XXI

Sur del territorio vacceo primavera de 178 a. C.

Al día siguiente, el ejército vacceo abandonó su campamento a las puertas de Cauca y marchó bajo los frondosos árboles en busca de las legiones de Albino. Sin éxito, pues tras encontrar el lugar donde había tenido lugar la batalla y el ya desierto emplazamiento del campamento romano, los exploradores les informaron de que el ejército romano se había retirado hacia el oeste. Los vacceos decidieron entonces tomar aquella dirección en busca del ejército romano, cuyo extraño comportamiento les hacía recelar cada vez más. Sólo después de varios días de marcha, supieron que los romanos se dirigían de nuevo hacia las montañas, hacia el sur, por lo que pronto se internarían en territorio vettón.

Tras una apresurada asamblea celebrada sin apenas desmontar de los caballos, el ejército vacceo tomó el camino que habían seguido los romanos, esperando alcanzarlos antes de que llegasen a las montañas de los vettones para asegurarse de que salían de su país. Durante dos días cabalgaron lo más deprisa que pudieron, marchando hasta varias horas después de que se hubiese puesto el sol, reiniciando su persecución antes del amanecer. Sólo se detenían para dejar descansar a sus monturas.

Por fin, en la mañana del tercer día, cuando las montañas se alzaban ante ellos y un viento frío les acariciaba los rostros fatigados, los exploradores les informaron de que habían avistado un contingente romano muy cerca de allí.

Los vacceos se prepararon para el combate. Tras desmontar, se acercaron con gran sigilo hacia el lugar en que se encontraban los enemigos. Los exploradores les condujeron hasta un pequeño valle por el que fluía un arroyo. Un grupo numeroso de jinetes descansaba en la orilla opuesta, abrevando a sus caballos y comiendo un bocado; los observaron en silencio, ocultos entre los matorrales y arbustos. Habían descuidado la vigilancia, pues los vacceos sólo pudieron contar cuatro o cinco centinelas alrededor del grupo. Pero lo que sorprendió a los vacceos fue el extraño aspecto de los soldados a los que espiaban: llevaban cascos y armaduras similares a las de los romanos, pero sus cabellos y barbas eran largos, al estilo indígena; sus escudos alargados también eran similares a los de los vacceos. Por debajo de las cotas de malla llevaban calzones multicolores, similares a los de los propios vacceos, muy diferentes a los pantalones ajustados de los legionarios o jinetes romanos.

—¿Habéis visto? –preguntó Coroc–. Parecen de los nuestros disfrazados de romanos.

—Sí, su aspecto es muy extraño –observó Aro.

—Podría tratarse de vettones –propuso Turaio–, aliados de los romanos. O incluso de titos o belos.

—No lo creo –dijo Aro meneando la cabeza–; los romanos no darían armaduras a los vettones. Y sin embargo, esos hombres no son romanos. Tal vez tengas razón en lo de los titos o los belos.

—No parecen demasiados –dijo Turaio con los ojos brillantes–, yo calculo unos quinientos; además, están confiados y apenas vigilan. Será fácil acabar con ellos.

—Así es, somos demasiados para ellos –dijo Aro–. Los aplastaremos con facilidad.

—Deberíamos tomarlos prisioneros –propuso Coroc–. Así sabremos qué es lo que están tramando.

Todos estuvieron de acuerdo con la idea del joven albocelense y se prepararon para atacar. Acordaron que bastaría con una parte de las fuerzas vacceas para aprisionar a aquellos indígenas vestidos de romanos y en muy poco tiempo prepararon la táctica: un grupo de seiscientos jinetes, al mando de Turaio, cruzaría al otro lado del pequeño valle, dando un amplio rodeo, para tomar a los enemigos entre dos frentes; mientras tanto, otros mil jinetes esperarían donde estaban a que el pallantino desplegase a sus hombres para lanzar el ataque.

Una hora más tarde, los jinetes que aún descansaban junto al arroyo seguros de que no corrían ningún peligro en aquel paraje se vieron sorprendidos por una horda de jinetes que se echaban sobre ellos. Los oficiales ordenaron rápidamente a sus hombres que se desplegaran para defenderse, pero los vacceos cayeron sobre ellos como un torbellino. Algunos pudieron hacerles frente, e incluso hubo algún herido entre los vacceos. Sin embargo, el praefectus que estaba al mando de los jinetes, viendo que algunos de sus hombres ya habían caído y que su tropa sería aniquilada en poco tiempo, ordenó la rendición a los suyos. Sus hombres depusieron las armas; el praefectus y los demás oficiales fueron conducidos ante los jefes del ejército vacceo.

