CAPÍTULO IV

1

Kathleen no tenía que trabajar. Desde el divorcio, la pensión que Robert debía pasarle al haberse quedado ella con la custodia de los niños era más que suficiente para mantenerlos a los tres. De ese modo, había dejado su empleo y se había consagrado a la educación y al cuidado de sus pequeños. Y, sí, sabía que en cuanto Sarah y David cumpliesen la mayoría de edad, la gallina de los huevos de oro desaparecería; sin embargo, hasta ese momento, no tenía de qué preocuparse.

Ya había dejado a sus hijos en el colegio y estaba dando su paseo matutino disfrutando de una de las innumerables bebidas que Starbucks tenía en su impronunciable carta. Como tantos otros neoyorquinos, ella también había sucumbido a la adicción a aquellos Frappuccinos. Resulta curioso cómo de una pequeña tienducha instalada en el número 2000 de Western Avenue, en Seattle, en 1971, se hubiera creado semejante multinacional. En sus orígenes, aquel establecimiento puesto en marcha por tres socios capitalistas (los profesores Jerry Baldwin y Zev Siegel, y el escritor Gordon Bowker), sólo vendía granos y máquinas de café. Sin embargo, con el paso de los años, se había originado aquel imperio empresarial que, hoy día, cuenta con más de 15.000 tiendas, repartidas por nada menos que 50 países.

Se encontraba en Central Park, sentada en uno de los bancos que ofrecían una imponente panorámica del Castillo Belvedere. Aquella construcción estaba enmarcada dentro de un ambiente y un estilo victorianos. Se había erigido en 1865 y aunque actualmente cumplía la función de ser la sede del Observatorio Meteorológico, todavía conservaba su aspecto señorial y fastuoso. Era magnífico disponer del tiempo suficiente para poder perderse en las innumerables muestras culturales que había desperdigadas por la ciudad de Nueva York…

Mientras sus ojos se recreaban en aquella maravillosa visión, su mente cavilaba y seguía dándole vueltas al asunto de William. ¿Cómo podría inclinar la balanza a su favor? Había dado un primer paso: recobrar el contacto; y un segundo: poner su oferta encima de la mesa. Y, objetivamente, aquella era una buena proposición, pues cumplía con todos los aspectos que él podría demandar. Le había hablado de la posibilidad de darle un hijo, también de la disponibilidad horaria que él precisase para poder dedicarse a la escritura y del indómito deseo carnal que sentía y que todavía le hacía desear noches de desenfreno sexual a su lado. Era un pack completo, una propuesta única.

Alguien podría pensar que se estaba rebajando demasiado con el único propósito de estar con el hombre al que amaba. Quizá sí; sin embargo, todas aquellas cosas no suponían para ella ni el más mínimo esfuerzo. Es más, las haría encantada. Pensar en acostarse cada noche junto a él, en despertarse cada día sintiendo su masculina presencia, en ser uno en la individualidad personal de ser dos, en tenerlo dentro, en acariciar su piel tersa y suave, en percibir su respiración acompasada durante el sueño… Todo eso compensaría con creces todo lo demás.

Y si a ella le parecía tan maravilloso, ¿por qué no se lo parecía también a él? Sabía que había encontrado a otra mujer, sabía que había comenzado una vida en común con aquella, sabía —porque él se lo había dicho— que era sumamente feliz; sin embargo, lo que habían pasado juntos, lo que habían creado en una situación totalmente adversa no debía perderse en el olvido. Las conexiones sinápticas que mantenían ese recuerdo vivo no podían debilitarse y desaparecer; debían perdurar para siempre. La eternidad, entonces, le pareció insuficiente para pasarla junto a él.

El sol, que ya casi se había situado en su cénit, castigaba con sus candentes látigos las cabezas de los observadores que, en su pasiva actitud, se deleitaban en las fenomenales vistas que se brindaban desde allí. Ella, por su parte, se levantó y continuó con su caminata. Andar le relajaba, le producía una especie de bienestar que no conseguía con otras actividades. Y lo que era mejor, le daba la absoluta libertad de pensar, de reflexionar sobre los distintos aspectos de su vida, de ponderar como mejores o peores aquellas decisiones que debía tomar. No obstante, algunas de estas ya estaban asumidas pues no había ninguna otra opción a la que agarrarse.

Hoy se había puesto un pantalón vaquero y sus zapatillas Converse favoritas, unas rosas con cordones blancos que hacían juego con la camiseta que lucía. Le gustaba ese atuendo desenfadado y deportivo que, además, consideraba que casaba muy bien con la imagen que proyectaba. Era optimista y alegre, muy alegre. Algo loca, incluso, como le decían sus amigas. Naomi, a quien había conocido cuando todavía asistía a la escuela primaria, no podía estar más de acuerdo con aquella afirmación. Lástima que aquel carcinoma de pecho le estuviese dando tanto la lata…

Cada polvoriento paso en el camino, traía a sus pensamientos nuevas divagaciones sobre Mathesson. Los momentos tristes se agolparon en su memoria, como si la añoranza de un tiempo pretérito pretendiese fustigar sus ya maltrechos sentimientos. Recordó, con total nitidez, la primera vez que su relación se rompió. Había sido ella quien había terminado con todo, movida por las amenazas de Robert. Él debía haber entendido que no tenía otra opción. Sí, estaba completamente enamorada, absolutamente entregada, pero sus hijos eran sus hijos, y nada había por encima de ellos. Permanecer a su lado hubiera significado un sacrificio demasiado grande, un sacrificio que ninguna madre estaría dispuesta a padecer. La segunda, sin embargo…

Una vez que pudo dejar de ser la señora de Forks, se dio unas semanas para asentar e interiorizar todo lo sucedido. Recobró el contacto con él pero, exceptuando algún beso aislado —como aquel que se habían dado en el Ziegfeld Theater mientras veían una interesante película a la que ninguno de los dos le había prestado demasiada atención—, no habían llegado a intimar excesivamente. Le pidió que tuviera paciencia, que la dejara organizar su vida, que le permitiese prepararse para ser la misma que había sido. Y él lo hizo, sin poner la más mínima traba, ofreciéndose, siempre que lo creía necesario, a ayudarla en todo lo posible. Y, como el ave fénix que renace de sus cenizas, su romance volvió a la vida. Sin embargo, ya nada fue como antaño. Chocaban diametralmente por tonterías; se enfadaban, se reconciliaban y se volvían a enfadar; lloraban más de lo que reían y sufrían más de lo que disfrutaban. El sexo no fue suficiente para mantener aquella unión, aunque yacer juntos en la cama era como visitar el paraíso terrenal. Así, en una de las múltiples veces que ella decidió que necesitaba estar sola, fue cuando lo perdió para siempre. Él se marchó para no volver, conoció a otra persona y ni siquiera tuvo el valor de decírselo. Sintiéndolo mucho, su cabeza no podía encontrar otra palabra para definir aquella actitud: COBARDÍA. Sí, con letras mayúsculas: COBARDÍA MAYÚSCULA.

Cuando lo vio pasar frente a su ventana, cogido de la mano de aquella mujer, enloqueció. Lo llamó por teléfono y le dijo toda la serie de improperios que se le vinieron a la mente. Parecía una esquizofrénica, una completa demente. Pero ¿acaso era para menos? Había sido testigo presencial de cómo aquel al que amaba le ponía los cuernos con otra chica; y más joven que ella, para más inri. Aquello le dolió, le hizo un daño atroz, algo semejante a que le arrancasen el corazón y lo lanzasen con desprecio a una fosa de cal. Engañada y abatida, totalmente derrotada.

Se refugió en Sarah y en David, en los frutos que su vientre había engendrado. Ellos no le fallarían o, al menos, no lo harían conscientemente. Se convirtió en el perfecto ejemplo de mamá que renuncia a su propia vida en beneficio de sus vástagos. Divorciada, olvidada por el que había sido su amante, sola…, y siguiendo adelante. Sacó fuerzas de donde sólo había flaqueza y dibujó una imagen de suficiencia que sólo pretendía esconder la verdad: William ya no la quería, la había cambiado como si sólo fuese un viejo cromo de béisbol.

Pero era la hora de devolver las tornas a su lugar, de volver a recuperar lo que había sido suyo y que, de alguna manera, creía que todavía le pertenecía. La pelota estaba en su tejado, en el de él, pero semejaba que necesitaría algo más que balones para retornarlo a su lado. Lo vivido es la muestra empírica de que hemos existido; lo olvidado es el testimonio real de que no mereció la pena lo vivido. No permitiría que aquello ocurriese. El destino se equivoca muchas veces y ella iba a ser quién se encargase de decírselo directamente a la cara.

2

Cuando Allyson llegó a la comisaría —completamente repuesta del repentino mareo que había sufrido en la morgue debido al nauseabundo olor que emanaba de los cadáveres que el forense Hunt había abierto en canal para practicarles la pertinente autopsia—, Mike Petersen y Kenneth Brown parecían completamente desesperados. En sus rostros era perceptible una clara mueca de preocupación y seriedad, como si la investigación que tenían entre manos no hubiese avanzado ni un milímetro en la dirección adecuada.

—Hola, chicos —les dijo—. ¿Ocurre algo?

—No, Allyson, no ocurre nada. De hecho, nada de nada —contestó en tono tajante el inspector de homicidios mientras se dirigía hacia el panel en el que había expuestas algunas fotografías del caso.

Esta dirigió la vista hacia su compañero buscando alguna explicación al respecto. Mike, que era un tipo avispado, entendió la pregunta que se escondía tras aquella mirada.

—Hemos estado indagando acerca de los fallecidos, pero no hemos dado con nadie que pueda aportarnos algún tipo de información sobre ellos. Al parecer, ya habían enterrado a todos sus familiares antes de que la calle los absorbiese. —Se rascó la cabeza antes de proseguir—. Son fantasmas en el Registro Civil.

Allyson se acercó a la mesa tras la que el agente se apostaba y echó un rápido vistazo a la pantalla del ordenador. En ella aparecía la ficha de uno de los mendigos. Jeff Collins. La instantánea que constaba en el archivo parecía tener ya varios años, pues representaba a un hombre joven de aspecto saludable que poco o nada se parecía a aquel que habían conocido en el depósito de cadáveres tumbado sobre la mesa de disección de Thomas Hunt.

—¡Joder! —exclamó esta.

Kenneth Brown, por su parte, se movía en círculos. Semejaba que la inquietud que lo poseía era más fuerte que sus intentos por disimularla.

—Repasemos el caso, ¿os parece? —expresó el inspector. Su voz sonó más con el autoritarismo propio de quien da una orden que con la particular amabilidad de quien propone algo.

Allyson se desprendió de la fina chaqueta que vestía y la colgó en el perchero que estaba situado en uno de los rincones de la sala. Luego tomó una silla, la colocó frente al cuadro en el que iban colocando toda la información de que disponían, y se sentó.

