La Caverna del Pigmeo


Mientras caía y caía hacia el fondo del pozo, que era más profundo de lo que había imaginado, llegó a temer por su vida.

Con los ojos cerrados, resignada a aceptar su destino, se precipitaba cada vez más rápido.

En lugar del golpe fatal que esperaba que pusiera fin a su aventura, Ariadna se hundió de pronto en una materia suave y envolvente, donde empezó a perder velocidad hasta detenerse.

Cuando abrió los ojos, vio que se encontraba entre miles de plumas blancas fosforescentes. «Parecen plumas de ángeles», pensó.

Tras agradecer haber caído en un lugar tan blando y suave empezó a abrirse camino entre las plumas. Había salvado la vida al caer sobre ellas, pero de nada le serviría si se quedaba atrapada en el fondo del pozo.

Ariadna se abría paso como podía sin saber si avanzaba en círculos o se dirigía hacia algún sitio.

Estaba ya a punto de dejarse vencer por la desesperación y derrumbarse entre las plumas cuando finalmente encontró la entrada a un túnel tenuemente iluminado.

Convencida de haber hallado el camino al centro del Laberinto -nunca habría imaginado que estuviera bajo tierra-, entró emocionada en aquel agujero de gusano, esperando salir hacia algún lugar iluminado.

Sin embargo, el túnel se hacía cada vez más oscuro a medida que se internaba en él. Recorrió el último tramo completamente en tinieblas y con la sensación de estar adentrándose en el centro de la Tierra.

Empezaba a sentir pánico, porque el aire se hacía escaso. Notó cómo un sudor insoportable le empapaba la frente y el cuello. Afortunadamente justo entonces advirtió que una suave luz dorada iluminaba las paredes de la cueva.

Pronto se encontró en una amplia caverna iluminada por antorchas que colgaban de las paredes.

Ariadna admiró la enorme galería llena de estalactitas y estalagmitas, y se preguntó quién habría encendido aquellas teas. No tardaría en saberlo.

Al volverse se encontró ante un hombre minúsculo de raza negra con un escudo de piel y una lanza tradicional. La acechaba con la mirada mientras daba vueltas a su alrededor. Ella sentía entre curiosidad y terror, porque no sabía qué podía esperar de aquel personaje.

El hombrecillo finalmente se plantó frente a ella,
flexionó las rodillas y gritó con los ojos muy abiertos:

- ¡Uh!

Ariadna gritó del susto y, mientras su alarido resonaba en toda la caverna, el pigmeo estalló en risas, lo que convirtió la galería en una percusión constante de «¡Ah!», «¡Uh!» y «¡Jajá!».

Aquello parecía hacer una gracia terrible al hombrecillo negro, que había dejado caer el escudo y la lanza, y ahora se revolcaba por el suelo muerto de la risa. Al verlo ella no pudo contener una carcajada, lo que paralizó en seco la alegría del pigmeo.

- ¿Qué pasa? -protestó Ariadna-. ¿Es que aquí sólo puedes reír tú?

- ¡Tú no has reído! -dijo el hombrecillo muy serio-.Si lo hubieras hecho, no me habría detenido.

- ¿Cómo que no he reído? -repuso ella.

- Para nosotros, los pigmeos, una persona debe reír hasta caer al suelo. Si no cae, no ha reído de verdad.

- ¿Me estás tomando el pelo?

- En absoluto. La risa es algo muy serio, ¿sabes? Es el disolvente universal de las preocupaciones. Cada vez que ríes desaparece un problema de tu cabeza.

- No sabía que los pigmeos fuerais tan expertos en este arte -dijo Ariadna admirada.

- Tiene su lógica. Somos el pueblo más maltratado del mundo, también por nuestros vecinos africanos, porque todos se atreven con alguien tan pequeño. Por eso siempre tenemos problemas y debemos reír para disolverlos. Por cierto, ¿qué buscas por aquí?

- No lo sé -reconoció Ariadna-, pero ahora mismo me gustaría
ver el cielo.

- Entonces, sígueme
-dijo el pigmeo.

Los dos atravesaron la caverna hasta llegar a una gruta más baja, donde Ariadna tuvo que gatear por detrás del hombrecillo. En el punto más bajo de esta cueva el pigmeo le dijo:

- Ahora túmbate.

Ella hizo lo que le pedía y se tendió boca arriba junto al pigmeo. Delante de los ojos tenía un largo y recto agujero vertical que desembocaba directamente en el cielo abierto, que en aquel momento estaba plagado de estrellas.

El hombrecillo dijo en tono melancólico:

- Por muy pequeña que sea tu ventana, el cielo sigue siendo igual de grande.

Tuvo la sensación de que lo que había dicho el pigmeo era una revelación justo en el momento que una flecha de fuego cruzaba el gran firmamento por su pequeña ventana.

Ariadna se durmió plácidamente sabiéndose un poco más cerca del centro del Laberinto.