El praefectus, un hombre alto, con largas trenzas de oro, un gran bigote y brillantes ojos azules, les explicó, con la ayuda de un intérprete que viajaba con ellos, que formaban parte de una tropa de extraordinarii del pueblo italiano de los insubros, procedentes de Mediolanum, ciudad aliada de Roma, encargados por el pretor Albino de proteger la retirada de sus legiones. El resto de los extraordinarii se encontraba más adelante; el ejército romano ya debía estar en territorio vettón.

—¿Por qué ha entrado ese tal Albino con su ejército en territorio vacceo? –preguntó el caucense de rostro taimado adelantando su barbilla hacia el praefectus–. Nosotros no os hemos atacado.

Este se puso rígido ante el tono iracundo de aquel hombre. Los demás oficiales se mostraban intranquilos.

—Nosotros no sabemos nada de eso –dijo dubitativo el insubro alzando las manos en gesto defensivo–; como te he dicho, sólo somos aliados de Roma. Acatamos las órdenes del comandante en jefe y nada más. No hacemos preguntas que pudieran hacernos merecedores de un castigo.

—Es evidente que miente –dijo Aro a Turaio sin dejar de observar al praefectus. Después se dirigió al prisionero–. Dime: ¿por qué no nos cuentas la verdad? ¿Temes morir?

—No... Es cierto que no sé más de lo que os he contado, os lo aseguro –insistió el insubro–. No pido explicaciones a los oficiales romanos.

Turaio se adelantó hacia él con los ojos brillantes.

—Escúchame bien –dijo con gesto feroz poniendo las manos en los hombros del oficial– porque no voy a repetirlo: si no nos cuentas qué hacíais paseando por nuestras tierras, verás cómo todos tus hombres sufren una muerte terrible; después, sólo después, les seguirás tú.

El insubro miraba fijamente al enorme guerrero que le sujetaba con fuerza. Había oído muchas historias sobre los indígenas de aquella parte de Hispania, por lo que temía que hiciesen cualquier cosa terrible con sus soldados. Sin embargo, era un guerrero insubro y no mostró su preocupación a sus captores, a los que siguió estudiando, sopesando si cumplirían sus amenazas o sólo trataban de atemorizarle.

—Por el contrario –intervino Aro hablando con voz serena–, si nos cuentas la verdad, os dejaremos a todos en libertad. Si, como dices, no sois más que aliados de Roma, no tenéis culpa de lo que ellos planeen y no os castigaremos. Tú decides: si hablas, seréis libres; si no lo haces, todos tus hombres morirán.

El insubro, con las mandíbulas apretadas, miraba aún a Turaio, que seguía sujetándolo con fuerza. Aquel guerrero de cabello rojo, pensó, con sólo su presencia y el brillo de sus ojos era más eficaz que cualquiera de los quaestionarii del ejército romano. Miró también a aquel otro indígena que le hablaba con la calma y la arrogancia de un gran jefe a quien el resto de guerreros respetaba. Sus ojos le parecían serenos; creyó, o quiso creer, que aquel hombre decía la verdad, que si les decía lo que sabía, viviría y sería libre. Además, podía aprovechar el que, al decir que no eran romanos, sino tan sólo aliados italianos, lo que era evidente por su aspecto, los hispanos les dejarían marchar. Durante un largo rato, su mirada pasó de un hombre a otro, del pelirrojo terrible al altivo jefe. Por fin asintió despacio.

—Está bien, hablaré.

Los demás oficiales, que habían observado en silencio la situación, temiendo sufrir terribles torturas a manos de aquellos salvajes, comenzaron a respirar aliviados, aunque seguían sin fiarse de los indígenas. Turaio soltó al praefectus y le invitó a que hablase.

—Las órdenes del pretor Albino –dijo con voz entrecortada– eran entrar en vuestro territorio para manteneros pendientes de nuestras tropas, pero evitando los enfrentamientos con vosotros tanto como nos fuera posible. Sólo debíamos rechazar vuestros ataques, nada más.

—¿Por qué teníais que hacer eso? –preguntó Coroc.

—El otro pretor, Graco, se encontraba al sur de las montañas, y quería evitar que los indígenas de esta zona auxiliaseis a los del otro lado. Por ello planeó esta maniobra.

—Una maniobra de distracción –dijo Aro pensativo–. Sin embargo, ha causado muertes tanto entre los nuestros como en vuestras filas.

