DIA
DE INCENDIO
QUIEN sabe durante cuánto
tiempo la estrella había orbitado silenciosamente en la soledad
entre Betelgeuse y Rigel. Era más voluminosa de lo común, quizás
una vez y media del Sol, y por consecuencia brillaba intensamente
con la terrible gloria de su corona y prominencias. Pero no hay
pocas cosas como ella. Una nave del primer Gran Reconocimiento notó
su existencia. Sin embargo, la tripulación se interesó más por un
sol vecino que tenía planetas y no se detuvo mucho en ese sistema.
La galaxia es demasiado grande y se habían fijado como meta obtener
algunos datos sobre este brazo espiral en que habitamos. Fue así
como se les escaparon ciertos anuncios espectroscópicos.
Durante un par de siglos nadie volvió a
aquel lugar. Entre los millones de estrellas cercanas, la
civilización Técnica tenía más de lo que podía ocupar su atención,
mucho menos llegar a comprender. Por tanto, que ésta fuera más
vieja que lo normal para este tipo de región permaneció en el
misterio mucho tiempo, así como el hecho de que habría debido
llegar de otras partes. Aunque astronómicamente hablando no era tan
antigua. Pero los grandes soles sin prole evolucionan prontamente y
de maneras extrañas.
Sin embargo, dio la casualidad que un
explorador de la Liga Polisotécnica, que se hallaba en una
expedición en busca de nuevos mercados, pasaba a un año-luz de
distancia cuando la estrella estalló.
Sería preferible decir, si la simultaneidad
tiene algún sentido con relación a las distancias interestelares,
que la agonía de la muerte había ocurrido algunos meses antes. La
reacción termonuclear, cada vez más violenta, había quemado el
resto de oxigeno del centro. Perdido el equilibrio por la presión
de la radiación, las capas exteriores se desplomaron por su propio
peso. Quedaron así liberadas ciertas fuerzas que originaron un
orden completamente distinto de fusiones atómicas. Nuevos elementos
surgieron a la existencia, además de aquellos que es posible
encontrar en los planetas; se manifestaron también los
transuránicos de corta duración, y por un tiempo el tecnecio dominó
esa anarquía. Se produjo una inundación de neutrones y neutrinos
que se llevaron consigo los restos de energía equilibrante. La gran
compresión resultó en una catástrofe. Durante un breve período
culminante la supemova fue tan radiante como toda su galaxia.
A tan corta distancia, el personal de la
nave se habría muerto de no ser porque esta navegaba a
hipervelocidad. No se quedaron allí. Todavía los alcanzaba una
peligrosa cantidad de radiación entre microsaltos cuánticos. Además
no estaban equipados para estudiar el fenómeno. Es raro; era la
primera oportunidad en la historia de la humanidad para observar
una nueva supemova. Y la Tierra estaba demasiado lejos para ayudar.
Pero en relativamente poco tiempo se podía llegar a la colonia
científica de Catavaranis. Ellos podrían enviar equipo de
laboratorio.
Pero los recursos necesarios eran
considerables para rastrear en detalle lo que iba a suceder. Se
requería de un lugar donde pudieran vivir los hombres que supieran
fabricar instrumentos a pedido, según los fueran necesitando. No se
podía esperar que las fábricas tradicionales enviaran esas cosas.
Para cuando llegaran, el frente de ondas portadoras de la
información acerca de acontecimientos de rápido progreso habrían
llegado tan lejos que el debilitamiento inverso ocasionaría
inexactitudes enloquecedoras.
Pero poco más lejos de un pársec de la
estrella —excelente distancia para observar durante algunos años
—había un sol tipo G. Según diversos puntos de clasificación, uno
de los planetas era terranoide, tanto física como bioquímicamente.
Según los datos de que se disponía, la cultura más avanzada estaba
al borde de una revolución industrial y científica...
¡Magnifico!
Excepto, claro está, que la información era
bastante nebulosa y caduca, por lo menos en dos siglos.
—No.
El maestro mercante David Falkayn dio un
paso atrás, asombrado. Los cuatro guardias más próximos empuñaron
sus pistolas. Con la inseguridad del profano, Falkayn se preguntó
qué cánones habría violado.
—Disculpen...ehm, ¿decía...?—inquirió.
Morruco Hacha-Larga se inclinó hacia
adelante en su estrado. Aun para ser mersiano era grande, lo que
significaba que sobrepasaba la ya considerable altura de Falkayn en
unos buenos cincuenta centímetros. La larga túnica color naranja
ensanchada en los hombros y la mitra cornígera le daban un volumen
casi fantástico. Debajo de esas galas era aproximadamente
antropoide, salvo por una postura levemente inclinada equilibrada
por la cola, que con sus pies calzados en botas formaba un trípode
en el que se asentaba. La piel verde, ligeramente escamada, carecía
de pelos. Desde la punta de la cabeza hasta el final de la cola le
corría un costurón erizado. Pero la cara era humana, aunque de
huesos grandes, y toda su fisiología era esencialmente
mamífera.
Pero Falkayn ignoraba qué clase de cerebro
se ocultaba tras esos ojos renegridos.
Una áspera voz de bajo dijo:
—No tomaréis el mando de este mundo. Si
renunciáramos a nuestro derecho y ellos ganaran el dominio
absoluto, el Dios remodelaría las almas de nuestros mayores para
que nos chillaran.
La mirada de Falkayn se desplazó en torno
con inquietud. Pocas veces se había sentido tan solo. La cámara de
audiencias del castillo Afon se elevaba a gran altura y ostentaba
en su estrechez unas proporciones absolutamente extrañas a toda
construcción humana. En las paredes de piedra, entre ventanas con
arcos arriba y abajo, lucían tapices curiosamente tramados, y los
pendones de batallas, colgados de las vigas, poco hacían para
detener el eco. Los soldados de caballería, alineados a lo largo
del salón hasta una hoguera cuyo fuego podía asar un elefante,
llevaban armaduras y yelmos con máscaras demoniacas. Las armas de
fuego que agregaban a las curvas espadas y lanzas agudas no
parecían fuera de lugar. En cambio, lo que parecía inalcanzable era
echar un vistazo al cielo azul de fuera.
El aire tenía el frescor del invierno. La
gravedad era poco más elevada que la terráquea, pero Falkayn sentía
que lo aplastaba. Se levantó. No carecía de su brazo lateral, que
no era un arrojador químico de balas sino un arma de energía. Tanto
Adzel, que estaba fuera en la ciudad, como Cheen Lan, a bordo de la
nave, escuchaban por vía del transceptor en sus muñecas. Y la nave
tenía suficiente poder para arrasar con todo Ardaig. Y Morruco
tenía que darse cuenta de eso.
Pero había que hacerle cooperar.
Falkayn eligió cuidadosamente las
palabras.
—Ruego me perdone, Mano, si por ventura en
mi ignorancia empleo mal vuestra... Su lengua. Nada intentamos más
que amistad. Soy portador de peligros inminentes, para los cuales
debéis prepararos con tiempo para evitar la pérdida de cuanto
poseéis. Mi gente enseñará con gusto a la vuestra lo que debe
hacer. Tan grande es la necesidad y tan escaso el tiempo que a la
fuerza deberéis apoyaros en nuestro consejo. De lo contrario de
nada sentiríamos. Pero nunca actuaremos como conquistadores. Si
sólo se tratara de una acción maligna, no perderíamos nuestro
valioso tiempo, ya que comerciamos entre muchos mundos. No, seremos
como hermanos que vienen a ayudaros en vuestra época de
necesidad.
Morruco frunció el ceño y se frotó el
mentón, pensativo.
—Hable entonces —contestó—. Pero,
francamente, tengo mis dudas. Ustedes afirman que Valenderay está a
punto de convertirse en supernova...
—No, Mano. Sostengo que ya lo ha hecho. La
luz que de allí viene asolará este planeta en menos de tres
años.
Falkayn había usado la unidad de tiempo
mersiana, un poco mayor que la de la Tierra. No dejaba de sudar y
maldecir por el problema que el idioma le causaba. Los xenologistas
del relevo anterior habían conseguido un buen dominio del idioma
eriau en los varios meses que pasaron entre ellos, y Falkayn, junto
con sus compañeros de nave, lo habían adquirido por transformación
sináptica durante el trayecto. Pero ahora resultaba que doscientos
años atrás el eriau pasaba por un período de evolución. Se dio
cuenta de que ni siquiera pronunciaba bien las vocales.
Trató de poner al día sus nociones de
gramática.
—Querríais vos...ehm, digo, sería su
deseo...confirmar... Nosotros podríamos llevaros a vos y a un
miembro de confianza de vuestra casa tan cerca de nuestra nave que
podríais observar el estallido de la estrella con vuestros propios
ojos.
—Sin duda, científicos y poetas serían
capaces de batirse por una litera en ese viaje —dijo Morruco con
voz seca—. Pero les creo. La nave, usted, sus compañeros, son
prueba suficiente y al mismo tiempo, no soy un creyente que imagina
que son semidioses porque vienen de fuera —dijo en tono más
áspero—. Vuestra civilización lleva una ventaja tecnológica a la
nuestra, eso es todo. Si leemos cuidadosamente los registros de
aquel breve período en que los extranjeros habitaban entre
nosotros, indican que no tenían razón más noble que la curiosidad
profesional. Y fue algo caprichoso; se fueron y nadie volvió jamás.
Hasta ahora. Entonces, ¿qué desea de nosotros?
Falkayn se sintió más tranquilo. A pesar de
todo, Morruco parecía de su misma clase: no aterrado, no idealista,
no impulsado por alguna motivación inhumana incomprensible, sino un
astuto y escéptico político de una cultura pragmática.
«Vamos, creo yo —se previno a sí mismo el
hombre—. Pero en realidad, ¿qué sé respecto a Merseia?»
A juzgar por las observaciones hechas en
órbita, intercepciones radiales, contacto inicial de radio, y el
viaje hasta allí en un coche terrestre, el planeta todavía cobijaba
un revoltillo de sociedades dominadas por la que estaba alrededor
del Océano Dilatado. Dos siglos atrás el gobierno local se había
dividido entre varios clanes aristocráticos. El imaginó que desde
entonces se había conseguido cierto grado de unificación
continental, pues su solicitud de entrevistarse con la autoridad
máxima lo había llevado hasta Ardaig y confrontarse con ese
individuo. Pero, ¿podría hablar Morruco por toda la especie?
Falkayn lo dudaba.
Sin embargo, había que empezar por alguna
parte...
—Seré franco, Mano —dijo—. Tanto mi
tripulación como yo venimos sólo para preparar el camino. Si
tenemos éxito, nos recompensaran con una participación en la
ganancia. Nuestros científicos desean usar a Merseia y sus lunas
como bases desde las cuales observar la supernova durante los
próximos doce años. Lo mejor para su gente sería que nos
facilitaran todo lo que necesitamos, no sólo alimentos sino también
ciertos instrumentos que os dirán cómo modelar. Les pagarán buen
precio por todo esto, y además el conocimiento les será útil.
»No obstante, primero debemos asegurarnos
que subsista la civilización mersiana. Para conseguirlo, tenemos
que realizar grandes trabajos. Y nos pagaréis por nuestro trabajo y
las mercancías que os proporcionaremos para vuestros fines. No
deseamos un precio de usura, pero sí, que nos deje una ganancia.
Con ello compraremos utensilios mersianos que puedan venderse en
nuestra patria para más beneficio —sonrió—. Así, todos ganaremos y
nadie saldrá perdiendo. La Liga Polisotécnica no alberga
conquistadores ni bandidos, pero sí, algunos mercaderes aventureros
tratan de sacar, más o menos, un beneficio provechoso.
—Ya... Ahora hemos mordido hasta el hueso
—carraspeó Morruco—. La primera vez que nos comunicaron algo y
hablaron de una supernova, yo y mis colegas consultamos a los
astrónomos. Aquí no somos salvajes completos, al menos hemos
llegado a saber de la energía atómica y los viajes interespaciales.
Y bien, los astrónomos dicen que esa estrella llega a su punto
culminante que es quince billones de veces más grande que Korycj.
¿Es cierto eso?
—Bastante aproximado, Mano, si Korycj es
vuestro sol.
—El único más cercano que podría estallar de
tal manera es Valenderay. De acuerdo con vuestra descripción, lo
más brillante en el cielo austral. Ustedes deben estar pensando en
la misma.
Falkayn asintió con la cabeza, luego dudó de
que ese gesto pudiera significar lo mismo que él quería expresar en
Merseia, y al recordar que si, contestó:
—Eso es, Mano.
—Parecía aterrador —dijo Morruco—, hasta que
señalaron que Valenderay está a tres y medio años-luz. Es una
distancia tan enorme que la mente es incapaz de imaginarla. Cuando
nos llegue la radiación, será sólo un tercio de lo que recibimos
diariamente de Koricj. Y en unos cincuenta y cinco días
(terráqueos) disminuirá a la mitad..., y así sucesivamente hasta
que solamente veamos una nebulosa brillante en la noche, antes de
mucho.
»Es cierto, podemos esperar mal tiempo,
tormentas, lluvias torrenciales, tal vez inundaciones si se derrite
suficiente hielo del casco polar sur. Pero todo pasará. De
cualquier manera, el centro de la civilización está aquí, en el
hemisferio norte. También es cierto que en el punto culminante
habrá una peligrosa cantidad de rayos X y ultravioleta. Pero la
atmósfera de Merseia los rechazará. De esta manera-dijo Morruco
descansando sobre la cola y haciendo un puente con sus manos
extrañamente humanas—, el peligro que menciona apenas existe. ¿Qué
quieren, en realidad?
