Capítulo Seis
El aeropuerto estaba situado al otro lado del pueblo. Durante el silencioso trayecto que hicieron en su coche, las dudas de Thomas crecían cada vez que miraba a Kathy; tenía las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo y miraba fijamente hacia adelante, con gesto imperturbable. ¿Sería aquélla una prueba demasiado rigurosa para ella?
—Kathy, sólo vamos a ver los aviones, eso es todo —le recordó—. Para serte sincero, me atrae la idea de enseñártelos. Además de los dos aviones de vuelo diario, tengo un pequeño jet para alquilar. Sin embargo, le tengo especial cariño al avión con el que empecé a volar, una pequeña Cessna monomotor. He pasado muchas horas a bordo de esa joya, con mis ensoñaciones.
—¿Ensoñaciones?
—Bueno, yo lo llamo así. Cuando estoy volando, todos mis cuidados y preocupaciones desaparecen como por arte de magia. ¿Quién podría preocuparse de esas cosas cuando estás contemplando el infinito? Es muy relajante —explicó.
—Para ti, quizás —repuso ella con tono indiferente—. Para la mayoría de la gente, volar es simplemente la forma más rápida de trasladarse.
—Pero no para tu hermana.
—No, no para Karin —concedió Kathy, volviendo el rostro.
Thomas aparcó el coche frente a un edificio de un solo piso de altura, y salieron.
Los pasajeros se apiñaban en aquella pequeña terminal, y el avión que esperaban se encontraba detrás, sacando una escalera de acceso. Kathy fijó la mirada en la valla que cercaba la pista mientras se acercaban al avión; sentía escalofríos en la espalda, y estaba aterrada. «Tranquila», se decía sí misma. «Ya has pasado por esto antes».
Dominándose, precedió a Thomas al subir por la escalerilla.
—Muy bonito —comentó, con un nudo en el esto-mago—. Y muy cómodo.
¿Puedo ver la cabina?
Aparentemente complacido, Thomas le enseñó el complicado panel de control; a Kathy le sorprendía que pudiera manejar todo aquello, como siempre le había asombrado ver a Karin pilotar su avión con tanta confianza. Aspirando profundamente, pudo dominar el temblor que sacudía su cuerpo. Pero sabía que, sobre todo, era el ligero contacto de Thomas el motivo de que siguiera manteniendo la compostura; la fuerte, bronceada mano que mantenía apoyada en su hombro era de una ternura reconfortante.
—Y ahora vamos a ver a Ángel —le dijo, llevándola hacia la escalerilla.
—¿Ángel?
—Sí, Ángel. Eso es lo que ha sido para mí —le explicó Thomas con tono ligero, y la guió hacia un hangar abierto—. Bonita, ¿eh? —murmuró cuando entraron dentro.
A pesar de la penumbra que invadía el hangar, la avioneta parecía brillar con luz propia; su fuselaje refulgía como una limpia y roja manzana. Aferrándose a ese primer pensamiento, Kathy se acercó al aparato intentando ignorar la náusea que le atenazaba el estómago. De repente, escuchó el sonido de un motor; tardó varios segundos en darse cuenta de que se trataba de otro avión que se encontraba en el hangar. Se tragó el nudo que sentía en la garganta, en lucha contra la debilidad que comenzaba a sentir en las piernas.
—Es muy bonita, Thomas —comentó con voz débil.
—Desde luego —repuso convencido.
Luego la tomó del brazo y, para su enorme alivio Kathy se encontró con que la sacaba del hangar, hacia la luz del sol. Y para mayor alivio todavía, mezclado con una grata sorpresa, descubrió que la llevaba fuera del aeropuerto, de vuelta al coche, sin pronunciar una sola palabra.
—¿Ya está? —le preguntó cuando él se sentaba al volante, a su lado.
Thomas se echó a reír y le dio un tierno toquecito en la punta de la nariz.
—Te dije que sólo los echaríamos un vistazo, Kathy.
