3
A sus veinticuatro años de edad, Josefina Calvet no ha tenido una vida sencilla. Trabaja de día y estudia de noche para terminar, después de dos años de inactividad, y tras la muerte de su padre en un fatal accidente aéreo, su carrera de economista. Le ha costado muchísimo; ella lo sabe, y no solo por lo que ha tenido que enfrentar debido a ello, sino también porque se ha convertido en una parte fundamental de su familia siendo el sostén de su madre, quien también trabaja, pero no gana suficiente dinero para que ambas puedan subsistir, además de salir adelante.
Como cada noche, y cuando su reloj de pulsera marca las veintitrés horas, entra en su hogar, una casa de dos plantas y relativamente pequeña y minimalista, la cual la recibe con la luz de la sala encendida a medias y con su madre recostada sobre uno de los sofás, completamente dormida, mientras la televisión sigue funcionando ante el interés de ninguna mirada inquieta. Y también, como cada noche, se aparta con rapidez el abrigo que lleva encima para llegar hasta ella, besarle la sien, acariciarle la mejilla y susurrarle que ya se encuentra en casa.
―¿Jo? ¿Mi amor?
―Tranquila. Sí, soy yo. Todo está bien. Ya te he dicho que no tienes que esperarme despierta.
―No estaba del todo dormida ―asegura Virginia, acomodándose de mejor manera sobre el sofá―. Solo cerré los ojos por un momento. Voy a calentarte la comida ―quiere ponerse de pie, pero su hija la detiene tras colocar una de sus frías manos sobre uno de sus hombros
―No hace falta, lo haré yo. Ve a dormir, por favor, que mañana debes levantarte muy temprano.
―¡Oh no! No me pidas eso cuando ya me basta con que estés la mayor parte del día trabajando para el señor Gallart en su librería, luego asistas a tus clases nocturnas en la facultad y ahora tengas que calentarte la comida para luego comerla sola.
―No es tan terrible. Puedo con ello. Además, comí algo antes de la clase del día de hoy.
Su madre la observa, pero en mayor medida analiza las ojeras que le rompen el corazón debido al cansancio que lleva a cuestas, porque sabe que debería estarse ocupando de su propia vida y no, precisamente, de vidas ajenas.
―Mi niña, deja que lo haga, ya te ocupas bastante de mí. Se supone que aquí la madre soy yo ―le recuerda, suspirando.
Jo sonríe mientras deja caer su cabeza sobre su pecho.
―Anda, vamos a comer.
―Estoy bien, mamá. Solo estoy algo cansada.
―Josefina Calvet ―manifiesta, endureciendo su tono de voz―, irás a comer te guste o no. ¿O quieres que te de la comida en la boca al igual que lo hacía cuando eras una niña pequeña?
―Eso suena muy bien para mí ―bromea al sentir el beso que su madre le regala tiernamente en su coronilla.
―Entonces, vamos, mi amor. ―Vuelve a levantarse, pero por segunda vez Josefina la detiene, abrazándola con mucho cariño, gesto que Virginia corresponde en el acto, aferrándose a sus extemidades como si su vida se le fuera en ello.
―Ve a dormir, mamá. Yo me ocupo de todo. Seguro tuviste un día complicado en la fábrica.
Y en eso su hija no se equivoca. Pero qué más da cuando su cansancio se lo puede echar en la espalda, al igual que todos sus problemas de deudas con los cuales debe lidiar continuamente.
―Estuvo bien. Nada que no pueda emediarse.
Se separa de su cuerpo y levanta la mirada hasta posicionarla en la suya.
―¿Qué ocurre? ―Ansía saber, preocupada―. Dime. Lo que sea que te esté agobiando de seguro yo lo puedo solucionar. Solo…
―Ve a comer y luego a descansar ―la interrumpe, colocando una de sus ásperas manos sobre una de sus mejillas―. Todo va a estar bien. Lo prometo.
