IX
Valle del Bagradas, otoño de 202 a. C.
El calor era sofocante en el norte de África, a pesar de que el verano ya había quedado atrás. Por ello, el campamento romano, situado en el valle del río Bagradas, parecía adormecido a aquella hora del día, cuando el sol se encontraba en lo alto del cielo despejado. En la penumbra de la tienda del general en el praetorium, a salvo de los ardientes rayos solares, Escipión y Lelio conversaban disfrutando del buen vino romano.
—¿Crees que los púnicos se atreverán a salir de Cartago para enfrentarse con nosotros? –preguntó Lelio dejando su copa sobre la mesa. Por culpa del calor, su túnica blanca presentaba marcas de sudor en numerosas partes.
—Eso espero –respondió Escipión–. Creo que Aníbal desea entrar en combate de una vez, que se produzca el desenlace de esta guerra. Aunque el Senado púnico le ordene que salga de Hadrumentum y se dirija a Cartago para reforzar las defensas, él no aguantará detrás de las murallas. Tampoco esperará mucho tiempo en Hadrumentum. No hace nada allí.
—Pero tal vez el Senado de Cartago le ordene permanecer en Hadrumentum…
—No –repuso el procónsul meneando la cabeza–, creo que no esperarán a que recorramos el valle del Bagradas, incendiando cuanto encontremos a nuestro paso, destruyendo su país, privándoles de sus suministros, hasta encontrarnos a las puertas de su capital. Como mucho, ordenarán a Aníbal que vaya a Cartago...
—... Pero él no querrá ir –terminó Lelio tomando su copa de nuevo y haciendo girar el vino–. Aunque le ordenen ir a Cartago, la situación sería la misma.
—Así es, amigo –asintió Escipión después de saborear el vino de color rubí–. Aníbal no soporta esconderse tras los muros. Su capacidad como estratega aumenta considerablemente en campo abierto, y es como a él le gusta combatir. Encerrarse en una ciudad supondría desperdiciar su genio militar.
—Sin embargo, aún no entiendo por qué los púnicos esperan tras sus murallas. Si, como dices, no van a dejarnos arrasar su país, ¿a qué esperan para salir a nuestro encuentro?
—Supongo que desean que su mejor general organice el ejército para hacernos frente con garantías de victoria.
—Aun así, nuestras fuerzas son más numerosas que las púnicas –dijo Lelio.
—Pero no olvides que Aníbal es un gran general –repuso Escipión–; aún no ha sido derrotado... De manera contundente, quiero decir.
—Deseas enfrentarte a él, ¿no es cierto?
—Por supuesto –los ojos de Escipión brillaron–. Él humilló a Roma, y tanto yo como mi padre estuvimos a punto de morir en la desgraciada batalla del río Trebia. También estuve presente en Cannae; tuve que recurrir a toda mi personalidad para conseguir que muchos romanos mantuvieran el valor y no huyesen al último rincón de Italia. Ahora, muchos de esos romanos, tras largos años de destierro en Sicilia, de ser tratados como chusma indigna de la ciudadanía de Roma, están aquí a mis órdenes para desquitarse, vencer a Aníbal y demostrar al Senado que merecen ser rehabilitados. Deseo vencerle no sólo por mí, sino también para acabar definitivamente con el mayor enemigo de la República. Sin embargo, hubiera deseado no tener que decidir las condiciones de paz que darán fin a esta guerra en la batalla que se avecina, que seguro que será decisiva. Si Cartago hubiese firmado la paz, si me hubiese entregado a Aníbal para que regresase con él a Roma, o si este se hubiese retirado de Italia antes de que nosotros hubiésemos invadido África, entonces la paz habría sido posible sin lucha, pero ahora...
En ese momento entró el praefectus castrorum en la tienda y saludó llevándose el puño derecho al pecho.
—Publio Cornelio, un frumentarius desea verte con urgencia. Ha llegado un mensaje desde el norte.
Escipión se incorporó ligeramente en su asiento, interesado por la llegada de aquellas noticias inesperadas.
—Que entre –ordenó al centurión asintiendo despacio y apurando el vino de su copa.
El frumentarius entró en la tienda seguido por un hombre bañado en sudor, vestido con una túnica cubierta de polvo. Ambos saludaron a los oficiales de la misma manera, llevándose el puño al pecho.
