15

 

 

 

Se ha recostado a su lado, tanto como el pequeño espacio de la cama en la cual ella se encuentra se lo ha permitido.  Y asimismo, pero con mucho cuidado de no pasar a llevar un solo cable, ha entrelazado una de sus manos con una de las suyas al tiempo que los recuerdos invaden con fuerza hasta la más ínfima parte de su ser.

Está cansado.  Simón se encuentra agotado de tanto llorar, de tanto suplicar y de tanto rogar que el cielo se apiade de ella.

―¿Recuerdas la primera vez que te pedí que te quedaras? ―Sitúa su nariz en un recoveco de su cuello―.  ¿Cuándo te comenté que me sabía muy mal dejarte partir?

Jo desde su sitio, al otro lado de la cama, asiente, contemplándolo sin siquiera parpadear.

―Pues he de confesar que en este momento me siento de la misma manera ―acaricia con sus dedos su fría mano mientras exhala un poderoso suspiro que lo hace estemecer―.  Un completo inútil que no sabe qué hacer para retenerte a su lado ―huele el aroma de su piel, embriagándose de él como lo hizo desde el primer instante―.  Te amo, ¿me oyes?  Te amo tanto, Josefina Calvet…

Su vista se cristaliza y se humedece, quedamente.

―Pero, ¿sabes?  Algo me dice que tú también me amaste… ―reparte un par de besos por la curvatura de su cuello hasta colocar su boca a un costado de su mentón―… a tu manera, claro, y con tu forma tan especial y única de ser―.  Apoyado sobre su hombro derecho, levanta la mirada para observar como su pecho sube y baja en un ritmo acompasado―.  Dime, mi amor… Dime qué voy a hacer en este mundo sin ti…

―Vivir ―le contesta de inmediato―, para realizar, disfrutar y concretar cada uno de tus sueños.

―Dime… ―prosigue, consiguiendo hablarle solo en base a suspiros―… ¿Cómo voy a continuar si tú no estás aquí?

Josefina cierra los ojos y empuña sus manos con fuerza hasta que lo oye exclamar…

―¿Por qué?  ¡Explícame, por favor, por qué nuestro paraíso, de pronto, se volvió un completo infierno! ―Con una de sus manos roza el contorno de su pálida mejilla―.  ¿Qué fue lo que hice?  ¿Qué fue lo que te hice para que por mi culpa tuvieras que pagar de esta manera?

―Solo… enamorarte de mí.  Enamorarte cuando no deberías haberlo hecho.

Repentinamente, un silencio imperturbable los rodea, a tal punto que él logra quebrantarlo, añadiendo:

―No imaginas cuántos sueños tengo metidos en la cabeza, y cada uno de ellos tienen que ver directamente con nosotros dos.  El primero ―sonríe a medias sin cesar de acariciarla, tiernamente―, era llevarte conmigo a Viena.  Iba a pedírtelo esta noche.  Quería que fuera una sorpresa para ti ―un par de lágrimas brotan por las comisuras de sus ojos―.  Quería verte sonreír ―pero con una de las mangas de su camisa las limpia antes de que éstas lleguen a adentrarse en su frondosa barba―, y también quería verte hecha un manojo de nervios ―confiesa―, y tenerte solo para mí para que camináramos juntos y de la mano por sus parques llenos de encanto, por sus verdes prados, por las calles tranquilas y soñadoras admirando el arte, la belleza del lugar y oyendo, a la par, la música itinerante de los artistas que encuentras en cada esquina ejecutando instrumentos como violines, chelos y flautas traversas.  Pero no creas que he olvidado nuestro Melange con leche espumosa ―sorbe por la nariz―, acompañado de una masa dulce de hojaldre con manzanas ―ahora ríe contagiando a Jo, quien imagina todo lo que le detalla con exactitud, tal y como si lo estuviera viviendo en su mente―.  No, mi amor, jamás podría olvidarlo porque sé lo mucho que te gusta ―nuevamente hunde su nariz en su cuello, el cual roza en significativos y apacibles movimientos, de arriba hacia abajo y viceversa―.  Y después… recorreríamos la ciudad de noche disfrutando de sus bares, de sus cafeterías vienesas antiguas, de sus restaurantes.  Y cuando ya estés cansada, y cuando perciba que tus ojitos se empiezan a cerrar, te llevaría de vuelta a casa para tenerte solo para mí.  Para cuidarte, Jo, para admirarte, para decirte una y otra vez cuánto te quiero, cuánto te extraño y cuánto me haces falta cuando no te tengo conmigo.  Como ahora, por ejemplo.  Como en este preciso momento al recordar aquella primera vez que te hice mía, cuando te hice el amor y el amor nos hizo a los dos convirtiéndonos en tan solo uno ―cierra sus ojos silenciando, además, su llanto y sus dolorosos lamentos que le estemecen la piel y le hacen perder el aliento―.  ¡Cómo te necesito! ―Eleva un tanto el tono de su grave y poderosa cadencia―.  ¡Cómo desearía que estuvieras aquí! ―Pierde un tanto la serenidad y la compostura―.  ¿Me oyes, Jo?  ¿Me escuchas?  Estoy aquí.  ¡Estoy aquí contigo!