En ese momento, toda la crianza como noble
hijo de Hemmes que Falkayn había recibido de niño acudió en su
auxilio. Enderezó los hombros. No carecía de prestancia; era alto,
un joven de pelo rubio y ojos azules brillantes en un rostro
delgado, de pómulos salientes.
—Mano —dijo—, por lo que veo, aún no habéis
tenido tiempo de consultar a vuestra gente sabia en cuestiones
de...
Y no pudo continuar. Había olvidado la
palabra equivalente a “electrónica”.
Morruco se abstuvo de sacar ventaja. Todo
lo contrario, el mersiano fue muy cooperador. La respuesta de
Falkayn había sido insegura, interrumpida a menudo mientras él y el
otro trataban de descifrar cómo era la frase. Pero en esencia,
traducido al lenguaje corriente, esto fue lo que dijo:
—Mano está en lo cierto en lo que hasta
ahora ve. Pero piensen en lo que se avecina. La erupción de una
supernova es más violenta de lo que se puede imaginar. Encierra
ciertos procesos nucleares tan complejos que ni nosotros mismos los
entendemos en todos sus detalles. Por eso deseamos estudiarlos.
Pero esto es lo que sabemos, y podéis consultarlo con vuestros
físicos. Así es que los núcleos y electrones vuelven a combinarse
en esa infernal bola de fuego originada en las pulsaciones
magnéticas asimétricas. No me negarán que saben lo que esto causa
cuando sucede en la detonación de un proyectil atómico. Trate de
imaginárselo a escala estelar. Cuando todas esas fuerzas se
desatan, explotan a través del campo magnético de Merseia hasta que
llega a la superficie. Motores eléctricos desprotegidos,
generadores, líneas de transmisión...oh, sí, sin duda tendréis
interceptores de ondas, pero vuestros interruptores de circuito
caerán por tierra, se inducirán voltajes intolerables y todo el
sistema quedará destrozado.
»Lo mismo sucederá con las líneas de
telecomunicaciones. Y las computadoras. Si ustedes emplean
transistores...ah, sí, los emplean..., la oscilación entre el tipo
p y el tipo n de conducción borrará todos los bancos de memoria y
detendrá todas las operaciones en curso. Siguiendo el pulso
magnético, todos los electrones no tardarán en llegar. Mientras
hacen espirales por el campo del planeta, sus radiaciones
sincrónicas cubrirán completamente cualquier aparato electrónico
que puedan haber salvado del desastre. Disminuirá la velocidad de
los protones hasta más o menos la mitad de la de la luz. Después
vienen las partículas alfa, y después el material más pesado: año
tras año tras año de llovizna cósmica, casi toda radiactiva, hasta
un total mayor, en cuanto a su magnitud, del que habría podido
crear cualquier guerra antes que la civilización fuese
destruida.
»Vuestro magnetismo planetario no es un
verdadero escudo. La mayoría de los iones tiene suficiente energía
para atravesarlo, y tampoco vuestra atmósfera es tan densa... Los
núcleos pesados producirán la radiación que los hará llegar al
suelo
»No estoy diciendo que este planeta será
totalmente destruido. Pero sin una buena preparación, experimentará
un desastre ecológico. Vuestras especies quizá sobrevivan, o no,
pero si lo consiguen será como un puñado de primitivos famélicos.
La pronta eliminación de los sistemas eléctricos de que depende
vuestra civilización se habrá ocupado de ello. Tratad de imaginar.
De pronto no llegará más comida a las ciudades. Los habitantes
salen como hordas hambrientas. Pero si la mayoría de vuestros
agricultores es tan especializada como yo la imagino, ni siquiera
podrán mantenerse por sí mismos. Una vez que la lucha y el hambre
se hayan generalizado, ya no habrá servicios médicos y empezarán
las pestes. Será como las consecuencias de un ataque nuclear total
contra un país sin defensa civil. Creo adivinar que han evitado eso
en Merseia. Pero debéis tener ciertos estudios teóricos al
respecto, y... He visto otros planetas en los que esto ha
sucedido.
»Mucho antes del fin, en todas las colonias
de vuestro sistema se habrá derrumbado la estructura que las
sustenta... Y ninguna nave espacial podrá moverse durante años. A
menos que acepten nuestra protección. Sabemos cómo generar
pantallas anti-fuerzas; pequeñas para las máquinas, y gigantescas
para proteger a un planeta completo. No es suficiente, pero también
sabemos cómo obtener aislamiento contra las energías que logran
filtrarse. Sabemos cómo construir motores y líneas de comunicación
que no resulten afectadas. También sabemos cómo sembrar sustancias
que protejan la vida contra radiaciones. Asimismo, cómo reparar
genes mutados. En resumen, tenemos todo el conocimiento necesario
para vuestra supervivencia.
»El esfuerzo requerido será enorme. La mayor
parte del mismo correrá por vuestra cuenta. Nuestro personal
disponible es muy escaso y muy largas nuestras líneas de transporte
interestelar. Pero podemos ofrecer los ingenieros y organizadores
necesarios.
»Para ser franco, Mano, tenéis suerte de que
nos hayamos enterado a tiempo de todo esto..., justo a tiempo. No
nos temáis. No tenemos ninguna ambición hacia Merseia. Si no os
convence otra cosa, está demasiado lejos de nuestra esfera normal
de operaciones, y cerca de nosotros tenemos millones de planetas
más provechosos. Deseamos salvaros a vosotros porque sois
inteligentes. Pero será una tarea cara y buena parte del trabajo
tendrá que ser ejecutada por organizaciones como la mía, que están
para obtener ganancia. De manera que además de una base científica,
deseamos un beneficio económico razonable.
»A su tiempo, sin embargo, nos iremos. Lo
que entonces hagáis, es únicamente de vuestra incumbencia. Pero
habréis salvado vuestra civilización. Además, tendréis muchos
equipos nuevos y conocimientos adquiridos. Creo que para vosotros
es una verdadera ganga.
Falkayn calló. Por un momento reinó el
silencio en el largo y oscuro salón. El hombre percibió olores muy
extraños a los propios de la Tierra o Hermes.
Por último, lentamente, Morruco
respondió:
—Esto es para pensarlo. Debo cambiar ideas
con mis colegas y con otros. Hay bastantes complicaciones. Por
ejemplo, no veo ninguna razón para hacer nada en favor de la
colonia en Ronruad, y muchas razones poderosas para dejarla
morir.
—¿Qué? —los dientes de Falkayn
castañetearon—. ¿Se refiere al planeta más cercano hacia afuera?
Creía que los viajes espaciales van a través de este
sistema...
—Por cierto, así es —dijo Morruco,
impaciente—. Dependemos de los otros planetas para muchas materias
primas, como material fisionable o gases complejos de los mundos
externos. Sin embargo Ronruad sirve únicamente a los de
Gethfennu.
Pronunció esa palabra con tal disgusto que
Falkayn no se atrevió a pedirle una definición.
—Cualquier recomendación que haga en mi
informe no escapará al conocimiento de Mano —afirmó el
humano.
—Se aprecia su cortesía —replicó Morruco
(Falkayn no pudo determinar la cantidad de ironía encerrada en la
respuesta, y el otro había tomado la noticia con más calma de la
esperada; no había que olvidar que pertenecía a una raza distinta a
la del hombre y tenía, además, una tradición guerrera)—. Confío en
que honrará al Vach Dathyr siendo nuestro huésped...
—Bien —vaciló Falkayn; había contado con
volver a la nave, pero pensó que tal vez fuera mejor permanecer en
el lugar: el equipo de relevo había descubierto que la comida
mersiana alimentaba a los hombres y hasta les resultaba gustosa. En
un informe anterior constaba que la cerveza había extasiado a los
exploradores—. Agradezco a Mano...
—Muy bien. Le sugiero que vaya a las
recámaras ya preparadas a descansar y refrescarse. Con su permiso,
pronto le llegará un mensajero para preguntarle qué quiere que le
traiga de la nave. ¿O tal vez desea instalarse aquí...?
—Eh...mejor no. Política —Falkayn no se
sentía inclinado a correr riesgos. Después de todo, los mersianos
no eran tan atrasados con respecto a la Liga como para no poder
salir con una sorpresa fea, si así lo deseaban.
Morruco levantó la piel detrás de las púas
del entrecejo, pero no hizo ningún comentario.
—A la hora del crepúsculo cenaremos con mis
consejeros.
Se pararon ceremoniosamente.
Dos guardias escoltaron a Falkayn a través
de una serie de corredores y por una imponente escalera cuya
baranda estaba tallada en forma de serpiente. Al final le hicieron
entrar en una suite. Las habitaciones eran espaciosas y los
artefactos que contribuyen a la comodidad no estaban muy por debajo
de los niveles Técnicos. Las pieles de reptiles que alfombraban los
pisos y las cabezas de animales montadas en las paredes tapizadas
en color carmesí resultaban un poco inquietantes, pero qué
demonios. Desde la terraza había una vista de los jardines y del
palacio, cuyo austero buen gusto tenía reminiscencias de japonés
original, y también de la ciudad.
Ardaig era una ciudad de tamaño
considerable. Albergaba cerca de dos o tres millones de almas.
Aquel distrito era antiguo y sus edificios de piedra gris estaban
fantásticamente ornamentados con torrecillas y muros almenados. Las
colinas circundantes estaban salpicadas por las residencias de los
ricos. Entre las mismas se extendía la nieve blanca, salpicada de
sombras azuladas. La bahía brillaba como plomo amurallado por altas
estructuras modemas. Embarcaciones de carga entraban y salían, un
avión jet de alas delta silbó por las alturas. Pero escuchó poco
ruido de tránsito; vehículos no esenciales tenían prohibido el
acceso al sagrado Distrito Antiguo.
—Mi nombre es Whedi, Protector —dijo el
mersiano bajo con túnica negra que estaba al servicio de Falkayn—;
considéreme su servidor personal, para cumplir con todos sus
deseos.
—Gracias-dijo Falkayn. Quizá puedas
enseñarme cómo usar las instalaciones-estaba ansioso por ver un
baño diseñado para esta gente—. Y luego —agregó—, una jarra de
cerveza, un texto de geografía política y algunas horas de
soledad.
—El Protector ha hablado. Si me
sigue...
Entraron en la cámara adjunta, amueblada
para dormir. Como por accidente, la cola de Wedhi rozó la puerta.
No era automática, simplemente a bisagras, pero se cerró con el
impacto. Wedhi tomó la mano de Falkayn y le puso algo en la palma.
Simultáneamente se apretó los labios con los dientes. ¿...una señal
de silencio?
Falkayn sintió un cosquilleo en la espalda
mientras escondía en trozo de papel en un bolsillo. Cuando estuvo
solo, abrió la nota enconándose para evitar miradas escondidas. El
alfabeto no había cambiado.
Sé precavido, morador
de las estrellas. Morruco Hacha-Larga no es amigo. Si puedes
conseguir que uno de tus acompanantes venga esta noche en secreto a
la casa que está en la esquina de las calles Triau y Victory,
marcada con dos esvásticas sobre la puerta, la verdad te será
explicada.
Cuando oscureció, la luna Neihevin se
levantó llena, del tamaño de su Luna y color cobre, asomándose
sobre las montañas del este, cuyas selvas brillaban de rocío.
Lythyr ya estaba en lo alto, pequeña medialuna pálida, en tanto
Rigel brillaba en medio de la constelación llamada El Portador de
la Espada.
Chee Lun se volvió de la videopantalla,
temblando mientras dejaba escapar una frase poco femenina.
—Pero no estoy equipada para hacer eso —dijo
la computadora de la nave.
—La sugerencia fue dirigida a mis dioses
—contestó Chee.
Permaneció un rato sentada, recapacitando en
sus errores. Ta-chi-cheinpith-O2
Eridani A II o Cynthia para los humanos —parecía aún más distante
de lo que era, tibia y rojiza luz solar y hojas crujientes en torno
a casas en las copas de los árboles perdidas en el tiempo así como
en el espacio. No sólo el frío exterior la acobardaba. Esos
mersianos eran tan terriblemente grandes...
Ella, en cambio, no era más grande que un
perro mediano, aunque la mata de la cola agregaba algunos
centímetros. Los brazos, casi tan largos como las piernas,
terminaban en delicadas manos provistas de seis dedos. Todo su
cuerpo estaba recubierto por una suave piel blanca, excepto
alrededor de los ojos verdes y de la cara aguda como un hocico. Al
verla por primera vez, las hembras humanas tendían a llamarla
'querida'.
Se erizó. Los oídos, patillas y el pelo se
pusieron tiesos. ¿Qué era? Descendiente de carnívoros que cazaban
la presa saltando de rama en rama, xenobióloga por aprendizaje,
pionera de comercio por propia elección y campeona de pistola
porque le gustaba tirar. ¿Cómo era que perdía el tiempo sintiendo
algo de respeto por una banda de bárbaros calvos con pies partidos?
Por encima de todas las cosas estaba irritada. Mientras permaneció
a bordo de la nave había confiado terminar su última escultura. En
cambio ahora debía corretear hacia esa pestilencia y remolonear por
un basurero de piedra que llamaban ciudad y escuchar a algún patán
zumbar durante horas sobre una trifulca entre cucarachas que creyó
fuera política... ¡Y además, simular que tomaba en serio toda la
farsa!
Un cigarrillo narcótico logró tranquilizarla
mediante unas cuantas bocanadas con que lo consumió.
—Imagino que el asunto es importante
—murmuró. Y habrá suculentas comisiones para mí si el proyecto
resulta.
—Mi programa se ciñe a un objetivo principal
que es humanitario —dijo la computadora—. Aunque no encuentro ese
concepto en mi depósito de datos.