Volvieron rápidamente a la casa. Satisfecho con el resultado conseguido, Thomas estaba ansioso por continuar con la tarea de apartar el manzano del camino.
La mayor parte de las ramas caídas ya estaban cortadas y estaban siendo transportadas al patio trasero. Ya era cerca del mediodía.
—Si quieres ayudarlos, yo podría preparar unos bocadillos para todos —le sugirió Kathy.
—¡Estupendo! En la nevera encontrarás todo lo necesario. Y dudo que a alguien se le ocurra rechazar una cerveza bien fría —le comentó con expresión relajada y feliz cuando salían del coche.
Thomas se reincorporó al trabajo mientras Kathy entraba en la casa para preparar la comida. Mientras sacaba el pan de molde de la panera, la joven se dijo que sentía el corazón henchido de felicidad; o quizá solamente se trataba de puro alivio. Había hecho lo que él le había pedido… había visto sus aviones, los había admirado, y todo ello sin padecer demasiada tensión.
Pero también había llegado al límite. Mientras cortaba el tomate con mayor fuerza de la necesaria, se dijo que terminaría maldiciendo a Thomas si la presionaba a hacer algo más. Cuando todo estuvo listo, llamó a la gente para que entrara.
Compartió con ellos la mesa, no porque tuviera realmente hambre, sino porque quería conocer a los amigos de Thomas. Más tarde, una vez que la leña fue apilada y guardada, el equipo se marchó y Thomas se puso a partir algunos troncos para la chimenea. Kathy lo observó durante un rato, fascinada por la fuerza y precisión con que asestaba cada golpe de hacha. Decidió que era un hombre al que le gustaba trabajar con las manos; los callos que tenía en ellos respaldaban esa conclusión.
Intrigada, se preguntó a qué se había dedicado en Nueva York, y por qué había cambiado el lujoso estilo de vida de la gran ciudad por aquella tranquila existencia en el campo.
El urgente deseo de saber más cosas sobre él la inquietaba; pero cuando Thomas le dio la oportunidad de satisfacer su curiosidad, se apresuró a aprovecharla.
Esa tarde, cuando ella le preguntó que le recomendara un restaurante para cenar, Thomas le respondió:
—La granja Tumbling Brook. He oído que tiene un chef estupendo. Oh —
exclamó al ver que ella se disponía a protestar—, sólo te estoy agradeciendo la comida que nos has preparado.
—En ese caso, acepto. Bueno, ¿qué vamos a cenar? ¿Puedo ayudarte?
Kathy ignoraba que preparar una comida juntos pudiera suscitar tanta intimidad. La cercanía que conseguían sin ningún contacto físico fue un placer sorprendente para ella. En unos minutos prepararon una pasta con marisco, y una sencilla ensalada de tomate y lechuga, todo ello servido con vino tinto.
Sintiéndose ligera, o más bien con la cabeza ligera debido al vino, lo ayudó a limpiar la cocina y se sentó a tomar un brandy en su compañía. Después de un corto silencio, le preguntó:
—¿Te importaría que llamara a casa para saber cómo está Nell, mi ama de llaves? Seré breve.
Thomas le entregó su teléfono inalámbrico. Con la cabeza echada hacia atrás, se quedó contemplando el techo mientras ella hacía la llamada, tan breve como le había prometido. Cuando colgó, le comentó:
—Parece que esa Nell es algo más que tu ama de llaves.
—¡Oh, sí! Fue nuestra niñera cuando éramos niñas. Luego se casó y perdimos el contacto. Pero hace unos cuatro años, nos encontramos de nuevo y… bueno, había enviudado, estaba sola en el mundo y no disfrutaba de una buena salud, así que se vino a vivir con Karin y conmigo. Fue tan buena con nosotras cuando éramos niñas, tan tierna y protectora… lo cual hizo que nuestra convivencia posterior resultase doblemente maravillosa, ya que fuimos nosotras las que pudimos cuidarla a ella —
Kathy se echó a reír—. No es que nos atreviéramos a dejarle pensar que ese era el motivo de que la acogiéramos, ¡cielos, no! Cualquiera podría haberse convencido de que necesitábamos a un ama de llaves. ¿Qué si estábamos muy ocupadas? ¡Desde luego que sí! Y Nell no está nada mayor. Sólo tiene sesenta y tres años y es muy activa en nuestra comunidad. Pero yo estoy allí por si ella me necesita.