―Lo sé ―le responde ella en un hilo de voz cuando ya ha dirigido su andar hacia su cuerpo para confortarlo en un abrazo que ni siquiera logra darle, traspasándolo como si él estuviese hecho de un material incandescente que en cualquier momento sabe que va a estallar, detonando al igual que si fuera una granada de mano―.  Sí, te oigo ―pretende por todos los medios posibles, y los imposibles también, que centre su mirada en la suya―.  ¡Te escucho porque aún estoy aquí! ―Pero él no puede oírla.  Por lo tanto, consigue nada más que ver y comprobar, con sus propios ojos, cómo él se derrumba en sus brazos, cómo se destruye a sí mismo, cómo no se deja de atormentar con su pesar, con su maldita frustración y abatimiento que le carcome la piel y le corroe las entrañas―.  Escúchame ―le pide, infructuosamente―.  ¡Escúchame, por favor!

―Soy un maldito cobarde ―acota Simón entre jadeos y sollozos―.  ¡Un maldito egoísta y cobarde que se niega a dejarte ir!

―¡Pero debes hacerlo! ―Le reclama con fervor―.  Debes hacerlo porque no puedo ser para ti ni tú puedes ser para mí en esas condiciones.  ¡Entiéndelo y mírame! ―Le exige, valientemente―. ¡Mírame y dime qué ves allí! ―profiere con el dolor de su alma, indicándole con su dedo índice la cama de hospital―.  ¿Qué es lo que ves? ―replica, rasgándose la garganta al mismo tiempo que Simón no cesa de llorar entre sus brazos―.  Nada más que un cuerpo inerte al cual no te puedo condenar.  No te mereces esto, ¡compréndelo!  No mereces amarme así, menos quedarte a mi lado o atarte a mí todo lo que te reste de vida.  No así, Simón, no de esta manera.

―No te vayas nunca, Jo, ¡no me dejes solo!

―Pero no puedo quedarme ―le confiesa con lágrimas en los ojos y sin que le tiemble su suave voz―.  Lo siento mucho, pero… así, tal y como me ves, yo no puedo quedarme.  ¿Por qué? ―se pregunta a sí misma―.  Porque mi tiempo en este mundo se acabó, pero el tuyo, Simón ―le sonríe de una bella manera, pero con una grandísima tristeza que no logra disimular―, el tuyo está recién comenzando ―.

Alza una de sus extemidades para con ella rozar su espalda.

―Te auguro una vida plena.  Una vida colmada de éxitos, de sueños por concretar, de reconocimientos, de alegrías, pero por sobretodo de felicidad ―se agacha para situar su boca a la altura de su oído y así decirle―: Porque la mereces, mi amor, porque espera por ti, y porque estoy realmente convencida que un día la tendrás a manos llenas.

Como por arte de magia, Simón ha erguido su espalda y ha alzado, también, sus unidas extemidades para llevárselas a los labios y así besarlas.

―Tengo miedo, Jo.

―Ya somos dos.

