecía un modo de coexistir mucho más placentero. «Más placer y menos dolor»: esa sería su máxima a partir de ese mismo instante.

Mientras giraba a la derecha y conducía su coche hacia la entrada del aparcamiento situado bajo los cimientos del edificio en el que residía, acudió a su cerebro una insignificante menudencia acaecida en el día de hoy. Una menudencia que suponía un punto de inflexión importante pues significaba que un escollo del pasado había dejado de existir, un impedimento que le imposibilitaba seguir adelante, una rémora que la mantenía anclada en lo pretérito. Pero aquella, como por arte de magia, había desaparecido, se había esfumado. Bien, es verdad, había tenido que tomar cartas en el asunto pero ¿quién tenía la potestad suficiente para juzgar sus actos? Es más, ¿quién sabía por qué hacía ciertas cosas? Sólo alguna deidad podría enjuiciar sus faltas, sólo algún ente podría hacerla pagar por sus pecados. Nadie más.

Bajó del vehículo una vez que lo hubo estacionado en su plaza de garaje y enfiló el camino hacia los ascensores. De paso, cogió su móvil del bolso y lo encendió. Había decidido mantenerlo apagado durante todo la jornada pues no quería que nadie la molestase y, seguramente, nada que hubieran tenido que comunicarle sería tan urgente que no pudiera esperar unas horas más.

Accedió al elevador y pulsó el botón correspondiente a la planta en la que estaba sita su vivienda. Mientras tanto, el teléfono que llevaba en la mano luchaba por conseguir algo de cobertura en aquel cubículo metálico. Aguardó unos segundos hasta que el aparato se detuvo en el piso solicitado. Las puertas se abrieron y le dejaron paso libre para adentrarse en el rellano. Dada la hora que era, la oscuridad envolvía con su manto negro todos los ángulos del vestíbulo. Oprimió la llave del interruptor que encendía la luz y dirigió sus pasos hacia la derecha. El silencio era absoluto. Entonces, sus miembros se paralizaron y su cuerpo se quedó de una pieza. No podía creer lo que veían sus ojos. Pegado en la puerta de su domicilio, un sobre, con su nombre en el anverso, aguardaba pacientemente a la destinataria del mismo. Se aproximó desconcertada y asió la extraña misiva. Ni remitente, ni timbre postal, ni información que revelase absolutamente nada acerca de quien la enviaba. Desplegó la solapa y extrajo una pequeña nota. Comenzó a leerla.

En ese momento, a la par que su teléfono móvil la alertaba de que tenía más de quince llamadas perdidas de su exmarido, fue cuando todo su mundo se volvió un infierno aterrador.

9

Forell tuvo que aguardar en las inmediaciones del Point Lookout Mountain Inn hasta que los CSI del Departamento de Investigación Criminal hicieron su aparición. Como siempre y con la parsimonia acostumbrada, se habían enfundado en sus monos blancos de polipropileno y habían tomado sus maletines de recogida y análisis de pruebas para comenzar a procesar la escena del crimen.

La espera había sido un tedio absolutamente insoportable y, aunque había intercambiado algunas anécdotas con los policías de Kingston que se habían hecho cargo de la situación, lo cierto era que Forell estaba deseando largarse de allí. Él jugaba en otra liga, a otro nivel. Aquellos agentes, sin embargo, se contentaban con atender los insignificantes altercados que se producían en pueblos tan diminutos que el mero hecho de que alguien cometiera un pequeño delito ya se convertía en noticia a nivel local. En Nueva York, donde él trabajaba, aquellos baladíes acontecimientos apenas sí ocuparían un ínfimo lugar en las páginas finales de un periódico. Pero ¿qué se le iba a hacer? Cada uno elegía su propio camino y ponía en su vida las dificultades profesionales que consideraba convenientes.

Una vez que sus servicios ya no fueron necesarios allí, se subió a su coche y puso rumbo hacia el depósito de cadáveres. Teniendo en cuenta los hechos ocurridos, esperaba encontrarse con un difunto con la cabeza destrozada. La gente no sabe hasta qué punto una bala puede pulverizar un cerebro humano y, simplemente por no herir las propias sensibilidades, era preferible que no lo supiera. Cuando el proyectil atraviesa el hueso occipital —y en un disparo a quemarropa, esto no es en absoluto difícil— y destruye, en su trayectoria, el bulbo raquídeo, la muerte sobreviene al instante. La víctima, en este caso, apenas sí se entera de lo que acaba de sucederle. Sin embargo, como en aquel caso, si además de esto, la bala continúa en movimiento, las consecuencias son el absoluto frenesí de los más morbosos. La masa encefálica se desgarra y, debido a la fuerza que se deriva del desplazamiento del proyectil, obliga a los tejidos a seguir su recorrido. Además, si ocurre que consigue generar un orificio de salida, esos restos humanos emergen al exterior desparramándose por doquier. Y así había acontecido en aquel homicidio, por lo que preparó su estómago para la peor y más desagradable imagen que pudiese hallar.

Cierto era, no obstante, que, a pesar de los años que llevaba en el Cuerpo de Policía, todavía no había conseguido acostumbrarse a aquellas visiones. No sólo era lo repugnante de la situación; quizá lo peor era el hedor que desprendían los cuerpos. Siguiendo una vieja táctica forense, se aplicaba un poco de mentol bajo las fosas nasales y trataba de respirar por la boca. No obstante, ni siquiera así lograba que las entrañas no se le revolviesen y que una incipiente necesidad de vomitar no hiciese su aparición. Esperaba que, a base de ser un asiduo espectador de tales macabras vicisitudes —y, dada su profesión, esto era casi un hecho—, su organismo por fin se habituase y lograse sobreponerse a las horribles visiones de seres abiertos en canal, con la acostumbrada incisión en forma de Y sobre el torso.

La morgue estaba situada a las afueras de Kingston, al final de una zona asfaltada que se había dispuesto como aparcamiento para los distintos vehículos que se dirigiesen allí. Permanecía parcialmente escondida por gigantescos setos de cipreses que la circundaban, como si así se suavizase la función principal de aquel edificio y resultase menos hiriente a la vista. A aquellas horas, cuando el sol ya casi se había ocultado por completo y el ocaso comenzaba a dar paso a la noche, su aspecto era totalmente fantasmagórico. Las farolas derramaban su insuficiente luz exangüe sobre el pavimento y apenas sí eran visibles las líneas que delimitaban cada una de las plazas de estacionamiento. Forell no pudo sino sentir un escalofrío cuando desvió su coche hacia el lugar, pues todo estaba impregnado del aroma putrefacto de la muerte.

Bajó del vehículo y notó que la temperatura había caído considerablemente. Miró al cielo. Algunas nubes comenzaban a cubrir el estrellado firmamento pero no parecían amenazar con traer lluvias. Se arrepintió de no haber cogido una chaqueta antes de salir de casa aquella mañana pero ¿cómo iba a saber él que acabaría su jornada en un pueblo de mala muerte a casi tres horas de camino de su hogar? Aun padeciendo las consecuencias del descenso térmico, se encendió un cigarrillo. Presenciar en directo una autopsia no era algo que conviniera hacer estando nervioso, así que concluyó que un poco de nicotina para aplacar sus ánimos no le vendría mal. Además, el humo adormecería parcialmente sus receptores olfativos.

