ECHAR SAL EN LA HERIDA
Ésta es una historia de cómo la decadencia
y las dificultades pueden llegar a cualquiera, cuando vienen mal
dadas. La crisis económica que asoló al mundo a finales de la
primera década del siglo XXI detuvo, en distintos lugares, la
escalera social, y muchas familias que con enorme esfuerzo habían
logrado incorporarse a la clase media retrocedieron y hubieron de
adaptarse a nuevas condiciones de vulnerabilidad. Este relato es
una representación más del mito de Sísifo, adaptado a las ciencias
sociales. Sísifo fue castigado por los dioses por su extraordinaria
astucia, y condenado a perder la vista y a empujar de modo perpetuo
una piedra gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que
volviese a caer rodando hasta el valle, desde donde debía recogerla
y empujarla nuevamente hasta la cumbre. Y así,
indefinidamente.
Grecia ha sido la cobaya mayor de Europa en
el laboratorio de la crisis. El eslabón más débil. Sus ciudadanos
son los que más han sufrido los estragos de las dificultades, que
por su magnitud eran desconocidas por las últimas generaciones de
ciudadanos, acostumbradas a progresar poco a poco y no a retroceder
en el progreso. Han arrostrado, primero, los obstáculos propios de
una profundísima depresión económica y, a continuación, las
humillaciones que han caracterizado en este tiempo los procesos de
intervención del exterior por parte de la denominada troika, que
echó sal a la herida de los países con problemas. Ahora están
humillados e intervenidos.
Se debe al intelectual español José María
Ridao la imaginativa analogía de Grecia con el personaje principal
de la novela La letra escarlata, de
Nathaniel Hawthorne.1
Hester Prynne es condenada por un tribunal público a llevar sobre
las ropas una marca que recordaba su pecado de por vida. Sólo que
el hombre con el que fue infiel a su marido resultó ser un
reverendo de conducta hasta entonces ejemplar, que se mantuvo
silencioso e indiferente al sufrimiento de Hester, mientras ésta
intentaba sobrevivir estigmatizada en la puritana sociedad inglesa
del siglo XVIII. El reverendo se creyó a salvo del escándalo, pero
al pasar el tiempo la misma marca que Hester tuvo que llevar sobre
sus ropas, la misma letra escarlata que arruinó su vida por haber
pecado, comenzó a dibujarse sobre la piel del cura. Lección para
quienes han contemplado la crisis griega con indiferencia, como si
nunca les fuese a llegar a ellos.
La letra escarlata es la que las economías
fuertes, acreedoras (Alemania y su glacis al frente), pueden
imponer a las más débiles para la expiación de sus culpas, aunque
acaben contagiando a las primeras. La sensación de humillación no
se borra sino que la experimentan los ciudadanos de los países
forzados a elegir entre las políticas de austeridad, que conllevan
el suicidio, y la intervención externa, que conduce a la
servidumbre, y procede de que ambas opciones son impuestas so pena
de ser excomulgados a las tinieblas exteriores de la familia
europea, y de que comprometen por igual a las viejas generaciones
(las presuntamente pecadoras) y a las nuevas (herederas del
pecado), a las fuerzas políticas tradicionales, sean conservadoras
o socialdemócratas, y a las emergentes, de derechas o de
izquierdas, privando de valor las preferencias que los ciudadanos
expresan en las urnas.
Además, los que imponen las políticas de
austeridad y las intervenciones pueden equivocarse sin que ocurra
nada. No pagan diezmo. Dentro de unas décadas, con la política
económica aplicada los últimos años en Europa (que ha generado
tantos sufrimientos y una marcha atrás en el bienestar de la
ciudadanía) sucederá lo mismo que con la de la Reserva Federal de
Estados Unidos (Fed) durante los primeros años de la Gran Depresión
de la década de los treinta del siglo pasado: que, en el mejor de
los casos, será considerada un gigantesco error y, en el peor, como
una conspiración para cambiar la correlación de fuerzas y hacer una
gigantesca transferencia de la renta, la riqueza y el poder desde
una parte de la población, la mayoritaria, a otra, las élites. Y
todo ello para volver al pasado, anterior a la creación del Estado
del Bienestar y a las políticas públicas de redistribución.