—Bien —dijo—, tenemos tres víctimas. La primera: Nigel Blunt. Varón de 42 años. Hallado muerto el pasado viernes 2 de mayo. Causa del fallecimiento: envenenamiento por talio. La segunda: Christopher Dorn. Varón de 55 años. Asesinado el lunes 5 mayo. Causa de la muerte: envenenamiento por talio. La tercera: Jeff Collins. Varón de 47 años. Su fallecimiento se produce el jueves 8 de mayo. Causa del mismo: envenenamiento por talio. Los tres cadáveres se descubren en distintos callejones de la ciudad sin que parezca existir patrón alguno. Las víctimas se encuentran desnudas, con la cabeza afeitada y sin que sus cuerpos presenten ningún signo de violencia. Los únicos daños producidos por el asesino fueron algunos cortes en el cuero cabelludo de los interfectos a la hora de rasurar sus cráneos.

Kenneth Brown se detuvo, incapaz de saber qué era lo que debía exponer a continuación. Yacía inmóvil, totalmente quieto, con los ojos clavados en el suelo como si aquellas frías baldosas negras pudiesen indicarle cuál era el siguiente paso a dar. La tensión que se respiraba en aquella estancia podía cortarse con un cuchillo. Era tal que hasta respirar se convertía en un acto de atrevimiento extremo.

—Eso es todo lo que tenemos… —manifestó para concluir.

Allyson fue la que rompió el silencio que siguió a las palabras del inspector.

—Lo primero que deberíamos hacer sería trazar el perfil de nuestro asesino.

Brown asintió.

—Hagámoslo. ¿Sexo del sospechoso?

—Es un hombre —afirmó Petersen casi instantáneamente.

—¿Por qué un hombre? —preguntó la agente.

—Por una razón fundamental: el asesino tuvo que mover los cuerpos de las víctimas y, para una mujer, eso habría significado un esfuerzo sobrehumano. Me inclino a pensar que, según el modus operandi, quien llevó a cabo los crímenes es un varón.

Nadie contradijo las palabras de Mike. Seguidamente, el inspector cogió un rotulador y anotó en la blanca pizarra la primera suposición que habían hecho.

1.Varón

—¿Raza?

—Blanca. A no ser que se trate de conflictos de bandas (y no lo parece), los negros suelen matarse entre ellos.

Brown lanzó una mirada inquisitiva a su subordinado. Que él fuese afroamericano fue la razón para que reaccionara de aquella manera. Petersen se encogió de hombros como si lo que hubiera dicho fuese una verdad irrefutable que, por dolorosa, cruel y racista que resultase, él no podía cambiar. Aun así, el jefe de aquella investigación también tomó nota de aquello.

2.Blanco.

—¿Qué edad podría tener el sujeto?

En esta ocasión, ni Mike ni Allyson supieron qué contestar. Teniendo en cuenta el manual —el cual era para un policía como la Biblia para un creyente— y el modo en que habían sido perpetrados los asesinatos, resultaba complicado realizar conjeturas al respecto. Hubieron de apoyarse en uno de los axiomas que habían dado como ciertos para poder responder a esto.

—Entre veinte y cincuenta años —manifestó Petersen—. Arrastrar los cadáveres sería muy complicado para alguien que se situase fuera de este rango.

3.20 a 50 años.

—¿Qué diríamos de los recursos de que dispone?

—Debe tratarse de un hombre perteneciente a la clase alta o a la clase media-alta —comenzó a decir ella—. No es fácil acceder al mercado negro de ciertas sustancias y las cifras que se pagan por estas pueden llegar a ser estratosféricas.

—¿De cuánto estaríamos hablando?

—Miles de dólares —aseguró y, acto seguido, valoró interiormente su respuesta—. Quizá, incluso, decenas de miles de dólares.

—¿Tanto? —La interpelación de Mike estaba cargada de escepticismo.

Allyson respondió con otra pregunta.

—¿A cuánta gente conoces que asesine con talio? La mayoría de los asesinatos por envenenamiento tienen como ingrediente principal al arsénico, el cual ya no es fácil de conseguir. Por otra parte, el ciudadano de a pie se decanta más por un peligroso cóctel de pesticidas. Recurrir a un elemento como el talio no debe ser barato.

Brown asintió, satisfecho con la discusión y con las hipótesis que estaban valorando.

—¿Por qué precisamente talio? —inquirió este.

—Seguramente, por lo que nos explicó el doctor Hunt: es difícil de detectar.

4.Clase alta/clase media-alta.

5.Talio. Mercado negro.

—¿Consideramos la posibilidad de que se trate de algún depravado sexual? —consultó Petersen.

—¿Lo dices porque desnuda a sus víctimas?

—Exactamente.

—No lo creo, aunque quizá deberíamos reflexionar acerca de sus preferencias sexuales… —propuso Allyson.

—No es homosexual —manifestó el inspector con un deje circunspecto—. En los cadáveres no se hallaron restos semen.

—Quizá se la cascaba en su casa después… —Mike parecía más divertido que interesado, y recibió una severa mirada por la poca agudeza que había tenido su comentario—. Está bien, está bien —dijo al tiempo que levantaba las manos en un gesto que venía a expresar un tranquilos, tíos—, no es gay.

Brown tomó nota de aquello también.

6.Heterosexual.

Con todos los datos expuestos sobre la pizarra, dedicaron un instante a meditar sobre la identidad del sospechoso. No era mucho lo que tenían —aquel perfil abarcaba a un rango poblacional demasiado grande—, pero, al menos, tenían algo. El estancamiento en el que estaban inmersos parecía ir difuminándose en la lejanía, sin embargo, semejaba que aún les quedaba un amplio trecho que recorrer antes de poder esposar a aquel cabrón que se estaba dedicando a asesinar mendigos.

Esa fue la siguiente cuestión que se planteó.

—¿Por qué matará indigentes? —preguntó ella.

El resoplido de Petersen se oyó en toda la sala.

—¿Quién sabe? Quizá se aburre, quizá es un maníaco de la adrenalina que necesita envenenar a despojos de la sociedad para obtener su dosis diaria, quizá sólo lo hace por placer… —expuso el antedicho mientras entrelazaba sus dedos por detrás de la cabeza a modo de improvisado sostén craneal—. Las motivaciones que mueven a los asesinos son algo complejo, algo que, en numerosas ocasiones, escapa a lo racional. Si se trata de un psicópata, es decir, alguien incapaz de sentir empatía por sus semejantes, actuará según sus propios códigos de conducta. No manifestará culpa ante las atrocidades que pueda cometer para con otras personas; sólo lo hará cuando sea infiel a sus propios reglamentos. Y, ¿cuáles son esos reglamentos? ¡Ah! Ni la psicología ni la psiquiatría han podido dar respuesta a esta cuestión, así que no deberíamos tratar de hacerlo nosotros. Se dice que cada psicópata manifiesta su trastorno de una forma personal, el cual no responde a la copia o a la imitación que pueda hacer de otro. Si creemos que se trata de un sujeto de estas características, tendríamos que considerar también otros factores.

—¿Sugieres que tracemos un nuevo perfil teniendo en cuenta un hipotético trastorno antisocial de la personalidad? —inquirió Allyson.

—Yo no sugiero nada —se defendió Mike—; sólo digo que si suponemos que se trata de un puto psicópata, deberíamos atender a las propias particularidades que se derivan de esta enfermedad.

—Enuméralas —ordenó Brown, el cual se había vuelto a aproximar a la pizarra y permanecía, armado con aquel rotulador, a la espera de que su compañero escupiese la letanía relativa a las especificaciones psicopáticas.

—Pues bien… Veamos… Se trata de una persona superficial pero inteligente, quizá con un coeficiente intelectual que roce la superdotación. No se pone nervioso ante las vicisitudes que se le plantean. Es frío y calculador, pero con una capacidad innata para la improvisación. Miente con frecuencia. En este caso concreto, considero que ha desarrollado un mecanismo de actuación que le permite interactuar con sus semejantes. Aprende rápidamente y, poco a poco, irá mejorando sus habilidades. Sigue un plan de vida (puede que esté perfectamente integrado en nuestra sociedad, como dije antes), pero escapa de él cada vez que puede. Su autoestima es exagerada y cree que jamás lo pillarán, de ahí que cometa sus crímenes en plena calle. En cuanto a su niñez o su adolescencia, quizá cometiera delitos menores…

Todos los datos y especificaciones fueron debidamente registrados. Ahora, el perfil era mucho más completo, más complejo, sí, pero, en definitiva, más capaz de conducirlos hacia la identidad de aquel tipo.

Observaron el panel con detenimiento, envueltos en un silencio sepulcral, un silencio lleno de ignominias y dudas.

Aquel hombre tenía que haber dejado algún rastro, alguna pista como las migas de pan que Hansel y Gretel habían tirado en el bosque para recordar el camino de vuelta a casa. Sólo esperaban que los pájaros, al igual que en el cuento, no se hubieran comido aquellas estelas invisibles que los llevarían directamente a llamar a la puerta de aquel asesino inmisericorde.

Kenneth Brown se puso su americana y comprobó que llevaba la pistola en la cartuchera de cuero marrón que colgaba de sus hombros. Aquella arma le había acompañado desde sus inicios en el cuerpo policial y, aunque sólo la había usado en un par de ocasiones, se sentía seguro portándola.

—Muchachos, quiero volver a las escenas de los crímenes. Me gustaría revisarlas y comprobar que no se nos ha pasado nada.

Allyson, por su parte, devolvió la silla al lugar que le correspondía: justo frente al ordenador que descansaba encima de su mesa.

—¿Te acompañamos? —preguntó Petersen.

—No, es mejor que os quedéis aquí. Si nos dividimos, avanzaremos más deprisa.

—Como quieras.

El inspector abandonó la sala y dejó a sus subordinados tecleando en sus respectivos ordenadores. Él pertenecía a otra generación, a una generación de otro tiempo, a una generación a la que le gustaba patear las calles en busca de pruebas. Apenas sabía nada acerca de los hardwares y los softwares de aquellos aparatos. Si ni siquiera tenía un mísero portátil con el que distraerse viendo vídeos de Youtube en su casa o con el que interactuar con otros cibernautas en alguna red social… No disponía de correo electrónico y, cuando alguien tenía que enviarle algún archivo digital, le solicitaba que lo remitiese al de alguno de sus empleados. La informática no le atraía lo más mínimo. Le parecía aburrida, incoherente, totalmente absurda. Y, sí, por supuesto que reconocía los méritos que se derivaban de su uso. Por ejemplo, el cotejo de huellas dactilares —una actividad tediosa— resultaba mucho más sencillo gracias al uso de aquellos programas que buscaban las coincidencias necesarias para determinar si aquella marca unipersonal y distintiva pertenecía a tal o cual sujeto. Sin embargo, a pesar de todo, él era más de la vieja escuela.

Mike y Allyson se quedaron solos, sumidos en la privacidad que les otorgaban aquellas cuatro paredes de hormigón y aquella puerta bien cerrada. Esta coyuntura fue aprovechada por el primero, quien se dirigió a su compañera.

—Allyson, ¿podemos hablar? —le preguntó.

—¡Claro! —contestó—. ¿Qué pasa?

Petersen pareció meditar su respuesta. ¿O acaso estaba escogiendo cuidadosamente sus palabras? Si así era, ella se sentiría profundamente decepcionada pues consideraba que, debido en parte a la cantidad de años que llevaban trabajando juntos, ya habían forjado una más que sólida amistad como para que cualquiera de los dos tuviese dudas a la hora de decir las cosas tal y como se le venían a la boca.