Se aproximó al complejo, una construcción cuadrada, de una sola planta y sin ningún artificio ornamental que le proporcionase algo de calidez, y tiró de la puerta. Estaba cerrada. Junto a esta localizó un timbre. Oprimió el botón de llamada y aguardó. Al poco, vislumbró a través de los cristales a un hombre que se acercaba sufriendo las secuelas de una más que evidente cojera. El hombre abrió la puerta.

—Soy el agente Max Forell —se presentó.

—Le estaba esperando. Pase —le dijo el facultativo.

Así lo hizo.

El forense era un individuo de una delgadez extrema. En su cara, los huesos del rostro parecían incrustarse en las enjutas carnes que los cubrían. Tenía el pelo canoso, peinado con una elegante raya en el lado izquierdo de la cabeza, y lucía una bata blanca que presentaba algunas salpicaduras de restos cuya naturaleza Forell prefería desconocer.

—Mi nombre es Douglas Jefferson. Douglas como Michael Douglas y Jefferson como Thomas Jefferson, nuestro tercer presidente —dijo. Acto seguido, sonrió cadavéricamente a la broma que acababa de hacer.

—Encantado de conocerle.

—Supongo que viene por el tipo del Point Lookout Mountain Inn, ¿no?

—Así es.

—¡Pobre hombre! No tuvo ninguna posibilidad… Lo pillaron con la polla de fuera antes de meterle un balazo en el cráneo —manifestó—. Todavía no entiendo por qué la gente hace estas cosas…

—Supongo que es por nuestra propia naturaleza.

El forense comenzó a conducirlo hacia la sala de autopsias.

—¿Usted cree? Muchas teorías así lo sostienen. Ya Plauto, en el siglo III antes de Cristo, dijo: Lupus est homo homini, Lobo es el hombre para el hombre, presunción que Thomas Hobbes popularizó en su obra Leviatán. Más tarde, Immanuel Kant también adoptó este supuesto. ¿Quién sabe? Sin embargo, existen otros postulados que afirman lo contrario. Rousseau, por ejemplo, ¿lo conoce usted?

—Vagamente.

—Fue un polímata, un auténtico erudito en los campos de la literatura, la música, la filosofía, la botánica… Pues bien, él consideraba que el hombre es bueno por naturaleza y que, por ello mismo, era posible educarlo en el bien.

El forense se hizo a un lado y extendió un brazo invitándole a entrar en lo que eran sus dominios.

—Espero que no haya comido nada; lo que va a ver no es apto para todos los públicos —le advirtió.

—No se preocupe.

—Si es tan amable, tome unos guantes de aquella mesilla, póngase una redecilla en la cabeza y cúbrase la nariz y la boca con una mascarilla. Si así lo necesita, tiene un pequeño bote de mentol en aquel cajón —dijo mientras señalaba a diestro y siniestro con su escuálido dedo índice.

Forell obedeció dócilmente a las exigencias de Douglas Jefferson y no desestimó aplicarse una notoria cantidad de crema mentolada en la base de la nariz. El forense se acercó a una mesa metálica y descubrió el cadáver que yacía sobre ella cubierto con una sabana azul.

La imagen era totalmente sobrecogedora, brutal. El rostro de Bruce Adams estaba completamente desfigurado y su cráneo parecía haber sido abollado debido a un golpe despiadado en la parte trasera del mismo. La caja torácica yacía abierta de par en par, signo inequívoco de que el facultativo aún no había hecho la pertinente sutura para unir todas las partes. Aunque el cuerpo había sido limpiado, todavía era visible la sangre que se había derramado. Sin embargo, lo que más le impresionó fue la disección de la parte superior de la cabeza, dejando a la intemperie la masa cerebral íntegramente destrozada.

Forell no lo pudo remediar y una arcada le sobrevino desde lo más profundo de sus entrañas; hecho, dicho sea de paso, que no pasó desapercibido para Douglas Jefferson.

—Si tiene que vomitar, le ruego que lo haga en aquel lavabo.

—Estoy bien —dijo el policía recuperándose de la náusea.

El forense se puso unas gafitas que colgaban de un cordón que llevaba alrededor del cuello y comenzó su exposición.

—Hay poco que decir. Herida de bala en la parte trasera del cráneo. Con orificio de salida. El proyectil perforó el hueso occipital, atravesó el bulbo raquídeo, convirtió en papilla toda la materia gris y regresó al exterior a través de hueso frontal. ¿Consecuencias? Muerte instantánea. El sujeto no sufrió. A pesar de la evidencia, me he tomado la molestia de hacer un examen al resto de los órganos. Todo estaba en orden. La víctima no padecía de ninguna otra dolencia. Como puede ver, me encontraba en plena faena cuando usted ha llegado —expresó Dogulas Jefferson señalando el torso del fallecido.

Forell era incapaz de apartar sus ojos del rostro del muerto.

—Impresiona, ¿verdad?

—Ciertamente, sí.

—Somos muy frágiles, agente, muy frágiles… Fíjese lo que puede llegar a ocasionar una sola bala.

El policía asintió en silencio. Estaba absolutamente sobrecogido. Jamás había visto los resultados de un disparo en la cabeza a corta distancia. Normalmente, tiros de índole semejante se realizaban con armas de largo alcance y, por supuesto, no producían destrozos como aquel. Aquello se parecía más a una ejecución, a un ajusticiamiento en toda regla.

—Imagino, que necesitará que cubra los impresos para el traslado del cadáver a Nueva York

—Así es.

—Me he anticipado a los acontecimientos —dijo tendiéndole un cartapacio en el que figuraban todos los datos necesarios para proceder al transporte del cuerpo—. Compruebe que todo esté en orden.

Forell revisó el formulario y, tal y como procedía, estampó su firma en la parte baja del mismo estableciendo conformidad con lo dispuesto por el facultativo. Luego, arrancó una de las hojas y devolvió la carpeta plástica a su propietario.

—Todo es correcto —manifestó.

El forense volvió a mostrar su sonrisa lívida y guardó el archivador en uno de los cajones de la encimera que ocupaba la pared más ancha de todo el cuarto.

—Suturaré el cuerpo y haré unas llamadas para que traten este asunto con la máxima rapidez posible aunque, viniendo la orden desde Nueva York, no creo que se demoren demasiado.

Max Forell salió de la estancia y se quitó los guantes, la redecilla del pelo y la mascarilla. Seguidamente, tomó un pañuelo de papel y retiró la pomada de mentol que tenía bajo las fosas nasales. Después, se aproximó a una dependencia que parecía cumplir la función de sala de espera y tomó su teléfono móvil. Warren Leinn respondió casi instantáneamente.

—Dime.

—Todo listo. En breve, trasladarán el cuerpo. Todo el papeleo está en regla.

—Bien. ¿Qué aspecto tiene?

—¿El cadáver?

—Sí.

—Fue un único disparo pero… —su voz se entrecortó; las náuseas habían vuelto con sólo recordar la imagen del cráneo de Bruce Adams.

—¿Pero?

—Tiene la cabeza destrozada, Warren, ¡destrozada! Quien perpetró el asesinato sabía dónde tenía que apuntar.

