Castilla y Aragón

SI la configuración sociológica de la España de los Reyes Católicos no permite establecer con claridad su caracterización dentro de los perfiles clásicos de unidad, aunque la historiografía más tradicional ha pretendido resumir el reinado y apuntar sus objetivos, la denominada «unidad de España» encuentra serias dificultades para ser admitida como realidad que supere a una mera yuxtaposición de reinos. A la diversidad religiosa, a la fragmentación estamental a la difícil convivencia ha de añadirse el carácter incompleto, limitado y muy ajeno al objetivo de una tendencia unificadora preexistente entre las dos coronas. En la actualidad parece más correcto sostener que la Monarquía Católica, nacida del matrimonio de Isabel y Fernando, es un complejo en formación y no el mundo político terminado y cerrado que es imposible reconocer en la práctica independencia y autonomía de un reino, el de Navarra, que conservó todas sus instituciones a partir de su anexión a Castilla en 1515; en la existencia del reino de Granada, bajo el poder musulmán, que tras su conquista en 1492 mantuvo parte de su impenetrabilidad e identidad anteriores gracias a la cohesión interna de la nueva sociedad; en la fragmentación estatal de la Corona de Aragón con instituciones diferenciadas en Aragón, Cataluña, Valencia, y en la existencia de entidades políticas extrapeninsulares, Cerdeña, Sicilia y Nápoles, y más adelante las Indias, cuyo control administrativo y económico escapó, como en casi todas las partes, del afán centralizador y de los objetivos unitarios que se han pretendido presentar como procesos acabados en el tiempo de su gestión como gobernantes.

Esta monarquía, que desde otras perspectivas historiográficas más coherentes presenta signos evidentes de precariedad, se nos presenta de todos modos como un proyecto político, ciertamente organizado, que de forma escalonada y no sin grandes dificultades tendió a homogeneizar la fuerza, mediante la construcción de un ejército permanente; aplicó hasta donde fue posible una rica variedad de esfuerzos tolerantes e intolerantes para asimilar las poblaciones excluidas del orden cristiano tradicional; organizó un conjunto institucional especializado que buscó centralizar la administración de la justicia, la gestión de la hacienda, la política de los estados, la vida municipal y sus relaciones exteriores.

En este proyecto desempeñaron papeles diferentes los reinos originarios de la Monarquía Católica, Castilla y Aragón; el primero, con más disponibilidades y recursos humanos y económicos que el segundo, asumió el ser centro de dirección y de toma de decisiones que, en ocasiones, pretendieron exportarse e imponerse a los estados más periféricos y extrapeninsulares de la monarquía. Esta diferenciación de papeles produjo problemas en el ensamblaje de las distintas formas de gobernar —excepción hecha de la política exterior—, que obedecían a las identidades constitucionales de cada reino y a la que distintas capacidades ejecutivas pactadas desde las capitulaciones matrimoniales de Cervera de marzo de 1469, que limitaban la actuación de Fernando, ya rey de Sicilia, en las cuestiones tocantes a Castilla, hasta las concordias celebradas en Segovia en 1475, que todavía reafirmaban más la autonomía de Castilla respecto del futuro rey de Aragón, pasando por situaciones forzadas por coyunturas específicas, como las impuestas por la guerra civil castellana que obliga a la reina a ampliar los poderes de Fernando, o a la inversa, como ocurre en los poderes otorgados por Fernando a Isabel en Calatayud, en abril de 1481, con ocasión de la celebración de Cortes en Aragón y Cataluña; o en Murcia, en mayo de 1488, por un motivo parecido.

Sin embargo, pese a todas las dificultades y diferencias de protagonismo, el proyecto fue desarrollado en Castilla, en Aragón, y fuera de la Península, en el Mediterráneo y en el Atlántico. En el interior, la conquista del reino de Granada, la institucionalización de las formas de gobierno y la actuación de la monarquía en las ciudades constituyen los ejemplos más significativos de un proceso que, en el exterior, culminó con el descubrimiento de América y con el resultado favorable de una hábil estrategia familiar.