—Querría preguntarte algo… —dijo.

—Adelante.

Mike, por primera vez desde que habían comenzado la conversación, dirigió su mirada hacia los azules ojos de ella. Semejaba apesadumbrado, como si algo le preocupase sobremanera. ¿Qué podría ser?

Tras apretar los labios en un gesto que denotaba una incomodidad indisimulable, este lanzó su interpelación.

—¿Con quién hablabas el otro día?

Allyson se quedó sorprendida, confundida, desconcertada. ¿A qué venía aquello?

—¿Cuándo? —le preguntó.

—El lunes. Más o menos, a la hora de comer.

Ella pareció revolver sus recuerdos aunque, en realidad, sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo Mike.

—¿Por qué te importa? —le espetó.

—Porque quiero saber si estás bien…

—Estoy perfectamente —corroboró.

Sin embargo, aquella afirmación tan apresurada no hizo sino levantar más sospechas en Petersen.

—Sólo quiero que sepas que, si lo necesitas, aquí estoy… —le dijo.

Ella situó un rubio tirabuzón tras su oreja en un gesto que pretendía ser natural pero que no lo fue en absoluto. No obstante, trató de disimular y ofrecerle a su interlocutor su mejor cara.

—Lo sé, Mike, pero no tienes que preocuparte por nada.

—¿Seguro? —insistió aquel.

—Seguro.

Regresaron a sus respectivos quehaceres y el recinto volvió a quedar sumido en un mutismo total. Sólo el ruido de las teclas al ser pulsadas rompía la quietud reinante. Sin embargo, aquella ausencia de sonidos articulados provocó que en el aire que respiraban quedase un hedor de desconfianza e hipocresía. Resultaba evidente que ella no había sido sincera, y era claro y meridiano que aquel no se había tragado su mentira. El inconveniente que tiene el permitir que alguien conozca tu personalidad es que sabe cuando estás tratando de engañarle. Y Mike lo sabía.

No dijeron nada más; tampoco hizo falta. La realidad, ese término que alude a una concepción abstracta, se había vuelto una verdad empírica para ambos. Una falacia para encubrir algo; un algo tan atroz como para que debiera ser ocultado. Esa era la única verdad.

Mientras trabajaba y trataba de conseguir datos acerca del mercado negro del talio, una duda se clavó en el alma de Allyson como un afilado puñal ungido con curare.

¿Realmente estaba bien?

3

Robert Forks se sentía completamente satisfecho. La llamada había ido por los cauces previstos y, aunque le habían colgado abruptamente, se podía decir que aquella eventualidad entraba dentro de lo previsible. Ahora, aquella mujer por fin podría descansar, por fin podría dormir un sueño profundo y reparador, un sueño repleto de bellas y paradisiacas imágenes celestiales.

Se encontraba recostado en un su cómodo sofá de diseño, vanagloriándose por las contingencias acaecidas y por la resolución de los acontecimientos programados. Su mente, totalmente retorcida, había trazado un elaborado plan que, poco a poco, iba consumándose. Aquello era un motivo de orgullo, una causa por la que sacar pecho, una razón para creerse por encima de los demás. Y es que, en definitiva, los demás danzaban al son que él les marcaba. Quizá, aquella nueva habilidad adquirida no era sino una de las consecuencias de los años de convivencia con Kathleen. Sí, ella mejor que nadie sabía cómo salirse siempre con la suya. Pero aquello se había terminado, se había acabado para siempre.

Recuperó la verticalidad y arqueó su espalda al tiempo que se llevaba las manos a los riñones. Ser tan alto tenía sus ventajas, pero también sus respectivos inconvenientes. Uno de ellos era aquel atroz dolor articular que, de cuando en cuando, decidía hacerle una visita de un par de días. Los analgésicos calmaban un poco el malestar; aunque nunca lo suficiente.

Se guardó el teléfono móvil en el bolsillo y se dirigió hacia la puerta. Había llegado el momento de salir, de seguir con la búsqueda. No obstante, algo le decía que se hallaba cerca, muy cerca de hecho. Eso le insufló ánimos.

Comprobó en el espejo de la entrada que su peinado seguía siendo excepcional —aquella gomina de la marca Redken era, como bien decía su spot publicitario, milagrosa— y salió a la calle con la altivez de quien se considera un ser supremo.

Nueva York, la ciudad número uno en cuanto a índice poblacional en Estados Unidos (contaba, en aquel momento, con la friolera de 8.336.697 habitantes), lucía un aspecto maravilloso. El cielo azul abrazaba los altos edificios envolviéndolos con su fina y cerúlea tela y el astro rey, que se alzaba indómito en la bóveda celeste, brillaba con todo el esplendor de un millar de lingotes de oro. ¡Divina primavera!, pensó. La atmósfera parecía haberse tomado un descanso de borrascas y ofrecía a los lugareños una apacible sensación de bienestar térmico que invitaba a pasear. El tráfico, no obstante, seguía siendo intenso, sin embargo, sí se percibía una mayor cantidad de gente caminando por las limpias aceras de las calles. Los que habían elegido su vehículo para desplazarse permanecían hacinados y encerrados en aquellos habitáculos en los que el aire acondicionado funcionaba a todo tren, sufriendo los soporíferos efectos de un embotellamiento perpetuo.

Recorrió varias manzanas con una sonrisa de oreja a oreja, canturreando una de aquellas canciones de Bruce Springsteen que tanto exaltaban el espíritu americano. Y es que estaba en racha, pletórico, mejor que nunca. Sólo tenía pendiente corregir ciertos desarreglos con los que la vida le había ido castigando.

4

Cuando la policía se personó en la redacción de Literature of tomorrow, Clarice, la eficiente secretaria, aún no se había recuperado de la impresión que había supuesto el descubrimiento del cadáver de su jefa. Había acudido al despacho de la antedicha con la intención de comunicarle que la sala de juntas ya estaba preparada para la reunión que tendría lugar después. Sin embargo, cuando abrió la puerta —después de llamar repetidas veces y sin recibir respuesta desde el interior— se encontró con una imagen sobrecogedora, una imagen que, con total certeza, la acompañaría en su recuerdo para el resto de sus días. Anne Johnson yacía tirada en el suelo, en mitad de un charco de sangre de dimensiones ingentes y con un negro agujero en uno de los laterales de la cabeza, el cual indicaba, sin lugar a dudas, que se debía a la mortífera acción de una bala. No pudo reprimirse y gritó; gritó tan fuerte que todos los empleados dirigieron sus miradas hacia ella. Después, uno a uno, fueron averiguando qué había provocado aquel alarido sobrecogedor.

En aquel instante, Bruce Adams sostenía la mano de Clarice mientras ella tomaba una infusión de tila. Temblaba como un cachorrillo asustado en mitad de una carretera muy transitada. Sus ojos miraban hacia la lejanía pero, en realidad, nada llamaba la atención de sus retinas. Estaba absorta, ensimismada, completamente pasmada. Las personas que se movían a su alrededor eran fantasmas etéreos, como si ella estuviese observando la realidad desde otra dimensión existencial.

—¡Eh, preciosa! —le dijo Bruce—. ¿Te encuentras bien?

Clarice no respondió. Se limitó a darle un sorbo al vaso de plástico que contenía aquella bebida relajante y a exhalar un suspiro ahogado.

Por su parte, los técnicos del Departamento de Investigación Criminal ya se habían puesto manos a la obra. Enfundados en sus inmaculados trajes blancos, examinaban la escena del crimen y recogían todas las pruebas que consideraban relevantes para descubrir qué había sucedido allí dentro. Otros agentes, vestidos con el habitual atuendo de la policía, tomaban declaración a los trabajadores de la revista o hacían guardia frente a la puerta del despacho de la que había sido la directora de la publicación. Todo transcurría dentro de una calma tensa, dentro de un incómodo silencio. Nadie parecía entender cómo había sucedido aquello.

Tres investigadores, ataviados con unos elegantes conjuntos de chaqueta y pantalón negros, saludaron a sus camaradas allí presentes y se metieron en el despacho de Anne Johnson. Permanecieron juntos en un rincón, sin molestar ni impedir la labor que los peritos forenses estaban llevando a cabo. De cuando en cuando, hacían alguna que otra pregunta y tomaban notas en las libretitas que habían extraído del bolsillo interior de sus respectivas americanas.

—¿Causa de la muerte?

—Herida de bala —contestó uno de los expertos—. El proyectil impactó en el lado derecho del cráneo, perforó el hueso parietal y se alojó en interior del cerebro de la víctima. Como puede ver —dijo al tiempo que movía la cabeza de la fallecida para ilustrar lo que estaba comentando— hay orificio de entrada pero no de salida. Cuando se le realice la autopsia podremos recuperar la bala y determinar de qué tipo de munición se trata.

—¿Calibre 308? —consultó uno de los hombres trajeados a sus colegas.

—Podría ser… —testimonió otro.

Warren Leinn, quien parecía ser el mandamás, se aproximó a la ventana.

—Debieron dispararle desde el edificio de enfrente —comentó—. Atendiendo a la posición del agujero abierto en el cristal, podemos suponer que el disparo se produjo desde una altura superior… —Miró en la dirección desde la cual creía que se había abierto fuego—. ¿En qué planta estamos?

—Catorce, señor —respondió alguien instantáneamente.

—Catorce… —masculló aquel para sí—. Catorce… —y, con su dedo índice, contó los pisos de las edificaciones a las que se abría el amplio ventanal—. ¿Alguien podría dejarme un láser?

Uno de los técnicos revolvió en su maletín y le alcanzó un pequeño objeto. Leinn lo cogió con cuidado y lo ubicó el interior del orificio del vidrio. Acto seguido, oprimió un botón ubicado en la parte trasera de aquel artefacto y una luz roja impactó en una de las ventanas abiertas en la construcción que se alzaba al otro lado de la calle.

—Señor Maxwell, averigüe quién vive en ese piso —ordenó.

El investigador, como si de un autómata se tratara, obedeció la orden que su jefe le daba. Salió de la sala apresuradamente y tomó el ascensor. Al poco, su figura era visible mientras cruzaba la calzada con rapidez. Luego, se perdió en el interior de la edificación indicada.

—La temperatura del hígado indica que la muerte se produjo hace poco más de una hora —informó uno de los peritos mientras extraía del abdomen del cadáver un punzante artilugio.

—No debió transcurrir mucho tiempo —indicó el tercero de los investigadores—. Según el testimonio de la secretaria, alertó a las autoridades al poco de descubrir el cuerpo. Además, afirmó haber hablado con la víctima minutos antes de producirse el asesinato.

—Es decir, que nuestro asesino tuvo que darse prisa… —Leinn tenía la mano en el mentón y semejaba pensar a una velocidad increíble—. No me gusta este asunto, Forell…

Alguien se acercó con una bolsita plástica de recogida de pruebas y se la entregó al jefe de la investigación. En su interior había un móvil, un iPhone 4s cuya carcasa original había sido sustituida por una de color rosa fucsia. Aquel se puso unos guantes de látex y comenzó a trastear con el aparato.

