14
Tiempo pasado.
―Algún día… ¿Volveemos a ver al abuelo, mamá?
Virginia aparta, por un momento, la vista de la tumba de su padre para depositarla en la resplandeciente mirada de su pequeña hija de diez años que se encuentra en ese sitio tras el sepelio que ha llegado a su fin.
―Claro que sí, cariño. Estoy segura que un día nos volveemos a reunir con él.
―¿Vendrá a buscarnos? ¿Vendrá con la abuela, también?
Ahora, se acuclilla sobre la verde hierba para quedar a la altura de Josefina. Y tras ese movimiento, termina acariciando su tibia y sonrosada mejilla antes de, finalmente, asentir.
―Estoy convencida de que mis padres nos estarán esperando del otro lado, mi amor.
―¿En el cielo, mamá? ―La pequeña alza la cabeza hacia el ennegrecido y nuboso cielo que las cobija―. ¿Junto a los ángeles y a Dios?
Su madre la abraza con prontitud mientras tiembla, ligeramente, cuando sus ojos se vuelven a humedecer producto de la innegable tristeza que la consume por haber perdido a su padre tras su repentina y mortal enfermedad.
―Sí, mi amor. Junto a los ángeles y junto a Dios.
La niña se aparta para contemplarla mejor y limpiar, con la yema de sus dedos, su empapado semblante.
―No llores, mamá, el abuelo jamás nos va olvidar. Me lo prometió, ¿sabes? Y sé que va a cumplir su promesa.
Intenta sonreír, más no consigue hacerlo.
―Y siempre te va a cuidar. Lo sé. Nunca te dejará sola.
Gracias a lo que ha dicho su hija con tanto entusiasmo, no consigue retener más el llanto que se ha apoderado por completo de su ser. Por lo tanto, lo libera en silencio; lo deja salir de sí tapándose con sus manos su rostro al tiempo que Josefina la vuelve a confortar con un tierno abrazo.
―Yo te cuidaré por él ―prosigue, aferrada a ella―. Yo estaré a tu lado siempre, aunque un día me haga mayor, ¡y sea así de grande! ―Alza una de sus extemidades y empina sus pies en conformidad a lo que desea demostrarle, logrando que su madre sonría frente a lo que le ha comunicado con tanta exaltación y con su especial e indiscutible inocencia de niña.
―Solo prométeme algo, Jo ―acaricia sus rasgos faciales para luego tomar y entrelazar sus níveas manitas―. ¿Me prometes con todo tu corazón que aunque te hagas así de grande, vas a ser feliz?
―Sí, mamá. Voy a ser feliz, pero también te prometo que te voy a cuidar y a querer muchísimo hasta que juntitas nos hagamos así de viejitas…
Tiempo presente.
―Hasta que nos hagamos viejitas… ―manifiesta Virginia en un susurro, ememorando ese especial recuerdo sin cesar de acariciar el rostro de su hija por un costado de donde se encuentran los tubos, la máscara de oxígeno y los cables a los cuales ella sigue conectada. Y también, al tiempo que la figura fantasmal de Josefina, situada a tan solo unos pasos de su cuerpo, la admira con innegable dulzura y amor.
―Lo lamento ―le manifiesta la muchacha por no haber podido cumplir del todo su promesa―. Lo lamento tanto, mamá.
―No lo lamentes ―interviene Caleb, desplazándose a su lado―. ¿Por qué lo haces si le entregaste todo este tiempo lo mejor de ti?
Al escucharlo, rueda los ojos hacia el encuentro de los suyos.
―Tu madre lo sabe y tú también lo sabes. Has sido una buena hija, siéntete orgullosa de ello.
―¿Orgullosa? ¿Debo sentirme orgullosa del grandísimo dolor que le estoy ocasionando? ¿Del pavor que la inunda al verme así, como un verdadero lastre?