LA CONQUISTA DE GRANADA

Nunca se ha destacado suficientemente en la historia la importancia del rumor, quizá porque nunca se ha averiguado con exactitud ni su origen, ni los fines que persiguen quienes lo idean y difunden, ni el efecto que provoca en la sociedad. Todo rumor pretende como objetivo inmediato despertar la posibilidad de una alarma social, para lograrla, usa de determinados mecanismos capaces de sobreexcitar la sensibilidad social y de conducirla hacia los fines apetecidos. Todavía en nuestro tiempo presente continúan funcionando los mismos mecanismos y con más frecuencia de la deseable siguen cosechando los mismos éxitos. Sin entrar en la consideración de que también el rumor es fabricado y propagado por el poder, el hecho de que aquí importa partir es el de que, algunos meses antes del final de 1493, corrió en Castilla el rumor de que era voluntad de los Reyes Católicos expulsar a todos los musulmanes de sus reinos. El bulo debió de extenderse con suma rapidez, y los reyes se vieron obligados a contestar públicamente para tratar de evitar la angustia de los blancos contra quienes iba dirigido, también para evitar la especulación y actuaciones consiguientes de quienes esperaban el suceso. Y es que en todo rumor siempre aparecen beneficiados y perjudicados; ante la posibilidad de una evidencia contrastable con antecedentes como el decreto de expulsión de los judíos, los mudéjares no tuvieron más remedio que averiguar la veracidad de lo que anunciaba el rumor. Escribieron a los reyes y éstos a las ciudades: Sepades que por parte de las aljamas de los moros de todas las çibdades y villas y logares de los nuestros reynos e señoríos nos es fecha relaçión por su petiçión diciendo que de pocos días a esta parte algunas personas a fyn de escandalizar los pueblos contra ellos andan diziendo y dibulgando y echando fama que nos queremos mandar a los dichos moros que salgan fuera de nuestros reynos, a cabsa de lo qual diz que no entienden en sus heredades, ni hallan en qué trabajar para su sustentamiento ni quieren contratar con ellos personas algunas ni tienen de ellos aquella confiança que tenían de antes que la ficha fama se dibulgase, de lo cual todos ellos reçiben mucho agravio y daño, e por su parte nos fue suplicado e pedido por merced que sobre ello proveyesemos la nuestra merçed fuese, e nos tovimoslo por bien (...).

Los Reyes dirigieron la carta firmada en Zaragoza el 3 de diciembre de 1493 a los corregidores y justicias de las ciudades y villas y en ella pedían a sus delegados la detención de los culpables y el secuestro de sus bienes. Era un rumor anticipado en más de un siglo a la decisión tomada por la monarquía a comienzos del siglo XVII; y era lógico que apareciese al poco de conquistar Granada y de expulsar a los judíos.

La conquista del reino de Granada es el resultado de un largo proceso que se acelera a partir de 1480, una vez conseguida la pacificación interior de Castilla, y que culmina con la rendición de Boabdil el 2 de enero de 1492. Una serie de campañas militares en las que participaron tropas reclutadas por los reyes, la Hermandad, tropas nobiliarias y de las órdenes militares, milicias concejiles y tropas mercenarias, dirigidas a someter el poder musulmán, a terminar con la piratería en el Mediterráneo, a controlar el estrecho de Gibraltar y al establecimiento de bases en el norte de África, aprovechando la división interna que enfrenta a los partidarios zegríes de Muley Hacen, rey de Granada desde 1464, con los de su hermano El Zagal, rey desde 1485, y los abencerrajes partidarios de su hijo Boabdil, rey tras la guerra civil granadina de 1486-1487, han de asociarse a una política tolerante de concesiones que comienzan a formalizarse mediante capitulaciones firmadas por los reyes a partir de 1482, año de la ocupación de Alhama por el marqués de Cádiz.

La guerra de cerco y de desgaste económico aprovechó las disidencias internas de los granadinos. Entre 1485 y 1489 caen en poder de los castellanos las principales plazas del reino; Ronda, Marbella y Loja en 1485 y 1486; en 1487 se rinde Málaga, al año siguiente Almería, luego Baza y por fin Granada.

Las sucesivas reediciones y el final de la guerra originaron un conjunto de capitulaciones en las que se muestra la voluntad tolerante de los reyes; desde los primeros momentos, los vencidos sólo fueron obligados a entregar las fortalezas y las armas de fuego, permitiéndoseles fijar su residencia y conservar sus bienes, posibilitando la salida voluntaria de los que marcharon al norte de África. Esta actitud respetuosa de los Reyes Católicos se hizo más notoria en la concesión de derechos y en una generosa amnistía; el reconocimiento de una cultura diferente se significó en la aceptación por parte de los castellanos de las costumbres, ritos y prácticas religiosas; de las autoridades judiciales, administrativas y religiosas musulmanas, y en el respeto a su organización social, régimen hacendístico y, en general, a las formas de vida musulmanas, inviolabilidad del domicilio, respeto a la propiedad privada, libertad en el ejercicio del comercio con Castilla y con el norte de África, etc. Estas concesiones, que sólo exigían de los vencidos el reconocimiento de la soberanía de los reyes, la entrega de cautivos previa compensación económica y la reserva para los castellanos de las administraciones militar y fiscal, también favorecieron a los dirigentes granadinos entregándoles jurisdicciones señoriales y dinero. Tan sólo en las capitulaciones de Granada los reyes exigieron que en la administración de justicia actuase junto a un juez musulmán otro cristiano y que se separasen los mercados y las carnicerías.

La tolerancia de las capitulaciones fue acompañada de una actuación política en numerosos frentes y decidida a impedir que estallasen problemas derivados del proceso de normalización; la adscripción de Granada a la Corona de Castilla, la concesión del privilegio del voto en Cortes, la organización de la vida municipal, la erección de la archidiócesis de Granada por la bula In eminenti specula concedida por Alejandro VI en octubre de 1492 y, más adelante, la de sus diócesis sufragáneas con sedes en Guadix y Almería, el traslado de la Chancillería de Ciudad Real a Granada en 1505, la concesión de exenciones fiscales a los repobladores, la entrega de señoríos a la nobleza castellana que había participado en la guerra y una serie de afortunados nombramientos componen las medidas más importantes de una etapa difícil en las relaciones entre vencedores y vencidos.

