VIII
Interludio, otoño de 205 a. C.-otoño de 202 a. C.
A su llegada a Roma, Escipión informó al Senado de lo acontecido durante su mandato en Hispania en una reunión celebrada en el templo de Bellona, fuera del pomerium, el recinto sagrado de la Urbe. Aportó al tesoro romano más de catorce mil libras de plata sin acuñar, junto con gran cantidad de metal acuñado. Sin embargo, el Senado se negó a concederle el triunfo, alegando que había conseguido sus victorias siendo privatus cum imperio, sin desempeñar ninguna magistratura, aunque se le hubiese concedido el imperium proconsular.
Como el Senado no le concedía el triunfo, tenía abiertas las puertas de la ciudad, ya que un general triunfante no podía cruzar las murallas hasta que no se celebrase la procesión del triunfo. Por lo tanto, libre de esa prohibición, dejó a sus legiones acampadas en el Campo de Marte y cruzó las murallas de manera triunfal acompañando al botín conseguido; el pueblo, orgulloso del general, le aclamó como a un héroe mientras caminaba por las calles siguiendo a los carros que transportaban el botín conseguido en sus campañas hispanas hacia el templo de Juno Moneta. Pero no todos los patricios romanos estaban contentos con su labor en la guerra que había librado en Hispania contra los púnicos. Los generales más viejos, encabezados por Quinto Fabio Máximo, llamado Cunctator por su estrategia ante Aníbal, estaban celosos de sus éxitos y no deseaban verle ascender más alto. Además, querían expulsar a Aníbal de Italia antes de organizar cualquier operación en el exterior. No terminaban de aceptar el argumento de Escipión de que para vencer a Cartago había que llevar la guerra a África. Al contrario, consideraban prioritario resolver el asunto de la presencia de Aníbal en el sur de Italia. Deseaban concentrar sus esfuerzos en expulsarlo de allí, venciéndolo en la misma península itálica. Pero no era fácil vencer a Escipión, y sus enemigos lo aprendieron pronto; poco después de su regreso, las centurias lo votaron por unanimidad y fue elegido cónsul, junto a Publio Licinio Craso, que era Pontifex Maximus y, por tanto, no podía salir de Italia, por lo que sería Escipión el encargado de dirigir las operaciones contra los púnicos en el exterior. El joven cónsul sólo tenía treinta años y no había sido pretor. Algunos senadores influyentes sabían que no podían enfrentarse al pueblo que aclamaba a su héroe, pero tenían envidia de aquel joven y brillante general. Le concedieron como destino la provincia de Sicilia para librarse de él, mantenerlo alejado de Roma y confinado en una isla de la que le sería complicado salir mientras ejerciera su magistratura.
Pero Escipión tenía sus propios planes: Sicilia era una gran base para iniciar la invasión de África. Lo que sus rivales habían concebido como un exilio, él lo transformó en una pieza fundamental para lograr sus propósitos. Para celebrar su nombramiento, el nuevo cónsul sacrificó a Júpiter un centenar de bueyes en el Capitolio; aquella hecatombe era un sacrificio que había prometido a los dioses años antes, durante la guerra en Hispania. También cumplió otra promesa que había hecho cuando se amotinaron los soldados de Sucro: celebró grandes juegos, costeados con el tesoro que había conseguido en Hispania.
En Sicilia, Escipión se encontró otra sorpresa poco agradable: las dos legiones que estaban bajo su imperium estaban formadas por los restos del ejército que había combatido y había sido destrozado en Cannae, nada menos que once años antes. Ante la desoladora visión de aquellos veteranos inactivos y perezosos, confinados en Sicilia como castigo por la deshonrosa y dolorosa derrota, el nuevo cónsul pidió refuerzos a Roma insistentemente, pero el Senado se los negó una y otra vez. Escipión enfureció: la República, que tanto le debía, rehusaba ayudarle una vez más. Pero estaba decidido a finalizar lo que había comenzado y no se rindió; comenzó la tarea de reclutar, organizar y entrenar un nuevo ejército para enfrentarse a Aníbal, además de volver a preparar a las dos legiones de veteranos, pues en todos aquellos años no había perdido de vista su objetivo principal: derrotar al más famoso de los generales púnicos para dar fin a la larga guerra. Además ordenó construir una flota; en sólo cuarenta y cinco días, se construyeron veinte quinquerremes y diez cuatrirremes.