―Josefina, tú…
Un segundo le basta para alzar una de sus manos, significativo gesto que termina acallando a Caleb.
―Se suponía que iba a cuidarla por siempre y ¡mírame! Ni siquiera puedo valerme por mi misma ―suspira y tiembla a la vez mientras se abraza con sus propias extemidades―. Mi madre tiene una vida, y después de todo lo que ha sucedido sí tiene derecho a ser feliz, pero no atada a mí. No así. No a un cuerpo que yace sobre esa cama y que está del todo inerte.
Ambos se admiran como si pudiesen decirse con los ojos lo que no consiguen manifestarse con las palabras.
―Jo, ¿qué ocurrirá con Simón? ―Ansía saber.
―A los dos los amo con mi vida ―avanza hacia la cama de hospital hacia el encuentro con su propio cuerpo y con el de su madre―, y sé que donde quiera que yo vaya los seguiré amando de la misma manera, Caleb.
―Entiendo. Entonces, eso quiere decir que ya… ¿Has tomado una decisión al respecto?
―Sí, ya la he tomado, porque cada una de mis palabras quieren decir… que ha llegado mi momento de volar muy alto.
La observa como dirige su pausado andar hasta detenerlo a un costado de la figura de su madre. Luego, admira como sutilmente le acaricia el largo de su cabello que le cae por los hombros, siempre con una entereza digna de admirar, hasta que la voz de Virginia se hace audible interrumpiendo ese desgarrador mutismo.
―Mi amor… ―balbucea ante lo que se apresta a pronunciar―… si me escuchas… dime cómo puedo ayudarte. Por favor, mi cielo… ¡Dime qué es lo que debo hacer!
Jo deposita una de sus manos sobre la tibieza de una de las suyas y la entrelaza, aún cuando ella no logra siquiera percibir su frío roce.
―Caleb, ¿puedes hacer algo por mí?
―Claro que puedo, Josefina.
―Gracias. Pero antes, quiero saber… ¿No van a amonestarte allá arriba por lo que te pediré?
Tras lo que ha escuchado, sonríe, avanzando en su dirección.
―Tranquila. No seré el primero ni el último que se llevará una reprimenda del jefe. Ahora dime, ¿qué tienes en mente?
―Quiero que mi madre sea feliz ―le comenta, envalentonada―. Necesito que mi madre sí sea feliz. ¿Se lo puedes pedir a tu jefe?
―Sin duda alguna, pero… te parece que, tal vez, y para tu mayor tranquilidad, ¿se lo pidas tú primero a ella?
En una milésima de segundo, voltea el rostro totalmente asombrada por su inusitada interrogante que, de pronto, ha formulado así sin más.
―¿Qué has dicho?
―Lo sabes muy bien. No necesitas que te lo repita.
―Pero yo… ―entrecierra la vista, demasiado confundida y demasiado extrañada.
―Inténtalo. Sé que a tu madre le vendría muy bien oírte otra vez.
En el acto, percibe que un enorme nudo se le ha alojado en la boca del estómago.
―¿Estás lista?
―Seguro que yo… puedo conseguir… que ella…
Caleb comienza a cerrar los ojos cuando la habitación se ha inundado de un aroma muy especial. Una incomparable fragancia que a Jo le huele más bien a tierra húmeda y a hojas secas cuando logra reconocerla. Y también, cuando oye a su madre exclamar con muchísimo fervor lo siguiente:
―¡Por favor, mi amor, dime qué hago! ―Se tiende sobre su cuerpo para orar, dándole la espalda. Y Josefina, sin pensarlo, se acerca aún más a ella, pero en específico a su oído, en el cual le susurra con su dulce voz:
―Dejarme partir, mamá. Dejarme partir de este mundo.
La escucha llorar muy angustiada. La oye sollozar y suspirar sobre su cuerpo como si la hubiese escuchado mientras empuña cada una de sus manos con fuerza. Está luchando. Sí, contra todo pronóstico Virginia está peleando para no decir lo que ya es más que evidente a los ojos de cualquiera.