—Recibió una llamada poco antes de morir… Una llamada con identidad oculta…

—¿Se podría averiguar quién la efectuó?

—Si se realizó con un teléfono de prepago, no creo que sea posible. En cualquier caso, veremos qué puede hacer nuestro informático…

Devolvió el dispositivo a la bolsa, la cual selló con el cierre autoadhesivo para que la prueba no se contaminase. Sería necesario extraer huellas y convenía mantener la evidencia en las mismas condiciones en las que había sido encontrada.

—¿Sabemos si tenía enemigos la señora Johnson?

—Algunos empleados indicaron que había tenido sus más y sus menos con algunas personalidades del mundo de la literatura: editores cabreados, escritores ofendidos, lectores indignados… Sin embargo, ninguno ha comentado que se tratase de algo fuera de lo normal.

—Parece ser que dirigir una publicación crea muchos detractores… —apuntó Leinn.

—Imagino que no más que cualquier otra profesión…

Forell era un hombre tranquilo, observador, la clase de persona que prefiere mantenerse al margen y esperar al momento preciso para lanzar un comentario demoledor. Y es que, sí, cuando hablaba, sentaba cátedra. Su aspecto, no obstante, parecía no casar del todo con su personalidad. Era rubio y sus rasgos fisonómicos lo acusaban de ser el portador de una genética de claros tintes nórdicos. Diariamente, dedicaba parte de su tiempo libre a practicar deporte, lo cual le hacía estar musculado y en forma. Esto, además, lo convertía en la presa de numerosas miradas lascivas y comentarios indecorosos llevados a cabo por las mujeres que trabajaban a su alrededor. Era el objeto sexual de la comisaría y la comidilla en las reuniones de féminas que suspiraban por sus escandinavos huesos.

Maxwell apareció en la ventana del edificio de enfrente e hizo un movimiento con su brazo en señal de saludo. Estaba acompañado por un tipo gordo y sudoroso, la clase de tipo que se ganaría el sueldo siendo el encargado de mantenimiento y realizando las chapuzas que los distintos propietarios le pudieran encomendar. Hablaba con el policía de un modo nervioso, como si encontrarse en aquel apartamento fuese algo que no debería estar haciendo. El investigador, por su parte, cogió su teléfono y llamó a Leinn.

—Dime —dijo este tan pronto como hubo descolgado.

—Warren, voy a poner el manos-libres; quiero que escuches esto.

—De acuerdo.

Leinn apoyó su móvil en aquella destartalada mesa que gobernaba el despacho de la que había sido la directora de la publicación y accionó la función del altavoz. Las voces masculinas que llegaban desde el otro lado de la línea se distorsionaron ligeramente debido al notorio aumento de volumen.

—¿Y dice que un hombre quiso ver el piso?

—Así es. Como ya le comenté, se presentó esta mañana con un recorte de periódico. Decía que estaba interesado en comprar la vivienda. Era uno de tantos de los muchos que han pasado por aquí con el mismo propósito en los últimos días. Resulta aburrido tener que enseñar un piso mil veces… Además, no es mi cometido. Yo fui contratado como encargado de mantenimiento, no como comercial inmobiliario.

—Entiendo —dijo el policía—. ¿Podría describir a ese tipo?

—¿Describirlo? —Aquel sujeto gordo pareció tomarse un minuto para hacer memoria—. Era un hombre normal, de altura normal, de aspecto normal…

—¿Podría tratar de ser más específico? ¿Cómo iba vestido? ¿Llevaba algo que le llamase la atención? ¿Tenía gafas, barba, bigote, alguna cicatriz…?

—Llevaba una gorra —dijo con entusiasmo.

—Muy bien, una gorra. ¿Ponía algo en ella? ¿Era una gorra de publicidad, una gorra de algún equipo de beisbol…?

—¡De los Yankeers, de los Yankees! Era de color blanco y tenía el emblema del equipo en la parte delantera. Ya sabe, la N y la Y. En color azul…, sí, azul oscuro.

—Perfecto; una gorra de los Yankees. ¿Qué más?

—Llevaba una caja alargada.

—¿Una caja?

—Sí, una de esas que tienen un asita para que pasearla de aquí para allá no sea tan dificultoso… Oiga, ¿ha ocurrido algo? ¿Me he metido en algún lío?

—No, no se preocupe. Sólo es una investigación rutinaria.

—¿No será usted de inmigración? Ya les dije a esos cabrones que llevo en este país más de veinte años y que todos mis papeles están en regla.

—No, no soy de inmigración; puede estar tranquilo.

—¡Ah, bueno! ¿Qué investiga? ¿Algún asesinato, alguna violación…?

—Me temo que un asesinato, señor, pero no puedo compartir con usted los detalles del mismo.

—¡Joder! —exclamó el individuo—. Encontrarse con un cadáver tiene que ponerle a uno los pelos de punta. ¿No es así?

—No es algo muy agradable, señor…

—Rodríguez. Carlos Rodríguez.

—¿Recuerda algo más? ¿Su ropa, quizá?

—Vestía de sport, como muchos neoyorquinos. No diría que se trataba del típico ricachón. De todos modos, no debió interesarle el piso pues sólo dedicó unos minutos a verlo.

—¿Lo dejó usted solo durante ese tiempo?

—¡Claro que sí! No soy el típico fisgón, ¿sabe?

—¿Se quedó en el rellano esperándole?

—No. Tengo muchas cosas que hacer; en este puto edificio siempre se avería algo. Si no es el calentador del agua caliente es alguna tubería que se rompe; si no es el cerrojo de alguna puerta es algún cortocircuito… Todos los días se estropea algo…

—Tendrá, entonces, mucho trabajo…

—Así es.

—¿Cuánto diría que invirtió en visitar la vivienda?

—Unos diez minutos, no más. Cuando volví, el tipo ya se había marchado.

—¿No le dijo que se iba?

—No. Le pedí que, cuando terminara, cerrase la puerta. Después pasé por aquí, comprobé que la vivienda estaba vacía y eché el pestillo.

—Diez minutos, dice…

—Aproximadamente. Fui a cambiarle una bombilla a la señorita Honegger. Debería verla… ¡Menuda hembra!

Leinn y los técnicos forenses esbozaron una divertida sonrisa al oír aquellas palabras. Sin duda, aquella expresión le había salido del alma a aquel hombre.

—Estoy seguro de que dicha vecina le agradecerá las atenciones que le profesa…

—Está casada con un comemierda de Wall Street. No pegan ni con cola —dijo con desagrado—. Opino que ella se merece a un hombre hecho y derecho.

—Alguien como usted, ¿verdad?

—No diría tanto pero…, si ella quisiera, ¿quién soy yo para decirle que no?

—Entiendo… Centrémonos en el sujeto.

—Muy bien.

—¿Alguna cosa más? ¿Algo que no le terminase de cuadrar en su atuendo?

—Tenía el cutis muy fino. Quizá fuera uno de esos maricones metrosexuales que se echan potingues en la cara para que no les salgan arrugas…

Maxwell puso los ojos en blanco. Tener que hablar con aquel tipo se estaba convirtiendo en un auténtico tedio insoportable.

—… Y…, ¡ah, sí! ¡Los zapatos!

—¿Qué le ocurría a sus zapatos?

—Eran como de mujer… Estrechos…, y hasta diría que llevaban algo de tacón. Un hombre jamás se habría comprado unos zapatos así… Eran zapatos de marica.

Ante aquella última afirmación, el agente no pudo sino agradecerle el tiempo y los datos aportados, guardar su libreta y volver a coger su teléfono. Apagó la función de manos-libres y se llevó el aparato a la oreja.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Leinn.

—No te muevas de ahí. Te enviaré a unos técnicos enseguida.

—De acuerdo.

—Si el asesino utilizó la vivienda para hacer el disparo, tiene que haber residuos de pólvora.

—Eso mismo pienso yo.

Colgaron. Si ambos estaban de acuerdo, no había absolutamente nada más que decir.

Mientras tanto, los peritos forenses habían colocado el cuerpo sin vida de Anne Johnson sobre una camilla y lo habían cubierto con una fina tela de un blanco inmaculado.

—Nos llevamos el fiambre al depósito, inspector —le informó uno de aquellos—. Por nuestra parte, el trabajo aquí ha terminado. Ahora es cosa suya…

Leinn asintió. Sí, ahora aquel misterioso asesinato era cosa del Departamento de Investigación Criminal. Toda la responsabilidad recaía sobre sus hombros. Se acercó a Forell y le susurró algo al oído.

—Custodia el cadáver hasta que lo saquen de aquí. Luego, dirígete a la comisaría y pon a todas las personas disponibles a analizar las pruebas. Cuanto antes empecemos, antes terminará todo.

El agente asintió y se colocó a la retaguardia del convoy formado por los técnicos del laboratorio y el organismo muerto de la directora de Literature of tomorrow.

Recorrer los pasillos de la redacción fue como vivir en primera persona un cortejo fúnebre. Los trabajadores, en un respetuoso silencio, contemplaban cómo se llevaban de allí a la que había sido su dirigente durante todos aquellos años. Todo el sufrimiento que aquella les había infligido pareció olvidarse y dar paso a un sentimiento de benevolencia e incomprensión. Con la muerte de por medio, las cosas se ven bajo una óptica completamente distinta.

Algunos lloraban; otros apretaban los labios para contener las lágrimas; otros, por su parte, elevaban una plegaria para que su final no fuese el mismo que el de Anne Johnson.

5

Rebecca salió del edificio apresuradamente. Sí, le había echado narices al asunto y lo había hecho. Y la verdad era que ahora se sentía muchísimo mejor.

Gestionar la frustración y controlar sus nervios nunca se le había dado bien; sin embargo, después de aquello, sus infortunios y su estado psíquico habían mejorado notablemente. Por supuesto, Kathleen seguía siendo una amenaza, una peligrosa depredadora que aguardaba para abatir a su presa —que no era otra sino William—, pero con los sucesos acaecidos, poco a poco, su rango de actuación iría viniéndose a menos. Debía aprender a tener paciencia, a racionalizar las cosas, a tomarse mejor las circunstancias que el destino iba colocando en su camino. El tiempo pondría a cada uno en su lugar, pero aceleraría un poco el proceso en lo que a ella concernía.

Un descomunal hombre, ataviado con un traje de chaqueta negro, cruzó la calle en apenas dos poderosas zancadas. Parecía dirigirse hacia el edificio que ella acababa de abandonar. De soslayo, le dirigió una mirada disimulada. Desde luego, a pesar de su elegante atuendo, se veía a las claras que aquel tipo era policía. No uno de esos encargados de dirigir el tráfico o poner orden en las disputas que tenían los vecinos de las zonas periféricas de la ciudad. No, en absoluto, aquel atendía a casos más elevados.

Se detuvo un instante para consultar su reloj y descubrió que las horas se habían consumido a una velocidad endiablada. ¿Tanto tiempo había estado allí? En realidad, no lo sabía. Para ella sólo habían sido unos minutos, sin embargo, las manecillas de su Dolce & Gabbana se empeñaban en demostrarle lo contrario. En breve, debería localizar un restaurante en el que comer y ponerse en rumbo hacia la clínica dental.

