12

«Encuentre a Albert Cole —le había dicho Pitt a Tellman—. Vivo o muerto. Si está vivo, averigüe por qué desapareció de su habitación y de Lincoln’s Inn Fields; si está muerto, cómo murió, de manera natural o provocada. Si lo asesinaron, quién, por qué y cuándo. Y dónde».

Tellman había reaccionado con sarcasmo, interesándose por el motivo de que Pitt se hubiera molestado en desplazarse hasta Kew y por la improbable relación que pudiera existir entre el caso y un orfanato administrado de manera muy satisfactoria.

Pitt no había sabido responder. Mientras Tellman emprendía su búsqueda, él había seguido investigando los movimientos de Cadell. ¿Podía ser que hubiera transportado personalmente el cadáver de Slingsby desde Shoreditch? Si la respuesta, como todo indicaba, era negativa, ¿quién lo había hecho? Pitt también había informado a Tellman de que pensaba visitar a la viuda de Cadell, interrogar al ayuda de cámara y el cochero y averiguar si ese cabo le permitía seguir la pista de Cadell hasta Shoreditch.

Tellman recibió las órdenes y en el fondo no le desagradaban. El suicidio le parecía una manera frustrante de cerrar un caso. Consideraba que quedaban demasiados cabos sueltos. Probablemente no llegaran a saber el motivo de que alguien como Leo Cadell arriesgara todo lo que tenía, que era mucho: una fortuna y una felicidad que Tellman no podía ni soñar… a pesar de que en los últimos tiempos se hubiera introducido cierta dosis de felicidad en sus sueños. Se puso rojo al pensarlo.

Él, sin embargo, no pretendía entender a Cadell como persona, sino los hechos del caso, los detalles lógicos y materiales, y encontrar a Albert Cole formaba parte de ellos. Emprendió la búsqueda con profunda determinación.

Pitt abordó la tarea de averiguar cómo había sido desplazado de Shoreditch a Bedford Square el cadáver de Slingsby, pero sobre todo por quién. Empezó, naturalmente, por Cadell. Como estaba muerto, el Ministerio de Asuntos Exteriores no lo protegería tanto como hasta entonces.

No tuvo demasiadas dificultades en reconstruir los movimientos de Cadell el día antes del hallazgo del cadáver: una jornada de trabajo repartida entre su despacho y diversas reuniones con funcionarios de la embajada alemana. A la hora en que Slingsby y Wallace se peleaban en Shoreditch, Cadell estaba en plenas negociaciones con el propio embajador teutón.

Claro que podía haber ido a Shoreditch de madrugada, suponiendo que alguien se hubiera llevado de la calle el cadáver de Slingsby y lo hubiera ocultado en un lugar seguro y conocido por Cadell. La hipótesis daba por sentadas muchas cosas, entre ellas que Slingsby hubiera sido asesinado premeditadamente y que Wallace hubiera conspirado con Cadell a ese fin porque Slingsby se parecía a Albert Cole.

¿De qué se conocían Cadell y un rufián como Wallace?

Pitt aceleró el paso por la acera abarrotada de vendedores, empleados, recaderos y turistas. Debía hablar con Wallace antes de que fuera juzgado, y sin duda ejecutado. ¿Por qué al hablar con Tellman no se había confesado culpable de mover el cadáver? La sentencia no cambiaría mucho por decir que no había sido una agresión premeditada, sino una pelea. En ambos casos lo ahorcarían.

¿Acaso confiaba en que lo juzgaría Dunraithe White… y sería absuelto? ¿Era el motivo de que White se contara entre las víctimas?

¿Y qué sentido tenía matar a alguien para que recayeran las sospechas sobre Balantyne? ¿Por qué no bastaba con chantajearlo por el incidente de Abisinia? ¿Qué se le pedía al general que no se les pidiera a los demás?

Casi corría. Movió los brazos para detener un coche, y al subir gritó al cochero:

—¡A la cárcel de Newgate!

Sintió el impulso del vehículo, que lo arrojó contra el asiento.

Cuando llegaron a Newgate, Pitt había cambiado de planes. Se inclinó hacia la cabina, dio unos golpes y exclamó:

—¡Perdone! ¡Olvídese de Newgate y lléveme a Shoreditch!

El cochero masculló algo ininteligible (lo cual quizá fuera una suerte) y cambió de dirección con una maniobra brusca.

Pitt empezó por la taberna donde Tellman decía que habían empezado a pelearse Wallace y Slingsby. Después habló con los asiduos de la zona y tuvo que desprenderse de bastantes monedas para fomentar la memoria y la buena voluntad. Al término del día no tenía nada que pudiera servir de prueba delante de un tribunal, pero estaba casi seguro de que Wallace podía haber vuelto media hora después del crimen y haberse llevado el cadáver de Slingsby. Lo que estaba claro era que el cadáver había desaparecido en ese margen de tiempo. Nadie tenía constancia de que lo hubiera movido otra persona, y prevalecía la opinión de que Wallace había solucionado él sólito su problema. Habían supuesto que estaría en el río, pero sólo porque era la manera más evidente de librarse de él. Jamás se les habría ocurrido coger un carro y llevar el cadáver a Bedford Square, porque era una idea descabellada y sin sentido.

Como último paso, lo mejor era enterarse de si se había producido el préstamo o robo del vehículo en cuestión.

Gracias a un poco más de generosidad, y a cierto número de amenazas y promesas, consiguió averiguar que un tal Obadiah Smith había sufrido la molesta sustracción (o eso decía) del carro donde transportaba la verdura. Se lo habían devuelto a la mañana siguiente.

Se marchó de Shoreditch eufórico. Ya no valía la pena ir a Newgate. Seguro que Wallace lo negaba, pero Pitt estaba convencido de que había asesinado a Slingsby con la intención de mover su cadáver y depositarlo en el umbral del domicilio de Balantyne con la caja de rapé y el recibo de los calcetines en el bolsillo. Quizá el segundo artículo hubiera sido obtenido por el propio Wallace, haciéndose pasar por Cole. Todo se había hecho siguiendo instrucciones de Cadell. Sería muy satisfactorio ver la cara de Wallace cuando se enterara de que Cadell había muerto y ya no podría ayudarlo.