—Procónsul, este hombre acaba de llegar de Cartago –informó el frumentarius–. Trae noticias urgentes.
El procónsul, poniéndose en pie, le hizo una seña para que hablase.
—Anoche capturamos a un mensajero púnico; venía de Hadrumentum. Regresaba a Cartago con noticias de Aníbal. Según el mensaje que llevaba, Aníbal informaba al Senado de que saldría ayer con su ejército desde Hadrumentum hacia Cartago. El Senado púnico le ha ordenado que se enfrente a nuestro ejército.
—¿Conocen esa noticia en Cartago? –preguntó el procónsul.
—Por desgracia, sí –admitió el hombre tras un titubeo, sin atreverse a levantar la vista. Era evidente que temía un castigo por haber dejado escapar a un mensajero enemigo–. Otro púnico consiguió escapar hacia la ciudad a pesar de nuestros intentos por capturarlo.
Pero Escipión estaba de buen humor aquel día. Además, aquello era precisamente lo que había estado esperando y deseando: el encuentro con Aníbal en el campo de batalla.
—No importa que lo sepan en Cartago –dijo el procónsul volviendo a sentarse muy despacio–, no creo que puedan reforzar en exceso las tropas de Aníbal; están demasiado asustados como para salir de detrás de las murallas. Bien, podéis retiraros. Que le den algo de comer a este hombre. –Se volvió hacia su legado y sonrió–. Ha llegado el momento, Cayo Lelio, ha llegado mi momento. Por fin me enfrentaré a Aníbal. Esta será la batalla decisiva entre Roma y Cartago, no para decidir la guerra, de sobra decidida ya, sino para ver en qué condiciones se rinde Cartago. Creo que el mensajero capturado podría informar a Aníbal.
Lelio devolvió la mirada a su comandante sin comprender.
—Que se le muestre a ese hombre el tamaño de nuestro ejército –explicó el procónsul–. Informadle incluso de que Masinissa acaba de llegar con seis mil infantes y cuatro mil jinetes, que los vea. Quiero que Aníbal sepa a qué va a enfrentarse. Da las órdenes necesarias para partir mañana al encuentro del ejército de Aníbal. Y ahora déjame solo, amigo mío, necesito pensar.
Lelio salió en silencio del fresco pabellón al calor exterior acompañado por su superior. El legado resopló al sentir el calor sofocante y se apresuró a refugiarse bajo la lona de su propia tienda. Escipión regresó a su pabellón, se sirvió una nueva copa de vino y se sentó de nuevo en la silla curul cerrando los ojos. Recordó de nuevo todo lo ocurrido desde que dejase Hispania, hacía ya casi tres años: la reunión en el templo de Bellona, fuera del pomerium, la negativa del Senado a concederle el triunfo, la oposición de la facción de Cunctator, el amor de las centurias, su elección como cónsul, Sicilia y aquellos veteranos de Cannae, África, y ahora… Aníbal.
Al día siguiente, las legiones partieron hacia Zama Regia, situada a cinco días de marcha al sur de Cartago, que era el lugar hacia el que se había dirigido Aníbal. Como había mostrado al púnico, Escipión había recibido el importante refuerzo de su aliado Masinissa, que había regresado de Numidia, donde había estado reclutando nuevas tropas. El númida aportaba a sus fuerzas otros seis mil infantes y cuatro mil jinetes. Escipión se sintió animado; sabía que con tan alto número de jinetes, la ventaja se situaba en el bando romano, pues el ejército de Aníbal difícilmente podría hacer frente a una caballería tan numerosa.
Los romanos levantaron su campamento en las cercanías de Zama Regia. Escipión ordenó que se extremase la vigilancia en los alrededores del recinto. No quería ninguna sorpresa por parte de Aníbal, cuyas tretas eran ya bien conocidas por los romanos. Aquella misma tarde, se presentó en el campamento romano un mensajero del general púnico: este deseaba negociar con Escipión. El procónsul accedió y, al siguiente día, salió de su campamento acompañado por una escolta de varios jinetes, entre los que se encontraban Masinissa y Lelio. Pronto distinguieron a lo lejos a otro grupo montado, que se detuvo a cierta distancia. Ambas legaciones se observaron en silencio durante unos minutos. Entonces, del grupo de púnicos se adelantaron dos jinetes; uno de ellos no llevaba ni armas ni armadura. Escipión se volvió hacia su escolta.