Guarda silencio, perdiéndose en la inconfundible mirada cristalina y verdosa de quien adora contemplar más que a nada en este mundo.
―Mamá…
―¿Confías en mí, cielo?
―Sabes que lo hago con mi corazón y con mi alma.
Virginia le sonríe y luego le regala otro beso, pero esta vez en su frente tras bendecirla en silencio.
―¿Te he dicho hoy que te amo, Jo?
Recuerda que eso no ha sido posible gracias a que ha pasado la noche con Simón.
―Nunca es tarde para que me lo digas ahora.
―Pues te amo, hija mía. Te amo tanto que mis palabras no alcanzan a dimensionar todo el amor que siento y sentiré por ti en ésta y en mis otras vidas. Eres lo más importante que tengo. No imaginas cuán orgullosa estoy de ti y de cada uno de tus logros que, estoy segura, serán muchísimos.
―¿Tanta fe me tienes? ―pregunta desconcertada―. ¿Tanto crees en mí?
Antes de responder, su madre le sonríe atrapando sus manos con las suyas.
―De la misma forma que un día lo hizo tu padre, mi amor.
Al instante, sus ojos se aguan al evocar a quien extraña y necesita a su lado de una increíble manera.
―No imaginas cómo lo extraño… ―le susurra en un hilo de voz―… no imaginas cuánto me gustaría oír su cadencia pronunciando otra vez mi nombre.
―Creo que puedo hacerme una idea ―Virginia levanta sus manos entrelazadas hasta situarlas a la altura de su boca, a las que enseguida besa con profunda devoción―. Lo era todo para ti como también lo era para mí, cielo, y eso, a pesar de esta lejanía que el destino nos ha impuesto, sé que jamás va a cambiar.
―”Recuerda lo que soy…
―”Y llévame contigo como una presencia viva.” ―Concluye su madre por ella, aferrándose aún más a sus manos que no cesan de temblar mientras Jo vuelve a liberar un par de lágrimas que, sin duda, llevan inserto todo el dolor que le provoca hasta el día de hoy la muerte y la obligatoria separación con su padre, quien fue, es y será el hombre más importante de su vida entera.
***
Después de dejar todo limpio en la cocina y cuando se dispone a abandonar ese lugar, su móvil suena tras un mensaje de texto que a él ha llegado, y que dice más o menos así cuando comienza a leerlo muy atentamente…
“Estoy jugando a que no te extraño. Adivina. Sí, voy perdiendo.”
“Simón”. Es lo único que consigue articular al esbozar en su semblante una radiante sonrisa de felicidad, cuando se dispone también a teclear un nuevo mensaje para enviárselo cuanto antes.
“También te extraño y ¿sabes? Hasta podría admitir que esta noche me haces muchísima falta.”
“¿Y eso? Rara vez te confiesas tan abiertamente conmigo sin que tenga que arrebatarte las palabras de la boca. ¿Qué fue lo que hice para merecerlo?”
“Existir y hacerme sentir bien, más en este momento.”
Apenas termina de teclearlo y, posteriormente, enviarlo su teléfono no cesa de vibrar, dándole a entender con ello que ha leído su último mensaje, porque es él quien la está llamando.
―No puedo existir del todo ―responde con su grave cadencia, consiguiendo erizarle hasta el más fino vello que le cubre su nívea piel―. Y lo llevo fatal, ¿sabes? Porque mientras más pienso en ti, más te extraño. Me haces falta, Jo.
Quiere decirle tantas cosas, pero algo se lo impide.
―¿Cuándo te volveré a ver?
―Tal vez mañana ―al expresarlo percibe que en cualquier instante su pequeño corazón saldrá disparado no precisamente por su pecho, sino por su boca―. No estoy del todo segura. Mi madre… lo siento, pero no quiero dejarla sola.
―¿Ella está bien? ―Espera ansioso que le otorgue una respuesta que lo satisfaga―. ¿Ambas lo están?