—No te preocupes, cabeza de barro —contestó
Chee, de mejor talante—. Si quieres saberlo, figura bajo
restricciones archivadas con el título de Leyes y Edictos. Pero no
nos incumbe a nosotros, en este viaje. Oh, cuántos corazones
sangrantes hablan de Rescatar a la Civilización Prometida, como si
la galaxia no tuviera ya demasiadas civilizaciones caóticas. Bueno,
si están dispuestos a pagar la cuenta, lo harán con sus impuestos.
Tendrán que trabajar con la Liga pues ella es la que tiene todas
las naves, que no alquilará gratuitamente. Y la Liga tiene que
empezar con nosotros porque se sabe que los pioneros comerciales
son expertos en hacer el primer contacto, y somos la única
tripulación al alcance. Estamos de suerte, me imagino.
Apagó el cigarrillo y se dedicó a ciertos
preparativos. En realidad no había alternativa. Tenía que admitirlo
después de una conversación por radio con dos de sus asociados (no
se preocuparon de posibles oídos indiscretos, puesto que no hay
mersiano que sepa una sola palabra de ánglico). Falkayn quedó
encerrado en la casa de...como-se-llame. Adzel andaba suelto por la
ciudad, pero él sería el último que alguien podría elegir para una
misión secreta. Después de todo, quedaba Chee Lun.
—Manténgase en contacto con nosotros tres
—ordenó a la nave—. Por medio de mi equipo registro todo lo que
llegue esta noche. No se mueva sin orden previa —en lenguaje
galáctico —y no responda a ningún intento nativo de comunicación.
Infórmenos de inmediato sobre cualquier incidente imprevisto
que observe. Si por un período de
veinticuatro horas no tuviera noticias de ninguno de nosotros,
vuelva a Catawrayannis e informe.
No cabía ninguna respuesta. La computadora
permaneció en silencio.
Chee se ajustó el arnés de gravedad, el
maletín de herramientas y dos revólveres: un atontador y un
pegador. Encima de todo eso se colocó una capa negra, más para
disimular que por abrigo. Al apagar las luces hizo que la salida de
personal permaneciera abierta el tiempo necesario para dejarla
pasar, y se zambulló en el aire.
Sintió la mordedura del frío; el aire
parecía líquido de cómo apretaba. Un enomme silencio se extendía
bajo el cielo; desapareció el zumbido de su gravedad. Al pasar
sobre las tropas que rodeaban la Apenas con artillería —una sabia
precaución desde el punto de vista de los nativos, estaba de
acuerdo, y que habían denominado guardia de honor —vio los guiños
macilentos de varias fogatas de campamento y escuchó algunas
estrofas de canto ronco. Entonces una nave en suspensión chirrió
muy cerca hacia la Vía Láctea, y ella tuvo que cambiar de curso
para evitar ser vista.
Por un tiempo voló sobre una inmensidad
cubierta de nieve. Tratándose de un planeta desconocido, una no
aterriza en la ciudad, si se podía evitar. Por último las montañas
y los bosques dieron lugar a una pradera cultivada en que las luces
de varias aldeas se apretujaban en torno a castillos de torres
almenadas. Merseia —al menos este continente, parte de él parecía
haber retenido el feudalismo aun mientras se lanzaba a la era
industrial. ¿Sería así, en realidad? Tal vez esta noche hallaría la
respuesta.
De pronto la costa estuvo a la vista, y la
ciudad de Ardaig. En ella no brillaba la iluminación ni rugía el
tránsito como en casi todas las comunidades Técnicas. La noche
estaba salpicada de ventanas amarillentas, como luciérnagas
atrapadas en una telaraña de piedras fosforescentes. El río Oiss
brillaba raudamente a su paso por la ciudad y al volcarse en la
bahía; allí brillaba el resplandor doble de la luna. No, era
triple; en ese momento se alzaba Wythna. Un murmullo de máquinas se
remontaba hacia el cielo.
Chee esquivó otra nave aérea y salió en
línea recta hacia el oscuro Distrito Antiguo. Aterrizó detrás de un
bazar cerrado y buscó la callejuela más próxima. Allí se agazapó
para espiar donde estaba. Las calles de ese distrito estaban
engalanadas con un césped resistente, alfombrado de hielo e
iluminado por lámparas espaciadas. Pasó un mersiano, montado en un
huis con cuernos. La cola del jinete estaba recogida sobre la grupa
del animal, su capa flotaba tras él dejando al descubierto una
chaqueta acolchada reforzada con discos brillantes de metal y un
rifle cruzado sobre la espalda.
No era un simple guardián, seguramente. Chee
había visto el uniforme que usaban los militares y Falkayn había
transmitido fotos de las tropas del castillo de Morruco mediante un
escudriñador de mano. También había transmitido la información de
que estos últimos hacían también de policías. Entonces, ¿por qué
iria armado un civil? Delataba cierto grado de desorden que no
correspondía a una sociedad tecnológica... A menos que esa sociedad
tuviera más problemas de los que Morruco admitía.
Chee se aseguró de que sus revólveres
estuvieran sueltos en sus fundas.
El golpeteo de las pezuñas se alejó. En vez
de palabras empleaban emblemas heráldicos de vivos colores. Pero la
gente de Relevamiento había trazado un buen mapa de Ardaig que el
grupo de Falkayn había memorizado. El Distrito Antiguo no pudo
haber cambiado mucho. Se atrevió a salir, buscando esconderse cada
vez que oía un jinete o caminante que se acercaba. Pero había muy
pocos. ¡La esquina! Parpadeando en la oscuridad pudo distinguir el
símbolo esculpido en el dintel de una esbelta casa gris. Posó la
mano libre en el atontador.
La puerta se abrió muy poco; un hilo de luz
se filtró por la rendija. Detrás se destacaba la silueta negra de
un mersiano. También llevaba una pistola. Movía la cabeza hacia
atrás y adelante, tratando de ver en la oscuridad.
—Soy yo, idiota-murmuró Chee.
El nativo bajó la vista. Su cuerpo se
estremeció.
—Eh...ay, ¿usted es de la nave
estelar?
—No-replicó Chee—. Vengo a hacer una
inspección de las canerías...
Pasó por el lado de él para entrar en un
corredor con paneles de madera.
—Si deseáis conservar vuestro
secreto-agregó—, sugiero que ceiréis el portal.
Así hizo el mersiano. Se detuvo un momento a
contemplarla bajo el resplandor de una lámpara incandescente.
—Creí... Creí que sería...diferente.
—Hubo algunos terráqueos que ya visitaron
este mundo, pero seguramente que vosotros no creeréis que todas las
razas del cosmos responden a esas especificaciones ridículas...
Pero ahora tengo muy poco tiempo para perderlo en explicaciones
tontas, de modo que llévame ante tu amo.
El mersiano obedeció. Vestía ropas
ordinarias de calle: una túnica con cinturón y pantalones sueltos,
aunque de corte muy preciso, y también ostentaba rayas azules y oro
en la doble esvástica bordada en las mangas, lo cual indicaba que
se trataba de una librea. ¿O era acaso un uniforme? La sospecha de
Chee quedó confirmada cuando vio otros dos con atavíos similares,
de pie frente a una puerta. La saludaron al dejarla pasar.
Era una habitación de características
ducales. Habían instalado calefacción radiante, pero también había
fuego en la chimenea. Chee no prestó mucha atención a los pesados
cortinajes y los pilares tallados. Dirigió la mirada a los dos que
la esperaban.
Uno era de cuerpo atlético, la cara con una
cicatriz y la punta de la cola, muy inquieta. Llevaba un manto oro
y azul y una lanza corta de ceremonias. Al verla contuvo el
aliento. La cintiana resolvió ser cortés.
—Soy Chee Lun y vengo de la expedición
interestelar en respuesta a tu amable invitación.
—Craich —El
aristócrata recobró la compostura y se llevó el dedo al ceño. —Sé
bienvenida. Soy Dagla, me llaman el de la Ira Rápida, la Mano de
Vach Hallen. Este es mi camarada: Olgor hu Freilyn, su rango,
maestro de guerra de la República de Lafdigu. Se encuentra en
Ardaig como agente de su país.
Este ser tenía edad mediana, rollizo y de
piel más oscura, con facciones más achatadas de lo común en la
costa del Océano Dilatado. También su atavío era extranjero-una
especie de toga con hilos metálicos tejidos en la tela púrpura. Era
suave para hablar, imperturbable, sin la brusquedad característica
de esos parajes. Cruzó los brazos—¿gesto de saludo?—y dijo en un
eriau con cierto acento:
—Es grande el honor. Desde que los últimos
visitantes de tu alta civilización se confinaron mayormente en esta
región, tal vez no tengas conocimiento de la mía. Puedo informarte
por lo tanto que Lafdigu se extiende en el hemisferio austral y
ocupa una buena parte de este continente. En aquellos tiempos no
estábamos industrializados, pero ahora, esa situación ha cambiado,
creemos.
—No, maestro de guerra, ten por seguro que
nuestra gente ha escuchado mucho sobre la venerable cultura Lafdigu
y lamentaron no haber tenido más tiempo para aprender algo más de
vosotros.
Cuanto más grande era la mentira que decía,
más tacto ponía Chee. Interiommente gruñó: ¡Oh, no! Como si no
tuviéramos bastantes problemas para que haya también política
internacional.
Apareció un sirviente con un botellón y
copas de cristal tallado.
—Confío en que tu raza, como la terráquea,
pueda participar de los refrescos de Merseia —dijo Dagla.
—Por cierto que sí, encantada-replicó Chee—.
Es preciso que aquellos que viajan juntos usen las mismas cosas.
Agradezco a Mano.
—Pero no esperábamos un...invitado de tu
tamaño —dijo Olgor—. ¿Tal vez fuera mejor un vaso más pequeño? El
vino es fuerte...
—Es excelente —dijo Chee, que subió a una
mesa baja, se sentó en cuclillas y tomó la copa con ambas manos—.
Según la costumbre galáctica, brindamos a la salud de nuestros
amigos. A la tuya, entonces.
Bebió un largo sorbo. Muchas veces había
encontrado ventajoso ocultar el hecho de que el alcohol no afectaba
el cerebro de los cintios.
Dagla le sirvió una cantidad mayor, dio una
vuelta por la habitación y gruñó.
—Basta de formalidades. Con tu permiso,
maestra de la nave —dijo, y se quitó el manto.
—¿Ama? —dijo Chee, tragando; su sociedad
tenía esa actitud de cocina, iglesia y niños para las mujeres—.
Nosotros... Tenemos importantes asuntos que discutir.
—La Mano es demasiado brusca con nuestra
invitada —opinó Olgor, un poco en broma.
—No, el tiempo es corto-dijo Chee—, y se ve
que el asunto es de gran peso, ya que ha llegado a extremos de
sobornar a un sirviente en plena fortaleza de Morruco.
—Planté allí a Wedhi hace ocho arlos-sonrió
Dagla—. Es una buena voz-tubo.
—Sin duda la Mano de Vach Hallen tiene
absoluta seguridad en todos sus servidores, ¿no es así?—susurró
Chee.
Dagla frunció el ceño. Los labios de Olgor
temblaron levemente.
—Hay que correr riesgos-dijo Dagla con un
gesto cortante—. Todo lo que sabemos es lo escuchado a través de
vuestra primera comunicación de radio, que decía muy poco. Morruco
no tardó en aislarnos. Evidentemente confía en no haceros oír más
de lo que él desea de la verdad..., ¡usaros! En esta casa podemos
hablar con franqueza.
Tan francamente como dos ladrones —pensó
Chee.
—Escucho con atención-dijo.
Poco a poco entre Dagla y Olgor
reconstruyeron la historia. Al menos, todo lo que dijeron parecía
razonable. Cuando llegó el equipo de Relevamiento, la cultura del
Océano Dilatado estaba al borde de la era de la máquina. Se había
inventado el método científico. Existia una astronomía
heliocéntrica, una física post-newtoniana y pre-maxwelliana, una
química en sus albores, una taxonomía bien desarrollada y alguna
especulación concerniente a la evolución. Las máquinas a vapor ya
arrastraban los primeros ferrocarriles. Pero entre los Wachs, el
poder político se hallaba fragmentado. Cada uno de los Manos
patrocinaba a distintos grupos: los científicos, los técnicos, los
educadores...
Los visitantes del espacio tenían demasiado
sentido de la responsabilidad para transmitir información práctica
de importancia. De todos modos, no habría servido de mucho. ¿Cómo
es posible hacer transistores, por ejemplo, sin haber refinado
antes semimetales ultrapuros. Pero los humanos habían dado a la
ciencia un gran empuje teórico y experimental, por lo que decían,
especialmente por el simple e importante hecho de su
presencia.
Y entonces se fueron.
Un pueblo orgulloso y valiente se encontró
con que le restregaran su propia insignificancia contra las
narices. Chee imaginó que allí estaban las causas de una gran
intranquilidad social que sobrevino. Y seguramente un motivo más
fuerte que la curiosidad o el provecho empezó a impulsar a los
científicos: el deseo, la necesidad de ponerse al día, de hacer
entrar a Merseia en la escena galáctica de un salto.
Los Vachs habían sabido nadar con la
corriente. Poco a poco olvidaron sus querellas, formaron una
federación libre, encararon los problemas con suficiente sabiduría
para que no surgiera nada que los despojara de sus privilegios.
Pero las rivalidades no desaparecieron; los propósitos opuestos
persistieron y con frecuencia se observó un espíritu reaccionario,
un querer volver atrás, a los viejos tiempos en que los jóvenes
respetaban a Dios y a sus mayores.