―Tengo miedo a…

―Shshshshshsh… ―susurra en su oído, acallando su grave cadencia ―… no le temas a lo que sucederá.  No le temas al futuro ni a lo desconocido, porque aunque yo no esté contigo de forma física mi alma sí lo estará.  Recuérdalo… en cada paso que des, en cada suspiro que exhales, en cada mirada que eleves  al cielo aunque no me veas en él, aunque ya no me oigas y un día hasta, quizás, me olvides… vaya a donde vaya yo siempre estaré pensando en ti.

―Josefina… ―sorpresivamente, Caleb aparece atrayendo toda su atención al articular su nombre a la distancia―… lo lamento, pero… ya es hora.

“Ya es hora” repite en su mente, asumiendo a qué se refiere específicamente con eso.  Por lo tanto, asiente y evita ante todo formular la pregunta de rigor de la cual, también conoce su respuesta, reemplazándola más bien por otra.

―¿Dónde iemos?

―Muy lejos de aquí, donde Simón aún no está preparado para venir.

―De acuerdo ―suspira―, pero… ¿Me va a doler cuando yo, finalmente…?

Caleb dirige cada uno de sus pasos hacia el encuentro de los suyos, interrumpiéndola.

―No.  Te lo prometo.

―Y cuándo ya no sienta los latidos de mi corazón, ¿qué sucederá conmigo? ―sostiene preocupada.

―Te dormirás.  Lentamente, cerrarás tus ojos para no despertar jamás de un sueño muy profundo.  ¿Estás lista para ello?

En un primer momento, niega con su cabeza de lado a lado hasta que, con temor, logra situar una de sus níveas manos sobre las de Simón, que todavía se hayan unidas a una de las suyas.

―Ahora sí ―le certifica, apretándosela con fuerza―.  Ahora sí estoy lista, Caleb.

―¿Estás segura?  Sabes que después de esto ya no hay vuelta atrás.

―Y sé también que los sacrificios que realice en esta vida me ayudarán a encontrarlo en alguna otra.

―¿Por eso te vas, Jo?  ¿Por eso te apartas de este mundo?

―Sí.  Porque comprendí que su amor por mí y el de mi madre van mucho más allá de esta vida terrenal.  Incluso, van más allá del cielo y también de  las estrellas.  Yo… los amo de la misma manera como para quedarme así ―ambos admiran el cuerpo de Jo que solo se mantiene vivo artificialmente gracias a las máquinas y aparatos a los cuales se encuentra conectado―.  No podría, Caleb.  Realmente, no podría quedarme y condenarlos a una vida que no merecen vivir.  No puedo ser tan egoísta.  Además, no me marcho del todo, ¿sabes?  Me quedo en cada uno de sus recuerdos, y los recuerdos no mueren jamás, porque perduran en nuestros corazones para siempre.

Le sonríe.  De una maravillosa manera él le sonríe al mismo tiempo que la ve aferrarse a la extemidad de Simón.

―Para siempre ―replica, contemplándola, cuando el olor a tierra húmeda y a hojas secas vuelve a colmar el ambiente, logrando que Jo se deje envolver por su esencia, por su incomparable olor y por esa fragancia tan especial que le provoca una serenidad y una paz que no ha sentido nunca.

―Sí, para siempre.

Al mismo tiempo que ella responde, la frecuencia cardíaca del monitor que registra sus latidos empieza a desestabilizarse.  Así lo nota Simón, centrando toda su atención en el aparato.

―¡Jo! ―Proclama con pavor―.  ¡Josefina!  ¡Qué ocurre! ―Vuelve a expresar, levantándose de la cama para tocar su rostro, para besarle sus pómulos, su frente, sus frías manos cuando la puerta de la habitación ya se ha abierto de par en par.

―¡Detención súbita de la actividad miocárdica y ventilatoria! ―Oye Simón a su alrededor tras dilatar su mirada.

―¡Jo! ―Inquiere con desespero cuando es separado bruscamente de su lado por el personal médico que ya se encuentra ejecutando el procedimiento de rigor.

―¡Ausencia de pulso, doctor!

―¡Mi amor! ―Vuelve a vociferar, ya luchando con todas sus fuerzas con quienes lo empujan en contra de su voluntad hacia la puerta.

