DE PUERTAS AFUERA, DE PUERTAS ADENTRO

 

Fue en esa época de tensiones con Gran Bretaña cuando el 20 de diciembre de 1959 llegó al mundo Emilia, la tercera de los hijos de Penélope y Manolis. Al fin la abuela materna iba a tener una nieta que llevara su nombre. Se lo merecía, tras años cuidando de los dos mayores y guisando para toda la familia, sin dejar de acudir a limpiar oficinas o casas que hubiera a su alrededor. Si la presencia de Karamanlis, una de las grandes sagas griegas de hombres públicos, y el final del conflicto de Chipre marcan unos pocos años de calma en la vida de los griegos, en la de Penélope y los suyos no habían hecho nada más que comenzar los problemas. Lo que había bullido durante años en la cabeza de su marido toma cuerpo cuando apenas Emilia está dando sus primeros pasos entre los brazos de su abuela y su madre está a punto de quedarse embarazada del cuarto hijo.
Manolis Tyrakis anuncia que quiere ser pope. Sacerdote de la Iglesia ortodoxa, un iereas con todas las de la ley, con su sotana o rasa, su gorro o kalimafxi, y lo más duro, todo lo que alcanzar esa meta conllevaba. Lo primero, la irritación de la familia Tyrakis. Para el padre, Yannis, y para los hermanos de Manolis, todos ellos marinos cretenses, hombres de mar tan peleones y luchadores como poco ahorradores y dados a la frecuencia tabernera, que uno de sus hijos y hermanos optara por ser cura significaba que, sencillamente, era un blando, que no servía para otra cosa. Casi mejor que cura, ojalá se hubiera convertido en un agiorita de los veintiún monasterios del monte Athos, de Agion Oros. Al fin y al cabo, los monjes habían peleado toda la vida apoyando la libertad de Creta ante los otomanos, primero, y contra los nazis, después. Pero ya era demasiado tarde, porque Manolis Tyrakis estaba casado, tenía tres hijos y el cuarto en camino.
Lo cual suponía otro problema. La Iglesia ortodoxa permite a un hombre hacerse cura aunque esté casado, pero no asciende de vulgar sacerdote, de iereas. Y lo que tampoco sabía Penélope por entonces es que, para alcanzar esa meta, su marido tendría que estar dos años estudiando, preparándose para el ingreso en la Iglesia y sin cobrar ni un dracma. La decisión estaba tomada y no había vuelta atrás. Ni entonces, cuando empezaba el auténtico viacrucis de su vida de casada, de parroquia en parroquia por Grecia, ni después, cuando cumplidos los cincuenta años cruzó al otro lado del Atlántico con las más pequeñas de sus hijas, a Buenos Aires, siguiendo a su marido, Penélope se rebeló. Siguió tirando de su enorme paciencia, ésa que hacía honor a su nombre en la mitología, aun sin ella quererlo. Esperando que un día se produjera el milagro y aquel largo viaje terminara.
«No tenía ni idea de a qué me iba a enfrentar. Ser mujer de sacerdote es mucho peor que criar diez hijos, nueve tras la muerte de mi pequeña Mirofora. Te conviertes en una sacerdote -una papadiá- tienes que dar ejemplo en todo, vestir en colores no llamativos, no pintarte, no ir al cine, no ir al teatro, no escuchar música que no sea la de la iglesia. No, no, no... todo era no. Pero en muchas ocasiones era por una buena causa, pensaba yo». Las reflexiones de la viuda Tyrakis, a sus ochenta y cinco años, están exentas de resentimiento; «Eran otros tiempos» son las tres palabras clave de su relato.

 

 

 

En cuanto nació Stephanos, los preparativos para su primera mudanza de casada culminaron con el embalaje en cajas y bolsas de lo poco que tenían, nada de valor. Atrás quedaba la casa materna, el apoyo de la abuela Emilia y de la tía Angélica, en cuyo regazo se recuerdan Anna, Yannis y Emilia, los tres mayores, con una inmensa ternura. Con la ausencia de la familia materna, también desaparece la protección que la abuela y la tía les daban frente a la cólera y la práctica exacerbada de la rigidez ortodoxa que el aprendiz de pope Manolis Tyrakis impuso en su hogar de Kastelli, su lugar de origen, y adonde se trasladaron a vivir para que realizara sus dos años como diácono.
«Sí, fue mi peor época, después de la ocupación de los alemanes. Nos quedamos sin un dracma, no teníamos el soporte de mi familia y yo tuve que dejar de trabajar cuando mi quinto hijo, Manolis, se puso en camino. No tenía ya quien cuidara de mis niños. Vendimos nuestro dormitorio, la cama y algún mueble, lo único que teníamos. Y con eso fuimos tirando al principio, mientras yo veía cómo disminuía el dinero. Había días en los que no teníamos ni pan para comer y entonces yo me acordaba de mi madre, cuando afirmaba aquello de que una no debía decir que tenía hambre, que era una palabra fea.» Cuando escuchan a su madre, los hermanos Tyrakis, hoy todos afectados por la crisis griega, piensan que ese sentimiento de dignidad y vergüenza ante el hambre y la escasez, que no se sepa de puertas afuera, se mantiene hoy en la dura situación de Grecia.
Penélope calla, porque se da cuenta de que tres de sus chicos -Yannis, María y Emilia- están delante cuando recuerda, y procura huir de los gimoteos bobos. No sirven para nada. Aun en los tiempos más duros, la evocación que comparten sus hijos es la de verla inclinada sobre un barreño, lavando pañal tras pañal -no había Dodotis- al regresar del trabajo, cuando iba a la editorial, pero siempre riendo y cantando, con una enorme paciencia mediadora entre el irritable marido y la ira que, como padre, descargaba sobre los hijos. «Cantaba cuando quería llorar, cantaba cuando no había comida, cantaba cuando fregaba los cacharros, cantaba cuando ya no podía más. Me acostaba a las doce de la noche y me levantaba a las cuatro de la mañana. Eso cuando alguno no estaba enfermo, tenía fiebre o lloraba, porque unos se habían hecho pis encima de otros y se quedaban fríos. Durante mucho tiempo, durmieron cuatro en un gran colchón que troceé en partes, pero daba igual. No me quejo, mis hijos tiraban de mí. Veo un bebé y me derrito», sonríe la señora Tyrakis.
Sólo viendo su cara iluminada pensando en los bebés se puede suponer lo que la actual Popi Tyrakis sufrió hace medio siglo, cuando no tenía qué llevar a la boca de sus hijos. Mientras el obispo Irineos Galanakis, que ejercía como tal en Chaniá, tiraba del joven matrimonio de tipógrafos para que le ordenaran su biblioteca y compusieran sus libros, el diácono Manolis Tyrakis no recibía un dracma. Penélope trabajaba cada día con el estómago más vacío, mientras su panza crecía con un nuevo embarazo al mismo ritmo que su angustia, por no tener comida suficiente para dar a sus hijos. El futuro cura, ajeno por completo a este panorama, sólo aspiraba al reconocimiento del obispo Galanakis, puede que un buen hombre -hay intentos de canonizarle-, pero ajeno a las necesidades de una familia con tres niños pequeños y el cuarto en camino.