Pero ¿por qué Slingsby y no el auténtico Cole? ¿Dónde estaba éste? ¿Qué éxito tenía Tellman en su búsqueda?

Esa misma tarde, a los veinte minutos de que Pitt llegara a casa, Tellman le dio un parte que no tenía nada positivo que ofrecer. Se sentaron casi a oscuras alrededor de la mesa de la cocina. Charlotte había preparado una buena tetera, y Gracie ni siquiera fingía pelar patatas o judías verdes. No pensaba dedicarse a nada de ello cuando había cosas tan importantes de que hablar.

—Nadie tiene ni idea —dijo Tellman a la defensiva—. Puede haberse ido a cualquier lugar. No se le conoce ningún pariente. Hasta podría tener familia en Gales, o Escocia.

—En la hoja de servicios debe de constar su procedencia —señaló Pitt.

Tellman se ruborizó, furioso consigo mismo por no haber pensado en ello.

—Seguro que si lo seguían no volvió —dijo Gracie para defenderlo—. Si nosotros podemos averiguarlo, seguro que ellos también. Es lógico, ¿no? —Miró primero a Pitt, después a Tellman y otra vez a Pitt—. Se habría marchado a donde no lo conociera nadie. Yo lo haría.

—¿Por qué iban a seguirlo? —preguntó Pitt—. Que sepamos no hizo nada malo ni sabía nada.

—¿Qué otra razón tenía para largarse? —preguntó ella razonablemente—. Por lo que dice usted, tenía un buen trabajo y una buena habitación. A nadie se le ocurre abandonarlo todo si no tiene algo mejor o hay alguien que le siga.

—Un poco raro, ¿no? —dijo Tellman a regañadientes, dedicando a Gracie una fugaz mirada de gratitud. Se notaba que no quería hacerle el desaire de pagar el favor con una crítica a su razonamiento, pero que no tenía alternativa—. ¿Un desconocido sigue a Cole justo el día antes de que al pobre Slingsby lo mate alguien que quiere que lo confundan con Cole?

—¡Exacto! —Pitt dio un puñetazo en la mesa. De repente lo veía todo claro—. Primero fueron a por Cole; quisieron matarlo, pero fallaron y se les escapó. Quizá fuera mejor soldado de lo que creían, un experto en la lucha cuerpo a cuerpo —dijo, entusiasmado—. Huyó, pero sabía que volverían a intentarlo y esta vez con un navajazo en la espalda o un disparo, conque puso pies en polvorosa y desapareció. De momento no importa saber dónde; lejos de Londres, en algún lugar donde no se les ocurriera buscarlo. —Se volvió hacia Gracie—. Es lo que has dicho tú: conocen su historial militar, que es la razón de que lo persiguieran. Por lo tanto nunca se le habría ocurrido volver a ningún lugar con el que pudiera ser relacionado. —Miró fijamente a sus compañeros de mesa—. Por eso no hemos podido encontrarlo… ni podremos, sospecho.

—Y encontraron a alguien que se le parecía —dijo Charlotte, tomando el hilo del razonamiento—. La caja de rapé ya la tenían; en cuanto al recibo de los calcetines, o lo robaron o lo falsificaron.

—Lo segundo —intervino Tellman—. Es muy fácil: vas, compras tres pares, procuras que se fijen en ti y haces algún comentario sobre que has sido soldado y que es muy importante tener los pies en buen estado. El vendedor se acordaba bien de todo menos de su cara.

—¿Quiénes son? —preguntó Charlotte, meneando la cabeza como brusco regreso de la lógica a la emoción—. Cadell… si no hay más remedio… y ¿quién más? ¿Ernest Wallace? —Se mordió el labio con una expresión incrédula—. Sigo sin poder aceptarlo. —Miró a Pitt, y después a Tellman—. No habéis encontrado ninguna explicación de que de repente le hiciera falta dinero, ni lo habéis relacionado con ningún plan para invertir en África o cualquier otra región. La tía Vespasia dice que no era de esa clase de personas.

Pitt suspiró y le cubrió la mano con una de las suyas.

—Es normal que no quiera pensarlo, pero ¿qué alternativa hay?

—Que el culpable sea otra persona —contestó ella, pero sin el tono de certeza que le habría gustado adoptar—. Se suicidó porque… no lo sé. Estaba tan afectado por el chantaje que no le quedaban fuerzas para seguir.

—¿Y confesó sabiendo lo que le pasaría a su familia? —dijo Pitt amablemente—. ¿A Theodosia? Tienen hijos mayores, un hijo y dos hijas. ¿Has visto el partido que le han sacado al escándalo Lyndon Remus y el resto de la prensa? A su lado, el pobre Gordon-Cumming palidece.

—Señal de que no lo hizo —dijo ella con desesperación—. Debieron de asesinarlo.

—¿Quién? —preguntó su marido—. Aparte de los criados no entró ni salió nadie, y las entradas estaban vigiladas.

Charlotte apartó la mano y cerró los puños.

—Sigo negándome a creerlo. Hay algo que no sabemos…

—¿Algo? Mucho —dijo él con mordacidad, haciendo el recuento con los dedos—. No sabemos por qué Cadell quería o necesitaba dinero; por no saber, no sabemos ni si era el objetivo del chantaje. Tampoco sabemos por qué eligió precisamente a los demás miembros del comité del orfanato del club Jessop. Seguro que conocía a muchas más personas y que podría haber creado una telaraña de miedo a base de ficciones y tergiversaciones. Otra cosa que no sabemos: cómo conoció a Ernest Wallace y por qué se fiaba de él.

—Tampoco sabemos por qué Wallace mintió y sigue mintiendo para protegerlo —añadió Tellman.

—Eso sí lo sabemos —contestó Pitt—, o podemos deducirlo: está en Newgate y no se ha enterado de la muerte de Cadell. Seguro que espera que Cadell presione a Dunraithe White y haga que lo absuelvan. Tampoco sabe que White acaba de renunciar a la judicatura.

—Pues díselo —intervino Charlotte—. Quizá le ayude a concentrarse. Que sepa que está completamente solo y que lo han abandonado todos: Cadell ha huido a su manera, dejando que lo ahorquen… únicamente a él.