—Esperad aquí –dijo–. Iré a hablar con Aníbal; sólo me acompañará el intérprete. Pero manteneos alerta, no me fío de ellos.
Hizo una seña al intérprete para que le acompañase y avanzó hacia su enemigo. Ambos generales se reunieron en el centro del espacio que quedaba entre las escoltas. Por fin pudieron verse cara a cara. Escipión observó a Aníbal; había esperado aquel momento desde hacía más de dieciséis años, desde que estuviera a punto de morir en el Trebia. El púnico había superado ya los cuarenta años –tenía casi cuarenta y tres–, pero su rostro era el de un hombre cansado y envejecido por las constantes guerras y la lejanía de su patria. Su barba espesa estaba poblada de canas; había perdido el ojo izquierdo hacía años en Italia a causa de una infección que había sufrido cruzando una región pantanosa en las riberas del Arno, tras la batalla del Trebia, y había tenido que ser extirpado; ahora el párpado cerrado ocultaba el hueco de la órbita vacía. Aunque su rostro estaba poblado de arrugas, su expresión aún era firme y decidida; su ojo derecho miraba fijamente a Escipión. Su hermosa coraza muscular de bronce brillaba bajo la amplia capa azul.
—Os he citado aquí –dijo Aníbal al fin, con su voz profunda, en un latín casi perfecto–, oh, valiente Publio Cornelio, para hablar de la paz entre Roma y Cartago. Me alegro de que seáis vos con quien tengo que negociar, pues sois un hombre inteligente. Admito que yo he sido el agresor y también que Cartago ha agravado esta situación violando el pacto que tenía con vos. Sin embargo, conocéis bien lo cambiante y caprichosa que es la suerte en las guerras; estaréis de acuerdo conmigo en que conseguir una paz segura es mejor que guardar una esperanza incierta de victoria. Es el que concede la paz, no el que la pide, quien dicta los términos, pero tal vez puede no ser presuntuoso en nosotros evaluar nuestra propia pena. Consentimos que permanezca vuestro aquello por lo que fuimos a la guerra: Sicilia, Sardinia, Hispania y todas las islas que se encuentran entre África e Italia. Nosotros, los cartagineses, confinados en las costas de África, estamos contentos, ya que tal es la voluntad de los dioses, de ver que gobernáis todo fuera de nuestras fronteras por mar y tierra como vuestros dominios. Me veo obligado a admitir que la falta de sinceridad demostrada recientemente en la solicitud de paz y en la no observancia de la tregua justifica vuestras sospechas en cuanto a la buena fe de Cartago. Pensadlo bien: si pactáis la paz conmigo ahora, veréis coronados todos vuestros éxitos; por otra parte, si tentáis una vez más a la Fortuna, vuestro prestigio puede rodar por los suelos.
Tras un breve instante, Escipión replicó:
—Tenéis razón, ilustre Aníbal Barca, vos habéis sido el agresor, y Cartago la gran culpable de esta guerra, y de muchas otras desgracias y catástrofes, no sólo en Italia, también en la Galia, Hispania y en la misma África. Sin embargo, Cartago no merece unas condiciones de paz más favorables que las que yo mismo le impuse en el tratado que violó hace muy poco, apoderándose de los suministros de las naves romanas destinados a mis hombres y agrediendo a mis emisarios. Si hubierais evacuado Italia por vuestra propia y libre voluntad, si hubierais embarcado a vuestro ejército antes de que yo hubiese partido hacia África y después hubieseis venido con propuestas de paz, admito que habría actuado con espíritu prepotente y arbitrario si las hubiera rechazado. Pero ahora que os he arrastrado a África no estoy obligado a mostrar la menor consideración. Aunque Cartago ofreciera ahora una compensación por no haber respetado el anterior pacto, el Senado romano, y yo en su nombre, se verá obligado a pedir que la rendición sea incondicional. La reciente ruptura del pacto me lleva a no confiar en vos ni en ningún otro púnico. Si no aceptáis estos términos, la única solución será zanjar nuestras diferencias mediante el uso de las armas. Decidid ahora lo que deseáis para vos y para vuestra ciudad.