Entretanto, la modernización se extendió
sobre el planeta. Un país que no sabía mantenerse en paz no
tardaría en encontrarse bajo dominación extranjera. El éxito mayor
lo obtuvo Lafdigu. Chee tenía la impresión de que en esos momentos
la república era una tiranía en la que dominaban las botas de
gruesos clavos. Las ambiciones imperiales de aquel estaban en
conflicto con las de los Wachs. Y aunque hasta el momento se había
evitado la guerra nuclear en la superficie, de tiempo en tiempo
estallaban batallas en el espacio, horribles e
indefinitorias.
—De manera que aquí estamos-dijo Dagla—; la
más grande, la más poderosa en este reino del Vach Dathyr tiene la
voz cantante. Pero hay otros que hacen presión: Hallen, Ynvory,
Rueth, sí, hasta Urdiolch sin tierra. Ya puedes ver lo que
sucedería si cualquiera de ellos obtuviera vuestros servicios con
carácter exclusivo.
Olgor asintió.
—Entre otras cosas —dijo—, Morruco
Hacha-Larga pretende pasar por alto mi país, ignorarlo. Estamos en
el hemisferio sur, y allí sentiremos más que en ningún otro lado la
explosión de la supernova. Si no somos protegidos, desapareceremos
de esta ecuación.
—En verdad, ama de la nave —agregó Dagla—,
no creo que Morruco quiera vuestra ayuda. Craich sí, posiblemente el mínimo para prevenir el
derrumbe total. Hace tiempo que vocifera contra el mundo moderno y
sus costumbres. No creo que vaya a lamentar mucho ver la
civilización industrial tan reducida y de regreso a un feudalismo a
ultranza.
—¿Cómo nos impedirá hacer nuestra tarea?
—preguntó Chee—. No creo que sea tan tonto como para matarnos, ya
que otros ocuparían nuestro lugar.
—Hará su apuesta a medida que las monedas
vayan cayendo —dijo Dagla—; por lo menos tratará de mantener su
posición; que vosotros trabajéis con la mediación de él y obtengáis
la mayor parte de vuestra información de sus fuentes. El lo usarán
para aumentar su poder a expensas de todas las demás partes.
—Aun aquí, en Lafdigu, habríamos podido
preverlo cuando tuvimos la primera noticia de vuestra llegada —dijo
Olgor—. El Colegio Estratégico me envió aquí para hacer las
alianzas que pueda conseguir. Hay varios países a los que no
molestaría que el mío continúe como una fuerza en el mundo al
precio de nuestra ayuda, para disminuir a sus vecinos más
cercanos...
—Me parece que hacéis demasiadas
suposiciones con respecto a nosotros, y con escaso
conocimiento-dijo Chee lentamente.
—Ama de la Nave —dijo Olgor—, la civilizada
Merseia ha tenido dos siglos para estudiar cada palabra, imagen y
leyenda de vuestro pueblo. Algunos creen que estáis emparentados
con los dioses, o los demonios; sí, varios cultos han florecido
ante la expectativa de vuestro retorno, y no me aventuro a imaginar
lo que harán ahora que habéis venido. Pero hubo también cabezas más
frías, y aquella expedición fue honesta en lo que dijo, ¿no es
así?
Por lo tanto, el postulado más razonable es
que ninguna de las razas que viajan entre las estrellas tiene
poderes mentales que nosotros no poseamos. Simplemente, sucede que
tienen historias más largas. Y cuando llegamos a saber cuántas
estrellas hay, comprendemos cuán débilmente extendida debe estar
vuestra civilización entre ellas. Con relación a vuestra economía,
no necesitaréis esforzaros mucho con nosotros. No podéis. Tenéis
demasiado que hacer. Tampoco tenéis tiempo para aprender todo lo
necesario con respecto a Merseia y decidir en todo detalle lo que
tendréis que hacer. En menos de tres años la supernova se encenderá
en nuestros cielos. Tendréis que cooperar con las autoridades que
encontréis y aceptar sus palabras en cuanto a las cosas cruciales
que es preciso salvar y las otras que deben ser abandonadas. ¿No es
esto verdad?
—Tenéis razón hasta cierto punto-contestó
Chee midiendo sus palabras.
—Morruco lo sabe —dijo Dagla—, y hará uso de
ese conocimiento de la mejor manera —se proyectó sobre ella
inclinándose hacia adelante—; por nuestra parte, no podemos
tolerarlo. Preferimos que el mundo quede en ruinas para que debamos
reconstruirlo, que la Vach Darthy conquiste lo que forjaron
nuestros antepasados. Ningún esfuerzo de carácter planetario puede
tener éxito sin la ayuda de una mayoría. A menos que tengamos votos
en las decisiones que se tomen, estamos dispuestos a luchar.
—Mano, Mano-reprochó Olgor.
—No, no es ofensa hacia para mí-dijo Chee—.
Al contrario, doy las gracias por tan claro aviso. Como
entenderéis, no tenemos mala voluntad hacia nadie de Merseia y no
tomamos partido (...en vuestras mezquinas escaramuzas). Si habéis
preparado un documento que declare vuestra posición, gustosamente
lo someteremos a nuestra reflexión.
Olgor abrió un cofrecito y sacó un fajo de
papeles atado con algo parecido a piel de serpiente.
—Esto fue escrito con prisa-dijo
disculpándose—. En otro momento nos gustaría daros un informe más
completo.
—Servirá por esta vez-dijo Chee.
Se preguntó si debia permanecer allí un poco
más, sin duda podia enterarse de otras cosas, ¡pero cuánta
propaganda deberia filtrar de todo lo que había oido! Además, había
sido todo lo diplomática que cabia esperar de ella. ¿O no? Les dijo
que podian llamar directamente a la nave. Si Morruco trataba de
interferir en sus comunicaciones, ella a su vez produciría
interferencias en las de él.
Olgor pareció sorprendido, y Dagla tuvo
objeciones en cuanto a comunicaciones que pudieran ser escuchadas
en un receptor. Chee suspiró.
—Bueno, invitadnos entonces aquí para una
conversación privada —dijo—. ¿Morruco os atacará por eso?
—No..., supongo que no. Pero podrá hacerse
alguna idea de lo que sabemos y lo que estamos haciendo.
—Mi creencia era que la Mano de Vach Hallen
no deseaba más que el fin de estas intrigas y egoísmos-dijo Chee en
su más suave tono de voz—, una apertura para que los mersianos
puedan luchar juntos por el bienestar común.
Jamás Chee había abrigado idea tan tonta,
pero Dagla no admitiría que su principal preocupación fuera poner a
todos sus parientes por encima de los demás. Había hecho bastante
aspavientos sobre un transmisor que no podía ser detectado por
ningún equipo mersiano. ¿Contarían las galaxias con uno así? Muy
probablemente, pero ella no iba a transmitir información de esa
importancia. Expresó su contrariedad; no habían traído nada
semejante, lamentablemente; buenas noches Mano buenas noches
Maestro de Guerra.
El mismo guardia que la había hecho entrar
la acompañó hasta la puerta principal. Se preguntó por qué no la
habrían acompañado sus anfitriones. ¿Precaución simplemente, u otro
tipo de costumbres? En fin, qué importa. Hay que volver a la nave.
Caminó por la calle helada buscando un callejón donde su partida
pasara inadvertida. Era posible que alguien quisiera apretar el
gatillo.
Se abrió una entrada entre dos puertas y
ella se zambulló en la oscuridad. Sintió que un cuerpo le caía
encima, que unos brazos la sujetaban con fuerza y la inmovilizaban.
Gritó. Por breves instantes se encendió una luz, y arrojaron un
saco sobre su cabeza. Inspiró un olor dulce y pungente, y sintió
que perdía el sentido.
Adzel aún no tenía ninguna certidumbre de
qué era lo que le estaba pasando o de cómo había empezado. Se había
ocupado de sus propios asuntos y repentinamente se encontró con que
era el principal predicador de una asamblea religiosa. Si es que se
trataba de eso...
—Mis amigos —dijo, después de carraspear un
poco.
Un rugido Uenó el ámbito del salón. Caras y
caras y más caras miraban hacia la tribuna ocupada por sus cuatro
metros y medio de largo. Habría por lo menos mil mersianos
presentes: clientes, gente del pueblo, proletarios mal vestidos en
su mayoría. Había muchas mujeres, pues las clases bajas no
discriminaban los sexos con tanta rigidez como las altas. El aire
estaba espeso y fuerte, impregnado con los olores de todos. La
construcción del salón era sencilla, pues estaban en la parte nueva
de Ardaig. Pero sus medidas fuera de lo común, los tonos
contrastantes de los paneles, los símbolos pintados en escarlata
sobre las paredes recordaron a Adzel que se hallaba en un planeta
extraño.
Aprovechó la interrupción para levantar el
transmisor que colgaba de su cuello, y acercándoselo a la trompa
murmuró en tono quejoso:
—David, ¿qué puedo decirles?
—Se benevolente y evasivo —aconsejó la voz
de Falkayn—. No creo que a mi anfitrión le guste mucho esto. El
wodenita miró hacia la entrada por encima de la multitud fervorosa.
En la puerta había tres guardias de Morruco, vigilantes.
No temía ningún ataque físico. Además de
tener a la nave como respaldo, era demasiado formidable: un
centauroide que pesa una tonelada, provisto de una reluciente
armadura natural verde arriba y oro abajo, y su espinazo más
amenazantemente erizado que el de cualquier mersiano le daban un
aspecto imponente. Sus oídos no eran de suave cartílago sino de
hueso, y de igual manera estaban protegidos sus ojos; su cara
semejante a la de un cocodrilo dejaba al descubierto al abrirse una
impresionante fila de colmillos. Por eso había sido el miembro más
indicado del grupo para salir hoy por la ciudad a recoger
impresiones. Los argumentos en contra de Morruco habían sido
contestados cortésmente.
—No abrigues temores, Mano —dijo
sinceramente Falkayn—. Adzel nunca ha provocado perturbaciones. Es
budista, amante de la paz y tolerante con la conducta de los
demás.
Y por esa razón, pensó que no había sido
capaz de rechazar la porfía de la multitud; que finalmente lo puso
en un aprieto.
—¿Tienes alguna noticia de
Chee?—preguntó.
—Nada todavía —dijo Falkayn—. Muddlehead
está a cargo de la nave, por supuesto. Me imagino que mañana se
pondrá en contacto con nosotros. Ahora deja de interrumpirme. Estoy
en medio de un banquete oficial interminable.
Adzel levantó los brazos para pedir
silencio, pero aquí ese gesto era para alentar más gritos. Cambió
entonces de postura, e hizo resonar sus pezuñas sobre la plataforma
mientras su cola tumbaba un candelabro de pie.
—¡Oh, lo siento!—exclamó.
Un mersiano de túnica roja llamado Gryf, el
jefe chiflado de esa organización (Creyentes de las Estrellas...,
¿era así como se llamaban?) recogió lo que se había caído y trató
de imponer silencio a la concurrencia.
—Mis amigos —volvió a empezar Adzel—.
Ehm...mis amigos. Aprecio profundamente el honor que me hacen al
pedirme algunas palabras-trató de recordar los discursos políticos
que había escuchado en sus tiempos de estudiante en la Tierra—. En
la gran fraternidad de razas inteligentes en toda la amplitud del
universo, por cierto que Merseia tiene una misión importante que
cumplir.
—¡Muéstranos...! ¡Muéstranos el camino!
—chilló alguien del público—. ¡El camino, la verdad, el largo
camino hacia el futuro!
—Ah, sí, con placer —Adzel se volvió hacia
Gryf—. Pero tal vez tú, glorioso líder, me explicarás antes los
principios de este...ehm... (¿Cuál era la palabra que indicaba
'club'? ¿O sería que tenía que decir 'iglesia'?)
Lo que más necesitaba era información.
—¡Cómo...! La noble gesta galáctica-dijo
Gryf, extasiado—. Sabes que somos aquellos que han sabido esperar,
viviendo de acuerdo con los preceptos que impartieron los
galácticos y esperando lealmente el regreso prometido. Somos el
instrumento elegido para la liberación de todos los males de
Merseia. ¡Úsanos!
La especialización profesional de Adzel era
la planetología, pero su gran curiosidad lo había llevado a
estudiar también otros campos. Su mente divagaba a través de libros
que había leído, sociedades que un dia visitara... Sí, creía
reconocer el modelo. Se trataba de cultistas que habían adjudicado
una importancia casi trascendental a lo que en realidad había sido
una momentánea parada casual. ¡Oh, la piedra en el loto...! ¡Qué
confusión se había originado!
Tenía que descubrir la salida.
—Eso está muy bien-dijo—; realmente muy
bien. Bueno..., ¿cuántos sois en total?
—Más de dos millones, Protector, en veinte
naciones diferentes. Algunos muy elevados se encuentran entre
nosotros; sí, el Heredero del Vach Isthyr. Pero la mayoría viene de
entre los virtuosos pobres. De haber sabido que hoy el Protector se
adelantaría hacia nosotros...bueno, se habrían congregado con la
mayor prontitud para oír tu mensaje.
A Adzel le había parecido que una
concurrencia corno ésa podia rebalsar el caldero. Mientras estuvo
recorriendo las calles había observado bastante inquietud en
Ardaig, y por lo poco que se sabía de los instintos básicos
mersianos, por los psicólogos del Relevo, parecían pertenecer a una
especie muy combativa. La histeria de masas podía ser algo feo y
amenazador.
—¡No!—gritó el wodenita.
El volumen de la exclamación casi hizo
saltar a Gryf de su estrado. Adzel logró moderar el tono.
—Será mejor que os quedéis en casa. Observad
paciencia y calma en el cumplimiento de los deberes diarios, que
son las mejores virtudes galácticas.
Atrévete a decirle eso
a un mercader aventurero—pensó Adzel, controlándose.
—Mucho me temo que no hay ningún milagro que
podamos ofreceros —concluyó.