—Me alegro de que vivas con alguien así —sonrió Thomas.
—Yo también; ella es mi única familia —Kathy bebió un sorbo de brandy—.
Ahora, yo tengo una pregunta que hacerte a ti. ¿Qué hacías en Nueva York? ¿Y por qué cambiaste de forma de vida?
—Era agente de bolsa.
—¿Famoso?
—Oh, podría decirse que sí —sonrió irónico—. En ciertos círculos era conocido como el «Mago de Wall Street».
—¡Dios mío! ¿Qué hacías exactamente?
—Estaba especializado en encontrar pequeñas empresas de alto potencial, pero que carecían del capital necesario. Yo arriesgaba el capital… si me equivocaba perdía, y si daba en el clavo, ganaba. Afortunadamente tuve muchos más aciertos que fallos.
—Me habría encantado haberte conocido entonces —comentó Kathy con tono ligero.
—Entonces no te habría gustado —la miró a los ojos—. Yo mismo no estaba muy contento conmigo mismo.
—¿Por qué? ¿Has cambiado mucho?
—Sí.
Kathy deseó que le contara más cosas. Pero no lo hizo.
—Me gustas ahora —le confesó—. ¿Por qué dices que en aquel entonces no me habrías gustado?
—Era un hombre despreocupado e indiferente, Kathy. Despreocupado con la gente, con las relaciones, con los sentimientos y necesidades de los demás.
—Despreocupado —repitió ella bajando la mirada y haciendo una mueca. En su vida se había encontrado con demasiados hombres de ese tipo.
—Sólo me interesaba una cosa en aquel tiempo: lo que yo sentía, necesitaba, deseaba.
—¿Y qué era? —lo miró con frialdad.
—Lo que todo el mundo cree que necesita. Dinero y poder. Estaba totalmente concentrado en mí mismo. Era una forma de ceguera particularmente potente.
—Pero ahora todo eso ha cambiado. Ahora eres un hombre diferente.
—Sí, lo soy —repuso Thomas, dolido por su leve y amarga sonrisa.
—¿Qué es lo que te cambió? —Le preguntó Kathy, para añadir en seguida—. Si es demasiado personal, olvida la pregunta.
—Es personal —se levantó y se acercó a la ventana—. Demasiado personal, supongo. Raramente hablo de ello con nadie. Se trata de algo que me sucedió, algo que me hizo empezar a pensar en la vida, en su propósito, el verdadero significado del éxito.
Kathy esperó, ansiosa de que continuara.
—Entonces… —le dijo con expresión invitadora, y se interrumpió—. Una vez que empezaste a hacer todas esas reflexiones, ¿qué hiciste después? ¿Renunciaste a todo ese dinero?
—No. No soy un estúpido, Kathy —respondió secamente—. No hay nada malo en poseer dinero. Es un instrumento maravilloso si tienes en cuenta que sólo es eso, y no una razón para existir —y se encogió de hombros, como poniendo fin a ese tema
—. Kathy, ¿te has dado cuenta de lo unidos que hemos estado en estos pocos días?
—Sí —respondió ella con cautela—. Creo que hemos llegado a ser amigos. Eso es inusual… quiero decir, yo no suelo hacer amigos tan rápidamente. Me lleva un tiempo… bueno, confiar tanto en alguien, supongo.
—Sí, yo también creo que nos hemos convertido en amigos —asintió—. Y
además creo que podría llegar a enamorarme de ti.
Kathy se levantó bruscamente; tenía dificultades para respirar y negaba enérgicamente con la cabeza.
