VII

Albocela, otoño de 205 a. C.

Los vacceos que trabajaban en los campos al norte de Albocela observaron azorados al jinete que se dirigía al galope hacia la ciudad bajo las finas gotas de lluvia de aquel otoño desapacible. Por fortuna para los albocelenses, la cosecha recogida durante el verano había vuelto a ser abundante, pero los lobos volvían a descender de las colinas, aullando en la noche, merodeando por las cercanías de la ciudad en busca de alguna res descuidada. Esto significaba una mala señal para todos ellos. Todo hacía sospechar que el invierno sería frío y duro. Los albocelenses se envolvían en sus capas de lana para protegerse de la fina lluvia y del viento molesto que el otoño había traído consigo.

El jinete entró en la ciudad como un rayo, entre las protestas de los transeúntes que corrieron el peligro de ser arrollados, y se presentó ante la sala de asambleas, identificándose como un mensajero llegado desde Intercatia. Le hicieron entrar en la estancia para que se calentara ante el fuego y condujeron su caballo agotado y sudoroso a un establo. Aquella noche habría asamblea; los albocelenses deseaban conocer las últimas noticias sobre los romanos y la situación de la guerra.

Al caer la tarde, los albocelenses fueron convocados a asamblea en el gran salón central de la ciudad. Se trataba de una gran cabaña que se alzaba en el centro de la localidad, compuesta por una sola estancia en la que se reunían los albocelenses para celebrar sus asambleas. Poco a poco, la gran sala se fue llenando de gente, que se sentaba en asientos más o menos cerca de los druidas y los ancianos del clan, conforme a su rango. Aro entró acompañado por Coriaca, Docio, Maducena, Silo y otros guerreros clientes suyos. Pudo ver, sentados junto al fuego, a los druidas y a los ancianos, entre los que se encontraba Buntalo. Junto a ellos, silencioso, se sentaba el mensajero llegado de Intercatia. Mientras Coriaca y Maducena se dirigían hacia otra parte de la gran estancia, Aro y los demás se acomodaron en los lugares próximos a los ancianos, reservados a los guerreros principales del clan, entre los que se encontraba Aro.

La sala se llenó muy pronto de gentes que hablaban en murmullos y observaban impacientes al forastero, que permanecía sentado junto al fuego. Entonces, uno de los druidas se puso en pie, levantó la mano derecha para que todos callasen y habló.

—¡Albocelenses! –Su voz sonó cavernosa en la estancia atestada–. Como la mayoría de vosotros sabe, esta tarde ha llegado a la ciudad un mensajero de Intercatia con nuevas noticias relacionadas con la situación en el este, en las tierras más allá del territorio de los arévacos. Escuchemos sus palabras.

El druida se sentó de nuevo y el intercatiense se levantó pausadamente. Era un hombre alto y fornido, un verdadero guerrero vacceo de cabellos rizados de color del bronce. En su cuello brillaba un grueso torques de oro, y llevaba en sus brazos unos brillantes brazaletes del mismo metal. Miró despacio a su alrededor, observando a los albocelenses que le miraban esperando las noticias que tenía que comunicarles; por fin habló con voz fuerte y vibrante:

—La guerra sigue en el este. Pero ahora ya no es una guerra entre los romanos y los cartagineses. Estos ya volvieron a África. Ahora son los pueblos del este los que se enfrentan a Roma. Hace casi dos lunas, los ilergetas, ausetanos y lacetanos se levantaron contra el invasor, encabezados de nuevo por Indíbil de los ilergetas, al igual que el verano pasado. Y también como en el verano pasado, los romanos los han aplastado, esta vez en territorio sedetano.

»Pero eso no es lo peor. Esta vez su caudillo, el valeroso príncipe ilergeta Indíbil, ha sido capturado y asesinado. –Estas palabras levantaron un murmullo de sorpresa entre los asistentes–. Sí, como lo fue su cuñado Mandonio el año pasado –añadió el intercatiense por encima del murmullo.

»Esta vez ya no es Escipión quien está al mando del ejército romano, y ahora Roma ya no es amiga; Roma quiere castigar con severidad a los indígenas: ha doblado el tributo que les exigía, el mantenimiento del ejército durante un tiempo de seis meses, la entrega de todas las armas y de rehenes; por último, ha establecido guarniciones en las principales fortalezas de cada pueblo. Los indígenas han hecho cuanto han podido para pagar lo exigido, pero más de treinta aldeas han tenido que entregar rehenes al no poder satisfacer la codicia romana.

Con estas palabras, el intercatiense finalizó su discurso. Su voz, que había ido alzándose indignada al enumerar las abusivas condiciones impuestas por los romanos, se había ido apagando después hasta convertirse en apenas un murmullo.

Cuando el mensajero volvió a sentarse, envolviéndose en su capa, varias voces se alzaron irritadas. Los ancianos ordenaron a los presentes que se calmasen, recordando la costumbre de hablar por turnos.

—¿Hasta dónde van a llegar esos romanos? –preguntó indignada una de las mujeres albocelenses–. ¿Creen acaso que esta tierra es suya? ¿Es que no se van a volver a sus casas después de vencer a los cartagineses?

—No –respondió sombríamente uno de los ancianos–, no se marcharán jamás de esas tierras; ya no. Ahora las consideran de su propiedad. Es más, me temo que ahora no se contentarán con ellas, sino que intentarán adueñarse de todo, desde el mar Interior hasta el Exterior, desde las tierras de los indiketes en el este hasta las de los galaicos, desde Gades hasta el territorio de los cántabros.

—¿Estás diciendo –inquirió otro hombre– que también nosotros corremos peligro?

—Sí –terció Buntalo–, lo corremos, eso es claro, al menos para mí; tarde o temprano marcharán hacia el oeste. Roma posará sus ojos sedientos de riquezas en estas tierras, y ni siquiera nosotros estaremos a salvo de ellos, ni siquiera los lusitanos lo estarán. Ahora Roma nos mostrará su verdadero rostro.

—Entonces –preguntó uno de los guerreros–, ¿qué podemos hacer? ¿Hemos de tomar el camino de la guerra nosotros también?

—Sólo esperar –dijo el primer anciano que había hablado–, sólo podemos esperar y, si vienen, resistir su ataque como mejor podamos.

La asamblea finalizó poco después con el compromiso por parte de los albocelenses de que al día siguiente enviarían un mensajero a Helmántica para comunicarles las últimas noticias.

Tras la cena, los albocelenses salieron a las puertas de sus cabañas. Aquella noche había luna llena y aquellas ocasiones se celebraban bailando toda la noche, hasta el amanecer, para adorar a la diosa lunar, aquella cuyo nombre no está permitido pronunciar. Ante la cabaña de Buntalo se reunió toda la familia junto con los amigos más cercanos y los siervos; escucharon las canciones e historias, unas alegres y otras sombrías, que Silo les contaba a la luz de la luna, acompañado por los tañidos de su lira; otros ratos se concentraban mecidos por los dulces sones de la flauta que tocaba el bardo con tanta habilidad, y se pasaban toda la noche danzando a los sones de la música, hasta la llegada del alba.

La luna redonda y blanca ya estaba alta. Silo estaba iniciando una larga historia sobre el legendario viaje de sus antepasados desde las remotas tierras junto al río Rhenus, cuando Aro rozó el hombro de su esposa y le hizo una seña para que le siguiera. Hacía ya largo rato que Coroc y Deocena dormían en la cabaña; el resto escuchaba a Silo con atención.

Coriaca y Aro se alejaron en silencio hasta la muralla del sur. Se escuchaban los ecos de los cantos de las diferentes familias y no se veía a nadie más por allí. La noche no era demasiado fría; los pesados nubarrones que habían descargado su agua sobre ellos durante el día se alejaban ya hacia el este. La luna llena rielaba en las tranquilas aguas del Durius, que fluía muy por debajo de ellos. Los dos miraron hacia el río y Aro abrazó a Coriaca.

—Sólo espero que la Reina de la Noche nos proteja –dijo ella–. Mírala, Aro, se nos ha mostrado esta noche en todo su esplendor. Ha apartado las nubes para que podamos contemplarla y adorarla.

—Sí, es cierto –repuso él, y tras un breve silencio prosiguió–, pero los romanos también la adoran.

—¿Ah, sí? Pensé que sus dioses tienen forma humana. Tú me lo contaste en una ocasión.

