EL
VIAJE MÁS LARGO
LA primera vez que olmos
hablar de la Nave Celeste estábamos en una isla cuyo nombre era
Yarzik. Aquello ocurrió, aproximadamente, un ario después de que el
Golden Leaper zarpara de Lavre Town.
Nosotros calculábamos que habíamos dado media vuelta al mundo.
Nuestra pobre carabela estaba tan sucia de vegetación marina y
moluscos que, aunque desplegáramos todo el velamen, apenas podía
arrastrarse sobre el mar. El agua potable que quedaba en los
toneles habla adquirido un color verdoso y un olor nauseabundo. Las
galletas estaban llenas de gusanos. Y
entre la tripulación habían aparecido los primeros síntomas de
escorbuto.
—Sea o no peligroso —decidió el capitán
Rovic—, tenemos que atracar en alguna parte. —Un brillo, que yo
conocía muy bien, apareció en sus ojos—. Además, ha pasado mucho
tiempo desde que preguntamos por las Ciudades Doradas. Quizá por
aquí sepan algo de ellas.
Mientras avanzábamos hacia el este estuvimos
tanto tiempo sin ver tierra que la palabra motín se hizo usual en
labios de todos los tripulantes. En lo íntimo de mi corazón, no se
lo reprochaba. Día tras día, ante las aguas azules, la espuma
blanca, las altas nubes en el cielo tropical; sin oír más que el
ruido del viento, el rumor de las olas, el crujido del maderamen de
la carabela, y, a veces, por la noche, el horrible chasquido de un
monstruo marino al saltar en las aguas. Era demasiado para unos
simples marineros, hombres ignorantes que seguían creyendo que el
mundo era plano.
Una delegación se presentó al capitán.
Tímida y respetuosamente, aquellos rudos y corpulentos hombres le
pidieron que emprendiera el regreso. Pero sus camaradas se
amontonaban abajo, con los musculosos cuerpos bronceados por el
sol, tensos bajo sus harapos, con cuchillos y cabillas al alcance
de la mano. Los oficiales, en el puente de mando, teníamos espadas
y pistolas, es cierto. Pero no éramos más que seis, incluidos el
asustado muchacho que era yo, y el anciano Froad, el astrólogo,
cuyas túnicas y barba blanca resultaban muy respetables, pero de
muy poca utilidad en una lucha.
Rovic permaneció largo rato en silencio
después de que el portavoz de la delegación hubo expresado sus
deseos. No se oía más que el rumor del viento y el chocar de las
olas contra los costados de la nave. Nuestro jefe tenía un aspecto
impresionante; al enterarse de que iba a recibir a una comisión de
marineros, se había puesto las calzas rojas y una resplandeciente
esclavina. Su casco y su peto brillaban como espejos. Las plumas
ondeaban alrededor del yelmo de acero, y los diamantes que
adornaban sus dedos llameaban contra los rubíes del puño de su
espada. Sin embargo, cuando habló, no lo hizo en el tono de un
caballero de la corte de la Reina, sino en el vulgar lenguaje Anday
de su infancia de pescador.
De modo que queréis regresar, ¿eh,
muchachos? Después de haber dado media vuelta al globo... ¡Cuán
distintos sois de vuestros padres! Existe una leyenda que habla de
un época en que todas las cosas obedecían a la voluntad del hombre,
y dice que si estamos obligados a trabajar fue por culpa de un
perezoso hombre de Anday. Aquel hombre le ordenó a su hacha que
cortara un árbol para él, y luego ordenó a los haces de leña que se
dirigieran a su casa; pero cuando ordenó a los haces que le
transportaran también a él, Dios se enojó y le quitó el poder. Como
compensación, Dios concedió a todos los hombres de Anday suerte en
el mar, suerte en los dados y suerte en el amor. ¿Qué más podéis
pedir, muchachos?
Desconcertado por aquella respuesta, el
portavoz de los tripulantes se retorció las manos, enrojeció, miró
hacia cubierta, y tartamudeó que íbamos a perecer miserablemente...
de hambre, de sed, o ahogados, o aplastados por aquella horrible
luna, o despeñados más allá del límite del mundo. El Golden Leaper había llegado más lejos que
cualquier otro buque, y si regresábamos enseguida, nuestra fama
perduraría para siempre...
—¿Podemos comer de la fama, Etien? —preguntó
Rovic, todavía suave y sonriente—. Hemos tenido luchas y tormentas,
sí, y también alegres francachelas; pero no hemos visto aún una
Ciudad Dorada, aunque sabemos perfectamente que se encuentran en
algún lugar, llenas de tesoros para el primer hombre que se apodere
de ellos. ¿Qué dirían los extranjeros si regresáramos ahora? Los
arrogantes caballeros de Sathayn, los sucios buhoneros de Woodland
se reirían, y no sólo de nosotros, sino de todo Montalir.
De este modo capeó el primer embate. Sólo
una vez tocó su espada, desenfundándola a medias, con aire ausente,
al recordar cómo se había superado el huracán de Xingu. Pero ellos
recordaron el motín que se había producido en aquella ocasión, y
que aquella misma espada había atravesado a tres marineros armados
que atacaron a la vez al capitán. Les dijo que, por su parte,
estaba dispuesto a olvidar el pasado; les prometió paradisíacos
placeres; les describió tesoros maravillosos que podían ser suyos;
apeló a su orgullo de marinos y de monteliríanos. Y al final,
cuando les vio reblandecidos, cesó de hablar como un pescador.
Avanzó unos pasos por el puente de mando, hasta colocarse debajo de
la bandera de Montalir, y habló como hablan los caballeros de la
Reina:
—Ahora ya sabéis que no me propongo regresar
hasta que hayamos dado la vuelta al gran globo y podamos llevarle a
Su Majestad la Reina el mejor de los regalos. El cual no consistirá
en oro ni esclavos, ni siquiera en el dominio de lugares lejanos
que ella y su Compañía de Aventureros Mercantes desean. No, lo que
alzaremos en nuestras manos para ofrecérselo, el día en que
atraquemos de nuevo en el puerto de Lavre, será nuestra hazaña: el
haber realizado lo que ningún hombre se ha atrevido a hacer hasta
ahora, y el haberlo realizado para su mayor gloria.
Permaneció unos instantes en pie, a través
de un silencio lleno de los rumores del mar. Luego dijo en voz
baja: «¡Asunto terminado!», giró sobre sus talones y regresó a su
camarote.
Así continuamos varios días más: los
tripulantes sometidos pero disgustados, los oficiales procurando
ocultar sus dudas. Yo estuve ocupado, no tanto con las obligaciones
de escribano por las cuales me pagaban, ni con el estudio de las
tareas de capitán para las cuales me estaba capacitando, como
ayudando a Froad, el astrólogo. Los vientos eran tan apacibles, que
podía realizar su trabajo incluso a bordo. No le importaba que nos
hundiéramos o flotáramos; había vivido ya muchos años. Pero el
conocimiento de los cielos que podía adquirir allí tenía gran valor
para él. Por la noche, en cubierta, armado de cuadrante, astrolabio
y telescopio, bañado por la claridad del firmamento, parecía una de
las figuras barbudas existentes en los vitrales de Provien
Minster.
—Mira allí, Zhean...
Su delgada mano señalaba más allá de los
mares que brillaban y se ondulaban bajo la claridad nocturna, más
allá del cielo púrpura y de las pocas estrellas que brillaban
todavía, hacia Tambur. Enorme en su fase llena de medianoche,
extendiéndose sobre siete grados de firmamento, 'de color entre
verdoso y azulado. La luna que nosotros habíamos bautizado con el
nombre de Siett parpadeaba cerca de él. Balant, visto con muy poca
frecuencia y muy bajo en nuestro lugar de procedencia, aparecía muy
alto, con la parte oscura del disco teñida por el luminoso
Tambur...
—No existe ninguna duda declaró Froad—,
puede verse cómo gira sobre un eje, y
cómo hierven las tormentas en su aire. Tambur no es ya una leyenda,
ni una espantosa aparición que vemos levantarse al entrar en aguas
desconocidas. Tambur es real. Un mundo como el nuestro.
Inmensamente mayor, desde luego, pero un esferoide en el espacio, a
fin de cuentas; alrededor del cual se mueve nuestro propio mundo,
presentando siempre el mismo hemisferio a su reina. Las conjeturas
de los antiguos quedan confirmadas. No sólo que nuestro mundo es
redondo, un hecho evidente para cualquiera... sino que nos movemos
alrededor de un centro mayor, el cual a su vez tiene un camino
anual alrededor del sol. Pero, en tal caso, ¿qué tamaño tiene el
sol?
—Siett y Balant son satélites de Tambur
—recordé, luchando por comprender—. Vieng, Darou, y las otras lunas
que vemos corrientemente, tienen caminos al exterior de nuestro
propio mundo. Sí. Pero, ¿qué es lo que los sostiene a todos?
—Lo ignoro. Tal vez la esfera de cristal que
contiene las estrellas ejerce una presión hacia adentro.
La noche era cálida, pero me estremecí, como
si aquéllas hubiesen sido estrellas de invierno.
—¿Pueden haber también hombres en... Siett,
Balant, Vieng... incluso en Tambur? —pregunté.
—¡Quién sabe! Necesitaríamos vivir muchas
vidas para descubrirlo. Pero al final se conseguirá. Da gracias a
Dios, Zhean, por haber nacido en este amanecer de una nueva
era.
Froad volvió a sus medidas. Un trabajo
fastidioso, opinaban los otros oficiales; pero yo había aprendido
ya lo suficiente de las artes matemáticas para comprender que de
aquellos interminables cálculos podían salir el verdadero tamaño de
la tierra, de Tambur, del sol, de la luna y de las estrellas, los
caminos que seguían a través del espacio. De modo que los marineros
ignorantes, que murmuraban y hacían signos contra el diablo cuando
pasaban junto a nuestros instrumentos, estaban más cerca del hecho
que los caballeros de Rovic: ya que Froad practicaba, en realidad,
una magia más poderosa.