—¡No! No digas eso, Thomas, por favor. Quedémonos como amigos. Los amigos no se hacen daño entre sí. Y eso es lo que me sucedería si nosotros… créeme, sé lo que digo. ¡Enamorarte de mí sería un gran error, una pérdida de tiempo!
Claramente sorprendido por su vehemencia, Thomas la miró fijamente.
—El amor nunca es una pérdida de tiempo —replicó, muy serio—. Pero me gustaría saber por qué piensas eso.
Acorralada, y luchando contra la desolación que sentía, Kathy respondió:
—Tú deberías ser capaz de adivinar por qué.
—¿Porque tu hermana era piloto de avión y murió en un accidente?
—Sí, en efecto, eso forma parte de ello, pero mis razones son mucho más complejas.
—Lo sé. Sólo quería asegurarme de ello. Y necesito conocer esas razones, Kathy.
Estás confundida y dolida y necesito saber exactamente por qué. Y no es por curiosidad, sino porque por encima de cualquier otra cosa, quiero comprenderte.
¿Me crees?
—Es tan duro hablar de ciertas cosas —explicó la joven después de asentir—.
Como mi matrimonio, por ejemplo. Eso es lo que necesitas saber, ¿no?
—Sí. ¿En que se ganaba la vida tu marido?
—Era actor, y lo sigue siendo. Y bastante bueno —su voz iba adquiriendo un tono más seco—. Yo creía en él. Su verdadero nombre es Ryland Dixon —Kathy se levantó y se metió las manos en los bolsillos del pantalón—. En la pantalla, se le conoce como Rhys Dillion. Piensa que eso le da más categoría. ¿Qué más quieres saber de ese hombre «guapo, sexy, la fantasía de cualquier mujer», por citar los últimos adjetivos con los que le menciona la prensa? ¿Qué me dejó? Pues sí. ¿Quieres saber por qué, o al menos las razones que a mí me dio? Porque no era lo suficientemente divertida. Y me negaba a representar el papel que me exigía en la cama.
—¿Te maltrataba? —le preguntó suavemente.
—En cierta forma, sí. Mira, me resulta muy difícil hablar contigo de estas cosas.
Son tan personales… —dijo Kathy suspirando, y se acercó a la ventana—. Me dijo que tenía que compartir la culpa de sus fracasos en la cama, que yo también le fallaba. Decía que yo no lo estimulaba lo suficiente. Bueno, supongo que eso es verdad… yo era demasiado provinciana para prestarme a los juegos a los que jugaba determinada gente. Así que se buscó a otra jugadora. Ni siquiera llegamos a celebrar nuestro primer aniversario.
—Eso debió de haber sido muy duro —comentó Thomas.
—Bueno… —Kathy se encogió de hombros, y de repente se volvió para mirarlo
—…sí, pero me niego a pasarlo por alto —dijo con energía—. Es una parte importante de mi pasado, maldita sea. Porque me cambió a mí, ¡y cualquier cosa que puede cambiar a una persona es algo muy importante! Me hirió su infidelidad y su personalidad dominante y controladora, pero también me arrebató mi propia autoestima. Destrozó las esperanzas y sueños que había depositado en mi matrimonio. Y, en el proceso, destruyó mi inocencia.
—Estás completamente en lo cierto —reflexionó en voz alta Thomas—. Nunca había pensado en ello de esa forma, pero tienes razón; debió de dejarte profundas cicatrices.
—No hay nada malo en las cicatrices cuando son la prueba visible de lecciones aprendidas —repuso Kathy con tono cortante y, sentándose de nuevo, lo miró entristecida—. Lo siento, no ha sido mi intención hablarte de esa manera. Pero no soy una niña desamparada necesitada de que la rescaten. Soy muy capaz de cuidar de mí misma. Y lo haré.
—Sé que lo harás, pero me gustaría mucho ayudarte. Y quizá pueda acelerar un poco el proceso.
—No me conoces, Thomas —repuso ella después de beber un sorbo de brandy
—, y ciertamente yo no te conozco a ti… y no me digas que no es así —le advirtió—.
No creo en las fantasías.