―¡La paciente presenta taquicardia, doctor!

―¡Fibrilación ventricular en tres!  ¡Despejen área!

―¡Josefina! ―Pronuncia en un grito desgarrador―.  ¡Josefina, estoy aquí!

―¡Uno, dos, tres!  Enfermera, ¿respuesta?

―¡Sin estímulos, doctor!  ¡La frecuencia cardíaca disminuye a pasos agigantados!

―¡Nueva fibrilación ventricular en tres!  ¡Despejen área! ―repite el especialista, inundando con su vozarrón hasta el espacio más ínfimo de aquella sala.

―¡Jo, por favor! ―Simón alza una de sus extemidades hacia ella como queriendo alcanzarla.

―¡Uno, dos, tres!  ¿Respuesta?

―¡La perdemos, doctor!  ¡No tiene latidos!

―¡Tercera fibrilación ventricular!  ¡Responde, Josefina! ―exclama el médico,  ejecutando la pertinente reanimación cuando ella, como ente fantasmal, y ya ubicada a un costado de la ventana junto a Caleb, admirándose a sí misma y luego a Simón, emite entre sollozos, fuerte y claro:

―Por favor, por lo que más quieras, no te hagas más daño, ya no me retengas aquí… Y si me quieres… ―balbucea―… Y si me amas… deja que me vaya.

―¿Respuesta, enfermera?

―No hay respuesta, doctor.

―¿Frecuencia cardíaca?

La profesional situada junto al monitor ha apagado su voz.  En cambio, solo mueve su cabeza de lado a lado cuando el largo e ininterrumpido pitido de la máquina habla por sí solo, silenciando y deteniendo así el respectivo protocolo de resucitación. 

Y en aquel cuarto nadie habla.  Nadie se decide a emitir un solo sonido hasta que el desgarrador y estrepitoso grito de Simón estalla por doquier, inundándolo todo, al mismo tiempo que el médico, admirándolo desde su sitio, finaliza, diciendo:

―Paciente: Josefina Calvet.  Edad: veinticuatro años.  Diagnóstico: muerte por paro cardio respiratorio.  ¿Hora de su deceso?

―Cuatro de la mañana con cuarenta y dos segundos, doctor.

***

La sala de la unidad de cuidados intensivos ha sido inundada por un doloroso silencio.  Un mutismo que no ha cesado de crecer de la mano de quienes allí se encuentran, escuchando a cabalidad la información que el médico, con suma delicadeza y detalles, les está entregando sobre la muerte de Josefina. 

―Hicimos todo lo posible, pero su cuerpo no resistió el tercer paro cardio respiratorio que la dejó sin ventilación.  Se le practicaron las técnicas de reanimación necesarias, pero éstas  resultaron insuficientes para traerla de vuelta debido a la gravedad de su estado, dejando de latir por completo su corazón algunos segundos después de la tercera desfibrilación.  Lo lamentamos muchísimo, señora Calvet.

―No lo lamente, doctor ―le contesta entre sollozos y gemidos―.  No lo lamente, por favor, porque el destino de mi hija ya estaba escrito por ella.

Suspira con algo de resignación antes de proseguir.

―Josefina debía partir.  Debía volar muy alto y muy lejos de este mundo ―admite convencida, cruzando sus empapados ojos con la vista cristalina y humedecida del señor Gallart, quien asiente dándolo por sabido.

―Aún así, señora Calvet, reciba usted y su familia nuestras más sinceras condolencias.

Virginia, aferrada a su hermana y a su sobrina Estela, agacha la mirada moviendo la cabeza en señal de agradecimiento.  No así Simón quien, de espaldas a un muro,  se mantiene paralizado desde la cabeza hasta los pies pretendiendo comprender todo lo que con ella ha sucedido.  Con una de sus manos empuñadas golpea la pared.  Una y otra vez lo hace escuchando, desde detrás de su espalda, una voz que no es más que la de su hermano mayor.  Y siente, segundos después, su extemidad dejándose caer de lleno sobre su hombro derecho. 

