LA GUERRA CIVIL
La pesadilla de la ocupación nazi había
terminado, pero la tragedia persistía. Esta vez, de la destrucción
económica de lo poco que quedaba del país se encargaban los propios
griegos, enzarzados en una guerra civil que «enfrentaba a hermanos
con hermanos, a unas familias contra otras. Con los alemanes todos
teníamos un enemigo en común, pero la guerra entre nosotros fue muy
dolorosa. A mi familia nos habían ayudado unos y otros. ¿Cómo
íbamos a hacer para elegir? Por un lado estaban los comunistas, por
otro, los de derechas, aunque no se llamaban fascistas. Mi madre,
mi padre siempre a su sombra, mis hermanos y yo seguíamos peleando
por tener algo que echar en el plato. Había ayudas de los
americanos, aquello del Plan Marshall, pero a gente tan pobre como
nosotros, en los rincones de Creta, no era fácil que llegara como a
Atenas, la capital».
Mientras de nuevo habla del hambre, la
señora Tyrakis baja sus ojos azules otra vez y los deja clavados en
sus dedos, que vuelve a masajear, y su memoria vaga de los inicios
de la adolescencia a los tiempos en que ya era una mocita. Gastó
los mejores años de su vida entre tintas y papel de libros,
componiendo o cosiendo sus lomos. «Era tan joven que cuando llegaba
alguien, no sé, algo parecido a una inspección de trabajo, el dueño
del negocio nos hacía escondernos en una habitación trasera, porque
no teníamos la edad para trabajar y menos tantas horas. Pero no me
quejo. Los nazis también me robaron la posibilidad de acabar la
escuela, siquiera la primaria, porque cuando nos invadieron yo no
había tenido tiempo de aprender más que a leer y a escribir
malamente. Sin embargo, coser libros, componer las palabras con
letras y luego líneas, me hizo aprender mucho, muchísimo. Tanto el
gimnasio como el liceo me los saqué cien veces gracias a ese
trabajo.»
El trasteo entre páginas agudiza la memoria
y la vista para fijar en el orden exacto las letras que componen
palabras, versos, ideas, y Penélope aprendió intuitivamente algo
tan difícil como la gramática griega. No comete ni una sola falta
de ortografía -hubiera sido despedida del trabajo con la misma
prontitud con la que ahora pierden sus trabajos sus hijos y nietos,
pero ocupó su puesto durante años- y se sabe pasajes enteros de la
Biblia. Ahora, a sus ochenta y cinco años, se entretiene leyendo a
Sófocles o Platón -«me gusta leer libros que me hacen mejor persona
y me gustan los clásicos»- porque procesa con mucho más tiempo
aquello que compuso atropelladamente en la adolescencia. «No cometo
erratas, pero no tengo ni idea de cuáles son las reglas
gramaticales; componíamos y cosíamos biblias y otros libros
religiosos. En los veranos nos dedicábamos a los libros de
geografía e historia, que luego se iban a enseñar a los chicos en
las escuelas. Hasta mucho tiempo después, no me di cuenta de la
cantidad de datos, historias, batallas, ríos, montañas y valles,
nombres que mi vista había fijado en mi cabeza y mi cerebro había
almacenado.» Aún hoy, cuando ayuda a hacer los deberes a alguno de
sus nietos, se sorprende al ver cómo de algún lugar de su memoria
surge el nombre de una obra, de un río o de una batalla.
Fue en Rétino, entre tintas e hilo -«sí, he
hecho mucho honor a mi nombre, he cosido día tras día, noche tras
noche. Pero yo zurcía y desde luego no se me ocurría ni tenía
tiempo para deshacer por la noche lo que hilaba por el día como mi
tocaya, la Penélope de Odiseo»-, donde un día entró un joven
atractivo, de Kastelli, una población de la prefectura de Chaniá.
Atractivo, no muy alto, pero flaco -como todos en aquellos
tiempos-, tenía ya el rostro algo atormentado, pero con infancias y
adolescencias bajo los nazis y una guerra civil ¿quién no tenía
algún tormento en su interior? Era tan pobre y tan sufrido como las
hermanas Kokoná. «Como nosotras, tenía un solo pantalón y una única
camisa que había que lavar cada noche.» El joven Manolis Tyrakis
procedía de una familia cretense de pura cepa. Tan de pura cepa,
que él era una pieza rara entre sus hermanos, marineros de altamar
unos, pescadores de ribera otros. Dedicados a la recogida y venta
de sal algunos, el negocio del abuelo Yannis Tyrakis hasta el final
de su vida.