―Sí, es que tengo que ocuparme de muchas cosas. No sé si me comprendes.
―¿Quieres que te mienta, Jo?
Aquella interrogante la asusta.
―Claro que no, Simón.
―Entonces, te diré la verdad ―suspira intensamente antes de hablar―. A veces, por más que lo intento, no logro comprenderte del todo. Me gusta ese suspenso que existe en nuestra relación o en como se llame lo que ambos estamos viviendo. Me atrae que seas una chica misteriosa, pero…
Pero… Él ha dicho “pero”.
―En cierta medida, me hace sentir incómodo. Y no quiero sentirme así cuando ansío construir un puente para, definitivamente, estar contigo.
―Simón…
―Por favor, no me malinterpretes. No te estoy pidiendo que me lo cuentes todo. Sería muy estúpido de mi parte pensarlo cuando aún no me he ganado ese derecho, pero me encantaría que te animaras a confiar un poco más en mí como yo lo hago contigo. Claro, sin que tuviera que interrogarte para saber y/o conocer algo más sobre ti o tu paradero. Es muy sencillo, Jo, solo tienes que arriesgarte a hacerlo.
―Gracias, pero… por mi parte no es tan sencillo.
―Y… ¿Si te prometo que al hacerlo te voy a abrazar tan fuerte como nunca jamás nadie lo ha hecho? Y… ¿Si te prometo que cuidaré de ti para que nadie más vuelva a herirte? Y… ¿Si te prometo que me gustaría que esto no tuviera jamás una fecha de caducidad?
―Te diría que no prometas lo que no sabes si llegarás a cumplir. La vida es muy incierta, Simón. Lo que tienes hoy contigo tal vez mañana podrían arrebatártelo.
―Pues pelearé por lo que considero mío cual caballero andante lo hace en una batalla con corcel, capa y espada en nombre de Dios y de quien ama. ¿Qué opinas?
No sabe que decir cuando su corazón sí sabe lo que quiere. Y es a él, a ese hombre que el destino le ha puesto en su camino para escribir un libro que permanece cerrado y con sus hojas aún en blanco.
―Opino que… en este momento me gustaría recibir un abrazo tuyo.
―Cierra los ojos y lo tendrás. ¿Lo sientes? Sí, te estoy abrazando fuertemente, Jo.
La oye suspirar y eso, en gran medida, colma de felicidad su alma.
―Josefina Calvet―ríe nerviosamente―. ¿Te comenté que formas parte de mis pensamientos? Incluso, y gracias a ellos, me he animado a escribir algo que ansío compartir contigo. Dime que lo quieres oír.
―No quiero oírlo, Simón, lo estoy deseando como una loca. ¡Así que habla ya!
Lo oye toser para aclararse la voz.
―Solo espero que te guste porque cuando se trata de escribir para ti me pongo muy nervioso. Bueno, ahí va….
“Te extraño, y no como una simple persona extraña a otra, no como el desierto extraña a la lluvia, ni mucho menos como un cigarrillo extraña al fuego. Te extraño como mis ojos extrañan a los tuyos, como sé que tu piel extraña a mi piel y como tu boca desea a mi boca. Te extraño como un poeta extraña a sus letras, como el viento extraña a las hojas en el otoño y como un pez extraña nadar libemente en el mar. Sí, mujer, así te extraño, tanto, tanto, como un alma extraña a su complemento.”
Silencio… solo el frío silencio parece invadir la habitación y la conexión telefónica que los une, hasta que un profundo suspiro, proveniente de Simón, consigue despertar a Jo de su más que evidente aturdimiento.
―¿Sigues ahí?
―Sí, aún sigo aquí.
―¿Te gustó?
―Antes de decírtelo quiero que respondas sensatamente lo que deseo preguntarte. ¿Puedes hacerlo?
―Claro que sí. ¿Y eso es?
―¿Qué pretendes con todo eso que acabo de oír?