Estuvo a punto de decir que el mensaje que
traía era un mensaje de sangre, sudor y lágrimas. Pero no. Cuando
se está tratando con gente cuyas reacciones son imprevisibles,
noticias como ésa debian ser dadas con sumo cuidado. Precisamente
por esa razón las primeras comunicaciones radiales de Falkayn
habían sido cautas.
—Está claro-dyo Gryf, que no era tonto ni
loco excepto en sus creencias—. Nosotros mismos debemos liberarnos
de nuestros opresores. Dinos cómo empezar.
Adzel vio que las tropas de Morruco
apretaban los rifles con firmeza. ¿Acaso se espera que empecemos
alguna revolución? —pensó con desesperanza—. Pero si no podemos...
No es nuestra misión. Nuestra misión consiste en salvar vuestras
vidas y para ello no hemos de debilitar sino más bien reforzar la
autoridad que tenga que colaborar con nosotros, y como consecuencia
de la tecnologíá, cualquier revolución tardará en madurar... ¿Me
atreveré a decirlo esta noche?
Tal vez lograría tranquilizarlos con la
pedantería, aunque sea porque así los aburriría hasta el
cansancio...
—Entre aquellos descontentos que necesitan
un gobierno —dijo Adzel—, el requisito fundamental para que él
funcione bien es que sea legítimo. Y el problema básico de
cualquier innovador político es cómo continuar, o de otra manera
establecer nuevamente una base firme para esa legitimidad. Por eso
es que recién llegados como yo no pueden...
Un ruido exterior lo interrumpió-más tarde
habría de sentirse tentado de decir que lo salvó—. Crecía en
intensidad y consistía en un canto ronco y el arrastrarse de muchos
pies sobre el pavimento. Las mujeres que había entre el público
gemían. Los hombres fueron hacia la puerta refunfuñando. Gryf saltó
de la plataforma hacia lo que Adzel reconoció como un
telecomunicador, y puso en actividad la pantalla. En ella apareció
la calle donde había una multitud armada. Por encima de todos y
contra los techos cubiertos de nieve y el cielo nocturno, se
destacaba una bandera amarilla.
—¡Demonistas!—gruñó Gryf—. Ya me lo
temía.
Adzel se acercó a él.
—¿A quienes obedecen?
—Una secta de lunáticos. Piensan que los
galácticos quieren, y han querido desde el principio, corrompernos
hasta causar nuestra destrucción. Pero yo estoy preparado, ya lo
ves.
De los callejones y portones empezaron a
salir grupos compactos de hombres corpulentos. Llevaban
armas.
Un soldado de caballería lanzó algunas
palabras junto al micrófono de un walkie-talkie. Seguramente pedía
ayuda para aplacar el naciente tumulto. Adzel volvió al estrado y
propagó por el salón ruegos para que todo el mundo permaneciera
dentro, en su sitio.
Por la reverberación de su voz habría podido
tener éxito, de
no haber sido por otra razón: su propio
receptor le trajo la voz
de Falkayn:
—Ven aquí de inmediato, le han echado el
guante a Chee.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Quién ha sido?
La barahúnda que lo rodeaba perdió toda
importancia.
—No lo sé. Muddlehead acaba de advertirme.
Había salido del lugar donde estaba. Muddlehead recibió un grito,
ruidos de forcejeo y después, ningún sonido más de ella. Lo enviaré
arriba para tratar de localizarla mediante onda aérea. La
computadora dice que la fuente del sonido está en movimiento.
Tú
muévete también de vuelta a Afon.
Adzel lo hizo. Se llevó por delante parte de
la pared.
Koricj se elevó entre la niebla invernal que
se tornaba dorada a su paso por las torres de la ciudad y sobre el
río. Desde Eidh Hill se oia el retumbar de tambores. Las persianas
de puertas y ventanas bajaron, los mercados empezaron a llenarse,
de cientos de pequeños talleres empezó a salir ruido. Muy distante,
pero más profundo y ominoso llegaba el zumbido del tránsito y la
energía de los barrios nuevos, las sirenas de los barcos en la
bahía, el silbido de los jets por las alturas y el rugir de cohetes
mientras una aeronave salía del puerto espacial de la luna
Seith.
Morruco Hacha-Larga apagó las luces de su
cámara de confianza. El resplandor del alba se filtraba a través de
vidrios, destacando las ojeras de los rostros.
—Estoy cansado, y hemos llegado a un punto
muerto-dijo.
—Mano —dijo Falkayn—, será mejor que no sea
así. Nos quedaremos aqui hasta que se llegue a alguna
decisión.
Morruco y Dagla se miraron intensamente.
Olgor no tenía expresión alguna. Ninguno de ellos estaba
acostumbrado a ser, tratado de esa manera. Falkayn devolvió la
mirada de uno y otro y Adzel levantó la cabeza de donde estaba
acurrucado en el suelo. Los mersianos volvieron a sentarse sobre
sus colas.
—Todo vuestro mundo parece estar en peligro,
beneméritos —dijo Falkayn—. Mi pueblo no deseará gastar tiempo y
fortuna, sí, y algunas vidas, si buscan un trato tan ingrato.
Recogió el arnés y maletín que estaba sobre
el escritorio de Morruco y los levantó. Guiados por Muddlehead,
buscadores enviados desde esa mansión habían encontrado el aparato
en una zanja fuera de la ciudad y lo habían traido hacía varias
horas. Era evidente que los raptores de Chee sospecharon que se
estaría transmitiendo alguna señal. Los objetos eran tristemente
livianos.
—¿Qué más se puede decir?—arguyó Olgor—.
Cada uno de nosotros ha expresado la sospecha de que uno de los
otros tramó el hecho para ganar una ventaja para sí. Ya sea uno de
los Vachs, u otra nación, pudo haberlo hecho. O los demonistas, o
los Creyentes de la Estrella, por alguna torcida razón. También los
servicios secretos de Morruco pueden saber cuál es la
situación.
—Pero —objetó Falkayn—, dudo que sean tan
ingenuos como para pensar que...
—Ordenaré una investigación-prometió
Morruco—; es posible hacer una encuesta directa. Pero los canales
de comunicación con los amos Gethfennu son indirectos y por lo
tanto, lentos.
—En todo caso-dijo Falkayn
amenazadoramente—, Adzel y yo no estamos dispuestos a dejar a
nuestra socia en el puño de criminales durante...años, después de
lo cual serán capaces cortarle la garganta.
—No sabéis si ellos la tienen-le recordó
Olgor.
—Es cierto. Sin embargo, podemos merodear un
poco por el espacio, hacia la colonia de ellos. Poco podemos hacer
en Merseia, donde tenemos escaso conocimiento. Aquí, sois vosotros
los que debéis buscar, beneméritos, y hacer que los demás os ayuden
a buscar.
La orden pareció terminar con la escasa
paciencia de Morruco, que preguntó:
—¿Creen ustedes que no tenemos nada mejor
que hacer que andar a la caza de una criatura, nosotros, que
dirigimos millones?
Falkayn también mostró su indignación.
—Si deseáis continuar de esta manera, será
mejor encontrar a Chee que convertirla en vuestra principal
preocupación.
—Calma, calma —dijo Olgor—. Estamos tan
cansados que nos estamos transformando en aliados. Y eso no está
bien-apoyó una mano en el hombro de Falkayn, a quien le dijo—:
Galáctico, seguramente podrás entender que organizar una búsqueda a
través de todo un sistema en un mundo tan diverso como el nuestro
es una tarea mayor que su propio propósito. No pocos líderes de
naciones, tribus, clanes, facciones no creerán la verdad si se la
decimos. Tratar de probarla demandará de mucho tacto diplomático.
Luego, hay que considerar que debe haber quienes estén interesados
en maniobrar este asunto de tal manera que les dé una ventaja sobre
nosotros. Y habrá quienes confíen en que os iréis para no volver.
No me refiero solamente a los demonistas...
—Si Chee no vuelve sana y salva —dijo
Falkayn—, tal vez ellos logren sus deseos.
Olgor sonrió, pero sólo con los
labios.
—Galáctico-dijo—, no nos empeñemos en un
juego de palabras. Vuestros científicos están aquí para ganar
conocimientos y prestigio; vuestros mercaderes por una ganancia. No
permitiréis que un desgraciado incidente causado por unos pocos
mersianos y que afecta sólo a uno de tus iguales..., no permitiréis
que eso se interponga entre ellos y nuestros comunes objetivos,
¿verdad?
Falkayn miró directamente los ojos azabache.
Pero fue el primero en bajar la vista. Sintió un poco de náusea. El
maestro de guerra de Lafdigu había descubierto su bluff, y lo
desafiaba.
Oh, sin duda alguna que estos que lo estaban
confrontando organizarían una búsqueda. Aunque no fuera por otra
cosa, estarían ansiosos por saber qué organización tenía agentes
infiltrados entre el personal y hasta qué punto. Sin duda, también
otros mersianos cooperarían. Pero la investigación podía
coordinarse mal, de forma indiferente; Y así no habría muchas
posibilidades de éxito contra gente tan astuta como la que había
raptado a Chee Lun.
A los tres que estaban aquí —que es como
decir toda Merseia—, ella no les importaba un bledo.
Se despertó en una celda.
Tenía menos de tres metros de largo, la
mitad de ancho y lo
mismo de altura: sin ventanas, sin puertas y
desprovista de toda comodidad. Una mano de pintura no ocultaba la
construcción básica, que consistía en grandes bloques. La
insensibilidad a sus golpes de puño indicaba lo firme que eran.
Había ménsulas atornilladas a las paredes para sostener equipo de
diversa índole. Pese a su diseño, distinto del Técnico, Chee pudo
reconocer una lámpara de reflejo, un renovador de aire
termostático, una unidad para eliminar los desechos, un diván de
aceleración, equipo espacial... ¡Por Cosmos!
Ningún sonido, ninguna vibración más que el
débil girar del ventilador del renovador de aire. Las paredes
estaban completamente desnudas. Después de un tiempo pareció que se
habían acercado un poco. Espetó algunas obscenidades contra la
pared.
Casi lloró de alivio cuando uno de los
bloques se corrió hacia un costado y se asomó el rostro de un
mersiano. Detrás había una plancha de metal pulido. Rumor sordo y
prolongado, estruendo, órdenes resonantes a través de lo que debía
ser el casco de una nave espacial desde lo que podía ser un
puerto
espacial afuera.
—¿Está bien?—preguntó el mersiano.
Parecía más severo que la mayoría, pero
trataba de ser cortés. Llevaba una túnica elegante con la insignia
de su rango.
Chee reflexionó durante un momento si le
saltaría encima y le arañaría los ojos y se lanzaría hacia la
libertad. No, no era posible. Pero tampoco lo iba a
abrazar...
—Bastante bien —replicó—, y os agradecería
que tuvierais a bien dejar de lado pequeñeces tales como que
vuestros vasallos me hayan golpeado y dormido con gases, aparte que
estoy sedienta y hambrienta... Creo que por este ultraje seré capaz
de llamar a mis camaradas para que hagan volar vuestro apestado
planeta contaminado.
El mersiano rió.
—Con ese ánimo es bien poco probable que
esté enferma. Aquí tiene agua y comida-le dio algunos envases—.
Pronto despegaremos para un viaje de algunos días. ¿Necesita
algo?
—¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Quiénes sois?
¿Qué queréis decir...?
—Vaya, pequeña. No dejaré este agujero
abierto mucho tiempo para que lo note algún boquiabierta. Dime ya
qué es lo que quieres para hacer que lo busquen de inmediato en la
ciudad.
Más tarde Chee se maldijo con un vocabulario
más colorido del que habría empleado con Adzel. De haber
especificado las cosas convenientemente, habrían podido darle
alguna clave sobre sus socios. Pero su entendimiento estuvo
nublado, la marearon los acontecimientos precipitados, y pidió
automáticamente algunos libros y filmes que pudieran explicarle
mejor la situación mersiana. También un texto de gramática, que
agregó a último momento. Estaba cansada de hablar como personaje de
algún drama de Shakespeare. El mersiano asintió y volvió a correr
el bloque de cierre. Chee escuchó un débil click, indudablemente se
trataba de una cerradura de unión machihembrada manejada mediante
una llave magnética.
Se sintió vivificada por las raciones. En
poco tiempo Chee se sintió capaz de hacer ciertas
deducciones...
Evidentemente estaba en el compartimento
secreto construido en la pared de un refugio contra radiaciones.
Las naves interplanetarias mersianas funcionaban mediante energía
termonuclear iónica. Los que efectuaban aterrizajes —los ferrys que
atendían a grandes naves o aparatos especiales como en
este caso se instalaban en grandes silos y
de allí salían, de manera que campos electromagnéticos podían
soportar la explosión y neutralizarla antes de que envenenara las
inmediaciones. Cada aeronave llevaba una casa de bloques para
alojar pasajeros y a la tripulación, en caso de que fueran
sorprendidos por alguna tormenta solar. La ingeniería, en su
totalidad, era soberbia. Qué lástima que todo irá por la borda tan
pronto como se disponga del impulso de gravedad y las pantallas de
fuerza.
Unos pocos días, a un g mersiano..hmmm, eso
significa un planeta adyacente. Chee no podía hacerse la idea de
cuál sería, pues no podía recordar la posición en ese momento. En
el sistema Koricjan había mucho desplazamiento en el tránsito
espacial, como lo habían demostrado los instrumentos cuando Apenas
se acercó. A la distancia había observado parte de la flota en la
pantalla magna; se trataba de embarcaciones de carga de gran
capacidad y unidades navales esbeltas.
Su apresador volvió con el material que ella
había solicitado y le previno que se sujetara para el despegue. Se
presentó jovialmente como Iriad el Viajero, a cargo de esta
nave.