—Es cierto –asintió Aro–, pero según nos contó en Numantia un mercader indikete, amigo de Assalico, sus dioses primitivos son extraños y aterradores, aunque los romanos han adoptado a los dioses de los helenos, que poseen forma humana porque parecen humanos: se pelean entre sí, son caprichosos, veleidosos y tienen numerosos defectos, como nosotros, los humanos. Los romanos los representan como hombres y mujeres hermosos, de inigualable belleza, pero la mayoría de ellos son vanidosos y se ofenden con facilidad.

—Pero acabas de decir que también adoran a la Reina de la Noche –insistió Coriaca.

—Así es –explicó él–. Acostumbran a asimilar o adoptar a los dioses de los pueblos que conquistan para que los conquistados piensen que sus dioses también aceptan a los romanos. También adoran a las fuerzas naturales, al sol, a la Reina de la Noche, al viento, al mar... Pero también a ellos los han personificado. Por ejemplo, a la Reina de la Noche la llaman Diana, la han copiado de la diosa helena llamada Ártemis; al igual que los helenos, la representan como una virgen cazadora, engreída y vengativa, que se pasea por los bosques.

—¿Y el mar y el sol?

—Bueno –dijo Aro sonriendo y tratando de recordar lo que había oído de Teitabas durante sus charlas en Numantia–, al mar lo llaman Neptuno, tomado del Poseidón de los helenos; es el hermano de Júpiter, el más poderoso de sus dioses; dicen que se traslada por el fondo del mar, armado con un tridente, subido en un carro y acompañado por seres marinos que poseen extraños nombres. Y Helios es su dios del sol, uno de los muchos nombres del poderoso dios Apolo, hermano gemelo de Diana, la diosa de la que acabo de hablarte. Tiene un carro de fuego sobre el que recorre el cielo cada día de este a oeste. Y es tan vengativo como la misma Diana. Por algo son gemelos.

—¡Qué complicados son esos romanos!

—Bueno, quienes son complicados de verdad son los helenos. Teitabas, el amigo indikete de Assalico, nos explicó todo esto la última vez que fuimos a Numantia. Nos contó muchas cosas sobre los romanos, y no me fío de ellos: sé que tarde o temprano tratarán de conquistar todas estas tierras, como se ha dicho en la asamblea.

—El problema –dijo Coriaca– es que no sabemos desde dónde vendrán, si desde el sur, como hizo Aníbal, o desde el este. Si consiguen vencer a los arévacos y a los demás vacceos.

—Si se lo proponen, lo conseguirán, estoy convencido de ello.

Coriaca se dio la vuelta y clavó sus ojos en los de su esposo.

—Pero les costará –dijo con voz firme–. Pagarán un alto precio si quieren esclavizarnos. A mí no me cargarán de cadenas.

—Nunca seremos esclavos, Coriaca, ni de los romanos ni de ningún otro. Somos un pueblo libre, que ama los bosques y los ríos, que ríe, que canta con alegría. Pero si nos roban la libertad, perderemos el vigor y nos apagaremos lentamente hasta desaparecer bajo el dominio de Roma. Ellos nos borrarán de la tierra. Nadie nos recordará, nadie recordará que aquí vivió alguna vez el pueblo vacceo. A veces he pensado en aquello que me dijiste una vez sobre la posibilidad de que los clanes se unieran contra Roma bajo el liderazgo de un guerrero…

Los ojos de Coriaca brillaron a la débil luz de la luna. ¿Era posible que Aro estuviese considerando aquella idea? Decidió comprobarlo y, si era necesario, incitarlo para que aquella idea siguiera rondando su cabeza.

—¿De verdad? –fingió sorpresa llevándose las manos al pecho–. ¿Crees que alguien sería capaz de acaudillar a los vacceos? Tendría que ser un guerrero poderoso, capaz de dominar a los hombres, de hacer que todos se sometieran a él.

—No conozco a ninguno. –Aro sacudió la cabeza con desánimo–. En los últimos años no se oye hablar de ningún guerrero destacado entre los vacceos. Tal vez haya pasado demasiado tiempo sin lucha…

—Pero ahora Roma nos amenaza –concluyó ella asintiendo despacio.

—No, Roma aún no nos amenaza –discrepó Aro. Hizo un gesto negativo con las manos–. Roma aún se encuentra demasiado lejos. Todavía nos separan de ella los arévacos, titos, belos, lusones, carpetanos o vettones.

—Pero llegará el momento en que los tengamos en nuestras fronteras –protestó su esposa, temiendo que la falta de inminencia de la amenaza aletargase la idea en la mente del guerrero–. Todos los pueblos que has nombrado serán vencidos por los romanos, tarde o temprano, si no se unen a ellos. Tal vez sólo los arévacos sean capaces de oponerse a la fuerza de Roma. Cuando todos hayan caído y Roma entre en nuestras tierras, será muy tarde, Aro. ¿No te das cuenta? ¿No ves que es necesario que el pueblo vacceo se vaya preparando para la amenaza romana? ¿No crees que deberías hacer que se dieran cuenta de que todos nosotros estamos en peligro?

—¡Basta, mujer! –la cortó él, exasperado por la vehemencia de Coriaca–. ¿Es que te propones que reúna a los vacceos y me proclame su líder? ¿Qué crees que dirían los druidas? ¿Qué crees que dirían los consejos de las ciudades, incluyendo Albocela? ¿Un guerrero, instándolos a la lucha contra alguien que aún no es nuestro enemigo? ¿Sin que los druidas ni los ancianos lo hubieran decidido? Pensarían que tengo la absurda pretensión de convertirme en su rey, en el rey de todos los vacceos. No, Coriaca, eso sería muy peligroso para mí.

Ella alzó la mano tratando de apaciguarlo. Había conseguido una pequeña victoria: su esposo ya tenía la idea de que los vacceos necesitaban un líder. Sonrió para sí. La semilla estaba plantada. Con paciencia la haría germinar y crecer en la cabeza de Aro; él llegaría a convertirse en el caudillo de los vacceos, el caudillo que los guiaría a la victoria. Pero por ahora tenía que desviar la atención de aquella idea.

—¿Crees que tendremos que enfrentarnos a los romanos para seguir siendo libres? –los brazos de Coriaca se aferraron a la cintura de Aro.

—Tal vez así sea –respondió él muy despacio recuperando la calma–. Pero yo soy un guerrero vacceo, y prefiero morir a ser un esclavo de otro hombre, sea cual sea su clan o su raza.

—Yo moriré a tu lado –aseguró ella bajando la voz y apretando su cuerpo contra el del guerrero– si ese momento llega alguna vez.

—Ruego a Albocelos que no ocurra nunca. –Aro miró hacia la ciudad. Después de respirar hondo, prosiguió–: Volvamos con los demás, tenemos que danzar para mostrar nuestra alegría a la Reina de la Noche.

Regresaron junto a los demás, que bailaban ante la puerta de la cabaña al ritmo de la flauta de Silo, y se unieron a ellos. Cuando hubieron danzado un buen rato, Maducena dijo a Silo mientras el bardo se sentaba junto a Docio:

—¿Por qué no nos cuentas alguna de las leyendas que conoces?

El bardo reflexionó unos instantes sonriendo. Después les dijo alegremente:

—¿Queréis que vuelva a contaros la leyenda de la llegada de Lugh?

Todos asintieron, animados, acercándose al fuego y mirando con atención el rostro de Silo. Este tomó su arpa, la tañó, cerró los ojos unos instantes para concentrarse y comenzó a narrar la historia:

—Como sabéis todos, Lugh, a quien otros pueblos llaman Lugovibus o Luguei, o con otros muchos nombres, es nuestro dios solar. Esta es la historia de su llegada al mundo:

»En tiempos inmemoriales habitaban en el lejano norte del mundo los poderosos fomorianos, un pueblo cruel, violento y deforme. A la tierra de los fomorianos llegaron un día otros pueblos, entre los que se encontraban los danaanos, que lucharon contra ellos hasta que lograron expulsarlos a una isla de altos precipicios y acantilados.