Aquel mismo año envió a Lelio a África para que le mantuviese informado de los movimientos del enemigo. Mientras, decidió atacar Locri, uno de los últimos puertos con que aún contaba Aníbal en Italia. Contactó con una de las guarniciones de la ciudad, ayudado por algunos exiliados en Sicilia y por varios prisioneros tomados por los romanos que habían sido canjeados por los exiliados, y fomentó una conspiración para que la ciudad se entregase a los romanos. Desde Rhegium envió al propretor Quinto Pleminio al mando de tres mil hombres para apoderarse de Locri, objetivo que cumplió Pleminio, pues se hizo con la ciudad, a excepción de una parte de la fortaleza, en la que resistía con tenacidad una guarnición púnica. Aníbal envió una orden a esta guarnición para que hiciese una salida mientras él mismo atacaba la ciudad y el otro reducto, del que se habían adueñado los romanos. Escipión se enteró de los planes de su enemigo, zarpó desde Messana con una flota hasta Locri e hizo desembarcar un contingente de soldados que se ocultaron en la ciudad. Cuando atacó Aníbal, los romanos lo sorprendieron, saliendo por una de las puertas de la ciudad para caer sobre su flanco y su retaguardia. Los púnicos se desmoralizaron enseguida y se retiraron, perdiendo la ciudad definitivamente. Aníbal estuvo a punto de ser capturado.
Al año siguiente, Escipión no podía ser elegido cónsul, ya que el mandato era anual, pero logró retener el mando de Sicilia como procónsul. En la primavera, después de estudiar en profundidad los informes de su lugarteniente Lelio, embarcó a su ejército en Lilybaeum y desembarcó en África, en el Promontorium Pulchrum, cerca de Utica. Allí se le unió el númida Masinissa, que había sido expulsado de Cirta, su capital, por su rival Sífax, cuya capital se encontraba en Siga. Además de sus dos legiones de veteranos de Cannae, el ejército de Escipión estaba formado por los voluntarios que había logrado reclutar por sus propios medios; en total, cerca de veinticinco mil hombres y cuarenta naves de guerra.
Gracias a los informes de sus espías supo que Asdrúbal Giscón había regresado a África y había conseguido formar un ejército púnico de veinte mil infantes, seis mil jinetes y ciento cuarenta elefantes; estaba esperando la llegada de un ejército de mercenarios celtíberos y otro contingente de tropas enviado por el rey Filipo de Macedonia. Además, Sífax estaba reclutando un fuerte contingente de caballería. Este no había sido siempre amigo de los púnicos, e incluso Escipión había tratado de hacerle aliado suyo con anterioridad, pero el númida se casó con la hermosa Safanbaal, hija de Asdrúbal Giscón, a la que también había pretendido Masinissa, y se unió a la causa púnica.
Por otra parte, Hannón Barca, al mando de una pequeña tropa de caballería, recibió la orden de observar los movimientos de los romanos, pero Escipión envió a Masinissa para que les hiciera frente con sus jinetes númidas. Los púnicos fueron aniquilados y Hannón murió en el combate.
Escipión no perdió un solo instante. Sitió Utica, pues necesitaba una base de operaciones con urgencia. Sin embargo, Asdrúbal y Sífax se encontraban demasiado cerca; tuvo que levantar el sitio y se retiró al Promontorium Pulchrum, donde levantó un campamento defensivo al que llamó Castra Cornelia. Allí pasó el invierno el ejército romano.