No quiere voltearse, se niega a que lo vea llorar como un maldito miserable cobarde, pero sus palabras  echan abajo toda su entereza cuando le expresa un significativo: “si me necesitas, sabes que aquí estoy”.

De forma inmediata, se gira hacia él para perderse en la profundidad de sus ojos claros que, en gran medida, se parecen a los suyos y a los de su fallecida madre.  No así sus rasgos faciales que se asemejan notablemente a los de su padre, al cual desearía tener en este instante junto a él para que le pudiera otorgar algo más que un fuerte abrazo.

―Jamás voy a dejarte solo.  Lo sabes, ¿verdad?

―Sí, lo… sé ―balbucea, dejándose caer en sus brazos para llorar y llorar como tanto ansía hacerlo, con pesadumbre, con fuerza y con furor―.  Se ha ido ―murmura una vez más con impotencia―.  ¡La he perdido! ―Se sujeta a su macizo cuerpo temiendo perder algo más que la razón, pero cuando un especial aroma se logra colar por sus fosas nasales, y gracias a él alza, de inesperada manera, su bañada y enrojecida mirada hacia el umbral de aquel salón, admira lo que le es tan difícil de entender y, a la vez, asimilar en ese particular momento de su existencia.

Tiembla.  No puede evitar estemecerse frente a ese mágico, especial, único y extraordinario instante que, al parecer, solo él consigue ver a la distancia.

―¿Jo? ―murmura sobresaltado, separándose de los brazos que lo sostienen―.  Estás… aquí

¿Y qué obtiene a cambio?  Una cálida, hermosa e incomparable sonrisa de quien no lo cesa de observar con amor y entusiasmo.

―¡Estás aquí! ―repite con ansias cuando, por inercia, ya ha dado un par de pasos en su dirección, atrayendo de inmediato la atención de Tobías, quien admira lo que no consigue ver, menos entender.

―¿Qué sucede?  ¿Qué tienes? ―formula preocupado.

―Seguramente… ―dibuja en sus labios una enorme sonrisa de satisfacción―… ¡La mejor de todas las demencias! ―le responde, cuando ya ha conseguido poner en movimiento sus extemidades inferiores para correr tras la figura femenina que avanza por el pasillo, y entre la multitud, contoneando en delicados vaivenes su alborotado cabello pelirrojo―.  ¡Jo! ―Grita su nombre―.  ¡Josefina! ―Lo vocifera una vez más, pero sus continuos llamados le son inútiles porque ella no consigue escucharlo, menos detenerse hasta que la pierde por completo de vista.

Desesperado, Simón detiene su andar, sitúa sus manos en su cabeza, las desliza por su cabello sin saber qué más hacer hasta que fija la vista en una entreabierta puerta que, al parecer, conduce sus escaleras hacia la azotea del edificio.

―Dame una señal… ¡Solo una señal! ―Suplica, tomando la decisión de traspasar la puerta y ascender por ellas cuando todo lo que logra percibir es ese extraño, pero a la vez dulce aroma a hojas secas y a tierra húmeda que colma el ambiente―.  ¡Jo! ―exclama al llegar a ese lugar, en el cual solo encuentra a la fría brisa de la madrugada―.  ¡Mi amor, dónde estás! ―Replica jadeante al respirar, cerciorándose de recorrer con la mirada hasta el más pequeño recoveco de ese sitio.

―A tu lado―oye, de pronto, a su espalda una familiar voz masculina.

“A tu lado” repite en su mente cuando todo lo que consigue ver es al horizonte que se apresta a recibir a un nuevo día que se hace efectivo con la salida del sol.

―¿Dónde está?  ―Le pregunta, girándose hacia él―.   ¡Dime dónde está Josefina!

―A tu lado ―repite Caleb muy sereno―.  Ella se encuentra a tu lado y te está sonriendo, Simón.

Al oírlo, se le aguan los ojos, los que por un momento cierra fuertemente, negándose otra vez a abrirlos.

―¿Quién eres? ―Articula como si ya lo supiera del todo.

―Creo que no hace falta que te lo diga cuándo, apresuradamente, has sacado tus propias conclusiones al respecto.

Simón suspira con ímpetu sin nada más que hacer o decir hasta que vuelve a oír la cadencia de Caleb, colándose por sus oídos.