Aún hoy, sus nietos recuerdan cómo a finales
de los años sesenta del siglo pasado, cuando los Beatles, el rock y
la revolución hippy triunfaban en Europa y Estados Unidos, el
abuelo Yannis Tyrakis salía hacia la playa a recoger la sal de las
salinas del mar, la metía en sacos y la cargaba en su burro para
luego venderla, como habían hechos sus antepasados cuando no
guerreaban contra algún enemigo invasor.
El abuelo Yannis Tyrakis y su esposa Anna,
que terminó pintando al óleo gracias a lo que le enseñó una alemana
con la que intercambió aceite por clases de pintura durante la
ocupación, eran vástagos de esa mezcla de descendientes de la
cultura del mítico rey Minos, de los árabes de Córdoba, los
venecianos y los otomanos que corre por las venas del cretense y
que es la esencia de Grecia.
«Amor a la libertad, no aceptar esclavizar
el alma ni siquiera por el Paraíso; juego de valientes, por encima
del amor y del sufrimiento, por encima de la muerte; romper los
antiguos moldes, incluso los más sagrados, cuando se te han quedado
estrechos; éstos son los tres grandes gritos de Creta.» Es la pluma
de Nikos Kazantzakis, el escritor de Heraclión -Megalo Castro en su
infancia y en sus obras-, quien define el alma de la isla y sus
gentes en su autobiografía novelada, Informe
al Greco. Siempre orgulloso de ser cretense, el narrador
griego no fue capaz de seguir los pasos de su padre, el heroico
capitán Mijalis y de su abuelo, luchadores toda su vida por la
libertad de Creta, figuras tan aterradoras como admiradas por
Kazantzakis. A Manolis Tyrakis tampoco le dio por seguir el camino
de su padre y sus hermanos, aficionados a los puertos, a las armas,
a las peleas y a la bronca tabernera. Los hermanos de Manolis
Tyrakis tiraban de escopeta o pistola a las primeras de cambio,
hábito adquirido tras siglos de lucha contra los invasores. Pegar
tiros en las bodas es todo un ritual, y tiempo hay para ello
durante los tres días que dura el festejo.
Quizás huyendo de ese espíritu luchador y
pendenciero, Manolis Tyrakis encontró a Dios encerrado en el taller
de composición de libros, en el olor del papel y la tinta. Si
además allí dentro, entre letra y letra, había jóvenes como las
hermanas Kokoná, pobres pero limpias y honradas, mejor que mejor.
No tenía que competir ni demostrar nada. Fue Penélope, aunque era
más pequeña que Angélica, quien enseñó el oficio a aquel chico. «No
me gustaba, me parecía demasiado oscuro y demasiado moreno, aunque
luego mis hijos digan que fue guapo. A mí no me lo parecía, pero ya
desde que empecé a enseñarle cómo se juntaban las letras de
tipografía o cómo coser los lomos sentía su mirada distinta. Un
día, creo que después de mucho pensar, se armó de valor. Se fue a
hablar con mi madre para pedir mi mano. No tenía nada que dar, sólo
su persona, ya digo que éramos muy pobres todos. Mi madre le dijo
que no, que primero tenía que casarse mi hermana Angélica, que era
mayor que yo. Que se casara con ella. A mí me parecía bien, era lo
normal en aquellos tiempos. Si yo me casaba antes, mi hermana mayor
lo tendría más difícil. Además, como él tampoco me parecía gran
cosa, me daba igual.»
Con tiempo, paciencia y tozudez, el oscuro
Manolis Tyrakis terminó saliéndose con la suya al plantear un
ultimátum a Emilia madre. Él no quería a Angélica, tenía que ser
Penélope, con sus hermosos ojos azules, su cara dulce y paciente, o
nadie. Y fue Penélope quien en la primavera de 1951, a los
diecinueve años, se casó con un vestido blanco y calzó sus primeros
zapatos, aun prestados, «los primeros de mi vida». No tenían dinero
para el gran banquete que en Creta significa una boda -tres días de
comilona, bebida y baile hasta reventar- y las cosas se hicieron
con cierta discreción, como correspondía a gente tan pobre. Hacía
pocos meses que la guerra civil había terminado.
De la guerra civil griega −1941-1950- se
escribe que fue el primer caso de levantamiento de los comunistas
tras la Segunda Guerra Mundial y, para muchos, el primer conflicto
bélico de la Guerra Fría. Ganaron los anticomunistas, apoyados por
Estados Unidos y Gran Bretaña, y Grecia entró en la OTAN, creando
el marco de equilibrio en el mar Egeo y los Balcanes.