Sin saber por qué, se giró sobre sí misma y miró hacia la fachada del edificio. El policía con el que se había cruzado hacía unos instantes se asomaba por una de las ventanas mientras mantenía una conversación con un hombre gordo y sudoroso. Rebecca se sonrió ante su logro. Sí, lo había conseguido, ahora tenía que tirar de un lastre que pesaba menos.

Comenzó a caminar. El paquete que llevaba en su mano derecha iba a cambiarlo todo, ¡claro que sí! Alguien le había dicho una vez que la felicidad sólo dependía de los pensamientos de su cerebro y que esos pensamientos eran algo dirigible. Es decir, que uno podía decidir si queríasumirse en su propia mierda o, por el contrario, seguir adelante. Y ella iba a tomar esta segunda opción. ¡Vaya si lo haría! Continuaría su camino despojándose de todo aquello que le provocase dolor, de todo aquello que le causase algún sufrimiento. Sí, sería como un caballero de la muerte sembrando las cunetas de cadáveres.

6

Como es entendible, el estado anímico de la redacción no pasaba por su mejor momento. La gente, sin saber qué debía hacer, permanecía callada en su puesto, muda, como si algún cirujano cruel le hubiese cortado las cuerdas vocales. Se respiraba un aire putrefacto que no hacía sino recordar que, tan solo unos minutos atrás, Anne Johnson había abandonado la dirección de la revista con los pies por delante. Un número más en la lista de fallecidos; uno menos en la de considerados contribuyentes.

La incomprensión que generaba aquel asesinato había llevado a los distintos trabajadores a abandonar todos sus quehaceres. Sí, estaban allí, pero, ahora que la estela que les marcaba el rumbo se había apagado, eran como veleros a la deriva en mitad de un océano desatado. Ignoraban qué ocurriría con sus puestos, qué ocurriría con la empresa…, en definitiva, qué ocurriría con sus vidas. Muchos de los presentes tenían hipotecas que pagar, préstamos que devolver, familias a las que alimentar. ¿Qué iba a ser de ellos?

* * *

El abatimiento que provoca la muerte, esa desazón que atraviesa los corazones humanos y hace que se derrumben, contrastaba enormemente con el cuadro de ansiedad contenida que presentaba Bruce Adams. Estaba completamente apesadumbrado. Después de que Clarice se hubiera repuesto, volvió a su mesa y, exceptuando el rato en el que uno de los agentes le había tomado declaración, no se había movido de allí. De vez en cuando levantaba la cabeza y en sus ojos podían verse unas lágrimas amargas que luchaban por no aflorar. Además, se comía las uñas como si fuese un famélico animal que no hubiese probado bocado en días.

Abrió el primer cajón de su escritorio y sacó un inmaculado sobre cuadrado. En el frente del mismo, algún despiadado ser había garabateado su nombre con una letra rimbombante y barroca. No le hacía falta leer la nota que albergaba en su interior; ya lo había hecho un centenar de veces. Se le notificaba que, en tres días, moriría, al igual que rezaba la carta que había recibido su difunta jefa. En realidad, el texto era el mismo; la explícita amenaza, la misma; y, ahora, tenía ante sí la evidencia empírica de que todo aquello iba en serio, que conducía hacia el mismo final y que no era otro sino la muerte.

Se agarró la frente con ambas manos y ahogó un grito proveniente de lo más hondo de sus entrañas. Sí, tenía ganas de gritar, de berrear como un auténtico demente, de dejarse llevar por su subconsciente y perder el control. Sentía que, de alguna extraña manera, ya no era él quien gobernaba su propia vida. Alguien ajeno, un extraño, un completo desconocido, se había hecho con los mandos y ahora era aquel quien movía sus hilos. No era más que una marioneta, una marioneta en posesión de un absoluto psicópata.

Se revolvió en su asiento y comenzó a pensar. ¿Cómo podría escapar de las garras de la muerte? ¿Acudiendo a la policía, quizá? Desestimo aquella opción tan rápido como esta había llegado a su cerebro. ¿Recurrir a las autoridades? ¿Acaso estaba loco? Él era el único que sabía de la existencia de aquella carta y, además, era conocedor de que Anne se había deshecho de la suya. No había pruebas que constataran su afirmación. ¿Qué les diría, entonces: que había recibido una misiva idéntica? Aquello resultaba inverosímil incluso para él. Con total seguridad, se convertiría en sospechoso del crimen y pasaría un auténtico calvario procesal intentando demostrar la veracidad de sus palabras y, por ende, su inocencia.

Sin embargo, una vía para mantener su organismo a salvo y vivo empezó a forjarse en su mente. Y aunque no resultaba tan segura como la protección policial, sería suficiente para mantener a sus demonios a raya. Era dueño de una casita en los Catskill, cerca de los límites del estado. No solía acudir con regularidad; tan solo durante los períodos vacacionales o cuando el estrés era tal que necesitaba con urgencia una dosis de desconexión de la ciudad. La naturaleza y el mundo rural le ayudaban relajarse. La soledad, en aquellos momentos de agobio, se convertía en la compañera de fatigas perfecta para pasar unos días. Sí, lo tenía decidido, se iría a allí. Se encerraría en los poco más de cuarenta metros cuadrados que conformaban su morada y esperaría a que el chaparrón amainase. Además, sobre la chimenea —una imagen mental del salón-comedor-cocina-dormitorio se alzó ante sus ojos— tenía una hermosa escopeta que había pertenecido a su padre. No recordaba cuándo había sido la última vez que la había disparado pero consideró hacía mucho tiempo de eso. No obstante, el contar con un arma de fuego para defenderse le hizo sentirse un poco más seguro. Determinó que, en cuanto llegase, la limpiaría a conciencia y pegaría unos cuantos tiros para recuperar la puntería de la que antaño presumía. Sí, aquella era una buena opción, es más, una excelente opción. Si tenía que ocurrir, se las vería cara a cara con quien pretendía quitarle la vida pero, al menos, podría plantarle cara en igualdad de condiciones.

Sintiéndose un poco más seguro, recorrió con la mirada la redacción y sus pupilas se detuvieron en la atractiva Lisa Carroll. Ciertamente, nunca se había llevado bien con ella; incluso, podría decirse que la odiaba. Sin embargo, todo el rencor que pudiera albergar en su alma pareció difuminarse. Según la fecha en la que había recibido carta, le quedaba un día, un mísero día para seguir respirando. Desde luego, no iba a desperdiciar ni un segundo en recrearse en la animadversión y la repugnancia que aquella le provocaba.

* * *

Lisa Carroll hizo caso omiso a la mirada que Bruce Adams le dedicaba. En numerosas ocasiones no lograba entender los actos que aquel llevaba a cabo y, desde luego, no iba a intentar comprenderlos ahora. Tenía muchas cosas de las que preocuparse, cosas que realmente tenían importancia para ella. Sin embargo, el haber encontrado aquella misiva en aquel precioso ramo que le habían enviado, había trastocado su orden de prioridades. Sí, aquel lo había cambiado todo.

Desconocía que a Anne Johnson también le hubieran remitido una nota semejante, no obstante, algo en su interior le decía que el asesinato de la antedicha y la carta que ella había recibido, de algún modo, estaban relacionados.

Recordó una de las frases del texto, un enunciado que la advertía de que la superioridad y la omnipotencia de aquel ente homicida estaban fuera de cualquier atisbo de duda. Escóndase si quiere, huya, desaparezca si se cree capaz…; en cualquier caso, la muerte acudirá puntualmente a su encuentro. Nadie cuestionaba los poderes sobrenaturales del Dios en el que ella y tantos otros cristianos creían; de la misma forma, no debía cuestionar los deseos de venganza que se podían percibir en las palabras que conformaban aquella encíclica apocalíptica.

En cualquier caso, existía una pequeña alternativa de redención, una ínfima oportunidad para proteger su vida. Su única posibilidad de salvación se reduce a adivinar qué fue lo que me hizo. Sólo entonces, quizá pueda apiadarme de su alma. ¿Qué podría haber hecho ella para provocar semejante reacción en aquel ser? Y, ¿quién demonios era R? Gran parte de sus esperanzas pasaban por adivinar la identidad del remitente, pero, por más que reflexionaba sobre ello, no conseguía traer a su mente ningún nombre que comenzase por tal letra y que, además, perteneciese a una persona a la que le hubiera podido provocar un daño tan grande como para que, tiempo después, se tomase las molestias de escarmentarla de aquella manera cruel.

Sus pensamientos se dirigieron hacia Charles, su marido, aquel hombre al que no terminaba de querer pero que sabía ganarse su cariño a base de caprichos caros y lujos que estaban muy por encima de las posibilidades económicas del resto de los mortales. Sí, conocerle había supuesto una estabilidad monetaria de la que no podía quejarse y una posición social que le permitía relacionarse con personalidades elevadas. Charles había comprado su amor, había comprado su afecto, ¿podría, del mismo modo, comprar su salvación?

Sin ser plenamente consciente, cogió el teléfono situado en la parte derecha de su escritorio e hizo una llamada.

—¡Hola! —dijo una voz masculina al otro lado de la línea.

—Hola —correspondió ella.

—¿Ocurre algo, Lisa?

—¿Por qué debería pasar algo?

—Porque nunca me llamas —sentenció el hombre sin que en su voz existiera el más mínimo atisbo de rencor.

Lisa no pudo evitar sentirse culpable ante aquella certera afirmación.

—No, no sucede nada —mintió—. Salvo que acaban de asesinar a Anne Johnson y todo parece indicar que yo seré la próxima víctima de su mismo verdugo —pensó—. Sólo es que te echo de menos…

El silencio con el que Charles recompensó aquel bonito sentimiento reflejaba a la perfección la estupefacción de la que debía estar siendo presa. Finalmente, reaccionó.

—Yo también te echo de menos —dijo.

—Esta noche, quiero que hagamos el amor —confesó ella—. Como antaño; sin mirar el reloj y sin cohibiciones…

—Lisa…

—…, dejando que el placer fluya por nuestros cuerpos…

—¿Te encuentras bien?

—…, siendo lo que quieras que sea y haciéndote lo que quieras que te haga…

—¿Cariño…?

—Estoy perfectamente —alegó ella como respuesta a las preguntas de él—; sólo deseo recuperar la pasión. Tú, al igual que yo, sabes que hace tiempo que la perdimos. —En realidad, no es que la fogosidad hubiese pasado a mejor vida (al menos, no por la parte que a Charles le tocaba); simplemente, es que ahora a ella le resultaba más difícil abrirse de piernas para él pues el grado de repugnancia que le producía había alcanzado límites insospechados. No existía amor verdadero entre ellos, nunca había existido. Todo se reducía a que él la adoraba y ella, sencillamente, se dejaba adorar—. Te veo en casa por la noche.

—Muy bien, preciosa.

—Te quiero.

—Y yo a ti.

Devolvió el auricular a la base y lanzó una mirada apesadumbrada a Kate Wilson. Aquella mujer era —o, por lo menos, lo había sido— la verdadera mano derecha de Anne Johnson. Le guiñó un ojo en señal de confianza, escondiendo por completo la antipatía que le producía. Sí, la detestaba e, incluso, en numerosas ocasiones, la había calificado de «enana mental». Había una razón para ello y es aquella era uno de los muchos enemigos que tenía en su aspiración de conseguir el puesto de subdirectora de la revista. Ahora que Anne había muerto, ¿quién podía saber lo que iba a ocurrir?