 

 

 

Como en el alma de Penélope, la música y el canto habitan en la de los cretenses y en la de Grecia. Para ahogar sus penas y airear sus alegrías, los cretenses hace siglos que cantan sus madinadas, como la inolvidable que Nikos Kazantzakis escuchó entonar a su madre para su padre, el temible capitán Mijalis. O los amanés que Alexis Zorba le pide a la belle Hortense delante del escritor griego en la novela sobre la vida y las andanzas de Zorba el Griego. Penélope tenía una bellísima voz y su marido también. El don lo han heredado todos sus hijos, sólo que en ese hogar las madinadas y los amanés no se practicaban. Únicamente estaba permitida la música bizantina de la Iglesia ortodoxa y todos los Tyrakis la estudiaron, con más o menos gusto, pero en muchos de los casos con éxito, pese a las prohibiciones paternas.
Ni los cantos ni el hambre ocultada de puertas afuera impidieron que la pésima alimentación que siguió al traslado a Kastelli tuviera sus consecuencias. Los pechos de Penélope se secaron antes, ya no tenía la misma leche porque no había suficiente para comer ni tampoco para alimentar a la prole. El resultado es que «los medianos» -Stephanos, el cuarto, Manolis, el quinto, y Stella, la sexta- son más bajos y delgados que el resto de los seis hermanos. A falta de leche, la madre los alimentó con papillas de huerta «verdes», recuerda Lydia (la octava). Lo que hoy sería muy sano y vegano no era suficiente para sustituir la leche materna. Es en ese grupo del centro, en los medianos, donde más se ha desarrollado la parte artística de los Tyrakis, la musical. Tanto Stella -licenciada en el conservatorio- y Stephanos -hoy abogado, que reside en Buenos Aires- culminaron la cultura musical de los hijos de Penélope con éxito, como subraya el mediano entre los medianos, Manolis Tyrakis, menos dotado de oído en comparación con dos enamorados de la música como Stephanos y Stella, pero que es el pegamento mágico de la tribu Tyrakis junto con su hermana María (la séptima).

 

 

 

En los tiempos de Kastelli, recién llegados y con la nostalgia de la casa materna, además de vender el dormitorio para poder comer, el matrimonio Tyrakis tuvo que meterse con sus hijos en una sola habitación. Anna y Yannis ya tenían edad para acudir a la escuela y Emilia trasteaba por la casa, con Stephanos detrás. «A veces no llegaba a dormir más que dos o tres horas -recuerda la madre Tyrakis- porque me acostaba tardísimo, lavando y cosiendo la única ropa que teníamos y me levantaba a las dos horas para dar la teta o la papilla que hubiera a los más pequeños y después colocar el desayuno de los que iban a la escuela. Luego, a preparar la comida para todos -inventando, con lo poco que hubiera, lentejas, arroz y menudillos de pollo para dar algo de sabor- mientras calentaba agua para echar en el barreño y preparar la colada, con jabón. No había detergente en polvo de ése que se usa ahora. Cuando me quería dar cuenta, ya estaba la mitad de vuelta o había que dar de comer al padre.» La madre no es la única que tiene recuerdos grises de los años en Kastelli. Yannis se queja de la dureza de los maestros, y Emilia, de la ausencia de la abuela homónima. Poca cosa, comparado con las cábalas que ella hacía para tener algo que darles en la cena.

 

 

 

Tras la pareja Anna-Yannis, los nacidos en la década de los cincuenta, niños en los sesenta y adolescentes en la dictadura -lo que los marcó a ambos-, llegó el siguiente dúo, Emilia y Stephanos, pequeños en la década de los sesenta y adolescentes en los setenta, lo cual no los libró ni de la pésima alimentación ni de la tiranía paterna. Estos últimos observan la actual situación de Grecia de forma muy diferente. Emilia, desde la jubilación temprana y con unos hijos que han tardado en encontrar trabajo, y Stephanos, desde Buenos Aires. Sus hermanos le reprochan irónicamente la displicencia con que, desde el otro lado del Atlántico, ve las cosas, pero al profundizar todo tiene matices y no son tan distintos.