»Una vez conquistada la tierra de los fomorianos, los Hijos de Danu eligieron como rey a un jefe llamado Bres, pero este era un hombre vago y poco hospitalario; los danaanos se cansaron de él, le expulsaron y coronaron rey a Nuada, un buen hombre. Pero Bres era hijo de un fomoriano, el rey Elatha, a quien pidió ayuda para recuperar su trono. Así, ayudados por el más poderoso de los fomorianos, el rey Balor –llamado el Ojo Diabólico, pues mataba con su único ojo a quien mirase con odio–, regresaron a la tierra de los danaanos, combatieron con ellos y los esclavizaron durante muchos años.

»Pero el maligno Balor había escuchado una profecía que le anunciaba que sería asesinado por un nieto suyo. Sólo tenía una hija, una niña de belleza sin igual llamada Ethlinn. Para impedir que la profecía se hiciese real, ordenó construir una alta torre en la isla de los fomorianos y encerró en ella a su hija Ethlinn, bajo la custodia de doce mujeres que recibieron la orden de que la hermosa princesa nunca viese la cara de un hombre, para que ignorase que existían personas que no fuesen de su mismo sexo. Así, solitaria, creció la sin par princesa Ethlinn.

»En tierra firme vivían tres hermanos: Kian, Sawan y Goban el Herrero. Kian era dueño de una vaca mágica, que todo el mundo quería poseer, pues su leche era muy abundante, por lo que el joven tenía que vigilarla estrechamente. Balor el Cruel era uno de los que más ansiaba tener el mágico animal; urdió un malvado plan para hacerse con él. Un día, Sawan y Kian fueron a la herrería para que su hábil hermano les fabricase unas armas con un hierro excelente. Kian dejó fuera de la herrería a Sawan al cuidado de la vaca y entró en la herrería.

»Entonces apareció el oscuro Balor transformado en un niño pelirrojo. Dijo a Sawan que sus hermanos habían planeado utilizar todo el excelente hierro que habían llevado hasta allí para fabricar sus propias armas y dejar para las suyas un hierro común. Sawan se enfadó y entró en la herrería dejando la vaca mágica junto al astuto Balor, que se la llevó a su isla.

»Kian se enteró de lo ocurrido y decidió vengarse en persona de Balor. Pidió ayuda a una druida llamada Birog, quien lo vistió de mujer y lo transportó con sus artes mágicas hasta la isla. Los dos se presentaron ante las guardianas que custodiaban a la princesa pidiéndoles refugio, pues eran dos damas que huían de un secuestrador. Birog hizo dormir a las guardianas y así Kian pudo acceder a la estancia de la hermosa Ethlinn. Cuando las mujeres despertaron, los dos habían desaparecido, pero Ethlinn había hecho el amor con Kian y estaba embarazada. Como temían la cólera de Balor, las guardianas convencieron a la princesa de que todo había sido un sueño para mantener todo en secreto... hasta que Ethlinn parió trillizos. Balor, atemorizado por la profecía, ordenó que los tres niños fuesen ahogados en un remolino en la costa. El encargado de la misión envolvió a los niños en una sábana, pero uno de ellos se cayó del envoltorio cuando se dirigían hacia el lugar del crimen. Este niño afortunado era Lugh. El mensajero ahogó a los otros dos recién nacidos y dijo a Balor que había cumplido su misión.

»Pero la druida Birog encontró al niño y se lo llevó a Kian. Este lo dio en adopción a su hermano Goban, el herrero, quien instruyó al niño en todas sus artes y lo hizo hábil en cualquier oficio. Cuando se convirtió en un joven, fue enviado a servir al rey Nuada, el de la mano de plata. Allí, a la puerta de las estancias del rey, dijo a los hombres del soberano que era carpintero, pero le dijeron que no le necesitaban, pues tenían uno muy hábil. Después dijo que era herrero, y la respuesta fue la misma. Dijo que era poeta, arpista, curador, todo lo que se le ocurrió, pero la respuesta que se le dio siempre fue la misma: ya vivía en palacio alguien que ejercía aquel oficio con gran habilidad. Entonces dijo Lugh al guardián: “Pregúntale al rey si tiene a su servicio algún hombre que tenga gran talento en todas estas artes, y si es así no me quedaré más tiempo ni intentaré ocupar su lugar”. Así Lugh fue admitido al servicio del rey; le dieron el apodo de Ildánach, que significa ‘El de todas las Artes’, el príncipe de la ciencia; también solían llamarlo Lamfada, ‘El del Largo Brazo’.

»El dorado Lugh había traído consigo muchos tesoros y objetos de gran valor: el barco de Mananan, hijo de Lir, el dios del mar, que conocía el pensamiento del hombre y viajaba por donde quisiera; el caballo de Mananan, que cabalgaba tanto por tierra como por mar, y una poderosa espada de nombre Fragarach, ‘La Garante’, que podía cortar cualquier cosa. Con estos objetos se presentó un día ante la asamblea de jefes danaanos, que estaban reunidos para pagar el tributo a los tiranos fomorianos. Al verle, ellos creyeron que contemplaban la salida del sol en un caluroso día veraniego. Lugh les convenció de que sería más conveniente para su pueblo atacar a los fomorianos en vez de pagarles tan grandes tributos. Los enviados fomorianos fueron muertos, todos menos nueve, que fueron enviados de regreso para anunciar al terrible Balor que los danaanos no volverían a pagar y que le desafiaban. Entonces Balor se preparó para la batalla. También Lugh se preparó, pero para el combate necesitaba algunos objetos mágicos que debía conseguir.

»Envió a Kian al norte para reclutar más hombres, pero en el camino Kian se encontró con tres hermanos: Brian, Iuchar e Iucharba, hijos de Turenn, con los cuales su familia estaba enemistada. Intentó evitarlos convirtiéndose en un cerdo y uniéndose a una piara que se encontraba allí cerca, pero los hermanos le vieron y le hirieron con una lanza. Entonces Kian volvió a su aspecto real para morir con forma humana. “Prefiero matar a un hombre que a un cerdo”, dijo Brian, el mayor de los hermanos. Pero Kian respondió: “Si hubieseis matado a un cerdo, no pagaríais más que la eric de un cerdo, pero ahora pagaréis la eric de un hombre; nunca hubo mayor eric que la que vosotros pagaréis; las armas que me asesinarán contarán la historia a los vengadores de sangre”. “Entonces tendrás que ser asesinado sin armas”, dijo Brian, y los hermanos le mataron a pedradas y le enterraron a la profundidad de la altura de un hombre.

»Cuando Lugh pasó por aquel lugar más tarde, oyó cómo las piedras le gritaban y le contaban que los hijos de Turenn habían asesinado a su padre. Lugh desenterró el cuerpo de Kian y regresó ante el rey clamando venganza. El rey escuchó sus acusaciones y permitió a Lugh que ejecutase a los asesinos o que decidiese el impuesto que pediría en remisión de la sentencia. Lugh eligió el tributo y pidió a los hermanos varios trabajos costosos y agotadores, aunque no lo pareciesen: tres manzanas, la piel de un cerdo, una lanza, un carro con dos caballos, siete cochinillos, un perro podenco, un asador y, por último, dar tres gritos en una montaña. Cuando los hermanos se hubieron comprometido a pagar dicho impuesto, Lugh les contó la verdad: las tres manzanas son de las que crecen en el Jardín del Sol; la piel de cerdo es mágica y cura cualquier enfermedad o herida si es colocada sobre el paciente, y la posee un rey de un lejano reino de oriente; la lanza es un arma mágica, propiedad de otro rey de oriente; los siete cochinillos son del rey Asal de los Pilares de Oro, y deben ser matados y comidos cada noche para ser encontrados enteros al día siguiente; el asador pertenece a las ninfas del mar de la hundida isla de Finchory; los tres gritos debían ser dados en la montaña del guerrero Mochaen, quien, con sus hijos, tenían el voto de no permitir que nadie alzase la voz en esa colina. Los hijos de Turenn se sintieron desfallecer por un momento, pues era casi imposible cumplir cualquiera de estas tareas, pero los hermanos debían realizarlas todas para saldar la deuda contraída con Lugh por la muerte de Kian.

»Así, con gran osadía y muchos recursos, los hijos de Turenn consiguieron reunir los objetos que Lugh les había pedido. Sin embargo, cuando sólo les restaba obtener el asador y dar los tres gritos, Lugh hizo que olvidaran dichas tareas y regresasen con los objetos ya obtenidos.