Escipión y sus hombres estaban acorralados, y Sífax ofreció condiciones de paz al romano. Era cierto que el procónsul se encontraba en una situación complicada, sobre todo porque no le era posible forrajear, a causa de la numerosa caballería enemiga que patrullaba los alrededores del campamento. Pero de nuevo fue más astuto que sus rivales: se mostró deseoso de obtener la paz ante Sífax y Asdrúbal, ganando un tiempo precioso para él al alargar las negociaciones, mientras sus espías, que acompañaban a los negociadores, reconocían los campamentos enemigos, que se encontraban a unas seis millas del suyo. Tenía la intención de atacarles por sorpresa porque era su única opción de conseguir la victoria. Los espías le informaron de que la mayor parte de las construcciones del campamento eran de madera, pero que los númidas habían construido sus cabañas de juncos y cañas cubiertas con esteras de hierbas, y que se encontraban dispersas por todo el campamento, sin guardar ningún orden. Además, informaron a su general de la disposición del campamento, de sus entradas, del lugar ocupado por las tropas en cada campamento, de los movimientos de los centinelas y de la distancia entre los campamentos de Asdrúbal y de Sífax.
Por su parte, los púnicos se sintieron seguros pensando que Escipión estaba en una posición desesperada y que verdaderamente deseaba un pacto. El romano simuló estudiar la propuesta de paz púnica, que proponía un acuerdo a base del statu quo, después de que Aníbal y Magón saliesen de Italia y Escipión de África. Estas eran las mejores condiciones que podía ofrecer Cartago. Tal vez si el comandante romano hubiese sido el viejo Quinto Fabio Máximo, se habría llegado a un acuerdo, pero Escipión no había viajado a África para obtener aquellas condiciones de paz tan pobres. Su intención era vencer a Cartago y lucharía hasta conseguirlo.
Debido a la actitud amistosa de Escipión, y a que había aceptado mantener las negociaciones, los púnicos supusieron que aceptaría sus condiciones. Sin embargo, el procónsul rompió la tregua poco después, de manera repentina. Como los púnicos pensaban que los romanos deseaban firmar la paz a toda costa para salir de aquella difícil situación, añadieron a la negociación una serie de exigencias por completo inaceptables. Esa era la excusa que daba a Escipión una razón para romper las negociaciones y atacar a sus enemigos. Dijo a los enviados de Sífax que se reuniría con sus legados para tomar una decisión. Al día siguiente les comunicó que había unanimidad entre ellos para rechazar las propuestas púnicas. Al anochecer, tras ordenar a Lelio y Masinissa que atacasen el campamento de Sífax y lo incendiasen, ordenó formar a las legiones a toda prisa y se puso en marcha. Mientras sus lugartenientes cumplían la misión que les había encomendado, él mismo cayó sobre el campamento de Asdrúbal cuando vio las llamas en el del rey númida.
Los púnicos estaban confiados debido al tratado de paz; no sospechaban ninguna acción por parte de los romanos. Esta confianza les había llevado a descuidar la vigilancia de sus campamentos y fueron sorprendidos por sus enemigos. La mayoría de ellos dormía cuando sus campamentos comenzaron a arder; el alboroto que siguió fue tremendo, el espectáculo fue horrible. Algunos hombres corrían desconcertados, sin rumbo; otros ardían alcanzados por las llamas. Todos ellos habían abandonado sus armas creyendo que el incendio era fortuito; los caballos y elefantes trotaban de un lado a otro, enloquecidos por el fuego, causando un caos aún mayor. Los romanos, por su parte, esperaban, aleccionados por los espías, en las puertas o fuera de los campamentos y asesinaban o apresaban a los púnicos que trataban de salir de los recintos para salvarse de las llamas. El ejército de Asdrúbal y Sífax fue diezmado, aunque ellos consiguieron escapar. Los romanos hicieron aquel día cinco mil prisioneros y capturaron ciento setenta y cuatro insignias, dos mil setecientos caballos númidas y seis elefantes.