—Os repito, Publio Cornelio –replicó el púnico–, que los hados son caprichosos. La poderosa Niké tiene alas y podría volar desde vuestro hombro hasta el mío...
—No serán los dioses quienes combatan en este campo, serán hombres, romanos, púnicos, hispanos, númidas... Muchos de ellos morirán, ya os lo he dicho, si Cartago no acepta las condiciones de Roma y se rinde.
Aníbal permaneció impasible al escuchar las palabras de su enemigo. Le estaba empujando de manera irremisible al combate, a pesar de sus palabras, puesto que aceptar aquellas condiciones supondría la total humillación de Cartago ante Roma. Después asintió levemente.
—Entonces –dijo al fin–, no hay otra solución; mañana nos encontraremos en el campo de batalla.
Dicho esto, volvió grupas y se alejó seguido por su intérprete. La breve conferencia había finalizado; habría batalla. Escipión le miró en silencio mientras el púnico cabalgaba hacia sus hombres. Al fin había conocido en persona a su más importante y peligroso enemigo. Al día siguiente, por fin, se enfrentaría con él en el campo de batalla.
Al amanecer, ambos ejércitos se situaron en orden de batalla. El ejército púnico estaba formado por unos cincuenta mil hombres. En calidad y adiestramiento, exceptuando a los veteranos que habían combatido en Italia, estos soldados eran inferiores a los legionarios con los que contaba Escipión. Aníbal conocía perfectamente esta circunstancia, y trató de alinear lo mejor posible a su ejército; lo dividió en tres cuerpos de infantería: el formado por sus veteranos de tantos años de lucha en Italia, el de los hombres que habían estado al servicio de Magón, que habían combatido en Liguria y el norte de Italia, y otro reclutado con rapidez por el Senado púnico, formado por púnicos y tropas africanas. Aníbal sabía que no podía confiar en este último cuerpo de ejército. Por tanto, situó en primera línea a los hombres de Magón: auxiliares ligures y galos, en orden abierto de unidades, entre las que colocó honderos baleares e infantería ligera africana.
Justo detrás de esta línea, mandó situar a los hombres reclutados hacía poco tiempo por el Senado púnico, la tropa en la que menos confianza tenía, mientras que sus propios hombres, reforzados con una buena cantidad de brutianos, se mantuvieron en reserva por detrás de la segunda línea. Ante la primera línea situó a ochenta elefantes, y en las alas formó a dos mil jinetes, los púnicos a la derecha y los númidas a la izquierda.
Aníbal sabía que, dada la debilidad de su caballería, no podría rodear los flancos romanos como había hecho con brillantez en Cannae. Por tanto, planeó romper el frente romano, para lo cual serían decisivos los elefantes, a pesar de que las bestias no siempre se comportaban de manera adecuada. Además, no estaban suficientemente entrenados y existía un considerable peligro de que se desbandasen. Pero si tenía suerte y los elefantes se empleaban bien, el frente romano quedaría roto, lo que, además de facilitar el ataque de su primera línea de infantería, animaría a la segunda, en la que él mismo no confiaba. Si todo salía bien, sus propios veteranos podrían decidir entonces la batalla. No le quedaba más remedio que esperar a que las cosas saliesen como él deseaba. Una vez más, recordó con amargura las palabras de su fiel Maharbal, el comandante de su caballería, cuando había rehusado asediar Roma tras la gloriosa batalla de Cannae. Maharbal le había dicho entonces: «Sígueme, yo iré delante con la caballería, y dentro de cinco días celebrarás la victoria con un banquete en el Capitolio». Pero Aníbal se había negado a marchar contra la capital de sus enemigos, esperando que Roma se rindiese o que, al menos, sus aliados la abandonasen, debilitando aún más su poder y provocando que quedase en manos de Cartago. Entonces Maharbal, frustrado, añadió: «Los dioses no derraman todos sus favores sobre un solo hombre. Sabes cómo ganar una victoria, Aníbal, pero no cómo aprovecharla». Aquella indecisión suya tal vez había salvado a Roma de la derrota definitiva. Roma no se rindió y la mayor parte de sus aliados permaneció fiel. Recordó también a su bella esposa Himilce, hija de un reyezuelo de Castulum, con quien se había casado en Cartago Nova antes de partir hacia Italia. La había amado en verdad, aunque muchos habían dicho entonces que el matrimonio era de conveniencia, para asegurarse la riqueza de las tierras de Castulum y obtener además un buen número de mercenarios. De aquel matrimonio había nacido su único hijo, Aspar. Pero ambos habían muerto tras contraer unas fiebres. Su dolor y su ira se intensificaron al recordar que, tras la toma de Castulum, los romanos habían profanado la tumba de Himilce.