—¿Y por qué os retiráis ahora? –inquirió Turaio mostrando sus dientes una vez más–. ¿Dónde está ahora el otro pretor?

—Graco está ahora en territorio de los celtíberos...

—¿Los celtíberos? –le interrumpió Aro sorprendido–. ¿Quiénes son esos?

—Vuestros vecinos, los que viven al este de vuestro territorio –explicó el praefectus extrañado–. Su capital es Numantia. También vosotros sois celtíberos. Ya sabéis, los celtas de más allá del río Iberus...

—¿Los arévacos? –exclamó Turaio–. ¿Llamáis... celtíberos... a los arévacos? ¿A nosotros también? ¿Los celtas del río Iberus? ¡Pero si somos pueblos distintos! ¡Hasta un ciego se daría cuenta! ¿Quiénes son los celtas? Supongo que el río Iberus es como llamáis al Iber... Pero está muy lejos de aquí.

—Pero el Iberus da nombre a todo este territorio: Iberia, este país... Así lo llamaban los fenicios y los púnicos –explicó el insubro entre balbuceos, alarmado por la actitud del pallantino–. Es todo el país que se extiende al sur de los Pirineos, desde las tierras de los indiketes en el este hasta las de los galaicos. Y al sur, hasta la ciudad de Gades... Los romanos llaman Hispania a toda esta tierra.

—¿Iberia? ¿Hispania? –Turaio no salía en sí de su asombro–. Entonces, ¿para vosotros, el territorio de los vettones y el de los arévacos son el mismo país? ¿Y pensáis que son parte del mismo pueblo? ¿Nosotros también? Cada vez me sorprendéis más, los romanos...

—No olvides que no soy romano –dijo el insubro. Se aferraba desesperado a aquel argumento para salvar su vida y la de sus hombres.

—Sí, sí, lo sé –prosiguió el pallantino sacudiendo la mano–, ya vemos que no lo sois. Pero no nos desviemos de la cuestión: ¿qué quiere hacer ese Graco en territorio arévaco?

—Por lo que sé, sólo quiere regresar a Tarraco por otra ruta distinta a la de la costa del mar Medio para explorar el terreno.

—Se refiere al mar Interior –explicó Aro ante la mirada interrogativa de muchos vacceos–. Vaya, vaya... Buscan una ruta hacia el nordeste por el interior…

—¿Tú crees que dice la verdad? –preguntó Turaio a Aro.

—Sí, ahora es sincero –dijo este observando al praefectus con detenimiento–. Teme demasiado a una muerte cruel para inventarse algo así. Además, cuando miente, suda demasiado.

El comentario arrancó una carcajada a los guerreros vacceos. Por fin, decidieron cumplir lo prometido por Aro y liberar a los prisioneros.

—Marchaos –dijo por último Aro al praefectus–. Marchaos de aquí, y procurad no regresar jamás a este país, lo llaméis como lo llaméis. La próxima vez no seremos tan generosos con vosotros, aunque sólo seáis aliados de Roma. Di a tu oficial superior que ha estado muy cerca de caer en nuestras manos... y él no hubiese tenido tanta suerte como vosotros.

Así, los extraordinarii partieron a galope hacia las montañas, sin atreverse siquiera a volver la mirada hacia el ejército vacceo, asombrados de no haber recibido una muerte cruel a manos de aquellos salvajes de los que tantas cosas terribles les habían contado los romanos.

—¡Por Taranis! ¿Por qué les dejamos marchar? –murmuró Turaio.

—Se lo prometimos, amigo –respondió Aro sin dejar de mirar a los jinetes que se alejaban–. Si no les hubiésemos asegurado la libertad, no habrían hablado.

—Habrían hablado –dijo el caucense torvamente–. Podríamos haber torturado a su jefe...

—Lo sé –respondió Aro–. Pero no quería torturar a nadie. Era más fácil prometerles la libertad.

—Al fin y al cabo –terció Turaio–, no son romanos...

—¡Pero han combatido junto a los romanos! –exclamó el caucense–. Ellos también han matado vacceos, y les hemos dejado ir...

—Sí, son sus aliados –repuso Turaio, cansado–, pero tal vez ellos no deseen estar aquí luchando, tan lejos de sus casas. No tienen otra elección que contribuir al ejército romano con un contingente de soldados si no quieren que Roma rompa sus tratados con ellos.

—Será mejor que regresemos a nuestras ciudades –intervino el otro jefe caucense–. Este asunto ha finalizado; nosotros no podemos cabalgar ahora hacia el este, al otro extremo de nuestro territorio, para vigilar los movimientos del tal Graco. Si ataca alguna de nuestras ciudades, tendremos que ponernos en marcha de nuevo, pero mientras tanto...