—¿Para quién trabajáis? —preguntó
Chee.
Después de vacilar, él contestó encogiéndose
de hombros:
—Para los Gethfennu.
El bloque volvió a correrse para dejarla
encerrada.
El despegue no se pareció en nada al suave
flotar hacia arriba de cualquier nave galáctica. La fuerza de
aceleración aplastó a Chee contra la cama y le oprimió el pecho. El
trueno retumbó a través de la casa de bloques. Los minutos
parecieron eternos hasta que la presión disminuyó y la nave
emprendió un curso suave.
Después de eso, durante un tiempo
interminable Chee no tuvo otra cosa que estudiar. Los oficiales le
traían sus raciones de alimentos. Los hombres eran un grupo muy
mezclado, de distintas partes de Merseia; algunos no hablaban
eriau, pero nadie tenía mucho que decirle. Por un momento pensó en
manipular su aparato salvavidas para convertirlo en un arma, pero
sin herramientas adecuadas el proyecto estaba condenado al fracaso.
Para divertirse pensó en las cosas que le gustaría hacer a Iriada,
llegado el momento. Sus compañeros se habrían horrorizado.
Una vez le dijo su estómago —el único reloj
de que disponía-que se había pasado la hora de la comida. Cuando al
fin se abrió la celda se abalanzó furiosa dejando escapar una
andanada de insultos. Iriad había dado un paso atrás y levantado la
pistola. Chee se detuvo y dijo:
—Y bien, ¿qué ha pasado? ¿Acaso mi bazofia
no estaba bastante mohosa?
Iriad pareció aturdido.
—Fuimos abordados —dijo lentamente.
—¿Cómo ha sido? La aceleración no
varió...
—Por... Por su gente. Se pusieron a la par
de nosotros coincidiendo con nuestro vector tan fácilmente como un
corredor puede pasar junto a otro. Yo no sabía qué razones tenían,
de modo que... El que vino a bordo era un dragón.
Chee golpeó con los puños contra la pared
del refugio. ¡Oh, no! ¡Imposible! Adzel había estado a pocos metros
de ella sin sospechar... ¡Ese grandote y feo cabeza vacía!
Iriad se irguió, había recuperado su
confianza en sí mismo.
—Pero Haguan me previno que podía pasar.
Sabemos algo de contrabando. Y ustedes, galácticos, no son dioses
después de todo.
—¿A dónde fueron?
—Lejos. A inspeccionar otras naves. Que lo
hagan.
—¿Piensan seriamente tenerme escondida mucho
tiempo?
—Ronruad está llena de recovecos.
Iriad le dio el almuerzo, recogió los
envases vacíos y se fue.
Después de varias comidas más volvió para
supervisar la transferencia de la celda a un almacén de embalaje.
Chee obedeció sus instrucciones amenazada por revólveres. La ataron
contra almohadillas rellenas junto a una unidad de aire y la
dejaron en la oscuridad. Siguieron varias horas de maniobras,
aterrizajes, espera, para ser descargada y enviada por camión a
destino.
Por fin abrieron la caja. Chee salió
lentamente. El peso era menor que la mitad de un g normal, pero
tenía los músculos entumecidos. Entre dos trabajadores se llevaron
la caja. Pero junto a ella quedaron algunos guardias acompañados de
un mersiano que dijo ser médico. Por la revisión detallada y
concienzuda que le hizo comprobó que era cierto. Le aconsejó
descansar un poco, y la dejaron sola.
Le dieron una suite interna pero muy lujosa.
Le trajeron excelente comida. Se arrellanó en la cama y se indujo a
dormir.
A su debido tiempo la llevaron por un largo
corredor con paneles, por una rampa en espiral para presentarla a
aquel que había ordenado su captura.
Estaba acuclillado tras un escritorio de
madera oscura y pulida que parecia tener una hectárea de extensión.
La habitación estaba alfombrada con espesa piel blanca que apagaba
las pisadas. Relucían los cuadros, se oía el susurro de la música y
el incienso endulzaba el aire. Por las ventanas se podía apreciar
la vista exterior, esa parte del vedado sobretierra proyectado.
Chee vio las arenas rojizas, raros arbustos salvajes, y una
tormenta de polvo que atravesaba una escuálida hilera de colinas
coronadas con cristales de hielo. Koriq se elevaba cerca del
horizonte, encogido pero orgulloso a través de la tenue atmósfera.
En el cielo púrpura también brillaban algunas estrellas. Chee
reconoció a Valenderay y tembló un poco, se la veia tan brillante y
firme y sin embargo, en ese mismo momento la muerte cabalgaba desde
allí en alas de la luz.
—Saludos, galáctica —el eriau tenía un
acento distinto del de Olgor—. Soy Haguan Eluatz. Según lo que
creo, tu nombre es Chee Lun...
Ella irguió la espalda, enrolló la cola y
escupió. Pero se sentía completamente indefensa. El mersiano era
enorme y su panza abultada empujaba hacia adelante la túnica
bordada. No era de la raza del Océano Dilatado; tenía la piel negra
lustrosa y abundantemente escamada, los ojos almendrados y la nariz
parecida a una cimitarra.
Hizo un gesto con una mano brillante de
anillos. Los guardianes de Chee chocaron las colas contra los
tobillos y se fueron. Al salir, la puerta se cerró. Pero sobre el
escritorio de Haguan, al lado del intercomunicador, había una
pistola.
Sonrió al hablarle.
—No temas. No te espera ningún daño.
Lamentamos las afrentas que has sufrido y trataremos de reparar los
perjuicios. Pero actuamos obligados por la necesidad.
—¿La necesidad de suicidio?—replicó
Chee.
—De supervivencia. ¿Por qué no te pones
cómoda en aquel diván? Tenemos mucho que hablar y puedes pedir el
refresco que prefieras. ¿Un poco de vino de artfuesa, quizá?
Chee hizo un gesto negativo con la cabeza
pero saltó al asiento.
—A ver cómo explicas tu conducta
abominable-dijo.
—Encantado —respondió Haguan cambiando de
posición sobre su cola—. Tal vez no sepas qué es el Gethfennu. Vino
a la existencia después que partieron las primeras galácticas. Pero
en estos momentos...
Continuó hablando un buen rato. Cuando
mencionó un sindicato que se extendía por todo el sistema, que
controlaba millones de vidas e inmensas riquezas, tan fuerte como
para construir su propia ciudad en este planeta y con la astucia
necesaria para dividir a sus enemigos de manera que ninguno se
atreviera a atacar la colonia... No mentía del todo. Chee había
visto confirmarse todo lo que decía.
—¿Ahora estamos en esa
ciudad?—preguntó.
—No. En otro lugar de Ronruad. Pero es mejor
que no especifique. Soy un admirador de tu inteligencia.
—No me sucede lo mismo con la tuya.
—¿Craich? Creo que te equivocas. Hemos
procedido con mucha seguridad y con muy poco tiempo de
anticipación. Naturalmente, una organización como la nuestra tiene
que estar siempre preparada para cualquier cosa. Y desde tu llegada
hemos montado una alerta especial-la mirada de Haguan se perdió en
el punto blanco de Valenderay, donde se detuvo—. Lo poco que hemos
aprendido... La estrella...está a punto de explotar, ¿no es
cierto?
—Sí, vuestra civilización será barrida, a
menos que...
—Lo sé, lo sé. Tenemos científicos a nuestro
servicio —dijo Haguan inclinándose hacia adelante—. Los diversos
gobiernos de Merseia consideran ésta como su oportunidad en un
milenio para liberarse de los pendencieros gethfennu. Sólo con
negársenos ayuda para salvar nuestra colonia, nuestros embarques,
las propiedades en el planeta madre y en todas partes estaríamos
liquidados. Creo que ustedes, galácticos, están de acuerdo con
esto. Desde que no todo puede ser protegido a tiempo, ¿por qué no
incluirnos a nosotros en aquello que debe ser abandonado? Supongo
que ustedes abogan por cierta clase de orden y legalidad...
Chee asintió. Sus ojos esmeralda
centellearon en el antifaz de piel oscura. Haguan había tenido la
astucia suficiente para acertar. A la Liga no le interesaba con
quién había que tratar, pero a los ciudadanos acaudalados que
debían financiar con los impuestos las operaciones de rescate sí
les interesaba.
—De manera que para conquistar nuestra
amistad, me toman a la fuerza-se mofó ella desganadamente.
—¿Qué teníamos que perder? Habríamos podido
conferenciar con ustedes, presentando nuestra causa. ¿Qué bien nos
habría causado?
—Suponed que mis socios recomendaran que no
demos ninguna ayuda a vuestra raza coprófaga.
—Eso sería el derrumbe —dijo Haguan con
escalofriante calma—, y los gethfennu tienen mayores posibilidades
que cualquier otra organización en mejorar su posición relativa.
Pero dudo mucho que se haga tal recomendación, o en caso de
hacerse, que vuestros superiores la siguieran. De manera que
necesitamos una moneda para comprar asistencia técnica: tú.
Las patillas de Chee se aflojaron en una
especie de sonrisa.
—No soy un rehén muy importante...
—Probablemente no-acordó Haguan—, pero es
una fuente de información.
La piel de la cintiana se erizó,
alammada.
—¿Alentáis alguna demente idea de que puedo
decirles cómo hacer todo ustedes mismos? Ni siquiera soy
ingeniero.
—Entiendo. Pero seguramente sabe cuál es la
situación en su civilización. Sabe aquello que los ingenieros
pueden o no pueden hacer. Lo que es más importante, conoce los
planetas, las diferentes razas y las culturas que los habitan, las
costumbres, las leyes, las necesidades... Nos puede decir qué
podemos esperar. Nos puede ayudar a obtener naves interestelares,
atracarlas según su consejo puede resultar exitoso, sobre todo por
lo inesperado, enseñamos a pilotarlas y ponemos en contacto con
alguien que, por una paga, esté dispuesto a ayudamos.
—Si por un momento, suponéis que la Liga
Polisotécnica tolerará...
—Tal vez no, tal vez sí-los dientes
relumbraron en la cara de Haguan—. Al haber tantas estrellas, es
casi inconcebible la diversidad de pueblos e intereses. Los
gethfennu tienen condiciones especiales para provocar la
competencia entre los demás. En este caso en particular, la
información que tú puedas darnos nos dirá cómo lo hacen. En
realidad no puedo imaginarme a tu Liga, sea como sea, luchando en
una guerra, en un momento en que todos los recursos deben dedicarse
a salvar a Merseia, para impedir que se nos rescate a
nosotros...
Separó las manos.
—Posiblemente encontremos un método distinto
—concluyó—; depende de lo que tú nos digas o sugieras.
—¿Cómo saben que pueden confiar en mí?
—Juzgamos el suelo por la cosecha que
produce —contestó Haguan con determinación férrea—. Si fracasamos,
si vemos que los gethfennu están condenados, podemos hacer cumplir
nuestra política para con los traidores. ¿Quieres visitar nuestras
instalaciones para castigos? Son bastante importantes. Aunque
perteneces a una especie nueva, confío en que podremos mantenerte
viva y consciente durante varios días.
Por un rato predominó el silencio en la
habitación. Koricj se deslizó bajo el horizonte. De inmediato el
cielo se puso negro, salpicado de legiones de estrellas, hermosas e
indiferentes.
Haguan encendió una luz para apartar aquella
visión tan inmensa.
—Sin embargo, si nos salvas dijo', Quedarás
en libertad con una buena recompensa.
—Pero... ¿Me tendréis prisionera hasta
entonces?—preguntó Chee. La estremeció la posibilidad de los años
estériles que le esperaban y la traición de amigos, el desprecio si
alguna vez retornaba, después de una vida de exilio.
—Naturalmente.
Ningún resultado. Ni el fantasma de un
indicio. Ella había desaparecido en un vacío menos sondeable que
los espacios dilatados en torno a la nave.
Tanto Falkayn como Adzel lo habían
intentado, hasta entraron en la misma Luridor, la pecaminosa ciudad
de Ronruad mientras la nave permanecía en lo alto y mostraba con
sus cañones capaces de emitir el rayo que funde la roca, el poder
que amenaza al mundo. Habían pillado, amenazado, acudieron al
soborno, al ruego. A veces encontraron el terror, otras el orgullo
innato de los señores mersianos. Pero nunca, en ningún lugar nadie
les supo sugerir siquiera que sabía quién tenía a Chee ni
dónde.
Falkayn pasó la mano por sus rizos rubios
despeinados. Sus ojos inyectados de sangre sobresalían del
semblante demacrado.
—Sigo creyendo que debimos de haber traído a
bordo aquel jefe de casino para darle una buena paliza.
—No-dijo Adzel—. Aparte de la cuestión
moral, estoy seguro que el que tiene alguna infommación estará bien
escondido. Es una precaución elemental. Ni siquiera estamos seguros
de que el régimen ilegal sea el responsable.
—Sí, podría ser Morruco, Dagla, Olgor o
colegas de ellos que actúan sin su consentimiento, o cualquiera de
los tantos gobiernos, o alguna banda de fanáticos o...
¡Judas!
Falkayn miró la pantalla de visión trasera.
La media luna rojiza de Ronruad se perdía suavemente entre las
constelaciones a medida que la nave avanzaba aceleradamente hacia
Merseia. Era un planeta enano, una piedra ocre que no causaría ni
una leve ondulación si cayera en uno de los gigantes de gas. Pero
el
más insignificante de los planetas es un
mundo, después de todo: montañas, llanuras, valles, arroyos,
cuevas, aguas, millones de kilómetros cuadrados demasiado vastos y
variados para ser concebidos por mente alguna. Y estaba Merseia,
que era aún más grande, así como otros, y lunas y asteroides y el
espacio mismo.