―Eres todo lo que tengo, cariño… Eres y serás todo lo que soy. ¡Eres mi vida entera, Josefina!
―Y tú la mía. Nunca lo olvides, por favor.
Envuelta en un dolorido llanto, Virginia se levanta. Al cabo de unos segundos, la admira con devoción para luego acariciar su rostro, delineando el contorno de sus ojos, de su nariz, de su barbilla, para así regalarle un largo beso que deposita sobre su frente antes de volver a entrelazar una de sus manos con una de las suyas y decir, concluyentemente:
―Una parte de mí se va contigo, ¿lo sabes, verdad? Así como otra parte de mí se fue con tu padre el día que nos dejó ―suspira como si se le fuera la vida en ello, sorbiendo a la par por la nariz―. Padre… ―balbucea entre irrefrenables sollozos que no cesa de emitir―… hoy y aquí, te entrego a mi hija a quien amo y amaré por siempre con algo más que mi vida entera. La pongo en tus manos, señor. Por lo tanto, te pido que cuides de ella. Por lo que más quieras, protégela de todo mal. No la dejes sola y camina a su lado hasta que su luz se extinga y logre exhalar su último suspiro. Te lo pido, señor… por favor… te lo pido con mi deshecho corazón y con el dolor de mi alma que hagas en ella toda tu voluntad.
―Y la mía ―manifiesta Simón con la gravedad de su voz, cuando ha abierto de improviso y de par en par la puerta de ese cuarto.
***
Caleb se ha marchado. Y ahora en la habitación se hayan Virginia, Simón, y una intranquila Josefina que ha conseguido enmudecer ante lo que ha sucedido.
Los oye. Uno a uno los escucha debatir su actual situación, una que por lo demás es irreversible. Sí, ya está al tanto de todo porque así lo ha certificado su médico de cabecera y también, así lo han corroborado las pruebas de rigor. No. No hay otra salida, no existe otra vía de escape para esta cruel y dura realidad más que liberarlos a ambos del enorme sufrimiento que cargan pesadamente en cada una de sus espaldas.
Suspira y vuelve a suspirar cuando su madre ha vuelto a elevar el sonido de su cadencia, manifestando:
―Cualquier daño a la cabeza, usualmente, perjudica también al sistema vascular, que es el que provee de sangre a las células de su cerebro. El médico me ha confirmado que… Josefina posee serias complicaciones vasculares que en cualquier momento le podrían provocar un ataque cerebral debido a un coágulo que se le ha formado en el lugar de su lesión.
Simón se estemece en su totalidad, como si hubiese recibido una poderosa descarga eléctrica.
―Por eso me ha sugerido que… ―con la yema de uno de sus dedos limpia cada una de sus húmedas mejillas―… me despida de mi hija ante cualquier situación que se suscite de un momento a otro.
―Es lo que también me ha sugerido el señor Gallart que haga ―le responde, sin despegar sus ojos del monitor cardíaco y de la frecuencia que éste registra, segundo a segundo.
Con mucha delicadeza, Virginia vuelve a besar la frente y la mano de su hija antes de animarse a continuar, señalándole…
―Lamento mucho haberte conocido bajo estas condiciones, Simón.
―Yo también, señora Calvet.
Un difícil silencio los rodea a los dos, y de igual forma enmudece a Josefina, quien no cesa de contemplar hasta el más mínimo movimiento que ambos realizan al interior de esa habitación.
Y un “te amo” murmura su madre antes de separarse de su lado. Un par de palabras que más bien significan y encierran un “a pesar de todo, jamás te alejes de mí, mi amor”.
―Alguna vez… ―susurra Simón de golpe, viéndola caminar hacia la puerta.