—¿Qué más da que te ahorquen solo o en compañía? —dijo Gracie, asqueada—. No creo que cambie la sensación. Lo ahorcarán igual, porque mató a Slingsby.

Pitt se levantó.

—De todos modos iré a verlo.

—¿Ahora? —exclamó Charlotte—. Son las seis y media.

—A las nueve estaré en casa —prometió su marido, yendo hacia la puerta—. Tengo que hablar con él.

Pitt tenía aversión a las cárceles. Los muros lo agobiaban con el sufrimiento gris de tantas vidas malgastadas y llenas de rabia. Parecía que las piedras supuraran falta de esperanza; el eco de sus pasos, sumados a los del celador (a quien seguía), parecía multiplicarse, como si lo precedieran y siguieran reclusos invisibles, fantasmas que jamás escaparían.

Faltaban una o dos semanas para el juicio de Ernest Wallace. Lo trajeron a la salita donde lo esperaba Pitt. Su aspecto era menudo y compacto, y su expresión de suficiencia encubría un rencor metido hasta los huesos, fruto de toda una vida. Miró a Pitt sin que se advirtiera ningún miedo en sus ojos. Parecía divertido por el hecho de que el superintendente hubiera ido a Newgate sólo para verlo. Tomó asiento al otro lado de la mesa de madera, sin que se lo ofrecieran. El celador, hombre de torso robusto y cara de desinterés, se quedó al lado de la puerta. Ni Pitt ni el preso podían decir nada que no hubiera oído mil veces.

Pitt formuló su primera pregunta con un tono próximo a la familiaridad.

—¿Adónde fue después de la pelea con Slingsby?

Wallace ocultó su posible sorpresa.

—No me acuerdo —contestó—. ¿Ahora qué más da?

—¿Por qué se pelearon?

—Ya se lo dije al otro poli: porque me quitó algo que no era suyo. Yo intenté recuperarlo, me dio de puñetazos y se los devolví. Lógico. Tengo derecho a defenderme. —Lo dijo con cierta satisfacción, sosteniendo la mirada de su interrogador.

En aquella sala fétida que olía a desesperación, Pitt vio confirmada su sospecha de que Wallace esperaba que el chantajista ejerciera presión sobre el juicio y obligara a absolverlo, al menos de la acusación de asesinato.

—¿Y salió corriendo al ver que lo había matado?

—¿Qué?

—Que si huyó.

—Sí. Es que estaba seguro de que no me creería ningún poli, y ¿a que tenía razón? Si no no estaría aquí acusado de asesinato. Se habrían dado cuenta de que sólo me defendía de alguien más alto que yo, y con muy malas pulgas. —Casi sonreía.

—¿Y Albert Cole? —dijo Pitt a bocajarro—. ¿También está muerto?

Wallace permaneció impasible, pero no pudo evitar que se le pusiera blanca la cara. Contrajo involuntariamente las manos, que había colocado encima de la mesa como muestra de lo relajado que estaba.

—¿Quién?

—Albert Cole. —Pitt sonrió—. El que se parecía tanto a Slingsby que al encontrar el cadáver los confundimos. Slingsby llevaba en el bolsillo un recibo de Cole.

Wallace sonrió enseñando los dientes.

—¡Ah, sí! Menudo follón se armaron ustedes, ¿eh?

—Por el recibo —explicó Pitt—, y por el abogado de Lincoln’s Inn Fields que lo identificó. Claro que Cole ha desaparecido.

Wallace fingió sorpresa.

—¿Sí? ¡Vaya por Dios! Qué sorpresas da la vida, ¿eh? —Se divertía, y quería hacérselo saber a Pitt.

—Muchas —asintió éste—. Le voy a decir una cosa: creo que no puede explicarme adónde fue después de matar a Slingsby porque volvió en pocos minutos y cuando ya era de noche subió el cadáver a un carro de verduras que había tomado «prestado». Lo llevó a Bedford Square y lo dejó en el umbral de la casa del general Balantyne, siguiendo instrucciones.

Wallace estaba tenso, con la musculatura de los hombros contraída; se le marcaban los tendones del cuello pero no desvió la mirada.

—¿Usted cree? Da igual, porque no puede demostrarlo. Yo digo que lo maté porque se me echó encima, y que luego salí corriendo porque tenía miedo de que la poli no me creyera. —Su voz tomó un sesgo burlón—. Ahora me arrepiento. No volveré a cometer el mismo error.

—Hablando de jueces —observó Pitt sin alterarse—, Dunraithe White ha renunciado a la judicatura.

Wallace puso cara de perplejidad.

—¿Tendría que conocerlo?

Pitt quedó afectado, pero disimuló.

—Quizá no. Se me había ocurrido que podía juzgar el caso.

—Si ya no es juez lo veo difícil.

Pitt asestó el golpe que tenía reservado.

—Y otra noticia que quizá no haya llegado hasta aquí dentro: ha muerto Leo Cadell.

Wallace no se movió.

—Se suicidó —añadió Pitt— después de confesarse culpable de chantaje.

Wallace abrió los ojos desmesuradamente.

—¿De chantaje? —dijo, y Pitt habría jurado que estaba sorprendido.

—Sí. Está muerto.

—Ya, ya lo ha dicho. ¿Qué más? —Miró a Pitt con los ojos muy abiertos, en nada nervioso. Persistía en sus labios la sonrisa de antes, y no era la mueca atroz de quien ve alejarse su última esperanza, sino la expresión satisfecha de alguien que tiene plena confianza en sí mismo, aunque acabe de oír una noticia sin entenderla del todo.

El confuso fue Pitt. Se le escapaban de las manos la razón y la esperanza.

Wallace lo notó, y se le ensanchó la sonrisa hasta comunicarse a su mirada.

Pitt sufrió un acceso de ira y le entraron ganas de pegarle. Prefirió levantarse y anunciar el final de la entrevista al celador, para no delatar todavía más su derrota. Salió de la cárcel, gris y asfixiante, sumido en la mayor perplejidad.

—¿Qué pasa? —quiso saber Charlotte cuando entró en la cocina.