Sonríe encantado al escucharla, porque desde hace un par de horas ya tiene preparada en la punta de su lengua la respuesta que ansía darle.
―¿Qué pretendo? Bueno, quizás que cada uno de tus “tal vez” terminen convirtiéndose en certezas y…
―¿Y?
―De que logres, algún día, enamorarte de mí. No es tan difícil, ¿sabes? Solo tienes que dejarte llevar, tal y como lo hace el agua del manantial cuando fluye libre por su cauce.
La oye respirar con naturalidad y eso, tanto para él como para ella, es un positivo signo.
―Sé muy bien que nadie escoge su amor o el momento adecuado, el sitio privilegiado, la edad justa o la persona a fin… solo sucede… ―prosigue, explicándoselo y a la vez ejemplificándoselo―. Te envuelve, te encandila, y llega un momento en que ya no puedes luchar contra ese irracional y demoledor sentimiento que es más fuerte que tu propia cordura, que tu voluntad y cada uno de tus deseos. Porque te mata cuando tienes a quien amas contigo y de la misma manera te mata cuando ya no la tienes más.
―Simón yo…
―No pido que sea hoy, mañana o pasado mañana, solo pido que suceda cuando tenga que suceder. Y cuando eso ocurra ten por seguro que aquí te estaré esperando. Y no solo a ti, sino también a todos y cada uno de tus sueños.
―No sé si tengo sueños, Simón.
―Pues deja todo en mis manos. ¿Qué te parece si me encargo de ellos y de crear unos nuevos junto contigo?
―Lo harías… ¿Por mí?
―No tan solo por ti, sino por mí y también lo haría por nosotros.
“Nosotros”, repite en su mente.
―He oído por ahí que enamorarse es padecer y disfrutar de un sentimiento muy hermoso. ―Percibe que su corazón va a estallar en mil pedazos, pero de genuina felicidad. Una que, por lo demás, no cree que esté preparada para recibir después de tanto tiempo.
―Lo es, pero…
―¿Pero qué?
―Pero hay algo aún más hermoso que no tiene comparación.
―No… no lo creo. ―Le rebate.
―Yo sí, porque ya lo he visto y comprobado con mis propios ojos.
―¿Lo has visto? ¿En serio?
―Claro que sí, y te aseguro que ya tiene un nombre y un apellido.
―¿Y cuáles son?
―Tú, Josefina Calvet, o mejor conocida por mí como “mi hermosa chica misterio.”
La sorprenden sus palabras y ante ellas no deja de reír.
―¡Vaya! Pensé que era la chica de los “tal vez”.
―Mmm… Tal vez ―bromea, siguiendo su juego―, o tal vez solo sea el amor que desborda este pobre idiota enamorado.
―Ya. Y… ¿Me lo vas a presentar?
―¿A quién? ¿Al idiota enamorado? Mmm… No.
―¿Por qué no? ―pregunta curiosa.
―Por una sencilla razón.
―¿Y cuál es esa sencilla razón, Simón?
―No quiero que también termine enamorándose de ti. Ya me basta tener que lidiar conmigo mismo como para tener que tolerar a otro idiota más, ¿no crees?
Sonríe y no cesa de sonreír, todo y gracias a sus divertidas acotaciones.
―No te preocupes por eso, mi corazón ya está ocupado y no hay más espacio en él para otro idiota enamorado.
―¿Ocupado? Eso no me lo esperaba tan pronto. ¿Y se puede saber por quién?
―Por… tus palabras y por tu voz―le confiesa, pero temblando como una gelatina― . Por tus sonrisas y tus labios. Por tus ojos, y, en especial, por esas preciosas líneas que has compartido conmigo.
―En las que dejo de manifiesto cuánto me gustaría tenerte a mi lado. Yo… aún no sé lo que somos o lo que llegaemos a ser, pero de lo que estoy completamente seguro es que te extraño, Jo. Te extraño demasiado.