Vimos hierbajos flotando sobre el mar,
aves, masas acumuladas de nubes, todas las señales de la proximidad
de tierra. Tres días más tarde nos acercamos a una isla. Era de un
verde intenso bajo aquellos tranquilos cielos. La resaca, más
violenta aún que en nuestro hemisferio, se estrellaba contra altos
acantilados, se disolvía en una nube de espuma y retrocedía,
rugiendo. Costeamos con prudencia. Los artilleros permanecieron de
pie junto a nuestro cañón con las antorchas encendidas. No sólo
podíamos encontrar corrientes y bancos de arena —peligros con los
cuales estábamos familiarizados —; en el pasado, habíamos tropezado
con caníbales a bordo de canoas. Temíamos especialmente a los
eclipses. En aquel hemisferio, el sol tiene que ocultarse cada día
detrás de Tambur. En aquella longitud, el acontecimiento tenía
lugar alrededor de media tarde y duraba casi diez minutos. Un
espectáculo espantoso: el planeta primario —como Froad lo llamaba
ahora, un planeta semejante a Dielí o Coint, con nuestro propio
mundo reducido a la categoría de simple satélite suyo— se convertía
en un disco negro circundado de rojo, en un cielo repentinamente
lleno de estrellas. Un viento frío soplaba a través del mar, e
incluso las olas parecían apaciguarse. Sin embargo, el alma del
hombre es tan insolente, que nosotros continuábamos atendiendo a
nuestras obligaciones, interrumpiéndolas únicamente para rezar una
breve plegaria en el momento en que desaparecía el sol, pensando
más en las posibilidades de naufragar que en cualquier otra
cosa.
Tambur es tan brillante, que continuamos
nuestro camino alrededor de la isla durante la noche. Durante doce
mortales horas, mantuvimos al Golden Lea
per avanzando lentamente. Hacia el segundo mediodía, la
perseverancia del capitán Rovic se vio recompensada. Una abertura
en los acantilados reveló un largo fiordo. Unas playas cenagosas y
llenas de vegetación nos indicaron que, a pesar de que las mareas
subían mucho en aquella bahía, no era uno de aquellos aseladeros
tan temidos por los marinos. El viento nos era favorable, de modo
que arriamos las velas y bajamos los botes. Era un momento
peligroso, especialmente debido al poblado que hablamos visitado en
medio del fiordo.
—¿No sería mejor que nos quedáramos aquí,
capitán, y dejáramos que ellos tomaran la iniciativa?
—sugerí.
Rovic escupió sobre el cairel.
—He comprobado que lo mejor es no demostrar
temor —dijo—. Si una canoa tratara de asaltarnos, la recibiríamos
con una rociada de metralla. Pero opino que si desde el primer
momento les demostramos que no nos inspiran miedo, corremos menos
peligro de encontrarnos más tarde con una traidora emboscada.
Los hechos demostraron que estaba en lo
cierto.
En el curso del tiempo, nos enteramos de que
habíamos llegado al extremo oriental de un extenso archipiélago.
Sus pobladores eran expertos navegantes, teniendo en cuenta que
sólo disponían de embarcaciones rudimentarias. Sin embargo,
aquellas embarcaciones tenían con frecuencia más de cien pies de
longitud. Con cuarenta remos, o con tres velas, casi podían
competir con nuestro buque en velocidad, y eran más maniobreras.
Sin embargo, su escasa capacidad de carga limitaba su autonomía de
navegación.
Aunque vivían en casas de madera con techos
de bálago y sólo poseían utensilios de piedra, los indígenas eran
gente civilizada. Conocían la agricultura tan bien como la pesca y
sus sacerdotes tenían un alfabeto. Altos y vigorosos, más morenos y
menos velludos que nosotros, su aspecto era impresionante: la
mayoría iban casi desnudos, en tanto que otros se adornaban con
plumas y conchas. Habían formado una especie de imperio en el
archipiélago. Efectuaban incursiones a unas islas situadas más al
norte y mantenían un intenso comercio dentro de sus propias
fronteras. Al conjunto de su nación le daban el nombre de el
Hisagazí, y la isla en la cual habíamos atracado era Yarzik.
De todo eso nos enteramos lentamente, a
medida que fuimos dominando su lenguaje. Permanecimos varias
semanas en aquel pueblo. El duque de la isla, Guzan, nos acogió en
forma cordial, suministrándonos alimentos, hospedaje y la ayuda que
necesitábamos. Por nuestra parte, le obsequiamos con objetos de
cristal, telas de vivos colores y otros artículos semejantes. A
pesar de todo, tropezamos con muchas dificultades. La playa era tan
cenagosa que al acercarse a ella hubiera encallado nuestro barco,
de modo que tuvimos que construir un dique seco antes de poder
carenar. Numerosos miembros de la tripulación contrajeron una rara
enfermedad, y aunque se curaron con relativa rapidez, el hecho
retrasó nuestro trabajo.
—Sin embargo, creo que nuestras dificultades
son una bendición me dijo Rovic una noche.
Había convertido en costumbre, después de
asegurarse de que yo era un amanuense discreto, el confiarme
ciertos pensamientos. El capitán de un barco es siempre un hombre
solitario; y Rovic, ex pescador, ex filibustero, navegante
autodidacta, vencedor de la Gran Flota de Sathayn y ennoblecido por
la propia Reina, debía encontrar más duro aquel necesario
aislamiento de lo que podía encontrarlo un hombre que hubiera
nacido caballero.
Aguardé en silencio, dentro de la choza de
hierba que le había cedido el duque. Una lámpara de esteatita
arrojaba una luz vacilante y unas enormes sombras sobre nosotros.
En el techo crujía algo. En el exterior, el húmedo terreno ascendía
entre rústicas viviendas y frondosos árboles. A lo lejos, se ola el
redoblar de unos tambores, una especie de cántico y el golpeteo de
unos pies alrededor de algún fuego ritual. Realmente, las frías
colinas de Montalir parecían muy lejanas.
Rovie reclinó hacia atrás su musculosa
figura. Se había hecho traer una silla civilizada del barco.
—Verás, mi joven amigo —continuó—, hasta
ahora no hablamos permanecido en un lugar el tiempo suficiente para
adquirir confianza y preguntar por el oro. Nos habían dado vagas
indicaciones, rumores, la vieja historia: «Sí, señor extranjero, en
realidad existe un reino donde todas las calles están pavimentadas
con oro... un centenar de millas al oeste». Nada concreto, en una
palabra. Pero, en esta prolongada estancia, he interrogado
sutilmente al duque y a los sacerdotes. Me he mostrado tan prudente
al hablar del lugar de donde procedemos y de lo que ya sabemos, que
me han facilitado informaciones que de otro modo no hubieran salido
de sus labios.
—¿Las Ciudades Doradas? —exclamé.
—¡Cuidado! No quiero que la tripulación se
excite y se desmande. Todavía no.
Su curtido rostro adquirió una expresión
pensativa.
—Siempre he creído que esas ciudades son
pura leyenda —dijo. Debió darse cuenta de mi sorpresa, porque
sonrió y continuó—: Una leyenda muy útil. Nos está arrastrando,
como un imán, alrededor del mundo. —Su sonrisa se apagó. Su rostro
adquirió de nuevo aquella expresión semejante a la de Froad cuando
contemplaba los cielos—. Sí, también yo deseo oro, desde luego.
Pero si no lo encontramos en este viaje, no importa. Me limitaré a
capturar unos cuantos barcos de Eralia o de Sathayn cuando
regresemos a nuestras aguas, y así financiaré el viaje. Aquel día,
en el puente de mando, dije la verdad al declarar que este viaje
era un objetivo en sí mismo; hasta que pueda ofrecérselo a la Reina
Odela, que me dio el beso de ritual al armarme caballero.
Sacudió la cabeza, como para arrancarse a
sus ensueños, y continuó en tono animado:
—Dejándole creer que estaba enterado de la
mayor parte del asunto, le arranqué al duque Guzan la
confesión de que en la isla principal de
este imperio Hisagazi hay algo en lo que apenas me atrevo a pensar.
Una nave de los dioses, dice él, y un verdadero dios viviente que
llegó de las estrellas. Cualquiera de los nativos te dirá lo mismo.
El secreto reservado a la gente noble es que esto no es ninguna
leyenda, sino un hecho real. O, por lo menos, eso es lo que afirma
Guzan. No sé qué pensar. Pero... Guzan me llevó a una cueva
sagrada, y me mostró un objeto de aquella nave. Creo que era una
especie de mecanismo de relojería. Ignoro lo que puede ser. Pero
está hecho de un metal plateado y brillante que yo no había visto
nunca. El sacerdote me desafió a que lo rompiera. El metal no era
pesado: una simple lámina. Pero melló la hoja de mi espada, hizo
añicos una roca con la cual lo golpeé, y el diamante de mi anillo
no consiguió rayarlo.
Hice unos signos contra el diablo. Un
escalofrío recorrió mi espina dorsal. Ya que los tambores estaban
redoblando en una selva oscura, y las aguas se extendían como algo
bajo el giboso Tambur, y cada tarde aquel planeta se comía al
sol.
Cuando el Golden
Leaper estuvo de nuevo en condiciones de navegar, a Rovic no
le fue difícil conseguir autorización para visitar al emperador de
Hisagazi en la isla principal. En realidad, le hubiera sido difícil
no hacerlo. Recuperados y satisfechos, subimos a bordo. Esta vez
íbamos escoltados. El propio Guzan, hombre de mediana edad cuyo
atractivo aspecto no quedaba demasiado alterado por los tatuajes de
color verde pálido que cubrían su rostro y su cuerpo, era nuestro
piloto. Varios de sus hijos habían extendido sus jergones sobre la
cubierta de nuestra nave, en tanto que un enjambre de embarcaciones
llenas de guerreros navegaban a lo largo de sus costados.
Rovic hizo acudir a Etien, el contramaestre,
a su camarote.
—Sé que puedo confiar en ti —le dijo—.