Por su parte, Escipión mantuvo la alineación habitual en las legiones, el triplex acies, pero la adaptó a la situación táctica a la que se enfrentaba. Al ver ante él a los elefantes de Aníbal, ordenó a sus tribunos que, cuando aquellas bestias cargaran, los manípulos de los principes se situasen enseguida detrás de los de los hastati. Así formarían pasillos por los que podrían pasar los elefantes causando el mínimo daño posible a sus hombres. Mantuvo a los triarii muy a retaguardia para que no se viesen atacados por los elefantes en el caso de que estos superasen las dos primeras líneas. Tanto hastati como principes debían producir todo el estruendo posible para asustar a los elefantes y conseguir que buscasen la salida por entre los pasillos dejados entre aquellas masas ruidosas. Muchos de los centuriones temían que sus hombres se aterrorizasen al ver llegar a los elefantes y no cumpliesen las órdenes de forma adecuada, pero, una vez más, confiaban ciegamente en su general. Mantendrían la disciplina si era necesario.
También ordenó a los velites que, cuando cargasen los elefantes, se situasen en los pasillos entre los manípulos para hostigar y rechazar a las bestias, con orden de retroceder si no eran capaces de resistir el empuje de los poderosos animales. Lelio se situó en el flanco izquierdo con la caballería italiana, y Masinissa, a la cabeza de la caballería númida, se alineó en el ala derecha.
Se inició la batalla con un clamor de cornetas y trompas. Aníbal ordenó la carga de sus elefantes, que se abalanzaron contra las filas romanas. Escipión había ordenado a sus cornicines y tubicines que, llegado ese momento, hiciesen sonar sus instrumentos con todas sus fuerzas; así lo hicieron estos, a pesar del temible espectáculo que representaban las bestias dirigiéndose hacia ellos. Además, los hastati, principes y velites comenzaron a gritar con fuerza y a golpear sus pila y jabalinas contra los grandes escudos para aumentar el estruendo formado por los instrumentos. Los elefantes estaban mal adiestrados a causa del poco tiempo que habían tenido sus cuidadores para entrenarlos; conforme se acercaban al enemigo, el estrépito de las trompetas y cuernos romanos, unido a los alaridos de los legionarios, los aterrorizó de tal modo que los de la izquierda retrocedieron y se echaron sobre sus propias filas, sembrando la confusión y el terror en la caballería númida de Aníbal, que, arrollada por los animales, rompió la formación. Masinissa, atento a aquella circunstancia, aprovechó el momento para atacar, eliminando a los númidas enemigos del campo de batalla y persiguiéndolos en su huida. En el centro, los elefantes que siguieron adelante empujaron a los velites por los pasillos, haciéndolos retroceder y castigándolos de forma muy dura. La infantería ligera era aplastada por los enormes animales y empujada violentamente hacia las líneas de triarii, aunque consiguió causar daños a las bestias y sus conductores. Lelio, que se había mantenido inactivo hasta aquel momento, vio entonces su oportunidad y sacó provecho de la misma. Mientras los elefantes avanzaban hacia la retaguardia romana, cargó veloz contra la caballería púnica de Aníbal, muy inferior a la italiana, haciéndola retroceder desordenada y sin oponer demasiada resistencia, persiguiéndola a través del campo, igual que acababa de hacer Masinissa en el otro flanco.
