SOLIDARIDAD EN LA POBREZA

 

¿Hasta dónde puede llegar la solidaridad en una sociedad crecientemente empobrecida? ¿Cómo reaccionan unos ciudadanos en el límite de sus dificultades económicas, que en el corto periodo de un lustro han visto detenerse su escala social, cuando deambulan entre ellos otras personas más empobrecidas que ellos, desarraigadas de los suyos y de su tierra, sin empleo, sin protección social, con más problemas y con un futuro aún más negro? Nuestra idea era tratar de responder a estos dilemas observándolos en Grecia, el eslabón más débil de la cadena europea, el lugar escogido por la mayor parte de los parias del siglo XXI para entrar en la tierra prometida. Olvidándonos, en esta ocasión, de políticos y personajes públicos y pateando las calles, las plazas y los asentamientos, analizando cómo llegaban cada día, durante meses, miles y miles de refugiados al puerto de El Pireo, cómo y en qué condiciones desembarcaban cuando esos gigantescos cruceros que parecen rascacielos horizontales abrían sus enormes bocazas y vomitaban personas de un mundo diferente al nuestro.
Seguridad, agua, subsistencia, atención sanitaria, un techo donde cobijarse sin miedo a las balas ni a las bombas, papeles en regla para estar en situación legal y no ser perseguidos ni torturados por ejércitos o policías. Ése es el punto de arranque. Hace más de dos décadas que Juan Goytisolo escribió La saga de los Marx; la idea le surgió cuando vio los barcos cargados hasta los topes de albaneses que huían de su país y de la pobreza para intentar alcanzar las costas italianas. Se imaginó al padre del socialismo científico sentado en un sillón orejero delante del televisor, fumándose un puro, contemplando a las masas huyendo del socialismo real y entrando en el paraíso capitalista. El libro es una ficción que recoge los restos del naufragio de aquel proceso que se llamó socialismo y que afectó a dos mil millones de personas de todo el mundo. Ahora, los refugiados, los inmigrantes provienen del otro lado del Mediterráneo y podría hacerse el símil, quizá demasiado apresurado todavía, de que son vestigios de lo que un día se denominó la Primavera árabe.
Jean-Paul Sartre escribió que todos somos judíos respecto a alguien. Es verdad. Los seres humanos somos racistas, en el sentido más amplio del término. La misantropía y la misoginia, son ejemplos cotidianos de ello. Para evitar la naturalidad del racismo, los ciudadanos debemos poner en ejercicio toda nuestra racionalidad. Hoy el racismo se instrumenta a través de los fenómenos migratorios. Hace un cuarto de siglo, el demógrafo Massimo Livi Bacci escribió que la presencia de ciudadanos extraeuropeos en la Europa comunitaria no crearía tensiones mientras no fuera masiva y no sufriese el empleo disponible. Tradicionalmente, los parados autóctonos no han concurrido en el mismo segmento del mercado de trabajo que los extranjeros. Pero estalló la Gran Recesión; hasta ahora se creía que, aunque hubiese paro en Europa, seguiría habiendo necesidad de inmigrantes, con lo que aparecería una clase social subalterna de trabajadores en Europa. Nuevos proletarios ante una creciente clase media. Esa clase media es la que se ha debilitado estos años. La filósofa húngara Ágnes Heller estableció algunas condiciones en las que profundizar: 1) Los inmigrantes deben respetar las leyes de los estados que los acogen, incluso si son diferentes de las suyas; no es preciso que las amen, pero no deben infringirlas; 2) los inmigrantes deben respetar las leyes no escritas de quienes los reciben: la higiene, la urbanidad, etcétera; 3) los inmigrantes tienen que contribuir al bienestar de la sociedad en la que habitan, no minarlo o boicotearlo; 4) los inmigrantes tienen que asumir, en resumen, la civilización de los anfitriones, pero no necesariamente su cultura; 5) los anfitriones tienen que respetar el derecho a la diferencia de los inmigrantes.