Encárgate de mantener a nuestra tripulación con las armas a punto,
por pacífica que parezca la situación.
—¿Qué sucede, capitán? —inquirió Etien—.
¿Cree usted que los indígenas planean una traición?
—¿Quién puede saberlo? —respondió Rovic—.
Ahora, procura que la tripulación no lo sospeche, pese a todo. No
saben disimular. Y si los indígenas captaran algún síntoma de
inquietud o de temor entre ellos, se inquietarían a su vez... lo
cual empeoraría la actitud de nuestros propios hombres, en un
círculo vicioso que nadie sabe cómo terminaría. Limítate a cuidar,
con la mayor naturalidad posible, de que nuestros hombres
permanezcan juntos y de que tengan siempre las armas al alcance de
la mano.
Etien se inclinó y abandonó el camarote. Me
arriesgué a preguntar a Rovic qué estaba pensando.
—Nada, por ahora dijo. Sin embargo, he
sostenido entre mis manos un trozo de mecanismo de relojería que ni
el Gran Ban de Giar sería capaz de imaginar; y me han hablado de
una Nave que bajó del cielo, conducida por un dios o un profeta.
Guzan cree que sé más de lo que en realidad conozco, y confía en
que nosotros seamos un nuevo elemento perturbador en el equilibrio
de la situación, y que podrá aprovecharnos en favor de sus propias
ambiciones. No se ha hecho acompañar por todos esos guerreros para
dar mayor esplendor a la comitiva. En lo que a mí respecta... trato
de aprender algo más acerca de todo esto.
Se sentó ante su mesa, contemplando un rayo
de sol que oscilaba al compás del balanceo del barco. Al cabo de
unos instantes continuó:
—Los astrólogos de la anterior generación
nos dijeron que los planetas son semejantes a esta tierra. Un
viajero de otro planeta...
Salí del camarote con un torbellino en mi
cerebro.
Avanzamos sin novedad a través del grupo de
islas. Al cabo de varios días llegamos a la isla principal,
Ulas-Erkila. Tiene un centenar de millas de longitud, y un máximo
de cuarenta millas de anchura, y el terreno asciende suavemente
hacia unas montañas centrales, dominadas por un cono volcánico. Los
Hizagazi adoran dos clases de dioses, acuosos y ardientes, y creen
que el Monte Ulas alberga a estos últimos. Cuando vi aquel pico
nevado flotando en el cielo sobre unos bordes esmeraldinos,
manchando el azul de humo, pude comprender lo que los paganos
sentían. El acto más sagrado que un hombre puede realizar entre
ellos es arrojarse al ardiente cráter del Ulas, y muchos guerreros
ancianos son transportados hasta la cumbre de la montaña para que
puedan hacerlo. Las mujeres no tienen acceso a las laderas del
monte.
Nikum, la sede de la realeza, está situada
en un fiordo como el poblado en el que hablamos residido
últimamente. Pero Nikum es rica y extensa, casi tan grande como
Roann. La mayoría de las casas son de madera; hay también un templo
de basalto en la cumbre de un acantilado, dominando la ciudad, con
huertas, bosques y montañas detrás. Los troncos de los árboles son
tan grandes, que los Hisagazi han construido con ellos una serie de
diques como los de Lavre... en vez de los amarraderos y boyas que
suben y bajan con la marea y que se encuentran en casi todos los
puertos del mundo. Nos ofrecieron un atracadero de honor en el
muelle central, pero Rovic alegó que nuestro barco resultaba
difícil de maniobrar y consiguió atracarlo en uno de los
extremos.
—En el centro tendríamos la torre de
vigilancia sobre nosotros —me susurró—. Y es posible que no hayan
descubierto todavía el arco, pero sus lanzadores de jabalina son
muy buenos. Asimismo, les sería fácil acercarse a nuestro barco, y
entre nosotros y la boca de la bahía tendríamos un enjambre de
canoas. Aquí, en cambio, varios de los nuestros podrían dominar el
muelle, mientras los demás lo preparaban todo para zarpar
rápidamente.
—Pero, ¿tenemos algo que temer, capitán?
—pregunté.
Se acarició el poblado bigote.
—No lo sé. Depende en gran parte de lo que
realmente creen acerca de esa nave celeste... así como de lo que
haya de verdad en ello. Pero pase lo que pase, no regresaremos sin
esa verdad para la Reina Odela.
Los tambores redoblaron y unos lanceros
adornados con plumas saludaron a nuestros oficiales a medida que
desembarcaban. Sobre el agua había sido tendido un largo y angosto
pasadizo de madera, utilizado únicamente por los nobles. Los
ciudadanos corrientes nadaban de casa en casa cuando la marea lamía
sus umbrales, o utilizaban una balsa si tenían que transportar
algún bulto. El palacio real era un edificio alargado, construido
con troncos de árbol, con fantásticos dibujos grabados en la
madera.
Iskilip, Emperador y Sumo Sacerdote de
Hisagazi, era un hombre anciano y corpulento. Un alto birrete de
plumas, un cetro de madera rematado por un cráneo humano, los
tatuajes de su rostro, su inmovilidad, le daban un aspecto
imponente. Estaba sentado sobre una tarima, bajo unas antorchas que
esparcían un agradable aroma. Sus hijos estaban sentados a sus
pies, con las piernas cruzadas, y sus cortesanos al otro lado. A lo
largo de las paredes se alineaban sus guardianes, unos jóvenes
musculosos con escudos y petos de escamosa piel de monstruo marino,
armados con hachas de pedernal y lanzas de obsidiana que podían
matar con tanta facilidad como el hierro. Llevaban la cabeza
afeitada, lo cual les daba un aspecto más fiero.
Iskilip nos acogió cordialmente, hizo que
nos sirvieran una bebida refrescante y nos invitó a sentarnos en un
banco no mucho más bajo que su tarima. Nos formuló preguntas
rutinarias. En el curso de la conversación, nos enteramos de que
los Hisagazi conocían islas situadas lejos de su archipiélago.
Podían incluso señalarnos la dirección en que se encontraba un país
en el cual abundaba el ganado y al que daban el nombre de
Yurakadak. A juzgar por su descripción, sólo podía tratarse de
Giar, un país que el aventurero Hanas Tolasson había alcanzado
viajando por tierra. En aquellos instantes supe que estábamos dando
realmente la vuelta al mundo. Cuando se desvaneció un poco la
emoción de aquel descubrimiento, volví a prestar atención a la
conversación.
—Tal como le he dicho a Guzan —estaba
explicando Rovic—, una de las cosas que nos han traído aquí ha sido
la historia de que habéis sido bendecidos con una nave procedente
del cielo. Y Guzan me ha demostrado que la historia era
cierta.
Un siseo recorrió la estancia. Los príncipes
se pusieron rígidos, los cortesanos palidecieron, e incluso los
guardianes murmuraron algo en voz baja. A través de las paredes, el
rumor de la marea, cada vez más cercano. Cuando Iskilip habló, a
través de la máscara de si mismo, su voz se había endurecido:
—¿Has olvidado que esas cosas no deben ser
mostradas a los no iniciados, Guzan?
—No, Santidad —dijo el duque. Su rostro
estaba empapado en sudor, pero no era el sudor del miedo—. Sin
embargo, el capitán estaba al corriente. Su agente también, al
parecer... El capitán no puede expresarse aún de un modo
absolutamente comprensible para mí. Su pueblo está iniciado. Su
pretensión parece razonable, Santidad. Mira las maravillas que han
traído. La dura y brillante piedra que-no-espiedra, como en este
largo cuchillo que me han regalado, ¿no es acaso igual al material
de que está construida la nave? Los tubos que hacen que las cosas
lejanas parezcan al alcance de la mano, como el que te han regalado
a ti, Santidad, ¿no son acaso semejantes a los que posee el
Mensajero?
Iskilip se inclinó hacia adelante, hacia
Rovic. La mano que empuñaba el cetro tembló hasta el punto de que
las colgantes quijadas de la calavera castañetearon.
—¿Te enseñó el Pueblo de las Estrellas a
hacer todo eso? —inquirió—. Nunca imaginé... El Mensajero no habló
nunca de que hubiera otros...
Rovic volvió hacia arriba las palmas de sus
manos.
—No tan deprisa, Santidad, te lo ruego
—dijo—. Estamos muy poco versados en vuestra lengua. Hasta ahora no
he podido enterarme de nada.
Esto era un engaño. Todos los oficiales
habían sido advertidos para que fingieran unos conocimientos del
Hisagazy inferiores a los que realmente poseían. (Habíamos mejorado
nuestro dominio de aquel idioma practicándolo en secreto unos con
otros). De este modo podían justificar cualquier error,
atribuyéndolo a incomprensión.
—Será mejor que hablemos de esto en privado,
Santidad —sugirió Guzan, mirando de soslayo a los cortesanos. Estos
le devolvieron una mirada cargada de envidia.
Iskilip inclinó la cabeza. Sus palabras
fueron arrogantes, pero su tono era el de un hombre viejo, poco
seguro de si mismo.
—No es necesario. Si estos extranjeros están
iniciados, podemos enseñarles lo que poseemos. Pero... si unos
oídos profanos oyen la historia de labios del propio
Mensajero...
Guzan levantó una mano dominante. Ambicioso
y audaz, largo tiempo frustrado en su pequeña provincia, estaba
dispuesto a sacarse la espina.
—Santidad —dijo—, ¿por qué ha sido ocultada
la historia durante todos estos años? En parte, para mantener
obedientes a los plebeyos, sí. Pero, al mismo tiempo, ¿acaso tú y
tus consejeros no temíais que todo el mundo se dirigiera hacia
aquí, ávido de conocimiento, si la cosa se sabía, y que nosotros
quedáramos aplastados? Bueno, si permitimos que los hombres de ojos
azules regresen a sus hogares con la curiosidad insatisfecha, estoy
convencido de que regresarán aquí con los medios para conseguirlo
por la fuerza. De modo que no tenemos nada que perder revelándoles
la verdad. Si no han tenido nunca un Mensajero, si no pueden sernos
útiles, siempre estaremos a tiempo de matarles. Pero, si
verdaderamente han sido visitados como nosotros, ¡cuántas cosas
podremos hacer juntos!