―Josefina te ha guiado hasta aquí porque quiere despedirse.

Ante ello, abre los ojos de golpe.

―Pero…

―Si te refieres con ese “pero”a lo que ha sucedido en su habitación ―suspira―, déjame decirte que esa ha sido la partida de su cuerpo.  Su alma, Simón, aún sigue aquí.

―¿Dónde? ―pregunta con fervor―.  ¿Dónde está?  ¡Dímelo!

―A tu lado, mi amor ―le responde Josefina―.  Siempre voy a estar a tu lado.

―A tu lado, Simón ―subraya Caleb―.  En este momento, ella te está hablando.

―¡No puedo escucharla, maldita sea! ―Vocifera furioso, pero consigo mismo―.  ¡No puedo oírla!

―Sí puedes ―prosigue Jo, evocando ciertas situaciones acontecidas en sus respectivos pasados―.  Pudiste escucharme a pesar de todos mis silencios.  ¿Qué no lo recuerdas?  ¿O ya lo has olvidado?

Caleb transmite sus palabras, consiguiendo que Simón ememore cada uno de esos episodios vividos junto a ella, los cuales le rasgan, de extemo a extemo, el alma y el corazón.

―Porque me amaste tanto que decidiste continuar y, a pesar de todo, traspasar mi forjada y gruesa coraza de hierro ―avanza hasta detenerse frente a su semblante empapado en lágrimas―.  Te arriesgaste, Simón, no te dejaste vencer y luchaste por mí hasta el final ―levanta una de sus extemidades para, con la yema de sus dedos, delinear el contorno de su barbilla―.  Me hiciste sentir muy especial, ¿sabes?  A cada instante, y con cada detalle tuyo, yo fui muy feliz, tanto que…

―Te amo, Jo ―Simón la interrumpe, fijando vista en el horizonte―.  Te amo porque cambiaste mi mundo, uno en el cual solo quería que existieras tú para quererte, para cuidarte y para hacerte feliz.

―Y lo ha conseguido con creces, señor escritor.  Créame, usted sí lo ha conseguido con creces. 

―¿Dónde estarás, mi amor?

―Aquí ―deposita una de sus manos sobre su firme pecho más, específicamente la sitúa a la altura de su corazón―.  Siempre aquí y en cada uno de tus recuerdos ―deja caer su cabeza en él al tiempo que Caleb comienza a retroceder para otorgarles mayor intimidad y recato. 

―¿La veré otra vez? ―Le pregunta Simón, alzando deliberadamente el grave volumen de su cadencia―. Tal vez cuando yo… ―es lo único que le interesa saber.

―Vive tu vida. Disfrútala y realiza cada uno de tus sueños.  Ella desea eso para ti.  ¿Vas a negárselo?

Jo voltea el rostro hacia la vista de Caleb.

―No.  Claro que no ―contesta Simón de inmediato.

―Entonces, no pienses en un después cuando solo te debe importar un “ahora”.

―¿Un “ahora” sin ella?  ¿Un “ahora” sin la mujer que lo es todo para mí?

―Y quien se está aferrando a ti con todas sus fuerzas antes de marcharse ―le da a entender, deteniendo por un momento su andar―.  Y quien estoy seguro caminará todas y cada una de sus vidas para algún día encontrarte en alguna de ellas.  Nada sucede porque sí, Simón.  Nada es al alzar, recuérdalo siempre.

―¿Vendrás por mí, Jo? ―Clava la mirada en un punto equidistante antes de decir―: Algún día… ¿Serás tú quien venga a buscarme?

Al segundo, una fría ventisca azota la azotea del edificio revolviéndole el cabello y congelándole, también, la piel hasta erizarle el más fino vello de su cuerpo.

―Algún día… Sí… Algún día ―se responde, cerrando sus ojos cuando algo más que un par de lágrimas ruedan por sus enrojecidas mejillas―.  Te amo, Josefina Calvet ―le proclama una vez más―, y vayas donde vayas, por favor, no lo olvides nunca.

