TEMA DEL RESCATE
AGUSTÍN MONSREAL
(Mérida, 1941)
Agustín Monsreal es un narrador muy interesante que se ha mantenido siempre como practicante fiel del cuento y, para el caso, del cuento breve y de la minificción. En esta época en que muchos escritores ven el cuento solo como una forma de entrenarse para escribir una novela, es un autor raro. También es un autor prolífico y sorprendente.
Fue miembro del consejo de redacción de El Cuento, la legendaria revista dirigida por Edmundo Valadés, y al mismo tiempo trabajó en su propia obra. Fue uno de los autores de la antología 22 cuentos 4 autores (1970); más adelante, su primer libro de relatos cortos, Los ángeles enfermos (1978), ganó el Premio Nacional de Cuento del Instituto Nacional de Bellas Artes, el más importante que se da en México a un autor de narraciones breves. Con su obra posterior, que ha sido premiada en varias ocasiones más, Monsreal se convirtió en modelo de un escritor empeñado en crear una obra completamente personal, sin otro fin que el desarrollo de su propia forma de contar, esté de acuerdo o no con las modas del momento.
Una colección de la primera etapa de su narrativa breve es Tercia de ases (1998) y entre sus títulos posteriores están Los hermanos menores de los pigmeos (2004) y Diccionario al desnudo (2009).
—TÚ DEBERÁS ir a buscarlo —habrá dicho la voz desolada del mayor de los ancianos—. Es preciso saber si aún está con vida. De no ser así, todos pereceremos y se extinguirá con nosotros la última raíz de la especie. Porque les habrán sido clausurados los conductos de aire y alimento. Todo dependerá de él, único de ustedes que ha sobrevivido en la atmósfera externa. Gracias a su poder de acumulación de energía, las criaturas de la capa superior lo consideran como a uno de su propia naturaleza. Tú no lo conoces: partió antes de tu nacimiento. Conseguirás identificarlo por la acuosidad de sus ojos, y por el olor. Te serán indicados palmo a palmo, de manera minuciosa, puntual, los pormenores del trayecto. Afuera, de aquel lado guerrero del mundo, transcurrirá lenta la noche, y serena. Ellos, los ancianos, velarán de cerca tu sueño.
—Deberás partir al amanecer.
Desperté. Los rostros de mis mayores mostraban los estragos producidos por el cansancio y la desesperación. Humedecidas, fijas en una ansiedad unánime, sus pupilas siguieron las peripecias de mi ascenso. Hube de arañar largo rato la tierra antes de lograr abrir un agujero que me permitiera pasar al exterior. Aspiré, junto con la extrañeza de ese aire nuevo, un principio de temor, algo como el indicio de un duelo dentro de mí. Empezaba a fraguarse apenas la claridad en el horizonte. Mis ojos tropezaron de inmediato con los enormes arcones desiguales de metal oxidado que se levantaban por todo sitio, inexpugnables e inauditos como el afán destructivo de sus moradores. Estos expulsaban en oleadas, a través de los orificios que resaltaban en el frente de las descomunales construcciones, el degradante calor engendrado por su múltiple respiración guarecida. Solo corrupción y turbiedad fluían de la ciudad polvosa, agostada, hostil.
Yo nunca había estado en la superficie; jamás pude sospechar esa inicua grandeza, ni esa sensación mía de pequeñez de pronto sentida. Yo, en medio de la más vasta consternación, desamparado por el asombro, profundamente solo. Si me descubrían, si me atrapaban, sería atormentado y expuesto a la intemperie hasta secarme. Experimenté miedo.
Ese dolor, esa fragorosa tribulación asumiendo de parte a parte mi cuerpo, debía de ser el miedo.
Recordé la desesperada, repetida advertencia: llegar donde él antes del mediodía. «Él es la fuerza, el centro en el que todas las cualidades de la especie convergen: él es la voluntad».
Emprendí el camino. El terreno era resbaladizo y abundante en relieves y concavidades. Me veía obligado a marchar a plena luz, y a causa del deslumbramiento creciente de mis ojos, la ciudad parecía dilatarse, adquirir una imprecisa apariencia de infinitud. El tiempo se deshilvanaba pausado, trabajoso, como si la inmensa luminosidad del cielo lo enfermara, como si el desplome obstinado del cielo sobre la tierra lo fuese adelgazando. Mi fortaleza disminuía en forma notoria; a poco de haber iniciado el recorrido, me arrastraba casi asfixiado por la espesa opresión del ambiente. Experimenté entonces las ligaduras de la angustia.