—¡Joder! Dos homicidios y esto no tiene pinta de terminar aquí… —dijo Leinn con rabia—. Maxwell y yo hemos estado en la redacción, y otra persona ha recibido también una carta como la que encontraste en la cabaña del fallecido. Se trata de Lisa Carroll. La hemos puesto bajo protección policial.

—El protocolo habitual…

—Sí, una patrulla está apostada en la entrada de su casa, pero algo me dice que ni así podremos salvarla…

—No desesperes, amigo, verás como todo sale bien.

—Dios te oiga…

—En unas horas estaré en la ciudad. ¿Quieres que me ocupe de algo más? —preguntó el agente.

—No, por hoy es suficiente. Vete a casa y duerme un poco. Te sentará bien.

—Así lo haré. Nos vemos mañana.

—De acuerdo. Adiós.

No tuvo tiempo para decir nada más. Guardó el móvil y salió corriendo en dirección a los aseos. La instantánea de los cuartos de baño del Point Lookout Mountain Inn viajó hasta su mente en cuanto hubo cruzado la puerta de los de la morgue. Sangre, salpicaduras de masa encefálica, orina… Sin poder remediarlo, vació en uno de los retretes todo el contenido de su estómago, que, en aquel momento, se reducía jugos gástricos y bilis.

10

Mike Petersen y Kenneth Brown aguardaban con resignada paciencia la llegada de Allyson, quien, sin motivo aparente, se estaba retrasando muchísimo. Cierto era, sin embargo, que había tenido que ir a recoger su coche particular —el cual había aparcado relativamente cerca del lugar en el que se había producido la redada— y que, en el trayecto hasta la comisaría, dentro del tráfico neoyorquino habitual a aquellas horas en las que la noche comenzaba a caer sobre la ciudad, su vehículo era uno más de los muchos que se aglutinarían en las diferentes calles. En esos momentos, de nada le servirían su placa de policía ni el contar con aquella acreditación del gobierno que le permitía estacionar donde quisiera. Sólo sería una persona más sufriendo las inclemencias del elevadísimo volumen del parque automovilístico de la gran urbe, sólo una ciudadana más desesperándose tras el volante por la deficiente planificación circulatoria de la metrópoli, sólo una mujer anónima tratando de buscar una ruta alternativa que la condujese hasta su punto de destino.

Pero aquello ya superaba todos los límites imaginables. Hacía casi dos horas que el detenido permanecía en la sala de interrogatorios, comiéndose ávidamente las uñas y mirando en todas direcciones como intentando averiguar sobre qué asuntos sería inquirido. Y lo que resultaba más sangrante: Allyson tenía el teléfono desconectado, con lo que resultaba imposible ponerse en contacto con ella. El inspector de homicidios estaba que se subía por las paredes.

—No podemos esperar más —le dijo a Petersen en un tono que denotaba de todo menos sosiego.

Así que salió de la estancia en la que se encontraban —anexa a aquella en la que Charlton MacWrigth daba rienda suelta a su apetito ungular y desde la que se podían observar, a través de una enorme ventana abierta en la pared, todos los movimientos y reacciones del recluso— y se adentró en el cuarto destinado a llevar a cabo los interrogatorios. El detenido le dedicó una mirada altiva, llena del orgullo de quien se siente intocable, henchida de arrogancia.

—¿Piensan retenerme mucho tiempo más? —preguntó MacWrigth—. No tienen absolutamente nada contra mí…

—Las leyes establecen que podemos mantenerle en dependencias policiales durante al menos 24 horas —contestó Kenneth Brown.

—¿Bajo qué cargos?

—Se le notificaron debidamente en el momento de su arresto.

—¿Tráfico de estupefacientes? ¿Trapicheo de sustancias ilegales?

—Así es.

—Ya se me acusó de eso en el pasado. Salí impune, ¿lo recuerda? No pueden tratar de colgarme dos veces el mismo delito —argumentó el detenido, dejando claro que conocía al dedillo los entresijos legales de la justicia vigente.

—Salvo si se encuentran nuevas pruebas que puedan demostrar su culpabilidad —arremetió el inspector de homicidios.

—Entiendo. —Una sonrisa socarrona se dibujó en su rostro—. Estoy deseando, entonces, conocer esas nuevas pruebas…

Kenneth Brown tomó asiento frente a MacWrigth y apoyó la carpetilla que portaba en la superficie metálica de la mesa que los separaba. Seguidamente, entrelazó los dedos de sus manos y observó durante un buen rato al que sería su interlocutor.

—¿Trata de intimidarme, agente? —inquirió el delincuente.

—En absoluto…

—Se lo pregunto porque necesitará mucho más que una simple mirada de depravado sexual para ello… —dijo MacWrigth burlándose del inspector.

—Ya veremos…

Mike Petersen, que observaba todo lo que estaba ocurriendo desde la sala contigua, consultó su reloj y emitió un bufido hastiado. ¿Dónde coño se había metido Allyson? Es más, ¿por qué tenía desconectado el puto teléfono? Cogió su móvil y volvió a intentar ponerse en contacto con ella. Nuevamente, le fue imposible.

—¿Dónde se encontraba durante la madrugada del jueves 8 de mayo?

—En mi casa.

—¿Qué hacía?

—Obviamente, y dadas las horas por las que me pregunta, le diré que suelo dormir. Aunque… —y simuló tratar de recordar algo—, quizá estaba tirándome a alguna zorrita… No lo sé…

—¿Alguien podría corroborar sus palabras? ¿Tal vez esa zorrita con la que mantenía relaciones?

—Inspector, ¿de verdad cree necesario que me preocupe por tener una coartada sólida?

—Si no quiere que se le imputen tres delitos de asesinato, sería lo más apropiado.

MacWrigth cambió la expresión de su rostro casi instantáneamente. De repente, sus facciones adquirieron una seriedad marcial.

—Puede preguntarle a cualquiera de mis hombres. Ellos corroborarán que me encontraba en mi domicilio y que no fui a ninguna parte.

—¿Y la noche del lunes 5?

—Lo mismo. No acostumbro a salir de madrugada. Prefiero la tranquilidad de mi hogar.

—¿Quizá se ausentó de sus aposentos el viernes 2?

El detenido miró hacia la cámara que lo enfocaba impúdicamente. Después, sus ojos volvieron a centrarse en la figura de su interrogador.

—No. Como ya le he dicho, no suelo ir a ningún sitio cuando cae la noche. Me hago mayor, agente, y mi cuerpo necesita sus horas de descanso. Esos tiempos ya pasaron a mejor vida.

Kenneth Brown abrió el cartapacio y buscó entre los cientos de folios la información que precisaba.

—¿Conoce a Nigel Blunt, a Christopher Dorn o a Jeff Collins?

—Es la primera vez que oigo esos nombres.

—¿Está seguro?

A MacWrigth, sin embargo, semejó encendérsele una lucecita interior.

—Espere, espere —dijo mientras su mente parecía trabajar a marchar forzadas tratando de cuadrar todos los datos—. ¿Esos no son los mendigos que han encontrado muertos durante los últimos días?

—Tiene que disculparme, pero no puedo facilitarle detalles de ningún tipo…

—¡Qué coño! ¿Creen que soy ese tipo? ¿El barbero?