Asdrúbal huyó con una escolta de caballería. Se refugió en una pequeña ciudad, pero temía ser capturado por los romanos y la abandonó en mitad de la noche. No se equivocaba el general en su desasosiego, pues la ciudad se rindió poco después a los romanos, abriendo sus puertas al enemigo. Mientras Asdrúbal huía hacia Cartago, Sífax se hizo fuerte en una posición fortificada a ocho millas de distancia del lugar donde se habían encontrado sus campamentos. El púnico quería tranquilizar al Senado ante la noticia de la derrota, puesto que en la ciudad todo el mundo pensaba que tras este movimiento, Escipión levantaría el sitio de Utica para poner cerco a la misma Cartago. El sufete convocó una asamblea en la que se votaron tres propuestas: la primera, enviar emisarios a Escipión para negociar la paz; la segunda, enviar mensajeros a Aníbal para recordarle el gran peligro en que se encontraba su patria; y la tercera, reunir un ejército para enfrentarse a Roma, aunque fuera a la desesperada, e instar a Sífax a que se mantuviera firme ante los romanos. Esta última propuesta fue apoyada por el partido de los Bárcidas, y fue la elegida. Por tanto, los púnicos defenderían su territorio hasta el final. La guerra no había terminado.
Escipión había conseguido derrotar de nuevo a Asdrúbal, pero no se lanzó sobre Cartago. Comprendió que aquella acción sería arriesgada en exceso; por tanto, decidió ser prudente, regresó a Utica y reanudó el sitio de la ciudad con mayor energía. Asdrúbal y Sífax, mientras tanto, intentaron formar un nuevo ejército aprovechando el respiro concedido por su enemigo, partiendo de los cuatro mil mercenarios celtíberos y de un contingente de macedonios que al fin se les habían unido.
El procónsul romano tenía muy claro el plan que debía seguir a partir de aquel momento. En aquel entonces, Aníbal aún permanecía en Italia, pero Escipión sabía bien que era muy probable que el Senado de Cartago le ordenase regresar a África, puesto que la ciudad corría grave peligro tras la derrota de Asdrúbal. Además, los púnicos le habían enviado a Italia una flota formada por cien naves de transporte repletas de víveres, pero una tormenta las desvió hacia la isla de Sardinia, donde los romanos capturaron sesenta naves y hundieron veinte. La situación de Aníbal en Italia era pues muy precaria, y era fácil que no tardase en regresar a África. Por tanto, Escipión decidió que era imprescindible aplastar de una vez por todas a Asdrúbal y a su nuevo ejército antes de que Aníbal estuviese de vuelta. Así, marchó a su encuentro.
Se puso a la cabeza de una legión y de toda su caballería, que había reforzado tras su reciente victoria, dejando al resto de sus tropas ante Utica. Encontró a sus enemigos en las llanuras del río Bagradas y los derrotó de nuevo, siguiendo una táctica similar a la utilizada en Ílipa. Durante tres días, Escipión se limitó a atacar a las avanzadas enemigas y a involucrar a su caballería en diversas escaramuzas. Al cuarto día, ordenó a su ejército que formara en orden de batalla, situando a Masinissa con sus númidas a la izquierda y a la caballería italiana a la derecha. Masinissa superó a Sífax, mientras en el otro flanco los púnicos huían ante la caballería itálica. Tan sólo los celtíberos habían luchado hasta el final, manteniendo su formación incluso después de ver como sus alas eran destrozadas, pensando que no podían esperar piedad del general romano tras acudir a combatir a África contra Roma, que los había librado del yugo cartaginés. Escipión incluso llegó a asombrarse de la torpeza de Asdrúbal, a quien había derrotado dos veces de la misma forma; al mismo tiempo, una vez más, admiró el valor de la infantería hispana. No sólo sabían fabricar espadas de una calidad extraordinaria, también sabían combatir con valor. Por primera vez en toda la historia de Roma, el enemigo fue derrotado por cargas de caballería. Escipión había aprendido a apreciar el valor de la caballería gracias a los púnicos, a quienes ahora derrotaba con su propia táctica.