—Mmmm —murmuró Thomas, pero pasó por alto su comentario y se levantó para rellenar las copas—. Entonces, ¿qué es lo que no sabes de mí? Porque eso es importante.
—Bueno, pues… todo. No sé lo que piensas, lo que sientes… ¡cielos! —exclamó, riendo forzada—. Probablemente seamos polos opuestos en nuestras opiniones acerca de… de casi todo.
—¿Cómo qué? Dame algún ejemplo.
—Bueno, las cosas básicas: el amor, el compromiso, el matrimonio… —se interrumpió y preguntó—: ¿Cuál es tu idea de la perfecta compañera?
—Veamos —Thomas adoptó una expresión pensativa—. ¿Qué es lo que quiero?
Pues una mujer maravillosa, sexy, sensual… eso para empezar. Por supuesto, íntegra, honesta, confiada, paciente… una mujer tierna, dulce, con un gran sentido del humor.
—¡Vaya! ¿Y existe ese dechado de virtudes?
—Se puede esperar que sí. Veamos, ¿qué más querría en una compañera? Que quisiera tener niños, que fuera hogareña y le gustaran las tareas domésticas…
—¡Estás soñando, Thomas! —exclamó Kathy, riendo—. De todas formas, eso me deja fuera. Odio las tareas del hogar; rara vez cocino y todavía no he decidido tener niños. Mi intención es seguir trabajando todo lo que pueda, lo cual significa viajar y todo eso… así que está claro. Somos polos opuestos; nos separan diferencias irreconciliables.
—¿Irreconciliables, Kathy? —Replicó Thomas riendo, antes de acercarse a ella y deslizar las manos por sus brazos—. ¿De verdad piensas eso?
—No seas vanidoso —repuso la joven, apartándose.
—No estoy siendo vanidoso; sólo quiero asegurarme de que me deseas tanto como yo a ti. ¿Estoy equivocado?
—No. ¿Satisfecho? —le desafió ella.
—No del todo —y Thomas se apoderó de sus labios antes de que pudiera protestar.
Fue un profundo, abrasador beso, que logró fundir sus cuerpos. Kathy no sabía en qué momento se había abrazado a él; fue una secuencia natural de movimientos.
Luego, Thomas apartó los labios de la cálida dulzura de su boca para acariciarle la piel sedosa y ardiente del cuello. Su perfume parecía tejer una especie de mágico encanto en torno suyo. Era intensamente consciente de ella, de todo su cuerpo, desde la suavidad de su cabello hasta las femeninas formas de sus senos y caderas. Y sus ojos, pensaba Thomas mientras levantaba la cabeza para encontrarse con su mirada, aquellos encantadores ojos violetas… se sentía increíblemente fuerte e increíblemente débil a la vez. Con un gruñido, apoyó la frente en la de ella.
—Estaríamos tan bien juntos, Kathy, sería tan maravilloso…
—No tengo ninguna duda acerca de eso, Thomas Logan —dijo Kathy sin aliento—. Estoy segura de que estarías bien con cualquier mujer.
—No, no me refería a eso. Y creo que lo sabes. Creo que ese último comentario tuyo ha sido como una cortina de humo.
—Quizá, pero necesitaba soltarlo —Kathy emitió una risa ronca—. Si puedes hacerme sentir así con un simple beso, ¿cómo será hacer el amor?
—Mmmm, quizá ambos estallemos en llamas —le acarició el lóbulo de una oreja—. Pero estoy ansioso de probarlo. ¿Y tú?
—¿Te das cuenta —le preguntó Kathy, retrocediendo— de que ni siquiera llevo una semana aquí? Una semana, Thomas. Y hemos tenido esta íntima conversación después de sólo cinco días… ¿acaso soy yo la única que encuentra esto algo extraño?
—inquirió de nuevo, como si desafiara su tierna, inteligente sonrisa—. Realmente es increíble.