Lo único que necesitan los raptores de
Chee-seguía pensando Falkayn—, es transportarla de un lado a otro
de vez en cuando y las posibilidades de una flotilla de detectives
que logre encontrarla se pierden en el infinito. Los mersianos por
sí deben tener alguna noción de dónde buscar, qué hacer, en quién
hacer presión... No conocemos todas las entradas y salidas
posibles-vaciló por centésima vez—. Nadie perteneciente a nuestra
cultura lo lograría jamás. ¡Cinco billones de años de existencia
planetaria para ponerse al día...! Tenemos que mantener ocupados a
los mersianos; muy ocupados.
—Ellos tienen su propio trabajo por
hacer-dijo Adzel.
FaLkayn se explayó agriamente sobre el valor
de aquel trabajo.
—¿Y qué pasa con esos entusiastas?—preguntó
cuando se hubo calmado un poco—. La organización con la que
estuviste hablando...
—Sí, los Creyentes de la Estrella podrían
ser fieles aliados —dijo Adzel—, pero casi todos son muy pobres y
poco realistas. No creo que sean de mucha ayuda. En realidad temo
que complicarían nuestro problema empezando una batalla campal con
los demonistas.
—¿Te refieres los antigalácticos? —Falkayn
se frotó el mentón. La barba crecida hizo un ruido de aspereza en
el suave murmullo incesante que imperaba en la cabina. Inhaló el
agrio olor de su propio cansancio.
—Tal vez hicieron eso.
—Lo dudo, aunque habría que investigarlos,
por supuesto (y no es pequeña tarea). Pero no me parece que estén
suficientemente bien organizados.
—¡Maldición! Si no la tenemos de vuelta voy
a tratar de que toda esta raza hierva...
—No tendrás éxito, y en todo caso sería
injusto dejar que millones mueran por el crimen de unos
pocos.
—Esos millones bien podrían buscar el rastro
de unos pocos. Todo es posible; en algún lugar tiene que haber un
indicio. Si siguiéramos a cada uno de ellos...
El panel detector parpadeó. Muddlehead hizo
un anuncio: "Se observa nave. Transporte químico, creo, del sistema
exterior. Alcance..."
—¡Ojalá te seques!—exclamó Falkayn—.
Desaparece.
—No estoy equipada para...
Falkayn cerró el botón de la voz. Quedó un
rato sentado, mirando las estrellas. La pipa se apagó sin que lo
advirtieran
—¡Pobre pequeña Chee! —susurró al fin
Falkayn—. ¡Ir a morir tan lejos...!
—Es probable que esté viva —dijo
Adzel.
—Eso espero. Pero estaba acostumbrada a
volar entre los árboles de una selva sin fin. El encierro terminará
por matarla.
—O por alterar su mente. ¡Se enfurece con
tanta facilidad...! Cuando el enojo no encuentra un objeto se nutre
de sí mismo.
—Y bien..., tú siempre reñías con
ella.
—No significaba nada. Después me preparaba
una comida especial. Una vez que estuve admirando un cuadro que
había pintado me lo puso en las manos casi por la fuerza, diciendo:
"Llévate esta tontería, entonces", como un cachorro demasiado
tímido para decirte que te ama.
—A]a...
De pronto saltó el botón de cierre del
receptor: "Es necesario ajustar el curso-advirtió Muddlehead-a fin
de evitar peligrosa proximidad con transporte de minerales."
—Bien, hazlo —dijo Falkayn con voz ronca—.
Destrucción. Pero tienen mucho tráfico espacial.
—Bien, estamos en el plano elíptico y aún
cerca de Ronruad —dijo Adzel—. No es una gran coincidencia.
Falkayn se apretó las manos.
—Supónte que bombardeemos el territorio-dijo
con una fría y extraña voz—. No es necesario matar a nadie.
Quemaríamos solamente algunas instalaciones caras y los
amenazaríamos con seguir si no salen de la cueva y empiezan a
buscarla de verdad.
—No. Tenemos considerable albedrío, pero no
tanto.
—Después podríamos argumentar con la junta
de investigación.
—Un hecho semejante produciría confusión y
antagonismos y debilitaría las bases del esfuerzo de rescate. Hasta
podría acarrear como consecuencia que llegue a ser imposible
rescatarla. Ya has observado cuán importante es el orgullo en las
culturas mersianas predominantes. Un intento de intimidación, sin
una fórmula posible para salvar el honor, los impulsaría a rechazar
toda asistencia galáctica. Seríamos personalmente responsables de
un acto criminal. No puedo permitirlo, David.
—De modo que no podemos hacer nada
para...
Las palabras de Falkayn se cortaron con un
fuerte golpe de puño contra el brazo de su asiento de piloto. Se
puso de pie. Adzel también se levantó. Había en él una tremenda
tensión. Conocía bastante bien a su socio.
La esfera de Merseia flotaba inmensa
mostrando sus océanos brillantes, adornada con nubes y continentes,
odada con el alba y el crepúsculo y el profundo zafiro de su cielo,
coronada con la diadema de sus cuatro lunas. El plumaje de luz
zodiacal de Koricj se había encendido.
El crucero espacial Yonuar, de la Flota Unida de los Grandes Vachs se
cernía cerca de la órbita polar. Hacía su recorrido oficial para
ayudar a naves civiles en desgracia. Pero en realidad estaba allí
más bien para vigilar al Wonder, nave de
guerra de Lafdigu, la Alianza Mersiana..., de quienes sus amos
desconfiaban. Y también sobre los galácticos recién llegados, si
volvían por allí. Sólo el Dios sabía cuales eran sus intenciones.
Había que andar con cuidado y tener las armas a mano.
El capitán Tryntaf Fangryf-Tamer, que se
hallaba en el puente de comando, miró el simulado barco-tanque y
trató de imaginar qué se ocultaba en aquella miríada de soles.
Había crecido con el conocimiento de que otros volaban libremente
entre ellos mientras que su pueblo estaba atado a un solo sistema;
esa certeza despertaba su odio. Ahora se encontraban nuevamente
aquí... ¿Por qué? Había demasiados rumores en el ambiente, la
mayoría de ellos se centraba en esa chispa amenazante llamada
Valenderay.
Ayuda. Colaboración. ¿Acaso el Vach de
Irthyr se convertiría en mero cliente de algún grotesco mundo
exterior?
Vibró una señal. El intercomunicador dijo:
"De radar central a capitán. Detectado objeto en sendero de
intercepción." Las cifras que dio eran increíbles. Con seguridad no
se trataba de ningún meteoroide, pese a la falta de emisión de
chorros. ¡Por lo tanto tenían que ser los galácticos! La túnica de
Tryntaf pareció estrecha cuando el capitán se inclinó hacia
adelante para impartir órdenes. Alerta a todas las estaciones de
batalla; prudencia, pero si acaso... Estaba atento a la menor
perturbación; le intrigaba saber cómo soportaría el extranjero las
explosiones de láser y los cohetes nucleares.
La imagen creció en las pantallas: era una
gota de lluvia truncada, ridículamente pequeña comparada con la
bestia marina de Yonuar. Equiparó la órbita con tanta facilidad que
Tryntaf sintió que sus labios sorbian el aire. ¡Muerte y
condenación! ¿Por qué no partían en dos ese casco y convertían a la
tripulación en una mancha rojiza? Tenía que haber algún tipo de
contracampo...
La nave se mantenía a pocos kilómetros de
distancia, y Tryntaf se esforzó en mantener la calma. Sin duda
apelarían a él, por lo que había que mantener los nervios serenos,
la mente alerta. Sus órdenes secretas mencionaban que los
galácticos se habían ido de Merseia enfadados porque todo el
planeta no se dedicaba a cierta tarea. Las Manos habían tratado de
imponer moderación; naturalmente harían todo lo posible por
complacer a sus huéspedes que venían de las estrellas, pero también
tenían otras preocupaciones. Según parecía, los galácticos no
aceptaban que los asuntos de mundos enteros fueran más importantes
que sus deseos privados. Necesariamente tal actitud tropezó con
altanería, para impedir que el nombre de los Vachs de todas las
naciones quedara rebajado.
Fue así cuando la pantalla de comunicación
exterior transmitió una imagen. Tryntaf mantuvo un dedo sobre el
botón de combate. Le costaba mucho ocultar su repulsión. Esas
facciones finas, pelo tupido, el cuerpo sin cola y la piel parda y
velluda parecían una grotesca caricatura de los mersianos. Habría
preferido hablar con el acompañante, al que veía al fondo. Era una
criatura de lo más extraña...
A pesar de todo Tryntaf hizo gala de las
amabilidades de rigor y preguntó a los galácticos sus intenciones
con un tono de voz imperturbable.
Para entonces Falkayn ya dominaba
perfectamente la lengua modema.
—Capitán-dijo—; lo siento mucho y pido
disculpas, pero deberá volver a su base.
El corazón de Tryntaf dio un vuelco. Sólo su
arnés le impidió saltar hacia atrás para flotar a través del puente
en el vuelo como un sueño de gravedad cero.
Pero tragó saliva y trató de hablar con
calma.
—¿Por qué razón?
—Ya se la hemos comunicado a diferentes
líderes-dijo Falkayn—, pero como no están de acuerdo con la idea,
también se la explicaré a usted personalmente.
»Alguien, no sabemos quién, ha raptado a un
miembro de nuestra tripulación. Estoy seguro, capitán, que usted
comprenderá que nuestro honor requiere que nos la devuelvan.
—Comprendo —dijo Tryntaf—. Y lo honorable
sería que nosotros les ayudemos. ¿Pero qué tiene que ver esto con
mi nave?
—Déjme continuar, por favor. Deseo demostrar
que no queremos ofender a nadie. Nos queda poco tiempo para
preparamos para el desastre que se avecina y escaso personal para
hacerlo. La contribución de cada uno es de vital importancia. El
conocimiento especializado de nuestra compañera desaparecida nos es
particularmente imprescindible. De manera que su vuelta es de la
mayor importancia para todos los mersianos.
Tryntaf dejó escapar un gruñido. Sabía que
el argumento era aparentemente plausible, destinado a que su pueblo
encontrara aceptable capitular a la voluntad de los
extranjeros.
—La búsqueda se toma infructuosa y
desesperanzada si la pueden trasladar por el espacio —dijo
Falkayn—. Por lo tanto, mientras siga faltando, debemos detener
todo el tráfico interplanetario.
—¡Imposible! —dijo Tryntaf dejando escapar
una maldición.
—Al revés —dijo Falkayn—; confiamos en
contar con su colaboración, pero si su deber se lo impide, nosotros
dos estamos en disposición de hacerle cumplir el decreto.
Tryntaf se sorprendió escuchándose decir
entre oleadas de furia:
—No he recibido semejantes órdenes.
—Es muy lamentable —dijo Falkayn—; sé que
sus superiores las darán, pero eso lleva tiempo y esta emergencia
no puede esperar. Tenga la amabilidad de volver a su base.
El dedo de Tryntaf se posó sobre el
botón.
—¿Y si no lo hiciera?
—Capitán, no queremos poner en peligro su
hermosa nave...
Tryntaf dio la señal.
Sus artilleros conocían el alcance adecuado.
Hubo un vómito de rayos y cohetes. Pero ningún misil dio en el
blanco. El enemigo flotó hacia un lado y los dejó pasar como si
fueran piedras arrojadas. Un rayo de pleno poder dio contra la
nave, pero no acertó el casco. Llovió una infinidad de chispazos
contra una barrera invisible.
La pequeña nave realizó una curva como una
aeronave. De su trompa salió un rayo que lamió brevemente. Sonaron
las alarmas. Control de daños vociferó con histeria, que la plancha
de blindaje había sido rebanada como madera blanda cortada por un
cuchillo. No hubo mucho daño; pero si el impacto hubiera sido
dirigido a los tanques de reacción masiva...
—Esto es realmente penoso, capitán-dijo
Falkayn—, pero los accidentes son inevitables cuando las armas
están excesivamente automatizadas, ¿no cree? Por la seguridad de su
tripulación, por la de su país, de la que su nave es responsable,
lo insto a reconsiderar su decisión.
—Alto el fuego-jadeó Tryntaf.
—¿Volverá hacia el planeta,
entonces?—preguntó Falkayn.
—Maldito sea, si-contestó Tryntaf con la
boca reseca.
—Bien, ha demostrado que es un hombre sabio,
capitán. Le saludo. Ah, quizá desee avisar a sus compañeros
comandantes en diversos lugares para que tomen medidas y eviten
futuros accidentes... Mientras tanto, haga el favor de comenzar el
retomo.
Los chorros penetraron en el espacio.
Yonuar, orgullo de los Vachs, empezó su
espiral hacia adentro.
A bordo de la Apenas, Falkayn se enjugó la frente y sonrió
débilmente a Adzel.
—Por un minuto temí que ese imbécil fuera a
descargarse con toda la artillería.
—Habríamos podido ponerlo fuera de combate
sin víctimas —dijo Adzel—, y creo que tienen banco de vida.
—Sí, pero imagínate el desperdicio; y la
inquina...
Falkayn se estremeció.
—Vamos, empecemos ya. Tenemos muchos otros
que aprehender.
—¿Crees que podremos nosotros, una nave
civil solitaria,
bloquear el globo entero?—preguntó Adzel—.
No recuerdo que se haya hecho nunca.
—No, yo tampoco lo creo. Pero eso se debe a
que la oposición también tiene cosas como el impulso de gravedad.
En cambio, las naves a remo de los mersianos son algo distinto.
Sólo necesitamos vigilar este único planeta. Es un embudo por el
cual pasa todo.
Falkayn puso tabaco en la pipa.