Aquella importante victoria tuvo doble valor para Escipión: por un lado, reinstauraba a su aliado Masinissa en el trono númida y, por el otro, privaba a los púnicos de su zona de reclutamiento de caballería más importante. Además, este territorio pasaba ahora a sus manos, puesto que varias ciudades se rindieron sin combatir y aunque otras trataron de resistir al ejército romano, terminaron cayendo.
Asdrúbal fue arrollado por los jinetes de Escipión; Sífax pudo escapar con un pequeño resto de su caballería, pero fue perseguido por Lelio y Masinissa hasta Cirta, donde fue apresado junto a la bella Safanbaal. Los maessilios aclamaron a Masinissa como nuevo rey, expulsando de sus ciudades a las guarniciones estacionadas por Sífax y confinando a este y a sus tropas en su antiguo reino. Pero Safanbaal y su padre presionaron al númida para que volviera a combatir a Roma. Sífax reunió a cuantos hombres eran aptos para la guerra y se dirigió de nuevo contra sus enemigos, que contaban con la caballería que había participado en las llanuras del Bagradas y con un buen número de infantería ligera, si bien dos legiones se acercaban muy deprisa. Sífax acampó cerca de ellos y comenzó a provocarlos enviando pequeñas partidas de caballería que envolvían en escaramuzas a la vanguardia romana. Poco a poco, se fueron uniendo más y más unidades a la escaramuza hasta convertirla en batalla, en la que los númidas de Sífax parecían tener la iniciativa. Pero todo cambió cuando la infantería ligera romana entró en acción, desbaratando las líneas de los poco entrenados númidas. Por si fuera poco para Sífax, las legiones ya estaban cerca y los númidas comenzaban a huir aterrorizados. El depuesto rey trató de que volvieran a la batalla cabalgando hacia las líneas romanas, pero su caballo fue alcanzado por un proyectil y él cayó al suelo.
Capturado y llevado ante Lelio, Sífax tuvo que sufrir la humillación de contemplar la felicidad de su rival en el trono. Masinissa estaba exultante: su enemigo había sido derrotado y era prisionero de Roma. Habían caído unos cinco mil númidas, y la mitad de este número pereció en el posterior asalto al campamento de Sífax. No obstante, parte del ejército númida había huido a la capital de Sífax, Cirta. Masinissa solicitó a Lelio permiso para avanzar con su caballería hasta allí para poder apoderarse de la capital de su rival mientras aún reinaba la confusión; el romano le seguiría con la infantería. Lelio accedió y el númida cabalgó hasta Cirta. Una vez allí, convocó a los notables de la ciudad, quienes sólo creyeron que su rey había sido capturado cuando Masinissa se lo presentó cargado de cadenas. Aquello produjo el desmoronamiento de los cortesanos númidas, que rindieron la capital sin resistencia y dejaron que el nuevo rey acudiese a palacio para tomar posesión de su trono. A la puerta encontró a la hermosa Safanbaal, que al ver a Masinissa escoltado por gente armada, supuso que su esposo había caído y temió por su vida. Pidió al nuevo rey que la protegiese, pues temía lo que los romanos pudiesen hacerle. La púnica se había presentado ante el númida ataviada con sus mejores galas, con los hermosos cabellos de azabache cuidadosamente peinados y con el bello rostro bronceado triste y suplicante. Se había maquillado con los mejores afeites y se había vestido con sus ropas más sugerentes para causar una honda impresión en el númida, pues sabía que aún la amaba. En efecto, Masinissa, que todavía estaba enamorado de ella, no resistió la visión de sus bellos ojos rasgados de color avellana anegados en lágrimas; se conmovió con los ruegos de la bella púnica, le prometió protección y se casó con ella ese mismo día, ya que no encontraba otra manera de protegerla del cautiverio a manos de los romanos. Lelio no estuvo conforme con lo que había hecho Masinissa. Enfurecido, le informó de que todos los prisioneros, incluida la hija de Asdrúbal Giscón, debían ser llevados ante Escipión. Sin embargo, el númida logró convencer al legado de que fuese el procónsul quien decidiese la suerte de su nueva esposa.