—Prefiero asegurarme de que se marchan de aquí –interrumpió Turaio–. No sabemos qué se proponen. Tal vez esto sea una trampa para que volvamos a nuestras ciudades y sorprendernos en ellas.

Todos estuvieron de acuerdo; cabalgaron tras los pasos de los insubros. El terreno transcurría entre valles angostos, y se iba elevando cada vez más a medida que se aproximaban a las montañas. El territorio vettón se encontraba ya muy cerca. De pronto, varios mastines que acompañaban a los exploradores surgieron de entre los árboles ladrando desenfrenadamente. Los vacceos se alarmaron.

—¡Los exploradores! –gritaron algunos–. ¡Algo ha ocurrido ahí delante!

Como un solo hombre, el ejército vacceo se lanzó hacia adelante al galope a través del bosque. En aquel punto el terreno comenzaba a ensancharse formando una hondonada. Turaio y Aro cruzaron una mirada fugaz temiendo una trampa. Pero el ejército se había lanzado al galope hacia el interior de aquel valle con los estandartes desplegados y ya era imposible detenerlo.

De repente, la tropa vaccea salió del bosque espeso a un amplio llano entre dos pendientes empinadas. Pero no fue esto lo que hizo sorprenderse a los jinetes que cabalgaban en vanguardia, que hicieron detener a sus monturas de manera brusca. A poco más de un tiro de lanza les esperaba la formación de largos escudos multicolores tras los que brillaban los cascos romanos, con sus plumas y crines teñidas flotando al viento. Aro conocía muy bien aquella formación y lo que les esperaba a partir de aquel momento.

—¡Una trampa! –gritaban aquí y allá los guerreros–. ¡Hemos caído en una emboscada!

Los vacceos trataron de organizarse, pero los legionarios comenzaron a arrojar sus pila, flechas y piedras. Aro apenas tuvo tiempo de ajustarse el viejo casco con protecciones para las mejillas antes de tener que protegerse de la lluvia mortífera.

Todo sucedió con la fugacidad del rayo de Taranis. Los legionarios se abalanzaron contra los sorprendidos vacceos, muchos de los cuales ya habían caído bajo sus proyectiles. Se emplearon con eficacia, desjarretando a los caballos, asestando tajos a uno y otro lado, pisoteando y rematando a los heridos.

Los vacceos se defendían con ferocidad, pero los romanos eran demasiado numerosos. Los gritos de los hombres moribundos y los relinchos de los caballos heridos se mezclaban con los juramentos de los combatientes. Pronto el terreno se hizo resbaladizo con la sangre, el aire se impregnó con los fuertes olores de la sangre y los excrementos de hombres y animales. Aro y Turaio combatían hombro con hombro entre los escudos de los romanos y los de los vacceos que empujaban a su espalda.

El pallantino lanzaba tajos y estocadas a los legionarios que le hacían frente, como una abeja de aguijón de hierro, al estilo de los propios legionarios, pero su mano empuñaba una espada afilada que se clavaba sin descanso en los cuerpos de sus enemigos. Aro recordó que en el valle del Tagus hubiera deseado tener un centenar de guerreros como Turaio.

De pronto, un pilum surgió entre dos escudos romanos y atravesó el poderoso cuello del pelirrojo guerrero. Turaio abrió los ojos y la boca, en un intento de respirar, de mantener dentro de su cuerpo la vida que se alejaba por momentos. Se desplomó hacia adelante derribando al legionario que lo había matado.

—¡Turaio! –gritó Aro al ver caer a su amigo. Otro legionario remató al pallantino, clavando su espada entre los omóplatos del guerrero.

Siguió luchando desesperado, resistiendo, derribando enemigos, hasta que le dolieron todos los músculos, hasta que la espada se embotó y pareció multiplicar su peso por mil. Su cuerpo estaba lleno de heridas; agotado, pensó en su familia, en su amada Coriaca, en sus hijos. Entonces recordó a Coroc y se preguntó dónde estaría. Lo había perdido de vista al comenzar el tumultuoso combate, pero había observado que Docio y Silo se encontraban junto a él. No había podido mantener la promesa hecha a Coriaca de mantenerse junto a su hijo. Ojalá estuviesen aún con vida...

