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Cuarenta y ocho horas antes.
Algunos tímidos rayos de sol se cuelan por entemedio de las cortinas semi abiertas de ese dormitorio. Aquel cuarto que, vagamente iluminado cobija, noche tras noche, el amor, la pasión, la lujuria, el desenfreno y el sublime deseo de esos dos amantes que, ante un nuevo día, renacen desnudos, soñolientos y envueltos entre sus propias extemidades que, con fuerza y terquedad, se niegan a desprenderse, menos a abandonarse del todo.
Cuando él abre los ojos e inspira profundamente el dulce aroma que expele la piel de su compañera, ésta se aferra aún más a su cuerpo como si temiera perderlo. ¿Y él? Rápidamente, reacciona de la misma manera, percibiendo aquella increíble sensación de pertenencia y bienestar que solo ella logra otorgarle al compenetrarse, junto con él, en una perfecta armonía y sincronización que todavía consigue enmudecerlo, además de asustarlo. Porque a tan solo tres meses de relación, Simón no puede concebir, menos creer que se haya enamorado tanto. Pero, ¿de quién? Nada menos que de Josefina, la hermosa mujer de mirada ingenua y castaña que yace entre sus brazos y se mueve quedamente mientras emite un débil, pero audible susurro de auténtica fascinación y entusiasmo.
―¿Ya son las seis con treinta? ―pregunta sin admirarlo a la profundidad de sus ojos claros―. ¡Dime que aún no lo son! ―exclama, pero más bien como si fuera una súplica al mismo tiempo que la alarma programada de su móvil se lo certifica, dejándoselo más que claro.
―¿Eso responde a tu pregunta? ―contesta Simón, acariciándole con delicadeza el puente de su nariz con la suya.
―Sí ―admite de mala manera, abriendo al fin sus ojos para perderse en su apacible mirada―. Y eso también me dice que debo levantarme para ir a trabajar.
―Ya. ¿Y cómo pretendes hacerlo sin apartarte de mí? ―Con su grave cadencia se lo murmura, consiguiendo con ello erizarle hasta el más fino vello de la piel, tal y cómo logró hacerlo la primera vez cuando la sorprendió cantando la letra de la melodía de Keane y “Somewhere only we know” que tan afanosamente bailaba mientras trabajaba al interior de la librería en la cual ambos se encontraron, sin advertir como él la admiraba hipnotizado desde el umbral de la puerta.
―Cada vez es más difícil ―afirma coqueta.
―Sí, cada vez es más difícil dejarte ir ―le corrobora, atrayéndola más hacia sí hasta que logra montarla sobre su desnudo cuerpo―, cuando solo ansío que te quedes aquí conmigo.
Josefina sonríe encantada porque adora cuando Simón, a través de sus tan sinceras palabras, le declara su amor. Ese amor que también siente por él, pero que no se atreve a demostrárselo así, tan fácilmente.
―Me tienes varias noches a la semana. ―Le recuerda cuando sabe que eso es ya una patente realidad.
―Bueno, también me encantaría tenerte todo el resto del día ―le otorga un guiño―. ¿Está mal que lo quiera?
―Sí.
―¿Sí? ―la interroga confundido―. ¿A qué se debe ese “sí”, Jo? ―Le gusta llamarla de esa manera. De hecho, le encanta como se oye el diminutivo de su nombre saliendo de sus labios cada vez que su ronca cadencia lo articula.
―A que debes trabajar y conmigo no conseguirás hacerlo. Tu próximo libro no se escribirá como por arte de magia, ¿sabes? Y me niego rotundamente a ser la causante de ello.
La observa como si quisiera devorarle la boca a besos, y Josefina lo sabe, por eso tiembla. Y más lo hace al sentir como, quedamente, sus grandes e inquietas manos acarician sus caderas.
―Ya eres la causante de muchas cosas. Te guste o no, también eres la causante de que mi corazón lata, pero solo gracias a ti.
Un romántico empedernido. Así es Simón Busquets ―aunque no lo quiera reconocer―, un joven escritor de treinta y cuatro años de edad, bastante reconocido en el medio y con vastos pemios a su haber, quien se ha enamorado de una común y corriente joven dependienta de librería llamada Josefina Calvet, la cual le robó algo más que una prominente sonrisa el día en que ambos se conocieron.
―Tú corazón no late solo gracias a mí. Late porque debe bombear sangre a todo tu cuerpo ―le explica tiernamente―. Dime, ¿quieres escribir?