La designación de un virrey y capitán general en la persona de Iñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, efectuado el 4 de junio de 1492; de fray Hernando de Talavera, Obispo de Ávila y confesor de la reina, como arzobispo de Granada; Fernando de Zafra, un eficaz secretario de procedencia humilde, a quien se encargó del proceso de reconstrucción y de repoblación del nuevo reino; y de Andrés Calderós como corregidor de un Ayuntamiento mixto formado por cristianos y musulmanes, completan el esfuerzo inicial por no dejar ningún cabo suelto, justo en unos momentos en los que ya había comenzado a manifestarse el descontento castellano por las contribuciones excesivas requeridas por la monarquía para el pago de la guerra.

Pronto acabó la tolerancia inicial; primero las diferencias de opinión entre el conde de Tendilla y el arzobispo de Granada, a propósito del método más adecuado para evangelizar a los musulmanes; luego la corrupción en la administración de la justicia y en la concesión de tierras a los repobladores, también el mal entendimiento del virrey con el corregidor, los desacuerdos de la representación musulmana en el municipio granadino, y las diferencias de opinión de Hernando de Talavera con Cisneros, que enfrentaba las posiciones blanda y dura a propósito de la lentitud en la conversión de los musulmanes, contribuyeron a que en 1500 estallase la primera gran protesta por la violación de las capitulaciones. Lo que se debatía era si continuar con los métodos misionales y pacíficos de la conversión, o si sustituirlos por decretos que forzasen a aquéllos a convertirse a la fe cristiana y, de no hacerlo, a salir de los reinos. Una carta de Jiménez de Cisneros a su cabildo de Toledo, fechada el 23 de diciembre de 1499, señala el fin de la tolerancia: Ya vos escrevimos como avíamos quedado aquí entre tanto que Sus Altezas llegaban a Sevilla, entendiendo e trabajando en convertir de estos morosa a nuestra santa fe catholica, y convertianse tantos que no nos dabamos a manos, y el día de Nuestra Señora de la O, antes de comer, se vinieron a bautiçar trescientas personas. Pero como Satanás siempre procura de estovar todas las cosas buenas, mayormente obra tan santa como esta, el día mismo de Nuestra Señora y fiesta especial de esa nuestra santa yglesia, a ora de medio día, conmovió a estos infieles para que se alborotasen, de manera que, yendo un alguacil del corregidor encima de una mula, sin facer ni decir le mataron los moros del Albaizin et se levantaron todos et se barrearon e començaron a quemar las casas que estavan junto con la cerca et tirar con hondas.

La rebelión del Albaicín se extendió muy pronto a otras comunidades mudéjares. Durante todo el año 1500 se produjeron revueltas en la Alpujarra, Almería y Ronda, haciendo necesaria la intervención militar del mismo rey. El triunfo castellano no resolvió ninguno de los problemas que la provocaron; desde enero de 1500 comenzaron las conversiones en masa, pero no fue el hecho de la diferenciación religiosa el único que influyó en la rebelión y en los sucesos posteriores. En 1495 y 1499 la Corona exigió a los mudéjares nuevas contribuciones fiscales que no recayeron sobre los pobladores cristianos. Durante los años 1501 y 1502 se desarrollaron nuevas manifestaciones intolerantes; la Inquisición había comenzado a funcionar hacia tiempo: en 1499 se había nombrado inquisidor de Granada a Diego Rodríguez Lucero, y aunque la instalación definitiva de un tribunal en Granada no se llevó a cabo hasta 1526, desde 1500-1501 desarrolló sus actividades desde Córdoba. En octubre de 1501 se ordenó quemar todos los libros relacionados con la religión musulmana y en febrero de 1502 se obligaba a los mudéjares granadinos a decidir entre la conversión al cristianismo y la expulsión. La mayoría de ellos se bautizó a lo largo de un periodo de tiempo que llegó hasta bien entrado el año 1506.