Masinissa entró de manera triunfal en el campamento de Escipión, exhibiendo al rey prisionero y al resto de sus nobles para dar mayor importancia a su victoria, mientras sus propios soldados exageraban los méritos de Sífax, al que habían adulado y pretendido como aliado tanto Roma como Cartago, y a quien el mismo Asdrúbal Giscón había concedido la mano de su hermosa hija para asegurarse la fidelidad del númida.
Sífax fue conducido ante Escipión, que le preguntó por las razones de haber iniciado una lucha contra Roma, cuando la República nunca había sido hostil con los númidas. El rey admitió que había sido una locura combatir contra Roma, pero que aquella locura había sido causada por una mujer. Aquella locura había comenzado la primera vez que había visto a Safanbaal, quien con su belleza y sus malas artes lo había convencido para que se pusiera en contra de Roma, apoyando la causa púnica. Ahora Masinissa no se mostraba más inteligente que él al acceder a casarse con la hija de Giscón.
El procónsul se volvió hacia Masinissa y le felicitó por su victoria, pero después le reprochó que no hubiese podido resistir su pasión por Safanbaal. Le informó de que Sífax era prisionero de Roma. Safanbaal, como esposa suya, sería enviada con él a Italia, no por ser púnica e hija de uno de los generales de Cartago, sino por ser esposa de un prisionero. Escipión mantuvo su decisión a pesar de los ruegos del númida. Este se avergonzó de su actuación y, de regreso en su tienda, ordenó a un criado de confianza que le llevase a Safanbaal un veneno con un mensaje recordándole que era hija de Asdrúbal Giscón, el púnico. Ella comprendió el mensaje, miró brevemente con sus ojos felinos el frasco que le había sido entregado, alzó la mirada con orgullo y bebió el veneno.
Escipión envió a Lelio de regreso a Roma, acompañado por los enviados del nuevo rey Masinissa y custodiando a Sífax y a otros prisioneros ilustres. El procónsul continuó preparando el asalto final a Cartago.
Por su parte, el Senado púnico se aterrorizó al conocer el resultado de la batalla. Se apresuró a ofrecer la paz a los romanos, mientras ordenaba el regreso urgente a África de Magón, que combatía en el valle del Po, al norte de Italia, después de haber invadido Genua, en la costa de Liguria, con catorce mil hombres, y de Aníbal, que se encontraba entonces en Bruttium. Al mismo tiempo, los púnicos lanzaron un ataque por sorpresa a las naves romanas situadas en Utica; tuvieron un éxito relativo, pero la falta de confianza de la flota púnica impidió lo que hubiese sido una importante victoria. Escipión, tras conseguir su primer objetivo, que era que Aníbal saliese de Italia, realizó una generosa oferta de paz a los púnicos, esperando conseguir el segundo y más importante: el fin de la ya larga guerra con unas condiciones favorables a Roma.
Mientras Escipión negociaba las condiciones de paz con treinta miembros del Senado de Cartago, Magón consiguió escapar de los romanos. Al final su ejército alcanzó las costas de África, pero él murió durante la travesía, cerca de Sardinia, a causa de una herida sufrida en una batalla contra el procónsul Marco Cornelio en la Galia Cisalpina mientras mantenía su posición para permitir la retirada de su ejército. Por su parte, Aníbal recibió la orden de retirarse hacia Cartago cuando se encontraba en Croton. El general púnico se encolerizó al conocer la decisión del Senado y sintió gran dolor, arrepintiéndose de no haber atacado Roma tras la victoria en Cannae. Pensaba que lo que no habían conseguido los romanos en tantos años, obligarle a abandonar Italia, lo lograban ahora el Senado cartaginés y sus rivales en su propia patria. No volvería a tener la oportunidad de conquistar la capital de sus enemigos. A pesar de todo, había previsto lo que ocurriría, pues ya había ordenado que se preparase una gran cantidad de barcos para zarpar rumbo a África. Dejó una parte de su ejército como guarnición en diversas ciudades y se aprestó para partir hacia Cartago, pero muchos soldados italianos se negaron entonces a seguirle y se refugiaron en el templo de Juno Lacinia, que hasta entonces había sido un santuario inviolable. Aníbal los hizo degollar en el mismo templo.