Estas palabras fueron pronunciadas
rápidamente y en voz baja, de modo que los montalirianos no
pudiéramos comprenderlas. Y, en realidad, nuestros caballeros no
las comprendieron. Yo, teniendo oídos jóvenes, capté el sentido
general; y Rovic conservó una expresión tan perfecta de
incomprensión, que supe que no se había perdido ni una sola
palabra.
De modo que al final decidieron llevar a
nuestro jefe —y a mi insignificante persona, ya que ningún magnate
de Hisagazi va a ninguna parte sin que le acompañe algún criado al
templo. Iskilip en persona abrió la marcha, con Guzan y dos
musculosos príncipes detrás. Una docena de lanceros cubrían la
retaguardia. Pensé que la espada de Rovic no serviría para nada si
se presentaban dificultades, pero apreté los labios y eché a andar
detrás de él. Rovic parecía tan ansioso como un chiquillo en la
Mañana del Día de Acción de Gracias, y al verle nadie hubiera
pensado que tenía conciencia de algún peligro.
Salimos cuando el sol empezaba a ponerse; en
el hemisferio de Tambur, la gente hacía menos distinción entre la
noche y el día que nuestro pueblo. Habiendo observado a Siett y a
Balant en posición de plenamar, no me sorprendió que Nikum yaciera
casi ahogado. Y, no obstante, mientras ascendíamos por el arrecife
en dirección al templo, pensé que nunca había contemplado un
paisaje más extraño.
Debajo de nosotros se extendía una sábana de
agua, sobre la cual parecían flotar los tejados de la ciudad; los
atestados muelles, donde la arboladura de nuestra propia nave
estaba rodeada de mascarones de proa idólatras; el fiordo,
discurriendo entre precipicios hacia su boca, donde las olas se
estrellaban, blancas y terribles, contra los arrecifes. Encima de
nosotros, las alturas aparecían completamente negras, contra un
crepúsculo rojo que llenaba la mitad del cielo y ensangrentaba las
aguas. Pálido a través de aquellas nubes capté a Tambur, envuelto
en un blasón que ningún hombre podía leer. A derecha e izquierda
del camino crecía la hierba, seca por ser verano. El cielo estaba
pálido en el cenit y púrpura oscuro en el este, donde habían
aparecido las primeras estrellas. Aquella noche no encontraba
consuelo en las estrellas. Andábamos en silencio. Los pies
descalzos de los indígenas no producían el menor ruido. Mis propios
zapatos hacían pad-pad, y las botas de
Rovic crujían levemente.
El templo era una audaz obra arquitectónica.
Dentro de un rectángulo de paredes de basalto protegidas por altos
capiteles de piedra, había varios edificios del mismo material.
Iskilip nos condujo, entre acólitos y sacerdotes, a una cabaña de
madera situada detrás del recinto sagrado. Dos guardias estaban de
vigilancia ante la puerta, pero se arrodillaron en presencia de
Iskilip. El emperador llamó con su extraño cetro.
Mi boca estaba seca y mi corazón latía,
acelerado. Esperaba que, al abrirse la puerta, apareciera algún ser
espantoso o radiante. Con sorpresa, vi a un hombre, y no de gran
estatura. A la luz de la lámpara distinguí su habitación, limpia,
austera, aunque no incómoda; podía haber pertenecido a cualquier
vivienda de Hisagazy. El hombre llevaba una simple falda de tela
basta. Sus piernas eran torcidas y delgadas, unas piernas de
anciano. Su cuerpo era también delgado, pero se mantenía erguido,
lo mismo que la nevada cabeza. Su piel era más morena que la de un
montaliriano, y más clara que la de un hisagaziano, con ojos
castaños y una barba raía. Su rostro difería levemente, en la forma
de la nariz, de los labios y de la mandíbula, de cualquier otra
raza conocida por mí. Pero era humano.
Nada más y nada menos.
Entramos en la cabaña dejando fuera a los
lanceros. Iskihp hizo las presentaciones. Guzan y los príncipes
permanecían tranquilos. Los de su clase estaban acostumbrados a la
ceremonia. El rostro de Rovic era inescrutable. Se inclinó
cortésmente ante Val Nira, Mensajero de los Cielos, y explicó
nuestra presencia en pocas palabras. Pero, mientras hablaba, noté
que estaba tomándole la medida al hombre de las estrellas.
—Si, éste es mi hogar —dijo Val Nira. La
costumbre habló por él; había pronunciado aquellas palabras tantas
veces, en presencia de jóvenes nobles, que sonaban a lección
aprendida. Y no se había dado cuenta de nuestros instrumentos
metálicos, o su significado le había pasado inadvertido—. Desde
hace... cuarenta y tres años, ¿no es eso, Iskilip? He sido tratado
lo mejor posible. Si a veces he experimentado el deseo de gritar ha
sido a causa de mi soledad.
El emperador se removió, inquieto.
—Su demonio le ha abandonado —explico—.
Ahora es un simple ser humano. Este es el verdadero secreto que
conservamos. Pero no fue siempre así. Recuerdo la época en que
llegó. Profetizó cosas inmensas, y todo el pueblo se arrodilló ante
él, inclinando sus rostros hasta el suelo. Pero, desde entonces, su
demonio ha regresado a las estrellas y la poderosa arma que llevaba
ha sido igualmente vaciada de su fuerza. Sin embargo, la gente no
creería esto, y nosotros se lo hemos ocultado, a fin de evitar que
se intranquilizara.
—Poniendo en peligro tus privilegios —dijo
Val Nira. Su tono era cansado y sarcástico—. Iskilip era joven
entonces —añadió, dirigiéndose a Rovic—, y la sucesión imperial
estaba en litigio. Le presté todo mi apoyo. A cambio, me prometió
hacer ciertas cosas por mi.
—Lo intenté, Mensajero —dijo el monarca—.
Pregunta a todas las canoas hundidas y a todos los hombres ahogados
si no lo hice. Pero la voluntad de los dioses era otra.
—Evidentemente. —Val Nira se encogió de
hombros—. Estas islas tienen pocos minerales, Capitán Rovic, y
ninguna persona capaz de reconocer los que yo necesitaba. El
continente queda demasiado lejos para las canoas de Hisagazrj. No
niego que lo intentaste, Iskilip... entonces. —Nos miró, con las
cejas ligeramente enarcadas—. Esta es la primera vez que unos
extranjeros han tenido acceso a la confianza imperial, amigos míos.
¿Están ustedes seguros de poder regresar a su país, vivos?
—¡Desde luego! ¡Desde luego! ¡Son nuestros
huéspedes! —exclamó Iskilip, en tono indignado.
—Además —sonrió Rovic—, yo estaba enterado
ya de la mayor parte del secreto. Mi propio país tiene secretos
para enfrentarlos con éste. Sí, creo que podremos entendernos
perfectamente, Santidad.
El emperador tembló.
—¿Tenéis también un Mensajero? —inquirió, en
tono alarmado.
—¿Qué?
Val Nira se quedó mirándonos fijamente. Su
rostro palideció y enrojeció. Luego se sentó en el banco y empezó a
sollozar.
—Bueno, no se trata de un Mensajero,
exactamente —dijo Rovic, apoyando una mano en el tembloroso
hombro—. Confieso que en Montalir no ha atracado ninguna nave
celeste. Pero tenemos otros secretos, igualmente valiosos.
—Unicamente yo, que le conocía a fondo, capté el acento de mofa en
su voz. Su mirada se cruzó con la de Guzan mientras continuaba
hablando cariñosamente con Val Nira—. Creo haber entendido, amigo
mío, que tu nave naufragó en estas playas, pero que podría ser
reparada si dispusieras de ciertos materiales.
—Si... si... escucha...
Tartamudeando de emoción ante la idea de
poder regresar a su hogar antes de morir, Val Nira trató de
explicarse.
Las implicaciones doctrinales de lo que
dijo son tan sorprendentes, incluso peligrosas, que estoy
convencido de que mis señores no desean que las repita. Sin
embargo, no creo que sean falsas. Si las estrellas son en realidad
soles como el nuestro, cada uno de ellos servido por planetas como
el nuestro, la teoría de la esfera de cristal queda destruida. Pero
Froad, cuando se lo contaron más tarde, dijo que no creía que
aquello estuviera en contradicción con la ciencia; hasta el
momento, sólo habían existido suposiciones nacidas durante los
siglos en que se creía que la tierra era plana.
Val Nira creía que nuestros antepasados
hablan llegado a este planeta, hacia millares de años. Su nave
habría naufragado en alguna parte, y los supervivientes retornaron
al estado salvaje. Paulatinamente, sus descendientes habían vuelto
a adquirir cierta civilización.
Nuestro mundo se encuentra alejado de las
rutas comerciales interplanetarias. Muy pocos tienen interés en
buscar nuevos mundos. Él había experimentado ese interés. Viajó al
azar durante meses, hasta que cayó casualmente sobre nuestro mundo.
Y la maldición le alcanzó también a él. Descendió sobre
Ulas-Erkila... y la Nave no voló más.
—Sé en qué consiste la avería —dijo
apasionadamente—. No lo he olvidado. ¿Cómo podría olvidarlo? No ha
pasado un solo día, durante todos estos años, sin que me haya
repetido a mi mismo lo que tenía que hacerse. Cierto complicado
mecanismo de la nave necesita azogue—(Val Nira y Rovic tardaron un
poco en aclararse mutuamente el significado de aquella palabra)—.
Cuando el motor falló, aterricé con tanta brusquedad que los
tanques estallaron. Todo el azogue, lo mismo el que estaba
utilizando que el que tenía de repuesto, se perdió. De no ser así,
en aquel cálido espacio cerrado, me hubiera envenenado. Salí al
exterior, olvidándome de cerrar la puerta. Esto hizo que el azogue
saliera de la nave. Cuando me hube recobrado de mi pánico cerval,
una tormenta tropical había arrastrado todo el metal líquido. Una
serie de accidentes imprevistos, sí, que me condenaron a una vida
de exilio. ¡Hubiera sido preferible perecer en el acto!