―Tampoco sé lo que somos, Simón, pero yo también.
―Pues para mí eso es más que suficiente. Por el momento, claro está. Ahora dime. ¿Te gustó lo que escribí para ti?
¿Gustarle? Esa palabra se quedaba corta para lo que verdaderamente ansiaba manifestarle.
―Es lo más hermoso que alguien ha hecho por mí. Te lo agradezco.
―No tienes nada que agradecer. Al contrario, el que debe darte las gracias soy yo porque esas líneas solo fluyeron mientras imaginaba que estabas aquí, junto conmigo.
Junto con él…
―Sé que han sido solo tres meses, pero… al estar contigo siento como si te conociera de toda la vida. Jamás me había sucedido algo parecido hasta que te vi.
―Es extraño, ¿no?
―Por un momento lo creí, debo ser honesto. Pero por otro, me hace sentir muy bien. Es como si hubiese esperado por ti desde hace muchísimo tiempo.
Sus ojos se cristalizan mientras, quedamente, se le nubla la visión.
―Disculpa. Estoy hablando de más ―suspira como si lo necesitara―. Es culpa de mi soledad. A veces no resulta ser una buena consejera.
―Eso decía mi padre ―revela lo que jamás se ha atrevido a relatarle―. Decía que… la soledad es la única cosa que encuentras cuando no la estás buscando.
―Déjame decirte que tiene toda la razón. Sin duda alguna, es un hombre muy sabio.
―Lo era ―le corrige, enmudeciendo por un par de segundos mientras toma asiento en una de las sillas que se encuentran apostadas junto a la mesa de la cocina―. Él… ya tuvo que partir.
Simón traga saliva, meditando con detenimiento lo que acaba de decirle.
―Lo siento mucho. Realmente, lo siento muchísimo, Jo.
―Gracias. No hablo mucho de ello. No porque no lo desee. La verdad, es solo que a veces el dolor que nos causó su inesperada partida aún es demasiado grande de asimilar.
Y no hace falta que se lo diga cuando de forma instantánea comprende tantas y tantas cosas con respecto a sus silencios y a sus misterios.
―¿Sabías que el dolor es más llevadero cuando es compartido?
―¿Sabías que la soledad enseña más que cualquier compañía?
―Sí, me enseña a que extrañe a la tuya cada vez más. ¿Me dejas hacer algo por ti? ―formula de golpe, quitándole hasta el habla.
―¿Cómo… dices? ¿Hacer… algo por mí?
―Claro. Solo necesito un sí o un no como respuesta.
―Me pones nerviosa, Simón.
―Tranquila, Jo. Prometo no hacer nada estúpido. Recuerda que quiero verte otra vez.
―¿Entonces…?
―¿Me dejas hacer algo por ti? ―reitera, demostrándole con esas seis palabras un profundo interés que consigue aterrarla―. ¿Sí o no, Josefina Calvet?
Sí o no, no hay más que eso.
―Sí ―finalmente pronuncia esa única palabra con un dejo de temor, pero a la vez con un cosquilleo de entusiasmo.
―Gracias.
Lo siente feliz, contento, radiante, pero… ¿Debido a qué? ¡Diablos! Desea preguntárselo, pero algo se lo impide. Y ese “algo” siempre la imposibilita de hacer tantas cosas.
―¿Ya cenaste, Jo?
―Sí. De hecho, ya estaba por subir a mi cuarto antes de que llamaras.
―Bueno, te acompaño a tu cuarto. ¿Me llevas contigo? Prometo portarme bien ―bromea.
―Ya. ¿Y qué obtengo a cambio si lo hago, señor Busquets?
―Que te relate una historia para que logres cerrar tus ojitos y así dormir. He escuchado por ahí que soy bueno en eso.
Su última frase consigue arrancarle una nueva sonrisa que no desea disimular, al tiempo que se pone de pie y se dirige a apagar la luz de la cocina.