—Nosotros no creemos nada —se defendió Brown—, y le recuerdo que se está refiriendo a una investigación en curso. Usted está aquí en calidad de…

—¿En calidad de qué? —lo interrumpió el detenido—. ¿De sospechoso? ¡Vamos, hombre, no me joda!

—Modere su lenguaje, señor MacWrigth, o añadiré un cargo más a su ya larga lista —le advirtió.

—Haga lo que le salga de los cojones, inspector; mis espaldas están cubiertas.

—En ese caso, no tiene nada de qué preocuparse.

—¿Le parezco preocupado, eh? ¿Acaso considera que sus desvaríos me preocupan?

Kenneth Brown no respondió; se limitó revolver unas cuantas páginas del informe policial. Al mismo tiempo, estimó oportuno cambiar de táctica con aquel tipo: del modo en el que estaba enfocando el interrogatorio no conseguiría absolutamente nada.

—¿Sabe qué es el talio? —preguntó.

El detenido se llevó la mano a la cara y cubrió con la palma uno de sus ojos en señal de aburrimiento extremo.

—No pienso decir nada más hasta que llegue mi abogado —le espetó.

—MacWrigth, sólo estamos hablando.

—Y yo le estoy diciendo que me acojo a la quinta enmienda.

Brown suspiró y dedicó un vistazo fugaz al espejo tras el que escudriñaba Petersen.

—¿De verdad quieres alargar esto? Contesta a mis preguntas y volverás a ser libre.

—Inspector, me avengo a un derecho constitucional. ¿Va a quitarme también mis derechos fundamentales?

El policía se puso en pie y cerró el informe del caso. Tenía las fosas nasales hinchadas, como si estuviera siendo víctima de un ataque de ira sin precedentes. Se apoyó en la mesa y señaló con su dedo índice al acusado.

—Ahora, te atendrás a las consecuencias —le dijo.

Pero MacWrigth, lejos de amilanarse, le dedicó una mueca cínica.

—Llamen-a-mi-abogado —ordenó mientras aguantaba la mirada iracunda del agente.

Brown salió de la sala dando un portazo. Recorrió los escasos metros que lo separaban de aquella en la que se encontraba Petersen y se adentró en la misma con un rictus colérico.

—El cabrón no va a decir absolutamente nada —dijo.

—Lo he visto. Eso no es una buena noticia…

—Me pondré en contacto con el bufete que lo representa para que su abogado se persone en las dependencias policiales lo antes posible. Quiero acabar con esto ya.

Una voz a sus espaldas les hizo sobresaltarse.

—Siento el retraso —se disculpó Allyson—. El tráfico a estas horas es horrible.

—¿Y tú dónde coño estabas? —interpeló el inspector refiriéndose a ella antes de abandonar la estancia.

Allyson lo siguió con la mirada y después se dirigió a Mike con un mohín de incomprensión pintado en el rostro.

—¿Qué le pasa? —preguntó aludiendo a aquel que ya no estaba con ellos.

Petersen se volvió sobre sí mismo y fingió toquetear algo en el equipo de grabación.

—¡Joder, Allyson! Es tu detenido y tú no estabas aquí… —respondió él—. Es perfectamente entendible que Brown esté hecho una furia.

—Ya me he disculpado. Lamento mucho no haber podido llegar antes.

Mike la miró de hito en hito.

—¿Pretendes que crea que has tardado dos horas y media en recorrer 20 manzanas?

Ella soportó su mirada inquisitorial.

—Es la verdad —dijo.

—Pues vaya una mierda de verdad —le soltó él.

Petersen se dispuso a salir pero Allyson le cortó el paso.

—¿Qué? —demandó él.

—¿Cómo ha ido?

—¿El interrogatorio?

—Sí.

—Pues a tenor de la reacción de Brown, es evidente que no muy bien.

—¿Qué ha pasado?

—Se niega a hablar.

—¿No ha dicho nada?

—Ha dejado entrever que tiene una coartada sólida para las noches en que se produjeron los asesinatos.

—Es que él no es el sospechoso —arguyó ella.

—¿Ah, no? Entonces, ¿de dónde salió el talio?

—Pues, muy probablemente, él sea quien se lo facilitó a nuestro asesino.

—Lo cual lo convierte en cómplice de homicidio.

—No, si no sabía que se utilizaría para ese fin.

—¡Vamos, hombre! ¿Para qué demonios querría alguien sulfato de talio si no para perpetrar un crimen?

—Pero eso no lo convierte a él en conocedor de los acontecimientos.

—¿Me estás diciendo que hemos enfocado erróneamente el interrogatorio? ¿Es eso lo que estás tratando de decirme? —preguntó Mike completamente a la defensiva.

—Yo no trato de decirte nada…

—Entonces, ¡cállate! —le dijo antes de proseguir su camino.

Justo en el momento en el que Petersen cruzaba el umbral de la puerta, Allyson elevó una cuestión en la tensa atmósfera que se había creado.

—¿Qué te pasa, Mike?

Este se volvió como un resorte y se acercó mucho a ella. Tanto que casi podían sentir sus propias respiraciones entrecruzándose.

—Que ¿qué me pasa? —le espetó—. ¿Qué te pasa a ti? De un tiempo a esta parte, apenas te reconozco. Creía que podíamos confiar el uno en el otro, hablar sobre nuestros problemas, comentar los asuntos que nos preocupaban; pero veo que no es así. Te encierras en ti misma y no dejas que nadie sobrepase los muros tras los que te has confinado. ¡Nadie! Resulta frustrante ser tu amigo…

—Yo… —comenzó a decir ella.

—¡Tú, nada! —la interceptó él—. Actúas como si fueses una auténtica descerebrada, muchas veces vienes al trabajo con síntomas de no haber pegado ojo en toda la noche, te escondes para hablar por teléfono con no se sabe quién…, y tardas lo inimaginable en un momento en el que es necesaria tu presencia… Esa no es la Allyson que yo percibía como un apoyo…

Ella bajó la cabeza como el reo que acepta su culpabilidad.

—¿Por qué apagaste el teléfono? —le preguntó—. Ha sido imposible localizarte.

—¿Cómo?

Allyson echó mano al bolso y revolvió hasta que dio con el aparato en cuestión. Observó la pantalla y oprimió la tecla redonda de la base del mismo. Ningún signo de vida; el móvil estaba muerto.

—Me he quedado sin batería —dijo excusándose.

Petersen se frotó la cara.

—¿Ves? A eso me refiero. La antigua Allyson jamás se habría quedado incomunicada o, de hacerlo, se habría preocupado de ponerse en contacto conmigo.

Y, dicho esto, abandonó la estancia.