Cogió la mano del capitán, contemplándole
ansiosamente.
—¿Puede usted obtener azogue? —balbució—. No
necesito más que el volumen de la cabeza de un hombre. Únicamente
esto, y unas cuantas reparaciones que resultarán muy fáciles con
las herramientas que hay en la nave. Cuando creció este culto a mi
alrededor, tuve que entregar ciertas cosas que poseía, a fin de que
cada templo provincial pudiera tener una reliquia. Pero siempre
procuré no entregar nada importante. Todo lo que necesito está
allí. Unos quilos de azogue, y... ¡Oh, Dios mío, mi esposa puede
estar aún viva, en la Tierra!
Guzan, al menos, había empezado a
comprender la situación. Hizo una seña a los príncipes, los cuales
desenfundaron sus hachas y se acercaron un poco más. La puerta
estaba cerrada, pero un simple grito atraería a los lanceros que
montaban guardia en el exterior de la cabaña. Rovic miró a Val
Nira, y luego a Guzan, cuyo rostro estaba ahora afeado por la
tensión. Mi capitán apoyó la mano en la empuñadura de su espada.
Fue la única muestra que dio de haberse dado cuenta de la creciente
tensión.
—Tengo entendido, duque —dijo en tono
ligero—, que deseas que la Nave Celeste rueda volar de nuevo.
Guzan quedó desconcertado. No esperaba
aquello.
—¡Desde luego! —exclamó—. ¿Por qué no habría
de desearlo?
—Tu dios domesticado se marcharía. ¿Qué
seria de tu poder en Hisagazy?
—Yo no... no había pensado en eso
—tartamudeó Iskilip.
Los ojos de Val Nira se nublaron, y su
delgado cuerpo se estremeció.
—¡No! —susurró—. ¡No puedes hacerlo! ¡No
puedes retenerme!
Guzan asintió.
—Dentro de unos años —dijo, sin la menor
animosidad—, te marcharías de todos modos en la canoa de la muerte.
Si entretanto te retuviéramos contra tu voluntad, no podrías
servirnos de oráculo. Tranquilízate; obtendremos la piedra que hará
volar tu nave. —Se volvió hacia Rovic—: ¿Quién va a traerla?
—Mi tripulación —dijo el capitán—. Nuestro
barco puede llegar fácilmente a Giar, donde existen naciones
civilizadas que seguramente tienen el azogue. Creo que podemos
estar de regreso dentro de un año.
—¿Acompañados por una flota de aventureros,
que os ayuden a capturar la nave sagrada? —preguntó Guzan
secamente... una vez fuera de nuestras islas... puedes no ir a
Yurakadak. Puedes dirigirte directamente a tu país, y contárselo
todo a tu Reina, y regresar con todo el poder que ella tiene.
Rovic se irguió en toda su estatura,
majestuoso y solemne. Su mano derecha continuaba apoyada en la
empuñadura de su espada.
—Sólo Val Nira puede conducir la Nave,
supongo —replicó—. ¿Qué importa quién le ayude a efectuar las
reparaciones? ¡No creerás que ninguna de nuestras naciones pueda
conquistar el Paraíso!
—La nave es muy fácil de manejar —dijo Val
Nira—. Cualquiera puede conducirla por los aires. Enseñé a muchos
nobles las palancas que debían utilizarse. Lo más difícil es
navegar entre las estrellas. Ninguna nación de este mundo podría
alcanzar a mi pueblo sin ayuda. Pero, ¿por qué hemos de pensar en
luchar? Te he dicho un millar de veces, Iskilip, que los moradores
de la Vía Láctea no son peligros para nadie, y ayudan a todos.
Poseen tantas riquezas, que ni siquiera saben en qué emplearlas. De
buena gana invertirían grandes sumas para conseguir que todos los
pueblos de este mundo volvieran a ser civilizados. Con una ansiosa,
medio histérica mirada a Rovic—: Quiero decir plenamente
civilizados. Os enseñaremos nuestras artes. Os daremos motores,
autómatas, homúnculos, que realicen todos los trabajos pesados; y
barcos que vuelan por el aire; y servicio regular de pasajeros en
aquellas naves que viajan entre las estrellas...
—Has estado prometiendo esas cosas durante
cuarenta años —dijo Iskilip—. Sólo tenemos tu palabra.
—Y, finalmente, una ocasión para confirmar
su palabra —exclamé bruscamente.
Guzan dijo, con fingido espanto:
—Las cosas no son tan sencillas como
parecen, Santidad. He vigilado a estos hombres llegados a través
del océano durante semanas, mientras han vivido en Yarzik. Son
bravos y codiciosos. No podemos confiar en ellos. Esta misma noche
se han burlado de nosotros. Conocen perfectamente nuestro lenguaje.
Y han tratado de engañarnos, haciéndonos creer que podían tener
alguna sugerencia de un Mensajero. Si la Nave se encuentra de nuevo
en condiciones de volar, y en poder de ellos, ¿quién puede saber lo
que harán?
El tono de Rovic se hizo todavía más
suave.
—¿Qué es lo que propones, Guzan?
—Podemos discutir esto en otro
momento.
Vi que los nudillos blanqueaban alrededor de
los mangos de las hachas de piedra. Guzan estaba en pie, iluminado
por la luz de la lámpara, frotándose la barbilla con la mano, sus
ojillos negros inclinados pensativamente hacia el suelo. Al fin,
sacudió la cabeza.
—Tal vez —dijo, en tono crispado —marineros
de Risagazy podrían tripular tu barco, Rovic, y traer la piedra que
hará volar la Nave. Unos cuantos de tus hombres podrían acompañar a
los nuestros, para instruirlos. El resto se quedaría aquí en
calidad de rehenes.
Mi capitán no respondió.
Val Nira gruño:
—¡No comprendes! ¡Estás discutiendo
inútilmente! Cuando mi gente llegue aquí, no habrá más guerras, ni
más opresión, curarán todas vuestras enfermedades. Serán amigos de
todos, sin favoritismos para nadie. Te aseguro...
—¡Basta! —dijo Iskilip—. Lo pensaremos mejor
mientras dormimos. Si es que alguien puede dormir después de tantas
extravagancias.
Rovic miró con fijeza a Guzan, más allá de
las plumas del emperador.
—Antes de decidir nada —dijo, sin apartar la
mano de la empuñadura de la espada—, quiero ver la Nave. ¿Podemos
ir a verla mañana?
Iskilip era el Emperador y Sumo Sacerdote,
pero permaneció callado. Guzan inclinó la cabeza en señal de
asentimiento.
Salimos de la cabaña. Tambur inundaba el
patio de una fría claridad, pero la cabaña estaba sombreada por el
templo. Era una forma negra, con un rectángulo de luz, estrecho y
alargado, en el lugar ocupado por la puerta. Y en aquel rectángulo
se recortaba la delgada figura de Val Nira, que había llegado de
las estrellas. Nos contempló hasta que nos perdimos de vista.
Mientras descendíamos, Guzan y Rovic se
pusieron de acuerdo acerca de la visita. La Nave estaba a dos días
de marcha tierra adentro, en las laderas del Monte Ulas. Pero sólo
podrían ir a verla doce de nuestros hombres. Más tarde se
discutiría lo que habla de hacer.
Las linternas brillaban, amarillentas, en la
popa de nuestra carabela. Rechazando la hospitalidad de Iskilip,
Rovic y yo regresamos al Golden Lea per
para pasar la noche. Un lancero de guardia en la pasarela me
preguntó qué había pasado.
Pregúntamelo mañana —le dije—. Ahora, la
cabeza me da demasiadas vueltas.
—Entra en mi camarote, muchacho —me invitó
el capitán—. Echaremos un trago antes de acostarnos.
Dios sabe cuánto necesitaba una copa de
vino. Entramos en el pequeño cuarto, de techo muy bajo, repleto de
instrumentos náuticos, libros y mapas impresos que me parecieron
fantásticos, ya que el cartógrafo había dibujado sirenas y duendes
marinos. Rovic se sentó detrás de su mesa, me invitó a ocupar una
silla en frente de él y vertió vino en dos copas de cristal de
Quaynish. Entonces supe que en su cerebro bullía alguna idea...
aparte del problema de salvar nuestras vidas.
Bebimos en silencio. Oí el lap-lap del oleaje al chocar contra el casco de
nuestro buque, las pisadas de los centinelas, el lejano ruido de la
resaca; y nada más. Finalmente, Rovic se reclinó hacia atrás,
contemplando su copa medio vacía. Su expresión era
inescrutable.
—Bueno, muchacho —dijo—, ¿qué opinas?
—No sé qué pensar, capitán.
—Tú y Froad estáis un poco preparados para
esa idea de que las estrellas son otros soles. Habéis estudiado. En
cuanto a mí, he visto tantas cosas raras en el curso de mi vida que
ésta me parece completamente verosímil. Pero, el resto de nuestra
gente...
—Es una ironía que unos bárbaros, tales como
Guzan, lleven tanto tiempo familiarizados con la idea... y hayan
tenido en su poder al anciano llegado del cielo para conservar sus
privilegios de clase durante más de cuarenta años. ¿De veras es un
profeta, capitán?
—Él lo niega. Representa el papel de profeta
porque tiene que hacerlo, pero es evidente que todos los duques y
condes de este reino saben que es una farsa. Iskilip es un viejo,
medio convertido a sus propios credos artificiales. Murmuraba
acerca de profecías que Val Nira hizo hace mucho tiempo, verdaderas
profecías. ¡Bah! Val Nira es tan humano y falible como yo. Los
montalirianos tenemos la misma carne que los Hisagazy, aunque
hayamos aprendido a utilizar el metal antes que ellos. Y el pueblo
de Val Nira, a su vez, está más adelantado que el nuestro. Pero sus
componentes no dejan de ser mortales. Tengo que recordar que lo son.