»Con ellos, en especial con la piel y la lanza, Lugh ya estaba en condiciones de enfrentarse a los fomorianos, pero recordó a los hermanos lo que les restaba por hacer; estos volvieron abatidos a tratar de conseguir lo que les faltaba. Brian consiguió robar el asador de oro a las ninfas y se encaminaron a la montaña de Mochaen. Entonces lucharon contra Mochaen y sus hijos; tras asesinarlos, y heridos de muerte a su vez, los hijos de Turenn lograron dar los tres gritos, completando así la deuda. Sin embargo, al regresar a presencia de Lugh y pedirle la piel de cerdo para curar sus heridas, este se negó, por lo que los tres hermanos y su padre murieron juntos. Así se cumplió la venganza de Lugh por el crimen.

»Entonces, Lugh y los danaanos pudieron combatir contra sus enemigos los fomorianos. Los hábiles artesanos de los danaanos, Goban el herrero, Credné el orfebre y Luchta el carpintero, se dedicaban a reparar las armas con velocidad mágica, los heridos eran curados con la piel mágica, el llano resonaba con el clamor de la batalla. Espantoso era el trueno en el campo de batalla; los gritos de los guerreros, el brillo y el choque de las espadas erguidas de puño de marfil, la música y armonía de los dardos, el gemido y el vuelo de las jabalinas y lanzas. El rey Nuada, el de la mano de plata, y muchos otros danaanos cayeron ante la terrible mirada de Balor, pero Lugh se acercó a él aprovechando que había bajado el párpado a causa del cansancio, y cuando Balor abrió de nuevo su terrible ojo, le lanzó una gran piedra que se le incrustó hasta el cerebro. Así Balor fue muerto por su nieto, y así se cumplió la profecía. En ese momento, los crueles y malignos fomorianos fueron derrotados y se retiraron para siempre. Lugh, el Ildánach, subió al trono de los danaanos, y así triunfó el héroe sobre las fuerzas del mal.

Silo dejó de hablar, aunque siguió tañendo el arpa durante unos instantes.

Los demás le contemplaron unos momentos y después se sobresaltaron, como si hubiesen estado soñando o hipnotizados por las palabras del bardo. Las palabras de Silo tenían aquel extraño poder, parecían transportar a los oyentes a otros mundos u otras épocas, allí donde tenía lugar la narración que el bardo estuviese contando.

—Bien –dijo Silo con voz queda–, parece que la historia de Lugh os ha impresionado. Pero la noche avanza y sería mejor que danzaseis un rato alrededor del fuego, ¿no os parece?

—La historia es hermosa –dijo Docio mientras se ponía en pie–. ¿Dónde la oíste, Silo?

—Fue hace mucho tiempo –respondió, y sus ojos miraron al fuego recordando un tiempo lejano–, mucho tiempo, durante mis viajes por las islas del norte, Britania y Erin la verde... Tuve tiempo para aprender muchas más historias. Pero ahora es momento de que dancéis.

Todos estuvieron de acuerdo y, tras beber unos sorbos de cerveza, todos bailaron con alegría al son de la flauta del bardo hasta la llegada del alba.

Varios días más tarde llegó a Albocela la noticia de que una banda de guerreros lusitanos había penetrado en territorio vacceo al sur de Ocellodurum. No habían atacado la ciudad, sino que la habían evitado vadeando el Durius a varias millas de las murallas, pero se habían dedicado a saquear las numerosas granjas de la zona, matando a los hombres y capturando a varias mujeres, además de apropiarse de numerosos animales, alimentos y objetos de valor. Su marcha hacia el este había sido tan rápida que cuando los guerreros de Ocellodurum habían conseguido organizarse para atacarles y rescatar a las mujeres capturadas, los lusitanos ya se encontraban más cerca de Albocela que de Ocellodurum. La noticia había volado, gritada de boca en boca por los granjeros que vivían entre ambas ciudades.

Los ancianos de Albocela llamaron rápidamente a los guerreros disponibles; les ordenaron que acabasen con aquella amenaza. Aro, presto para el combate, besó a Coriaca y subió a su caballo gris. Ella le alcanzó el escudo y la lanza.

—Sé cauto –dijo ella–, los lusitanos son muy peligrosos. Ni siquiera te has puesto tu cota de malla.

—Han invadido nuestro territorio –replicó Aro con gesto serio–, han matado o capturado a varios de los nuestros y seguirán haciéndolo hasta que los detengamos. No tengo tiempo de ponerme la cota, pero no dejaré que me hieran.

—Pero las fieras acorraladas atacan a la desesperada. Tengo un mal presentimiento, Aro.

—No olvides que soy un buen cazador, Coriaca –sonrió él confiado–. Que me teman las fieras a mí. Reza a los dioses por nosotros y todo irá bien. Tengo que partir.

El grupo, formado apresuradamente por poco más de cien guerreros a caballo, marchó al trote hacia el oeste, enviando por delante varios hombres como avanzadilla. Aro volvió a sentir la excitación previa a la lucha. El día estaba nublado y las hojas de los árboles caían secas sobre el suelo frío. Cerca del mediodía, varios de los exploradores volvieron al galope junto al grueso de la tropa.

—Están muy cerca de aquí. No son muchos, unos cincuenta. Marchan a buen paso por este mismo camino –informó uno de ellos señalando hacia el oeste. El sendero penetraba en un frondoso robledal de hojas amarillentas.

—Será mejor que nos escondamos entre esas hayas –sugirió Aro refiriéndose a un grupo de árboles que coronaba una pequeña colina, al norte del camino–. Cuando esos tipos pasen por aquí, podremos atacarles por sorpresa desde su flanco.

Todos estuvieron de acuerdo. Galoparon hacia los árboles corpulentos, bajo los que esperaron en silencio. Aro se dio cuenta de que había tomado la iniciativa al sugerir la táctica a seguir, y de que los albocelenses la habían aceptado sin discrepancias. De manera espontánea, él se había convertido en el cabecilla de aquel grupo, y el resto había aceptado sin rechistar aquel liderazgo. Pero no era el momento de pensar en ello. El grupo de lusitanos apareció en el camino poco más tarde surgiendo del robledal entre gritos y risas. Eran hombres robustos, con largas melenas y barbas pobladas, la mayoría de ellos vestidos con túnicas vistosas, aunque algunos llevaban pieles de venados u osos. Como había informado el explorador, eran medio centenar de guerreros que marchaban a pie, conduciendo varias vacas, bueyes y caballos, sobre los que habían cargado los alimentos y demás objetos robados. Tras los animales caminaba penosamente un grupo de mujeres vacceas, atadas a varias cuerdas largas, que no dejaban de insultar y escupir a sus captores, quienes se burlaban de ellas profiriendo grandes carcajadas. Marchaban por territorio vacceo como si estuvieran en el suyo propio, sin tomar ningún tipo de precaución.

Los albocelenses esperaron en silencio entre las hayas hasta que el grupo casi hubo pasado ante ellos. Entonces, Aro lanzó la orden de ataque y los vacceos se lanzaron al galope colina abajo. Los lusitanos fueron sorprendidos; apenas tuvieron tiempo de organizar la defensa. Varios de ellos cayeron atravesados por las lanzas vacceas antes de poder aprestarse para la lucha. El resto opuso una pequeña resistencia, pero los albocelenses les superaban en número y los lusitanos no tardaron en huir corriendo hacia el oeste. Algunos vacceos les persiguieron hasta el robledal y mataron a un par de ellos más, pero después regresaron con los otros albocelenses.

—Dejemos que corran –sonrió Docio. Él era uno de los que les había perseguido hasta los lindes del robledal–. Los de Ocellodurum se encargarán de ellos. ¿Dónde está Aro?

Algunos albocelenses habían sido heridos, aunque ninguno había muerto. Aro era uno de ellos. Un lusitano le había clavado un puñal en el costado derecho y ahora yacía en el suelo, pálido y sangrando abundantemente por la herida, asistido por uno de los guerreros de su séquito. Docio, alarmado por el aspecto de su hermano, trató de detener la hemorragia tapando la herida con un trozo de tela, mientras algunos hombres preparaban parihuelas y las mujeres, ya desatadas, ayudaban a otros a atender a los heridos.

—Tiene mala pinta, ¿verdad? –jadeó Aro tratando de parecer animado–. Ese lusitano me sorprendió con su puñal. Coriaca se va a poner furiosa conmigo por no ponerme la cota de malla.