―Sí. Todo el tiempo me habló de ti, pero a su manera. ¿Sabes? Solo me bastaba verla sonreír para saber que contigo era feliz. Gracias, Simón ―lo admira ya con lágrimas en sus ojos―. Muchísimas gracias por aparecer en su vida.
―Señora Calvet, usted no tiene…
―Sí. Sí tengo que dártelas, porque le devolviste su alegría. ¿Cómo podré pagártelo?
Fija la mirada en sus ojos, en aquella profundidad verdosa que se cristaliza y humedece a cada palabra que logra pronunciar.
―Tal vez… dejando que me quede a su lado hasta que… ―inevitablemente, se quiebra, agachando la cabeza para que ella no lo vea llorar como un niño frágil y asustadizo. E inevitablemente, Virginia avanza hacia él para consolarlo y obsequiarle un apretado abrazo, al que Simón se aferra como si lo necesitara para seguir existiendo.
―Claro que sí. No tienes que pedírmelo porque estoy segura que eso querría mi niña en este momento ―acaricia con afecto su mejilla antes de apartarse y admirarlo por última vez―. Simón…
―Sí, señora Calvet.
―¿Puedo pedirte un favor antes dejarte a solas con ella?
―Los que quiera.
―¿Podrías… al momento de… ―masculla, negándose a manifestarlo, pero acentuando su diáfana mirada en la suya como si en ese minuto, y en ese especial enunciado, se le fuera la vida―… tomar su mano por mí, decirle que adonde quiera que vaya no debe tener miedo, que todo va a estar bien y que la amo y la amaré por siempre con toda mi alma?
―Por supuesto. No faltaba más ―le asegura desde su sitio.
―Gracias, muchacho. Muchísimas gracias ―antes de abandonar la habitación, posa sus ojos en la figura de su hija, a quien contempla con ternura, tal y como si deseara perpetuar ese momento, en sus retinas, para siempre―. Te amo, mi amor ―añade―. Te amo y te amaré por el resto de mi vida.
―Y yo te amo a ti ―desenmudece Jo, hablándole y observándola de la misma manera―. Gracias por haber sido mi mamá.
Y tras sonreír con desesperanza e indiscutible desconsuelo, Virginia abandona posteriormente el cuarto en el cual solo quedan, en la inmensidad del silencio y a solas, Josefina y Simón.
Tiempo pasado.
―Brillo ―expresa Jo muy convencida cuando el señor Gallart ha enarcado una de sus canas cejas al oírla.
―¿Brillo? ―Pregunta sorprendido admirando, además, el puzzle del periódico que sostiene entre sus manos.
―Sí. Brillo ―le afirma en clara alusión al enunciado de la palabra que ambos están buscando―. Cuatro consonantes, dos vocales. Está claro como el agua, señor Gallart.
―Fulgor ―comenta él, maliciosamente, contradiciéndola―. ¿Sabías que también posee cuatro consonantes y dos vocales y me suena muchísimo mejor que tu “brillo” que, de paso, no es lo que me transmiten tus lindos ojitos castaños?
De forma automática, los entrecierra debido a lo que él ha afirmado con tanta seguridad.
―No se trata de mis lindos ojitos castaños, sino del puzzle que estamos haciendo en comunión ―le recuerda, indicándoselo.
―Ya me conoces, Josefina. Sabes que mi concentración se desvanece con facilidad cuando existe algo más importante de lo que hay que hablar, por ejemplo… ―sonríe pícaramente―… el fulgor de tus lindos ojitos castaños que no cesan de relampaguear, encandilándome. ¿Debido a qué si puedo saberlo?
Sonríe de la misma forma que lo hace él.
―Son sus anteojos ―intenta escapar olímpicamente de la situación, más no lo consigue del todo.
―Gracias por preocuparte por este pobre anciano, muchacha, pero no lo creo, los cristales de mis anteojos están muy bien ―se los quita, dedicándole un guiño cuando vuelve a colocárselos―. Pero no así tu corazón, ¿verdad? ―Logra escribir en el puzzle la palabra que ella, segundos antes, ha mencionado―. ¡Vaya! ¡Quién lo hubiese dicho! Calza perfecto. Gracias, Josefina.