Mientras tecleaba algo en su ordenador, se asustó de sí misma al comprobar que su ambición no conocía límites.

* * *

Kate Wilson respondió a la carantoña de Lisa con la mejor de sus sonrisas. Sin embargo, la realidad era que no estaba de humor ni para sonreír. Sostenía en sus manos un sobre cuadrado, un sobre que contenía su propia sentencia de muerte. Lo había encontrado, en el día de ayer, en el buzón de su casa. La carta no llevaba sello lo cual indicaba que el autor de la misma sabía dónde vivía. Aquello la aterró. Siempre se había sentido segura, siempre había creído que la hora en que dejaría este mundo se encontraría a años luz del momento presente, siempre había considerado que le esperaba una vida larga y próspera. Sin embargo, tenía 31 años y todavía no había conocido ni de lejos lo que significaba la palabra «prosperidad».

Vivía en un diminuto piso que compartía con el que era su actual pareja. A pesar de no estar casados, ella se refería a él como «su marido»; él, por su parte, se limitaba a llamarla por su nombre de pila. Habitualmente, y más durante las noches en las que salían por separado, se ponían los cuernos y se dejaban querer por las manos de otras personas. Y no es que fuesen verdaderamente atractivos pero —como todos sabemos—, a ciertas horas de la madrugada y con una notable cantidad de alcohol en el organismo, cualquier cosa podía llegar a suceder.

Desplegó la solapa del sobre y extrajo aquel folio, tamaño cuartilla, que contenía en su interior. Volvió a leer el horrendo mensaje. La peor parte era aquella en la que se le notificaba la fecha de su muerte (En tres días usted morirá y no podrá hacer nada para impedirlo). Según aquello, el sábado dejaría de respirar, abandonaría las miserias de este mundo y caería en los brazos del Altísimo.

Dedicó un momento a reflexionar y repasó mentalmente el contenido de la misiva: Usted ha jodido mi vida. No se ha contentado con ser una persona mediocre sino que ha decidido compartir su inmundicia con el resto de sus semejantes y, de modo más particular, conmigo. Yo nunca le hice nada, jamás traté de perjudicarle en lo más mínimo… Usted, sin embargo, no ha obrado de la misma manera. Con sus actos me ha faltado al respeto y, lo que es peor, ha destruido todo aquello por lo que yo había luchado. Sin lugar a dudas, tenía que tratarse de alguien a quien conocía, alguien con quien había compartido algún instante de su vida. ¿A cuántos les había «jodido la vida»? ¿A cuántos les había hecho el suficiente daño como para que decidiesen hacerle pagar su falta con la muerte? Sólo se le vino a la cabeza una persona, una única persona. Y, efectivamente, su apellido comenzaba por R.

Kathleen Rutherford, la persona que había revolucionado la redacción con su idilio amoroso con William Mathesson. Es cierto que no disponía de pruebas para sustentar aquella suposición, sin embargo, ¿a quién pretendían engañar? ¡Resultaba evidente que habían estado follando como conejos! Recordó el día en el que Robert Forks se presentó en las oficinas de la revista para mantener una reunión extraoficial con Anne Johnson. Ella les había llamado para que dieran su opinión al respecto y por supuesto que lo habían hecho. No se habían callado ni un solo detalle de lo que habían visto durante los meses en los que Kathleen estuvo trabajando allí. Las miradas cómplices, las sonrisas tiernas, sus escapadas en la hora del almuerzo, sus permanencias en la publicación cuando todo el mundo se había ido ya… Siendo sinceros, también había que decir que habían aderezado la historia con ciertos pormenores inventados, ciertos pormenores de los que no tenían constancia. Pero…, ¡es que era tan innegable! Estaban enamorados como dos adolescentes, y, lo que era peor, estaban engañando a sus respectivas parejas sin que nadie dijera nada. Sí, ella también traicionaba a «su marido» alguna que otra noche, pero era un silencioso acuerdo tácito al que habían llegado sin tener la necesidad de herirse. Lo aceptaban y punto, no había más que hablar. El caso al que ahora se refería era totalmente distinto. Ellos sí que estaban haciendo daño, sí que infligían dolor a las personas que estaban a su lado. Merecían que aquella relación adúltera saliera a la luz. ¡Y vaya si lo había hecho!

Kathleen abandonó su puesto de trabajo y William empezó a dar muestras de que algo no iba bien en su vida sentimental. Adelgazó notablemente y su aspecto era el de un ser que pasa las noches en vela con los sesos trabajando sin cesar. Todo indicaba que la bonita pareja se había acabado por fin. Y, sinceramente, aquello le provocó una satisfacción sin igual.

¿Podría la mojigata de Kathleen haber llegado tan lejos? Y de ser así, ¿quién cojones se creía que era? Se propuso averiguar si aquella estaba detrás de todo aquel asunto y, en caso de que así fuera, tendría que atenerse a las consecuencias; unas consecuencias que, por supuesto, iban a ser terribles.

* * *

Los empleados de Literature of tomorrow comenzaron a recoger sus cosas con una lentitud exasperante y en un total y absoluto silencio. Poco a poco, fueron desfilando hacia el ascensor, dispuestos a volver a sus respectivas casas o a dejarse caer en algún pub con la pretensión de ahogar en alguna bebida espiritosa la impresión que el asesinato de Anne Johnson les había producido. Sus rostros estaban desencajados, pálidos de espanto, desfigurados por la consternación. Aquella nunca había sido una buena jefa: no sabía cómo imponerse y encontraba en el autoritarismo la única manera de hacer valer sus opiniones. Además, ciertamente, no tenía demasiado talento en lo que a escritura y redacción se refiere. Era una tirana rodeada de esclavos que le hacían el trabajo sucio. Sin embargo, ahora que ya no estaba, una sensación de insólita culpabilidad los asolaba por el desprecio que le habían proferido.

La redacción, a medida que transcurrían los minutos, se fue quedando vacía. La primera gota de sangre había caído y, con ella, se había dado el pistoletazo de salida para un frenesí homicida de unas magnitudes inimaginables.

7

William Mathesson había sido uno de los últimos en abandonar las oficinas de la publicación. No tenía prisa —Rebecca todavía tardaría un par de horas en llegar— y, además, necesitaba tiempo para asimilar y entender todo lo que había sucedido. Estar tan cerca de un asesinato le había hecho reflexionar acerca de lo que frágil que es la vida y de cómo cualquier persona está expuesta a los delirios asesinos de un psicópata demente. ¿Qué empujaba a la gente a cometer tales atrocidades? Es más, ¿qué motivo podría alegar nadie para justificar un crimen como aquel? Sin poder dar respuesta a aquellas cuestiones, continuó caminando con la vista perdida en ninguna parte.

El trayecto hasta casa se le antojó demasiado breve, insuficiente para que su cerebro hubiera podido procesar toda la información que había recibido a lo largo de la jornada. Decidió, por ende, que un café en el Cornerstone (un pequeño bar que se encontraba en las proximidades de su domicilio) le sentaría de maravilla. Fijado su nuevo rumbo, se dirigió hacia aquel local cuyo toldo rojo era visible incluso a varias manzanas de distancia.

No había demasiada gente —lo cual agradeció— y el volumen del televisor estaba dentro de lo que él consideraba aceptable. Se ubicó en una pequeña mesa para dos situada en uno de los extremos del establecimiento y aguardó a que la amable camarera se aproximase para tomar nota de su pedido.

—Un café, por favor —le dijo.

—¿No desea algo más fuerte? —le preguntó aquella para quien no había pasado desapercibido el abatimiento que se reflejaba en sus facciones corpóreas—. Parece que no ha tenido un buen día…

—Un café está bien. Gracias.

La empleada se retiró y, acto seguido, se puso a preparar la demanda de su cliente. William, por su parte, se quitó la americana y cogió el teléfono móvil que descansaba en el fondo del bolsillo interior derecho de la chaqueta. Miró la pantalla y descubrió que había recibido un mensaje de Whatsapp de Kathleen. Llámame, por favor. Es importante, rezaba el escrito. Resopló con desgana y se llevó la mano a la frente. ¿Qué narices podría querer ahora? Queriendo quitarse de en medio aquella llamada, buscó en la agenda de contactos su número y la llamó.

—¡Hola! —lo saludó ella con efusividad.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mathesson con la intención de terminar cuanto antes con aquella conversación.

—No ocurre nada; sólo que creo que deberíamos vernos.

—¿Vernos? —inquirió él con asombro.

—Sí. ¿Tan raro te parece?

—Lo que me parece es que eso no era tan importante como decía tu mensaje.

—Mira, William, quizá para ti esto no tenga ninguna importancia, quizá hasta lo consideres una pérdida de tiempo; pero para mí no es así.

—¿Qué es para ti?

—Una oportunidad para que hablemos cara a cara.

—No creo que sea una buena idea.

—¿Por qué no?

—Pues porque nuestra relación terminó hace mucho. Ahora somos unos perfectos desconocidos.

—Habla por ti, guapo. Yo todavía creo que te conozco lo suficiente.

—Kathleen, la gente cambia, y yo también he cambiado.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Pues permíteme que lo dude.

—Eres libre de pensar lo que quieras… —dijo Mathesson con desgana.

La camarera depositó una taza sobre la mesa y le hizo una seña con la jarra de leche preguntándole si quería un poco. Él asintió y, con la mano que tenía libre, le indicó la cantidad que deseaba: muy poco. Seguidamente, volvió a centrarse en el diálogo en el que estaba inmerso y que tenía todas las trazas de acabar en discusión.

—¿Por qué te cuesta tanto concederme unos minutos, William?

—No es que me cueste, es que creo que no tenemos nada que decirnos.

—¿No? —cuestionó ella con suspicacia.

—No.

—¿Y qué hay de la oferta que te hice? ¿No deberíamos comentarla?

—¿La oferta que me hiciste? —las palabras salían de su boca con un tono de perplejidad. Desde luego, aquella mujer seguía siendo la misma de siempre: continuaba creyendo que mantener un romance con ella era la oportunidad de la vida de cualquier hombre—. Creo que ya te manifesté mi opinión al respecto…

—Opinión, por cierto, que no meditaste.

—Es que no tengo nada que pensar. Soy feliz con lo que tengo, estoy más que contento con lo que me rodea, me siento realizado como persona. ¿No te das cuenta? No necesito nada más.

—¡Qué lástima! —exclamó ella con tristeza—. Antes no pensabas así…

—Kathleen, antes las cosas era muy diferentes. Te recuerdo que no fui yo quien terminó con lo nuestro la primera vez…

—¿Vas a echármelo en cara lo que me queda de vida? Te lo pregunto por ir haciéndome a la idea, nada más…

—¿Echártelo en cara? Decir cómo sucedieron las cosas no es echártelo en cara, es ser RE-A-LIS-TA.

