Mefisto, último vástago de una familia de aristócratas dedicados a la compraventa de objetos preciosos, es un hombre de pelo cano y rostro de bruja que […] nos invita a bajar al sótano, donde guarda sus verdaderas joyas, «sus tesoros»: un collar de amatistas «para regalar a la esposa el día de su cumpleaños», del que nadie puede desembarazarse una vez que ha ceñido el cuello y que va reduciendo su diámetro hasta estrangularnos; un reloj que da la hora solo momentos antes de la muerte de su dueño; un retrato que cobra vida, se sale del cuadro y merodea por la tienda cuando Mefisto se va; un pequeño bailarín de cuerda que toma proporciones gigantescas mientras duerme el niño o la niña a quien lo obsequiaron; un huevo de jade que al ser agitado emite una risa diabólica; un caballito de carrusel que relincha, voltea la cabeza y se encabrita para horror del jinete; una llave de plata que, suspendida en el aire, busca el ojo de cerradura más arbitrario, ya sea el de la puerta que nos conduce al infierno o el de la que nos lleva al paraíso, y que nos obliga a seguir su curso hasta llegar a esa puerta y abrirla…

 

EMILIANO GONZÁLEZ, Los sueños de la bella durmiente