Docio lo miró; su hermano apenas podía hablar. Respiraba con dificultad. En sus ojos leyó el dolor y la angustia, pero sabía que su hermano no tenía miedo a morir en combate, como un buen guerrero vacceo.

—No te preocupes –dijo, sin apartar la mirada de la herida, temiendo encontrarse con los ojos de su hermano–, te llevaremos a Albocela enseguida y los druidas te curarán. ¡Malditos lusitanos!

Aro había sentido la cuchillada que le lanzara el lusitano como una aguda punzada de dolor. El reflejo le obligó a lanzar el brazo hacia la derecha, con lo que cercenó de un solo golpe la cabeza de su adversario. Después había extraído el puñal de su costado y la sangre había comenzado a manar con profusión de la herida. Un dolor intenso se le había extendido por todo el costado haciéndole tambalearse y caer al suelo. Los suyos y las mujeres recién liberadas le habían atendido con presteza, pero sentía que las fuerzas le abandonaban con rapidez.

Cuando las parihuelas estuvieron listas, varios de los hombres se ofrecieron a acompañar a las mujeres a sus respectivas viviendas, aunque les contaron que la mayoría de ellas habían sido quemadas y sus hombres asesinados; las mujeres decidieron entonces viajar hasta las casas de algún familiar que les diese cobijo, en alguna granja, o en Ocellodurum o Albocela. El resto de los albocelenses regresó a su ciudad lo más deprisa posible. Aro perdió el conocimiento de inmediato, debilitado por la pérdida de sangre.

Se apresuraron en llegar a Albocela, los druidas ya estaban preparados para atender a los heridos. Constituían una de las tres castas, y ellos mismos también se dividían en tres ramas: los druidas propiamente dichos, los vates o adivinos y los bardos; estos últimos se encargaban de recordar y recitar las leyendas de los clanes, mientras los druidas realizaban multitud de funciones: médicos, jueces, consejeros, filósofos... Todos los druidas varones llevaban la cabeza tonsurada, con el pelo afeitado en la parte delantera, en una línea que iba entre las orejas. En Albocela, la jefa de los druidas era Vindula, una prima de Coriaca. Se trataba de una mujer alta, esbelta, con largos cabellos negros que solía llevar trenzados, recogidos con una cinta en la nuca. Su rostro largo siempre tenía un gesto serio, en el que destacaban sus profundos y misteriosos ojos negros, sus labios carnosos bajo la nariz recta y estrecha. Al igual que Silo, había pasado gran parte de su adolescencia y juventud en el norte, en Erin y Britania, educándose en la mítica isla de los druidas. Cuando regresó de allí, todos pudieron percibir el gran cambio que Vindula había experimentado desde que partiese hacia el lejano norte, el gran poder que había adquirido. Vestía una larga túnica blanca bajo el grueso manto de lana, también blanco. Cuando el grupo llegó a Albocela, ella ya esperaba a las puertas de la ciudad. Observó un instante a los heridos, diez en total. Sin perder un momento, ordenó a los guerreros que los transportasen a la cabaña de asambleas.

Ella misma inspeccionó a los heridos y atendió a los más graves, conversando e intercambiando opiniones en voz baja con los demás druidas. Al cabo de un rato, se acercó al lugar donde uno de sus compañeros atendía a Aro, auxiliado por Coriaca. El druida había rasgado la túnica ensangrentada y había limpiado la herida profunda. Vindula hizo un gesto de asentimiento al otro druida, que acudió a atender a otros heridos, y se arrodilló junto a Aro. Su semblante serio permanecía impasible.

—¿Está muy grave? –le preguntó Coriaca con rostro preocupado. Sus manos se aferraban a la mano derecha de Aro.

La druida observó unos momentos la herida del costado y después alzó sus profundos ojos hacia su prima. Su expresión no hacía presagiar nada bueno.

—Sinceramente, esta herida no tiene buen aspecto, Coriaca –dijo con voz grave.

—Pero ¿se salvará? –insistió Coriaca.

—Sí, si se cuida –asintió Vindula esbozando una sonrisa leve–. Pero la recuperación será lenta; no podrá moverse de aquí en varios días, ha perdido mucha sangre. Ha tenido suerte, las costillas han impedido que el puñal le atravesase un pulmón.

—Aunque se lo advertí, no quiso ponerse la cota de malla.

—Los hombres son muy cabezotas –respondió la druida meneando la cabeza sin dejar de observar el costado de Aro, pero con tono tranquilizador.

Colocó un extraño emplasto de hierbas sobre la herida y presionó con fuerza. Cerró los ojos y canturreó una canción entre dientes ante la mirada atenta de Coriaca. Después permaneció unos minutos concentrada en silencio. Abrió los ojos y miró el rostro de Aro.

—Aprieta esto contra la herida durante un rato –le explicó a su prima–. Cuando se seque, llama a uno de los druidas; él mismo vendará la herida. Esto tendría que detener la hemorragia. De momento, tendréis que permanecer aquí vigilándole, ¿de acuerdo?

Coriaca asintió y le dio las gracias. Vindula se levantó y acudió a atender a otros guerreros. Coriaca se sentó junto a su esposo presionando la masa sobre la herida como le había indicado su prima. Miró el rostro pálido y demudado de Aro, sudoroso a pesar del frío reinante, y una lágrima se escapó de sus ojos azules.

Aquel invierno fue duro y frío. Las lluvias de finales del otoño pronto dejaron paso a la nieve. El mundo se cubrió con un grueso manto blanco que amortiguaba los sonidos y en el que reinaba el silencio. Los albocelenses apenas podían salir de la ciudad; varias granjas y pequeñas aldeas de los alrededores quedaron aisladas durante numerosos días. Los lobos se acercaban más que nunca a los lugares habitados, acuciados por el hambre. Atacaban con frecuencia a las reses, de modo que los albocelenses se vieron obligados a organizar grupos para vigilar los alrededores de la ciudad y proteger a su ganado.

Aro tuvo que permanecer gran parte del invierno recluido en su cabaña reponiéndose de la herida en el costado. No soportaba la inactividad. Deseaba ayudar a su padre y a Docio en los quehaceres diarios, pero Vindula le prohibió realizar esfuerzos e incluso salir de su casa, lo que provocó el descontento y las protestas de Aro. La misma Coriaca tuvo dificultades para retenerle cuando él se empeñaba en salir a la nieve con los demás hombres, pero en cuanto trataba de incorporarse, el costado le dolía terriblemente, por lo que tenía que tenderse de nuevo en la cama, resignado y protestando. Al final la mirada amenazadora de Coriaca le convenció de que lo mejor para él sería permanecer en el lecho cálido.

Una vez más transformado,

He sido salmón azul,

He sido perro y ciervo,

He sido corzo en la montaña,

He sido tronco y azada,

He sido taladro en la fragua,

Durante año y medio

Fui un gallo blanco moteado,

Ganoso de gallinas.

—Me ha gustado esa canción, Silo –dijo Aro al bardo con un asomo de dolor en la voz.

Aquel día la nevada arreciaba. Todos se habían refugiado en la acogedora calidez de la cabaña para resguardarse del frío. Incluso Vindula se encontraba allí. Había acudido a supervisar la recuperación de su pariente. Tras comprobar su estado, se hallaba de pie en medio de la cabaña tendiendo las manos hacia el fuego del hogar, con el rostro serio y los ojos misteriosos clavados en las llamas, conversando con Coriaca, que manejaba con presteza y habilidad las pesas de barro del pequeño telar, tejiendo un nuevo manto de lana negra para lo que restaba de invierno. La pequeña Deocena miraba con atención a Vindula, asomada tras el cuerpo de su madre, fascinada por el atuendo de la druida y su gesto impasible.

—Es un poema compuesto hace mucho tiempo –explicó el bardo quitándole importancia–. Tiene más de quinientos veranos.

—Pero tú sabes recitarlo muy bien, amigo –insistió Aro–, mejor que ningún bardo que yo haya escuchado antes.

Silo, halagado, comenzó a cantar otra canción y Coroc se sentó junto a su padre a escuchar la historia con la barbilla apoyada en las manos.

—Entonces, ¿opinas que está casi recuperado? –preguntó Coriaca a su prima en voz baja mirando brevemente a Aro.

—Sí –respondió esta sin separar los ojos del fuego–. Pronto podrá salir, quizá dentro de media luna. Esta vez ha tenido suerte. Pero debes seguir vigilándolo e impedir que realice esfuerzos.