—Escucha, Adzel. ¿Por qué no redactas
nuestro bando al público? Tienes más tacto que yo.
—¿Qué puedo decir?—preguntó el
wodenita.
—Oh, el mismo galimatías que yo inventé
recién pero aderezado y atado con una cinta rosa.
—David, ¿crees de verdad que esto dará
resultado?
—Tengo muchas esperanzas. Escucha, todo lo
que pediremos será que dejen a Chee en lugar seguro y nos
notifiquen dónde está. Juraremos que no tenemos intenciones de
castigar a nadie y haremos que eso sea plausible señalando que los
galácticos deben demostrar que empeñan su palabra para que su
misión tenga alguna posibilidad de éxito. Si los raptores no hacen
caso...bueno, en primer lugar, tendrán en contra a toda la
población que saldrá en pos de ellos en una cacería organizada y
durante todo el tiempo que sea necesario. En segundo lugar, ellos
mismos serán víctimas del bloqueo. Sean quienes sean. Pues nadie
tendría tanto tráfico interplanetario si no fuese esencial para la
economía.
—No debemos ser causa de que nadie muera de
hambre —dijo Adzel, moviéndose incómodo.
—Eso no sucederá. No se envía comida a
través del espacio, salvo artículos para gourmet; es demasiado
costoso. ¿Cuántas veces debo repetirte lo mismo, cabeza hueca? Lo
que causaremos es que todo el mundo pierda dinero. Megacréditos
per diem. Y algunos Mersianos muy importantes quedarán detenidos en lugares como
Luridor, y quemarán los rayos láser ordenando a sus súbditos que
remedien ese estado de cosas. Las fábricas cerrarán, los puertos
espaciales estarán inactivos, las inversiones decaerán, el
equilibrio político y militar resultará trastornado... Puedes
agregar lo que quieras.
Falkayn encendió la pipa y dejó escapar una
nube azul.
—No creo que las cosas lleguen tan
lejos-continuó—. Los mersianos son tan capaces como nosotros de
prever las consecuencias. Ya no se trata de un desastre hipotético
dentro de tres años sino de la erosión inmediata del poder y el
dinero. De manera que pondrán en primer término en sus agendas
encontrar a los raptores y desahogar con ellos su resentimiento.
Los raptores también saben todo esto y confío que también verán
amenazada su cesta de pan. Apuesto a que en pocos días estarán
dispuestos a cambiar a Chee por un armisticio.
—Y confiemos que haremos honor al mismo-dijo
Adzel.
—Ya te dije que tendremos que hacerlo.
Aunque deseemos lo contrario.
—Por favor David, no seas tan cínico. Me
avergüenza ver que pierdes mérito.
—Pero obtengo ganancias —dijo Falkayn con un
chasquido—. Vamos, Muddlehead-dijo, dirigiéndose a la computadora—.
A ver si encuentras otra nave.
El salón de teleconferencias del Castillo
Afon podía dirigir un circuito cerrado que abarcara el mundo. Ese
día tenía la oportunidad de hacerlo.
Falkayn se sentó en una silla que había
traído, mirando por encima de la mesa atravesada por las dagas de
guerreros primitivos hacia el mosaico de pantallas que ocupaban la
pared opuesta. Cien rostros mersianos, o más, se humillaban ante
él. A esa escala carecían de individualidad. Excepto uno: una
fisonomía negra circundada por marcos vacíos. Ningún señor pondría
su imagen junto a la de Haguan Eluatz.
Morruco, la Mano de Vach Dathyr que estaba
junto al humano, se levantó y dijo con una ceremoniosidad rígida:
"En el nombre de Dios y de la Sangre, nos hemos encontrado. Que sea
para bien. Que la sabiduría y el honor queden escudo junto a
escudo..."
Falkayn escuchaba distraído. Estaba
ensayando un discurso. En el mejor de los casos, arriesgaba la
molestia de una bomba de cobalto.
No había peligro, por supuesto. Apenas
flotaba a la vista de Ardaig. La televisión se encargaba de
transmitir la imagen por toda Merseia. Y lo ligaban a Adzel y Chee
Lun, que estaban al pie de las armas. Estaba protegido.
Pero lo que tenía que decir podía provocar
una ira tan tremenda que ponía en peligro su misión. Tendría que
decirlo con infinito cuidado... Y confiar en el resultado.
—...obligación hacia un huésped requiere que
le escuchemos —terminó Morruco bruscamente.
Falkayn se puso en pie. Sabia que a los ojos
de los presentes era un monstruo con motivaciones incomprensibles,
y que había demostrado ser peligroso. De modo que vestía su traje
gris más simple, no llevaba armas y habló con palabras
suaves.
—Beneméritos —dijo—: perdonad que no enumere
vuestros títulos, ya que pertenecéis a diversas naciones y rangos.
Pero sois quienes deciden por toda una raza. Confío en que estaréis
dispuestos a hablar tan francamente como yo. Esta es una
conferencia secreta, de carácter informal, cuyo objetivo es
examinar cuál es la mejor opción para Merseia.
»En primer lugar, dejadme expresar mi
gratitud por los generosos y positivos esfuerzos que habéis hecho
para lograr que mi compañera de equipo fuera devuelta sana y salva.
Y también, agradeceros por satisfacer mi deseo de que...ehm, el
jefe Haguan Eluatz participe en esta honorable asamblea, si bien
bajo la ley carece del derecho de hacerlo. Pronto explicaré la
razón. Por último, dejadme expresar una vez más mi sentimiento por
la necesidad de detener vuestro comercio espacial, aunque fuera por
un breve período y mis gracias por la cooperación en esta medida de
emergencia. Espero que consideraréis cualquier pérdida reconocida
cuando mi gente llegue para ayudaros a rescatar vuestra
civilización.
»Y bien, ha llegado el momento de que
hagamos a un lado el pasado y miremos hacia adelante. Tenemos el
deber de organizar la gran tarea. El problema es: ¿cómo hacerlo?
Los técnicos galácticos no desean usurpar ninguna autoridad
mersiana. En realidad, tampoco pueden hacerlo. Son muy pocos,
completamente extranjeros, y están demasiado ocupados. A fin de
hacer la tarea requerida en el escaso tiempo disponible debéis
aceptar la guía de los poderes correspondientes. Además, tenéis que
depender en gran medida de las instalaciones existentes.
Naturalmente, con la autorización de aquellos que controlan esas
instalaciones. No es necesario que entre en detalles. Líderes
expertos como sois vosotros, beneméritos, pueden captar fácilmente
lo que esto entraña.
Carraspeó un poco.
—Es importante que nos hagamos una pregunta:
¿Con quién habrá de trabajar en contacto más estrecho nuestra
gente? No tenemos ningún deseo de discriminar. Todos seréis
consultados dentro de la esfera de sus prerrogativas observadas a
lo largo del tiempo. Pero, como podéis ver fácilmente, un comité
que incluya a todos es impracticable por lo grande y diverso que
sería. Para nuestra gente es necesario que se trate de un pequeño
consejo mersiano unificado al que se pueda conocer bien y con el
que se puedan desarrollar procedimientos efectivos al momento de
decidir.
»Además, los recursos del sistema entero
deben ser usados coordinadamente. Por ejemplo, no es posible
permitir que el País Uno acapare minerales necesarios para el País
Dos. Debe haber libertad para que los embarques se dirijan adonde
sea sin ninguna interferencia, y todas las naves disponibles deben
estar en servicio. Podemos dotarlas de pantallas de radiación, si
queréis, pero no podemos proporcionaros de tantas naves como
necesitaréis. Sin embargo, al mismo tiempo, es preciso continuar
con cierta cantidad de actividad ordinaria. La gente tiene que
comer, por ejemplo. Entonces, ¿cómo estableceremos una distribución
justa de los recursos y un sistema equitativo de prioridades?
»Creo que estas consideraciones os ponen de
manifiesto, beneméritos, lo esencial que resulta contar con una
organización internacional que esté en condiciones de dar
información imparcial, aconsejar, coordinar... Si cuenta con
instalaciones y personal propio, tanto mejor.
»¡Ojalá que tal organización tuviera
existencia legal! Pero no la tiene, y dudo que haya tiempo
suficiente para formar una. Si me perdonáis por lo que diré,
Merseia está demasiado saturada de odios y celos para unirse del
día a la noche en una organización tal. En realidad, será necesario
vigilar de cerca al grupo internacional; de otro modo tratará de
agrandarse o disminuir a los otros. Nosotros, los galácticos,
podemos hacer esto con una organización. Pero no con cien.
»Entonces, no tengo un poder
plenipotenciario-Falkayn echaba de menos la pipa; el sudor le
perlaba la piel—. La tarea de mi equipo es hacer solamente ciertas
recomendaciones. Pero la cuestión es tan urgente que cualquier
esquema que proporcionemos tendrá que ser aceptado sin más para que
la tarea se cumpla. Y hemos encontrado un grupo que trasciende el
resto. Para él, las barreras entre pueblo y pueblo no existen. Es
grande, poderoso, rico, disciplinado y eficiente. No es exactamente
lo que mi civilización preferiría para la liberación de Merseia;
sinceramente, preferiríamos que se perdiera en vez de afirmarse
más. Pero tenemos un refrán que dice que la necesidad tiene cara de
hereje.
Falkayn pudo sentir que la tensión aumentaba
como una tormenta que se prepara. Pero antes de que llegara la
explosión se apresuró a decir:
—Me refiero a los gethfennu.
Lo que siguió fue indescriptible.
Pero después de todo, estaba anunciando
solamente lo que contendría su informe. Podía señalar que él mismo
tenía un resentimiento personal contra ellos, pero que lo hacía a
un lado por el bien común. Y hasta podía darse el lujo de hacer
algunas observaciones imaginativas respecto a los hábitos y
antepasados dirigidas a Haguan (que sonreía y parecía muy
satisfecho). Horas más tarde, al finalizar, la asamblea acordó
considerar la propuesta. Falkayn sabía bien el resultado: Merseia
no tenía salida.
Las pantallas se apagaron.
Sudando, tembloroso, exhausto, miró a través
de la quietud la cara de Morruco Hacha-Larga. La Mano se elevaba
por encima de él. Sus dedos se retorcían ansiosos cerca de la
culata de la pistola. Y mordiendo cada palabra, Morruco dijo:
—Confío en que se da cuenta de lo que hace.
No sólo ayuda a perpetuar a esa banda; le presta legitimidad.
Podrán alegar que ahora forman parte de la sociedad
organizada.
—Entonces, ¿no tendrán que acatar sus
leyes?—preguntó Falkayn con la laringe dolorida y la voz
ronca.
—Ellos nunca —Morruco se quedó un momento
pensativo—. Pero llegará el momento de hacer cuentas; los Vachs se
encargarán de hacerlo, si nadie más se atreve. Y después..., ¿nos
enseñaréis a construir navíos para cruzar el espacio y navegar
entre las estrellas?
—Si yo tengo poder de decisión en la
materia, no-contestó Falkayn.
—Otro asunto, no muy importante después de
todo. Estamos dispuestos a aprender mucho más, y sobre esa base...
Bien, galáctico, ya lo verán nuestros nietos.
—¿Acaso cree que la simple gratitud
disminuye su dignidad?
—No. Ya habrá suficientes almas blandas,
constructoras de sueños, también entre los de mi raza, para hacer
una verdadera orgía de sentimentalismo. Pero entonces usted ya
estará de vuelta en su patria. Yo esperaré.
Falkayn estaba demasiado agotado para
discutir. Observó la fórmula de despedirse y llamó a la nave para
que vinieran por él.
Más tarde, atravesando la noche
interestelar, escuchaba la diatriba de Chee.
—...todavía debo vengarme de esos garras
sucias. Lamentarán haberme tocado.
—No tienen intención de volver, ¿verdad?
—preguntó Falkayn.
—Ugh..., no-contestó ella—. Pero los
ingenieros necesitarán recreación en Merseia. Ya se encargarán los
gethfennu de proporcionársela, sobre todo juego, me imagino. Si yo
sugiriera que nuestros muchachos lleven ciertos adminículos
miniatura que puedan controlar, por ejemplo, una rueda...
Adzel suspiró.
—¿Por qué nosotros, las criaturas vivientes,
debemos ser siempre perversas en este espléndido y terrible
cosmos?
Una sonrisa estiró los labios de
Falkayn.
—Si no fuera así no nos divertiríamos
tanto-dijo.
Hombres y no-hombres todavía estaban
trabajando cuando el frente de ondas de la supernova llegó a
Merseia.
La estrella llenó repentinamente la noche
meridional, un tercio del brillo de Koricj, demasiado salvaje para
mirarla a simple vista. La tierra se inundó de fulgores azules, las
sombras se destacaron precisas y afiladas, árboles y montañas se
destacaron como iluminados por el rayo. Las alas batieron
alejándose de las selvas, se oyó el grito de animales a través del
aire perturbado, los tambores doblaron y las plegarias se elevaron
en aldeas que antes habían temido a la oscuridad y ahora rogaban
por ella. Siguió un día cárdeno y espeluznante.
Pasados los meses la estrella se apagó hasta
convertirse en la punta de un alfiler apenas visible cuando el sol
estaba alto. Pero creció en belleza, ya que su fulgor avivó el gas
que la rodeaba de modo que brillaba en medio de una blancura que se
profundizaba en el borde hasta un violeta azulado y un encaje
nebular que resplandecía con cien tonalidades mágicas. Desde
entonces, también el cielo de Merseia exhibió enormes estandartes
temblorosos de aurora cuyo susurro se oía en el cielo. Un olor a
tormenta flotaba en todos los vientos.
Después empezó la lluvia nuclear. Y nada
volvió a ser gratis.