Debían de haberle oído caminar por el pasillo, porque los encontró sentados alrededor de la mesa y mirándolo. Ni siquiera se había quitado las botas. Tomó asiento, y Gracie le sirvió automáticamente una taza de té.

—Le conté mi teoría de que había vuelto para llevar el cadáver hasta Bedford Square —contestó él—, y vi que se ponía nervioso.

Tellman asintió.

—Después le dije que Dunraithe White ya no es juez —añadió Pitt—, y no ha reaccionado.

—Porque no lo conoce de nombre —explicó Charlotte—. Sólo sabe que el chantajista tenía dominado a un juez.

—Luego le conté que Cadell estaba muerto —terminó Pitt, sosteniendo sus miradas de expectación—, pero le importó un comino.

—¿Qué? —Tellman quedó boquiabierto de incredulidad.

—No puede ser —dijo Charlotte—. Seguro que se conocían. Es imposible que sólo se comunicaran por carta. —Abrió mucho los ojos—. ¿O quieres decir que no fue Cadell?

—No sé lo que digo —reconoció él—. Sólo sé que no entiendo nada.

Hubo un largo silencio. El agua puesta a hervir silbó con una nota cada vez más estridente, y Gracie se levantó para apartarla del fuego.

Pitt bebió un sorbo de té con gran alivio. No se había dado cuenta de la sed que tenía, ni del ansia por quitarse de la boca el regusto del aire de la cárcel.

Charlotte se puso un poco roja.

—El general Balantyne estaba preocupado por la financiación del orfanato de Kew… —dijo ligeramente avergonzada.

—Fui y repasé a fondo las cuentas —contestó él—, pero consta hasta el último penique. También vi a los niños y están sanos, bien vestidos y bien alimentados. Además, a Balantyne le parecía que recibían poco dinero, no demasiado.

—¡Pues qué novedad! —dijo Gracie, mordaz—. No conozco ningún orfanato que ande bien de dinero, y menos que tenga demasiado. La verdad, tampoco recuerdo ninguno que tenga fama de alimentar y vestir a los niños como Dios manda. Perdone, señor Pitt, pero creo que le tomaron el pelo. Seguro que eran los hijos del director, no los huérfanos.

—Imposible —dijo Pitt—, porque vi a más de veinte niños.

—¿Veinte? —Gracie no se lo creía.

—Como mínimo. Quizá unos veinticinco —afirmó él.

—¿En un orfanato?

—Sí.

—Pues ¿qué tamaño tiene? Serán un par de casitas.

—Es un edificio muy grande. Calculo que originalmente debía de tener más de diez dormitorios.

Gracie lo miró con paciencia.

—Lo dicho: le tomaron el pelo. En una casa tan grande tendrían como mínimo cien niños, diez por habitación más los adultos que los cuidan.

—Había muchos menos.

Pitt recordó las salas luminosas que había visto, cierto que sólo dos o tres, pero elegidas al azar; Horsfall, por otro lado, se había mostrado dispuesto a enseñarle todo lo que quisiera.

—Pues ¿dónde estaba el resto? —preguntó Gracie.

—No había más —contestó Pitt, frunciendo el entrecejo—, y el dinero estaba calculado para los que había. Era el que hacía falta para darles de comer, vestirlos y tener la casa caldeada y limpia.

—Entonces no sería mucho —dijo Gracie con desdén—. Con pan, patatas y salsa, la comida de un huérfano sale a unos peniques al día. Les ponen ropa vieja o reformada. En Seven Dials se consigue una montaña por un chelín, y las botas igual. Los pocos que encuentran familia seguro que dejan la ropa. Lo que le va estrecho a un crío se lo queda otro más pequeño.

—¿Qué quieres decir? —Charlotte se volvió hacia ella con los ojos muy abiertos, oscurecidos por la penumbra. La luz de gas era un parpadeo amarillo en la pared.

—Puede que sean muy eficaces en colocar a los niños —dijo Tellman—. Si los educaran un poco podrían aprender alguna profesión, ser útiles…

—Usted vive en las nubes, ¿no? —dijo Gracie, sacudiendo la cabeza—. No hay nadie que coloque tan rápido a los huérfanos. ¿A quién le interesa tener más bocas que alimentar en la época que estamos? A menos que trabajen.

—Eran pequeños —señaló Pitt—. De los que vi había pocos que pasaran de los tres o cuatro años.

La mirada de Gracie se llenó de rabia y compasión.

—¿Cree que los niños de tres o cuatro años no pueden trabajar? Pues yo le digo que sí, y algunos, pobres, se desloman, con la ventaja de que ni contestan mal ni se escapan. Están demasiado asustados y no tienen a nadie. Los explotan hasta que se hacen mayores o se mueren.

—No trabajaban —dijo Pitt—. Estaban contentos y sanos. Jugaban.

—Hasta que los coloquen —contestó Gracie—. Es buen negocio. Los niños sanos dan mucho dinero, sobre todo teniendo un suministro regular.

Charlotte empleó una palabra que habría escandalizado a su madre, y la pronunció con un suspiro de horror.

Tellman miró a Gracie con contrariedad.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque sé lo que les pasa a los niños que no tienen a nadie que los cuide —dijo ella sombríamente—. Le pasó a una amiga mía que vivía en la misma calle que yo. A su madre la mataron, y a su padre lo ahorcaron. La enviaron a un orfanato con sus hermanos. Fui a verla cuando había pasado un año y la habían mandado a recoger estopa, y a sus hermanos al norte, a la mina.

Charlotte ocultó la cara entre las manos.

—¿Es necesario que lo sepa la tía Vespasia, Thomas? No lo aguantaría. Si se enterara de que Cadell hacía eso se le partiría el corazón.

—Todavía no sé si es verdad —contestó él. Era una evasiva. En el fondo estaba seguro. Se trataba de un secreto cuya ocultación justificaba un chantaje. Por eso Brandon Balantyne había sido elegido como víctima de la peor amenaza, y hasta de la destrucción: por haber hecho demasiadas preguntas. Después de lo de Devil’s Acre, quizá resultara muy difícil silenciarlo. Por eso todos los miembros del comité del orfanato eran víctimas. Su elección no tenía nada de aleatoria ni de oportunista.