Nuevas capitulaciones que la monarquía suscribió con diferentes comunidades moriscas marcan el cambio de actitud en relación con los problemas derivados de una conversión forzada que hizo fracasar estrepitosamente el viejo ideal evangelizador de fray Hernando de Talavera. La intolerancia comenzó a concretarse en un conjunto de prohibiciones que, pretendiendo acelerar la integración, provocaron el efecto contrario: desde la anulación del régimen fiscal granadino hasta la reglamentación de cómo deberían sacrificarse las reses, un conjunto de medidas afectaron al sustrato cultural y señas de identidad de los granadinos. La limitación del uso de armas la prohibición de la vestimenta morisca, la elaboración de un catálogo de profesiones y actividades reservadas a los cristianos vinieron acompañadas de disposiciones que intentaban evitar la relación de los moriscos con los musulmanes del norte de África. El 7 de diciembre de 1526 una junta celebrada en Granada decidía radicalizar las prohibiciones y aumentar el grado de intolerancia: la prohibición de la circuncisión, de la lengua árabe hablada o escrita, de la tenencia de esclavos, de los rituales en el sacrificio de ganado, de los vestidos, amuletos, joyas, etc., que tuviesen relación con la religión islámica. El mismo día, el inquisidor de Jaén, el licenciado Juan Yáñez, era trasladado a Granada con el encargo de poner en marcha un tribunal cuya jurisdicción abarcaría todo el territorio del antiguo reino de Granada, el ganado por los Reyes Católicos.

LA CONSTRUCCIÓN DE INSTITUCIONES

La historia del poder en el Antiguo Régimen se construye sobre la idea de que gobernar es, ante todo, juzgar. En las Cortes de Toledo celebradas en 1480, los Reyes Católicos hicieron expresa declaración ante los procuradores castellanos: (...) y creyendo y conosciendo que en esto se fallará Dios de nos servido y nuestros Reynos y tierra e pueblos que nos encomendó, aprovechados y bien governados, tenemos continuo pensamiento e queremos con acuciosa obra esecutar nuestro cargo fasiendo e administrando justicia, lo qual, como sea obra e edificio grande, ha de menester regla para que vaya derecho e su fin se enderece a Dios, que es juez justo e suma justicia. E esta regla es la ley (...).

Gobernar, es decir, administrar la justicia, exigió disponer de un aparato institucional que facilitase la gobernación de los distintos reinos y que, sobre la base precedente, construyese una estructura capaz de satisfacer las necesidades hacendísticas, las que planteaba la aplicación de los viejos fueros y costumbres en los diferentes reinos, y la formación de un ejército que sirviese a la Corona.

Es tradicional que los historiadores de las instituciones hacendísticas empleen dos criterios para distinguir los aparatos administrativos; uno, el funcional, clasifica y estudia los aparatos administrativos hacendísticos por la especialización, diferenciación e interrelación de sus funciones económicas y políticas. El otro, el territorial o jurisdiccional, diferencia los aparatos por el territorio en el que ejercen su jurisdicción. Por eso se ha de distinguir entre la Hacienda real y las haciendas forales.

El criterio funcional distingue tres tipos diferenciados por su capacidad administrativa. Aplicándolo a la Corona de Castilla, el primero estaría compuesto por los órganos gestores, contables y de intervención, y su institución más representativa sería la Contaduría Mayor de Hacienda; el segundo, por los órganos receptores y pagadores, es decir, el conjunto de tesoreros y recaudadores que percibían las rentas reales por último, la fiscalización de la gestión hacendística sería tarea de la Contaduría Mayor de Cuentas.

Éstos órganos de la administración financiera cumplieron funciones específicas que pueden sistematizarse del modo siguiente: la gestión e intervención que se encomendó a la Contaduría Mayor de Hacienda consistió en registrar los ingresos, ordenar los gastos y conocer el saldo teniendo información en todo momento sobre lo situado. El complejo trabajo de esta Contaduría se desarrolló a través de funcionarios denominados contadores mayores, tenientes de contador y contadores menores, que se distribuían en tres oficios que atendían a los ingresos y en cinco oficios que efectuaban los pagos los oficios de cargo eran el de rentas que tenía como misión principal tener al día la legislación sobre rentas reales recibir las fianzas de los arrendadores de los distintos impuestos y despachar las cartas reales que siempre eran necesarias para efectuar los cobros. El oficio de relaciones preparaba las recetas en las que se especificaban las cantidades de cada renta y los gravámenes que pesaban sobre ellas finalmente, el oficio de extraordinario controlaba y administraba los ingresos extraordinarios.

Esta estructura se completaba con los cinco oficios que atendían el gasto; el de suelo, el de tierra y el de tenencias se ocupaban de los gastos militares; el de quitaciones de los gastos que ocasionaba la administración civil, y, por último, el de mercedes, que atendía los compromisos y mercedes contraídos por los reyes.

Cada uno de estos oficios originó un sistema contable que se anotó en libros que recibieron el nombre de los oficios respectivos y en los que se asentaron los conceptos económicos específicos de cada función. Esta compleja organización es obra de los Reyes Católicos y fue perfeccionada por Carlos V cuando la Hacienda se vio obligada a contabilizar y administrar tres rentas que no existían con anterioridad; una, los ingresos que producía el tráfico de Indias; otra, los ingresos que producían la cruzada, el subsidio del clero y el excusado, y, finalmente, las rentas producidas por la administración de los maestrazgos de las órdenes militares.

La fiscalización correspondió a la Contaduría Mayor de Cuentas, cuya funcionalidad se reguló a partir de 1478, convirtiéndose en el máximo organismo de vigilancia que se encargaba de dictaminar sobre la legalidad de todas las gestiones hacendísticas y que, además, llevaba el control de la contabilidad, autorizaba los pagos y aprobaba o desaprobaba las cuentas.