Ella, por su parte, conectó el cargador del teléfono móvil en la ranura correspondiente y lo enchufó a una toma de corriente que había cerca de la mesa en la que se ubicaba el equipo de grabación. Acto seguido, se aproximó al cristal a través del cual podía ver al detenido y dedicó un instante a estudiarlo. Charlton MacWrigth no era un hombre menudo, en absoluto, quizá rondaba el metro ochenta y cinco o el metro noventa. Vestía un elegante traje negro, cuyos pantalones sostenía en su sitio debido a la acción de unos tirantes de color blanco. La camisa que llevaba era de un gris muy oscuro y la corbata conjuntaba a la perfección con el tono níveo de los tirantes. Sobre la cabeza lucía un sombrero borsalino, la típica prenda que todo buen mafioso está obligado llevar. Se había quitado la chaqueta, la cual descansaba en el respaldo de la silla que despreocupadamente ocupaba, y de cuando en cuando, se atusaba el peinado que mantenía fijo gracias a una notoria cantidad de gomina extrafuerte que hacía que el pelo le brillase de manera muy poco natural.

Su actitud, no obstante, era la propia de alguien que domina la situación en la que se halla inmerso. Ni el más mínimo atisbo de nerviosismo o histerismo era visible en sus ademanes. Oteaba el lugar en el que se encontraba con la seguridad de quien sabe que nadie podría impedir que se largara en el momento en el que su abogado hiciese su aparición y realizase las gestiones pertinentes para ello. Por así decirlo, parecía aburrido; decepcionado, incluso.

Allyson, sin embargo, estaba aprovechando aquellos instantes para evaluar al que sería su interrogado. Sabía que convenía observar con atención los detalles que marcan la personalidad de un determinado sujeto para, después, llevar a cabo una interpelación adecuada a las circunstancias. Y ella lo estaba haciendo. En su mente se iba formando la imagen onírica de quién era Charlton MacWrigth, de cómo era su carácter, de qué indicaba su singularidad. Aquel hombre no era el típico delincuente de poca monta. No. Este conocía la ley, era inteligente y perspicaz, y discernía entre una amenaza concreta y un velado farol. Por eso mismo, jamás habían podido imputarle cargos de nada: porque era un individuo que se diferenciaba de los demás por haber sabido cultivarse y por tomar las precauciones adecuadas.

Con la soledad como único testigo de sus actos, respiró profundamente y se dispuso a enderezar aquella funesta investigación policial. Cuando todo acabase, nadie podría echarle en cara absolutamente nada. Y es que, en determinadas ocasiones, no se pueden delegar las propias responsabilidades; es necesario asumir el control absoluto de la situación.

11

William Mathesson llegó a casa completamente apesadumbrado. El asesinato de Anne Johnson en el día de ayer, y el conocimiento del homicidio de Bruce Adams y la existencia de aquella carta amenazadora en el de hoy minaron su estado de ánimo de una manera brutal. Así, cruzó el quicio de la puerta como si el peso del universo hubiera sido depositado sobre sus hombros, como si todos los pesares del mundo hubieran caído del cielo y lo hubieran sepultado bajo un mar de desolación y pesar. Se sentía afligido, sí, apenado y sombrío. Parecía que, por el momento, nada sería capaz de animarlo un poco.

Se quitó el traje que habitualmente llevaba a trabajar y se puso algo más cómodo. El cielo neoyorquino había comenzado a cubrirse y unas inquietantes nubes tomaban posiciones en un firmamento incierto; sin embargo, la temperatura todavía era cálida y agradable. De este modo, consideró apropiado vestirse con unos pantalones cortos de deporte y una camiseta que le quedaba varias tallas más grande. Rebecca aún tardaría algún tiempo en llegar —el turno de tarde siempre auguraba un flemático fin de jornada laboral—, por lo que creyó conveniente entretenerse con alguna de las series que emitían por cable. Antes de eso, no obstante, se encerró en la cocina y se encendió un cigarrillo. Había tratado de dejar de fumar recientemente, pero la ansiedad había podido con sus intenciones y había vuelto a retomar aquel viejo hábito. Recordó, entonces, la primera vez que había cogido un pitillo entre sus dedos. Tenía 17 años y sentía una ávida curiosidad por saber cuáles eran las impresiones que aquella rutina proporcionaba a los millones de empedernidos fumadores. No obstante, a pesar de lo magnífico que lo pintaban en las campañas publicitarias y en las películas que consumía —el tipo duro que se llevaba a la chica guapa solía dedicar gran parte de su actuación a esta usanza—, la primera calada supuso un acceso de tos como no había sufrido en la vida. Increíble pero cierto, contrariamente a la malísima primera experiencia, comenzó a fumar.

El aire de la habitación comenzó a cargarse de humo, de ese humo aromático que desprende el tabaco cuando es quemado y que tantos individuos odian hasta la extenuación. No le importó. Sabía que estaba pagando por su propio cáncer de pulmón particular, pero, en aquel momento, eso carecía de importancia. Y no era porque se considerase como alguien que jamás lo contraería, en absoluto; sino porque, en instantes como aquel —instantes de angustia y amargura—, constituía todo un alivio para su desdichada alma.

Restablecidos ya los niveles de nicotina en su organismo, abrió la ventana de la cocina y se dirigió al salón. El sofá semejaba esperarlo con los brazos abiertos. Sin demorarse lo más mínimo, se dejó caer en el mismo y se acomodó convenientemente. Cogió el mando del televisor y oprimió el botón rojo que ponía en funcionamiento el aparato. La programación, como era habitual, estaba interrumpida por los innumerables anuncios. Resultaba molesto tener que soportar aquellos spots publicitarios cuando uno se sumergía en la trama de una película o de una serie de televisión. Pero, c’est la vie, todavía existían cosas contra las que un mísero consumidor de telebasura no podía luchar.

Sintonizó la NBC Sports TV, en la cual retransmitían todo un partidazo entre los Yankees de Nueva York y los Reds de Cincinnati, y en el que Jacoby Ellsbury semejaba estar más inspirado que nunca. La estrella del equipo neoyorquino acababa de conectar su cuarto hit y preparaba el terreno para lo que podría ser una gran victoria. Aunque la contienda en sí no le interesaba mucho, creyó más conveniente ver algo de béisbol que seguir torturándose con los anuncios. Además, siempre resultaba grato animar a los de casa.

Entre carreras y bateos, cayó sumido en un profundo sueño, un sueño que trajo hasta su mente imágenes llenas de sufrimiento y dolor, un sueño en el que la sangre que se derramaba le producía un martirio inimaginable. Se revolvió en el sofá y sintió como propias las heridas que se infligían en aquella ilusión onírica, heridas que se hendían en carne ajena y cercenaban miembros sin piedad alguna. Quería despertar y no podía, como si, de algún modo, aquella pesadilla lo hubiera envuelto en un velo del que no era quien de escapar. Notaba que las fuerzas le fallaban y que sus piernas se movían a una velocidad inusualmente lenta. Él no era aquello que imaginaba en su cerebro, él no era aquel despojo inmundo totalmente anulado. No, se negaba a ello.

Rebecca lo despertó con una caricia amable, compadeciéndose de él dado el tormento en el que se hallaba sumido. Su mano le insufló la natural capacidad de regresar al mundo real, de volver a la vigilia. Mathesson abrió los ojos exorbitantemente y miró en todas direcciones como intentando saber dónde se encontraba. Ver todo aquel mobiliario conocido y aquella preciosa cara que se hallaba a escasos centímetros de la suya, le hizo tranquilizarse un poco.

—Has tenido una pesadilla —le dijo ella.

Él se desperezó como si hiciera una eternidad que hubiera caído en los brazos de Morfeo.