Charlotte no se molestó en discutir, porque conocía demasiado a su marido. Tellman y Gracie guardaron silencio.

—Mañana —dijo Pitt—. Mañana iremos a Kew.

Pitt y Tellman llegaron al orfanato a media mañana. El día, caluroso y sin viento, ya resultaba sofocante a las diez, hora en que emprendieron el ascenso de la suave cuesta que llevaba a la casa.

Tellman contrajo la cara por el exceso de luz y observó el edificio, apretando los labios de manera inconsciente. Pitt sabía que el inspector guardaba en su memoria las hirientes palabras de Gracie. Tomó aliento como si quisiera hablar, pero no dijo nada. Se acercaron en silencio a la puerta principal.

La abrió una niña de unos once años, feúcha y con el pelo lacio.

—¿Qué desean? —preguntó.

—Queremos ver al señor Horsfall —dijo Pitt, con una rotundidad que impedía cualquier negativa.

Dentro de la casa había un niño que corría imitando un caballo al galope, seguido por otro que reía. Los dos se metieron por un pasillo que confluía en ángulo recto con el que llegaba hasta la puerta. Se oyó un chillido.

Pitt sintió crecer la rabia, tal vez sin motivo. ¿Y si Gracie se equivocaba? Había demasiado dinero para los pocos niños que había visto él, pero quizá hubiera más en otro lugar. ¿Y si era cierto que Horsfall les encontraba familias? ¿Y si se vivía un momento de escasez de huérfanos y abundancia de familias sin hijos?

—Ahora mismo, por favor —añadió ante el aspecto dubitativo de la niña.

—Sí, señor —dijo ella, obediente, mientras abría más la puerta—. Esperen en el salón e iré a buscarlo.

Los condujo a una sala acogedora, que Pitt ya conocía. La oyeron alejarse por el suelo de madera del pasillo. Como estaban demasiado tensos para sentarse, se quedaron de pie.

—Espero que no huya —dijo Tellman con recelo—. ¿Usted qué cree?

A Pitt también se le había ocurrido, pero Horsfall ya no tenía motivos para temer nada.

—Que entonces ya lo habría hecho al suicidarse Cadell.

—¿Sabe algo? —Tellman apretó los labios y frunció el entrecejo—. Y en ese caso ¿por qué se queda? ¿Hereda el orfanato? ¿Y el dinero? ¿Adónde va el dinero? ¿Por qué lo dividía con Cadell? ¿Usted cree que Cadell era el propietario de la casa?

Eran, de nuevo, ideas que Pitt ya había tenido, junto con otras más preocupantes. Guardaba en su memoria la expresión satisfecha de Wallace al recibir la noticia de que Dunraithe White había renunciado a la judicatura, y hasta la de la muerte de Cadell.

La impasibilidad de Wallace respecto a White podía tener dos explicaciones: desconocimiento de la implicación del juez en el caso (y, por lo tanto, que su renuncia no significara nada para el preso) o seguridad de que el chantajista no permitiría su dimisión, haciéndole saber que si la llevaba a cabo él cumpliría su amenaza y lo hundiría.

Entonces ¿cómo explicar que no le hubiera afectado la noticia de la muerte de Cadell, la cual eliminaba todas sus posibilidades de librarse de la horca? Sólo cabía una respuesta: el depositario de su confianza no era Cadell. O bien éste tenía un cómplice (lo cual explicaría la permanencia de Horsfall en el orfanato) o bien el chantajista no era él sino otra persona.

Tellman observaba a Pitt en espera de que hablase.

No podía tratarse de Guy Stanley. No se habría desprestigiado a sí mismo, o al menos no tan gravemente. Pitt tampoco creía que fuera Balantyne, y en cuanto a Cornwallis ni siquiera se lo había planteado. Quedaban White y Tannifer.

Miró al inspector.

—¿Dónde estaba Dunraithe White cuando se produjo el disparo que mató a Cadell?

—¿Duda que fuera un suicidio? —saltó Tellman, aprovechando la ocasión de decirlo.

—No lo sé —repuso Pitt, apoyado contra la pared. Metió las manos en los bolsillos y sostuvo la mirada de Tellman.

—No había nadie más —señaló éste—. Lo dijo usted.

—Wallace cree que el chantajista sigue vivo, y sabe que ha muerto Cadell —alegó Pitt—. ¿Y Tannifer?

—No sé qué decirle. —Tellman meneó la cabeza y se paseó inquieto por el salón—. No podía estar en casa de Cadell porque lo habrían visto.

No tuvieron más tiempo para discutir, porque justo entonces se abrió la puerta y entró Horsfall mirándolos a ambos de manera afable.

—Buenos días, caballeros. ¿En qué puedo ayudarles esta vez?

Su despreocupación provocó en Pitt una rabia agravada por su confusión interna. Seguía escapándosele un dato fundamental, de lo cual era amargamente consciente.

—Buenos días —dijo con el cuerpo rígido y la mandíbula tensa—. ¿Cuántos niños tiene usted actualmente, señor Horsfall?

El director del centro puso cara de sorpresa.

—Pues… creo que unos quince. —Dirigió a Tellman una mirada fugaz y tragó saliva—. Últimamente hemos tenido la gran suerte de colocar a varios.

—Estupendo —dijo Pitt—. ¿Dónde?

—¿Cómo?

—Que dónde —repitió con énfasis.

—No le entiendo…

Aún no estaba demasiado incómodo.

—¿Dónde los ha colocado, señor Horsfall?

Tellman se acercó a la puerta como si quisiera cortarle la retirada.

—Mmm… ¿Se refiere a las direcciones exactas? Tendría que consultarlo. ¿Ocurre algo? ¿Ha habido algún caso insatisfactorio?

—¿Insatisfactorio? Extraña manera de referirse a un niño —dijo Pitt fríamente—. Parece que hable de colocar a un criado.

Horsfall volvió a tragar saliva y movió los hombros de arriba abajo, como si quisiera aliviar una tensión muscular.

