LOS MERLUPOS Y LOS FERLOPOS
Andrés Galindo
Los merlupos y los ferlopos eran diferentes, aunque no se sabía bien a bien. Unos tenían alas enormes que servían para volar. Los otros también tenían alas, pero no servían para volar. ¿Cuáles? No lo sé. Unos tenían pico y unas garras con puntas enormes. A unos se les podía acoplar esas cosas retráctiles con las que podían bailar. Los otros estaban equipados con ese compartimento tan útil a la hora de ir a la guerra. Aquellos podían camuflarse y perderse en la jungla. Los merlupos (o los ferlopos, no lo recuerdo con exactitud), por el contrario, podían usar esa armadura que los hacía invencibles ante cualquier enemigo.
Cuando niño, José Eutanasio solía jugar con ellos. Como suele suceder en la infancia, las preferencias de José eran variables. Un día decantaba sus pasiones en los merlupos y otro sufría por la ausencia de los ferlopos. Alguna tarde se le vio llorar, absurdamente, por ambos. Y digo absurdamente porque lo único que tenía que hacer era ir al baúl que la abuela le había regalado y sacarlos, dejarlos vivir, de nuevo, a la luz de una radiante tarde de primavera, una tarde después de esas extrañas lluvias que arrastraba el invierno.
Se tiene que decir que, a pesar de las marcadas diferencias, los merlupos y los ferlopos no podían vivir separados, en soledad. Separarlos hubiera sido más trágico aun que mantenerlos juntos. Con frecuencia sucedía que los merlupos organizaban una partida de invasión al mundo de los ferlopos. Pero también es cierto que los accesos de ira y celo de los ferlopos eran constantes. A veces sucedía todo lo contrario. Por “todo lo contrario” quiero decir que había ocasiones en que, al ritmo de un rock and roll de los idiotas, salían a bailar bajo el chaparrón de gotas, juntos.
Y era divertido. A José no le importaba regresar a casa hecho una sopa. Regresaba feliz y, aunque Yeyo lo miraba con ojos reprobatorios, podía sentir en su pecho ese segundo eterno en que cabe la felicidad de cualquier humano.
Un día de invierno, de esos en que el frio aprieta con todos sus brazos, notó que Rafael y Marla ya no se besaban como antes. ¿Mis papás ya no se quieren, abuela? preguntó José.
—Dios sabrá, hijo, Dios sabrá —contestó Yeyo con esa voz y ese gesto que ponen todas las abuelas que lo saben todo pero no quieren decirlo porque saben (hasta eso saben) que un día lo comprenderás, cuando seas más grande y te cueste un poquito más de trabajo llorar las derrotas, porque creerás que eres adulto y eres valiente.
Pasaron los meses y una tarde del siguiente otoño…
Y como suele suceder en esto casos, ya sabes: se nubla el cielo, caen las hojas, mueren algunos personajes importantes de la historia, se acuden a lugares comunes y etcétera, etcétera.
Una tarde de otoño Rafael y Marla llamaron a José (y no para comer precisamente). Lo sentaron a la mesa, frente al par de miradas inquisidoras, y le preguntaron que a quién quería más. Él, no entendiendo, o no queriendo entender, respondió que los merlupos tenían algunos defectos y desventajas en relación a los ferlopos. Por el contrario, los ferlopos solían hacer esas cosas raras (como enamorarse en invierno, ahora lo sé) que podían transgredir el orden del universo. Y sin embargo… Cuando José vio la maleta de Rafael en la puerta de la casa realmente pensó que el orden del universo había sido transgredido. Entonces comenzó a gritar con todas sus fuerzas: SÓLO ES UN JUEGO, SÓLO ES UN JUEGO. ¿ES QUE NO SE DAN CUENTA QUE SÓLO ES UN JUEGO? Y comenzó a patear, a aventar y a proferir improperios a merlupos y ferlopos por igual. Comenzó a gritar maldiciones contra todo el mundo.
Dejó de llorar. Intentó ser valiente, con esa pequeña voz que le repetía “sólo es un juego, sólo es un juego”.
Unos días después ya no solía caminar bajo la lluvia, por temor a regresar a casa hecho una sopa y no encontrar la mirada reprobatoria de Yeyo. Es que eso era lo divertido, llegar y saberse en casa. Escuchar su nombre junto a las palabras “te quiero”, “te amo”. Unos días eran estas, otros días eran aquellas. Siendo niño, José no entendía de diferencias semánticas. Entendía, eso sí, de abrazos, de mesa con comida caliente, de merlupos y ferlopos.
José Eutanasio, hasta el ultimo día de su vida, intentó arreglar el orden del universo, pero los merlupos y los ferlopos jamás volvieron a hacerse la guerra y jamás volvieron a enamorarse en invierno.