Por su trayectoria, es paradójico que, de
los tres socios de la troika, el Fondo Monetario Internacional
(FMI) sea la parte que más autocrítica haya hecho de sus recetas
tradicionales y de talla única. Recientemente se conoció un informe
del organismo multilateral, relacionado con Grecia, que explicaba
que con las políticas impuestas se esperaba una reducción acumulada
del 5,5% del Producto Interior Bruto (PIB) en 2012 con respecto al
de 2009, pero que en realidad tal disminución había llegado a ser
del 17% (el PIB se redujo una cuarta parte en el lustro 2010-2015);
se creía que el paro no superaría el 15%, y lo hizo hasta el 27%;
se estimaba que la deuda pública ascendería hasta el 156% del PIB
en 2013, pero ha rondado el 180%. Tal grado de error (superior al
300% en el caso del PIB) puede ser calificado de mayúsculo, cuando
afecta a la vida de las personas y no sólo a la macroeconomía. La
medicina aplicada fue un fracaso y dejó en las últimas al enfermo.
¿Quién es el responsable?
La historia del FMI es, en buena parte, la
del sufrimiento generado por sus recetas de rigor mortis y sus diagnósticos equivocados,
aplicados unidireccionalmente en cualquier circunstancia a los
ciudadanos de numerosos países muy distintos entre sí. La
diferencia respecto al pasado, cuando estas recomendaciones se
hacían, sobre todo, a los países del Tercer Mundo de América
Latina, África o Asia, es que ahora -que los destinatarios de sus
meras «insinuaciones» son los países europeos y, en algún caso,
Estados Unidos-, si el FMI se equivoca, hace una cierta corrección
teórica de sus posiciones, cuando antes no había practicado nunca
la autocrítica.
Sucedió en el último tercio del año 2012,
cuando dos de sus economistas más importantes, Olivier Blanchard
(economista jefe de la institución) y Daniel Leigh, presentaron el
informe titulado «Errores en las previsiones de crecimiento y
multiplicadores fiscales». En él se estudiaba el impacto que tenía
el gasto de los gobiernos o el incremento de los impuestos en los
resultados económicos de un país, para llegar a la conclusión de
que las políticas de austeridad recomendadas por el FMI -y otras
instituciones europeas, como la Comisión Europea o el Banco Central
Europeo (BCE)- a países como España, Portugal o Grecia subestimaron
su impacto en el nivel de paro, en el consumo privado y en la
inversión. Por tanto, generaron un mayor grado de sacrificio y de
ajuste a las poblaciones. Los pronósticos de los expertos del FMI
se equivocaron al aplicar un multiplicador fiscal erróneo: creían
que por cada euro público gastado de menos o gravado de más se
destruirían «sólo» 0,5 euros de actividad, cuando la realidad ha
sido que por cada euro retirado se han destruido 1,5 euros. ¡Tres
veces más!
La cuestión es, de nuevo, quién se hace
responsable de ese abultadísimo error que condujo a la doble
recesión europea desde el año 2009, con los resultados conocidos en
materia de desempleo, empobrecimiento masivo, mortandad de
centenares de miles de pequeñas y medianas empresas y comercios, y
reducción de la protección social.
El documento de Blanchard y Leigh se
comprendía mejor si se lo relacionaba con otro informe del FMI,
hecho público en febrero de 2011 y titulado «Actuación del FMI en
la fase previa de la crisis económica financiera», en el que se
denunciaba el enterramiento de las voces críticas que había en el
organismo multilateral y una «lectura complaciente» de los
problemas económicos que desembocaron en la mayor crisis económica
de las últimas ocho décadas. Los consultados mencionaron que «les
preocupaban las consecuencias de expresar posiciones contrarias a
las de los supervisores, la gerencia y las autoridades de los
países», y que había «un elevado grado de pensamiento de grupo, una
captura intelectual y un pensamiento generalizado de que una gran
crisis financiera en las economías avanzadas era imposible».