—Sí… Ha sido una tontería —convino—, pero es que me siento responsable de nuestros chavales. A veces la gente espera que se porten mejor de… de lo que es capaz alguien tan joven. Un entorno nuevo… extraño… gente nueva… Hay casos en que no reaccionan bien. Se acostumbran a nosotros, a nuestros hábitos… Es normal. —Hablaba con cierto atropello—. A veces no asimilan el cambio… aunque sea para bien…

—Lo sé. —La voz de Pitt era como hielo—. Tengo hijos, señor Horsfall.

—Ah… —Horsfall palideció y se humedeció los labios. Pitt no había dicho nada amenazador, pero su mirada era indicio suficiente de una extrema repulsa—. Y… ¿cuál es el problema, señor… mmm…?

Pitt repitió la pregunta original.

—¿Dónde colocó a los niños?

Horsfall abría y cerraba las manos.

—Ya se lo he dicho… Tendría que consultarlo. No tengo buena memoria para las direcciones… hay muchas…

—Aproximadamente —insistió Pitt.

—Ah… pues… Lincolnshire, Spalding… Y varios al norte… Lejos, hasta Durham.

—¿Y Nottinghamshire? —sugirió Pitt.

Las cejas de Horsfall se arquearon.

—Sí, a Nottinghamshire también.

—¿Y Gales? —continuó Pitt—. Por ejemplo el sur, donde hay tantas minas.

Horsfall estaba pálido, y el sudor le cubría el rostro.

—¿M… minas?

—Sí. Los niños sirven para muchas cosas: en las minas, para meterse por las chimeneas; en las fábricas, para limpiar rincones donde no llegan los adultos… Sobre todo si son niños pequeños. Hasta a los de tres o cuatro años se les puede enseñar a recoger harapos, estopa, a trabajar en el campo… Hay muchos cultivos que se recogen a mano; las manos pequeñas sirven igual que las grandes, y no hay que pagarlas… habiéndolas comprado…

—Eso sería… —Horsfall tragó saliva y se atragantó.

—Trata de esclavos —dijo Pitt, quitándole la palabra de la boca.

—No puede… no puede demostrarlo… —Horsfall respiraba con dificultad y el sudor le corría por la cara.

—Yo creo que sí. —Pitt le enseñó los dientes. Horsfall se secó la frente con las manos—. ¿Conoce a un tal Ernest Wallace? —preguntó el superintendente con un cambio brusco de tema—. Es pequeño, fuerte y con muy mal genio.

La expresión de Horsfall delataba sus dudas. Le costaba decidir qué empeoraría más su situación: confesar o negarlo.

Pitt lo observaba sin compasión.

Tellman permanecía inmóvil.

—Pues… —Horsfall vacilaba.

—No está en situación de mentir —le advirtió Pitt.

—Pues… —Horsfall se humedeció los labios—. Creo que hizo algunos trabajitos en el… jardín. Sí, en efecto. Ernest Wallace, sí.

Miró a su interrogador como si fuera un animal peligroso. Pitt volvió al primer tema.

—¿Adónde va el dinero?

—¿El di… dinero? —balbuceó Horsfall.

Pitt avanzó un paso.

—¡No lo sé! —exclamó Horsfall como si sintiera amenazado físicamente—. Yo sólo cobro lo que me toca, pero no sé quién se queda el resto.

—Pero sí sabe adónde lo envía —dijo Tellman con acritud. Era más bajo y menos corpulento que Horsfall, pero lo amedrentó con la rabia de su voz.

—¡Enséñemelo! —ordenó Pitt.

—N… no llevo… ¡libros! —protestó Horsfall, levantando las manos como para protegerse de un golpe.

Pitt no quedó convencido.

—Alguna cuenta llevará. O tiene a algún superior que se lleva el dinero o es usted el responsable de todo. —No le hizo falta continuar. Horsfall negaba con la cabeza y las manos—. ¿La casa es suya?

—No, claro que no. Pertenece al orfanato.

—¿Y los beneficios por la venta de los niños?

—Pues… yo no lo diría de esa manera… —farfulló Horsfall.

—En este país, señor Horsfall, la esclavitud, el comercio con seres humanos, es ilegal. Puede ser acusado como cómplice o como único responsable. Usted elige —contestó Pitt—. ¿Adónde va el dinero?

Horsfall se rindió.

—Ahora ss… se lo enseño. Yo me limito a cumplir órdenes.

Pitt lo miró con absoluto desprecio. Pasaron a otra dependencia, y en ella vio anotadas las operaciones. Las sumó. Eran decenas de miles de libras, repartidas en ocho años, pero no constaban los nombres de los destinatarios del dinero.

La policía local arrestó a Horsfall y asignó al centro un director interino. Pitt y Tellman emprendieron el regreso a Londres y disfrutaron del aire puro que se respiraba en el ferry, así como del ajetreo del río.

—Deberían ahorcarlo —masculló Tellman—. El puerco del chantajista no lo sacará de apuros.

—Ni a Wallace, o mucho me equivoco —repuso Pitt.

Tellman contemplaba el río, viendo aproximarse el puente de Battersea. Se cruzaron con un barco de recreo lleno de gente que los saludaba con la mano, y adornado con cintas y banderines de colores brillantes. El inspector no parecía verlo.

—Si no era Cadell sólo pueden ser White o Tannifer. —Se fijó en los bolsillos abultados de Pitt—. Tenemos papel de sobra para averiguar adónde iba el dinero.

Dedicaron un día y medio a descifrar las compras y las ventas y averiguar quién se ocultaba detrás de los nombres inscritos. Fue un trabajo duro, realizado con una paciencia feroz, pero a las cuatro de la tardé del segundo día desde su regreso del orfanato podían demostrar que la pista llevaba hasta Sigmund Tannifer.

Tellman sostuvo el último documento.

—¿Cómo van a condenarlo? —dijo con ira—. Se ha dedicado a vender criaturas para que trabajen como bestias en las minas. Algunos de ellas no volverán a ver la luz del día. —Estaba conmovido, y se le notaba en la voz—. Pero no podemos demostrar que supiera lo que hacía Horsfall. Él lo negará; dirá que eran rentas, beneficios de otras propiedades… Ha chantajeado a personas inocentes y casi las ha vuelto locas de miedo. Cadell se suicidó, y White ha dimitido… pero tampoco tenemos pruebas. Tendríamos que demostrar que amenazó con exponerlas a un escándalo, y sólo serviría para lo mismo que quería hacer él: hundirlas. —Dijo otro taco, apretando los puños y echando chispas por los ojos. Esperaba que Pitt le diera una respuesta y solucionara la injusticia.