Ese nudo ceñido, ese ahogamiento implacable de lo mejor de uno mismo, debía de ser la angustia.
Como me había sido indicado, evitaba la visión directa del astro: guía inexorable, dios sin misericordia de los mortales enemigos nuestros.
A pesar del polvo que flotaba como un rencor milenario y se me incrustaba en todos los poros, percibí el olor; aplicado, penetrante y codicioso el olor que tiraba de mí, que tensaba imperativamente mis ánimos y mis sentidos. Juntaban sus rumores el silencio y mi percepción; los ascendían, los dejaban extinguirse, los sepultaban, los hacían surgir de nuevo.
«La vida no es sino una misma, siempre repetida soledad —escuché decir reiteradas veces, entre sueños—. Descubrir que la muerte es la culminación invariable, de todas las única cierta, eso es la soledad».
Mientras me debatía en ese suelo que se tornaba más blando y quemante a cada paso, más de fuego; mientras la potencia del astro, adversario impiadoso, castigaba la cáscara frágil de mi piel, ardiéndomela, ampulándomela, pensé, supe que mi existencia no me pertenecía, que era dependiente por entero de la de mis mayores, y que ellos, al igual que yo, mínimos e indefensos, me pensaban como una prolongación de sí mismos; se pensaban en mí. Yo era el resto de aliento que le transmitían a él: único posible dador de la vida. Ignoro en qué momento comencé a sentir que la vastedad del espacio se poblaba de rivales, apostadas miradas.
Al cabo de la ciudad inmutable me hallé por fin, enfebrecido, lacerado, ante la estructura ocre y roída casi íntegramente por la herrumbre, que él habitaba. Empezó a brotarme sangre por boca y oídos. Toda la intensa crueldad del cielo se había concentrado en mí, me incendiaba. Era el mediodía.
Consumido, ciego, penetré en la negra abertura de la que manaba el olor. Un sonido agudo me dominó la razón, ensordeció mi albedrío y me atrajo, me fue absorbiendo hacia el hueco equívoco de la oscuridad. Lo intuí apostado, a él, acechando; lo adiviné amenazante y contrario, a él.
Impulsado por un grito de alerta en mi interior, intenté retroceder; mas un azote de luz imprevisto, brutal, definitivo, doblegó el último reducto de mi resistencia.
Después del inacabable rito de odio en que las teas enemigas solazaron el ultraje de sus llamas en mi carne, mi cuerpo, convertido en una llaga infinita, fue arrastrado hasta una cima de piedra, donde quedó expuesto en ofrenda al astro devastador. Debajo de mí, como exposiciones de mi delirio, estaban los ojos de él, semejantes a dos manchas de saliva sobre arena calcinada, dando testimonio de mi agonía, proclamando, innobles y complacientes, el final de mi holocausto.
Despertarás. Los rostros de tus mayores mostrarán los estragos producidos por el cansancio y la desesperación. Humedecidas, fijas en una ansiedad unánime, sus pupilas seguirán las peripecias de tu ascenso. Habrás de arañar largo rato la tierra antes de lograr abrir un agujero que te permita pasar al exterior. Entonces, una voz desolada, apenas audible, se vendrá rebotando desde el fondo de la cavidad: «Todo depende de él, de tu padre. Debes encontrarlo». Saldrás.
«Tema del rescate», proveniente del libro Sueños de segunda mano (1983), es un cuento enigmático: su acción y sus personajes se niegan a colocarse en un entorno perfectamente reconocible, y si unas veces es posible imaginar que provienen de un mundo totalmente inventado, un mundo paralelo en el que la historia humana sería del todo distinta, otras parecen venir de un pasado mítico o un futuro remoto. Lo importante, desde luego, es lo que les sucede…
DOS CUENTOS CERCANOS: «Krajina», de Pablo Soler Frost; «Jardín de monjas», de Iliana Vargas
… Y UNA NOVELA: Cielos de la tierra, de Carmen Boullosa.