Sintió un dolor agudo, como una quemadura alargada que le recorría el pecho. Fugazmente le vino a la mente la puñalada que recibiera en el costado hacía ya tantos años, pero ahora el dolor era terrible y supo que esta vez nadie, ni siquiera la magia de Vindula lo salvaría de ir a reunirse con los dioses. Vindula… Al fin comprendió: la profecía de la druida se cumplía, cuando ya parecía olvidada, llevada por el viento de los años. Observó durante un instante que la capa de piel de lobo estaba ensangrentada… con su propia sangre. El lobo de los vacceos caía en las garras de la loba romana. Le fallaron las fuerzas y se desplomó en el suelo al mismo tiempo que recibía otro tajo en el hombro, cerca del cuello. Todo se hizo borroso, los cuerpos de sus devotos, los de los enemigos, los escudos coloreados y las piernas de los legionarios que lo rodeaban, la sangre y la hierba pisoteada. Vio el rostro sin vida de Turaio y también el de Andecaro, muy cerca de él, envuelto en el estandarte rojo de Albocela, donde el toro negro se ahogaba en la sangre de su devoto. Supo que muy pronto se encontraría con Buntalo y Clutamo en el Más Allá.

Al igual que habían hecho durante toda aquella campaña, las legiones de Albino no persiguieron a los derrotados vacceos. Se limitaron a recoger a sus muertos y heridos, a rematar a los vacceos que no hubiesen muerto en la batalla, a despojar a los cadáveres de los indígenas de los hermosos brazaletes, fíbulas y torques de oro y plata.

Los supervivientes del derrotado ejército vacceo les observaban, ocultos en el bosque cercano. Cuando los legionarios se alejaron por fin de allí, se atrevieron a salir al campo de batalla. Atardecía ya, los buitres comenzaban a trazar amplios círculos en el cielo de luz mortecina. Coroc, Docio y Silo buscaron penosamente el cadáver de Aro entre los muertos vacceos. Los tres habían sido heridos en la batalla, pero se habían mantenido con vida hasta la orden de retirada general. La batalla no había durado más de una hora, durante la cual los vacceos habían tratado de resistir el empuje de las legiones romanas, que los habían rodeado, dejándoles sólo salida por el bosque por el que habían llegado.

Cuando al fin encontraron el cuerpo de Aro, Coroc se arrodilló junto a él y cerró sus ojos. Tenía una herida de espada en el pecho, una herida profunda que le había matado, y otro tajo en el hombro derecho. Los romanos le habían robado la torques y los brazaletes de oro, así como sus anillos y las demás joyas. Sólo conservaba la ya inservible cota de malla, la espada cubierta de sangre romana y el casco de bronce.

Coroc, con lágrimas en los ojos, despojó al cadáver de su padre del manto de pieles de lobo, la valiosa espada, la cota de malla y el casco; envolvió todo dentro del manto y lo depositó sobre el cuerpo sin vida. Entonces lo tomó en brazos; seguido por Silo y Docio, lo condujo hacia un grupo de rocas que se erguían en el extremo sur del valle. Muchos otros guerreros hacían lo propio con sus parientes y amigos caídos en combate para que los buitres se encargasen de llevar sus almas al Más Allá.

Depositaron el cuerpo de Aro sobre una gran roca plana. Lo desnudaron para evitar a los buitres el trabajo de desgarrar la ropa ensangrentada. Después lo tendieron boca arriba con los brazos alrededor del torso. Coroc miró por última vez el rostro sin vida de su padre, que tenía una extraña expresión de paz, a pesar de haber muerto en combate. Aún permaneció unos momentos llorando junto a él, hasta que sintió en su hombro derecho la mano de Silo. Comprendió que tenía que dejar que los buitres hiciesen su trabajo. Silo compondría más adelante un hermoso poema en el que narrase la muerte heroica de Aro, el guerrero caído en los confines del territorio vacceo defendiendo la libertad de su pueblo frente al invasor romano. Rezaron una breve oración junto al cuerpo de Aro y se retiraron de allí.

Los supervivientes del ejército vacceo acamparon en el bosque cercano, bajo el cobijo de los árboles. Aquella no fue una noche alegre, a pesar de que todos sabían que los muertos en aquella batalla verían muy pronto el rostro de los dioses y se encontrarían con sus ancestros en el Más Allá.

Al día siguiente, los vacceos recogieron los huesos de los cadáveres, tras el festín de los buitres, los envolvieron en los desgarrados mantos ensangrentados y se dispusieron a volver a sus ciudades, donde los caídos en la batalla recibirían la sepultura adecuada. Aro, se dijo Coroc, tendría el funeral que merecía un gran jefe vacceo.