—No recuerdo haberme dormido —indicó.

—Es normal que estés cansado. Con todo lo que ha ocurrido estos días, debes estar sometido a mucha tensión.

«Mucha tensión» le pareció una expresión bastante benévola teniendo en cuenta los últimos acontecimientos. Acontecimientos, por otra parte, que ella desconocía.

—Sí —confirmó él.

Rebecca, que permanecía acuclillada, recuperó la verticalidad y se deshizo del bolso lanzándolo hacia una zona del sofá que no estaba invadida por el cuerpo del que era su pareja.

—¿Se sabe algo más? —preguntó.

William, quien semejaba estar volviendo, poco a poco, a recobrar la consciencia, la imitó con movimientos lánguidos y parsimoniosos.

—En realidad, sí. Ven —le dijo instándola a seguirle hacia la cocina—, fumaremos un cigarrillo mientras te cuento todo lo que ha sucedido.

El relato de Mathesson provocó que a Rebecca se le pusieran los pelos de punta. No sólo por el hallazgo del cuerpo sin vida de Bruce Adams y que elevaba el número de fallecidos a dos, sino también por aquellas cartas amenazadoras en las que se condenaba a la víctima a vivir sus últimos tres días bajo un ultimátum inminente. Sin duda, toda aquella tramoya había sido orquestada por alguien completamente perturbado, alguien cuyo concepto de la vida humana carecía en absoluto de sentido, alguien capaz de apretar un gatillo a sabiendas de lo que provocaría con su letal acción. Y eso era precisamente lo que la aterraba: el saber a ciencia cierta que podían encontrarse en el radio de actuación de un neurasténico inmisericorde.

Con una lágrima luchando por salir al exterior —y convirtiendo sus pupilas en unos titilantes puntos negros—, Rebecca se dirigió a William con la voz entrecortada.

—Te ruego que me digas la verdad. Es lo único que voy a pedirte.

Él la observó con desconcierto, como si no tuviera ni idea de qué demonios estaba hablando.

—¡Claro! ¿Qué pasa?

Ella bajo la cabeza antes de proseguir con su requerimiento, antes de que pusiera en su boca la pregunta de cuya respuesta tenía miedo; una respuesta que, en definitiva, podía cambiar sus vidas para siempre.

—¿Has recibido una carta como esa? Una como la de Bruce Adams y Lisa Carroll.

Mathesson la miró con ternura y le dedicó una carantoña estúpida para que se disipase aquel nerviosismo que la atenazaba.

—No; puedes estar tranquila a ese respecto.

Rebecca resopló aliviada, sintiendo cómo la pesadumbre se desvanecía y se convertía en humo. Seguidamente, se aproximó a él, se sentó sobre sus rodillas y lo rodeó con los brazos.

—Sabes que te quiero, ¿verdad?

William no contestó. Se limitó a besarla con toda la dulzura que fue capaz de demostrarle. ¡Claro que la quería! ¿Cómo no iba a hacerlo?

Y mientras la noche se cerraba y extendía su infinito manto negro, una tenue lluvia comenzó a caer sobre la ciudad.

12

Allyson accedió a la sala con una decisión desmedida. Habiendo hecho acopio de valor y habiendo engendrado en su mente el modo en el que acometería el interrogatorio, entró en el cuarto con la audacia propia de quien se sabe vencedor de una contienda que todavía no se ha iniciado. Era conocedora de que la investigación de los crímenes de El barbero tenía su punto de inflexión en la figura de Charlton MacWrigth, pues sólo él podría indicarles la identidad de aquel asesino que se dedicaba a exterminar indigentes. Además, el uso del sulfato de talio como arma homicida apuntaba directamente hacia él, ya que nadie, salvo el antedicho, tenía acceso a sustancias como aquella.

—Ya he informado a su superior de que no diré nada más —indicó MacWrigth tan pronto como la vio aparecer en el quicio de la puerta.

—Lo sé, pero considero que no ha calculado convenientemente sus opciones… —comentó ella al tiempo que tomaba asiento en el lugar que anteriormente había ocupado Kenneth Brown.

—¿Mis opciones? ¿Acaso debo tomar alguna decisión?

—Podría ser, señor MacWrigth. ¿Por qué no me permite que le exponga brevemente la situación?

El detenido valoró las palabras de la agente con cierto recelo. Algo no terminaba de gustarle en la forma de hablar de aquella mujer.

—Muy bien. Soy todo oídos. Aunque, eso sí, dígame quién es usted, porque si de algo estoy seguro es de que no se llama Lucinda Harrison… —dijo él sin que existiera en su voz el más mínimo atisbo de inseguridad.

—Mi nombre es Allyson Blumer y soy agente de homicidios.

—¿Y puede saberse qué hace una agente de homicidios deteniendo a un supuesto narcotraficante? Eso supera sus diligencias, señorita.

—Digamos que mis límites sólo los pongo yo.

MacWrigth se apoyó en el respaldo de la silla despreocupadamente.

—¡Ah!, una mujer independiente…

—Totalmente —corroboró ella.

—Eso me gusta; hace que sienta curiosidad por usted…

—Me alegro; así estará mucho más abierto al trato que voy a ofrecerle.

—¿Un trato? —El detenido rio como si no hubiera un mañana—. Mire, agente, aunque sea una monada y aunque no me importaría pasar con usted una noche de desenfreno carnal, mi política es la de no llegar a ningún tipo de acuerdo con la policía. Ustedes desvirtúan la realidad en su propio beneficio, y a mí me gusta salir beneficiado de mis negocios.

—¿Y si le dijera que usted obtendría un beneficio enorme? —preguntó Allyson acompañando la cuestión de una mirada lasciva.

—¿Me habla de dinero? ¿De sexo, quizá?

—Usted ya tiene dinero, señor MacWrigth, y no creo que le resulte complicado conseguir chicas dispuestas a acostarse con usted. Ni sexo ni dinero, nada de eso.

—¿Entonces?

Allyson se dio una palmadita en la espalda: había conseguido poner al interrogado en la tesitura que ella deseaba. Ahora, lejos de caer en la autocomplacencia, debería ser más cuidadosa y astuta.

—Por el momento, sólo quiero saber si estaría usted dispuesto a colaborar.

—Estaré dispuesto o no en cuanto conozca los términos del acuerdo que me propone…

—A su debido tiempo, señor MacWrigth, a su debido tiempo.

Allyson recorrió con la vista la estancia en la que se encontraban como si estuviera pensando en cómo debía exponerle la situación. Aquello estaba premeditado, suponiendo, claro, que el detenido hubiese decidido cooperar o, al menos, mostrar la intención de hacerlo. Y así era. Seguidamente, clavó sus pupilas en las de MacWrigth, el cual le sostuvo, sin problema alguno, aquella mirada desafiante. Resultaba evidente, en cualquier caso, que necesitaría mucho más que eso para inquietarle.

—Sé que fue usted quien proporcionó el talio a nuestro asesino… —comenzó a decir ella.

—¡Ah! —la interrumpió él con aquella interjección desabrida—. ¿Puedo preguntarle cómo es que está usted tan segura de ello?