―Seré yo quien lo juzgue. Por de pronto, ¿qué tipo de historia tiene en mente, señor escritor?
―Mmm… ¿Te parece una historia de amor?
―Creí que era un especialista en las historias de misterio y suspenso.
―Bueno, esta vez me quiero arriesgar a ver qué tal me va. ¿Me dejas que lo haga?
―Solo si me confiesas a quien vas a pedirle ayuda.
Una gran carcajada le roba en el acto.
―¿Te das cuenta que no bromeo cuando digo que me conoces de toda la vida?
―Estoy esperando, señor Busquets.
―De acuerdo, no más rodeos. Parafrasearé a uno de mis maestros latinoamericanos, señorita Calvet. Mario Benedetti. ¿Se le hace conocido?
―Conozco y me encantan cada una de sus obras, así que con mucho gusto escucharé lo que tiene que decir.
―Comenzaré cuando estés recostada. Quiero imaginarte que te tengo a mi lado mientras te abrazo, te beso, te acaricio y te narro esta particular historia de amor.
―¿Y de qué trata esa particular historia de amor?
―De dos personas que sin buscarse terminaron encontrándose. De dos personas que al cruzar sus miradas de forma espontánea y natural se dieron cuenta que a su alrededor el tiempo parecía detenerse.
Mientras él prosigue, ágilmente sube las escaleras para luego dirigir cada uno de sus pasos hacia el interior de su habitación en la que, finalmente, entra para tenderse sobre su cama.
―Continúa ―le pide, quitándose los zapatos.
―De dos almas solitarias que al reflejarse una en los ojos de la otra, comprenden que en la vida hay muchas cosas buenas con las cuales rellenar los vacíos que en cada una de ellas existen. Porque justo cuando ambas pensaban que el amor nunca se apoderaría de ellas, cada una llegó para entregarle lo mejor de sí a la otra. Y así se dieron cuenta al fin que la felicidad tocaba a sus puertas.
―Algo así como: “¿toc, toc?”
―Algo así ―Simón ríe al mismo tiempo que ansía tenerla cerca.
―¿Y qué ocurre después?
―Después… A ninguno les parece nada raro que, de pronto, sus manos estén tocándose, estrechándose y, que seguido de eso, estén admirándose a los ojos sin siquiera parpadear.
―¿Nerviosamente y sin saber qué más decir?
―Sí. Aunque pensándolo bien no lo necesitan, porque sus miradas dicen más que cualquier palabra que en ese mágico instante alguno de los dos pueda llegar a pronunciar.
―Me gusta ―emite un profundo bostezo que a Simón le da a entender lo cansada que se encuentra―, y también me parece familiar. Deberías arriesgarte y desarrollarla.
―Eso no solo depende de mí.
―Entonces, ¿de quién? ―murmura cuando el sueño comienza a invadirla.
―De los protagonistas de esta historia, Jo.
―Comprendo. Pero seguro tendrá un final feliz ―vuelve a bostezar, cerrando por completo los ojos―. Todas las historias románticas lo tienen.
―Y tú, ¿crees en los finales felices?
―Sí, porque son la esencia del amor más puro y verdadero.
―De acuerdo. Ahora duerme.
―No sin antes… oír una respuesta a la pregunta… que te haré. ¿Le darás un final feliz a tu historia?
―Cierra los ojos, Josefina Calvet. No sea terca y descansa.
―Simón…
―Shshshshsh…
―¿Lo… harás?
Tras varios segundos de solo escuchar, a través del móvil, el sonido acompasado de su respiración advierte que, en conclusión, ya se ha dormido.
―Lo haré ―prorrumpe un largo suspiro de resignación―. Sin duda, así lo haré porque… ―sonríe traviesamente y de medio lado―… me olvidé de decirte algo muy relevante. Ambos protagonistas se conocieron por mera casualidad, que es como suelen conocerse los grandes amores. Sí, mi hermosa Josefina, casi siempre por mera casualidad.