Grecia ha sido el único país del mundo cuya crisis económica en la segunda década del siglo XXI ha superado en profundidad a la de Estados Unidos en la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Su realidad es, como entonces, la de una enorme depresión económica, y sus cifras macroeconómicas son casi imposibles de comprender y de explicar mediante la lógica y el razonamiento si un país no ha sufrido un conflicto bélico, lo que no es el caso de Grecia. Son fruto de contrariedades económicas y se deben comparar con las de la recesión análoga que ha padecido la mayor parte de los países vecinos del sur de Europa. La gran diferencia es, probablemente, que los helenos han contado en su debe con un Estado semifallido, incompetente, que en lugar de corregir las debilidades del país, las acentuó, y que se encontró -sin poder ponerla en cuestión- con una política económica llegada de Bruselas, Fráncfort y Washington (la troika, de la que tanto hemos hablado en la primera parte de este libro), que en vez de aplicar medidas contracíclicas ahondó en las fisuras de aquella astenia estructural. Una política de talla única para países en condiciones muy distintas. A mediados del año 2015, algunos de los datos del cuadro macroeconómico del último lustro maldito eran tan espeluznantes como los siguientes: caída de la cuarta parte de su Producto Interior Bruto (lo que equivale a un empobrecimiento medio ciudadano del 25%); paro del 27% de la población activa y del 60% si se refiere a los jóvenes menores de veinticuatro años (récord de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos); reducción media del valor de las pensiones del 48%; disminución del empleo en el sector público (funcionarios y asimilados) del 30%; bajada del gasto familiar del 33%; una economía sumergida que llegó a ser el 34% del total; una morosidad bancaria del 40%; o una deuda pública que se había multiplicado exponencialmente hasta alcanzar el 180% de su PIB.
En estas condiciones, ¿cómo Grecia (que alberga a 11 millones de ciudadanos) ha podido acoger en su territorio a cerca de un millón de refugiados e inmigrantes, procedentes casi todos ellos del otro lado del Mediterráneo en sólo un año (sirios, afganos, iraquíes, eritreos, paquistaníes, ceilandeses, argelinos, sudaneses, libios, somalíes, malienses...)? Y ¿por cuánto tiempo puede seguir jugando el papel de la acogida, sin tensiones adicionales en el interior de la sociedad y en su relación con el resto de Europa? Éstas son algunas de las incógnitas a resolver.
Proporcionalmente, es como si España, que tiene 46 millones de habitantes, hubiera recibido a alrededor de cuatro millones de inmigrantes con enormes necesidades en menos de 12 meses, en medio de una crisis económica, en comparación, mucho más leve que la griega.
Y aquí interviene la casualidad. Es el inicio del verano de 2015 y Atenas está llena de turistas cuyas divisas atenúan la caída de otros ingresos de las empresas privadas y del Estado. Mientras los científicos sociales (políticos, politólogos, economistas, filósofos, sociólogos o periodistas) observan con ojos de entomólogos la realidad para intentar proporcionar respuestas a la cuestión inicial (cuánta solidaridad en la pobreza), dos medidas gubernamentales, una política y otra económica, añaden complejidad a la complejidad. La primera, la convocatoria de un referéndum que avale al Gobierno griego -y personalmente a su primer ministro, Alexis Tsipras- ante sus ciudadanos sobre las negociaciones que está manteniendo con la troika; la segunda medida, la imposición del corralito a los griegos (cierre de los bancos y restricción de las cantidades de dinero en efectivo que se puede sacar de los cajeros automáticos). Y todo ello, en el contexto de miles y miles de sirios, afganos, eritreos, etcétera, de testigos mudos, que empiezan a ocupar los espacios públicos de Atenas y de muchas de las islas griegas. Un cóctel potencialmente explosivo. El contraste entre pobres cotidianos y pobres más pobres, excepcionales y desarraigados. Ese cóctel molotov no estallará en el corto y medio plazo.