—Como bien comprenderá, señor MacWrigth, no voy a revelarle mis fuentes ni el modo en que conseguí dicha información. Sólo usted tiene acceso a sustancias como la mencionada y, además, ciertas personas están muy interesadas en verle caer en manos de la policía. Así que, simplemente, lo sé.

—¡Qué burda resulta esta estratagema suya, agente! —exclamó el detenido decepcionado—. Esperaba más de usted, la verdad; mucho más. Es como todos los demás: torpe, ineficaz y poco inteligente. Deberían darles un cursillo sobre cómo afrontar los interrogatorios…

¡Mierda!, pensó ella; se me está escapando. No había tenido en cuenta la sagacidad de su interlocutor —o quizá se había confiado— y ahora le estaba perdiendo. El acercamiento que había logrado se desvanecía por momentos. Debía volver a recuperar el dominio de la situación.

—¿Por qué no me deja terminar antes de emitir su juicio? —le preguntó ella—. Podría ser que, finalmente, mi proposición le interesase…

Él esbozó una mueca de hastío extremo.

—¿Para qué? Además, ¿por qué voy a malgastar mi valioso tiempo oyendo estupideces?

—¿Tiene algo mejor que hacer? —inquirió ella abriendo los brazos e instándole a mirar dónde se encontraba.

—Sea breve —le dijo con exasperación.

Allyson se retrepó en la silla que ocupaba y, apoyando los antebrazos sobre la superficie metálica de la mesa, entrelazó las manos. El corazón le bombeaba adrenalina en el pecho de la misma forma que lo había hecho instantes antes de penetrar en los dominios de MacWrigth en Bedford Street. Sabía que sólo tenía una oportunidad y, de tirarla por la borda, él se cerraría en banda y no conseguiría sacarle nada acerca del comprador de talio. Debía ser más cautelosa que nunca.

—Como le decía, usted fue quien proporcionó el veneno a nuestro asesino. No importa cómo lo sé, el caso es que es así. Determinadas sustancias sólo son adquiribles en el mercado negro, empresa que, dicho sea de paso, usted conoce a la perfección, y el sulfato de talio es una de ellas. Como bien sabrá, los efectos de este elemento sobre el organismo humano son letales, y, en dosis como las que hemos encontrado en los cadáveres de los indigentes, ni siquiera el azul de Prusia, el antídoto para este narcótico, hubiera podido salvarles. Nadie más que usted comercializa estos productos y, por lo tanto, eso le convierte en la única persona capaz de indicarnos la identidad del asesino.

—Está dando demasiadas cosas por supuestas, agente Blumer —la advirtió él—. Yo no sé absolutamente nada de lo que me está hablando.

Allyson sonrió. Resultaba reconfortante comprobar que, después de todo, MacWrigth era un individuo de carne y hueso; un tipo que, al igual que había hecho ella anteriormente, también bajaba la guardia.

—Quizá ahora no sea capaz de recordar lo que le digo —explicó ella—; deme sólo unos minutos más.

El detenido evaluó a su interlocutora. Convendría tener cuidado. La línea que separaba la culpabilidad de la inocencia era tan fina que, sin darse cuenta, podría cruzarla y acabar cayendo en el segmento equivocado. La cárcel, por así decirlo, no era un destino vacacional que a él le llamase demasiado la atención. Es más, si podía evitarlo, lo haría por todos los medios.

—Prosiga, entonces —dijo.

Allyson vio campo abierto para avanzar.

—Necesitamos la identidad de ese sujeto —expuso ella claramente.

—Y esperan que yo se la proporcione…

—Así es.

—Bien —señaló él asintiendo con la cabeza—. Ya he escuchado sus argumentos. Exponga, como corresponde, los términos de ese supuesto acuerdo.

Ella casi pudo notar cómo asía la resolución del caso con las manos, cómo ya casi era capaz de rozarla con las yemas de los dedos. Con el devenir de los próximos acontecimientos, evidenciaría si era tan diestra como creía.

—Un solo nombre a cambio de limpiar su imagen, un solo nombre a cambio de devolverle a la vida civil sin causas pendientes, un solo nombre a cambio de borrar todos los cargos que pesan contra usted.

MacWrigth elevó el mentón y estiró el cuello como si así pudiera oler el dulce aroma de la libertad total.

—¿Puede hacerlo? —inquirió.

Sin saber por qué, Allyson recordó la conversación que había mantenido con Basil Townsend. A aquel le había dicho que «podía hacer lo que le placiera», que su condición de agente del Departamento de Policía así se lo permitía. ¿Podría llegar a ser tan convincente con MacWrigth?

—Usted entiende cómo funcionan las cosas. En ocasiones, es necesario acariciar la ilegalidad para conseguir ciertos fines —reveló ella—. Sí, mi equipo y yo podríamos hacerlo.

Charlton MacWrigth se quedó en silencio, deliberando, cavilando. La propuesta, cierto era, no carecía de atractivo. Volver a disfrutar de la tranquilidad del anonimato, volver a los tiempos en los que delinquir era algo más sencillo se presentaba como una opción más que sugerente. Y sólo debía revelar el nombre de su comprador, aunque, con ello, traicionase el código ético que le había permitido mantenerse en la brecha del mercado negro con una reputación más que notable. Sin embargo…

—Necesito unos minutos para tomar una decisión —dijo—. Además, me gustaría consultar con mi abogado los términos de su acuerdo. ¿Sabe si ya se han puesto en contacto con él?

¿Lo sabía? En realidad, no.

—No me cabe la menor duda de que mis compañeros ya habrán informado a su bufete —mintió.

—¿Puede esperar por mi respuesta unas cuantas horas?

Allyson se puso en pie sonriendo.

—Claro, señor MacWrigth. Dispone de toda la noche para pensárselo.

13

Kathleen Rutherford se sintió desfallecer cuando dio por concluida la lectura de aquella inquietante carta. Así, en cuanto hubo cruzado la puerta de entrada, las piernas le flaquearon y hubo de apoyarse en el pequeño mueblecito blanco del recibidor para no caer. Sus extremidades inferiores parecían haberse vuelto inútiles y apenas sí podían sostenerla. Mientras jadeaba, posó la mirada en el espejo que había colgado en la pared, encima de la cómoda. El reflejo que llegó hasta sus ojos corroboró lo que ya se temía: estaba totalmente desencajada, fuera de sí, completamente descompuesta.

Y no era para menos. Las palabras que conformaban aquella misiva le transmitían un mensaje aterrador, un mensaje que, de ser cierto, le auguraba un final lleno de sufrimiento y dolor. Nunca se había imaginado muriendo, nunca había conjeturado con la inminente posibilidad de abandonar para siempre las miserias de este mundo, nunca había creído posible que el día de su fallecimiento estuviera tan próximo al presente. ¿Qué sería de David y Sarah? ¿Se acordarían de ella cuando fuesen unos adultos hechos y derechos? ¿Permanecería en su memoria para el resto de la eternidad? La idea de pasar a mejor vida, manifiestamente, le horrorizaba, sin embargo, lo que más temía era que sus hijos abocasen su recuerdo al más absoluto ostracismo y que olvidasen que, un tiempo atrás, habían tenido una madre que había sacrificado su existencia por ellos. Aquello, no obstante, carecía de importancia. Todas las renuncias que hubiera tenido que llevar a cabo, todo el esfuerzo y la dedicación que hubiera puesto en la educación y el cuidado de sus retoños, todo el amor que hubiera podido ofrecerles, a la larga, se revertirían en sí misma. Pero, si su fallecimiento se hallaba tan próximo como anunciaba aquella hoja de papel que sostenía entre los dedos, no tendría la más mínima oportunidad de deleitarse en la reciprocidad que sus actos vaticinaban. Se convertiría en polvo, tal y como decía la Biblia, pues, en definitiva, polvo era y al polvo volvería.