—Ni siquiera fue chantaje —dijo Pitt, encogiéndose de hombros—, porque no les pidió nada. Si hubieran llegado a enterarse de lo del orfanato les habría exigido silencio… pero no se dio la ocasión.

Tellman levantó el puño y la voz.

—¡De algo tenemos que acusarlo!

—Arrestémoslo por quedarse con los beneficios de los negocios de Horsfall —contestó Pitt—. Ningún jurado se creerá que los tomara por ganancias del huerto.

—Como si sirviera de algo —dijo Tellman con amargura.

—Quién sabe. —Pitt hizo una mueca—. Yo creo que aquel periodista de tres al cuarto que trabaja tanto, Remus, podría sacarle partido a la noticia.

Tellman se lo quedó mirando.

—Sí, pero no sabe nada.

—Podría decírselo yo —contestó Pitt.

—No tenemos pruebas de que Tannifer supiera lo que hacía Horsfall.

—Dudo que a Remus le importe demasiado.

Tellman puso unos ojos como platos.

—¿Estaría dispuesto a contárselo?

—No lo sé, pero me divertiría mucho hacer que lo creyera Tannifer.

Tellman rio, sin alegría.

Sigmund Tannifer los recibió en su suntuoso salón sin que sus facciones agradables delataran la menor inquietud o preocupación por cualquier cosa que no fueran los avances de Pitt en la resolución del caso. Miró a su esposa, que estaba de pie al lado del sillón; por una vez, el rostro vivaz de Parthenope Tannifer estaba completamente tranquilo y no reflejaba la ansiedad que tanto perturbaba su sosiego en las visitas anteriores de Pitt.

—Me alegro de su visita, superintendente —dijo el banquero, indicando los sillones donde podían sentarse Pitt y Tellman—. ¡Qué final más triste! Reconozco que nunca me había imaginado a Cadell tan… No encuentro palabras.

—Malvado… cruel… el colmo del sadismo —lo ayudó Parthenope con la voz temblorosa, rebosando furor y desprecio por los ojos—. Compadezco de todo corazón a la señora Cadell. ¿Hay algo más horrible que descubrir que el hombre a quien se ha querido, la persona con quien se ha estado casada toda la vida adulta y a quien se ha entregado toda su confianza y lealtad… es un villano redomado? —La intensidad de sus emociones hacía temblar su cuerpo espigado.

Tellman miró a Pitt de reojo.

—No se puede responder de todos los males del mundo, querida —dijo Tannifer con tono tranquilizador—. Theodosia Cadell acabará por recuperarse. Tú no puedes ayudarla.

—Lo sé —repuso ella con desesperación—, y es lo que me angustia. Si pudiera…

—Me enteré de la noticia a mi regreso, el día después de su muerte, y me afectó mucho —prosiguió Tannifer, mirando a Pitt—. Reconozco que me lo habría creído de casi cualquiera menos de él. Lo cierto, sin embargo, es que nos engañó.

—¿Regreso de dónde? —preguntó Pitt de manera irracional, decepcionado. Sabía que la casa de Cadell no había recibido ningún visitante. ¿Qué esperaba?

—De París —repuso Tannifer, recostándose en su ancho sillón y juntando las manos relajadamente—. Tomé el vapor un día antes. ¡Qué agotamiento! Pero la banca es un negocio internacional. ¿Por qué lo pregunta?

—Simple interés —respondió Pitt. Su rabia volvió repentinamente, como una ola que estuviera a punto de ahogarlo—. ¿E hizo algún depósito en un banco francés?

Tannifer abrió más los ojos.

—En efecto. ¿Le interesa, superintendente? —hablaba y se movía con afabilidad, seguro de sí mismo.

—¿Es ahí donde acaba el dinero del orfanato? ¿En un banco francés? —dijo Pitt con voz gélida.

Tannifer no se movió; tampoco se le demudó la expresión, pero su voz delató un extraño cambio de timbre.

—¿Dinero de un orfanato? No le entiendo.

—El orfanato de Kew, sufragado por el comité del club Jessop —explicó Pitt sin escatimar detalles—, la totalidad de cuyos miembros han sido víctimas del chantajista.

Tannifer le sostuvo la mirada.

—¿De veras? Es la primera vez que especifica la identidad de las demás víctimas.

—Sí: Cornwallis, Stanley, White, Cadell, Balantyne y usted —contestó Pitt, muy serio y con voz gélida—. Sobre todo Balantyne. De ahí la aparición de un cadáver delante de su puerta: querían atemorizarlo, y de ser posible conseguir su arresto por asesinato. Por eso Wallace empezó queriendo asesinar a Cole, pero Cole se resistió y logró escapar. —No apartaba la mirada de los ojos de Tannifer—. Después se le ocurrió una idea buenísima: utilizar a Slingsby, conocido suyo y sosia de Cole. Fue el propio Wallace quien compró los calcetines, inventando una historia ideada para que el dependiente se acordara de él y lo identificara como Cole. Luego metió el recibo en el bolsillo del cadáver de Slingsby, y la caja de rapé de Balantyne, claro.

—Muy ingenioso. —Tannifer lo observaba. Abrió la boca como para humedecerse los labios, cosa que al final no hizo.

—Mucho —asintió Pitt—. Si algún otro miembro del comité hubiera compartido la preocupación de Balantyne por la suma invertida en el orfanato, destinada a una cantidad de niños que efectivamente era muy baja, la amenaza de chantaje habría conseguido que callara.

Parthenope miraba a Pitt fijamente, con sus cejas rubias contraídas y la boca fruncida.

—¿Qué relevancia tenía el exceso de dinero en comparación con el número de internos, superintendente? —preguntó—. A mi entender, lo preocupante habría sido que el dinero no bastara. ¿Qué motivo tenía el señor Cadell para querer silenciarlo? No entiendo.