Entrecierra la mirada, confundido. ¿Escribir? Siempre quiere hacerlo. Ella sabe que es su gran pasión, pero… ¿Por qué se lo pregunta como si no lo supiera?
―No comprendo…
Ahora es el turno de Jo de entrecerrar la mirada mientras el tiempo avanza, pero no precisamente a su favor.
―No tienes que entender cuando solo debes responder. ―Le sugiere, acercándose hacia su boca.
―Aún así… no entiendo ―replica, traviesamente―. Quizás, si me lo susurraras sumamente cerca, al grado de rozar tus labios con los míos yo pueda…
―Trabajar, señor escritor. Ya hicimos gran parte de la noche lo que debíamos hacer, ¿no le parece? ―Sorpresivamente, se aparta de su cuerpo, dejándolo todavía más desconcertado y con unas ansias vivas de no, precisamente, mantener una amena conversación.
―No, no me parece ―se queja, siguiendo con su mirada su loco andar. Ese típico y particular bailecito suyo con el cual suele deambular por las mañanas cuando se retrasa gracias al sexo mañanero que, al parecer, hoy no van a emplear―. ¿Dónde crees que vas tan temprano? No entras hasta las nueve.
―Gracias por recordármelo, pero debo ocuparme de ciertas cosas en la librería que no pueden esperar a que otros las hagan por mí.
―Yo tampoco puedo esperar ―vuelve a quejarse como si fuera un niño chiquito y caprichoso, robándole una complaciente y bella sonrisa que Jo no limita esbozar en la palidez de su níveo semblante―. No pretenderás marcharte así como así, ¿verdad? ¿Dónde ha quedado tu generosidad para con el prójimo?
Se echa a reír apenas esa notable frase se cuela por sus oídos cuando su subconsciente se lo pregunta en todos los tonos e idiomas posibles: “¿lo harás?”.
―Alguien como yo… sin ti… extrañándote, deseándote, suplicándote por un polvo… créeme, no es buena idea que te marches de esta manera. ¿Quieres que el señor escritor fluya? ¿Ansías que escriba con ahínco? ―Cruza sus brazos por debajo de su cabeza, totalmente despreocupado―. Ya sabes lo que debes hacer.
Jo emite sus carcajadas con más ansias y admira su cuerpo desnudo en todo su esplendor. Sí, ese cuerpo bien dotado que adora acariciar y sentir bajo o por sobre el suyo.
―Asúmelo, soy todo tuyo.
Y ella, aunque no lo quiera reconocer, sabe que eso es una verdad más que evidente a los ojos de cualquiera, porque así se lo ha dejado muy en claro en innumerables ocasiones, y no con cada polvo mañanero o casual que han llevado a cabo, sino con su manera de quererla, de protegerla, de consentirla, de apoyarla y bueno, también con su forma irracional y salvaje con la cual le hace el amor.
―No me hagas correr desnudo detrás de ti al igual que lo hice la última vez. ―Le sugiere, evocando ese bochornoso episodio.
―Simón, eso es chantaje.
―No, eso es correr desnudo detrás de ti al igual que lo hice la última vez cuando te negaste a darme mi polvo mañanero.
Josefina Calvet termina moviendo la cabeza de lado a lado por unos cuantos segundos al tiempo que lanza al piso su ropa interior que ya sostiene entre sus manos para nuevamente caminar hacia la cama, en la cual se desliza hasta situarse otra vez sobre él como una dulce gata en celo.
―Te equivocas. Aquí o en donde sea eso se llama chantaje.
―Chantaje o no, créeme, funciona a la perfección. ―Tras un rápido movimiento que su cuerpo ejerce, y que la sorprende de sobemanera, termina quedando de espaldas a la cama con él montado encima suyo.
―Me temo que eso es muy cierto. Pero para que te quede bastante claro, esto lo hago solamente para que no andes con tú ya sabes qué mostrándolo otra vez por ahí y gratuitamente.
―Es usted muy considerada ―sonríe mientras la observa embelesado, recordando ciertos y muy gratos sucesos acontecidos la noche anterior―. ¿Sabe? Debería follarla por horas para agradecerle en gran medida su gigantesca condescendencia y generosidad para con mi persona.
―¿Eso es una pregunta o una afirmación, señor escritor?
―Es un hecho ―le asegura cuando sus labios rozan de muy sensual manera los suyos―. Un hecho sin distinción ―reitera, devorando su boca como ansió hacerlo desde que abrió sus ojos esta mañana, sintiendo de inmediato su fogosidad que se incementa y reacciona con cada beso y cada caricia que colma cada centímetro de su tibia piel mientras ella, por su parte, desliza sus brazos por sobre sus hombros y cuello para atraerlo y pegarlo más hacia su cuerpo.
