EL CASTILLO DE NAIPES SE DERRUMBA
La excepcionalidad griega proviene, como
hemos dicho, de la deuda, no de la explosión de otras burbujas
especulativas. Distintos historiadores responsabilizan de la
génesis del descontrol del crédito a las políticas y los gobiernos
expansivos de las décadas de los ochenta y noventa, y en especial a
los comandados por Andreas G. Papandreu, el carismático líder
socialista que marcó una época. Elegido varias veces primer
ministro en esa época (años 1981 a 1989 y 1993 a 1996), Papandreu
había sido el fundador del Movimiento Socialista Panhelénico
(PASOK) en 1968, bajo la dictadura de los coroneles, e hizo
compatible la dedicación a la investigación y la enseñanza (fue
autor de importantes trabajos de teoría económica, hoy bastante
olvidados, y desempeñó cátedras en distintas universidades
norteamericanas y europeas de primera línea) con la plena asunción
de su compromiso político. A finales de la década de los sesenta,
en plena dictadura griega, fue detenido y hubo de exiliarse.
En uno de sus libros, El capitalismo paternalista5
está seguramente la base teórica de la política que luego puso en
marcha Papandreu al frente de los gobiernos de su país. El peso
cada vez mayor de los oligopolios y su connivencia con un Estado en
plena expansión destruyeron los mecanismos de mercado e hicieron
nacer una nueva forma de organización social -el capitalismo
paternalista- gobernada mediante la planificación privada y
descentralizada, de carácter autoritario y tutelar, realizada por
las grandes fuerzas empresariales. Estas élites industriales y
financieras constituyen la fuerza hegemónica del nuevo establishment.
La política económica del padre del
socialismo griego moderno fue el envés de la entrada de su país en
la UE: mejoró el consumo ciudadano, modernizó Grecia a través de
las infraestructuras y otras inversiones (en muchos aspectos, el
recorrido de ese país es paralelo al español: de lo rural a la
sociedad de servicios en muy poco tiempo; la diferencia está en el
tamaño: la economía española es cuatro veces la griega, cinco veces
la irlandesa y seis veces la portuguesa, por hacer la comparación
con los países intervenidos por la troika), pero al mismo tiempo
generó cantidades ingentes de deuda pública. Al pertenecer a la
zona euro, Grecia -como otros países de la periferia- se benefició
de tener la misma calificación crediticia que Alemania, al
entenderse que el BCE, en caso de dificultades, habría de respaldar
cualquier endeudamiento que alcanzaran los estados miembro, porque
todos manejaban ya la misma moneda.
Eran los buenos tiempos. Los de la
ensoñación que se había apropiado de los dirigentes de la eurozona
de que no iban a aparecer los problemas lógicos de un diseño de
unión económica y monetaria europea incompleto y deforme. Años más
tarde, en 2009, Yorgos Papandreu, hijo de Andreas y primer ministro
-en un ejemplo más de la cooptación de las grandes familias
griegas, tanto de izquierdas como de derechas, en su relación con
el poder-, denunció que los porcentajes de deuda y déficit que el
Gobierno anterior, de Nueva Democracia (liderado por otro apellido
ilustre: Constantino Costas Karamanlis),
había presentado a la UE estaban trucados, y que esa manipulación
se había hecho con el asesoramiento y la complicidad del banco de
inversión Goldman Sachs (a cuyo frente, como vicepresidente para
Europa, se hallaba un tal Mario Draghi, que poco después fue
elegido presidente del BCE). El déficit y la deuda pública reales
(un 12,7 y un 113,4%, respectivamente) multiplicaron los
porcentajes oficiales. La falsificación se hizo a través del uso de
productos derivados, muy complejos, emitiendo deuda en otras
divisas diferentes del euro (por ejemplo, en yenes japoneses). Como
en aquel momento no existía la obligación de reportar a Bruselas
aquellos derivados, se pudieron ocultar los porcentajes reales del
desequilibrio. La Comisión Europea acusó posteriormente a Grecia de
«irregularidades sistemáticas» en el envío de datos fiscales a
Bruselas.
El castillo de naipes se derrumbó. La prima
de riesgo (la diferencia entre lo que ha de pagar cualquier país
por endeudarse, en relación con Alemania, considerada la economía
de referencia y la más segura de la región) se multiplicó
exponencialmente y llegó el crash: el
país no podía pagar los enormes compromisos con sus
acreedores.