La infantería no entró en acción hasta entonces, cuando la caballería de ambos bandos había desaparecido del campo de batalla y los elefantes se hallaban tras las líneas romanas. Mientras los velites supervivientes se encargaban de los conductores y soldados que montaban las bestias, los ejércitos rivales aproximaron sus líneas. Los manípulos volvieron a su formación acostumbrada. Los de hastati se acercaron unos a otros y avanzaron hacia la primera línea púnica al son de las cornetas. La lucha fue cruenta y dura, un forcejeo cuerpo a cuerpo, hombre a hombre; tanto púnicos como romanos combatían encarnizadamente. Los gritos de dolor y rabia de los hombres se mezclaban con el entrechocar de las armas; las bajas eran numerosas. Al principio del encuentro la ventaja parecía estar del lado de Aníbal, pero cuando su segunda línea, la menos fiable del ejército púnico, dejó de apoyar a la primera, esta se vio obligada a retroceder poco a poco ante el empuje de los legionarios hasta que, comprendiendo que había quedado abandonada por la segunda línea, retrocedió ya de manera alarmante. Pero como la segunda línea, inmovilizada por el miedo y la indecisión, le impidió el paso, sus hombres, presas del pánico, trataron de conseguirlo a viva fuerza. Escipión mismo contemplaba, estupefacto, cómo combatían entre sí las dos primeras líneas del ejército púnico, mientras sus propios hombres seguían avanzando. Se produjo entonces una tremenda confusión durante la cual los componentes de ambas líneas púnicas, presionados por los hastati, que habían sido reforzados por los principes, cayeron sobre la tercera línea de Aníbal, pero al no poder ser asimilados por la misma, huyeron por los flancos, arrojando sus armas y echando a correr.
En aquel momento, el campo de batalla ofrecía una visión espeluznante a causa del enorme número de muertos que cubría el terreno y de los montones sangrientos de heridos. Escipión ordenó a sus hombres que trasladasen deprisa a los heridos a retaguardia con el fin de mantener despejado el campo de batalla para facilitar a las legiones el asalto final; luego realizó un cambio táctico: hizo colocar a los hastati en el centro de la formación y adelantó por los flancos a principes y triarii. Así se formó una falange compacta que se enfrentó a la última línea púnica. Los legionarios superaron muy despacio los macabros obstáculos que constituían los montones de cadáveres. Los hastati, principes y triarii se alinearon como había ordenado su comandante. Acto seguido, romanos y púnicos cargaron unos contra otros con tal furia y denuedo que la batalla quedó sin decidir durante largo tiempo, ya que ambos enemigos eran similares no sólo en número, sino también en carácter, ánimo, coraje y armamento. Los combatientes de uno y otro bando peleaban con obstinación, prefiriendo caer muertos antes que retroceder un paso.
Escipión se dio cuenta entonces de que, de haber seguido así la batalla, con tan sólo la intervención de la infantería, es posible que Aníbal hubiese conseguido la victoria, mas por fortuna para él, en el momento preciso regresaron Masinissa y Lelio de su persecución de la caballería enemiga. Cargaron contra la retaguardia de Aníbal y acabaron con la mayor parte de ella, pereciendo muchos de los que intentaron escapar. Los veteranos púnicos y los hombres reclutados por Aníbal en Bruttium se vieron sorprendidos por los jinetes romanos y por los númidas de Masinissa. Rompieron su formación al ver perdido el combate. Ocurrió en el momento preciso, pues Escipión, temiendo sufrir una derrota, ya estaba rogando a los dioses para que hiciesen regresar a su caballería. Ello representó la total derrota de los púnicos. Al contemplar cómo su último ejército se deshacía ante las legiones de Escipión, Aníbal escapó hacia Hadrumentum acompañado por unos cuantos jinetes. Cartago había sido derrotado definitivamente.
Finalizada la batalla, el procónsul pidió a sus frumentarii que realizasen un recuento de bajas y prisioneros. El informe que recibió más tarde fue definitivo: por el bando romano cayeron algo más de mil quinientos combatientes; los púnicos perdieron más de veinte mil, y se había hecho un número casi igual de prisioneros. Se capturaron ciento treinta y dos estandartes púnicos.
Escipión decidió entonces no avanzar hacia Cartago. La razón principal era que no estaba en condiciones de iniciar un sitio prolongado. Además, él mismo sabía que, al igual que su rival Aníbal, no era tan buen general cercando ciudades como combatiendo en campo abierto. La guerra había sido larga, Roma deseaba un final rápido, pero Cartago estaba fuertemente fortificada, pues la ciudadela de Byrsa en Cartago se levantaba en una altura junto al extremo de una península unida a tierra firme por un istmo de poco más de tres millas y media de anchura, defendido por una triple línea de fortificaciones, cuyos muros exteriores eran extraordinariamente gruesos, con numerosas torres; la península medía algo menos de treinta millas y media de circuito. Por otra parte, sospechaba que si sitiaba la ciudad y después era llamado a Roma, sería el hombre que le sucediera quien se llevaría los honores del triunfo, un triunfo que, no sin razón, Escipión consideraba suyo. Sin embargo, ante sus adversarios, adujo que la dignidad de Roma aconsejaba suavidad y adoptar una conducta magnánima con el vencido.