—No ha sido fácil averiguar la respuesta. —Ahora Pitt se dirigía a ella, no a Tannifer—. Resulta que el comité invertía en el orfanato, el cual recibía a muchos huérfanos de todo Londres, pero a lo largo de los años la institución obtuvo asimismo grandes beneficios, decenas de miles de libras, gracias a que los niños no se quedaban mucho tiempo. —Contempló el rostro perplejo de la esposa del banquero, con sus emociones desatadas, y por unos instantes dudó, pero su rabia estaba al rojo vivo—. Resulta que los vendían para trabajar en fábricas y minas, sobre todo minas, porque pueden meterse en recovecos inaccesibles para los adultos.

Ella palideció y se quedó sin habla.

—Lo lamento —se disculpó Pitt—. Siento que haya tenido que enterarse, señora Tannifer, pero los beneficios del negocio en cuestión son los que han sufragado esta casa tan hermosa y el vestido de seda que lleva usted encima.

—¡No puede ser! —Las palabras salieron de la boca de Parthenope como un alarido desgarrador.

Pitt sacó los documentos del orfanato y los enseñó.

Parthenope se volvió hacia su marido con una mirada suplicante y aterrorizada.

—Casi todos eran huérfanos del East End, querida —dijo él con tono razonable— acostumbrados a las peores condiciones. No eran hijos de gente como nosotros. En cualquier caso habrían tenido que trabajar. Al menos así no se morirán de hambre.

Ella se había quedado helada.

—¡Parthenope! Haz el favor de tener cierto sentido de la proporción y las realidades de la vida. Tú no sabes nada de esta situación. No tienes la menor idea…

La voz de su esposa sonó chillona, como una imitación grotesca de su anterior atractivo:

—¡Leo Cadell era inocente! —Fue una exclamación torturada.

—De chantaje sí —reconoció él—, pero nunca se les pidió nada aparte de alguna chuchería. —La miró con exasperación—. Sospecho, sin embargo, que era culpable de haber utilizado la belleza de su mujer para ascender de posición, lo cual es bastante inquietante, porque cuando tuvo miedo de que se supiera se pegó un tiro. En verdad que el sentimiento de culpa tiene efectos extraños.

La cara de su esposa delataba unas emociones tan profundas que se había convertido en una máscara blanca y contorsionada, cuyo simple aspecto infundía terror y compasión.

—Sabes de qué se le acusaba.

—Te aconsejo que te acuestes —dijo Tannifer con mayor dulzura y un poco de color en sus mejillas—. Voy a avisar a tu doncella. Subiré a verte en cuanto haya terminado con Pitt y… —Hizo un gesto hacia Tellman—. Como se llame.

—¡No! —Ella se tambaleó y huyó de la estancia, haciendo bascular la puerta.

Tannifer volvió a mirar a Pitt.

—Debo decirle, superintendente, que ha actuado con una torpeza innecesaria. Podría haberle ahorrado esa clase de descripción a mi mujer. —Echó un vistazo a los papeles que sostenía Pitt—. Si considera que tiene pruebas para acusarme vuelva cuando esté presente mi representante legal. Entonces hablaremos. Ahora debo ir con mi esposa e intentar que entienda lo ocurrido. Es bastante ingenua en lo tocante a la realidad de este mundo; idealista, como muchas mujeres.

Abandonó el vestíbulo sin aguardar la respuesta de Pitt.

Tellman dirigió a su superior una mirada que concentraba toda su rabia y frustración, junto con el reto y la exigencia de que se hiciera justicia.

Pitt caminó hacia la puerta. Antes de llegar a ella se oyó un disparo, una detonación seca, seguida por un golpe sordo.

Pitt echó a correr con Tellman en los talones.

Parthenope estaba en la escalera y sostenía una pistola de duelo con los brazos rígidos, la espalda y la cabeza muy erguidas.

Sigmund Tannifer yacía a sus pies en el suelo, sangrando por el orificio que tenía en la frente, entre dos ojos muy abiertos en un rostro lleno de asombro e incredulidad.

Tellman se agachó, pero de nada servía examinarlo. Estaba muerto.

Parthenope soltó la pistola, que cayó ruidosamente por la escalera, y miró a Pitt sin pestañear.

—Yo lo quería —dijo—. Con tal de defenderlo habría hecho cualquier cosa. Y lo hice… lo hice todo. Me disfracé de aprendiz del jardinero y maté a Leo Cadell pensando que chantajeaba a Sigmund y lo hundiría por algo que no había hecho. Sabía dónde encontrarlo. Confeccioné la nota de suicidio con nuestro propio papel de cartas, que era el mismo que el de las amenazas que recibía Sigmund… habiéndolas escrito él mismo. —Rompió a reír, y después tosió por falta de aliento.

Pitt dio un paso hacia ella.

Parthenope salió de su inmovilidad. Le temblaba el cuerpo por la pérdida del amor, la vida y la honra. Llevó la mano detrás de la cintura y empuñó la otra pistola, la pareja de la que estaba en el suelo a los pies del superintendente.

—¡No! —exclamó Pitt, abalanzándose hacia ella.

Parthenope, no obstante, con una calma que parecía deberse al grito, sujetó el arma con ambas manos, se la llevó a la boca y apretó el gatillo.

Resonó una detonación.

Pitt la sujetó, deteniendo con sus brazos la caída. Era tan delgada que parecía faltarle cuerpo para tanta pasión. Ya no había nada que hacer. Estaba muerta. Habían terminado la traición, el dolor y el intolerable sentimiento de culpa.

Se inclinó para levantarla, sin prestar atención a la sangre ni a la inutilidad de tratarla con dulzura. Había sido una mujer ciega y fiera en sus amores, una mujer que había entregado su corazón al responsable de envilecer sus sueños y se había traicionado a sí misma a fin de proteger algo que jamás había existido.

La sostuvo con ternura, como si ella aún pudiera saber lo que él sentía. Como si a aquellas alturas importara algo la compasión.

Pasó por encima de Tannifer, y Tellman le sostuvo la puerta del salón con la cara pálida y la cabeza inclinada.