Algunos turistas sustituyen las fotografías de la Acrópolis por el fotoperiodismo, las guías de viaje por el cuaderno o las aplicaciones de notas de sus smartphones, devienen en una suerte de corresponsales accidentales, anulan sus viajes de vuelta y se instalan en tierras griegas para observar la evolución de tal laboratorio social.
¿Qué ve cualquiera que pisa las calles desde aquellas fechas y hasta ahora? Lo más inmediato: al lado de los muchos homeless autóctonos (gente que se ha quedado sin puesto de trabajo y con dificultades crecientes de acceso al Estado del Bienestar), que de repente se sienten menos desposeídos por el destino si miran a su alrededor, lugares llenos de inmigrantes, algunos de los cuales ni siquiera saben dónde están ni hacia dónde van. Gente distinta: refugiados políticos o parias económicos. Transeúntes y estabulados. No europeos. Con algo de dinero en el bolsillo o sin un céntimo. Blancos, morenos o negros. Por ejemplo, la plaza Omonia de Atenas, en la que sobreviven aherrojados centenares de afganos, hombres, mujeres y niños, hacinados, apretujados en tiendas de campaña parecidas a las que instalamos en las playas para proteger del sol a nuestros hijos, susceptibles de ser rajadas sólo con utilizar una nimia cuchilla de afeitar, tan grande es su fragilidad. Sus condiciones de existencia son infrahumanas en ese momento. Sin intimidad, ni en la plaza ni en las calles adyacentes hay servicios para que los refugiados hagan sus necesidades fisiológicas; se alimentan de lo que les traen las ONG (muchos taxistas están movilizados y transportan cajas y cajas de alimentos, productos de limpieza y vestidos, que aportan todo tipo de gente y que han organizado los cooperantes voluntarios) y de lo que les proporcionan los ciudadanos griegos que se pasan por allí. Todos los refugiados llevan teléfonos móviles de prepago, es el signo de los tiempos. El barrio se ha deteriorado: pocos se acercan a hacer sus compras a los pequeños comercios de alrededor, languidece el kiosko donde se venden los periódicos, las chucherías y los barquillos que algunos jubilados compran para dárselas a los niños que corretean, apenas hay paseantes y turistas; sólo curiosos profesionales que observan. Son nómadas sin hogar que sacan a la luz y ponen en cuestión la fragilidad de nuestro confort y de nuestra seguridad.
Uno de esos comerciantes atenienses que sufre con menos ventas la invasión de los extracomunitarios, que habla castellano porque se formó en la Universidad de Alcalá de Henares y que -dice en alto- votó a Syriza, adelanta lo que va a suceder, para que volvamos y lo veamos: numerosos tenderos y vecinos han llamado a Amanecer Dorado -el partido de extrema derecha en el que algunos de sus miembros se han convertido en una especie de formación paramilitar, de choque, como los camisas pardas nazis- para que «arregle el problema». La consigna es la siguiente: si el Gobierno no desaloja la plaza, por ejemplo, para el jueves siguiente, intervendrá Amanecer Dorado. El Gobierno, temeroso de la confrontación, se moviliza y traslada a los refugiados, junto a otros muchos miles, a los estadios y a las instalaciones de los Juegos Olímpicos de 2004, convertidos ahora en gigantescos campos de acogida. Omonia queda libre... unas horas. A los pocos días ya está llena de nuevo. Y se repite la jugada.
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman ha descrito el proceso que sufren las urbes que se llenan de todo tipo de inmigrantes:

 

 

 

Los ciudades contemporáneas son una especie de gran cubo de basura al que los poderes globales arrojan aquellos problemas que crean y que buscan solución. Por ejemplo, las migraciones masivas constituyen un fenómeno global causado por fuerzas globales. Ningún alcalde de ninguna ciudad del mundo creó en realidad la migración masiva de personas que buscan pan, agua limpia para beber y otras condiciones de esa índole. Lo que puso en movimiento a esas personas fue el impacto de unas fuerzas globales que las privan de sus medios de subsistencia y las obligan a cambiar de aires si no quieren perecer. Se trata, por lo tanto, de un problema de enormes dimensiones. Pero esas personas van a Milán, van a Módena, van a Roma, van a París, van a Londres, y es el alcalde o el consistorio de la ciudad en cuestión el que tiene que lidiar con el asunto. Por eso digo de esas ciudades que son cubos de basura: el problema les viene de fuera, pero para bien o para mal, son ellas las que tienen que resolverlo in situ.

 

 

 

Todavía hay más compasión que racismo. Más ganas de ayudar que hartura por un problema que no se soluciona. Todavía no se ha extendido la irritación. Aún no ha aparecido el decálogo de mitos y leyendas que, conforme avanza el tiempo, se multiplicará en el interior de parte de la sociedad civil: 1) Es una invasión; 2) nos quitan el trabajo; 3) suponen un riesgo para la seguridad (una especie de caballo de Troya del yihadismo); 4) suben los índices de criminalidad; 5) son producto de los «efectos llamada»; 6) se llevan las ayudas sociales; 7) colapsan los servicios sociales del Estado del Bienestar; 8) Europa perderá su identidad y su cultura cristiana; 9) detrás de ellos vendrán otros, de otros países; y 10) un largo y heterogéneo etcétera.11
Se palpa que muchos ciudadanos están en el límite de esa solidaridad asistencial. El lector de estas páginas debe ponerse en el lugar del ciudadano griego que sale todos los días a la calle, intentando superar sus propias dificultades, y se encuentra con un entorno deteriorado, a veces hostil, ensuciado e invadido por quienes son más desgraciados que él. No es fácil, no nos pongamos estupendos. A pesar de que Grecia ha contado con unas infraestructuras (las olímpicas de 2004) de las que no disponen otros países de tránsito, no hay muchos lugares apropiados para acomodar a estas personas: ni electricidad (en un país con una fuerte proporción de familias afectadas por la pobreza energética) ni agua corriente ni servicios mínimos de atención. Los centenares de refugiados que han logrado entrar en los campamentos formados por filas y filas de contenedores adaptados (servicios, ducha, cocina...), cada uno de los cuales aloja a una familia, son los menos. No se puede hacer paternalismo de la solidaridad, ya que inmediatamente se establece una estructura de poder. Miles de personas se han volcado con los refugiados que llegan a Europa. El enfoque asistencial y la atención mediática duran lo que duran, y llega un momento en que chocan con la necesidad de analizar las causas inmediatas y la génesis de lo sucedido. La Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) ha hablado de «huir del asistencialismo» e ir más allá de dotar de productos de primera necesidad a los refugiados para garantizar su integración en las sociedades de destino.
El intelectual esloveno Slavoj Žižek ha criticado en alguna intervención ese paternalismo y la «falsa empatía» con los desplazados. «Esos millones de refugiados son el nuevo proletariado -decía-, porque ya no tenemos una auténtica clase proletaria.» Y más adelante afirmaba:

 

 

 

Estoy horrorizado con la actitud condescendiente y la humillación del proceso de llegada que sufren. Lo enfocamos a lo Frank Capra: esa pobre gente es buena, sólo hay que escuchar sus historias. Habría que cambiar ese concepto universal de que todos somos seres humanos, incisivo en la tolerancia, por uno de respeto, aceptando la diferencia.

 

 

 

La acción humanitaria individual se desinfla con el cansancio, si no se reducen los problemas. No es permanente y casi siempre es escasa en relación con las necesidades. La tarea de las instituciones y de las organizaciones no gubernamentales (ONG) no puede depender de un continuo espontaneísmo, sino que hay que garantizar la integración y poner encima de la mesa soluciones efectivas y urgentes de registro y de asistencia. Es el papel de Europa, de sus instituciones y de los estados que la componen. Hay una oportunidad política para que los ciudadanos europeos vayan a los fundamentos del éxodo masivo, se confronten con el fracaso del sistema de asilo y no se limiten a las donaciones de dinero, comida o juguetes. Además, ¿por qué atender a este desplazamiento hacia Europa e ignorar, al mismo tiempo, otros que se están produciendo en muchas zonas africanas desde hace décadas y a los que nadie hace caso (porque son desplazamientos en el interior de un solo país o entre países africanos, y no llegan a Europa)?
Grecia es Grecia y Suecia es Suecia. Varios meses después de las primeras llegadas masivas de refugiados a Europa, la viceprimera ministra sueca, del Partido de Los Verdes, dio una conferencia de prensa en Estocolmo en la que, vencida por la impotencia, y entre lágrimas, declaró: «No podemos acoger a más refugiados. Suecia ya no es capaz de recibir más solicitantes de asilo. No podemos hacer más. La situación es terrible». Hasta ese momento el país nórdico era una de las principales zonas de acogida (según algunas fuentes, estaba previsto que en 2015 asimilara a 190.000 refugiados). La ministra comentó los cambios que se iban a producir: endurecimiento de las condiciones para solicitar asilo; incremento de los controles fronterizos; sólo se otorgarán permisos temporales de residencia a la mayor parte de los que llegan; limitación del derecho al agrupamiento familiar durante los próximos tres años... El primer ministro sueco remachó más tarde las palabras de su lugarteniente en el Gabinete: «Necesitamos un descenso. Suecia es un país pequeño que hace un esfuerzo enorme». Según las autoridades suecas, había una saturación de los equipamientos en los que se podía acoger a los refugiados; habían tenido que recurrir a barracones, antiguas cárceles, escuelas y tiendas para alojarlos. Incluso estaban estudiando el uso de barcos. El corresponsal del diario británico The Guardian escribía, como si fuera una excepción, que hacía unos fines de semana cientos de refugiados tuvieron que dormir en las calles porque el Estado no tenía camas disponibles.