—Pues si tan realista eres, deberías entender que si yo continuaba contigo, Robert me quitaría a los niños. ¿Es suficiente dosis de realidad para ti o necesitas un poquito más?

—Los motivos que tuvieras para tomar esa decisión son sólo tuyos, y, por mucho que me pesaran, los acepté. ¿Qué más quieres? Te decantaste por otra alternativa, otra alternativa que, por supuesto, no era yo.

—Tampoco lo era Robert; eran mis hijos, William, ¡mis hijos!

—¡Perfecto, entonces! No había nada más importante que ellos y considero que, en la actualidad, seguirá ocurriendo lo mismo. Deberías estar satisfecha con tu elección. Tienes lo que siempre has querido, lo que quieres y lo que querrás.

—Tú no tienes ni idea de lo que yo quiero… —sentenció ella.

—Puede ser… Quizá, nunca lo he sabido…

—Eso parece…

Mathesson dio un sorbo a su café. Por lo menos, en aquel instante, algo le dejaba buen sabor de boca.

—Por cierto —dijo—, hay dos cosas que deberías saber.

—¿Qué?

—El lunes tuve un encontronazo con tu exmarido. Estaba comiendo con Rebecca…

La sola mención de aquella mujer provocó que a Kathleen se le revolvieran las entrañas.

—… en Carlo, cuando él cruzó la calle y se me acercó. No dijo absolutamente nada; sólo me dio un puñetazo tremendo…

—¿Os peleasteis?

—No, todo terminó ahí. Supongo que ahora se sentirá mucho mejor…

—Él me da exactamente igual. ¿Tú estás bien?

—Sí, sólo me partió el labio.

—¡Pobre…!

—Hoy ya estoy mucho mejor. La hinchazón ya casi ha remitido por completo.

—¿Y dices que se te acercó y te pegó? ¿Así? ¿Sin más?

—Sin más…

—¡Joder! Cada día me alegro más de ser yo quien tiene la custodia de los niños. Desde que sale con esa chica está irreconocible…

—No lo sé, Kathleen (la verdad es que ni me importa, pensó), sólo te comentó qué fue lo que ocurrió.

—De acuerdo. ¿La otra cosa?

Mathesson hubo de reunir valor para soltar aquella bomba expansiva. Sin duda, y a pesar del rencor que Kathleen le profesaba, se quedaría tan pasmada como se había quedado él.

—Hoy han asesinado a Anne Johnson.

—¿Qué dices?

—Encontraron su cuerpo en su despacho. Por lo que he oído, alguien le disparó, desde el edificio de enfrente, directamente a la cabeza.

—¡Es horrible! ¿Se sabe algo acerca de quién pudo hacerlo?

—La investigación policial no ha hecho más que empezar. Por lo pronto, ya nos han tomado declaración a todos los trabajadores de la redacción. Imagino que, en los días sucesivos, irán surgiendo nuevos datos.

—Si te digo la verdad, William, no me extraña lo más mínimo —apuntó ella sin ningún atisbo de pesar en su voz—. Esa mujer era una auténtica arpía, una fanfarrona y una perfecta cretina. En definitiva, una mala persona. Debía de tener muchos enemigos. Si trataba a todo el mundo como me trató a mí, bueno, como nos trató a nosotros, no creo que hubiera mucha gente que le tuviera aprecio…

—Ya…, pero…, ¿asesinada? Hay que ser muy frío para cometer un crimen así…

—Existen sujetos de todas las clases y ¿quién sabe de las motivaciones que movieron al asesino para perpetrar un delito de tales características?

Mathesson valoró aquellas palabras. Más que las palabras, el tono con el que habían sido proferidas: aquella inflexión gélida, aquella ausencia total de sentimientos, aquella falta absoluta de piedad… Por un instante, Kathleen llegó a darle miedo.

—No creo que nadie se merezca el fin que a ella le dieron —dijo él.

—Todos los actos tienen consecuencias. Llámalo como quieras: destino, karma, justicia divina… Al final, a las personas se nos revierte el mal que hemos sembrado en el mundo. Y ella había sembrado mucho, William, mucho.

Él se quedó perplejo ante aquella sentencia de fanatismo religioso. Resultaba curioso, cuando menos, que hubiera elegido una imagen teológica para ilustrar su discurso. Ella que era tan sumamente atea… Él tenía razón: todo el mundo cambiaba y Kathleen no estaba exenta de hacerlo también.

—Volviendo a nuestro asunto —indicó—, creo que una charla frente a frente no nos vendría mal… Así podremos exponer nuestros puntos de vista…

—¿Acaso no lo hemos hecho ya? —preguntó Mathesson.

—¿Consideras que un tema tan serio como el nuestro se puede zanjar con una simple conversación telefónica?

Suspiró. Otra vez. Vuelta a lo mismo.

—Kathleen, no hay nada más que decir —sentenció—. Debes seguir tu camino, olvidarme, pensar en tus hijos…

—¿Y qué pasa si no quiero olvidarme de ti? ¿Qué pasa si quiero una vida a tu lado? ¿Eh? ¡Dime!, ¿qué pasa en ese caso?

—Pero es que yo no deseo estar contigo. Te quise…, mucho…, pero ya no…

Aquello se había convertido en los prolegómenos del fin.

—¿Acaso ya no recuerdas lo felices que éramos? —Las lágrimas se le habían saltado. No, no iba a contenerlas más.

—Pero todo eso quedó atrás, sepultado bajo un montón de dolor. Y los dos sufrimos enormemente por ello…

—Si lo tienes tan claro, retiro mi oferta de la mesa. —Un silencio vacío se elevó en la lejanía—. Espero que cumplas tus sueños, que tu carrera como escritor sea exitosa, que tu vida sea feliz… —Dedicó un instante a recomponerse—. No vuelvas a ponerte en contacto conmigo, ¿vale? Yo no lo haré. Borraré tu número y desapareceré de tu vida. ¿Puedes prometerme eso?

—Sí.

—Adiós, William.

—Adiós, Kathleen.

Tras pagar la cuenta, regresó a casa. El recorrido, en esta ocasión, se le hizo eterno. Cada paso que daba le suponía un esfuerzo mayúsculo. Acababa de cerrar un capítulo de su vida, un capítulo que se extendía demasiado hacia el presente, un capítulo que amenazaba su futuro de una manera sin igual. Sí, había hecho lo correcto. Cualquier sentimiento que todavía pudiese albergar hacia aquella moriría en su corazón, como lo hacen todos los seres del universo, como lo haría él cuando le llegase la hora, como lo había hecho ya Anne Johnson. Somos esclavos de nuestras decisiones y William Mathesson acababa de tomar una irrevocable.

8

—¡Eh, señor! ¡Señor! —gritó el mendigo—. ¿No tendrá un dólar para mí?

El hombre se volvió y miró hacia aquel harapiento indigente que, sentado en el suelo con la única compañía de un perro, se ganaba un estipendio apelando a la bondad de la gente.

—¿Un dólar? —le preguntó.

—O dos, o cinco, o cincuenta… —dijo, y después emitió una risa de papel de lija que desembocó en un acceso de tos—. Lo que usted buenamente quiera darme…

—¿No preferiría algo de comer?

—¿Comer? —tosió de nuevo y, acto seguido, escupió una espesa flema que aterrizó en la inmaculada acera, unos metros más allá—. En Saint Bartholomews tienen un comedor para gente como yo. Son generosos, ¿sabe? No sólo me alimentan; ¡me ceban! —exclamó al tiempo que abría mucho los ojos y hacía visible un preocupante color amarillento en sus escleróticas—. Prefiero dinero, si no le importa, para darme algún capricho…

—Haremos un trato —propuso el hombre—. Le daré veinte dólares pero también le compraré algo que llevarse a la boca. Quizá, esta noche, no sean tan espléndidos en Saint Bartholomews, y es conveniente irse a la cama con el estómago lleno. ¿Qué le parece?

El vagabundo no podía creer la suerte que estaba teniendo.

—Que ¿qué me parece? ¡Cojonudo! —rápidamente se arrepintió de haber sido tan vulgar—. Quiero decir, estupendo. Se lo agradezco mucho, señor.

—No hay nada que agradecer. Jesús nos ha enseñado a compartir y me resulta grato poder ayudar a alguien que de verdad lo necesita.

—Estoy convencido de que el de arriba le tendrá reservado un lugar especial.

—¿Usted cree?

—Por supuesto.

—Yo, en cambio, no estaría tan seguro…

El hombre cogió su cartera y extrajo un fajo de billetes de la misma. Seguidamente, buscó uno equivalente a la cantidad que le había prometido a aquel pordiosero y lo tomó entre sus dedos. Luego, lo blandió frente a la incrédula mirada del pobre.

—¿Ve aquella tienda? —le preguntó al tiempo que señalaba un pequeño establecimiento en el que dispensaban algunos productos alimenticios—. Me acercaré un momento y le compraré un bocadillo y algo de beber. Después volveré y le entregaré este dinero y su comida. ¿Será tan amable de esperarme?

—No tengo nada que hacer, señor; por supuesto que le esperaré.

El hombre cruzó la calle y se metió en el local. Pagó en metálico un sándwich vegetal y una botella de agua Crystal, y volvió junto al mendigo.

—Espero que no le importe; tenía sed y he bebido un poco —le dijo mientras le entregaba aquel tentempié.

—No se preocupe. La calle lo hace a uno menos escrupuloso.

—Tenga —y le tendió el billete prometido.

—Dios le bendiga, señor. Y muchas gracias.

—No hay de qué. ¿Le importa si me quedo un rato con usted?

El indigente, que acababa de echarse al gaznate más de la mitad del contenido de la botella, lo observó con extrañeza. Quizá creyó que aquel no era sino un auténtico degenerado sexual esperando la recompensa por sus buenas acciones. Pues lo lleva claro, pensó. Sin embargo, aceptó la propuesta.

—¡De acuerdo! ¿Por qué no?

—Permítame, entonces, que haga una llamada; debo avisar de que llegaré algo más tarde.

—Por supuesto.

El hombre se alejó lo suficiente como para gozar de cierta privacidad y sacó su teléfono móvil del bolsillo. Marcó unos cuantos números y, a continuación, se llevó el aparató a la oreja. Nadie cogió, por lo que dejó un mensaje en el buzón de voz.

—Hola, cariño. Me ha surgido un asunto en el trabajo y llegaré tarde. Será mejor que no me esperes despierta, esto tiene pinta de que me llevará un buen rato. Te quiero.

Y dicho lo cual, colgó.

9

Allyson Blumer llegó exhausta a su apartamento. Se había pasado el día investigando sobre el mercado negro de sustancia prohibidas. Tras muchos esfuerzos y después de revolver un millar de expedientes de casos archivados, había conseguido el nombre de uno de los cabecillas. Se trataba de un tipo joven, un tipo de tan solo 35 años. En su ficha constaba que había sido detenido en numerosas ocasiones por desórdenes públicos y por tráfico de estupefacientes. Sin embargo, a pesar de los cargos que pesaban contra él, estaba en la calle. Respondía al nombre de Charlton MacWrigth y se estaba al corriente de que llevaba en el negocio toda la vida. Se manejaba como pez en el agua y sabía qué debía hacer y qué precauciones debía tomar para que nadie levantara su tapadera. No daba el visto bueno a ninguna operación si antes no tenía información suficiente acerca del sujeto al que iba a suministrar. Las personas siempre quieren mantener en secreto sus trapos sucios; amenazarles con desvelarlos era la mejor manera de garantizar que mantendrían la boca cerrada. Un quid pro quo: él se callaría si ellos se callaban. Tan simple como eso.