―¿Cuál? ¿Fulgor? ―Pero en ese exacto momento en el que la puerta de la librería se ha abierto de par en par, alguien ha puesto un pie dentro de ella. Rápidamente, ambos depositan sus rostros en la figura de quien, esta mañana de sábado, luce una tenida deportiva bastante informal y, de paso, les sonríe tras descansar de su evidente agotamiento.
―Buen día, muchacho, ¿tan temprano por aquí? Antes que contestes, ¿brillo o fulgor?
Simón no comprende a qué se refiere con ello, hasta que su mirada se pierde en la de quien no lo cesa de observar, como si solo estuviesen ellos dos ahí dentro.
―Fulgor ―manifiesta jadeante, ocasionando una breve carcajada en Pedro Gallart.
―Te lo dije, muchacha, esa palabra tuya ni siquiera encaja en el puzzle, pero sí en lo que me demuestran tus ojos esta mañana. ¿No es así, Simón?
Y ella, gracias a su tan inesperada confesión, enrojece y enrojece como una fruta madura de temporada.
―Excelente. Siempre lo supe ―ríe Gallart, tomando el periódico del mostrador para, finalmente cerrarlo―. ¿Y? ¿No nos vas a responder?
Simón, realmente interesado en lo que ocurre, cruza sus brazos por sobre su pecho esbozando, a la par, una gran sonrisa de auténtico entusiasmo.
―Insisto, señor Gallart, son sus anteojos ―continúa Jo―. ¿Sabe? Una visita a su oftalmólogo de siempre no le vendría mal ―evade sus penetrantes miradas al unísono―. ¡Chismoso! ―Murmura entre dientes cuando ya les ha dado la espalda a los dos para perderse, definitivamente, por el pasillo que la dirige hacia el aparador de la literatura de ciencia ficción.
―¡Te oí! ―Alcanza a escuchar la voz de su jefe, al igual que la risa contagiosa de Simón que colma por completo sus oídos. ¡Vaya! ¡Cómo la adora! ¡Cómo le encanta! ¡Y cómo le fascina cuando la emite de forma tan espontánea y natural!
―Entonces, yo también debo ser un chismoso.
Se detiene ante una grave cadencia que tiene nombre y apellido.
―Porque me encantaría saber a qué se debe ese fulgor que es capaz de cegar y fascinar a cualquiera, me incluyo. ¿No me vas a contar?
Un segundo. Confesárselo no está en discusión. De hecho, confesárselo sería como venderle su alma al mismísimo demonio que tiene detrás de sí y que, precisamente, hoy luce esa ropa deportiva que le sienta de maravillas y que, además, lo hace ver tan arrebatadoramente guapo.
―¿Jo? ―Le susurra Simón, pero ahora en su oído, logrando que por un momento ella cierre sus ojos y juguetee por inercia con su lengua por sobre sus labios, como si estuviera disfrutando y saboreando el dulce sonido de su voz―. Estoy esperando o… ¿Prefieres que adivine o ponga en práctica una de mis acertadas teorías con respecto a ti?
Ante su patente y arrolladora seguridad, despierta de su ensimismamiento, volteando su cuerpo, para así perderse en el océano de sus ojos claros que se fijan a los suyos como si ambos fueran dos imanes en perfecta sincronización.
―¿Teorías, señor escritor?
―Así es, señorita Calvet.
Asiente.
―¿Y cuáles serían esas teorías a las cuáles usted se refiere?
―Bueno ―se acerca sin siquiera permitirle que dé un paso hacia atrás―, la más importante de todas ellas es… qué te estás enamorando de mí.
La sorprende. ¡Qué va! ¡La derrite con ese acertado comentario que logra arrebatarle hasta la respiración!