―Y yo te amo a ti, Simón Busquets, y te amaré en silencio hasta que llegue esa cita y esa hora sin una fecha determinada en la cual nos encontraemos para volvernos a ver, para que el tiempo se detenga a nuestro alrededor y ya no tengamos que vivir presos de la distancia.  Y ahí estaré puntual para recibirte, para sonreírte, para tomarte de la mano y así decirte, con el sonido de mi voz, cuanto te amo.

―”Te quiero tanto.  Tú lo sientes, ¿verdad?  No está en las palabras, no tiene nada que ver con decirlo, con buscarle nombres.  Dime que lo sientes, que no te lo explicas, pero que lo sientes, ahora…”

Jo reconoce esa célebre frase de Julio Cortázar que en este momento Simón le ha dedicado en base al amor que ambos se profesan.

―Lo sentí desde el primer momento en que te vi ―le murmura, acercando sus labios hacia su boca―, y desde que… ―sonríe traviesamente―… me oíste cantar esta canción…

 

“I walked across an empty land

I know the pathway like the back of my hand

I felt the earth beneath my feet

Sat by the river and it made me complete

Oh simple thing, ¿where have you gone?

I’m getting old and I need something to rely on

So tell me when you’re gonna let me in

I’m getting tired and I need somewhere to begin…”

 

Simón no cesa de llorar al oír la voz de Caleb manifestándole “Josefina está diciéndote adiós con una canción.  ¿La recuerdas?”.  Y a partir de ello, lo hace cada vez con más fuerza al evocar ese primer momento que cambió su vida de prodigiosa manera.

―Y te está tomando la mano ―prosigue, relatándole en detalle todo lo que acontece―, mientras te mira a los ojos sin dejar de cantar.

 

“This could be the end of everything

So why don´t we go

Somewhere only we now…”

 

―Algún día, mi amor… Algún día nos iemos a ese lugar que solo nosotros dos conocemos.  Te lo prometo.  Pero mientras tanto, gritaré.  Gritaré tan alto por ti que hasta los ángeles sabrán que soy yo el que pronuncia tu nombre con fuerza.

Sin pensarlo dos veces, termina obsequiándole un suave beso sobre sus labios que él percibe y recibe como una tibia brisa que colma por completo todo su ser, al tiempo que ella se desprende de su cuerpo para admirarlo y acariciarlo por última vez antes de comenzar a retroceder cuando el amanecer ya se hace patente.

―Recuerda lo que soy, y lo que un día fui, y llévame contigo siempre como una presencia viva ―.  Y así, se gira sobre sus talones para, finalmente, caminar hacia Caleb, quien la espera unos metros más allá con las manos metidas al interior de los bolsillos de su chaqueta de cuero negra.

―Antes de que digas cualquier cosa... ―se detiene a un par de pasos de su cuerpo―… Dime que no sufrirá.  Dime, por favor, que Simón tendrá lo que nunca tuvo conmigo.

Caleb le sonríe estirándole, a la par, una de sus manos, la que, en un primer momento, ella toma con algo de recelo.

―Será feliz ―le anuncia, calmándola―, y alguien muy importante también, pero no le comentes a nadie que te lo revelé, ¿quieres?  O alguien allá arriba ―le indica la inmensidad del cielo azul que se posa sobre sus cabezas―, tendrá grandes motivos para querer desplumarme.

Josefina se detiene para volver el rostro hacia atrás, antes de contemplar como la visión de Simón, desde la azotea del edificio, se va haciendo más y más difusa a medida que asciende sin que se haya dado cuenta de ello.

―¡Por Dios! ―emite atemorizada―.  ¿Te comenté que le temo a las alturas?

―No, pero te recomiendo que por tu seguridad y tranquilidad no mires hacia abajo.

Y así lo hace, aferrándose aún más a él.

―Es un chiste, ¿verdad?

―Y un largo camino directo a casa.

―Dime, ¿tu jefe o Alaric te podrían desplumar si yo llego a abrir la boca? ―Lo amenaza, otorgándole un no menos cordial guiño que lo hace sonreír.

Al cabo de unos minutos, ambos caminan por un verde prado, el cual se encuentra rodeado por una extensa arboleda, flores silvestres y el trinar de aves que oyen a su alrededor.