—Con cualquier otra persona, sí, Contigo no. ¿El destino? Quizá. Pero ahora mismo lo único que me importa es despertarme por la mañana y encontrarte todavía aquí —Thomas le dio unos golpecitos en la barbilla—. Voy a hacerte una advertencia, Kathy Lawrence… voy a hacer todo lo posible para asegurarme de eso —antes de que ella pudiera articular una respuesta con algo de sentido, la tomó de la mano y se dirigió hacia la puerta principal—. Hace una noche estupenda. Sentémonos fuera para contemplar la luna y charlar de algunas cosas.
—Oh, yo…yo estoy bastante cansada… —suspiró Kathy, consciente del peligro de su propuesta—. ¿De qué quieres hablar?
—Me gustaría tratar con más detalle el asunto de cómo sería hacerte el amor…
A la mañana siguiente, Kathy se despertó con una sensación de asombro.
Cuando se fue a la cama la noche anterior, había pensado que permanecería despierta hasta el amanecer, analizando lo sucedido. En vez de eso, una vez que se arropó con el edredón, intentó organizar sus pensamientos y cayó en un profundo sueño.
Esa mañana, el recuerdo de la noche pasada le resultó imposible de ignorar.
Mentalmente, censuró el beso que le había dado Thomas y se apresuró a pasar de página y analizar la advertencia que tanto la había inquietado. Luego, la había tomado de la mano para prácticamente arrastrarla fuera de la casa. ¿Y después?
Después habían estado hablando de lo que significaría que hicieran el amor, según Thomas le había dicho, y de otras cosas también.
«Nada importante, desde luego», se dijo Kathy. ¡Pero le había resultado tan fácil hablar con él! De repente, se quedó sin aliento al recordar otras cosas que Thomas le había dicho la pasada noche. «Quiero despertarme por la mañana y encontrarte todavía aquí. Y voy a hacer todo lo posible para asegurarme de eso». Esas palabras parecían derramarse sobre su corazón.
Se estremeció, recordando otra radiante mañana, en California, bañada por la luz del sol, que se elevaba como una bola de fuego anaranjado sobre un cielo intensamente azul. De improviso se abrió una puerta profundamente oculta en su interior, y la invadió la angustia como un torrente incontenible.
—¡Oh, Karin, te echo tanto de menos! —gritó—. ¡Dios, qué daría por volver a escuchar tu voz! —Las lágrimas le corrían por las mejillas—. Algunas veces me siento tan necesitada, Karin —musitó, cubriéndose la cara con las manos.
Y sollozó amargamente. Algo, una chispa de razón quizá, le hizo alzar la cabeza.
—No puedo intimar tanto con él, no puedo. Simplemente no puedo. Hay demasiado dolor en el amor, demasiado daño en el querer. Y no puedo recibir más daño. Maldita sea, ¡ya he perdido a demasiada gente! —exclamó.
Pero su corazón seguía transmitiéndole su insistente mensaje: que confiara en Thomas. Se puso su bata y se dirigió al cuarto de baño. Ya duchada y vestida con unos vaqueros y una camisa de algodón, se caló una gorra de béisbol, tomó su cámara y bajó las escaleras hacia la cocina. Thomas se encontraba de pie frente a la ventana, tomando su café con expresión pensativa.
—Buenos días, Kathy.
—Buenos días, Thomas. ¿Cómo es que te has levantado tan temprano?
—Sabía que tú lo harías.
—¿Es que tienes poderes psíquicos?
—Ojala. ¿Estás hambrienta?
—Sí —Kathy miró las apetitosas ensaladas de fruta que Thomas había preparado en dos platos—. Esto tiene un aspecto estupendo.
—No fui yo quien las hizo, sino Maddie. Por favor, siéntate. ¿Café? —Le llenó la taza y se sentó frente a ella—. ¿A dónde vas corriendo esta mañana?
—No voy corriendo a ningún lado; tengo trabajo que hacer —respondió Kathy con tono ligero—. Para empezar, quiero visitar el monte Constitución, y después tomaré el ferry para ir a esa pequeña isla que está cerca de aquí.
—¿Vas a hacer un reportaje para alguna revista?