―Simón, si sigues en este plano de no dejarme ir llegaré tarde una vez más.
―Lo sé ―admite complacido, rozando su erección contra su sexo―, pero qué más da.
―¿Qué más da? ¿Te parece poco que pierda mi trabajo?
―No lo perderás. Y si eso llega a suceder te casas conmigo y asunto arreglado.
Se queda muda de la impresión que le provocan sus palabras, porque sabe que no habla en serio. De hecho, sabe que está bromeando, y también sabe que es un mal chiste que no viene al caso profundizar.
―¿Qué? ―la interroga―. ¿Te asusta la idea de que me lo plantee o de que lo lleve a cabo?
Lo observa cuando sus ojos se pierden en la claridad de los suyos, cuando sus labios no cesan de besarla y cuando su miembro la tortura hasta el grado de hacerle padecer el síndrome de la desesperación.
―Ambas ―responde en un clarísimo jadeo que Simón hace suyo de inmediato.
―¿Por qué? ―Vuelve a formular―. ¿Por qué solo llevamos tres meses saliendo?
Asiente, además de tragar saliva con un evidente dejo de dificultad.
―¿O porque no le hemos puesto un nombre y un apellido adecuado a lo que tenemos?
Ahora, alza los hombros en señal de que no le importa lo más mínimo ese nombre y menos ese apellido al cual él hace referencia.
―O… ¿Porque ya no puedo ni quiero vivir sin ti?
Tiembla una vez más… Pero ahora lo hace gracias a su tan honesto comentario en el exacto segundo en que él le otorga una sonrisa que a cualquier mujer, de solo admirarla, la haría desfallecer.
―Necesitamos un nombre y un apellido, Jo.
―¿Necesitamos? ―inquiere confundida sin podérselo creer.
―Sí, necesitamos ―le confirma, disfrutando de su patente nerviosismo que a todas luces le da a entender que va por buen camino―. No podemos ser unos “N N” todo lo que nos reste de vida.
―Estoy muy bien así. No pido más. Tú deberías hacer lo mismo.
―Lamentablemente, yo quiero más, y algo me dice que tú también lo deseas.
Quiere hablar, más no lo consigue. Quizás, en gran medida se deba a las mil y una sensaciones que le provoca su prominente erección que roza intencionalmente su cavidad de tan placentera manera cuando está a punto de entrar en cualquier segundo, y de forma desprevenida, en ella o… cabe la posibilidad de que se deba también a sus palabras que consiguen hacerla desvariar y pensar en un montón de cosas que, obviamente, no vienen al caso.
―Te lo repito, Simón, estoy muy bien así. No necesito un nombre y menos un apellido para estar contigo.
Y él bien lo sabe, pero los objetivos que se ha trazado y propuesto hace un par de días en su cabeza son bastante claros. Por ende, no pretende dar un par de pasos hacia atrás cuando, claramente, ansía darlos hacia adelante.
―Pues yo sí, porque quiero follarte y hacerte el amor a la vez sabiendo que somos algo más que dos malditos pervertidos. ¿Qué te parece? ―De pronto, un rápido y desprevenido beso colmado de exaltación recibe Josefina, el cual corresponde en el acto. Sí, un urgente beso que acalla de forma inmediata lo que se dispone a rebatir―. ¿Intentamos buscarle un nombre adecuado a nuestra relación? ―Prosigue Simón, separándose de su boca a la cual solo desea besar y besar sin perder más el tiempo en banalidades.
¡Diablos! ¿Él habla en serio?
―Para eso no tienes que quebrarte la cabeza buscando un nombre o un apellido adecuado ―le corrobora muy segura de sus palabras, pero a la vez un tanto avergonzada por lo que él le ha expresado tan explícitamente―. Ambos estamos muy bien así. Tú trabajando en lo que te apasiona, siendo el maravilloso hombre y profesional que eres y yo una dependienta que no pide ni desea más de lo que ya posee. ¿Qué tal?
―Un poco de sana ambición no te haría mal, Jo. Piénsalo.
Sonríe antes de continuar.
―¿Para qué? Si contigo lo tengo todo. Tal vez, suene algo cliché, pero… si hoy o mañana me arrancaran la vida yo moriría feliz.
Guarda silencio ante su especial acotación preguntándose si Josefina Calvet es del todo real o forma parte de uno de sus sueños, mientras la contempla y se refleja en el inconfundible color castaño de sus ojos ansiando besar otra vez, el rosado, tenue y delicado matiz de sus labios.