La concepción cristiana de la muerte como paso ineludible para el disfrute y gozo de una nueva vida junto al Salvador, no la consoló. Ella sólo quería un futuro al lado de las personas a las que amaba, un porvenir lleno de anhelos y esperanzas, un mañana incierto pero probable. Morir no era algo que estuviese en sus planes a corto plazo. Quizá, por ello, la carta cobraba una crueldad en su caso que era imposible obviar.

Con pasitos lentos y pausados, recorrió la distancia que la separaba del sofá. Todavía no se fiaba de sus piernas y desplomarse en medio del salón no era algo que le apeteciese demasiado probar. Así, con la cautela como máxima, llegó hasta su destino y se dejó acariciar por la suave tela con la que estaba tapizado aquel tresillo. Volvió a desplegar aquella hoja de papel y puso sus cinco sentidos en analizar cada palabra. Según citaba, le había jodido la vida a alguien. La pregunta, entonces, era: ¿a quién? Atendiendo a la simpleza de la firma con la que había sido rubricado el mensaje —apenas una R mayúscula— sólo pudo dilucidar el nombre de una persona: Robert.

Aquella deducción lógica la enfadó, la encolerizó de una manera tal que la llevó a apretar los dientes con fiereza. Sus músculos faciales se tensaron y pudo percibir el ímpetu con el que sus molares chocaban entre sí. ¿Quién cojones se creía él para remitirle algo así? Y lo que era más flagrante: ¿por qué?

Tratando de no dejarse llevar por la ira, decidió invertir algo más de tiempo en profundizar en la misiva. El texto, en cualquier caso, era claro. Se hablaba de una venganza, una venganza que su ejecutor pensaba llevar a cabo por todos los medios, una venganza cuya última consecuencia era hacer pagar por los pecados ajenos. Pecados que, por otra parte, habían perjudicado al autor de aquel escrito.

«Yo nunca le hice nada, jamás traté de perjudicarle en lo más mínimo… Usted, sin embargo, no ha obrado de la misma manera», rezaba. ¿Podía ser que Robert, movido por el resentimiento, hubiera redactado semejante nota? «Con sus actos me ha faltado al respeto y, lo que es peor, ha destruido todo aquello por lo que yo había luchado». Si así era, resultaba evidente que se estaba refiriendo al hecho de haberle sido infiel. Sí, le había engañado, le había faltado al respeto y, consiguientemente, había destruido todo por lo que él había luchado. No sólo eso; además, había conseguido hacerse con la custodia de los niños, relegándolo a él a un más que indiscutible segundo plano. Pero ¿qué iba a hacer ella? ¿Renunciar a sus hijos? De ningún modo. «Bien, pues, lamentablemente, ha llegado el momento de pagar». Toda argumentación posible a este respecto, figuraba en lo que anteriormente había cavilado. La amenaza en sí comenzaba a ser desvelada. «En tres días usted morirá y no podrá hacer nada para impedirlo». ¡Ahí estaba! La confirmación de la evidencia, la ratificación de aquel juramento maldito, la aseveración de que su vida tenía fecha de caducidad. El futuro, por ende, se revelaba como una gran incertidumbre. ¿Existía alguna probabilidad de escapar de aquel ángel de la expiación? La respuesta llegó hasta sus ojos en forma de palabras condenatorias. «Escóndase si quiere, huya, desaparezca si se cree capaz…; en cualquier caso, la muerte acudirá puntualmente a su encuentro. Su única posibilidad de salvación se reduce a adivinar qué fue lo que me hizo. Sólo entonces, quizá pueda apiadarme de su alma». Si daba por ciertas sus reflexiones y atendía al mensaje que se revelaba, sabía a ciencia cierta qué era lo que tanto le había dolido a Robert. No había sido el adulterio, no. Lo que de verdad había provocado que su cónyuge se volviera completamente loco fue la necesidad de buscar en otra persona lo que no hallaba en él. De la noche a la mañana, el que era su marido había pasado a ser insuficiente, escaso, limitado, y lo que resultaba más doloroso, no le había dado la oportunidad siquiera de intentar enmendarse. Borrado de un plumazo, extinguido, totalmente aniquilado. Sólo eso parecía poder explicar aquel escrito. Finalmente, una firma encubierta, una rúbrica que enmascaraba sólo en parte al remitente. «Su juez y verdugo. R». Robert. Robert Forks.

Suspirando y tratando de racionalizar todo aquello, se aproximó a la ventana y miró hacia el exterior. La ciudad estaba iluminada y los albores de cada una de las viviendas ponían su pincelada particular de color. Una fina lluvia había comenzado a hacer su aparición y levantaba ese característico olor a tierra mojada y a polución caída. Entonces, una duda la asaltó; una duda que azotó sus sentidos de la forma más cruel e inimaginable. ¿Le haría daño Robert a los niños? Esperaba que no fuera así porque, en caso contrario, no sería su vida precisamente la que estaría pendiendo de un hilo. Una madre es capaz de hacer cualquier cosa por defender a sus pequeños.

14

Allyson Blumer se encontraba en la habitación contigua a la sala de interrogatorios y observaba la reacción de Charlton MacWrigth tras el diálogo que ambos habían mantenido instantes atrás. A pesar de todo, se le veía tranquilo, totalmente relajado, como si, de alguna manera, fuese él quien tuviera la sartén por el mango. Eso, no obstante, era una buena noticia, pues significaba que, efectivamente, estaba planteándose aceptar su propuesta.

Comprobó que la batería de su móvil se hubiese recargado parcialmente al menos. Así fue. De este modo, desenchufó el cargador de la toma de corriente y buscó en la agenda de contactos el nombre de la persona con la que quería hablar. Seguidamente, pulsó el icono de llamada. Apenas hubo de esperar un par de tonos a que descolgasen al otro lado de la línea.

—…

—Hola. ¿Qué tal el día?

—…

—Ajetreado, como siempre.

—…

—Esta noche no dormí nada. Estuve revisando algunos informes de casos pasados.

—…

—Lo sé.

—…

—Ya te he dicho que lo intentaré.

—…

—Oye, ¿te apetece que nos veamos?

—…

—¿En tu casa?

—…

—Perfecto. ¿Has cenado ya?

—…

—Bueno. ¿Qué te parece si, de camino, cojo algo de comida china en el Hakkasan?

—…

—Estupendo, entonces. Nos vemos en un rato.

—…

—Te quiero, ¿vale?

—…

Colgó. Se sentía ilusionada, encandilada, totalmente seducida. Sin embargo, de lo que no se dio cuenta fue de que alguien, apostado en el pasillo, acababa de escuchar toda su conversación y estaba planteándose seriamente si debía o no tomar cartas en aquel asunto.