—No imaginas lo que me ha costado retenerlo aquí. A veces pensé que tendría que atarlo a la cama para impedir que saliese al campo.

—Tu esposo es testarudo como una mula –asintió Vindula–. Espero que sus hijos no se parezcan demasiado a él –añadió mirando fija y severamente a Deocena.

La pequeña se asustó de los ojos profundos de la druida y se escondió tras su madre. Esta dejó su labor frotándose los ojos, se dio la vuelta sonriendo y la alzó en brazos mientras se ponía en pie.

—No tengas miedo de la prima Vindula, cariño –tranquilizó a su hija–. Es un poco seria, pero es muy buena. Ella ha sido la que ha curado a papá.

—¿Cuántos años tiene? –preguntó la druida sonriendo a la niña y mirándola con interés.

—Acaba de cumplir tres años.

—¿No te interesaría que fuese druida?

—Me gustaría que lo fuera, claro que sí –respondió Coriaca mirando a su hija con ternura y orgullo. Se trataba de un honor para una familia que los druidas quisiesen iniciar a uno de los hijos–. Aunque es claro que a ella le asustas, pareces tan seria... Es la propia Deocena quien tiene que elegir si quiere ser druida o no. Además, no sé si tendrá facultades para ingresar en la Orden...

—Bien, entonces, cuando cumpla diez primaveras, envíala a mi cabaña. Quiero ver si reúne las cualidades necesarias; si es apta para ello, yo misma trataré de persuadirla para que aprenda el saber de los druidas. Además –rio con una risa clara poco frecuente en ella–, tú sabes bien que no soy nada seria, Coriaca, pero soy una druida y eso me exige mantener la compostura para ganarme el respeto de los demás.

—Y mantener las distancias con ellos –sonrió Coriaca.

—En efecto, y mantener las distancias... –asintió Vindula desviando su mirada hacia el fuego.

En ese momento, alguien abrió la puerta. Era Docio, que traía un bulto de buen tamaño bajo el brazo. La nieve permanecía sobre sus hombros y sobre la capucha de su capa de lana. Una ráfaga de viento empujó varios copos de nieve dentro de la cabaña, y Docio cerró la puerta. Silo interrumpió su canción mientras Docio inclinaba la cabeza con respeto al ver a Vindula. Después sonrió a los presentes.

—¡Hola a todos! –dijo con alegría mientras se bajaba la capucha–. ¿Qué tal va eso, hermano? ¿Cómo estáis todos? ¡No vais a creer lo que me ocurrió ayer por la tarde!

—Creo que no vamos a poder evitar que nos lo cuentes –dijo Aro con resignación sonriendo a su hermano menor.

Docio se despojó de su capa mojada y la arrojó sobre el banco de piedra de la pared, tomó un taburete y lo acercó al lecho de Aro sin que la sonrisa desapareciese de sus labios. Se sentó y dejó el bulto que portaba en el suelo, entre sus pies.

—Ayer salí con un grupo de hombres a vigilar los alrededores –explicó con vehemencia–, en busca de lobos. Algunos decían que los habían oído por los alrededores. Inspeccionamos los robledales y encinares al noroeste de la ciudad durante toda la tarde, sin ver un solo lobo o jabalí merodeando por aquí, aunque los aullidos no se oían demasiado lejos y en numerosos puntos de los bosques. Al atardecer, cuando ya regresábamos a casa, tuve ganas de orinar, por lo que me oculté entre unos robles. Cuando terminé, me dispuse a reunirme con los demás, pero entonces escuché unos gruñidos sordos algo más lejos. No podía avisar a los otros por temor a perder a las presas. Preparé mis lanzas y avancé entre los árboles hasta llegar a un pequeño claro, donde media docena de lobos estaban dando buena cuenta de una vaca, que sin duda se había escapado y extraviado. Pensé de nuevo en volver a buscar a los otros, pero temí hacer demasiado ruido y ahuyentar a las bestias, por lo que decidí actuar por mi cuenta. Lancé una de las jabalinas. Un lobo cayó herido; sin perder un momento, arrojé la segunda cuando otro de los lobos se abalanzó sobre mí. Desenvainé la espada dispuesto a defenderme del resto de la manada, pero los demás salieron huyendo hacia el norte.

—¿Cazaste dos lobos, tío Docio? –preguntó Coroc con los ojos muy abiertos, impresionado por la hazaña de su tío–. ¿Tú solo?

—Sí, yo solo lo hice –asintió este hinchando el pecho con orgullo, mirando a los demás con gesto triunfal.

—Vamos, Docio –rio Aro–, es una buena historia para impresionar a los niños o a las jovencitas, pero tú ya estás casado. Y a Vindula no la vas a impresionar. ¿Qué dirá Maducena cuando se lo cuentes? Seguro que se burla de tu presunción.

—Ella ya lo sabe, hermano –dijo Docio con aire ofendido, después de mirar un instante el rostro serio de la druida–. Si no me crees, mira esto.

Tomó el fardo que había traído consigo y se lo lanzó a Aro. Este lo abrió. Con lentitud, extendió sobre la manta el contenido: dos pieles de lobo. Después miró asombrado a su hermano.

—He traído estas pieles de lobo para ti –dijo Docio orgulloso; había impresionado a Aro–. Un regalo para mi hermano mayor, herido en una lucha contra los lusitanos. Tu Coriaca podrá hacerte una buena capa: eran animales de un buen tamaño, de los lobos más grandes que he visto nunca, tan grandes como nuestros mastines. Las cabezas me las he quedado yo como trofeo. Las colgaré en el interior de mi cabaña.

—Son unos buenos trofeos –intervino Vindula, que se había acercado junto con Coriaca al oír la historia de Docio–. El espíritu del lobo os protegerá, es un animal poderoso. Sucellos actúa a través de él.

—Sí, pero son una amenaza para nuestro ganado –replicó Aro–. ¿No podrías evitar que se acercasen a nuestro territorio, Vindula? ¿No podrías hacer un conjuro o invocar a los dioses? La magia de los druidas es poderosa. Podríais hacer que se mantuvieran alejados de nuestro ganado. Podrías pedirle a Sucellos, su señor, que los mantuviese bien atados.

—Nuestro territorio, como tú lo llamas, es muy extenso –respondió con seriedad la druida, irguiéndose de pronto y mirándolo fijamente con sus amenazadores ojos negros, que atemorizaron a Docio–. Y no es nuestro. Los lobos de Sucellos ya corrían por estos lugares antes de que nosotros llegásemos, igual que otros pueblos habitaban este lugar antes de que nosotros les expulsásemos o los convirtiésemos en nuestros siervos. Ahora debemos compartir esta tierra con los lobos y con los demás seres que habitan esta región. Mantener a raya a los lobos requiere una magia muy poderosa, una magia que muy pocos poseen ya entre los hijos de Danu. No conozco a nadie capaz de hacerlo, tal vez ya no quede nadie con ese poder. Además, los dioses alejarán a los lobos de nosotros cuando lo crean conveniente. Sucellos se llevará a sus lobos cuando finalice el invierno, no cuando una druida vaccea se lo pida porque un guerrero vacceo piensa que están amenazando al ganado.

Tomó las pieles de lobo de las manos de Aro, las inspeccionó con cuidado y cerró los ojos. Durante unos minutos pareció estar en trance. Todos la observaban en silencio. Después abrió los ojos como si volviera de una ensoñación. Miró a Aro.

—Estos dos lobos eran hermanos, de la misma camada. Ten cuidado –le advirtió despacio, con voz profunda–. El lobo te llevará muy cerca del peligro y la muerte. Te hará poderoso, pero debes cuidarte.

Prosiguió un tenso silencio a estas palabras. Aro y Vindula se miraban intensamente.

—Hablas con enigmas, Vindula –dijo él al fin con esfuerzo, el ceño fruncido–. ¿Qué significado tienen tus palabras?

—Lo ignoro –admitió ella tras un breve silencio sacudiendo la cabeza–. Sólo puedo decir lo poco que me comunican los espíritus de los animales a través de sus pieles. Si tuviera su corazón o sus vísceras, quizá fuera capaz de ir más lejos. Tal vez uno de los vates podría interpretar…

—Siento deciros –intervino Docio– que el resto de los cadáveres de los lobos se quedó en el bosque, excepto las cabezas. Si te sirven para algo... Aunque yo mismo las lavé con nieve y después con agua en mi casa, pues estaban cubiertas de sangre.