―¡Vaya!  Siempre creí que caminaría, más bien, por un tétrico túnel oscuro hacia una resplandeciente luz que se halla a lo lejos.

―No estamos precisamente en Hollywood ―le recuerda, bromeando―.  ¿Qué tan malo puede ser?  ¿No te gusta lo que ves?

―No está mal, pero sin ofender, todo esto se parece más a una película de Disney que a mi llegada al cielo.  ¿Por qué estamos en el cielo, verdad?

Caleb, como por arte de magia, se detiene, clavando la mirada en un punto en especial. 

―¿Qué ocurre?  ¿Dije algo malo?

―No, no has dicho nada malo.  Es solo que mi camino ha llegado hasta aquí.  Ahora, debes continuar tú sola.

―¿Perdón? ―Entrecierra la vista sin comprender a qué se refiere con ello―. ¿Yo sola?  No, no puedo hacerlo, Caleb.

Pero él asiente tras su negativa.

―Sí, si puedes, convéncete de ello.  Solo mira hacia adelante y ve… te están esperando.

―¿Sigo el camino amarillo también? ―Vuelve a formular, pero esta vez muy nerviosa, además de asustada―.  ¿Quién me espera?  No me digas que tu jefe porque…

Enseguida, y con su dedo índice, le indica un haz de luz que se halla a la distancia.

―No hay un túnel, Jo, pero sí alguien del otro lado que ansía verte.

En cuestión de segundos, un solo rostro se aloja al interior de su mente.  El inigualable semblante de un hombre al que ama infinitamente y al que no ha olvidado jamás, a pesar de su lejanía y el paso de los años.  Por lo tanto, sin saber qué hacer, menos qué decir, se estemece sin mover un solo músculo de su cuerpo.

―No tengas miedo.  Ya estás en casa.  Finalmente, has llegado a tu hogar para reunirte con los tuyos.

―Pero… ¿Dónde irás?  ¿Qué será de ti?  ¿Por qué debes irte ahora?

―Porque tengo mucho de qué ocuparme allá abajo. Además, me dejaste algunas tareas pendientes por llevar a cabo.

Al instante, piensa en su madre y en Simón.

―¿Te veré otra vez?  ¿O ésta también es una despedida?

Caleb le sonríe con agrado, tomando una de sus manos, la que acaricia con suma delicadeza antes de decir:

―Me quedo con la primera opción.  Siempre es grato ver de nuevo a los buenos amigos. Buena suerte, Jo.  Dale mis saludos a quienes te reciban del otro lado.

***

 

“Sabía que me estaba muriendo, pero de las gigantescas ansias que me invadían por descifrar cada una de las palabras de Caleb. 

De acuerdo, ya me encontraba totalmente fuera de mi cuerpo y, al parecer, caminaba muy sola y algo aterrada hacia un haz de luz que, a cada paso que conseguía dar, me cegaba del todo sumiéndome en incertidumbre y también en desesperanza.

En un momento me sentí perdida y quise regresar, lo admito, pero algo me decía que no debía hacerlo, y que tan solo tenía que avanzar hacia lo que en un primer instante vislumbré como un fulgor débil, pero que de a poco se convirtió, nada menos que, en un rayo muy fuerte e incandescente.

¿Lo extraño de esto? Es que podía sentir el calor que emanaba de esta luz que lo cubría y lo envolvía todo a mi alrededor, pero que no me impedía ver cada uno de mis pasos.  Hasta que algo muy especial e insólito sucedió, logrando que yo avanzara con más seguridad y, cada vez, con más y más ansias.  Porque el amor que irradiaba esa luz era inimaginable e indescriptible, y a cada segundo que transcurría yo lo podía comprobar.

Y cuando logré verlo y reconocerlo, con sus brazos abiertos de par en par esperando por mí, corrí hacia su encuentro como tanto deseé hacerlo desde su partida para abrazarlo y para aferrarme a él tan solo emitiendo con sumo fervor…

―¡Papá!

Sí, porque él estaba allí, sonriéndome, y dándole al fin a pesar de todo mi dolor, una alegría a mi alma.