En mayo de 2010, Grecia fue el primer país
en pedir auxilio para no suspender pagos. Bruselas no estaba
preparada para ese tipo de contingencias: no había mecanismos
institucionales previstos. Luego llegarían Portugal e Irlanda y,
con otras modalidades, España (rescate a su sistema financiero, no
al país) y la pequeña Chipre. Desde entonces, el país ha firmado
tres planes de rescate: el ya citado de 2010, por valor de 110.000
millones de euros; un segundo programa, en julio de 2011, por otros
110.000 millones; y el tercero, en agosto de 2015, que cuando esté
totalmente desembolsado supondrá 86.000 millones de euros
más.
326.000 millones de euros después, ¿qué ha
pasado en Grecia? ¿El país está mejor, igual o peor que al
principio, tanto desde el punto de vista social y económico, como
desde el político, que tiene un papel central en esta historia? ¿A
cambio de qué accedieron los miembros de la troika, con tantas
tensiones e incidencias por el camino, a aportar dinero al país
heleno? Un método para contestar lo más someramente posible a estos
interrogantes es fijarse en el reflejo del último rescate, en la
mayor parte de los aspectos semejantes a los anteriores.
El año 2015 fue para Grecia un periodo de
sucesivas y muy contradictorias emociones. De la euforia a la
depresión, pasando por la mera supervivencia. Primero, la
esperanza, con el triunfo de Alexis Tsipras y de Syriza en las
elecciones generales. La izquierda radical (eso significa Syriza)
no sólo rompía el turnismo clásico entre conservadores y
socialistas en los gobiernos de Atenas (los Karamanlis, los
Mitsotakis, los Papandreu, y sus epígonos y empleados), sino que
era el primer caso de un partido europeo a la izquierda de la
socialdemocracia que ganaba unas elecciones generales desde el
final de la Segunda Guerra Mundial. Hubo una pequeña excepción en
unas elecciones legislativas en Francia, en el año 1946, en las que
ganó el Partido Comunista Francés (PCF), pero el resto de las
formaciones se alineó en su contra y los comunistas no pudieron
gobernar. El único partido que estuvo a punto de conseguir lo de
Syriza fue el Partido Comunista Italiano (PCI) de Enrico
Berlinguer, en la década de los setenta, cuando casi alcanzó a la
Democracia Cristiana (DC). Fuerzas exteriores se lo
impidieron.
A continuación, las sensaciones ciudadanas
fueron, sobre todo, de confrontación. Las negociaciones entre
Syriza y la troika para un tercer rescate fueron durísimas. Un
pequeño país se encontraba ante el inmenso poder de Europa y el
FMI. Tsipras había llegado al Gobierno con la decisión de mantener
a Grecia dentro de la eurozona, pero renegociando las condiciones
de la política económica importada desde Bruselas (mayor
flexibilidad, menos austeridad) y, sobre todo, de dar solución al
pago de la gigantesca deuda pública que hipoteca el futuro de las
próximas generaciones, en forma de reestructuración o de quita de
una parte de la misma. Se topó con una postura de rigidez
atribuible no sólo a lo que suponía el caso griego (su economía es
apenas un 2% del total de la economía de la eurozona, por lo que no
se entiende tal enconamiento), sino a que sus poderosos
interlocutores querían escarmentar en la cabeza griega a cualquier
otro país que osara rebelarse, con problemas de la misma índole y
con posibilidades de que un vuelco electoral supusiese un cambio en
las relaciones de sumisión a Bruselas (tal vez Italia, España,
Portugal o incluso Francia).
En las negociaciones de este tercer rescate
jugó un papel capital, además del primer ministro Alexis Tsipras,
el flamante ministro de Finanzas de Syriza, Yanis Varoufakis, de
gran capacidad técnica y convertido en una estrella mediática.
Varoufakis es uno de esos economistas que dejan su quehacer
profesional lleno de huellas para que todos sepan bien cómo piensa.
No permanece en silencio ante el establishment. Participante habitual en todo tipo
de debates sobre la Gran Recesión, sus análisis no suelen dejar
indiferentes a casi nadie. A principios de 2015 dejó su trabajo
académico para dedicarse a la política y tuvo que contestar en la
práctica a las cuestiones que había planteado en sus libros,
artículos y entrevistas: «¿Que debería hacer Grecia para rescatarse
a sí misma de su Gran Depresión? ¿Cómo deberían reaccionar España o
Italia a las exigencias que la lógica nos dice que hará que las
cosas empeoren? La respuesta es que no hay nada que nuestros
orgullosos países puedan hacer más que decir no a las necias
políticas cuyo objetivo real es profundizar la depresión».