―¿Me equivoco? ―insinúa ya con su boca situada a pocos centímetros de la suya.
Decirle que sí sería mentirle. Decirle que no sería dar su brazo a torcer. Y, ¿entonces?
Simón advierte como su hermosa vista resplandece aún más, como si con ella estuviese demostrándole lo que no se atreve a manifestarle con palabras.
―Yo creo que… ―balbucea―… tienes una gran imaginación ―con su acotación lo hace sonreír a sus anchas y a ella estemecer, pero de una placentera manera.
―Bueno, soy escritor. ¿No te lo había dicho? Mi imaginación es realmente prodigiosa cuando quiere serlo.
Josefina mueve su cabeza de lado a lado sin parar de reír mientras Simón no cesa de acariciar, con la punta de sus dedos, su mentón y ascender con ellos por sus pómulos hasta delinear el contorno de sus ojos castaños.
―Definitivamente, es fulgor y no un simple brillo lo que irradia tu mirada.
―¿Cómo lo sabes?
―Porque no existe ni existirá jamás opacidad u oscuridad que la ensombrezca.
―¿Cómo estás tan seguro de ello?
―Porque te observo, Jo. Porque te admiro y lo veo resplandecer con una fuerza gigantesca que solo se compara con los luminosos rayos que emite el sol. Así es tu fulgor. Así es esa nítida claridad que te envuelve, además, en un completo halo de misterio.
En cosa de segundos, su sonrisa se le desvanece del rostro.
―¿Halo de misterio? ―Pregunta confundida.
―Sí, un completo halo de misterio para mí, que cada vez se parece más a una verdadera Caja de Pandora de la cual, algún día, espero conocer todos sus secretos.
De forma refleja, decide bajar la cabeza. ¿Sus secretos? ¿Para qué? Si su vida es demasiado aburrida, convencional y para nada emocionante.
―¿Mis secretos? ―Se aparta ligeramente de él―. No tengo secretos, Simón. De hecho, mi vida es demasiado aburrida, convencional, monótona y para nada emocionante como para que me estés comparando con una Caja de Pandora ―pretende separarse aún más, pero en su intento no logra mover un solo músculo, ya que él ha procurado rodearla por la cintura con su firme extemidad, reteniéndola.
―Es tu apreciación, la cual respeto, pero no la mía.
―No sabes lo que dices. Parece que te equivocaste esta vez.
―¿Equivocarme? ¿Por qué? ―Es todo lo que ambiciona saber atrayéndola, más y más, hacia su fornido cuerpo.
―Porque no soy esa chica, la de los secretos, ni jamás lo seré.
―Estás equivocada ―le corrige al instante―. Estás verdaderamente muy equivocada.
―No. El equivocado eres tú desperdiciando tu valioso tiempo con alguien como yo cuando deberías estar, más bien, con alguien interesante y ocupándote de tus asuntos.
Simón sonríe y no cesa de hacerlo, pero con ella entre sus brazos.
―¿Qué es tan gracioso para que sonrías así? ―Lo encara algo molesta debido a su inusitada reacción con la cual la ha sorprendido.
―Qué me digas que es lo que debo hacer cuando yo solo quiero estar contigo. Ah, y otra cosa más, tú eres parte de mis asuntos, así que asúmelo.
―¡No puedo creerlo! ―Chilla bajito, porque sabe que si lo hace a viva voz tendrá, en cuestión de segundos, al señor Gallart revoloteando a su alrededor como una bendita y cotilla mosca.
―Créelo ―se apodera de su mentón para atraer toda su atención―, y ya no le des más vueltas a todo este asunto que posee un único fin.
―Simón…
De forma inesperada, termina rozando el puente de su nariz con la suya.
―Simón nada, y te lo vuelvo a repetir: no necesito a nadie más interesante que a ti porque eres todo lo que quiero en mi vida. ¿Es tan difícil de entender, Josefina Calvet?