—Entonces no hay nada que hacer –repuso Vindula encogiéndose de hombros–. Si no las hubieses manoseado demasiado, tal vez, pero así... Incluso la piel del lobo dice más.

—O sea –dijo Aro–, que si me pongo esas pieles, estaré en peligro. ¿Es eso lo que quieres decir, Vindula?

—Yo no quiero decir nada, sólo siento el poder del animal. Os traduzco a palabras lo que me transmite, pero ya os digo que no es mucho. Además, esa contradicción entre el peligro y la victoria me desconcierta.

—Sabes bien –intervino Silo inclinándose hacia adelante– que ambos conceptos no tienen por qué estar reñidos. Es difícil conseguir una gran victoria sin haber corrido un grave peligro...

—Por supuesto, Silo –respondió ella–, tienes toda la razón, y yo también lo creo así. Sin embargo, hay algo que me preocupa en todo este asunto.

Miró fijamente a Aro y él le devolvió la mirada. Los demás callaban, incluso Coroc y Deocena. Un silencio sepulcral se adueñó de la estancia.

La primavera llegó despacio; las primeras flores se abrieron con timidez entre los restos de la nieve que aún se demoraba entre los árboles y en los páramos. El sol todavía no les daba calor, pero su presencia al menos alegraba los corazones de los vacceos que tanto habían sufrido las inclemencias de aquel duro invierno. Los campos comenzaron a verdear; las hojas hicieron su aparición en las ramas desnudas de los árboles. Muy despacio, la naturaleza despertó de su largo sueño bajo la nieve.

Aro pudo salir al fin de su cabaña para pasear por la ciudad, aunque aún no podía ayudar a los suyos en las tareas del campo, pues la severa Vindula se lo había prohibido hasta, al menos, el solsticio de verano, y Coriaca le había advertido seriamente de que no lo intentara siquiera con un relámpago en sus bellos ojos. Él se resignó a obedecer, amedrentado por la mirada de su esposa, aunque se sentía inútil sin hacer nada. Tendría que esperar con paciencia hasta que llegase la fiesta de Beltain. Así, todas las mañanas, cuando Coriaca, Buntalo, Docio, Silo y el resto salían a trabajar al campo, él bajaba a la orilla del río, acompañado por Deocena y Coroc; pasaba el tiempo pescando y charlando con Aiiogeno, el barquero. Este vivía en una cabaña a orillas del Durius y, aparte de cuidar su pequeño huerto, se encargaba de cruzar de una orilla a otra del río a los viajeros en una ancha almadía de madera.

Mientras los dos hombres charlaban y pescaban, los niños corrían entre los árboles, siempre alejados de la orilla, jugando o recogiendo las flores que brotaban en el bosque.

Un caluroso día, ya próximo al verano, conversaban sentados junto a la orilla del río con los pies metidos en las claras y frescas aguas.

—Prueba estas cerezas lusitanas –dijo Aiiogeno a Aro ofreciéndole un puñado de cerezas rojas que sacó de una bolsa de tela que tenía a su lado–. Mi hermano las trajo el otro día. Estuvo comerciando en Lusitania.

—Excelentes –afirmó Aro saboreando las sabrosas frutas rojas–. ¿Cómo están las cosas en Lusitania?

—Parece que los lusitanos están tranquilos, ven a los romanos muy lejos de su país y aún no temen una guerra.

—Sí, hasta que estén cerca... Mira, perros de agua.

Una pareja de nutrias nadaba ante ellos jugueteando y buscando algún pez para comer. El barquero les lanzó una piedra para asustarlas. Las nutrias huyeron nadando grácilmente.

—Si siguen nadando por aquí –explicó–, nos espantarán los peces.

—También los espantarás tú con tus pedradas –rio Aro.

La fauna era abundante y variada en las orillas del río Durius. Los corzos, cisnes, castores, ánades y garzas eran pobladores asiduos y característicos de las márgenes y las aguas del río. En cuanto a la pesca, abundaban las anguilas y los barbos.

Aiiogeno y Aro habían extendido una pequeña red para tratar de capturar alguna anguila; de pronto, Aiiogeno se levantó y lanzó al agua un pequeño palo afilado. Después, sonriente, se metió unos pasos en el río tratando de no enturbiar las aguas en exceso, recogió la lanceta y la alzó en el aire con un barbo de buen tamaño ensartado en ella.

—¡Buena pieza! –rio–. Iguálala, Aro, si puedes.

Este observó al joven barquero. Era un tipo corpulento, de cabello y bigote cobrizos recogidos en abundantes trenzas. Tenía casi diez años menos que Aro. Sus ojos verdes siempre brillaban animados, pues su carácter era jovial; nunca dejaba de reír y bromear.

—Me lo has puesto difícil, amigo, pero te superaré.

—Necesitarás la ayuda del dios del río en persona –repuso Aiiogeno confiado.

El barquero volvió a sentarse junto a Aro, feliz por la captura. Ambos miraron río abajo, donde una bandada de cisnes surcaba las aguas contra corriente, en dirección a ellos. Entre los álamos, a sus espaldas, se oían las risas de Deocena y Coroc. En el cielo azul, las nubes blancas viajaban hacia el este como vaporosos barcos en un mar infinito.

—¿Sabes que esperamos otro hijo? –preguntó el barquero con orgullo–. Mi esposa está embarazada de nuevo.

—Vaya, enhorabuena, Aiiogeno, parece que no pierdes el tiempo...

—¡Las caderas de mi esposa no me lo permiten! –exclamó Aiiogeno haciendo un gesto explícito y guiñando el ojo a su amigo.

Ambos hombres rieron dejando de vigilar por un momento las aguas cristalinas del río, de las que surgieron las cabezas de la pareja de nutrias, que los miraban con curiosidad.

—Otra vez los perros de agua –dijo Aiiogeno con fastidio alargando el brazo para alcanzar una piedra de la orilla.

—Déjalos –dijo Aro–, o tendrás que pasarte el día tirándoles piedras. Tendremos que pescar aunque estén aquí. Además, pronto se aburrirán de mirarnos y se marcharán a otra parte. No creo que les resultemos muy divertidos, a pesar de la expresión de tu cara.

—Está bien –gruñó Aiiogeno soltando la piedra que ya tenía en la mano–, los dejaré en paz, pero terminarán alejando a los peces de aquí. Ya lo verás, nos quedaremos sin pesca.

Por fin, como había pronosticado Aro, las nutrias se marcharon nadando río abajo; la mañana transcurrió apacible. Silo se presentó poco después del mediodía y se unió a ellos en la pesca, conversando animadamente, mientras los niños dormían a la sombra de los árboles, fatigados por los juegos.

Más tarde, Aiiogeno le pidió a Silo que cantase algo para ellos; el bardo le complació. Los tres hombres dejaron de pescar, se sentaron entre los árboles y los niños se les unieron al ver que Silo tomaba su arpa y acariciaba sus cuerdas. Siempre escuchaban embelesados al bardo, que les deleitó con sus cantos hasta el atardecer. Entonces Aro se puso en pie.

—Creo que es hora de regresar a la ciudad, Aiiogeno –dijo–. Los niños deben cenar y acostarse, o Coriaca no me dejará entrar en la cabaña esta noche –añadió con una sonrisa.

—Tu esposa tiene mucho carácter –rio el barquero mientras daba una palmada en el hombro a su amigo–, es una verdadera vaccea. Si no te deja entrar, puedes venir a dormir a mi cabaña. En fin, nos veremos mañana si vienes de nuevo a visitarme.

—Claro que sí. A ver si consigo pescar más peces que tú de una vez.

Se despidieron de Aiiogeno y ascendieron despacio por la pendiente pronunciada. A Aro le costaba subir la cuesta, pues la herida del costado aún le molestaba un poco, aunque aquel día se encontraba con más fuerzas. Sonrió a Coroc, que subía alegre a su lado, y a la pequeña Deocena, que acribillaba a Silo con sus preguntas. El bardo sonreía divertido mientras contestaba con paciencia a la niña, que Aro había subido a sus hombros.