La vivienda estaba en penumbra, cosa que le extrañó. Esperaba que Richard ya hubiese llegado y que el olor de una apetecible cena inundase sus fosas nasales en cuanto cruzara el umbral de la puerta. Por lo menos, en eso habían quedado. Sin embargo, no era así; allí no había absolutamente nadie.

Se dirigió al dormitorio y se desvistió. El cansancio acumulado pareció asediarla inmisericordemente. En ropa interior, se dejó caer en la cama. El colchón viscoelástico se amoldó a su figura y semejó hundirla en un abrazo acogedor. Estiró los brazos y alcanzó, bajo la almohada, el pijama. Estaba tan agotada que hasta le daba pereza ponérselo. Se obligó a recuperar la verticalidad y se enfundó aquella cómoda prenda de dos piezas.

Seguidamente, fue a la cocina. Sus tripas protestaban ante la ausencia de nutrientes que digerir. Se preparó uno de esos platos precocinados que se calientan en el microondas y se sentó en la mesa dispuesta a darse su particular festín. Los escalopines de pollo con salsa de champiñones, a pesar de ser comida preparada, le supieron a gloria. Desde luego, la máxima de «a buen hambre no hay pan duro», no pudo ser más cierta en su caso.

Recogió el plato y los cubiertos que había utilizado y los metió en el lavavajillas. Había sido muy reacia a comprar aquel artefacto, pues consideraba que la loza no quedaría tan limpia como fregándola a mano. Richard la había animado, como siempre, y le había expuesto las innumerables ventajas que significaba contar con un electrodoméstico así en casa. Y tenía razón. Desde que lo hubieron instalado, no había fregado ni un mísero tenedor.

La historia del lavaplatos le hizo pensar en él. ¿Dónde se habría metido? Una cierta intranquilidad hizo su aparición pues habían acordado verse en su piso. Sin esperar un solo segundo más, cogió su teléfono móvil con la intención de llamarle. ¡Mierda!, masculló para sí, ¡se había quedado sin batería! Sin dilación alguna tomó el cargador y conectó el terminal en uno de los enchufes. Inmediatamente después, encendió el aparato. El tono de aviso que le advertía de que tenía un mensaje en su buzón de voz emitió su soniquete agudo y penetrante. Se dispuso a oírlo. Para su disgusto, era de Richard y le informaba de que llegaría tarde y de que sería mejor que no le esperase despierta. Genial, dijo irónicamente, otra noche sola. Abrió el congelador y extrajo un bote de helado de banofee de la marca Häagen-Dazs. ¡A la mierda la línea! Ya que no iba a tener compañía —y por lo que se deducía del mensaje, tampoco una buena sesión de sexo—, por lo menos se daría el gustazo de meterse en el cuerpo unas deliciosas e innecesarias calorías de más. Aquel deleite para el paladar y una entretenida película serían todo con lo que debería conformarse aquella solitaria noche.

10

Contarle a Rebecca lo sucedido en la redacción resultó extenuante. Movida por una ávida curiosidad, ella preguntaba acerca de más y más detalles, acerca de hechos que, lejos de quedarse en lo meramente acaecido, iban más allá y rayaban los límites de la psicología criminal. Además, cuando le refirió lo poco que sabía sobre la investigación policial que se estaba llevando a cabo, el interés de aquella rozó la paranoia. Cuestiones sobre los procedimientos de recogida de pruebas, sobre el estudio preliminar que el forense había realizado del cadáver de Anne Johnson, sobre las declaraciones que les habían tomado, sobre las hipótesis y teorías que se barajaban…, se amontonaban sin que él pudiera contestarlas. ¿Qué podía decirle si en realidad no sabía casi nada? La fascinación que ella sintió por el caso le pareció hasta sospechosa.

—No lo entiendo —dijo finalmente William—. ¿Por qué alguien podría haber hecho algo así?

—Ciertamente, semeja que la persona que cometió el asesinato tenía grandes motivos para ello. El plan es elaborado, no un producto de la simple casualidad. Es decir, no creo que un loco se asomase a la ventana del edificio de enfrente y, pistola en mano, se pusiera a pegar tiros a diestro y siniestro. De todos modos, tu jefa, según me habías comentado, tenía bastantes enemigos…

—Sí, ¿pero lo suficientemente cabreados como para tomarse la justicia por su mano?

—Podría ser…

—No sé qué decirte… Anne había hecho muchas cosas horribles, cosas por las que cualquiera con un poco de moral se sentiría culpable, actos que atentaban directamente contra lo éticamente correcto… Sin embargo, ¿algo tan monstruoso como para que mereciera morir por ello?

—Pues parece que alguien creyó que sí… Los estímulos que mueven a la gente a actuar de una u otra manera son tan singulares como la propia personalidad. Quizá lo que para ti no resulta tan grave, para otro es el summum de la importancia.

—Entonces, ¿tú crees que lo que pasó forma parte de una venganza? —preguntó él.

—¿Y qué no lo es? El rencor es la fuente de muchas de las atrocidades que se cometen diariamente. Puede permanecer oculto, agazapado en el interior del cuerpo de un ente, pero cuando decide salir a la luz, es un sentimiento irrefrenable.

—No creo que la ley del Talión sea una doctrina que se nos haya inculcado…

—¿El «ojo por ojo, diente por diente»?

—Sí.

—No, por supuesto que no. Durante la infancia se nos educa en el perdón, en la capacidad de saber disculpar los agravios que otros comenten en nuestra contra. Sin embargo, cuando uno adquiere la capacidad de pensar por sí mismo, cuando se hace adulto, considera más ecuánime la justicia retributiva.

—¿El hecho de establecer una proporcionalidad entre el crimen cometido y el castigo impuesto?

—Exactamente.

—¿Y consideras que en este caso ha sido así?

—¿Quién lo sabe? La equidad no es algo objetivo. Es algo creado por el hombre, y el hombre no es un ser justo. Está influido por factores externos, por factores afectivos y por factores sensitivos. Las pasiones mueven el mundo, William; y eso es un principio tan antiguo como la vida.

Mathesson valoró un instante las palabras de Rebecca. Sus argumentos tenían una parte de lógica; no obstante, resultaba aterrador el hecho de que cualquiera pudiera tomarse la justicia por su mano.

—Además —continuó ella—, los poderosos suelen creerse intocables. Olvidan que son tan perecederos y humanos como lo podría ser un pobre mendigo. Consideran que su dinero y su posición social podrán salvaguardarles de cualquier daño. Craso error. Nadie está libre de morir, y lo que para ellos es peor, la muerte nos iguala a todos.

Con aquella afirmación irrefutable, dio por concluido el intercambio de pareceres. Tras fumarse un cigarrillo, Rebecca y William se dirigieron al salón y se dejaron caer en su sofá chaise longue. Aquella noche, en el canal de pago Series de siempre, emitían un especial de los 10 mejores capítulos, según la audiencia, de la exitosa comedia Friends, televisada por primera vez en 1994 y cuya trama había terminado —para desazón de los más de 20.000.000 de espectadores— el 6 de mayo de 2004.

Seleccionaron dicha emisora y se dejaron atrapar por las divertidas tramas que, de fondo, hacían una crítica mordaz sobre diversos temas de la actualidad de aquel momento. Resultaba reconfortante que al menos la televisión les hiciera olvidar todos los males que asolaban el mundo.

11

Aquella noche, Kathleen lloró como nunca lo había hecho. Despedirse de Mathesson había sido lo más duro que había tenido que hacer jamás. Sin embargo, ¿existía otra opción? ¿Acaso podía tentarlo con algo más de lo que ya le había ofrecido? Consideraba que su proposición debería haber sido más que suficiente para devolverlo a su lado, pero —sorpresas te da la vida— no había sido así.

Se encontraba en la terraza, disfrutando de la agradable temperatura y de la magnífica panorámica que los astros ebúrneos le brindaban. Además, allí podía dar rienda suelta a sus lágrimas sin que ninguno de sus dos hijos advirtiese que su madre estaba destrozada en lo más profundo de su alma.

Y sí, se sentía triste, pero también estaba enfadada. Consideraba que William le había mentido en el pasado, que todos aquellos sentimientos que decía albergar —así como la intensidad de los mismos— no habían sido más que una pamplina con la que conquistarla y con la que hacerla sentirse más enamorada de él. No obstante, era tan distinto a Robert…, tan diametralmente opuesto…

Conocerle había supuesto un punto de inflexión en su vida. La convivencia con el que era su marido estaba tan desgastada que, cuando planeaban las vacaciones, recurrían a otros amigos con descendencia para no tener que quedarse a solas. Realmente, se habían aburrido el uno del otro, producto de la ausencia de ambiciones y aspiraciones al que los había conducido el tener absolutamente de todo.

Se enjugó los ojos y miró hacia la lontananza. ¿Cómo había podido ser tan estúpida como para creer que recuperaría a Mathesson? Sabía que estaba con otra mujer, que vivía con ella, que se la tiraba a ella. Pensar en aquellos dos dando rienda a su deseo carnal le hizo esbozar una mueca de asco extremo.

Una taza de té Twinings descansaba sobre aquella mesa de madera a la que estaba sentada. Dio un sorbo y permitió que la caliente bebida se llevase hacia sus entrañas la pena que la asolaba. Padecer aquel dolor, aquella pesadumbre, aquel tormento emocional le hizo sentirse orgullosa de sí misma. Por incongruente que pudiese resultar, el amor que le había profesado a William había sido sincero, puro, verdadero; cosa que él no podía decir. Si no, ¿cómo se entendía que ya la hubiese olvidado? ¿En qué cabeza cabía que, habiendo tenido que luchar tanto por estar juntos, él se hubiese rendido de una manera tan cobarde? Había elegido el camino fácil, la opción sencilla…; como siempre. Cuando las cosas se ponían difíciles, salía huyendo, cogía la puerta y desaparecía. Eso la ponía de los nervios…

Sin embargo, los recuerdos que la asaltaban le hacían pensar que, a su lado, ella hubiese sido feliz. Evocó aquel inolvidable momento en el que se besaron bajo la lluvia —el beso más puro y tierno que nadie le hubiera podido profesar—; aquellas carcajadas mientras le llenaba los bolsillos de arena, una mañana de invierno que habían ido a pasear por la playa; aquellos abrazos infinitos en los que se fundían dejando que el tiempo corriera en su inexorable marcha eterna…

Pero todo había sido una farsa, una falsedad de dimensiones infinitas, una falacia cruel carente de realidad. Ella, no obstante, cegada por el cariño, lo había creído todo a pies juntillas. ¡Cuán equivocada había estado…!

Las lágrimas se convirtieron en el elemento purificador de su espíritu melancólico y, mientras se deleitaba en su propia aflicción, una estrella fugaz surcó el firmamento dejando la estela de un deseo no concedido.