IMPRESIÓN
Eugenia Sánchez Acosta
Dejó el vaso sobre la mesa y se recostó en la silla cerrando los ojos.
El día había durado una eternidad, pero ahora que la noche había comenzado, sentía cómo el paso del tiempo machacaba sus músculos. Estaba casi al borde del agotamiento… Casi, porque en realidad, un manto de insensibilidad lo cubría de pies a cabeza.
Mientras tanto, existía.
Ahora una nueva noche se había colado por las ventanas, y confundia el lamento del viento entre los árboles con el sonido de voces y actividad humana. De vez en cuando, se sobresaltaba pensando que alguien gritaba allí afuera —tal vez un niño—, alguien que se acercaba a él con el lento discurrir de las horas, pero se convencía al poco de que una vez más su imaginación le jugaba una mala pasada.
Estaba con los ojos cerrados, con la mente demasiado embotada como para hilvanar algún pensamiento, cuando una brisa helada le movió el cabello en la nuca y sintió cómo toda su piel se erizaba.
Es la ventana, pensó, y no tuvo ánimos para levantarse a cerrarla.
Vivía bastante alejado de la ciudad, casi al final de un camino angosto y en mal estado en medio del campo. Llevaba más de un año viviendo allí, sin nadie que le hiciera compañía, sin un animal que lo contemplara ir y venir por la pequeña y modesta casita que ocupaba con desgano. No trabajaba, no estaba en contacto con el mundo, ni siquiera iba más lejos del árbol cerca de la entrada familiar, a menos que precisara algo urgente. No tenía luz, ni agua. Cosechaba sus verduras y cuidaba sus árboles frutales.
El resto del tiempo se dedicaba a leer y a seguir respirando, aunque esto último era una obsesión de su cuerpo y no precisamente una de sus actividades más alegres. La vez que decidió dejarla, había tenido que probar con más de una cosa: las cuchillas en la bañera, las pastillas para dormir, incluso la bolsa de nylon en la cabeza —esa última, la peor—. Por más que se emperrara en dejar de respirar, otros estaban decididos a evitarlo, y por eso un buen día tomó sus pocas pertenencias (casi el 85% libros) y se fue sin decirle a nadie, sin despedirse y deseando que no lo encontraran jamás.
Y allí estaba: solo, insensible, apático.
Y allí estaba también aquella sensación helada, como dedos de hielo acariciándole la nuca. Cuando estas palabras e imágenes se instalaron en su mente, abrió los ojos de golpe.
La casa era pequeña y vieja, con un persistente olor a humedad que a él no le importaba cubrir. El techo, que también estaba bastante vencido por el paso del tiempo, era de paja y comenzaba a combarse en algunas zonas. Cálido hogar de arañas, hormigas y mosquitos. Las paredes estaban feísimas de pintura, o de la ausencia de la misma, y aunque eso no se notaba a esas horas, cuando abrió los ojos y los enfocó sobre su sombra detenida como en pausa sobre ella, proyectada por la luz del farol a gas que hacía varios minutos —ahora se daba cuenta— había dejado de escuchar zumbar, tampoco sintió nada, quizás un dolor muy fuerte en el pecho cuando sus pulmones y corazón olvidaron funcionar.
El vello del cuerpo se le fue poniendo de punta, causándole miles de sensaciones desagradables a la vez, pero nada similar a aquellos dedos helados jugueteando con su cabello. Nada como la sombra de aquel niño detenida tras él.