—Guzan lo recuerda.
—¡Bravo, muchacho, bravo! Guzan es un hombre
listo, y audaz. En Val Nira, vio su oportunidad de dejar de ser el
pequeño señor de una pequeña isla. Y no renunciará a esa
oportunidad sin luchar. Ahora, nos acusa de planear las cosas que
él espera hacer.
—Pero, ¿qué es lo que espera hacer?
—Si mis sospechas son ciertas, quiere
utilizar la Nave. Val Nira dijo que era fácil de manejar. La
navegación entre las estrellas sería difícil para cualquiera,
excepto para Val Nira; y a ningún hombre en su sano juicio podría
ocurrírsele piratear a lo largo de la Vía Láctea. Sin embargo... si
la Nave permaneciera aquí, sin elevarse más de una milla del
suelo... el hombre que la utilizara podría convertirse en un
conquistador.
Me quedé asombrado.
—¿Quiere usted decir que Guzan no trataría
de explorar otros planetas?
Rovíc me dirigió una significativa mirada y
comprendí que deseaba quedarse solo. Me escabullí hacía mi
camarote, en la popa.
Antes del amanecer, el capitán estaba
levantado, aleccionando a nuestros hombres. Se hacía evidente que
había adoptado una decisión, y no agradable. Estuvo conferenciando
mucho tiempo con Etien, el cual salió del camarote con aspecto
asustado. Esforzándose en recobrar la confianza en sí mismo, el
contramaestre empezó a gritar a los tripulantes.
Los doce hombres autorizados a visitar la
Nave íbamos a ser Rovic, Froad, Etien, yo y ocho marineros. Todos
nos proveímos de casco, peto y mosquetón. Dado que Guzan nos había
dicho que había un camino hasta la Nave, arrastramos una carrera
hasta el muelle. Etien revisó su contenido. Quedé asombrado al ver
que casi toda la carga eran barriles de pólvora.
—Pero, no vamos a llevarnos el cañón...
—protesté.
—Son órdenes del capitán —gruñó Etien, y me
volvió la espalda.
Después de una ojeada al rostro de Rovic,
nadie se atrevió a preguntarle por qué nos llevábamos aquellos
barriles. Recordé que íbamos a ascender por la ladera de una
montaña. Una carreta llena de pólvora, con una mecha encendida,
enviada contra un ejército hostil, podía ganar una batalla. Pero,
¿acaso Rovic esperaba que se declarasen tan pronto las
hostilidades?
Desde luego, las órdenes que dio a los
marineros y oficiales que habían de permanecer a bordo no sugerían
otra cosa. Mantendrían al Golden Leaper
preparado para una lucha o una huida repentina.
Cuando salió el sol, rezamos nuestras
plegarias matutinas y nos pusimos en camino. Nikum estaba envuelto
en silencio cuando lo cruzamos.
Guzan nos esperaba en el templo. Un hijo de
Iskilip estaba oficialmente a cargo de la expedición, pero el duque
prestó tan poca atención a aquel joven como nosotros. Habla también
un centenar de guardias, con petos escamosos, cabezas afeitadas y
rostros y cuerpos llenos de tatuajes. El sol matinal arrancaba
destellos a las puntas de obsidiana de las lanzas. Contemplaron en
silencio nuestra llegada. Guzan salió a nuestro encuentro. Llevaba
también un peto de piel escamosa, y la espada que Rovic le había
regalado en Yarzik.
—¿Qué llevas en esa carreta?
—preguntó.
—Suministros —respondió Rovic.
—¿Para cuatro días?
—Envía a casa a todos tus hombres, menos a
diez —dijo Rovic fríamente—, y yo enviaré esa carreta a mi
barco.
Sus ojos se entrechocaron como espadas,
hasta que Guzan se volvió y dio sus órdenes. Nos pusimos en marcha,
unos cuantos montalirianos rodeados de guerreros paganos. La selva
se extendía delante de nosotros, hasta el Ulas.
Val Nira andaba entre Rovic y Guzan.
Resultaba incongruente que un hombre tan importante caminara tan
encogido. Tendría que haber andado con aire decidido y arrogante,
luciendo una estrella en la frente.
Durante el día, por la noche cuando
acampamos y al día siguiente, Rovic y Froad le interrogaron
ávidamente acerca de su hogar. Desde luego, lo que dijo fue
fragmentario. Y yo no pude oírlo todo, dado que tenía que ocupar mi
puesto empujando la carreta por aquel infernal y empinado camino.
Los Hisagazy no tenían animales de arrastre, y en consecuencia
hacían poco uso de la rueda y no contaban con caminos adecuados.
Pero aquella noche, lo que oí me mantuvo largo rato
despierto.
¡Ah, grandes maravillas que los poetas no
han imaginado para el País de los Duendes! Ciudades enteras
construidas en una sola torre de media milla de altura. Un cielo
tan brillante, que en realidad no existe la oscuridad después de la
puesta del sol. Alimentos que no crecen en la tierra sino que son
fabricados en laboratorios químicos. El más modesto ciudadano
poseedor de máquinas que le sirven con más humildad y eficacia que
un millar de esclavos... poseedor de un vehículo aéreo con el cual
puede dar la vuelta al mundo en menos de un día..., poseedor de una
ventana de cristal en la cual aparecen imágenes teatrales para su
diversión. Naves mercantes que viajan entre las estrellas, cargadas
con la riqueza de un millar de planetas; desarmados y sin escolta,
ya que no existen piratas, y aquel reino mantiene desde hace mucho
tiempo tan buenas relaciones con las demás naciones que el peligro
de la guerra también ha desaparecido Las razas que componen los
otros países son humanas, aunque poseen la facultad de hablar y
razonar. En el país de Val Nira apenas existe el delito. Cuando
aparece un delincuente, no es colgado, ni siquiera transportado a
ultramar: su mente recibe un tratamiento que le cura del deseo de
violar la ley. Y regresa a su hogar para vivir como un ciudadano
especialmente honrado, ya que todos saben que su conducta será
impecable. En cuanto a la forma de gobierno... Pero aquí perdí el
hilo del discurso. Creo que se trata de una república, pero en la
práctica es un grupo de hombres, elegidos a través de unas
oposiciones, el encargado de velar por el bienestar de los
demás.
Seguramente, pensé, aquello será semejante
al Paraíso.
Nuestros marineros escuchaban con la boca
abierta. El rostro de Rovíc era inescrutable, pero se retorcía el
bigote sin cesar. Guzan, para el cual el relato de Val Nira era
archiconocido, se mostraba más rudo a cada instante. Era evidente
que le desagradaba nuestra intimidad con el anciano y la facilidad
con que captábamos las ideas que nos exponía.
Pero nosotros procedíamos de una nación que
había estimulado desde hacia mucho tiempo la filosofía natural y el
mejoramiento de las artes mecánicas. Yo mismo, en mi corta
existencia, había presenciado el cambio de la rueda hidráulica en
las regiones donde había pocas corrientes de agua por la forma
moderna del molino de viento. El reloj de péndulo fue inventado un
año antes de nacer yo. Había leído muchos romances acerca de las
máquinas voladoras que no pocos hombres habían tratado de
construir. Viviendo en aquella etapa de franco progreso, los
montalírianos estábamos perfectamente preparados para asimilar
conceptos más amplios.
Por la noche, sentado con Froad y Etien
alrededor de una fogata, le expresé algo de esto al sabio.
—¡Ah! —exclamo—. Ahora, la Verdad aparece
sin velos delante de mí. ¿Has oído lo que ha dicho el hombre de las
estrellas? ¿Las tres leyes del movimiento planetario alrededor de
un sol, y la gran ley de la atracción que las explica? ¡Una ley que
puede ser encerrada en una corta frase, y que, sin embargo, puede
mantener ocupados a los matemáticos durante trescientos años!
Miró más allá de las llamas, y de las
fogatas alrededor de las cuales dormían los paganos, y de la oscura
selva, y del furioso volcán que se erguía hacia el cielo. Empecé a
interrogarle. Pero Etien gruñó:
—Déjale en paz, muchacho. ¿No puedes ver
cuando un hombre está enamorado?
Me acerqué un poco más a la estólida y
tranquilizadora masa del contramaestre.
—¿Qué opinas de todo esto? —le pregunté, en
voz baja, ya que la selva susurraba y crujía por todas
partes.
—He dejado de pensar hace algún tiempo —me
respondió Etien—. No soy más que un pobre marinero, y la única
posibilidad que me queda de regresar a mi hogar consiste en seguir
al capitán.
—¿Incluso más allá de las estrellas?
—Tal vez seria menos peligroso que viajar
alrededor del mundo. El anciano juró que su nave era segura, y que
entre las estrellas no existen las tormentas.
—¿Puedes confiar en su palabra?
—¡Oh, sí! Conozco lo suficiente a los
hombres para saber cuándo me encuentro en presencia de uno incapaz
de mentir. No temo a la gente de ese país, del mismo modo que no la
teme el capitán. Excepto en un sentido... —Etien se frotó su
barbudo mentón—. En cierto sentido que no puedo captar del todo,
asusta a Rovic. No teme que aquella gente pueda llegar aquí con la
espada desenvainada; pero hay algo acerca de ella que le
preocupa.
Sentí que el suelo temblaba, aunque
débilmente. Ulas se había aclarado la garganta.
—Parece que estamos desafiando la cólera
divina...
—No es eso en lo que piensa el capitán.
Nunca fue un hombre demasiado piadoso... —Etien bostezó y se puso
en pie. Me alegro de no ser el capitán. Dejemos que él decida
acerca de lo mejor que podemos hacer. Entretanto, tú y yo vamos a
dormir.
Pero aquella noche dormí muy poco.
Rovic, creo, descansó perfectamente. Sin
embargo, al día siguiente me di cuenta de que estaba preocupado. Me
pregunté, por qué. ¿Pensaba acaso que los Hasagazy nos atacarían?