Estas palabras pertenecen a su libro más
conocido, El Minotauro global.6 En este
texto desarrolla su metáfora más conocida: igual que los atenienses
mantenían un flujo constante de tributos a la bestia, así el resto
del mundo envió cantidades increíbles de capital a Estados Unidos.
Ese motor, que impulsó la economía global durante casi tres
décadas, es el que se ha gripado desde el año 2007. A partir de
2013, Varoufakis y otros dos conocidos economistas (Stuart Holland,
exdiputado laborista británico y asesor del presidente de la
Comisión Europea, Jacques Delors, y James Galbraith, profesor de la
Universidad de Texas e hijo de John Kenneth Galbraith) hicieron de
misioneros económicos dando a conocer «Una modesta proposición para
resolver la crisis de la eurozona», en la que sus autores plantean
la urgencia de un New Deal europeo
[política que aplicó el presidente estadounidense Franklin Delano
Roosevelt para sacar a su país de la Gran Depresión de los años
treinta del siglo pasado] contra la cuádruple crisis existente:
bancaria, de endeudamiento, de falta de inversión y, sobre todo,
social, motivadas todas ellas por los fracasos políticos.
De las muchas entrevistas que concedió
Varoufakis cuando fue nombrado ministro de Finanzas, una de las más
significativas (por estar dirigida al público de habla germana, el
más opuesto a sus posiciones) fue en la cadena Radiodifusión
Austriaca (ORF). Allí Varoufakis desarrolló la fábula de la cigarra
y la hormiga para explicar de modo pedagógico lo que ocurría: la
hormiga trabaja duro y ahorra mientras la cigarra se limita a
holgazanear y a no hacer nada: «Desgraciadamente, en Europa
predomina la extrañísima idea de que todas las cigarras viven en el
sur y todas las hormigas en el norte, cuando en realidad lo que
tienes son hormigas y cigarras en todas partes». Lo que sucedió,
según el economista, fue que las cigarras del norte y las del sur
-banqueros del norte y banqueros del sur, pongamos por caso- se
aliaron para crear una burbuja financiera que los enriqueció,
permitiéndoles cantar y holgazanear, mientras las hormigas del
norte y del sur trabajaban en condiciones cada vez más difíciles.
Cuando estalló la burbuja, las cigarras del norte y del sur
decidieron que la culpa la tenían las hormigas del norte y del sur.
«La mejor manera de hacer esto -declaró Varoufakis a la cadena- era
enfrentar a las hormigas del norte con las hormigas del sur,
contándoles que en el sur sólo existían cigarras. Así, la UE
comenzó a fragmentarse y el alemán medio odia al griego medio, y el
griego medio odia al alemán medio. No tardará el alemán medio en
odiar al alemán medio y el griego medio en odiar al griego
medio.»
Estas reflexiones no las hacía sólo el nuevo
ministro, sino que las compartían numerosos intelectuales y
economistas griegos que han discutido hasta la saciedad no sólo si
su país va a ser a la vez la cuna y la tumba de la democracia por
mor de la profundidad y duración de la crisis, que también. Lo ha
demostrado, por ejemplo, el novelista Petros Márkaris, cuando
publicó su ensayo La espada de
Damocles,7
un largo viaje a través de la noche griega, que hunde sus raíces en
el corazón de Europa: «Se podría explicar así por qué la rabia de
los alemanes hacia Grecia tiene algo de clásico. Quieren que
bebamos cicuta, como Sófocles, porque hemos desafiado las leyes.
[...] Quien piense que la crisis de Europa es sólo financiera, se
equivoca. También estamos viviendo una crisis de los valores
europeos».
Márkaris abre aquí dos nuevos temas que
precisan un poco de desarrollo: la crisis de la democracia y la
crisis griega, ambas en relación con el caso griego. Pero antes
terminemos con la sucesión de sensaciones que experimentaron los
griegos durante el año 2015. La gente que conocía la obra de
Varoufakis se preguntaba si habría gran distancia entre las
opiniones que había escrito y su práctica política, como
dolorosamente había ocurrido tantas veces antes (en ese momento se
hablaba del espectacular giro de François Hollande, desde el
programa con el que había ganado las elecciones a la presidencia de
la República francesa hasta la política económica de cercanía a la
señora Merkel que estaba aplicando) y ocurriría después (por
ejemplo, la cooptación de Tsipras por la tecnoestructura de
Bruselas). Considerando que Europa sufría, y sufre, una crisis en
buena parte creada por ella misma, que estaba poniendo en peligro
muchos años de integración, Varoufakis dijo que nunca antes gente
tan poderosa comprendió tan poco lo que la economía mundial
necesitaba para recuperarse.