Hasta la creación del Consejo de Hacienda por Carlos V mediante ordenanzas promulgadas en 1523 y en 1525, ambas Contadurías asumieron la información disponible, coordinaron todas las actividades hacendísticas y proyectaron nuevos arbitrios.

En la Corona de Aragón, los intereses económicos del rey correspondieron durante toda la Edad Media a la administración merinático-bailar que, desde sus orígenes, estuvo influida por las concepciones patrimonialistas y señoriales del poder real. Esta administración gestionaba los impuestos ordinarios que se deducían de la concepción patrimonialista del poder real (Real Hacienda), las tasas y regalías que se deducían de la concepción señorial (Patrimonio Real), y los tributos y subsidios, servicios, donos y profiertas, cuya percepción exigía la aprobación expresa de las Cortes (Hacienda del Reino). Sus funcionarios fueron el baile, que tenía funciones ejecutivas en un marco de actuación local, y el merino, cuya función más importante era judicial, y su actuación abarcaba el marco territorial.

La estructura hacendística de la Corona de Aragón descansó sobre cuatro instituciones que escalonan jerárquicamente sus funciones sobre distritos en Aragón, veguerías en Cataluña y bailías en Valencia. Eran las siguientes: el maestre racional, con funciones de gestión y de inspección, que desarrolla un sistema contable donde se anotan los ingresos procedentes de la tesorería (notaments comuns), las recaudaciones y los pagos (alberans dels comptes), y un detalle de todas las cuentas y las fechas de sus ingresos, que sólo podía ser visto por el rey (ordinari).

La Bailía General con funciones administrativas y judiciales, la Procuraduría Real, que entendía de los privilegios concedidos por el rey, y por último, la Tesorería.

En la Corona de Navarra también se mezclaron las funciones hacendísticas y judiciales. La Cámara de los Comptos gestionaba la fiscalidad y la rentas patrimoniales de las merindades de Pamplona, Sangüesa, Tudela, Estella y Olite, y sus funcionarios eran el recibidor general, de quien dependían los recibidores y el recibidor patrimonial.

Este entramado hacendístico, que fue respetado en cada uno de los reinos, dispuso una fiscalidad que en la actualidad se explica desde una doble perspectiva: una, válida para la Corona de Castilla, es la fiscalidad que permite a la monarquía tener la capacidad suficiente para modificar y potenciar el sistema fiscal sin apenas trabas; la otra que explica el funcionamiento fiscal en los reinos de Navarra y Aragón, es la fiscalidad que domina y controla la sociedad política, representada en las Cortes, que es lo que hace posible que el sistema fiscal aragonés sea prácticamente estático.

Ambas formas de fiscalidad obedecen a dos regímenes políticos; en Castilla, ejemplo del dominium regale, los reyes pueden imponer a su arbitrio los impuestos; en la Corona de Aragón, ejemplo del dominium politico et regale, el pacto rey-reino impide que aquél pueda imponer los impuestos a los súbditos sin la previa autorización de las Cortes.

Además de la pluralidad de regímenes políticos, la producción hacendística fue también plural una gran diversidad de impuestos permite distinguir entre hacienda castellana y haciendas forales; en Navarra, las llamadas receptas englobaban hasta cuatro tipos distintos de ingresos (ordinario, patrimonial, penas de cámara y gastos de justicia). Aparte, las alcabalas y las tablas.

En Aragón, los conceptos fiscales pueden agruparse en dos grandes capítulos: las rentas del rey englobaban las tasas (Hornos, pesos, carnicerías, etc.), las regalías (salinas, cursos de agua, montes, etc.) y los impuestos ordinarios directos (peyta, morabetino), los indirectos (lezdas, montazgos), y los extraordinarios (donos, cenas, subsidios). Las sisas, prohibidas por las Cortes en 1371, las generalidades y los pontages componían el monto principal de las rentas del reino.

En Valencia, la diversidad de conceptos fiscales, más de veintitrés en la ciudad y su término, pueden estudiarse desde una agrupación que los clasifique en drets vells, drets nous, y los restantes derechos y rentas antiguas que conforman los ingresos del Real Patrimonio.

En Castilla, los impuestos de carácter general (martiniega, moneda forena, montazgo, alcabala) asumen peculiaridades territoriales (hagüela, habices, farda) en el reino de Granada; patronatos, prebostazgos, donativos (en las provincias vascas) y las contribuciones eclesiásticas (cruzada, rentas de las órdenes militares, tercias reales y el excusado). Los derechos reales (regalías, aduanas, estancos) y los servicios (ordinario y extraordinario), y a partir de 1590 los millones, componen el final de una diversidad y de una complejidad que, desde el punto de vista hacendístico, no ayudan precisamente a sostener la idea de la unidad de España.