Si era así, ¿por qué se había prestado a realizar la expedición? A
medida que la pendiente se hacía más pronunciada, la tarea de
empujar la carreta se hizo tan pesada que todos mis temores
murieron por falta de aliento.
Sin embargo, cuando llegamos junto a la
Nave, hacia el atardecer, olvidé mi debilidad. Y después de un
aluvión de exclamaciones de asombro, nuestros marineros
permanecieron silenciosos, apoyados en sus picas. Los Hisagazy,
poco habladores por naturaleza, se inclinaron con aspecto asustado.
Sólo Guzan permaneció erguido entre ellos. Observé la expresión de
su rostro mientras contemplaba la maravilla. Era una expresión de
codicia.
La Nave era muy bella.
La recuerdo muy bien. Su longitud —su
altura, mejor dicho, ya que reposaba sobre su cola— era casi igual
a la de nuestra carabela, y su forma semejante a la de la punta de
una lanza. Era de color blanco brillante, un blanco que no había
perdido brillo después de cuarenta años. Pero las palabras no
sirven para describirla. ¿Cómo podría describir la belleza de sus
curvas, la iridiscencia del metal, la alada gracia de su
forma?
Permanecimos inmóviles durante un largo
rato. Noté que mi visión se hacia borrosa, y me froté los ojos,
furioso conmigo mismo por haberme dejado afectar hasta tal punto.
Entonces me di cuenta de que una lágrima se deslizaba por la roja
barba de Rovic. Pero su rostro continuaba impasible. Cuando habló,
se limitó a decir, con voz inexpresiva:
—Vamos, tenemos que acampar.
Los guardias de Hisagazy no se atrevieron a
acercarse a una distancia inferior a varios centenares de metros;
era evidente que la Nave se había convertido para ellos en un ídolo
muy poderoso. Nuestros propios marineros se alegraron de mantener
la misma separación. Pero, cuando se hizo de noche y todo estuvo en
orden, Val Nira nos acompañó a Rovic, a Froad, a Guzan y a mi hasta
la Nave.
Mientras nos acercábamos, una doble puerta
se abrió silenciosamente en el costado de la Nave y una escalerilla
de metal descendió hasta el suelo. Brillando a la luz de Tambur, y
al rojizo reflejo de las nubes iluminadas por el fuego del volcán,
la Nave resultaba ya suficientemente misteriosa. Cuando vi que se
abría como si un fantasma montara guardia junto a la puerta, di
media vuelta y eché a correr. La carbonilla crujió bajo mis botas,
y una ligera brisa llevó hasta mi olfato una bocanada de aire
sulfuroso.
Al llegar al campamento me dominé lo
suficiente como para volver a mirar. La Nave aparecía solitaria en
toda su grandeza. Y me decidí a regresar.
El interior estaba iluminado por unos
paneles luminosos, fríos al tacto. Val Nira explicó que el gran
motor estaba intacto, y que proporcionaba energía apretando una
palanca. Por lo que pude entender de sus palabras, aquello se
conseguía transformando en luz la parte metálica de la sal común...
de modo que no entendí nada, a fin de cuentas. El azogue era
necesario para una parte de los controles, los cuales canalizaban
la energía desde el motor a otro mecanismo que empujaba a la nave
hacia arriba. Examinamos el depósito roto. 'El impacto del
aterrizaje tenía que haber sido enorme, para retorcer y doblar
aquellas paredes tan recias. Y, sin embargo, Val Nira fue protegido
por fuerzas invisibles y el resto de la Nave no había sufrido daños
de importancia. Val Nira cogió una cuantas herramientas, que
llamearon y zumbaron y giraron, y efectuó una demostración de las
operaciones de reparación de las partes afectadas. Evidentemente,
para él no sería problema completar el trabajo... y sólo
necesitaría unos quilos de azogue para que la Nave volviera a
funcionar.
Aquella noche nos mostró otras muchas cosas.
No hablaré de ellas, ya que ni siquiera puedo recordarlas con
claridad. Bastará decir que Rovic, Froad y Zhean pasaron unas
cuantas horas en la Colina de los Duendes.
A Guzan, aunque habla estado allí
anteriormente, como parte de su iniciación, nunca le había sido
mostrada la Nave con tal amplitud. Sin embargo, al contemplarle le
vi menos maravillado que codicioso.
No cabe duda de que Rovic también se dio
cuenta. Habla pocas cosas que pasaran inadvertidas a Rovic. Cuando
salimos de la Nave, su silencio no era producido por el asombro
como el de Froad o el mío. En aquel instante, pensé vagamente que
temía las dificultades que Guzan estaba dispuesto a plantear.
Ahora, mirando hacía atrás, creo que lo que sentía era
tristeza.
Lo cierto es que mucho después de que los
demás estuviéramos durmiendo, Rovic continuó en pie, contemplando
la nave.
Muy temprano, en un frío amanecer, Etien me
sacudió para despertarme.
—Arriba, muchacho —tenemos trabajo. Carga
tus pistolas y prepara tu daga.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —pregunté, medio
adormilado aún. Los acontecimientos de la noche anterior me
parecieron un sueño.
—El capitán no ha dicho nada, pero es
evidente que espera una lucha. Por mi parte, creo que Guzan tiene
el propósito de asesinarnos a todos aquí, en la montaña. Luego
puede obligar al resto de la tripulación a que le conduzca a Giar,
en busca del azogue. El capitán ha ordenado que nos reunamos con él
junto a la carreta.
Después de armarme, recogí un poco de
comida. Sólo Dios sabia cuándo tendría ocasión de volver a comer.
Fui el último en unirme a Rovie. Los indígenas nos contemplaban
torvamente, sin comprender lo que nos proponíamos hacer.
—En marcha, muchachos —dijo Rovic.
Dio sus órdenes. Cuatro hombres empezaron a
arrastrar la carreta por el camino rocoso que conducía a la Nave,
que brillaba entre la niebla matinal. Los demás permanecimos
quietos, con las armas preparadas. Casi inmediatamente, Guzan se
acercó a nosotros, seguido de Val Nira.
Su semblante estaba oscurecido por la
rabia.
—¿Qué es lo que estáis haciendo?
—ladró.
Rovic le miró con frialdad.
—Verás, como pensamos quedarnos aquí durante
algún tiempo, examinando las maravillas que hay a bordo de la
Nave...
—¿Qué? —le interrumpió Guzan—. ¿Qué quieres
decir? ¿No has visto lo suficiente en una visita? Tenemos que
regresar enseguida, y prepararnos para salir en busca de la piedra
que hace volar la nave.
—Puedes marcharte, si quieres —dijo Rovic—.
Yo prefiero quedarme. Y puesto que tú no confías en mí, es justo
que te pague con la misma moneda. Mis hombres permanecerán en la
Nave, que puede ser defendida en caso necesario.
Guzan empezó a gritar, pero Rovic le ignoró.
Nuestros hombres continuaron arrastrando la carreta por el rocoso
suelo. Guzan hizo una seña a sus lanceros, los cuales se acercaron
en una desordenada pero alertada masa. Etien dio una orden. Nos
pusimos en línea de combate, las picas hacia adelante, los
mosquetes apuntando.
Guzan retrocedió. Le habíamos demostrado el
poder de las armas de fuego en su propia isla. Era indudable que
podía vencemos con la fuerza del número, pero a un precio muy
elevado.
—No hay ningún motivo para luchar, ¿no es
cierto? —dijo Rovic—. Me limito a tomar precauciones. La Nave es
algo muy valioso. Puede traernos el bienestar a todos... o el
dominio sobre esta tierra a uno. Hay quienes prefieren esto ultimo.
No te acuso de ser uno de ellos. Sin embargo, como medida de
precaución convertiré la Nave en mi morada y mi fortaleza, mientras
tenga que permanecer aquí.
Creo que en aquel momento me convencí de las
verdaderas intenciones de Guzan. Si de veras hubiera deseado
alcanzar las estrellas, su única preocupación hubiera sido velar
por la seguridad de la Nave. No hubiera agarrado al pequeño Val
Nira entre sus poderosas manos, poniéndolo delante de él, como un
escudo contra nuestro fuego. El furor desfiguró su semblante. Y
gritó:
—¡Entonces, también yo guardaré un
rehén!
Los Hisagazy alzaron sus lanzas y hachas,
pero no parecían dispuestos a seguirnos. Continuamos nuestro camino
hacia la Nave. Froad se acarició la barba pensativo.
—Mi querido capitán —dijo—, ¿cree usted que
van a sitiarnos?
—No le aconsejaría a nadie que se atreviera
a salir solo —respondió Rovic secamente.
—Pero, sin Val Nira para explicarnos las
cosas, ¿de qué nos servirá permanecer en la Nave? Sería preferible
que regresáramos. Tengo que consultar unos textos matemáticos...
debo consultarle al hombre de las estrellas lo que sabe acerca
de...
Rovic le interrumpió dando una orden a tres
hombres, para que ayudaran a levantar una rueda encallada entre dos
piedras. Estaba furioso. Y confieso que su acción me parecía una
locura. Si Guzan intentaba una traición, no ganaríamos nada
inmovilizándonos en la Nave, donde podía sitiarnos hasta que
muriéramos de hambre. Era mejor atacar en campo abierto, con la
posibilidad de abrirnos camino luchando. Y, si Guzan no proyectaba
acabar con nosotros, la actitud de Rovic era una insensata
provocación. Pero no me atreví a hacer preguntas.
Cuando hubimos acercado la carreta a la
Nave, la escalerilla volvió a descender. Los marineros se
detuvieron, aterrorizados. Rovic hizo un evidente esfuerzo para
hablar en tono tranquilizador.
—Vamos, muchachos, no pasa nada. Yo he
estado ya a bordo, y no me ha sucedido nada. Ahora tenemos que
subir la pólvora, tal como se había planeado.
Por mi frágil constitución, no me hallaba en
condiciones de cargar con los pesados barriles, de modo que me
quedé al pie de la escalerilla para vigilar a los Hisagazy.