Coriaca acababa de llegar cuando entraron en la cabaña. Estaba lavándose la cara y los brazos con agua fresca. La jornada, explicó después de secarse mientras abrazaba a sus hijos, había sido larga y calurosa, pero ella nunca perdía la alegría en los ojos azules. Saludó sonriente a su esposo e invitó a Silo a cenar. El bardo aceptó cortésmente. Coriaca ordenó a su sierva que le ayudase a preparar la cena.

Después de la suculenta cena alrededor del fuego, a la que se añadieron también Docio y Maducena, Silo tomó el arpa y la flauta exhibiendo su arte ante todos ellos una vez más. Los bardos gozaban de gran respeto entre los vacceos como transmisores de la tradición y las leyendas antiguas, así como maestros de los niños. Silo era uno de los mejores bardos entre los vacceos, pues conocía gran número de historias y leyendas de la tradición no sólo vaccea, sino del resto de pueblos emparentados con ellos y de muchos otros pueblos de Hispania. También conocía un buen número de narraciones galas y britanas, aunque estas no solía recitarlas más que en contadas ocasiones. Aquella noche, Docio y Maducena le pidieron que narrase alguna leyenda de un país lejano. Silo se resistió al principio, pero los jóvenes insistieron, y Coriaca se unió a ellos.

—Vamos, Silo –dijo Coriaca–, no nos vendrá mal escuchar alguna historia de tierras lejanas y mágicas.

—Está bien –accedió por fin el bardo. Había mirado a Aro, y este se había encogido de hombros–, ya que tanto insistís, os contaré alguna leyenda de tiempos muy lejanos.

Tomó de nuevo su arpa y la tañó suavemente cerrando los ojos, como hacía cada vez que se disponía a narrar uno de sus bellos relatos.

—La historia que voy a contaros –comenzó a hablar Silo– la escuché de labios de alguien que llegó del sur, de las tierras donde nace el Camino del Estaño y que ahora dominan los romanos. No ocurrió en un país remoto, pero es muy hermosa.

»En los bosques de los tartesios habitaron en una época muy antigua los cunetes, cuyo rey más antiguo conocido se llamó Gargoris. Este gran rey era sabio: fue quien descubrió cómo aprovechar y utilizar la miel. Gargoris tuvo una hermosa hija, que se convirtió en la doncella más hermosa de todos los cunetes. La princesa era tan bella que incluso Gargoris, su padre, se enamoró de ella y, tras un largo acoso, al que su hija no accedió, terminó por violarla.

»Con el tiempo, la princesa parió un niño; pero Gargoris se avergonzó entonces de aquella prueba clara de su amor incestuoso y decidió matarlo. Primero, dando muestra de gran crueldad, ordenó que abandonaran al niño en los bosques. Así se hizo a pesar de las súplicas desgarradoras de su hija, pero cuando volvió a preguntar por él un tiempo después, supo que había sido alimentado por la leche de varias fieras.

»Gargoris mandó a sus hombres que trajeran el niño ante su presencia. Entonces mostró su comportamiento más cruel, pues en vez de una muerte sencilla inventó una muerte dolorosa para su nieto: ordenó a sus servidores que lo colocasen en un desfiladero que era lugar de paso frecuente de los ganados. Prefería ver sufrir al pequeño antes que darle una muerte rápida. Pero el niño tampoco recibió daño alguno en esta ocasión y, además, fue alimentado por las reses. Entonces Gargoris lo arrojó a unos perros hambrientos, atormentados por el ayuno de varios días, pero los perros tampoco lo mataron. Y después lo arrojó a los cerdos, pero estos tampoco le atacaron.

»Ante aquella situación, como no sólo no conseguía que el niño muriese, sino que crecía gracias a la leche de algunas fieras, Gargoris, desesperado, ordenó que lo arrojasen al mar. La orden fue cumplida al punto, pero el niño fue protegido por los dioses en medio de las terribles olas y de las tempestades, y llevado con cuidado de nuevo hacia la orilla. Allí llegó poco después una cierva que encontró y amamantó al pequeño. A partir de aquel día, el niño fue adquiriendo agilidad gracias al contacto con su nueva y peculiar nodriza. Creció en medio de las manadas de ciervos, con los que recorría los bosques y los montes a la misma velocidad que aquellos gráciles animales.

»El niño vivió con los ciervos hasta que un día fue cazado con lazo por unos cazadores, que lo entregaron como presente al rey Gargoris, quien lo reconoció de inmediato por los rasgos familiares y por sus signos corporales. El rey, al fin, impresionado por los peligros y riesgos superados por el niño, lo nombró su sucesor en el trono.

»Al niño le puso por nombre Habis. Cuando ascendió al trono, el reino alcanzó tal gloria que nadie tuvo duda de que habían sido los dioses quienes habían protegido a Habis de tantos peligros. Llegó a someter a los pueblos vecinos sin civilizar dándoles unas leyes, fue el primero que enseñó a arar la tierra con bueyes y a cultivarla. Además, como odiaba que se matase a los animales a causa de lo que él mismo había padecido, Habis obligó a los hombres a alimentarse con alimentos del campo.

Silo calló al fin, aunque siguió tañendo su arpa. Coriaca sonrió con la mirada en el fuego.

—Es en verdad una hermosa historia –dijo apoyando la cabeza en el hombro de Aro–, pero no comprendo cómo alguien puede desear matar a su propio hijo.

—Es sólo una leyenda –dijo Aro–. Además, procede del sur. No deberías buscarle una respuesta lógica.

—No estoy de acuerdo –interrumpió Silo, el semblante serio–. Cualquier mito o leyenda, proceda de donde proceda, siempre tiene un significado, Aro.

—¿Ah, sí? –repuso este–.¿Cuál es el significado de lo que acabamos de escuchar?

—No es esa mi labor, Aro –dijo Silo meneando la cabeza–. Yo sólo transmito los conocimientos que he adquirido. En cuanto a la interpretación de lo que os sea contado, cada uno debe buscarla en su interior. No todos debemos buscar la misma enseñanza en los mitos. Yo mismo obtengo mis propias conclusiones de los mitos y leyendas que aprendo, pero es fácil que mis conclusiones no sean las mismas que las de cualquier otro. Incluso puede que algunas de mis historias fuesen ciertas, aunque no lo creamos o no queramos creerlo. ¿Recuerdas a la hermosa mujer que vimos una vez en las montañas, a la que Docio y tú hubieseis seguido con gusto, la que se llevó a Babbo, el turmódigo? Os dije entonces que se trataba de la vieja diosa de las montañas, pero no quisisteis creerme hasta que no encontramos el cuerpo de Babbo despeñado en el fondo del desfiladero. Entonces, y sólo entonces, os convencisteis de que lo que os había contado era cierto. Ya veis, no todo es lo que parece; existen aún muchas cosas desconocidas para nosotros, y muchas de ellas no las conoceremos nunca, por mucho que lo deseemos.

Cuando todos se hubieron marchado, Coriaca mandó acostarse a Coroc y depositó a Deocena, que dormía en sus brazos, en el jergón junto a su hermano.

Regresó junto al fuego y se sentó en silencio al lado de su esposo. Aro la miró con dulzura y sonrió.

—Silo cuenta unas historias muy hermosas –susurró Coriaca.

—Es un bardo excelente –admitió él–, el mejor que he escuchado nunca. Estoy orgulloso de tener un bardo como él a mi lado.

—Es muy inteligente...

—Además, su voz y sus palabras tienen una magia extraña.

—Sí, parece que nos transporta a todos con sus palabras... ¿Vamos a dormir? Estoy agotada.

Se dirigieron a su lecho. Los niños ya dormían apaciblemente en su jergón. Aro corrió la cortina y admiró el cuerpo desnudo de su esposa en la penumbra. Se acercó a ella y la abrazó con ternura enterrando el rostro en su espeso y ensortijado cabello negro. Acarició su piel suave y miró sus ojos. Ella sonrió y le besó con ternura advirtiendo el deseo en sus ojos, mientras le quitaba la túnica. Sus cuerpos desnudos se entrelazaron sobre el lecho. Aro se sentía fuerte de nuevo tras la larga convalecencia invernal. Acarició con ardor el cuerpo suave y fragante de su esposa, que le correspondió a pesar de su cansancio. Se irguió a horcajadas sobre él y comenzó a moverse rítmicamente mientras las manos de Aro acariciaban sus pechos firmes. Ambos deseaban hacer el amor; aquella noche lo hicieron con pasión durante largo rato, hasta quedar agotados.