Ante la dureza de las exigencias de la
troika para aprobar un tercer rescate, y las tensiones que se
fueron acumulando entre los negociadores de una y otra parte, el
primer ministro griego Alexis Tsipras dio una sorpresa y convocó un
referéndum para que la población decidiera si aprobaba o no las
condiciones que se querían imponer y la apertura de conversaciones
para la reestructuración de la deuda. Este referéndum se celebró el
5 de julio de 2015, y por una abrumadora mayoría (más del 60%) los
ciudadanos apoyaron a sus negociadores y se opusieron al contenido
de los documentos que llegaban de Bruselas. El ambiente en torno a
esa consulta -considerada por la troika un desafío a su poder y un
precedente que podría ser copiado por otros países- se enrareció
por el corralito que se impuso: primero
cerraron los bancos en toda Grecia y luego sólo se podían sacar
unas cantidades mínimas diarias de euros de los cajeros automáticos
y las cuentas corrientes. Fueron los momentos en los que más se
recordaron las lecciones de John Maynard Keynes, cuando se opuso,
al final de la Primera Guerra Mundial, a las reparaciones de guerra
a las que se obligaba a Alemania: la imposibilidad de pagarlas
sería una falsa salida que conduciría a más problemas en el futuro
inmediato (en aquella ocasión, a una Segunda Guerra Mundial). Los
políticos y economistas opuestos a tantos sacrificios para los
griegos recomiendan la relectura, a la luz de las circunstancias
presentes, del libro de Keynes, Las
consecuencias económicas de la paz, y reproducen una y otra
vez las palabras finales de uno de sus Ensayos de persuasión, «La capacidad de Alemania
para pagar reparaciones», sustituyendo la palabra «Alemania» por la
palabra «Grecia»:
La política de reducir a Alemania a la
servidumbre durante una generación, de envilecer la vida de
millones de seres humanos y de privar a toda una nación de
felicidad, sería odiosa y detestable, aunque fuera posible, aunque
nos enriqueciera a nosotros, aunque no sembrara la decadencia de
toda la vida civilizada de Europa. Algunos la predican en nombre de
la justicia. En los grandes acontecimientos de la historia del
hombre de la justicia. En los grandes acontecimientos de la
historia del hombre, en el desarrollo del destino complejo de las
naciones, la justicia no es tan elemental. Y si lo fuera, las
naciones no están autorizadas por la religión ni por la moral
natural a castigar en los hijos de sus enemigos los crímenes de sus
padres o de sus jefes.8
Las imágenes de miles de griegos celebrando
en la plaza Sintagma el resultado de un referéndum que no previeron
las empresas demoscópicas, pero que se palpaba en la calle, y
gritando el eslogan español «¡No pasarán!», se vio truncado por la
última sensación que percibieron antes de acabar el año: contra
todo pronóstico, Alexis Tsipras no hizo caso del mandato que le
habían dado sus ciudadanos y aceptó las condiciones del tercer
memorando y de los acuerdos de préstamos de la troika (incluso
endurecidos en sus condiciones iniciales), de igual impacto social
y fiscal que los que lo precedieron.
La Grecia de hoy no es la Alemania de
entreguerras. Como consecuencia de esa marcha atrás tan
inexplicable y tan inexplicada de Alexis Tsipras, Varoufakis
dimitió como ministro y se abrió una crisis entre las dos almas
existentes en el seno de la izquierda radical. Más adelante, y como
consecuencia de esta crisis, Tsipras volvió a convocar elecciones
generales, repitió su triunfo electoral y se deshizo del ala
izquierda de su formación política. Pedro Olalla, un escritor
español afincado desde hace años en Atenas y autor de algunos de
los mejores libros sobre Grecia, escribía un artículo en el que
resumía lo obtenido por las tropas de la troika: «Europa está
encantada. Ya no es sólo el neoliberalismo, ni el bipartidismo
tradicional, ni la vieja democracia cristiana, ahora es nada menos
que la “izquierda radical” [sic] la que defiende su proyecto y la
que aplicará el nuevo memorando».9
Según la Comisión para la Verdad sobre la
Deuda Pública Griega (la presidenta del Parlamento, Zoe
Konstantopoulou, que la había creado, fue de las disidentes más
significadas de Syriza y no repitió en su cargo, tras las últimas
elecciones), el referéndum fue pensado como un claro ejercicio de
autodeterminación económica, tanto interno como internacional, y la
elusión de su resultado por parte del primer ministro Tsipras
«viola el artículo 44 de la Constitución [...]. Es inconcebible que
un Gobierno pueda rechazar a la ligera el resultado de una votación
popular como ésta».