Estábamos demasiado lejos para captar sus palabras, pero vi que
Guzan se encaramaba a un peñasco y les arengaba. Los guerreros
agitaron sus armas en nuestra dirección y lanzaron unos gritos
salvajes. Pero no se atrevieron a atacarnos. Me pregunté en qué
pararía todo aquello. Si Rovic había previsto que iban a sitiarnos,
esto explicarla por qué había llevado tanta pólvora... No, no lo
explicarla, ya que había allí más pólvora de la que una docena de
hombres podían gastar disparando sus mosquetes durante varias
semanas, suponiendo que tuvieran el plomo suficiente. Y, además, no
teníamos provisiones. Miré hacia la cima del volcán, envuelto en
nubes rojizas, y me pregunté qué clase de demonios morarían aquí
para apoderarse de la voluntad de los hombres.
Me sobresalté al oír un grito indignado
procedente del interior de la nave. ¡Froad! Estuve a junto de
trepar por la escalerilla, pero no me moví, recordando mi
obligación. Oí que Rovic le ordenaba que bajara, y apremiaba a los
tripulantes para que se dieran prisa en subir la pólvora. Froad y
Rovic habían estado hablando en la cabina del piloto durante más de
una hora. Cuando el anciano salió, ya no protestaba. Pero, mientras
descendía la escalerilla, me di cuenta de que estaba
sollozando.
Rovic le siguió, con el semblante más hosco
que yo había visto en un hombre hasta entonces. Los marineros
continuaron su tarea, aunque de cuando en cuando dirigían inquietas
miradas hacia el campamento Hisagazy. Para ellos, la Nave era una
cosa extraña e inquietante. Al fin terminaron su trabajo. Etien fue
el último en bajar.
—¡Formen en cuadro! —ladró Rovic. Los
hombres se colocaron en posición—. Vosotros, Froad y Zhean, podéis
ir dentro del cuadro. En caso necesario, ayudaréis a cargar los
mosquetes.
Tiré de la manga a Froad.
—Por favor, maestro, ¿qué ha sucedido?
Pero el anciano sollozaba demasiado para
poder contestar.
Etien se inclinó, con acero y pedernal en
sus manos. Oyó mi pregunta —ya que reinaba un espantoso silencio a
nuestro alrededor—, y contestó, con voz endurecida:
—Hemos colocado barriles de pólvora
alrededor del casco de la Nave, unidos por regueros. Y voy a
prenderles fuego.
La idea era tan monstruosa, que no pude
hablar, ni si quiera pensar. Desde algún lugar remoto, oí el
chasquido de la piedra sobre el acero en los dedos de Etien, le oí
soplar y añadir:
—Una buena idea. Dije que seguirla al
capitán sin ningún temor... pero ojalá no hayamos ido demasiado
lejos.
—¡De frente! ¡Marchen! —rugió Rovic, alzando
su espada.
El pelotón emprendió un rápido avance. No
miré hacia atrás. No pude hacerlo. Estaba sumergido en una especie
de pesadilla. Puesto que Guzan había avanzado para interceptarnos
el paso, nos dirigimos directamente hacia su tropa. Cuando llegamos
al límite del campamento e hicimos un alto, Guzan avanzó unos
pasos. Val Nira le seguía, temblando. Ollas palabras
vagamente:
—¿Qué pasa ahora, Rovic? ¿Estás dispuesto a
regresar?
—Sí —dijo el capitán. Su voz era
inexpresiva—. Estoy dispuesto.
Guzan le miró con aire suspicaz.
—¿Qué has dejado detrás de ti?
—Alimentos. Vámonos ya.
Val Nira contempló las crueles formas de
nuestras picas. Se humedeció los labios unas cuantas veces antes de
poder balbucir:
—¿Qué estás diciendo? No hay ningún motivo
para dejar alimentos allí. Se echarían a perder antes de... antes
de...
Se interrumpió, mientras miraba a Rovic a
los ojos. Palideció intensamente.
—¿Qué es lo que has hecho? —susurró.
Repentinamente, la mano libre de Rovic se
alzó, para cubrir su rostro.
—Lo que debía dijo, en tono cansado.
El hombre de las estrellas nos contempló
unos instantes más. Luego se volvió y echó a correr. Cruzó entre
los atónitos guerreros, en dirección a su nave.
—¡Alto! —gritó Rovic—. Es una
locura...
Tragó saliva y contempló la diminuta y
tambaleante figura que corría hacia la Nave.
Guzan profirió una maldición en voz baja.
Levantó su espada y avanzó hacia Rovic.
—¡Dime lo que has hecho, o te mato ahora
mismo! —exclamó.
No prestó la menor atención a nuestros
mosquetes. También él había tenido sueños, e intuía que en aquel
momento estaban a punto de desvanecerse.
Los vio desvanecerse cuando estalló la
Nave.
Ni siquiera aquella recia estructura
metálica era capaz de resistir a una carreta de pólvora
cuidadosamente colocada y estallando al mismo tiempo. Se produjo
una explosión que me arrojó al suelo, y el casco de la Nave se
partió en dos. Trozos de metal calentados al rojo zumbaron a través
de la ladera. Vi a uno de ellos chocar contra un peñasco y hacerlo
trizas. Val Nira desapareció, destruido con demasiada rapidez para
ver lo que había sucedido. Dios fue misericordioso con él. A través
de las llamas y del humo que siguieron, vi caer la Nave. Rodó
ladera abajo, haciendo retemblar la montaña, hasta que el polvo
ocultó el cielo.
No me atrevo a recordar nada más.
Los Hisagazy emprendieron la huida. Debieron
de creer que el infierno había invadido la tierra. Guzan no se
movió. Cuando reaccionó, un instante después, saltó sobre Rovic. Un
mosquetero levantó su arma. Etien volvió a hacerla bajar de un
manotazo. Permanecimos inmóviles, contemplando cómo luchaban los
dos hombres, comprendiendo vagamente que tenían derecho a dirimir
sus cuentas de un modo personal. Las espadas centelleaban al
entrechocar. Por último prevaleció la habilidad de Rovic. Atravesó
la garganta de Guzan.
Dimos sepultura al duque e iniciamos el
descenso a través de la selva.
Aquella noche, los guardias reunieron el
valor suficiente para atacarnos. Nos ayudamos con nuestros
mosquetes, pero utilizamos principalmente espadas y picas. Nos
abrimos camino a través de ellos porque no teníamos otro lugar
adonde ir que no fuera el mar.
Cuando llegamos a Nikum, todas las fuerzas
que Iskilip habla podido reunir estaban sitiando al Golden Leaper y esperando para oponerse a la
entrada de Rovic. Formamos de nuevo el cuadro, y cargamos. La vista
de nuestra nave nos habla hecho irresistibles. Pero con todo,
dejamos a seis hombres sobre el rojizo fango de aquellas calles.
Cuando los que habían quedado en la carabela se dieron cuenta de
nuestra llegada, empezaron a bombardear la ciudad con el cañón. Los
techos de madera se incendiaron, y esto distrajo al enemigo y nos
permitió llegar a la nave.
Valientes hasta el fin, los Hisagazy
arrimaron sus canoas a nuestro casco, donde no podían alcanzarles
los disparos de nuestro cañón. Haciendo escalera con sus hombros,
trataron de trepar a bordo. Un pequeño grupo lo consiguió, y
tuvimos que luchar para expulsarles de la cubierta. Allí fue donde
recibí la herida en el cuello que todavía hoy sigue
molestándome.
Pero, conseguimos salir del fiordo. Soplaba
un fresco viento del este. Con todas las velas desplegadas, dejamos
atrás al enemigo. Contamos nuestros muertos, vendamos nuestras
heridas, y dormimos.
Al amanecer del día siguiente, el dolor de
mi herida me despertó. Comprendí que no podría seguir durmiendo y
subí al puente de mando. El cielo estaba despejado. El viento había
amainado. El mar estaba tranquilo. Permanecí una hora allí,
acariciado por la fresca brisa del alba que mitiga el dolor.
Cuando oí pasos detrás de mí, no me volví.
Sabía que eran los de Rovic. Permaneció a mi lado largo rato, sin
hablar, con la cabeza descubierta. Me di cuenta de que sus cabellos
empezaban a grisear.
Al fin, sin mirarme, dijo:
—Antes de que ocurriera todo aquello, hablé
con Froad. Se disgustó mucho, pero reconoció que era lo único que
podía hacerse. ¿Te ha hablado de ello?
—No —respondí.
—Ninguno de nosotros tiene demasiados deseos
de comentarlo —dijo Rovic.
Y al cabo de un rato:
—No temía que Guzan o cualquier otro
pudiera apoderarse de la nave y tratara de convertirse en un
conquistador. Los hombres de Montalir somos perfectamente capaces
de entendérnoslas con tales rufianes. Tampoco temía a los moradores
del país de Val Nira. Es muy posible que aquel pobre viejo dijera
la verdad. Nunca nos hubiesen causado daño... voluntariamente. Nos
hubieran traído valiosos regalos, y nos hubieran enseñado sus
propias artes, y nos hubieran conducido a visitar todas sus
estrellas.
—Entonces... ¿por qué? —inquirí.
—Algún día, los sucesores de Froad
resolverán los enigmas del universo —dijo—. Algún día, nuestros
descendientes construirán su propia Nave, y viajarán hacia los
destinos que deseen.
La espuma chocaba contra el puente
humedeciendo nuestros cabellos. Saboreé la sal en mis labios.
—Entretanto —dijo Rovic—, navegaremos por
los mares de este mundo, y andaremos por sus montañas, hasta que
lleguemos a dominarlos y a comprenderlos. ¿Te das cuenta, Zhean?
Eso es lo que la Nave nos hubiera robado.
Entonces, también yo fui capaz de llorar. El
capitán Rovic apoyó una mano en mi hombro y la dejó descansar allí
mientras el Golden Lea per, con todas
las velas desplegadas, avanzaba hacia el oeste.