Así pues, Escipión decidió que era esencial que Cartago firmara la paz cuanto antes. Envió sus condiciones al Senado púnico: Cartago entregaría sus naves de guerra –a excepción de los trirremes– y sus elefantes, y no se adiestrarían más en el futuro; los esclavos romanos, desertores y prisioneros serían devueltos a Roma; Cartago se comprometería a no entablar ninguna guerra sin el consentimiento de Roma; Masinissa sería reinstaurado en su trono de manera definitiva y los púnicos le devolverían todo cuanto le habían arrebatado; Cartago pagaría una suma de diez mil talentos de plata en un plazo de cincuenta años; por fin, serían entregados a los romanos un centenar de rehenes de edades comprendidas entre los catorce y los treinta años, que serían elegidos por el mismo Escipión y que serían llevados a Roma. A cambio de esto, los púnicos podrían vivir en libertad en las ciudades y territorios que previamente poseían en África, conservando sus bienes, esclavos y rebaños, pudiendo regirse por sus propias leyes, sin que les fuese impuesta ninguna guarnición.
Cuando se leyeron estas condiciones en el Senado púnico, un senador se puso en pie para protestar, pero el mismo Aníbal le obligó a sentarse, tras arrancarlo de su sitial. Algunos se escandalizaron, pero muchos otros comprendieron que Aníbal había actuado así a causa del dolor que le causaban las desgracias acaecidas a su patria, por la que lo había dado todo. El general afirmó que ya no era tiempo de deliberar. Era necesario aceptar por unanimidad las proposiciones que se les hacían, ofrecer sacrificios a los dioses y suplicarles que hicieran ratificar el tratado por el pueblo romano. La mayoría de los senadores estuvo de acuerdo con él. Finalmente, las condiciones fueron aceptadas por los púnicos, y se enviaron emisarios a Roma para que fuesen confirmadas. Sin embargo, el Senado romano acogió con frialdad el tratado; el cónsul Cneo Cornelio Léntulo vetó la paz, pues deseaba que la guerra continuase para conseguir una victoria fácil, y que esta se consiguiera durante su consulado. Entonces, el Senado sometió el asunto a la aprobación del pueblo, quien votó por firmar la paz con Cartago. Además, se decidió que el hombre que debía firmar el armisticio y devolver las tropas a Italia tenía que ser Escipión. Así lo hizo este cuando los emisarios estuvieron de regreso ante él; se recogieron las provisiones, se entregó a los prisioneros, y las naves púnicas fueron quemadas.
Cuando el Senado púnico se enfrentó al problema de realizar el primer pago a los romanos, los senadores se mostraron muy preocupados, de forma que, al ver sus rostros, Aníbal rompió a reír, burlándose de ellos. Los senadores le reprocharon su actitud tan poco patriótica, que riese en una situación tan desesperada para Cartago. Aníbal respondió a los que le increpaban que el momento de llorar había sido cuando los romanos les habían arrebatado sus armas y habían quemado su flota; sólo ahora parecían preocuparse los ilustres senadores, cuando la desgracia afectaba a sus propios bolsillos, pero nadie había protestado cuando Cartago estaba siendo desarmada.
Tras restituir a Masinissa en su trono, Escipión embarcó sus tropas y regresó triunfante a Roma. Se había ganado con todo merecimiento el apodo de Africano.
De este modo finalizó una guerra larga y cruenta, cuyos resultados inmediatos fueron la conversión de Hispania en provincia romana; la unión del reino de Siracusa, hasta entonces dependiente de Cartago, a la provincia de Sicilia; el establecimiento de un protectorado romano sobre los reinos númidas y, el más importante, la conversión de Cartago de poderoso Estado comercial y militar en una inofensiva ciudad mercantil. Así, Roma consiguió dominar toda la mitad occidental del mar Medio.