La organización fiscal

Pero para poder gobernar era preciso cobrar, y a la inversa. Todo empieza en el dinero y acaba en él; el dinero fue sin duda el factor que mejor contribuyó a cambiar el viejo orden feudal y, para obtenerlo en abundancia, era preciso desarrollar e innovar un aparato administrativo y un sistema de relaciones que atendiese todos los frentes que favoreciesen el objetivo central. Los Reyes Católicos no modificaron el sistema fiscal; a lo sumo consiguieron desviar algunas rentas, caso de la cruzada que era cobrada por el papado y que, con ocasión de la Guerra de Granada, una cruzada interior, fue percibida por los reyes, consolidándose como renta de la Corona una vez acabada la guerra. También obtuvieron esas contribuciones de la nobleza y del clero; de este último grupo obtuvieron subsidios que, como la cruzada, sirvieron para financiar la guerra granadina: a cambio de la décima parte del valor de cada beneficio eclesiástico, privilegio concedido por el papado para financiar la guerra, el clero castellano consintió en aportar desde 1482 un subsidio, que se repartiría entre las diócesis, y que se repetiría en 1485, 1489 y 1491, por un monto total de cien mil florines de oro en cada vez, y que suponía algo más del 5 por 100 de los ingresos totales del clero. También procuraron disminuir la deuda de la Hacienda contraída con los particulares y modificaron el modo de percepción de las alcabalas, sustituyendo el régimen de arrendamiento a particulares, nobleza, judíos y comerciantes por el régimen de encabezamiento.

Desde 1495 las alcabalas se encabezaron por varios años en las ciudades y éstas las repartieron entre los contribuyentes. Por último, los Reyes Católicos construyeron una nueva moneda de oro, y conservaron las monedas de cuenta en cada uno de los territorios de la Corona (el maravedí en Castilla y la libra en los países de la Corona de Aragón); desde 1483 Fernando el Católico autorizó en Valencia la acuñación del excelent, y en 1493 se acuñó en Cataluña el principat. Ambas monedas de oro, junto con la acuñación en Castilla del excelente de Granada en 1497, moneda conocida como ducado desde comienzos del siglo XVI, fijaron sus respectivas equivalencias con las monedas de cuenta.

Las Cortes de Madrigal de 1476, y de Toledo de 1480, sirvieron también para conservar y desarrollar otras instituciones que atendieran a la gobernación del reino. En 1480, los reyes, ante los procuradores castellanos, convertirían el Consejo Real en un órgano de gobierno y administración al servicio de la monarquía: Primeramente hordenamos e mandamos que en el nuestro Consejo estén e residan de aqui en adelante un perlado e tres cavalleros e fasta ocho o nueve letrados, para que continuamente se junten los días que fueren de facer consejo, e libren e despachen todos los negocios que en el dicho nuestro Consejo se ovieren de librar e despachar (...).

Esta reorganización, que tecnificará buena parte de las decisiones de la monarquía, se hizo teniendo en cuenta las reformas previstas por Enrique IV desde 1465. Además de reglamentar su composición, en 1480 se establece que sus miembros serán de nombramiento real, se fijan sus atribuciones, se regula el orden de las deliberaciones y el número de votos necesario para tomar acuerdos y se dota al organismo de un gran número de competencias. Al igual que veíamos en las instituciones hacendísticas, en las que se mezclaban competencias legislativas, contables y judiciales, el Consejo Real acumulará funciones legislativas, ejecutivas y judiciales: la interpretación de las leyes viejas y la elaboración de las nuevas, la vigilancia de la administración municipal y la vista de determinados pleitos civiles hicieron necesaria su articulación en salas que con el paso del tiempo originarían nuevos consejos. Éstas salas eran las de Hacienda, Justicia, Aragón, Estado y Hermandad. El camino de la especialización de funciones quedaba abierto, pero, además, se pusieron en marcha nuevas medidas que tendían a tecnificar los oficios públicos convirtiendo a los letrados en el más importante soporte del nuevo Estado.

Si los letrados fueron considerados por los Reyes Católicos como una de las piezas fundamentales del Consejo Real, con una representación numérica superior a la de los obispos y caballeros, por una pragmática de julio de 1493, los reyes establecieron la necesidad de haber cursado estudios de derecho en las universidades para poder ocupar cargos de justicia. Antes, en 1489, los soberanos reglamentaban la Chancillería de Valladolid con salas de lo civil y de lo criminal y otras específicas para los hidalgos y Vizcaya. En 1494 se creaba la Chancillería de Ciudad Real que, como se ha indicado antes, fue trasladada a Granada en 1505, configurándose definitivamente los dos marcos jurisdiccionales más importantes que ocuparán buena parte de los tiempos modernos: el río Tajo se convirtió en la divisoria de ambos tribunales de justicia; las poblaciones situadas al norte del río verían sus causas en Valladolid y las del sur en Granada, aunque durante el siglo XVI los tribunales comenzaron a regionalizarse. A la creación de la Audiencia de Galicia por los Reyes Católicos siguieron las de Sevilla y Canarias, creadas por Carlos V en 1525 y 1526, respectivamente.

