STYX Y UMENE

ILIANA VARGAS

(Ciudad de México, 1978)

El trabajo de Iliana Vargas es extraño, y no solo en el sentido de que resulta inusitado cuando se le considera dentro de la literatura mexicana en general: también es diferente del de muchos de sus colegas en la creación de narraciones de imaginación fantástica. Como esta misma distancia se ve en casos como los de varios autores de los reunidos aquí, tal vez haya que pensar que la narrativa mexicana de imaginación es lo bastante versátil como para desarrollarse fuera de subgéneros y corrientes claramente delimitados.

Como parte de las primeras generaciones que se han formado estudiando abiertamente la obra fantástica de sus precursores mexicanos, Iliana Vargas cursó estudios de Letras Hispánicas y también un diplomado de Literatura Fantástica en la unam. Es autora de los libros de cuentos Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma (2012) y Magnetofónica (2015). Otros textos suyos, además, se encuentran en diversas publicaciones impresas y electrónicas de Argentina, Colombia, Ecuador, España y México, así como en varias antologías y sitios web.

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NECESITABA protegerse del frío que empezaba a hacerle perder consistencia en las alas. Estaba cerca de la Planicie Oceánida donde encontraría a los nuevos miembros del Consejo, quienes habían solicitado su presencia para discutir la eficacia con que ella solía aplicar sus artes.

 

Ante breves e intensos remolinos, Styx decidió esperar a que amainara la ventisca de aguanieve para que no se dañaran otras partes de su cuerpo. El impulso eólico la arrojó al patio de una casona en la que se percibía cierto movimiento de habitantes, pero que ofrecía múltiples resguardos. Antes de que algún humano notara su presencia, se dirigió al cuarto que parecía más oscuro y abandonado. Sabía que si la veían, la alteración sería inevitable: histéricas exclamaciones acompañarían desesperados golpeteos con cualquier cosa que se tuviera a la mano para aniquilarla o expulsarla de ahí. Esta vez, aunque iba preparada para hacer frente a la situación, no quería dar un espectáculo que aumentara el irreflexivo temor que su especie provocaba entre esa otra especie.

La tarde persistía en su frialdad, y Umene, la nueva archivista de Argumentos Espaciales, no lograba adaptarse al ambiente. Bebía tazas de té de ajenjo para calentarse y a los pocos minutos debía ir al baño para desechar lo bebido. En el trayecto, largo y enredoso, su cuerpo se enfriaba de nuevo, rápidamente. «La única solución —pensaba mientras se apresuraba a llegar al oscuro y frío recinto por octava vez— será elaborar un memorándum solicitando la instalación de un calefactor eléctrico, aunque lograr que los compañeros lo firmen será complicado… Deberé pedir primero una audiencia con su representante técnico para preguntarle si la instalación del calefactor podría dañar en lo más mínimo el ánimo de los empleados para que continúen con el efectivo desempeño de sus labores; sabemos lo terrible que sería provocar sentimientos encontrados que interrumpan la armonía de esta dependencia…». Su soliloquio se detuvo cuando al entrar y encender la luz, una enorme polilla —seguramente sorprendida por la irrupción— se alebrestó en revoloteos, buscando, de un lado a otro del techo, la esquina más alejada y oscura del baño.

Al principio, Umene no le prestó la mínima atención, pues su urgencia por desaguar era la única prioridad en el momento. Pero al salir del retrete, ya más tranquila y dispuesta a continuar con sus cavilaciones mientras se lavaba las manos, no pudo evitar mirarla con cierto dejo de sorpresa que enseguida se convirtió en fascinación: era de tamaño considerable: casi o igual de grande que el foco; sus alas, de un oscuro pardo con algunas motitas un poco más claras, contrastaban severamente con la claridad de su tórax… Y además, ¡increíble! ¡Sobre su tórax se dibujaba una calavera! Umene, dedicada de por vida al archivo de papeles en distintas oficinas, estaba habituada a polillas, tijerillas, cochinillas y cucarachas, pero nunca había visto algo así. Claro que tampoco se había esforzado mucho por documentarse sobre las variantes de lepidópteros que se alimentan no solo del papel, sino de algunas otras cosas de relevancia para los humanos.

Y aunque no era el caso de Styx —cuyo trabajo nada tenía que ver con papeles ni situaciones mundanas—, algo en su organismo la hacía sentirse nerviosa por la forma en que esa joven la miraba. Por lo general, el temor a la destrucción de preciados documentos era el principal motivo por el que empezaba el alboroto en torno suyo, pero en cuanto alguien se percataba de la insignia que ella portaba dignamente, todo desembocaba en caos e histeria, aludiendo a maldiciones o nefastos designios. «Pobres, si supieran que solo estoy verificando el grado de descomposición en sus inmundas carnes», pensaba Styx siempre que esto sucedía, antes de escapar por cualquier resquicio hacia la noche. Pero el comportamiento del espécimen al que ahora se enfrentaba era distinto: esa joven no hacía nada de lo esperado: ni gritaba, ni aullaba, ni buscaba cualquier objeto volátil para hacerla desaparecer…

Umene solía quedarse mirando largo rato las cosas que la sorprendían, sea cual fuere su naturaleza. Su error, señalado varias veces por quienes acudían en su auxilio cuando aquello que miraba resultaba tóxico o peligroso, era que siempre quería tocar eso cuya extrañeza le resultaba tan atractiva. Y esta no fue la excepción. «¿Qué puede hacerme una polilla?», se preguntó, como se preguntaba siempre sobre aquello que buscaba tener en la mano, y sin pensar mucho en lo que le costaría si resbalaba, subió como pudo a la mampara que sostenía los lavabos. Ahí estaba, solo tenía que acercarse un poco más y tomarla con delicadeza del tórax, para no lastimar sus alas…

Pero Styx no comprendía la intención de la joven que había rebasado todo límite de convivencia entre las especies. ¿Y si su plan era tomarla y estrujarla hasta que no quedara ni el polvo de sus sedosas extremidades? ¡No, no permitiría que esta rara especie humana se acercara más!

Umene, asegurándose de no caer antes de estirarse al máximo para alcanzarla, contuvo la respiración cuando se percató de que el tórax empezaba a inflarse dando a cada rasgo cadavérico cierta profundidad… y la boca… «¿Se está entreabriendo la boca de la calavera?», alcanzó a pensar. En vez de asustarse, bajar de ahí y salir deprisa, Umene abrió los ojos todavía más para no perderse ni un detalle de lo que no terminaría de atestiguar: Styx abrió las fauces de su insignia y dejó salir, sin importarle mucho lo que opinara el Consejo de la Planicie Oceánida, el polvo de nutrientes ácidos que aceleraría, en segundos, la putrefacción de ese organismo humano que no dejaba de acosarla severamente.

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De Magnetofónica, una colección de textos ordenados en series, proviene «Styx y Umene», un cuento breve con una atmósfera de sueño en el que se utiliza un tema clásico de la literatura —el enfrentamiento con la muerte— de un modo nuevo y sorprendente. Los aficionados a las películas de horror o a los insectos reconocerán a la criatura voladora que es tan importante para la historia: la mariposa nocturna Acherontia styx, que tiene en su lomo manchas que recuerdan el aspecto de una calavera.

TRES CUENTOS CERCANOS: «Rudisbroeck o los autómatas», de Emiliano González; «Lucy y el monstruo», de Ricardo Bernal; «Cordelias», de Adela Fernández.