Los recién casados se fueron a vivir a la
recuperada casa familiar de Emilia, donde ocuparon una habitación.
«Mi madre trabajaba limpiando las oficinas de un banco y los
empleados nos regalaron una mesa y cuatro sillas. Mi ajuar se
componía de tres toallas, una cacerola y seis platos. El colchón lo
llenamos de ropa vieja, de los harapos que la gente se había ido
quitando de encima tras tantos años duros. Allí nos quedamos, en un
dormitorio para nosotros, pero viviendo con mi madre y mi hermana,
hasta que nacieron mis primeros hijos.»
Siguieron trabajando como tipógrafos, con
horarios inhumanos e igual de mal pagados. Pero los campos de Creta
volvían a producir, agradeciendo las primeras siembras y el
florecer de los huertos, de nuevo mimados por la mano del
campesino. Había lentejas, garbanzos y hasta algún pollo. Las
gallinas regresaron a la parte de abajo de los hogares, igual que
la cabra, parte de la familia cretense. Tomates, aceite y el
mizithra -el queso de la isla-
aparecieron de nuevo sobre las mesas, aunque en cantidades escasas.
Junto con el pan -paximadi-, ya se podía
hacer el plato de ensalada dakos que
cubría las necesidades de la familia, pero no siempre había dinero
para comprar. La ayuda familiar, el apoyo de unos a otros, era la
red que soportaba todo. Hoy por ti, mañana por mí, exactamente
igual que ahora entre los hermanos Tyrakis.
«Vivíamos en casa de mi madre. Ella guisaba,
cuidaba de los niños y ayudaba también mi hermana. Todos, excepto
mi madre, que limpiaba en oficinas o bancos, trabajábamos en la
editorial como tipógrafos. Mi familia me apoyó mucho con los
primeros bebés. Seguíamos encuadernando libros y aún hoy existe la
Enciclopedia Domi. También corregíamos, imprimíamos las páginas y
comprobábamos que no hubiera erratas una vez impresas. Era un fallo
tremendo tener que repetir páginas, pero aprendí a ser detallista,
tener una enorme paciencia con un trabajo tan minucioso.» Penélope
no sabía entonces cuánto iba a tener que echar mano de esa
paciencia inagotable, tremenda, que aún hoy sus hijos resaltan como
su principal virtud, además del buen carácter frente al cada día
más bronco del marido. La señora Tyrakis trabajó en la editorial
hasta el mismo día de cada parto, porque quien no trabajaba no
cobraba.
Mientras los niños crecían e iban dando sus
primeros pasos, tanto Emilia madre como Angélica hermana se
percataron de los bruscos cambios de carácter de Manolis, su yerno
y cuñado respectivamente. El hombre oscuro se volvía cada vez más
religioso, más fanático con el estudio de los textos sagrados y las
consignas de la Iglesia, más aferrado a su dios amenazador -que no
era el dios oficial de los popes- que castigaría a todos los
impíos. Cuando quienes lo rodeaban le fallaban -en función de las
expectativas que se había creado-, estallaba, desencadenando la
tormenta. La presencia de su suegra, Emilia, contenía en parte
aquellos arrebatos y, además, por comparación, a la madre de
Penélope, acostumbrada a tirar siempre de su marido Spyros como una
carga, el joven Manolis le parecía bien. Era trabajador, traía
comida a casa, era compasivo y bondadoso con los que menos tenían
-hasta el punto de que, siendo pobre entre los pobres, siempre
encontraba algo para dar a los aún más necesitados-, así que los
estallidos de cólera y los golpes formaban parte de los derechos de
un hombre. Todo muy en la costumbre de la testosterona
cretense.
También Penélope entendió así la situación,
o si alguna vez no lo hizo, siempre calló. Hasta ahora, en la vejez
y cuando ejerce de Popi -el diminutivo cariñoso para los suyos- en
casa de sus hijos. De vez en cuando hace alguna confidencia a
alguna de sus chicas, sobre lo que soportó y lo que haría en estos
tiempos. Pero ahora son eso, otros tiempos, «y entonces era una
época muy diferente. Lo entenderéis, ¿verdad?», interroga a los
suyos cuando acepta tirar del hilo de sus recuerdos y hablar de su
historia en la Grecia actual, la ocupada como ella dice ahora, por
la troika o la cuadriga.