Sabe de sobra que no es la primera ni tampoco será la última vez que lo oiga decir aquello con tanta seguridad y exaltación. Por lo tanto, suspira y no cesa de suspirar pretendiendo relajar los tensos músculos de su cuerpo.
―¿Sabías que mi poder de comprensión se disipa con facilidad, tal y como si fuese agua entre los dedos?
―¿Ah sí? ―formula incrédulo.
―Sí. Es uno de mis… secretos ―admite avergonzada y procurando cerrar los ojos para no tener que ver a los suyos. Pero gracias a un fugaz beso que Simón le ha plantado en la punta de su nariz, los vuelve a abrir para que todo de sí se quede nuevamente prendado de lo que no quiere ni desea dejar de admirar.
―Bueno, si hablamos de secretos… yo también tengo uno para ti.
Traga saliva con dificultad, debido a que su boca amenazante se encuentra a tan solo milésimas de la suya.
―¿Quieres saberlo? ―le susurra en una de sus comisuras cuando ella asiente sin nada más que responder―. Y te lo confesaré, pero no ahora, sino esta noche ―le recuerda su cita. Aquella que pactaron y a la cual Josefina decidió asistir después de tanto que le rogó para que lo hiciera―. ¿Qué te parece? Un poco de misterio no nos viene mal, ¿verdad? ―Concluye, pero a la vez regalándole un tierno beso en una de sus mejillas cuando, la verdad, se muere por devorar con algo más que impaciencia su delicada y exquisita boca.
No sabe qué decir. En realidad, se ha quedado en blanco. Si hasta, parece, que ha perdido el habla cuando solo esperaba y anhelaba, con algo más que su corazón, que ese beso suyo terminara depositado, más bien, en otro sitio que no fuera, precisamente, su mejilla derecha.
―¡Qué no es justo! ―Lo increpa a viva voz, viéndolo como ya camina de vuelta hacia la puerta sin advertir, menos notar, que el señor Gallart ya ha alzado la mirada hacia la figura de Simón, quien le sonríe con agrado.
―Sí, eso dicen por ahí, que la vida no es justa ―le otorga una de sus encantadoras sonrisas antes de despedirse―. Buenos días, Josefina, y buenos días también para usted, señor Gallart.
―¿Ya te vas, muchacho?
―Sí ―traviesamente la vuelve a observar a la distancia―. Debo seguir corriendo para liberar unas cuantas endorfinas más. Esta mañana… me he levantado, verdaderamente, muy ansioso.
―¿Algo importante que debas llevar a cabo, Simón?
―Sí ―confiesa―. Algo demasiado importante para mí y en lo que me estoy jugando el todo por el todo.
―Pues buena suerte, muchacho, porque creo que… ―los admira de reojo a los dos antes de expresar―… la vas a necesitar.
―Dicen que la suerte se obtiene un día tras muchas jornadas de esfuerzo, señor Gallart, pero lo que yo creo es que la buena suerte no llega, sino que hay que salir a buscarla.
―Y estoy seguro de que la vas a encontrar.
―También yo, y más temprano que tarde. Qué tenga un buen resto del día.
―También tú. Ah, y con respecto a eso tan importante que debes llevar a cabo… “Que la fuerza te acompañe, obi wan”. Que la fuerza te acompañe, muchacho.
Al cabo de un par de minutos, el móvil de Jo suena tras una llamada que ha entrado en él y a la cual, apresuradamente, contesta, diciendo:
―¿Simón?
―Esa es mi suerte, soñar despierto, crear, plasmar ideas, contar historias y, de vez en cuando, cuando estoy de suerte, creer que estás aquí conmigo, a mi lado, para hacerme feliz, tal y como yo quisiera hacerlo contigo.
―¿Es ese también uno de tus secretos?
―Sí, y también uno de mis más grandes anhelos que me encantaría que se hiciese realidad.