—Sí, si me facilitas algunas cosas tales como comida y alguna ropa.
—Sin problemas —le dijo mirándola por encima del borde de su taza—. Kathy, creo que tienes algo que decirme, así que dímelo.
—Pues sí —se aclaró la garganta—, te lo diré. Voy a pasar este fin de semana fuera, sola… lejos de ti, para ser más precisa.
—Entonces… —repuso él con expresión imperturbable—…es que te he hecho sentirte incómoda.
—Bueno, sí. Es demasiado pronto, Thomas. Vas demasiado rápido para mi gusto. No está en mi naturaleza apresurarme con estas cosas; bueno, soy una mujer que piensa con la cabeza, y no una niña atolondrada, por decirlo así.
—Tengo que ser sincero contigo… he revivido ese beso una y otra vez durante la pasada noche. Pero lo siento, Kathy, si he jugado tan duro; es una mala costumbre.
No soy una persona particularmente temerosa, así que me olvido de que los otros lo son, y de lo fuerte que puede ser ese temor.
—¿Tú no le tienes miedo a nada? —le preguntó ella, frunciendo levemente el ceño.
—Yo no he dicho eso. He dicho que no soy una persona particularmente miedosa, al menos habitual-mente. Sin embargo, a ti te encuentro bastante aterradora.
Un brillo de malicia apareció en los ojos de Kathy.
—¿Cómo lo hiciste? Me refiero a dejar de ser una persona miedosa.
—Simplemente, me sucedió.
Su enigmática respuesta excitó su curiosidad, pero Thomas ya se había levantado para servir en la mesa dos cuencos de avena y unas tostadas.
—Come —le dijo—. Estás demasiado delgada.
—Nell siempre insistía en que comiéramos avena. A mí me encantaba, pero Karin la detestaba. Así que siempre le cambiaba mi cuenco vacío por el lleno de ella, de manera que le evitaba problemas —después de empezar a comer, cambió de tema de conversación—. He estado pensando en dirigirme al centro turístico de Rosario.
—Eso es ridículo, tú no… —Thomas se interrumpió al ver que ella arqueaba una ceja—. De acuerdo, quizá no sea ridículo, pero maldita sea, no tienes necesidad de alejarte tanto…
—Creo que debo hacerlo, Thomas —repuso ella—. Sigo llorando la muerte de mi hermana, y todavía me estoy curando del fracaso de mi matrimonio. No estoy preparada para… —hizo una mueca.
—Pero tú puedes curarte a ti misma, Kathy. ¡De acuerdo, de acuerdo, no he dicho nada! —Dijo al ver el brillo que aparecía en sus ojos—. De hecho, este fin de semana tengo algunos vuelos de noche, así que la mitad me lo pasaré fuera. Cuando tengo huéspedes, Maddie se queda aquí durante mi ausencia. Así que no estarás sola, en caso de que eso sea un problema.
—No tengo ningún problema con lo de estar sola —Kathy arqueó una ceja—. A no ser que temas que me fugue con los objetos más preciosos de tu casa.
—Te confiaría no ya mi casa, sino mi vida entera —repuso él con tono ligero—.
Entonces, ¿te quedarás?
La joven asintió, sonriendo levemente.
—Cancelaré lo de Maddie, entonces —Thomas se levantó y tomó su chaqueta
—. Me alegro de que te quedes aquí. Diviértete haciendo turismo; realmente hay mucho que ver. Merece la pena visitar la isla de San Juan. Ah, y cuando llegues a puerto Friday, pasa por el centro juvenil Nina Logan. Creo que te encantará ver lo útil que puede ser el dinero cuando se utiliza correctamente —levantó una mano—.
Ciao —le dijo, y salió de la cocina.
Ya había llegado a la puerta principal cuando Kathy le espetó con tono cortante:
—¿Siempre tienes que ser tú quien pronuncie la última palabra?
Por toda respuesta, Thomas se echó a reír y se marchó. Sabía que Kathy estaría allí cuando volviera, y eso era lo único que le importaba por el momento.