―Pues ya somos dos ―le asegura, introduciéndose en su interior y robándole un sensual gemido que ella no demora en dejar ir, dichosa―, pero aún así lo quiero.
―Eres un caprichoso. ¿Por qué lo quieres? ―Jadea, sintiendo la presión que ejerce su cuerpo sobre el suyo.
―Porque me encantaría ser el único.
―¿El… único?
―Sí, el único que forme parte de tu vida, de tus pensamientos y de esta inigualable realidad.
Se admiran sin siquiera parpadear hasta que Simón vuelve a retomar el hilo de la conversación, expresando lo siguiente:
―Eres todo lo que quiero. ¿Es tan difícil de entender?
Algo sorprendida por su entusiasta sinceridad, levanta una de sus temblorosas manos con la cual consigue acariciarle una de sus mejillas y, también, la oscura barba que yace en ella.
―Te reto a que me dejes ser el único ―prosigue, asombrándola.
―¿Aunque el camino que pretendas transitar esté lleno de baches?
―Aunque tenga que construir un puente para llegar a ti.
“Nunca sabrás lo que hay del otro lado del miedo si no intentas cruzar ese umbral”.
―No sé por qué estoy tan asustada, Simón. ―Piensa en su padre, a la par que intenta aclararse la garganta.
―Tal vez… ―lo medita un momento antes de agregar―… porque no es fácil entregar tu corazón de nuevo.
De nuevo… En eso él tiene muchísima razón, porque cuesta bastante hacerlo cuando se ha decidido y obligado a borrar cada una de las páginas del libro de su vida que ahora está completamente en blanco esperando, quizás, a ser escritas por él.
―Nadie es perfecto. Yo no nací para serlo, pero créeme, estando contigo todo lo es y cobra muchísimo sentido.
Y no solamente le ocurría a él, sino también a ella y de la misma y exacta manera.
―¿Qué me dices?
Eso pretende averiguar al cerrar los ojos por algo más que un par de segundos, para luego abrirlos y percibir como los suyos no cesan de observarla tan brillantes y, a la vez, tan serenos y cristalinos.
―¿Me vas a responder?
―Tal vez… ―se niega a obsequiarle una respuesta coherente al mismo tiempo que percibe como él comienza a entrar y a salir de ella en emarcados, pero lentos y placenteros movimientos.
―¿Eso es un sí o un no?
―Es un tal vez. ―Jadea, dejándose llevar por el ritmo acompasado que impera entre los dos.
―No quiero un tal vez, Jo.
―¿Y qué quieres?
―Un “me quedo contigo, Simón”. Un… “estoy dispuesta a intentarlo” o un… “ocurra lo que ocurra quisiera avanzar junto a ti”. Pero también puedes coger todas las opciones anteriores y hacer de ellas una sola respuesta. ¿Qué me dices?
―Gracias por la oferta, señor escritor.
Logra arrebatarle esa sonrisa traviesa suya que adora contemplar cuando sabe que está contento.
―De acuerdo. ¿Algo más que agregar a nuestra charla mi hermosa dama?
Asiente cuando su boca empieza a hacer estragos con la suya al tentarla de despiadada manera.
―Sí.
―¿Y eso es?
―Lo que te diré… cuando te vuelva a ver.
―¿Cuándo me vuelvas a ver?
―Así es. Ni un solo segundo antes. ¿Está bien para ti?
―No, pero…―la besa apasionadamente antes de continuar, y también la estrecha entre sus brazos como si temiera perderla o, quizás, despertar sin ella de lo que cree es una mera irrealidad―… si le otorga más suspenso a lo que tenemos, no me queda más emedio que ser paciente y esperar.
―Siempre hay más emedio, Simón.
―Pero no para un amor como el nuestro, Josefina.
―¿Cómo… el nuestro?
―Sí, como el nuestro. En el que claramente no existen las casualidades sino un destino. Y en el que no se encuentra sino lo que se busca y se busca lo que está escondido.
―Ya. ¿Y qué se supone que está escondido?
―Mi único y gran tesoro.
―¿Y eso es?
―Tu corazón. El que estoy seguro que un día será del todo mío.
―¡Qué seguridad! ¡Y qué confianza la tuya!
―La verdad, no tengo mucho que perder.
―¿Estás seguro?
―Muy seguro, tanto que lo apostaría todo.
―¿Y qué es “todo” para ti?
―Por ahora… nada menos que mi vida entera.