El trabajo de institucionalización abarcó otras áreas relacionadas con la administración de justicia; la necesidad de conocer las leyes viejas y de agrupar las nuevas hizo preciso que se construyesen recopilaciones legislativas que uniesen las fuentes conocidas del derecho con las nuevas que se habían ido promulgando durante el gobierno de los Reyes Católicos. Las leyes antiguas fueron recopiladas por el letrado Alfonso Díaz de Montalvo en 1484, en 1503 se había terminado la de pragmáticas que imprimió Ramírez de Alcalá y en 1505 se publicaban las leyes de Toro.

Si la Hacienda y la justicia, junto con la remodelación del Consejo Real, fueron las claves más singulares del proceso de institucionalización seguido por los Reyes Católicos para gobernar el reino castellano, la creación de una institución armada de carácter general hizo coincidir los intereses de algunas ciudades con los de la monarquía. En las Cortes de Madrigal de 1476, a propuesta de los procuradores burgaleses, la necesidad de proteger el comercio, de pacificar el difícil tránsito por los caminos de perseguir el bandolerismo hicieron posible el que los reyes, sobre la base preexistente de las hermandades que habían levantado algunas ciudades, propusiesen la creación de la Santa Hermandad, que desempeñaría un importante papel en la Guerra de Granada y que tendría una vida corta, pues desde 1498 quedó reducida a niveles locales. Esta institución, que ha sido entendida como un instrumento que busca garantizar el orden público y, al tiempo, como el embrión de un ejército regular y especializado, sobre todo a partir de 1480, se crea inicialmente por un período de tres años, se territorializa su jurisdicción (cinco leguas a la redonda de cada localidad con más de treinta vecinos, ocho provincias), se organiza su tropa (un jinete por cada cien vecinos y un soldado por cada ciento cincuenta, agrupados en cuadrillas), se estipulan sus ámbitos de actuación legal (robos, crímenes, incendios, juicios sumarísimos con aplicación inmediata de la pena) y se dota de una estructura económica política y administrativa (la financiación por sisas, el conjunto de delegados de las ocho provincias, León, Zamora, Salamanca, Valladolid, Palencia, Ávila, Burgos y Segovia, compone el Consejo de la Hermandad).

EL GOBIERNO DE LAS CIUDADES

Tanto los historiadores de lo social, como los historiadores de las instituciones, han puesto de relieve la situación política de las ciudades de la Corona de Castilla al comienzo del reinado de los Reyes Católicos. Lejos la democracia interna en la organización vecinal, y de la autonomía política respecto del poder real, se supone en los orígenes y primer desarrollo del municipio castellano, las ciudades y villas se presentan sujetas a una doble tensión: por un lado, la tensión interna que se generó en su propio gobierno al existir una oligarquía cuya composición social es plural; en la actualidad, la monolítica representación de una oligarquía perteneciente en exclusiva a la pequeña nobleza local es insostenible. Junto a esta nobleza, agrupada en linajes de sangre que en la mayor parte de los núcleos urbanos se distribuyeron en bandos rivales, otros grupos sociales de procedencia plebeya, dándole a esta palabra el simple valor que remite a su condición de no titulados, lograron penetrar en los órganos de decisión municipal por los más variados medios: desde la concertación de matrimonios convenientes hasta la obtención de una recompensa por servicios prestados a la monarquía, y en el futuro inmediato bien observable en los siglos XVI y XVII, por compra.

Desde mediados del siglo XV ya es perfectamente visible una conformación de los gobiernos municipales sujeta a esta realidad; la oligarquía titulada, fragmentada en bandos, compartió parcelas de poder efectivo con otros grupos sociales en los que destaca la presencia de conversos, de personajes vinculados a actividades productivas relacionadas con el comercio, la artesanía o la administración. Estos plebeyos, que aspiraban a fundar linaje mediante la obtención de una titulación nobiliaria, usaron los Ayuntamientos como un trampolín que facilitase su ascenso social y político sólo la riqueza patrimonial y el deseo de engrandecerla no bastan para explicar la formación de las clases dirigentes urbanas; otros factores, como el alcance de relieve social y la capacidad de maniobra que hacían posible el nombramiento y control de los cargos menores y de la gestión económica directa, influyeron en una carrera que originó múltiples violencias.

Por otro lado, existió una tensión externa al poder municipal que se originó desde el momento mismo en que la monarquía también deseó atribuirse funciones de dirección y control sobre las ciudades. Desde antiguo la historiografía especializada ha insistido en presentar a la monarquía de Alfonso XI (siglo XIV) como la que realizó la intervención más lesiva contra una pretendida autonomía local; las asambleas, prematuramente oligarquizadas, se convertían en regimientos cuyos representantes eran elegidos directamente por el rey. Los regidores, caballeros veinticuatros, conocidos por este nombre por la composición numérica de los municipios, nacieron en medios sociales cuya conformación oligárquica era conocida; la monarquía sólo reconoció la realidad política preexistente la tensión comenzó a producirse cuando el poder monárquico comenzó a arrogarse funciones superiores, y de otro signo, a las iniciales de designar; pronto se unieron las de inspeccionar, juzgar y dirigir. Es decir, gobernar.