Tras matar a todos sus caballos, pues no poseía suficientes naves de transporte, protegido por el momentáneo armisticio, embarcó a sus veinte mil hombres, de los cuales ocho mil eran veteranos de sus largas campañas en Italia, y los llevó a Leptis Minor; desde allí viajó a Hadrumentum con el objetivo de obtener cuanta caballería pudiese. Al fin Aníbal había abandonado Italia, y Roma se vio libre del peligroso general enemigo. Los senadores púnicos que negociaban mientras tanto con Escipión echaron toda la culpa de la guerra a Aníbal en una hábil maniobra diplomática, pero el procónsul no se dejó engañar y les exigió la rendición. Los púnicos hicieron una nueva oferta: esta vez le proponían la entrega de todos los prisioneros, desertores y esclavos fugitivos, la confirmación de Masinissa en su trono, la evacuación de Italia y la Galia, el abandono total de Hispania y todas las islas entre Italia y África, la entrega de toda la marina, excepto veinte naves, y una indemnización de cinco mil talentos. Además, los púnicos tendrían que pagar y abastecer al ejército de Escipión mediante la entrega de un millón de galones de trigo y seiscientos mil de cebada hasta que se ratificara el tratado. Estas condiciones humillaban a Cartago, pero los púnicos sabían bien que su situación era desesperada.
Sin embargo, al conocer los movimientos de Aníbal, los componentes del partido patriótico de Cartago rechazaron firmar cualquier tipo de tratado de paz con Roma. Además, un convoy de naves que llegaba desde Roma con provisiones para los hombres de Escipión fue hundido por una tormenta en la misma bahía de Cartago, ante la ciudad. Los habitantes de la ciudad temían al hambre al tener que mantener a los romanos; entonces se propuso en el Senado la captura de las naves, a lo que se accedió sin apenas oposición. Escipión envió una embajada para protestar por lo ocurrido, pero los púnicos apresaron a sus enviados.
Aquellos últimos hechos despertaron la ira de Escipión, quien, tras pasar el verano reclutando hombres, se había puesto en marcha pocos días antes en dirección a Cartago, ascendiendo el valle del Bagradas; estaba decidido a poner fin a la guerra de una vez por todas. Había ordenado incendiar cuantas ciudades y aldeas encontrase a su paso con el fin de privar a los púnicos de la mayor parte de sus suministros. Ahora, pensó sombrío, los habitantes de Cartago estarían de nuevo aterrorizados y habrían ordenado a Aníbal que preparase a sus tropas para enfrentarse al ejército romano.
Por si esto fuera poco, Escipión tuvo que superar un nuevo obstáculo, que provenía de la misma Roma: el cónsul Cneo Servilio Cepión, un hombre ambicioso, decidió que el honor de derrotar definitivamente a Cartago y asegurar la paz para Roma le correspondía a él, pues era quien ejercía el cargo de cónsul cuando Aníbal había abandonado Italia. Por lo tanto, viajó a Sicilia con la intención de pasar a África y ponerse al mando del ejército, pues su magistratura le otorgaba un imperium superior al de Escipión. El Senado se vio entonces en dificultades, pero las solventó con rapidez y habilidad nombrando dictador a Publio Sulpicio Galba, el cual ordenó a Cepión que regresase a Roma. Así, Escipión estuvo en condiciones de afrontar el duelo decisivo contra su enemigo Aníbal.