Los deseos intervencionistas de la Corona produjeron gran número de conflictos; durante el reinado de Enrique IV las tensiones se concretaron en un rechazo social al envío fiscalizador de corregidores poco aptos y, las más de las veces, corruptos. La oposición al intervencionismo regio hizo que ciudades como Burgos, Murcia y Sevilla cuestionasen la autoridad delegada del rey alegando abusos en el cumplimiento de sus funciones. En esta oposición quedaban dañadas casi todas las instituciones: la monarquía, o su intervencionismo acordado con las oligarquías preexistentes, sus representantes acusados de inutilidad y de corrupción; la propia oligarquía, dividida por sus tensiones internas, que solicitó y obtuvo de la nobleza medidas discriminatorias para apartar los conversos y los linajes no probados y por la presión que sobre algunos municipios ejercieron los miembros más notables de la aristocracia. Algunas oligarquías, como las de Toledo, Ciudad Real y Ávila, consiguieron vetar en el reinado de Enrique IV algunas designaciones reales y se preocuparon de restringir el acceso a los cargos de aquellos que no podían probar la limpieza de su linaje.

Cuando los Reyes Católicos accedieron al trono se encontraron con ciudades cerradas en apariencia; la institucionalización duradera de los corregimientos que pusieron en marcha sobre la vieja idea antecedente, la revisión y aprobación de ordenanzas municipales, el consentimiento otorgado a la pequeña nobleza, la patrimonialización de los cargos y la permisividad en la autorización de la integración de representantes populares son actuaciones concretas que revelan un dinamismo urbano poco conforme con la simple explicación de un sometimiento incondicional de los municipios castellanos al poder real.

Los corregidores actuaron como representantes del poder real allí donde pudieron hacerlo, es decir, en unas ciudades dependientes de la jurisdicción real, que se hallaban con la vecindad diferenciada de unas demarcaciones señoriales en las que sus titulares había suplantado desde hacía mucho tiempo al poder real. Hacia 1494 el número de corregimientos existente en Castilla componía una red de 54 demarcaciones, cuya tutela principal correspondía al Consejo Real. Las funciones confiadas a los corregidores abarcaron un amplio campo de actividades judiciales en lo civil y lo criminal, administradas en relación con la realización de obras públicas, vigilancia de la sanidad, funcionamiento de los mercados, etc., políticas y militares. Su carácter no electivo impidió el traslado de ésta institución a la Corona de Aragón, donde el gobierno municipal se había instaurado sobre bases electivas y contractuales, protegidas por el régimen foral, que garantizaban gobiernos colegiados en los que el intervencionismo real era muy difícil.

En el realengo castellano la situación de los municipios fue bien distinta; la decadencia y degradación de los procedimientos electivos ponía de manifiesto que los intereses personales primaban sobre los colectivos, y ello sería bien visible en los nombramientos anuales de los pequeños cargos durante los siglos XVI y XVII y en la escasa asistencia de los regidores a los consistorios, que puede correlacionarse con los asuntos fijados de antemano en un orden del día elaborado por el corregidor. Mucho se ha insistido sobre la procedencia social, la formación académica de los corregidores y los resultados de los juicios de residencia. El avance de los titulados en universidades parece innegable; en Soria, Trujillo, Ávila y en el señorío de Vizcaya, durante los últimos veinte años del siglo XV, todos los corregidores nombrados ostentaron el título de bachiller o de licenciado. En Galicia los cargos recayeron en personajes de la nobleza como el Conde de Alba de Liste o el conde de Ribadeo, y en corregidores que habían servido cargos anteriores relacionados con la administración militar. Ocurrió también en Sevilla, donde fue corregidor durante cerca de veinte años Juan de Silva, conde de Cifuentes; o en Granada, donde la acumulación de funciones conseguida por el conde de Tendilla, virrey y capitán general, le convirtió en la práctica en la única autoridad municipal hasta 1516.

Estos cargos eran remunerados por las vecindades donde ejercían sus funciones, reservándose los distintos Ayuntamientos una parte del salario como depósito y garantía para hacer frente a los resultados de las residencias cuando éstas no se celebrasen, o las pesquisas denunciasen la existencia de corrupciones punibles. Los salarios variaron mucho en función de las disponibilidades de las comunidades gobernadas; en la ciudad de Sevilla, en 1482, el representante real percibía cerca de medio millón de maravedís anuales, en Cáceres apenas si sobrepasaba los cien mil; en Toledo, Burgos y Córdoba los corregidores percibían un salario anual próximo a los doscientos mil maravedís.

La presencia de los representantes reales en las organizaciones municipales castellanas se afirmó durante el reinado de los Reyes Católicos, aunque su desarrollo más importante se logró durante el siglo XVI, en el que el número de corregimientos castellanos se elevó a 68 y se multiplicaron en los territorios del Nuevo Mundo.